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sábado, 9 de abril de 2016

Trumbo, historia de los días del miedo. El episodio de la persecución del guionista es quizá el más conocido de esos años terribles de caza de brujas en EE UU


La historia de la Lista Negra y de los Diez de Hollywood, de las persecuciones de afiliados comunistas o hasta simpatizantes de esa ideología desatada en Estados Unidos con la Guerra Fría, los desmanes enloquecidos y crueles del senador McCarthy y compañía, el miedo, las delaciones y traiciones sufridas y cometidas en esa época y circunstancias han sido un tema recurrente en el cine, el teatro y la narrativa norteamericanos. Hace unos pocos años (2005), George Clooney retomó el asunto para su magnífica película Buenas noches, buena suerte, en la que cuenta la historia de un grupo de periodistas capitaneados por el comentarista de la CBS Edward Murrow y su productor Fred Friendly, quienes se atrevieron incluso a desafiar al poderoso senador que se erigió portavoz de la pureza ideológica de la Unión.

Ahora, a finales de 2015, Jay Roach ha filmado y estrenado el filme Trumbo (con guion de John McNamara), que acabo de ver y que me ha dejado cargado con el dolor del desasosiego, con la sensación terrible de la evidencia de lo que pueden lograr los poderes de la manipulación política, la ortodoxia castrante, la estupidez humana y la envidia cuando se disfrazan de causa mayor al servicio de un pueblo o una nación. De cómo pueden, incluso, condicionar la justicia y, más aún, la verdad. De cómo pueden torcer las vidas de las gentes, y deformarlas, incluso acabarlas.

El episodio de la persecución, represión y marginación personal y artística de Dalton Trumbo es quizás el más conocido entre los muchos casos que se vivieron durante esos años terribles de cacería de brujas en la sociedad norte­americana. Y, como bien se sabe, aquella “limpieza ideológica”, acometida en nombre de la seguridad nacional y los valores americanos, tuvo su manifestación más visible (aunque no la única) en la exclusión de creadores en la industria del espectáculo, aunque su punto (climático) álgido -o culminante- recayó en la ejecución de los Rosenberg, acusados de haber pasado a Moscú los secretos del arma nuclear.

Pero es que lo ocurrido en Hollywood y alrededor de la figura de uno de los grandes guionistas del cine norteamericano se mantiene como una historia pertinente porque sigue siendo un testimonio ejemplarmente dramático, revelador y aleccionador de cómo el extremismo, el fanatismo y la práctica de la ortodoxia, sostenidos desde el poder y con el apoyo de la masa manipulada, puede destrozar carreras y vidas, culturas y sociedades con el aplauso colectivo o, cuando menos, con el silencio cómplice y temeroso. También porque Trumbo es la historia del miedo, esa sensación humana de no encontrar salida, de saberse siempre a expensas de los desmanes de grupos de poder (o de los que se erigen como sus vigilantes más combativos) capaces de hacer al individuo sentirse siempre en peligro real o potencial, por completo a expensas de juicios y condenas dolorosas. Y porque representa la historia de una lección más de que, aun cuando se recupere la justicia y se superen los errores (y los horrores), las heridas sufridas por quienes fueron perseguidos, vilipendiados y reprimidos por sus ideas, gustos, creencias nunca son verdaderamente curadas, porque las cicatrices suelen ser indelebles.

Lo más significativo de la película es que los hechos narrados son típicos de una época pero a la vez universales, y la obra de arte, con sus recursos, potencia esa cualidad amplificadora. A través de una experiencia personal, grupal, propia de una época, se nos habla en este filme conmovedor, generador de indignaciones, de esa devastación a la que puede ser sometida la dignidad humana por los fanáticos que se proclaman dueños de la verdad y la pureza ideológica de una sociedad.

La gran enseñanza del filme, gracias a la historia real que cuenta, es la que revela el personaje de Dalton Trumbo en sus discursos finales: todo el sufrimiento provocado, incluso la sangre derramada, no pudieron demostrar que existiera una verdadera culpa, un solo complot urdido por aquellos que resultaron marginados. También, que el paso del tiempo y el fin de las condenas servían para algo tan importante como reparar la verdad, pero no alcanzaban para borrar los dolores de unas vidas maceradas por largos años. Y, en fin, que las posibles rehabilitaciones — como la de Trumbo y sus colegas, como los centenares ocurridos en Moscú, de vivos y, sobre todo, de muertos— nunca pagan el precio de lo sufrido por las víctimas. Porque la historia, que coloca (muchas veces, no siempre) los procesos y los personajes en su sitio, es una necesaria reparación que llega a los libros, pero difícilmente consigue recomponer las heridas del alma humana.

En un tiempo en que la banalidad artística se impone y en la que se prefiere el olvido a la memoria, obras como Trumbo demuestran algo tan sabido pero cada vez menos considerado como es el compromiso del arte con la sociedad, como vehículo para enfrentarnos dramáticamente a la verdad, como bálsamo para la memoria.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/22/babelia/1458659994_387112.html
http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=5828

jueves, 24 de septiembre de 2015

El niño (litle boy) más pequeño. Veinte años después de Hiroshima, tropas estadounidenses de élite se entrenaron para impedir una invasión soviética, con armas nucleares atadas a la espalda.

Mientras el capitán Tom Davis espera de pie junto a la puerta posterior del avión militar de carga, el aire nocturno barre la bodega. Davis recorre con los ojos la tierra negra 400 metros más abajo. Agarra con fuerza la lona de su paracaídas de reserva y respira hondo.

Davis y los hombres que forman su equipo-A (equipo Alfa de operaciones) de las Fuerzas Especiales están entre los soldados más preparados del ejército norteamericano. Estamos en 1972, y el capitán ha vuelto hace poco de un periodo de servicio en Vietnam, donde estuvo combatiendo en la frontera con Camboya. Su sargento de comunicaciones sirvió en el Mando y Control Norte, que era responsable de algunas de las operaciones más audaces en el corazón del territorio norvietnamita. Pero ninguno de ellos había estado antes en una misión como esta.

Su plan es saltar en paracaídas en Europa del este, avanzar sin que los descubran por unas montañas cubiertas de bosques y destruir una planta de agua pesada utilizada en la fabricación de armas nucleares.

Durante los cuatro días de preparación para la misión, militares expertos en la región les han informado sobre rutas de infiltración y las patrullas enemigas que pueden esperar. El equipo ha examinado fotografías aéreas y una elaborada simulación del objetivo, un gran edificio vagamente en forma de U. La planta está situada en una zona amplia y abierta, con guardias que la recorren sin cesar, pero, por lo menos, el equipo no necesita introducirse en el edificio. Del arnés del paracaídas que lleva el sargento de información de Davis cuelga en curiosa postura una bomba nuclear de 26 kilos. Con un arma tan poderosa, pueden limitarse a colocarla junto a un muro, activar el temporizador y dejar que la fisión cumpla su papel.

Davis tenía pensado seguir los pasos de los destacados juristas existentes en su familia --su padre era abogado, y su abuelo, juez de un tribunal federal-- hasta que la junta de reclutamiento puso un anuncio durante su primer año de Derecho. Sin esperar a que le llamaran, Davis se presentó voluntario a la escuela para formación de oficiales y en concreto a las Fuerzas Especiales, y terminó el durísimo “curso Q”, el curso de calificación, con el grado de subteniente. De ahí pasó a estudiar la lengua vietnamita y luego partió a la guerra en el sureste asiático, donde sirvió como oficial de asuntos civiles y operaciones psicológicas.

Cuando le nombraron teniente, Davis obtuvo su propio equipo-A. Su sargento sugirió que se ofrecieran voluntarios para entrenarse en lo que el ejército llamaba las Municiones Atómicas Especiales de Demolición (SADM en sus siglas en inglés), unas armas nucleares tácticas concebidas para utilizarse en el campo de batalla, en caso de una guerra con los soviéticos. “Qué demonios, ¿por qué no?”, respondió. El comandante de la compañía propuso sus nombres y el equipo fue aceptado en el entrenamiento.

A medida que el avión se acerca a la zona de salto, empiezan a oírse a toda velocidad las órdenes sobre el viento helado y ensordecedor. “¡Comprobad líneas de interferencia!” Los hombres responden para comprobar los equipos, empezando por atrás. “¡Preparados!” Se encienden las luces verdes y empiezan a dar un golpecito a cada hombre: “¡Adelante!” Los soldados, cada uno cargado con unos 30 kilogramos de material además de los 14 kilogramos de cuerda del paracaídas, más que saltar se tambalean y se dejan caer por la puerta trasera para saltar a tierra a alrededor de 6 metros por segundo.

Sus siluetas van saliendo del avión a intervalos de medio segundo, con los paracaídas deshinchados flotando detrás como colas de cometas hasta que se llenan de aire y se expanden, y el equipo vuela hacia abajo a la velocidad suficiente para evitar que les vean (o les disparen), pero con la lentitud necesaria para no matarse al chocar con el suelo. Después de aterrizar y soltar y esconder los paracaídas, se aproximan a un punto de reunión fijado previamente, oculto entre árboles y sombras, y allí abren el contenedor especial para comprobar si el contenido ha sufrido algún daño o está intacto y no se ha filtrado nada de radiación. Meten la bomba en una mochila, entierran el contenedor y se disponen a atravesar las montañas, avanzando solo de noche para no ser vistos.

Tardan aproximadamente dos días en llegar a su objetivo. En día D, colocan el dispositivo en la planta de agua pesada y salen corriendo.

La “misión” del capitán Davis, por supuesto, era un ejercicio. En realidad, sus hombres y él no se lanzaron sobre Europa del este, sino cerca del Bosque Nacional de White Mountain, en New Hampshire. La planta de agua pesada era en realidad una fábrica de papel abandonada en el pueblo vecino de Lincoln, y la bomba era una imitación para entrenamiento.

