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miércoles, 28 de marzo de 2018

DIEZ AÑOS DE LA MUERTE DEL ESCRITOR Y GUIONISTA. El mundo es mucho peor sin Rafael Azcona. El mundo sin un hombre así es, pase lo que pase, un mundo más desgraciado.

Su amigo José Luis García Sánchez, guionista también, director de cine, llamó a los amigos más próximos de  Rafael Azcona unos días después de que el gran escritor nacido en Logroño hubiera abandonado este mundo. “Tenías un gran amigo que se llamaba Rafael Azcona”. Y desde entonces, como diría su colega Roberto Fontanarrosa, el mundo ha andado equivocado, o por lo menos el mundo ha andado mucho peor. El mundo sin un hombre así es, pase lo que pase, un mundo más desgraciado.

No hubo velatorio, no hubo despedida en ningún cementerio; la familia, Susi Youdelman al frente, los dos hijos, la hermana, siguieron al pie de la letra el dictado del gran tímido de nuestra época, el hombre que marcó el humor, el cine y la amistad con un sello del que se hizo una sola muestra, la que él representaba. Habrá parecidos, pero Azcona fue un ser humano inigualable. Así es la vida, a veces hay gente cuyo vacío no se rellena jamás. Y este vacío dura ya diez años y todos los que lo trataron, la familia, los colegas y los amigos, sienten ahora que aquel aviso de José Luis García Sánchez es una marca de la que no se ha borrado ni una letra al cabo de esta década.

No hubo velatorio, pero hubo escalofrío. ¿Cómo será la vida sin Rafael Azcona, cómo será el mundo, nuestro mundo, sin él? En lo que se refiere al mundo que lo rodeaba casi cada semana en el mismo barrio y en el mismo bar, se acabaron paulatinamente las tertulias que él presidía con su sentido común de pocas palabras. Allí presidía conversaciones que solo hallaban horizonte cuando él ponía en orden a aquellos amigos suyos, entre ellos David Trueba, Manuel Vicent, José Luis Cuerda, Ángel Sánchez Harguindey, el citado García Sánchez, Jordi Socias, Manuel Gutiérrez Aragón…, o los que pasaran por allí.

Aunque eran tertulias circunstanciales, en las que había humor o chascarrillo, lo cierto es que de su sustancia se podrían deducir algunas prendas del carácter de Azcona. Era el primero que llegaba; era también el único que prestaba atención a las mujeres invitadas; era el más educado en la atención a los contertulios, y era el más informado de todos aquellos escritores, cineastas o periodistas que siempre le dejaban a él la cabecera. Era el que no decía No la primera vez que escucha una idea o un proyecto; era el que prolongaba con su propia información las dudas que otros expresaban como certezas. Y era el amigo de todo el mundo. Era capaz, por ejemplo, de quitarse sueño o tiempo para buscar versos inencontrables en la época sin Google (hubo esa época) y llevarlos, andando a veces, a la casa de quienes los precisaran para sus propios trabajos.

Azcona era el que decía Sí o Tal Vez a proyectos imposibles en los que desgastaba ganas y energías por las que no facturaba jamás. Y era el que hablaba bien de todo el mundo aunque en el pasado hubiera habido entre él y otros fracturas irreconciliables. Cineastas con los que le fue imposible trabajar, por carácter o por otras circunstancias no desataban de su boca ningún desdén, resquemor alguno. Fue un maestro de la amistad y una muralla contra la intransigencia o el fanatismo. Era el hombre que preguntaba de manera que su curiosidad no fuera ni utilitaria ni ofensiva. Y era una alegría verlo, porque él desprendía ese valor supremo de la simpatía: ser capaz de regalarla.

Además, Azcona desprendía una autoridad tranquila, confortante: sabías que su consejo, aunque fuera apresurado, no lo daba sin haberlo pensado. Por eso, aunque la cabecera de cualquier encuentro se desplazada a donde él estuviera. Era un ser solícito y educado. Un republicano que no alardeaba ni de estar vivo. Además, era el último en irse de aquellas tertulias; en su caso, no poir miedo a lo que fueran a decir de él aquellos compañeros de los mediodías.

Lo conocí porque Fernando Trueba, con el que hizo gran cine y una amistad formidable, me dijo que no era cierto que fuera un hombre inaccesible, encerrado en su castillo de hacer guiones. Lo llamé a su teléfono, me respondió y de ahí en adelante hicimos libros (sus cuentos completos, por ejemplo, su estupenda narrativa breve; ahora, por fortuna, Pepitas de Calabaza está publicando casi toda su obra), hicimos conversaciones (Harguindey dirigió un espléndido encuentro entre él y Vicent, Memorias de sobremesa, búsquenlo) y amistades, encuentros públicos y privados, y en todas partes Azcona el Desaparecido fue Azcona el Esperado. Y a todos dio lecciones, desde la radio, desde la televisión, desde las entrevistas periodísticas y, también, en esas tertulias en las que profesaban su sentido común y su ternura. Eran lecciones tranquilas: nunca pretendió que los demás las aprobaran.