La misión no era real, pero el trabajo sí.

Durante 25 años, en la segunda mitad de la guerra fría, Estados Unidos desplegó unos dispositivos nucleares portátiles con capacidad de destrucción, la Munición Atómica Especial de Demolición B-54 (SADM).

Soldados de varias unidades de élite de las Fuerzas Especiales y el cuerpo de Ingenieros del Ejército, además de SEAL de la Armada y marines escogidos, se entrenaron para manipular las bombas, denominadas “bombas de mochila”, en frentes de batalla de Europa del este, Corea e Irán, como parte de los esfuerzos de las fuerzas armadas estadounidenses para asegurar la contención y, en caso necesario, la derrota de las tropas comunistas.

Durante el largo pulso con la Unión Soviética, Occidente tuvo que lidiar con el hecho de que, en personal y en armamento convencional, las fuerzas del Pacto de Varsovia superaban con mucho a sus homólogos de la OTAN. Para Estados Unidos, las armas nucleares fueron el gran factor capaz de igualar la situación. En los años cincuenta, el presidente Dwight Eisenhower fue un poco más allá y presentó la política del New Look, la nueva perspectiva consistente en tratar de disuadir a la Unión Soviética de posibles agresiones sin incurrir en grandes costes, mediante la amenaza de responder a cualquier ataque con una ofensiva nuclear de proporciones apocalípticas: la doctrina denominada de “la represalia masiva”. Ike pensaba que así podría mantener a raya tanto el comunismo en el extranjero como el complejo militar industrial en su propio país.

Sin embargo, esa estrategia tenía un fallo importante. Aunque la represalia masiva era barata, no permitía a Estados Unidos tener ninguna flexibilidad en su respuesta a una agresión del enemigo. Si las fuerzas comunistas lanzaban un ataque limitado y no nuclear, el presidente tendría que escoger entre la derrota frente a una fuerza convencional superior o un enfrentamiento nuclear estratégico totalmente desproporcionado (y tal vez incluso suicida) que mataría a cientos de millones de personas.

Para tener más opciones entre los extremos de caer ante los “rojos” y acabar “muertos”, Estados Unidos adoptó el concepto de guerra nuclear limitada, y empezó a proponer armas atómicas tácticas diseñadas para su utilización en combate. Si las fuerzas del Pacto de Varsovia saltaban alguna vez de Alemania del este y Checoslovaquia hacia Europa occidental, Estados Unidos podría recurrir a armas nucleares con el fin de, por lo menos, retrasar el avance comunista lo bastante como para dar tiempo a llegar a los refuerzos. Estas armas “pequeñas”, muchas de ellas más poderosas que la bomba arrojada sobre Hiroshima, habrían aniquilado cualquier campo de batalla e irradiado gran parte del área circundante. Pero ofrecían una alternativa.

La estrategia de la guerra fría estaba llena de oximorones como el concepto de “guerra nuclear limitada”, pero el dispositivo nuclear de mochila fue quizá el ejemplo más cómico y siniestro de una era obligada a afrontar la perspectiva muy real del Apocalipsis. La SADM fue un caso de realidad que imitaba a la sátira. Al fin y al cabo, igual que Slim Pickens en el simbólico final de Dr. Strangelove, volamos hacia Moscú, los soldados estadounidenses debían atarse a la espalda unas bombas atómicas y lanzarse desde unos aviones para dar paso a la Tercera Guerra Mundial.

Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado fueron la edad de oro del diseño de armas nucleares. Los científicos y los técnicos de los laboratorios de armamento nuclear en Los Álamos y Sandia consiguieron miniaturizar los llamados “paquetes físicos” en el núcleo de las bombas atómicas, que dejaron atrás el monstruo de más de 4.500 kilogramos empleado en la primera prueba nuclear de la historia para constituir cabezas más pequeñas que podían encajarse en un misil. Y sus colegas especialistas en cohetes desarrollaron misiles balísticos de tierra y submarinos que, junto con los bombarderos, pronto formaron la “tríada” nuclear en la que se basaba la disuasión estratégica contra los soviéticos.

Desde el punto de vista del Ejército, el problema era que los bombarderos y los misiles estaban en manos de la Fuerza Aérea y la Armada, con lo que las fuerzas de tierra se habían quedado al margen del que probablemente era el avance más significativo en la historia de la guerra, a pesar de que serían sus soldados los principales encargados de detener una invasión soviética de Europa occidental. Por suerte para el Ejército de tierra, muchos estrategas norteamericanos seguían considerando las bombas nucleares como bombas convencionales salvo que más grandes, y el dominio que tenía Estados Unidos de la ciencia de la destrucción atómica desde Hiroshima había hecho que los diseñadores de armas pensaran mucho más en las posibilidades que en la prudencia. El resultado fue una serie de curiosas creaciones que llegaron al arsenal del Ejército, desde artillería atómica hasta misiles de defensa aérea con cabezas nucleares.

El Ejército empezó a fabricar municiones atómicas de demolición (ADM) en 1954. Los primeros productos eran armas engorrosas, que pesaban cientos de kilogramos y necesitaban a varios hombres para transportarlas, con la ayuda de camiones y helicópteros. Su principal objetivo era lo que podríamos llamar paisajismo nuclear: crear cráteres irradiados e intransitables o hacer que laderas de montañas se derrumbaran en algún paso estrecho para obstruir cualquier ruta de invasión e impedir el paso a las fuerzas enemigas. Un ingeniero recuerda colocar un ADM en medio de un bosque: “La idea era hacer volar aquellos árboles a través de un valle para crear un obstáculo físico radiactivo al paso de vehículos y tropas”, cuenta.

El manual de campo de contramovilidad del Ejército enseñaba a los soldados a utilizar los ADM para hacer “cráteres río”, explosiones atómicas junto a vías de agua de pequeño tamaño que “formaran un pantano temporal, un lago, una inundación, y de esa forma constituyeran un auténtico obstáculo hidrológico” para las fuerzas enemigas.

En el peor de los casos, los ingenieros atómicos del Ejército preveían impedir que las fuerzas enemigas utilizaran las infraestructuras, es decir, destruir puentes, túneles y pantanos. Explanadas ferroviarias, centrales eléctricas, aeropuertos... Todos esos elementos eran blancos apropiados para llevar a cabo una destrucción nuclear preventiva.

No obstante, el Ejército quería tener también un papel nuclear más activo. Sus partidarios decían que la doctrina de la represalia masiva dejaba a Estados Unidos sin preparación para toda una amplia gama de conflictos. Varios documentos de la Comisión de la Energía Atómica (CEA) muestran que los diseñadores de las armas nucleares estadounidenses estaban deseosos de apoyar al Ejército en ese intento de tener armas nucleares tácticas. En 1957, según varios relatos, el presidente de Sandia Corporation, James Mcrae, se lamentó de que “el uso indiscriminado de armas nucleares de alto rendimiento generara inevitablemente una reacción adversa de la opinión pública”. Dado que el futuro de la guerra iba a consistir en una “sucesión interminable de pequeños brotes bélicos, más que conflictos a gran escala”, McRae recomendaba que “se diera más importancia a las armas atómicas de pequeño tamaño”, que podían utilizarse en “combates de tierra locales”.

Los consejos de McRae prepararon el terreno para el desarrollo del Davy Crockett, un misil nuclear con rendimiento inferior a un kilotón que cabía en la trasera de un todoterreno. En 1958, cuando el Ejército empezó a buscar una munición atómica de demolición que pudiera llevar un soldado por sí solo, la CEA recurrió a la cabeza ligera Mark 54, de la serie de Davy Crockett. El arma así obtenida sería una versión más pequeña y portátil de las ADM. Sin embargo, el Ejército tendría que compartir el dispositivo con la Armada y los marines.

El último producto de la CEA, la munición atómica especial de demolición B-54, se incorporó al arsenal estadounidense en 1964. Tenía 45 centímetros de alto, con una carcasa de aluminio y fibra de vidrio. Un extremo estaba redondeado, en forma de bala, y el otro tenía un panel de control de 30 centímetros de diámetro. Según un manual militar, el rendimiento explosivo máximo del arma era inferior a 1 kilotón, es decir, el equivalente a mil toneladas de TNT. Para impedir un uso no autorizado de la bomba, el panel de control estaba tapado por una placa con un cierre de combinación. El cierre tenía pintura fosforescente para que los soldados pudieran abrirlo y colocar la bomba de noche.

A medida que las fuerzas soviéticas se adentraran en países como Alemania occidental, el SADM permitiría a las unidades de las Fuerzas Especiales (denominadas equipos de “Luz verde”) deslizarse tras las líneas enemigas con el fin de destruir infraestructuras y material. Pero su misión no se habría limitado solo a los países miembros de la OTAN. Lo que no saben muchos historiadores nucleares es que los equipos de Luz Verde estaban también preparados para utilizar los SADM en territorio del Pacto de Varsovia si era necesario para impedir una invasión. Los equipos estaban entrenados para destruir aeródromos, depósitos, núcleos de la red de defensas antiaéreas y cualquier infraestructura de transporte que pudiera ser útil para dificultar la circulación de vehículos acorazados enemigos y permitir que los aliados emplearan su fuerza aérea. Según un informe interno, el Ejército pensó también en enterrar SADM cerca de búnqueres enemigos “para destruir instalaciones esenciales de mando y comunicaciones”.

Los SEAL de la Armada y las Fuerzas Especiales del Ejército se entrenaban para alcanzar sus objetivos por aire, tierra y mar. Podían lanzarse en paracaídas desde aviones de carga o helicópteros para caer tras las líneas enemigas. Los equipos especializados en misiones submarinas eran capaces de bucear para llevar la bomba hasta su destino en caso necesario. (La CEA construyó un contenedor hermético y a presión que permitía a los buceadores sumergir la bomba hasta una profundidad de 61 metros.) Un equipo de las Fuerzas Especiales llegó a entrenarse para esquiar transportando el arma en los Alpes de Baviera, aunque con ciertas dificultades. “El arma esquiaba montaña abajo; tú, no”, dice Bill Flavin, que dirigió un equipo de SADM de las Fuerzas Especiales. “Si se movía solo un poco, no había nada que hacer. Con aquella cosa no había forma de mantener el control en la pendiente”.

Por consiguiente, las Fuerzas Especiales recurrieron a equipos entrenados en saltos de paracaídas a gran altitud y buceadores. Los jefes de equipo podían escoger cuáles de sus hombres se iban a entrenar en el uso del arma para garantizar que sus unidades superasen las exigentes inspecciones periódicas de seguridad nuclear que hacía el Ejército. “Los que tenían mejor historial, más experiencia, solían ser los que acababan incorporándose al equipo de la SADM, porque tenían que pasar la inspección de seguridad”, dice Flavin. Para recibir la autorización de manipular una SADM, los soldados además tenían que someterse al programa de fiabilidad del Departamento de Defensa, con el fin de asegurarse de que eran dignos de confianza y no tenían problemas mentales.

Algunos hombres a los que se proponía la misión eran de lo más entusiastas; otros, no tanto.

“Por supuesto, todo el mundo se presentaba voluntario. ese no era el problema”, dice el capitán Davis. “Lo hacíamos porque era, no sé, algo increíble, y yo quería aprender a hacerlo”. Pese a ello, cuando Ken Richter, miembro de un equipo Luz Verde, empezó a entrevistar a posibles candidatos, se encontró con que no todos tenían el mismo entusiasmo: “Entrevisté a mucha gente para nuestro equipo. Cuando se enteraban de en qué consistía la misión, decían: ‘No, gracias. Prefiero volverme a Vietnam’”.

Cuando le enseñaron el arma, Richter no daba crédito a lo que se había inventado la CEA. “Creo que mi primera reacción fue no creérmelo”, dice. “Porque todo lo que había visto hasta entonces, la Segunda Guerra Mundial, era un arma gigantesca. ¿Y nos la íbamos a atar a la espalda para transportarla? Creí que me estaban tomando el pelo”.

No era así. Los equipos de SADM de las Fuerzas Especiales como el de Davis asistían a un curso de una semana, entre ocho y 12 horas de clase cada día, en un aula de cemento en Fort Benning, Georgia. Además, recibían otros cursillos periódicos de actualización que impartía el comité de SADM de las Fuerzas Especiales, formado por suboficiales veteranos y expertos en SADM, y se sometían a inspecciones periódicas para evaluar su aptitud en el manejo de armas nucleares. Aun así, dado todo lo que estaba en juego, el entrenamiento no siempre inspiraba una gran confianza.

Para ser un arma nuclear, la bomba era compacta y ligera, pero, como material de infantería, era pesada e incómoda, y su peso muchas veces se inclinaba hacia un lado u otro sobre la espalda. “Cuando [el encargado de los saltos] dijo “Adelante”, prácticamente me empujó fuera del avión con la bomba”, recuerda Danny Powers, sargento de comunicaciones en un equipo de SADM.

El transporte del arma a pie era todavía más difícil. Dan Dawson, ingeniero de ADM, recuerda lo complicado que era correr con una bomba de mochila. Durante un ejercicio de entrenamiento, su unidad simuló una misión en la que tenían que hacer estallar un túnel de ferrocarril, pero descubrió que le costaba mucho trasladar una SADM a través de un terreno abierto. “Para llevar [al que transportaba la SADM] deprisa a través de aquel terreno, dos de nosotros tenían que agarrarle por los brazos y trotar con él para ayudarle. El arma se podía llevar, pero era imposible correr con ella a cuestas”.

Además, la norma de los dos hombres, que todavía hoy establece que ningún soldado sea capaz de montar por sí solo un arma nuclear, exigía que los equipos de Luz Verde se repartieran el código para abrir la placa que cubría el dispositivo. Y eso podía ser un problema si de camino al objetivo moría uno de los dos. “Llegaba uno al sitio con aquella mierda tan enorme en la mochila y sin poder hacer nada con ella”, dice Flavin. “Así que pensamos que no podíamos arriesgaros a que pasara”, y su equipo decidió que, en caso de una misión de verdad, todos sabrían el código.

Por otra parte, tampoco podían abandonar la SADM a mitad de misión si las cosas se ponían feas. Era un arma tan extraordinaria que no podían permitir que cayera en manos del adversario, y las placas que la cubrían, con un simple cierre de combinación, no iban a ofrecer una gran protección si las fuerzas enemigas capturaban a un equipo. “Se podía abrir con una barra de hierro”, dice Flavin. Por consiguiente, los equipos se entrenaban también para destruir el arma. “Siempre teníamos que llevar encima la cantidad necesaria de explosivos para destruirla sin que estallara”, dice Powers. “Quizá podía esparcir residuos nucleares, pero no habría una explosión con nube en forma de seta”.

Si el equipo alcanzaba el objetivo, los hombres debían quitar la cobertura y fijar los temporizadores. Luego metían la mano en el hueco de seguridad --un pequeño compartimento en la esquina superior izquierda del panel de control-- y sacaban una carga explosiva del tamaño de una mano que era la que detonaría la reacción nuclear en cadena de la bomba. Después de colocar la carga en posición activada y encender el interruptor, retrocedían a toda prisa.

Como es natural, en las horas o en los minutos previos a la detonación, cabía la posibilidad de que las tropas enemigas descubrieran y manipularan la bomba, así que se encargaba a algunos equipos que la mantuvieran vigilada hasta justo minutos antes. La distancia “correcta” para garantizar la seguridad del arma y la de los soldados variaba según cada inspector, recuerda Frank Antenori, que fue técnico de mantenimiento de armas nucleares del Ejército en un equipo de las Fuerzas Especiales y más tarde fue condecorado por el valor mostrado como Boina Verde en Irak y Afganistán. Algunos inspectores decían a los equipos que abandonaran la zona inmediatamente después de colocar el arma; otros insistían en que tenían que mantenerla a la vista hasta que estallara.

Incluso desde una distancia “segura”, los equipos de SADM se sentían demasiado cerca de la detonación. “Estábamos fuera de la zona de vaporización”, dice Antenori, “pero dentro de la zona de ‘Mmmm, cuando estalle, dentro de un segundo, voy a sentir el maravilloso aire caliente’”.

Por si resultaba poco absurda la idea de estar agazapados cerca de un arma nuclear que estaba a punto de explotar, los soldados no podían saber exactamente cuándo iba a explotar. La SADM era una bomba que tenía muy pocos componentes electrónicos, probablemente porque la CEA quería que así fuera resistente a las pulsaciones electromagnéticas de cualquier explosión nuclear próxima, que era algo previsible en caso de que estallara una guerra con los soviéticos. En su lugar, el dispositivo dependía de dos temporizadores mecánicos que, por desgracia, eran menos precisos cuando se fijaban con mucha antelación, y podían llegar a estallar incluso con ocho minutos de adelanto y 13 de retraso. Los manuales de campo del Ejército advertían que “no es posible estar seguros de que [los temporizadores] van a saltar en un momento determinado”, por lo que los equipos de las SADM se entrenaban para ser capaces de predecir el momento con cierta aproximación.

Aun así, dice Powers, “siempre pensábamos que, después de seguir todos aquellos meticulosos procedimientos y fijar los temporizadores para varias horas después, en cuanto apretáramos el botón íbamos a desaparecer”.

Si los equipos de Luz Verde tenían la suerte de seguir vivos después de detonar la bomba, todavía tendrían que superar enormes obstáculos para salir bien librados. Detrás de las líneas enemigas y sin ningún apoyo en el momento de comenzar la Tercera Guerra Mundial, tendrían que utilizar su ingenio y su entrenamiento para no acabar muertos o capturados. Contaban con ciertos recursos que se habían dispuesto para ayudarles: las Fuerzas Especiales que huyeran de la detonación de una SADM sabían que deberían buscar armas y suministros escondidos en determinados lugares de Europa del este que estaban señalados en mapas especiales. “Cuando cayó el Muro [de Berlín], recuperamos parte de todo lo que había oculto”, recuerda Flavin. “Me sorprendió ver que las armas y las demás cosas estaban en perfecto estado”.

Además de sus reservas, algunos equipos de SADM tenían acceso a otra arma secreta que les ayudaría a volver a casa: un sargento de las Fuerzas Especiales nacido en Checoslovaquia, llamado Julius Reinitzer. Cuando era adolescente, Reinitzer se había escapado dos veces de un campo de trabajo nazi en Polonia. Después contactó con los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos y se movió por la frontera checa para establecer redes de resistencia. Después de que le detuvieran y le encarcelaran por espionaje en la Checoslovaquia comunista, volvió a escaparse. Al llegar al mundo libre, Reinitzer se alistó en el Ejército estadounidense, obtuvo la nacionalidad y se convirtió en Boina Verde. Le llamaban “el Oso”, y llegó a ser un profesor muy solicitado por los equipos de las Fuerzas Especiales que, como el de Flavin y sus hombres, querían un cursillo acelerado en el delicado arte de vivir a escondidas tras el Telón de Acero.

No obstante, los miembros de este mundo eran muy conscientes de que las misiones de Luz Verde serían con toda probabilidad unos viajes sin retorno. Volar a través del espacio aéreo enemigo, llevar a cabo operaciones clandestinas tras las líneas enemigas, aproximarse a las fuerzas hostiles con un arma nuclear y esperar increíblemente cerca de la bomba hasta que estallara: las misiones eran verdaderamente absurdas. Como dice Flavin: “Había muchas dudas sobre la sensatez operativa del programa, y los que íbamos a llevar a la práctica la misión estábamos seguros de que los que las habían pensado se habían fumado algo en mal estado”.

El humor servía para suavizar la siniestra realidad de trabajar con municiones atómicas de demolición. Las unidades de ingenieros de ADM creaban parches y logotipos adornados con nubes en forma de seta. Pronto surgió un lema extraoficial: “Bombardéalos hasta que reluzcan, y entonces dispárales en la oscuridad”. Lo que facilitaba las ganas de hacer chistes era que algunos pensaban que había muy pocas posibilidades de que la cadena de mando autorizara una de aquellas misiones. “En el fondo, sabíamos que nadie iba a dar el control de los dispositivos a un puñado de veteranos correteando por el campo”, dice Davis. “No creíamos que fuera a ser nunca realidad”.

Aparte de la “sensatez operativa” del programa, como dice escuetamente Flavin, algunos equipos de las Fuerzas Especiales se preguntaban si llegarían a recibir los aviones que debían transportarlos, y mucho más las armas propiamente dichas, en medio del caos y la destrucción que supondría el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Las unidades de SADM no solían tener acceso a armas nucleares reales, que se encontraban guardadas en depósitos muy controlados, como las instalaciones del Ejército en Miesau, Alemania occidental. En caso de guerra, transportarían las armas hasta unos aeródromos cercanos en los que estarían esperando los equipos de SADM. Flavin resume así las dificultades: “Había que llevarnos a nosotros a algún sitio. Había que llevar el arma a algún sitio. Había que llevar el avión a algún sitio. ¿Y cándo se iba a hacer todo eso? Supongo que, en teoría, antes de que el otro bando decidiese atacar”.

Otro obstáculo eran las susceptibilidades políticas. Los aliados de la OTAN, en particular Alemania occidental, sentían una lógica aprensión ante la idea de que las fuerzas estadounidenses activaran decenas de pequeñas bombas nucleares en su territorio. Se suponía que los ingenieros no debían utilizar las armas hasta después de que se hubiera evacuado a las poblaciones locales, pero el requisito no acababa de tranquilizar los nervios. Enterrar las bombas podía limitar los efectos radiactivos, pero la República Federal protestó públicamente cuando Estados Unidos pidió permiso para cavar por anticipado los hoyos en los que pensaba colocar las armas nucleares, cerca de sus infraestructuras de transporte.

Al final, las dudas sobre las SADM nunca tuvieron respuesta. En 1984, 20 años después de que se creara el arma, la opinión pública pudo hacerse una idea de cómo era y lo que podía hacer cuando William Arkin y sus colegas esbozaron una descripción a partir de documentos y manuales militares para presentársela al Consejo de Defensa de los Recursos Naturales de Estados Unidos. Sus revelaciones provocaron alguna reacción indignada en el Congreso y conmoción en los medios, pero las SADM tenían ya los días contados.

Al apagarse las tensiones de la guerra fría, Estados Unidos empezó a retirar las SADM. El fin oficial del arma llegó en 1989, cuando los Departamentos de Defensa y Energía declararon que era “obsoleta” y que “ya no existía ninguna necesidad operativa” para ella. Con la desaparición de la Unión Soviética en 1991, George H. W. Bush hizo grandes recortes en la armas nucleares no estratégicas de todos los sectores.

Seis años después se levantó oficialmente el secreto sobre algunos aspectos relacionados con el arma. Pero los detalles operativos de cómo se habrían utilizado las mochilas nucleares --las misiones en territorio del Pacto de Varsovia, las demandas que suponían las armas para los hombres encargados de desplegarlas y los riesgos que entrañaban las misiones-- no se han conocido hasta ahora, a través de entrevistas, documentos desclasificados en virtud de la Ley de Libertad de Información y manuales militares que se han obtenido ahora.

Lo que fue un arma del máximo secreto es hoy una atracción turística. Quienes visitan el Museo Nacional de Ciencia e Historia Nuclear en Albuquerque, Nuevo México, pueden hacerse una foto delante de un contenedor de SADM con su paracaídas. La Munición Atómica Especial de Demolición ha pasado de ser un arma de lo más seria, aunque extravagante, a ser un recuerdo pintoresco de la guerra fría.

Con la distancia que da la historia, es tentador decir que las SADM no fueron más que una aberración nacida de la histeria de la guerra fría. Pero Estados Unidos sigue teniendo armas nucleares tácticas en Europa, aunque en una forma menos osada, las bombas B-61, aerotransportadas. Y más inquietante resulta el hecho de que otros países están adoptándolas cada vez más como instrumentos de defensa nacional. Por ejemplo, al parecer, Pakistán tiene armas nucleares deplegadas en posiciones avanzadas, y sus tropas sobre el terreno tienen concedida de antemano la autoridad para utilizarlas, todo ello con el fin de compensar el hecho de que el ejército indio es mucho mayor. Y, con la situación contraria a la que era, ahora que Rusia está en una situación de inferioridad convencional respecto a la OTAN, Moscú ha dado más importancia al papel de las armas nucleares tácticas en su doctrina estratégica.

Ahora bien, para los veteranos de las SADM del Ejército, su pasado nuclear ha quedado muy atrás. Algunos tenían dudas sobre la misión; otros la aceptaron con entusiasmo. Todos llevaron el peso de las peores pesadillas de la guerra fría, literalmente sobre sus espaldas.

© Foreign Policy
Adam Rawnsley vive en Washington y escribe sobre tecnología y seguridad nacional.
David Brown es autor de Deep State: Inside the Government Secrecy Industry
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/02/12/actualidad/1392228807_342184.html

lunes, 8 de junio de 2015

Reseña del documental “Hollywood contra Franco”, de Oriol Porta. Cine, compromiso y “caza de brujas”

Enric Llopis

La guerra civil española supuso un aldabonazo para los artistas de Hollywood. Muchos participaron en mítines, financiaron ambulancias para la zona republicana y rechazaron las políticas de no-intervención del presidente Roosevelt. “La derrota de la España democrática dejó una herida abierta en los corazones liberales de Hollywood”, afirmó el realizador Fred Zinnemann, quien dirigió en 1964 una película sobre el último maqui español, Quico Sabaté (“Behold a pale Horse”). Desde el año 1940 más de 50 películas de Hollywood contenían referencias a la guerra civil española. El documental de Oriol Porta, “Hollywood contra Franco”, pone de manifiesto la imagen que de la guerra de 1936 difundió la factoría estadounidense: la que se correspondía con los intereses de la política norteamericana en cada coyuntura.

La película de 91 minutos, producida por Àrea de Televisió en colaboración con la Televisió de Catalunya, tiene como hilo conductor la biografía de Alvah Bessie (1905-1985), miembro de la Brigada Lincoln y voluntario en 1938 en la guerra contra el fascismo en España. Las palabras de este novelista, guionista y crítico de literatura (que descubrió el marxismo en los ratos libres para escribir) acompañan en “off” a fragmentos de películas de la época (“Arise, mi amor”, “Casablanca”, “Las nieves del Kilimanjaro”…), intercalados con el testimonio de la actriz Susan Sarandon, el historiador del Cine Román Gubern, Dan Bessie (hijo del protagonista); Arthur Laurents (autor de clásicos como “West Side Store”, miembro del Partido Comunista y señalado en las listas negras de Hollywood) o Walter Bernstein, autor y guionista que también sufrió la “caza de brujas”. El protagonista, Avah Bessie, militó durante 20 años en el Partido Comunista de los Estados Unidos y estuvo entre “los diez de Hollywood” que se negaron a testificar ante el Comité de Actividades Anti-americanas por sus afinidades políticas.

El conflicto de 1936 fue la primera guerra “moderna” cubierta por los medios de comunicación de masas. El cine permitía difundir por todo el mundo, y de manera casi inmediata, lo que sucedía en el estado español. El documental de Oriol Porta da cuenta de cómo en 1933 se funda el Sindicato de Actores de Cine en Estados Unidos, entre otras razones para enfrentarse a las situaciones de explotación laboral a las que les sometían los estudios. Román Gubern recuerda que los directores, actores y guionistas eran fundamentalmente partidarios de la República, mientas que la cúpula de Hollywood, muy conservadora, defendía posiciones cercanas al franquismo. Mientras Roosevelt se oponía a la venta de armas al gobierno legal, artistas e intelectuales pagaban material sanitario y participaban en protestas.

El documental “Tierra Española”, producido en 1937 por el director holandés Joris Ivens y con narración de Ernst Hemingway, tiene como objetivo desmentir las mentiras de la propaganda franquista. En el audiovisual pueden advertirse dos de las visiones –comunista y anarquista- integradas en el Frente Popular. Pese a que la primera proyección tuvo lugar en la Casa Blanca, ante Roosevelt y su esposa, éste no se echó atrás en su posición respecto a la II República. En 1938 William Dieterle realizó “Bloqueo”, película que pese a tener muchos problemas con la censura norteamericana, defendió la causa de la República. En Estados Unidos provocó una fuerte polémica: los grupos católicos y pro-fanquistas la boicotearon, pero el filme también sirvió para recaudar fondos y financiar ambulancias en la zona republicana. El argumento se centra en un campesino que rechaza abandonar la tierra para incorporarse a filas, e intenta convencer a una mujer de que su ideología representa la opresión.

Paramount se implicó en la producción de películas con un “mensaje” antifascista, por lo que la dictadura de Franco incluyó a la compañía en su “lista negra”. Por ejemplo en “Arise, mi amor” (1940), de Mitchell Leisen y con guión de Billy Wilder, se trata de advertir a las clases populares –en tono didáctico- de los peligros del fascismo. En esta película una periodista norteamericana defiende la República española al tiempo que el ejército nazi invade Polonia; de hecho ofrece ayuda a un norteamericano, que está a punto de sufrir la ejecución, y que combatía por la democracia en España. Los nexos entre la guerra española y la conflagración mundial también se visualizan en “Watch on the Rhine”, filme básicamente antinazi de 1943, producido por Warner Bros Picture y con guión de Dashiell Hammett.

En 1943 Paramount produjo una de las películas más conocidas y de mayor impacto, “Por quién doblan las campanas”, dirigida por Sam Wood e interpretada por Gary Cooper e Ingrid Bergman. Pese a que la diplomacia española logró varios cambios de guión, la película no se estrenó en España hasta 1978. A los exbrigadistas no les gustó, pues consideraban que se había primado la ficción sentimental a la suerte de los voluntarios y de la República. Mientras algunos periódicos hablaron de tergiversación de la realidad, Paramount valoró que fuese una película sin connotaciones políticas y de la dictadura franquista, que había frenado a la propaganda roja. Durante mucho tiempo el filme fue uno de los grandes canales por los que el público estadounidense conoció la guerra de 1936.

En los oscuros años 40, el departamento de Propaganda de la dictadura prohibía que se citara a artistas significadamente antifranquistas, como Chaplin, Paulette Goddard o Lewis Milestone. Los doblajes se aprovechaban para cambiar los diálogos, como ocurrió con Humphrey Bogart en Casablanca. El documental de Oriol Porta explica la pugna en estos términos: los guionistas de Hollywood trataban de subrayaban el compromiso republicano de los personajes (eran los “buenos” de la película), mientras la dictadura aplicaba la censura.

Después de la segunda guerra mundial, en plena guerra fría, el Macarthismo se encarnizó con directores, artistas y escritores. La “caza de brujas” también afectó a quienes habían mantenido alguna relación con la República española, una acción considerada “subversiva”, “antiamericana” e “inspirada por el comunismo”. Más que en las películas, las pesquisas se centraron en directores y actores, quien tenían que responder ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas a preguntas como estas: “¿Está afiliado usted al gremio de los guionistas?”; o “¿Está usted afiliado al partido comunista?”. En las “listas negras” figuraban personajes tan conocidos como Bertolt Brecht, Howard Fast, Frank Capra o Charles Chaplin. “Si estabas en las listas no había trabajo, salvo alguno temporal”, afirma Alvah Bessie en “Hollywood contra Franco”. “Era una época de delatores y vencidos, en los que unos perdían la dignidad, otros el trabajo y algunos la vida; los guionistas nos teníamos que organizar para sobrevivir”, agrega.

El consulado español se dirigió asimismo a la 20th Century Fox para que introdujera cambios en el guión de “Las nieves del Kilimanjaro”, estrenada en 1952 a partir de un texto de Hemingway, con Gregory Peck y Ava Gardner en el reparto. La empresa accedió. Según Román Gubern, “la imagen de la guerra civil resultó aséptica, algo turbia y despojada de valores épicos”. “Ojalá pudiéramos volver a Detroit”, exclama un miliciano mientras combate en la trinchera. No es casualidad que la película, vaciada de carga ideológica, coincidiera con los Acuerdos entre Eisenhower y Franco para la instalación de las bases militares norteamericanas en España.

La década de los 60 destaca por los cineastas independientes que se lanzan a producir películas ambientadas en España. En 1964, Fred Zinnemann realiza “Caraquemada”, un filme centrado en la biografía de Quico Sabaté, uno de los últimos maquis anarquistas. Asesinado en 1960 por la guardia civil, traspasaba los Pirineos para llevar a cabo la “acción directa” en territorio español. Anthony Quinn interpreta a un sádico agente del cuerpo armado. La película no gustó a la dictadura franquista, de hecho, Fraga Iribarne prohibió el rodaje en España. Columbia Pictures, sancionada por el régimen, tuvo que grabar la película en el sur de Francia. 

En 1969 se estrenó “España otra vez”, dirigida por Jaime Camino. El realizador invitó a participar en la película a Alvah Bessie, quien 30 años después retornó a España. La película es un retrato de su experiencia vital. Se trata de un exbrigadista estadounidense que regresa a España (donde combatió en la Batalla del Ebro), en busca de un antiguo amor de guerra. Alvah Bessie se encuentra con un país vaciado de los ideales políticos por los que había peleado. El documental de Oriol Porta culmina en la explosión de creatividad de los años 70, vinculada con la oposición a la guerra de Vietnam. Hija de esos tiempos fue “Tal como éramos”, dirigida por Sydney Pollack en 1973, y protagonizada por Robert Redford y Barbara Streisand. En la película aparecen referencias a la guerra civil española, la segunda guerra mundial, el rol del Partido Comunista de Estados Unidos o la “caza de brujas”. De todo ello da cuenta, con esmero artesanal, este documental producido en 2008.

sábado, 6 de junio de 2015

El interesante documental de Arte que podría pasar desapercibido. El Gladio sueco

Rafael Poch
La Vanguardia

Ahora que regresamos a una segunda edición de guerra fría -en realidad nunca terminó- y aparecen signos de desafío en ciertos países europeos, resulta muy interesante ver documentales como los que el canal Arte ofreció el pasado 5 de mayo, y que se volverá a divulgar el martes 12 y el lunes 18, naturalmente a las 8,55… de la mañana.

http://www.tv-replay.fr/redirection/05-05-15/le-grand-bluff-de-ronald-reagan-arte-11061776.html

Quienes llevamos algunos años en estos asuntos ya conocemos la sustancia de la guerra fría. Sabemos, por ejemplo, que el imperio occidental fue siempre el más agresivo y temerario, creando armas de destrucción masiva y protagonizando situaciones de enorme peligro nuclear, pero la generación joven, que ahora parece despertar, suele ignorar muchas cosas esenciales, que el conflicto de Ucrania -y en general la creciente tensión militar del Imperio del Caos con los llamados BRICs, las potencias emergentes- pone de suma actualidad.

Por ejemplo: los precios del petróleo están ahora muy bajos y vuelven a aparecer submarinos rusos junto a las costas de Suecia y Finlandia (repasen la prensa de octubre del año pasado y de abril y mayo de este año). Todo eso ya pasó con Reagan: utilizando a los saudíes se forzó la bajada de precios contra la URSS, igual que ahora se hace contra Rusia (y Venezuela). Respecto a los submarinos, el referido documental es interesante porque demuestra como una de las democracias más robustas del mundo, de la que estamos a varias galaxias de distancia, funcionó como una república bananera; con sus militares y sus poderes fácticos conspirando por cuenta de Washington contra su primer ministro electo, el magnífico Olof Palme, al que acabaron asesinando en 1986.

El documental no hace sino confirmar una de mis más asentadas convicciones, a saber; que en asuntos de Estado y muy especialmente de Estados imperiales, uno siempre se queda corto cuando piensa mal: la realidad siempre acaba siendo bastante peor y superando lo que los cretinos denominan “teorías de la conspiración” y que frecuentemente no son más que prudentes reservas y sanos escepticismos.

Las fuentes de este documental son, por orden de aparición; Thomas C. Reed, ex consejero de seguridad nacional de Estados Unidos, Herbert Meyer, consejero del jefe de la CIA, John F. Lehman, ex secretario de la Navy, Ingemar Engman, asistente del secretario de defensa sueco, Ola Frithofson, ex secretario de las juventudes socialistas suecas, Olof Franstedt, ex jefe de los servicios secretos suecos, Boris Pankin, ex embajador soviético en Estocolmo y último ministro de exteriores de la URSS, Caspar Weiberger, ex secretario de Defensa de Estados Unidos, Egon Bahr el ayudante de Willy Brandt que inventó la Ostpolitik, o James “Ace” Lyons, adjunto del jefe de operaciones de la Navy, además de algunos expertos suecos y noruegos.

El documental narra como con Reagan se formó en la Casa Blanca un nuevo sanedrín de “seguridad nacional” para radicalizar la tensión con Moscú a cuyo frente estaba Bill Casey, director de la CIA, ex banquero de Wall Street y director de la campaña electoral de Reagan. Eran amigos y entraba en su despacho sin llamar, por así decirlo. Ese nuevo Comité de Operaciones restableció las operaciones militares más provocadoras desde los años cincuenta en las fronteras más sensibles de la URSS, en la península de Kola, donde Moscú tenía, y tiene, una buena parte de su apuesta nuclear estratégica, tanto submarina como terrestre, recreando ataques inminentes que volvían locos a los rusos. Pero lo más interesante, como se ha dicho, es lo que se hizo contra la amenaza que representaba Olof Palme, el gran socialdemócrata que deseaba construir un sistema de seguridad integrado entre el Este y el Oeste, algo cuyo defecto explica, ahora, tantos años después del fin oficial de la guerra fría, que se haya llegado a situaciones como las de Ucrania.

Para evitar aquella distensión que Palme propugnaba con gran inteligencia, el establishment sueco, el ejército, los servicios secretos, la gran burguesía y lo que hay alrededor de su institución monárquica, naturalmente con la enorme ayuda de la prensa corporativa, logró sembrar la histeria en el país. Para ello bastó con pasear varios “submarinos soviéticos” con el periscopio al alza –lo que es del todo absurdo- por delante de bases militares suecas e incluso frente al palacio real en Estocolmo y algunas residencias secundarias del monarca. Pero los submarinos no eran soviéticos, sino americanos, británicos y en algunos casos italianos usados por los americanos. La finalidad era desenmascarar la política antibelicista de Palme, a quien los propios servicios secretos suecos consideraban un “traidor”, explica Olof Franstedt, su ex director. Los americanos se encargaban de susurrarles al oído a los almirantes y generales que aquel hombre era un “agente de influencia” del KGB. En ese susurro era muy activo el jefe del contraespionaje americano, James Jesus Angleston, explica Franstedt.

Mientras Palme convocaba al embajador Boris Pankin para darle la bronca por aquello y éste le aseguraba que no había ningún submarino (al final, desesperado de que no le creyera, le dijo que bombardeara de una puñetera vez aquellas naves misteriosas), todos estaban en el secreto. Cuando más tarde Pankin fue nombrado (último) ministro de exteriores de la URSS, en agosto de 1991, como no las tenía todas consigo (entonces los diplomáticos soviéticos desconfiaban del KGB y de sus militares como del diablo), pidió a sus amigos Vadim Bakatin y Evgeni Sháposhnikov, hombres de Gorbachov y amigos suyos puestos al frente del KGB y del Ministerio de Defensa, respectivamente, que buscaran en los archivos de sus agencias si había documentos sobre todos aquellos incidentes de submarinos de los años ochenta: no los había. Cero. En el documental, James “Ace” Lyons, el adjunto de la Navy, admite que todo fue un montaje. El resultado fue excelente: Antes de la operación el porcentaje de suecos que se declaraba “amenazado” por la URSS era del 27%, después de la operación eran el 83% (minuto 37 del documental).

Pero es que luego, el 28 de febrero de 1986, Palme fue asesinado, en un caso aun no resuelto, como las bombas de Luxemburgo de la OTAN y tantos otros crímenes de la red Gladio de la OTAN durante la guerra fría. En 1986, Gorbachov ya estaba en el Kremlin y la política de paz de Palme, disponía de un formidable nuevo factor a su favor: la extraordinaria disposición hacia ella del líder soviético. A Palme lo mataron tres semanas antes de que viajara a Moscú. Para Gorbachov, “no hay duda de que fue un asesinato político, porque amenazaba intereses muy poderosos partidarios de mantener el estado de cosas”.

Suecia creó una comisión de investigación por lo de los submarinos (también por lo de Palme, naturalmente sin resultado). Un miembro de esa comisión recuerda como desaparecían los documentos. “Un grupo de individuos que actuaba fuera del cuadro democrático sueco, no quería que su propio gobierno supiera lo que había pasado en realidad”, dice. Una manera muy nórdica de decir que en determinadas situaciones, la democracia con más solera de Europa, importa una higa. Imagínense la nuestra.

Bueno, últimamente los europeos vamos comprendiendo mucho de todo eso en propia carne. Los griegos, por ejemplo, ya son doctores en esa ciencia. Algunas consignas del 15-M incluso lo reflejaron con gran acierto. Pero cuando leo los periódicos y veo a todos esos nuevos jóvenes actores esperanzadores que aparecen en el horizonte, me pregunto si saben lo que significa, realmente, plantarle cara a una oligarquía, los riesgos que conlleva y el nivel de juego sucio al que se enfrentan cuando se intenta reformar lo verdaderamente esencial, trátense de un sistema de seguridad internacional, o de los intereses financieros de la cleptocracia local.
Fuente: http://blogs.lavanguardia.com/paris-poch/?p=100

lunes, 22 de diciembre de 2014

Jeffrey Sachs: La lección de la Primera Guerra Mundial que la economía global olvida.

Jeffrey Sachs es uno de los más destacados economistas del mundo. Entre los muchos gobiernos a los que ha asesorado durante tres décadas están Bolivia, Polonia y Rusia al final de la Guerra Fría. En esta reflexión escrita para la BBC, señala que la forma en la que se comportan los vencedores al final de un conflicto determina lo que ocurrirá en el futuro.

Este ha sido un año de grandes aniversarios geopolíticos. Hace 100 años empezó la Primera Guerra Mundial, un evento que, más que ningún otro, le dio forma a la historia durante el siglo pasado. Hace 25 años cayó el Muro de Berlín, el primer capítulo de la desaparición del Imperio soviético y el fin de la Guerra Fría. Y sin embargo, dolorosamente observamos algo que va más lejos que el mero recuerdo.

Como dijo William Faulkner, "el pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado".

La Primera Guerra Mundial y el Muro siguen moldeando nuestras realidades más urgentes en la actualidad. Las guerras en Siria e Irak son un legado del cierre de la Gran Guerra, y los dramáticos eventos en Ucrania se desarrollan bajo la larga sombra de 1989.

1914 y 1989 son momentos bisagra, puntos decisivos en la historia que cambian el rumbo de los eventos subsecuentes. La manera en la que se comportan tanto las naciones grandes como las pequeñas en esos momentos determina el curso futuro de la guerra y la paz.

Yo participé directa y personalmente en los eventos de 1989, y vi cómo se desarrollaba esa lección: positivamente en el caso de Polonia y negativamente en el de Rusia. Les puedo decir que mientras me desempeñaba como asesor económico durante 1989-92, constantemente recordaba preocupado lo ocurrido en 1914. Y hoy en día sigo con la misma preocupación.

En 1919, al final de la Primera Guerra Mundial, el gran economista británico John Maynard Keynes nos enseñó una lección invaluable y perdurable sobre esos momentos bisagra: cómo las decisiones de los vencedores impactan las economías de los vencidos, y cómo los pasos falsos de los poderosos pueden fijar el rumbo de las guerras futuras.

Con una visión astuta, clarividencia y dotes literarias, "Las consecuencias económicas de la paz" de Keynes (1919) predijo que el cinismo y miopía de la base del Tratado de Versalles, especialmente la imposición de reparaciones de guerra punitivas para Alemania, y la falta de soluciones para las crisis financieras de los países deudores, condenaría a las economías europeas a crisis continuas que de hecho incitarían el surgimiento de otro tirano vengativo en la próxima generación.

El apasionado llamado de Keynes es uno de esos admirables estallidos geniales que retumba por generaciones. Ese libro y sus lecciones se convirtieron en una guía formativa para mí durante mi carrera como asesor y analista económico.

De la angustia de Bolivia a la de Polonia
Como un economista recientemente formado hace unos 30 años, de repente me vi a cargo de asistir a un pequeño y casi olvidado país: Bolivia, en la búsqueda de una salida a su rotundo desastre económico. Los escritos de Keynes me ayudaron a entender que la crisis financiera de Bolivia debía considerarse en términos sociales y políticos y que el acreedor de ese país, Estados Unidos, compartía la responsabilidad de resolver la angustia económica boliviana.

Mi experiencia en Bolivia en 1985-86 me llevó a Polonia, en la primavera de 1989, invitado por el último gobierno comunista y el sindicato Solidaridad, que era su fuerte opositor. Polonia, como Bolivia, estaba en la bancarrota financieramente. Y Europa en 1989, como Europa en 1919, estaba en un gran momento bisagra de la historia.

Mijaíl Gorvachov estaba en el poder en la Unión Soviética, y estaba dispuesto a ver a Europa reconciliada en paz y democracia. Ese gran hombre deseaba llevar a su propio país hacia un nuevo orden democrático. Polonia fue la primera nación de la región en tomar el camino de la democracia en ese año trascendental. Pronto me convertí en el principal asesor económico foráneo del nuevo gobierno polaco. Una vez más, basándome en Keynes, abogué por el tipo de asistencia internacional que me parecía vital para que Polonia pudiera hacer una transición pacífica y exitosa a un gobierno democrático postcomunista.

Específicamente, apelé a la Casa Blanca, 10 Downing Street, el Palacio del Elíseo y la Cancillería alemana para que proveyeran una asistencia progresista, como un elemento clave en la construcción de una Europa nueva, unida y democrática.

Fueron días embriagadores para mí como asesor económico. Había momentos en los que parecía que mis deseos eran órdenes para la Casa Blanca. Una mañana, en septiembre de 1989, recurrí al gobierno estadounidense para que le diera a Polonia US$1.000 millones para estabilizar la moneda. En la tarde del mismo día, la Casa Blanca confirmó la entrega del dinero. No es chiste: ¡ocho horas entre la solicitud y el resultado!

Convencer a la Casa Blanca de que apoyara una cancelación de las deudas polacas tomó un poco más de tiempo, con negociaciones de alto nivel que se extendieron por cerca de un año, pero al final en eso también tuve éxito.

El resto, como dicen, es historia. Polonia introdujo fuertes medidas de reforma, basadas en parte en las recomendaciones que yo había ayudado a diseñar. EE.UU. y Europa apoyaron esas medidas con ayuda generosa y oportuna. La economía polaca fue restructurada y empezó a crecer, y 15 años después, se convirtió en un miembro de pleno derecho de la Unión Europea.
Ojalá pudiera suspender aquí mi rememoración, con este final feliz.

Pero la historia del final de la Guerra Fría no comprende sólo aciertos de Occidente -como en Polonia- sino también un tremendo desacierto: Rusia.

Para Moscú, Versalles
Mientras que la generosidad estadounidense y europea prevaleció en Polonia, la actitud en el caso de la Rusia postsoviética recuerda mucho más los errores garrafales del Tratado de Versalles. Y hasta el día de hoy estamos pagando las consecuencias.

En 1990 y 1991, el gobierno de Gorvachov, habiendo visto los resultados positivos en Polonia, me solicitó que lo asesorara respecto a las reformas económicas. En esa época Rusia enfrentaba el mismo tipo de calamidad financiera que había hundido a Bolivia a mediados de los 80 y a Polonia en 1989.

En la primavera de 1991, trabajé con colegas de la Universidad de Harvard y MIT para ayudarle a Gorvachov a obtener apoyo financiero de Occidente, para poder reformar la política y transformar la economía. No obstante, nuestros esfuerzos fracasaron completamente.

Ese verano, Gorvachov regresó a Moscú de la cumbre del G7 con las manos vacías. A su retorno, una conspiración intentó derrocarlo en el notorio Golpe de Agosto, del que nunca se recuperó políticamente. Cuando Boris Yeltsin ascendió, y la disolución de la Unión Soviética estaba a puertas, su equipo económico nuevamente me pidió asistencia, tanto para lidiar con los desafíos técnicos de la estabilización como en la tarea de obtener la vital ayuda financiera de EE.UU. y Europa.

Yo le vaticiné al presidente Yeltsin y a su equipo que esa ayuda llegaría pronto. Después de todo, la asistencia de emergencia para Polonia se organizó en cuestión de horas o semanas. Estaba seguro de que lo mismo sucedería en el caso de la nueva Rusia independiente y democrática. Sin embargo, perplejo y horrorizado, me fui dando cuenta de que no sería igual.

Mientras que a Polonia le habían perdonado las deudas, a Rusia le exigieron que las siguiera pagando.

Mientras que a Polonia le habían concedido asistencia financiera generosa y rápida, Rusia recibió visitas de grupos de estudio del FMI pero nada de fondos.

Yo le supliqué a EE.UU. que hiciera más. Apelé a las lecciones de Polonia, pero todo fue en vano. Washington no cedió.

Al final, la maligna crisis financiera rusa aplastó los intentos de reformar y regularizar. El gobierno de Yegor Gaidar cayó en desgracia. Yo renuncié tras dos años duros de tratar de ayudar y lograr muy poco. Unos años más tarde, Vladimir Putin reemplazó a Yeltsin y tomó el timón de la nación rusa.

El botín de los vencedores
A lo largo de esa debacle, los expertos estadounidenses culparon a los reformadores en Rusia en vez de a la cruel negligencia de EE.UU. y Europa.

Me tomó 20 años entender bien qué pasó después de 1991. ¿Por qué EE.UU., que se había comportado con tanta sabiduría y visión en Polonia, actuó con una negligencia tan cruel en el caso de Rusia? Paso a paso, recuerdo tras recuerdo, la verdadera historia salió a la luz.

Occidente había ayudado a Polonia financiera y diplomáticamente porque Polonia se iba a convertir en el baluarte oriental de una OTAN en expansión. Polonia era Occidente, por lo tanto, era digna de ayuda. Rusia, en contraste, era vista por los líderes estadounidenses más o menos de la misma forma en la que Lloyd George y Clemenceau habían considerado a Alemania en Versalles: como un enemigo vencido que merecía ser aplastado, no auxiliado.

En su libro recientemente publicado, el general Wesley Clark, antiguo comandante de la OTAN, relata una conversación que tuvo en 1991 con Paul Wolfowitz, quien era el director de política del Pentágono.

Wolfowitz le dijo a Clark que EE.UU. sabía que podía actuar con impunidad en Medio Oriente, y ostensiblemente en otras regiones también, sin la amenaza de la interferencia rusa.

En resumen, EE.UU. podía comportarse como un vencedor y un matón, cosechando los frutos de la victoria en la Guerra Fría de ser necesario a través de guerras. Washington estaría a la cabeza y Moscú sería incapaz de impedirlo.

En un reciente discurso pronunciado en Moscú, Putin describió la conducta de EE.UU. en casi los mismos términos que Wolfowitz.

"La Guerra Fría llegó a su fin", dijo Putin, "pero no terminó con la firma de un tratado de paz con acuerdos claros y transparentes sobre el respeto de las reglas existentes o la creación de nuevas reglas y estándares. Eso creó la impresión de que los llamados 'vencedores' de la Guerra Fría decidieron presionar y moldear al mundo para que satisfaga sus propios intereses y necesidades"... sigue
Fuente: BBC,

http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/12/141218_jeffrey_sachs_problemas_globales_finde_dv

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Dar gato por liebre o el fin de la guerra civil y la traición de Casado

Mentiras y traiciones envuelven la historia de la sublevación del general Segismundo Casado en marzo de 1939, en contra del Gobierno de la República dirigido por el Dr. Juan Negrín. Engañó a los historiadores y “confirmó” los mitos esenciales de los vencedores.

En estos días tan tumultuosos políticamente el Ministerio de Defensa publica un libro cuya carencia se hacía sentir agudamente. Bajo la dirección y coordinación del catedrático Javier García Fernández aparece un grueso tomo titulado 25 militares de la República. Son biografías, escritas por otros tantos historiadores de primera fila, de una selección de generales o almirantes y jefes que permanecieron leales al Gobierno republicano en o después de la sublevación militar de 1936. Entre ellos figuran Aranguren, Asensio Torrado, Batet, Buiza, Casado, Cordón, Escobar, Gámir, Hernández Saravia, Hidalgo de Cisneros, Mangada, Martínez Cabrera, Menéndez, Miaja, Núñez de Prado, Pozas y Rojo. La lectura será imprescindible tras tantos años de desfiguración y desvirtuación de su papel en la guerra civil, acrecentadas en algunos casos por el malhadado  Diccionario Biográfico Español que en la nueva legislatura probablemente no tardará en distribuirse.

No se recupera el honor de todos los biografiados. Para uno al menos, y que el Diccionario ha tratado de salvar por todos los medios, la evidencia primaria documental de época lo hunde en las simas del embuste y de la traición. A muchos españoles de las generaciones más jóvenes su nombre no les dirá nada. Se trata del general Segismundo Casado, el hombre que el 5 de marzo de 1939 se levantó en armas contra una República a punto de colapsarse, que creó un sedicente Consejo Nacional de Defensa, que aglutinó en torno suyo a un pequeño arco de figuras de segundo o tercer nivel (salvo Miaja, el anciano socialista Julián Besteiro y el exsubsecretario de Gobernación y destacado miembro del PSOE Wenceslao Carrillo).

La sublevación casadista ha dado origen a discusiones sin cuento. También abrió inmensas heridas en las filas del exilio. Profundizó hasta límites infranqueables las divisiones entre socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos. Estuvo basada en una patraña de Casado y en una estrategia política de Franco.

La patraña consistió en acusar a Negrín de hacer el caldo gordo a los soviéticos y sus sicarios españoles y de prolongar la guerra sirviendo exclusivamente el interés de Stalin. De aquí la subpatraña que la sublevación se llevó a cabo para impedir que Negrín y los comunistas se hicieran con el control de los mandos de lo que quedaba de Ejército Popular.

La estrategia de Franco consistió en engañar a Casado haciéndole ver que una rendición inmediata no provocaría represalias entre los mandos militares que no hubieran cometido delitos de sangre. Lo que había detrás es fácil de identificar: Franco deseaba evitar cualquier evacuación de dirigentes políticos, militares y sindicales. Para ello necesitaba que alguien hundiera, desde dentro, las pequeñas posibilidades de resistencia. Así podría liquidar fácilmente la flor y nata republicana.

Casado se tragó el anzuelo. Engatusó a sus compañeros haciéndoles ver que no tendrían que temer demasiado de la victoria franquista y buscó aliados para su golpe en unidades próximas a Madrid. Las encontró en el Cuerpo de Ejército de Cipriano Mera, probado líder anarquista y políticamente analfabeto. Aprovechó el sordo rencor contra los comunistas y manipuló a la Agrupación Socialista Madrileña.

Franco terminó la guerra en beauté, gracias a una operación político-estratégica que le permitió copar a una inmensa cantidad de dirigentes republicanos. También a la masa combatiente. Todos formaban parte de aquella Anti-España cuya eliminación física, política y psíquica había constituido el alfa y el omega de la rebelión de 1936. Casado se escapó a Inglaterra tras una serie de proclamas preconizando la resistencia numantina si no se recibían condiciones satisfactorias de paz. No las obtuvo.

En Londres, Casado escribió unas autojustificativas y falaces memorias, nunca traducidas al español. El manuscrito lo entregó el 21 de julio. Era profundamente anticomunista pero no ponía en solfa a las democracias occidentales que tan poco habían hecho por la República. Hay que sospechar que alguna mano foránea le ayudó en su concepción. Como tras el final de la Segunda Guerra Mundial y en el comienzo de la guerra fría los servicios secretos británicos le hicieron algunas ofertas, es posible que en 1939 ya estuvieran a favor de una labor de intoxicación.

Se conserva el borrador de una carta a Franco que Casado agregó a una misiva fechada el 9 de marzo de 1940 y dirigida al duque de Alba, a la sazón embajador en Londres. No se sabe si este la remitió a su destinatario, pero en ella Casado dejó constancia de la decepción que le había producido el comportamiento de Franco. El motivo de la carta fue el fusilamiento del general Escobar por quien Casado debió de tener un gran respeto. Acusó al Caudillo/ Generalísimo/ Jefe del Estado de haber faltado a la palabra dada. Una terminología dura entre militares.

Casado trapicheó como pudo, con trabajitos en la BBC, uno de los lugares en que los servicios especiales británicos solían aparcar a personajes y personajillos que pudieran ser útiles. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, emigró a América Latina. Allí pasó más de 15 años, en parte tratando de volver a España. Cuando lo hizo, en septiembre de 1961, nadie le molestó, pero dos años más tarde se le ocurrió solicitar el reconocimiento de sus derechos pasivos y la máquina judicial militar se puso en movimiento. Se le trató con guante blanco hasta cierto punto, pero no obtuvo lo que quería.

Enfermo, encerrado en su piso madrileño durante años y años, fue apañándose con sus ahorros hasta que amenazaron con agotarse. Entonces entró en contacto con el Ministerio de (Des)Información. Se prometió un gran éxito económico de una nueva versión de sus memorias. El problema es que no se acordaba de los hechos de 1939. Tampoco podía ir a hemerotecas. No sabemos si desde el Ministerio, entonces regentado por Manuel Fraga Iribarne, alguien le echó una mano. Sí sabemos que le ayudó uno de los subordinados de Cipriano Mera, también anarquista, un tal Liberino González.

En consecuencia, la nueva versión acentuó hasta extremos delirantes la presunta conspiración comunista, la vesania de Negrín y la larga mano de Stalin sobre la República. Todo muy en consonancia con el furibundo anticomunismo anarquista y franquista y, en particular, las necesidades de la guerra fría. Ya se habían expresado en términos similares renegados comunistas tan caracterizados como Jesús Hernández, Enrique Castro Delgado y Valentín González, el Campesino. También los inevitables poumistas, a la cabeza de los cuales se situó Julián Gorkín.

Casado no quedó muy contento con el resultado, una indicación tal vez de que la nueva versión no era únicamente de su propia pluma, pero no tenía escapatoria. Enfermo y sin dinero, se sometió. Cuando se almuerza con el diablo conviene manejar una larga cuchara. Casado no la tuvo. Jugó con los hechos, engañó a historiadores, “confirmó” los mitos esenciales de los vencedores, encubrió la gran operación político-estratégica de Franco, fue corresponsable de la hecatombe final republicana y, como buen traidor, hizo todo lo posible por desfigurar sus huellas en la historia. Un historiador anglo-norteamericano, Burnett Bolloten, le creyó y sentó escuela. Sus colegas pro y neo-franquistas se frotaron de gusto las manos durante años.

Al final, si se encuentra la evidencia primaria relevante de época, los hechos del pasado quedan iluminados bajo nueva luz.

La pregunta es: ¿por qué ha habido durante tanto tiempo un segmento de la literatura que ha hecho caso a la versión de Casado, que siempre fue en sí inverosímil? La respuesta se encuentra, a nuestro entender, en la conjunción entre las necesidades ontológicas del franquismo, su dependencia de una mitología ad hoc y la ideología de la guerra fría.
De Ángel Viñas, El País 10-12-2011. Seguir la lectura aquí.

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Gabriel Jackson. 2008. JUAN NEGRÍN. Médico, socialista y jefe del Gobierno de la II Républica española. Edt. Crítica.

Enrique Moradiellos. Negrín. Biografía de la figura más difamada de la España del siglo XX. Barcelona: Península, 2006.

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sábado, 27 de marzo de 2010

El jazz y la guerra fría

Una exposición de fotografías en Tel Aviv muestra a míticos músicos estadounidenses ejerciendo de "embajadores" culturales durante el conflicto.
Recorrieron medio mundo en plena guerra fría para enseñar la cara amable y divertida de la cultura estadounidense a través del jazz. Miles Davis, Benny Goodman, Duke Ellington o Louis Armstrong fueron los embajadores culturales que el Departamento de Estado de EE UU empleó con fines políticos durante el largo periodo de tensiones bélicas y políticas con la Unión Soviética. Y de aquello quedan 45 fotos memorables que se exponen ahora en Tel Aviv...Los músicos se pasearon por 25 países de los puntos más calientes del conflicto durante un cuarto de siglo (países islámicos, Latinoamérica, África subsahariana y el bloque soviético). En las instantáneas, tomadas por distintos fotógrafos, puede verse a Louis Amstrong tocando la trompeta sobre un camello en las pirámides de Giza, jugando al futbolín con Kwame Nkrumah -padre del panafricanismo y de la independencia de Ghana- o entre un alboroto de niños en una escuela de El Cairo.
En otras Dizzy Gillespie conduce una motocicleta ante el pasmo de los transeúntes en las calles de Zagreb, en la antigua Yugoslavia de Tito,... Benny Goodman, y esa foto sí fue inmensamente política, fue inmortalizado saludando a Nikita Khrushchev cuando las relaciones entre EE UU y la Unión Soviética todavía estaban lejos de ser pacíficas.(EL PAÍS, 26/03/2010)

lunes, 1 de marzo de 2010

España en la guerra fría cultural

El 17 de junio de 1950, La Vanguardia informaba de la celebración en Berlín de un congreso [consultar la noticia en la Hemeroteca] para "discutir y valorar el desafío lanzado a la libertad cultural de Occidente." Los organizadores creían que el desafío lo lanzaba la Unión Soviética. En plena guerra fría, los lectores del diario podían intuir el planteamiento político, pero difícilmente sospechar que la reunión había sido orquestada por gentes que colaboraban o trabajaban para la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense. El objetivo era claro: consolidar un frente ideológico favorable a los intereses norteamericanos.

En Berlín se pusieron los fundamentos del Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), un think tank que defendió la libertad de creación y pensamiento durante veinticinco años. Pero de entrada, sobre todo, trató de pulir la imagen de Estados Unidos fundamentando alternativas al comunismo. En aquella tupida red quedaron ligados grandes nombres de las letras del siglo XX. Hoy, en su web, la CIA afirma que la operación, secreta para la mayoría de los que participaron en ella, fue un éxito.
 
El CLC, cuya sede se ubicó en el París dominado por el existencialismo comprometido de Sartre, era una organización bien estructurada. Contaba con una presidencia de honor integrada por prestigiosos demócratas –Croce, Maritain, Jaspers, Madariaga...–, las decisiones las tomaba un comité ejecutivo formado por un grupo de intelectuales cómplices con la idea fundacional y el trabajo lo dirigían el secretario general –el compositor Nicolas Nabokov, primo del novelista– y un secretario ejecutivo –Michael Joselsson, el cerebro gris–. El CLC impulsaba la cultura y la defendía. Basaba su fama en sus seminarios internacionales y el patrocinio de revistas de alto nivel. Concedía becas (Miguel Delibes, por ejemplo, recibió una para viajar a París), protegía a intelectuales represaliados (se ofrecieron a José María Valverde cuando dimitió de su cátedra) y amparaba comités nacionales que diseñaban su programa. Fundaciones norteamericanas lo pagaban todo.

CONTACTOS
España entró tarde en la órbita del CLC. La bisagra fue Julián Gorkin, un exiliado. Como tantos otros miembros de la organización, era un converso. Político y periodista, traumatizado por las purgas sufridas por su partido –el POUM– durante la Guerra Civil, había evolucionado de la militancia comunista a la socialdemocracia, el europeísmo y un antiestalinismo obsesivo. A finales de los años cuarenta, tras haber vivido en México, volvió a Europa y se instaló en París, donde se enroló en el CLC para organizar su desembarco en América Latina. No era una tarea fácil. La política norteamericana en el sur del continente no se ha caracterizado por la voluntad democratizadora, pero Gorkin logró fundar varios comités nacionales y desde 1953 fue el alma en París de la revista Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura.

En Cuadernos, de entrada, como en la mayoría de las revistas del exilio, la presencia de autores del interior de España era inexistente. Los primeros números reproducían artículos de otras tribunas del CLC y textos escritos por latinoamericanos y españoles exiliados. Pero a partir de 1955 se produjo un cambio. Cuadernos descubrió el esfuerzo meritorio de regeneración de Pedro Laín, José Luis Aranguren, Julián Marías y Dionisio Ridruejo, otro converso, que fue identificado por el CLC como un líder de la oposición intelectual. Una oposición en la que se infiltraba el Partido Comunista, predicando la fundamental política de reconciliación entre los españoles. Así se lo parecía a un Gorkin que a finales de 1957 redactó un informe presentando los grupúsculos democráticos operativos en España, pero alertando también de que "Moscú ensayaba una operación de gran envergadura". Por ello invitaba al CLC a intervenir para lograr "la reconquista española de las libertades culturales y los derechos humanos".

...La intervención del Congreso por la Libertad de la Cultura en la vida intelectual europea tras la Segunda Guerra Mundial fue determinante. Su historia ha sido en buena parte reconstruida, y Frances Stonor Sounders la divulgó en un libro polémico: "La CIA y la guerra fría cultural" (Edt. Debate) Tesis doctoral leída en la Universidad de Cambridge...
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De Jordi Amat (La Vanguardia)
Saunder refuta las afirmaciones hechas por dirigentes de esas actividades de que los aportes de la Agencia y sus Fundaciones eran sin condiciones. Demuestra que se “esperaba que los individuos y las Instituciones subvencionadas actuaran como parte … de una guerra de propaganda”.

La propaganda más efectiva era definida por la Agencia como aquella en la que “el sujeto se mueve en la dirección que uno desea por razones que cree son propias”. Estas acciones iban desde el rompimiento de huelgas en Francia hasta campañas encubiertas de calumnias para impedir que artistas de izquierda recibieran reconocimientos, incluyendo en su momento la campaña en contra de la propuesta de otorgar el Pemio Nobel a Pablo Neruda en 1964...

Una de las discusiones mas importantes y fascinantes del libro de Saunder es la referencia a que la Agencia y sus aliados del Museo de Arte Moderno (MOMA) de New York, invirtieran vastas sumas de dinero en la promoción de la pintura abstracta expresionista (PAE) y los pintores correspondientes como un antídoto contra el arte de un contenido social. La pintura abstracta expresionista era la ideología de la libertad y el anticomunismo,... al ser no figurativa y políticamente silenciosa, era la verdadera antítesis del realismo socialista... se organizaron exposiciones subvencionadas por toda Europa y se movilizó a los críticos de arte y a las revistas.

Con ello se consiguió influir en la concepción estética de toda Europa. Los pintores realista como un Antonio López o Eduardo Naranjo no tuvieron acceso a las salas ni museos oficiales hasta la caída del muro... Todo lo cual demuestra que la sensación de tomadura de pelo que teníamos al visitar tantas exposiciones no era simplemente una sensación. Y conforme observabamos lo expuesto, aumentaba la certeza de estafa y de que evidentemente había un engaño manifiesto o impostura al hacernos pasar por arte lo que era un camelo, esa era la realidad que pretendían ocultar. Y todavía se pretende seguir ocultando y haciendo pasar gato por liebre.

¿Qué se hará con tantos fondos basura de museos llamados de arte contemporáneo? ...
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