Ese mundo se acabó cuando José Luis García Sánchez hizo aquella comunicación escueta y fatal, ya no está aquí tu amigo Rafael Azcona. Desde entonces han crecido sus libros (gracias a Pepitas de Calabaza, gracias al empeño de Susi, su viuda), su cine ha recibido el aprecio que ya mereció entonces, y ha ido creciendo. A él le daría mucha rabia saber que ahora, entre los jóvenes, es un mito. Él sólo quería ser una persona capaz de recorrer la ciudad de Madrid para encontrarse, al borde del Retiro, a un amigo al que tenía ganas de ver. Era emocionante tratarlo, y hasta el fin fue una suerte imborrable haberlo conocido. El mundo es peor sin él, y esta es una verdad tan grande y horrible como la certeza de que no está.

https://elpais.com/cultura/2018/03/24/actualidad/1521878411_793982.html?rel=lom

viernes, 5 de enero de 2018

La soledad multitudinaria de García Márquez.

Por ÁLVARO SANTANA-ACUÑA

Gabriel García Márquez cometía faltas de ortografía al escribir sus obras. La causa era que cuando escribía, como confesó en un fax desenfadado a Carmen Balcells, su agente literaria, “yo le ovedesco más a la inspirasión que a la gramática”. Además de sus combates contra las reglas del lenguaje, en el archivo del escritor —que desde 2014 está en el Harry Ransom Center de Austin, Texas— descubrimos sus rituales de escritura y sus dudas creativas. Desde hace unas semanas, casi la mitad del archivo —27.500 imágenes que recorren más de cinco décadas de escritura—  está disponible de manera gratuita en internet.

En el archivo en línea hay información inédita sobre sus éxitos literarios, sus obsesiones creativas y su círculo de amigos y colegas; además de nuevos detalles sobre el padre de familia, el protagonista de la política latinoamericana y el artista abrumado por la fama planetaria. Los documentos del archivo, como explico en mi próximo libro, Ascent to Glory: How One Hundred Years of Solitude Became a Global Classic, ayudan a desmontar varios mitos en torno a García Márquez, algunos cuidadosamente alimentados por él mismo.

Dos mitos que se han construido sobre el escritor se refieren a su genialidad y al origen legendario de sus obras. Al igual que a otros creadores de obras famosas, a García Márquez se le suele considerar un genio solitario tocado por el relámpago de la inspiración. Se sigue repitiendo que, tras ocurrírsele el comienzo de Cien años de soledad mientras conducía desde Ciudad de México hacia Acapulco, el autor abandonó su trabajo de inmediato y se encerró a escribir en su estudio durante 18 meses hasta que acabó la novela. Mientras tanto, su mujer se endeudó con los comerciantes del barrio para alimentar a la familia. Su archivo nos descubre que consiguió un crédito para dedicarse solo a su novela y que no la escribió de un tirón durante un año y medio, sino en 12 meses, con interrupciones. Tampoco escribió sobre la soledad en soledad, sino en compañía multitudinaria.

García Márquez se rodeó de amigos y colegas mientras escribía el libro que lo hizo famoso. Algunos le ayudaron como asistentes de investigación para documentarse sobre múltiples temas, como las técnicas de alquimia empleadas por José Arcadio Buendía, las propiedades curativas de las plantas que usaba Úrsula Iguarán y la historia de varias guerras en Colombia y América Latina mencionadas en las aventuras del coronel Aureliano Buendía.

El manuscrito de Cien años de soledad fue muy comentado, revisado y mejorado antes de su publicación. Casi a diario, en la casa de García Márquez y su esposa se reunían de noche el poeta Álvaro Mutis, su mujer y el matrimonio de la actriz María Luisa Elío y el cineasta Jomi García Ascot (a esta pareja tan providencial les dedicó la novela). García Márquez les leía en voz alta o les hablaba de lo escrito ese día y todos le daban ideas sobre cómo podía avanzar la historia de los Buendía. Cada sábado, mientras duró la redacción, el autor discutía las páginas escritas durante la semana con el crítico literario Emmanuel Carballo, quien le aconsejaba sobre la trama y los personajes. Y compartió la novela en preparación con escritores influyentes. A Carlos Fuentes, por ejemplo, le envió a París las primeras ochenta páginas del libro. Fuentes incluso publicó una reseña elogiosa de Cien años de soledad cuando a García Márquez le faltaban aún tres meses para terminarla.

Es poco conocido que, un año antes de su lanzamiento en Buenos Aires, García Márquez sacó los capítulos más arriesgados del libro en distintas publicaciones de Europa y América. El escritor quería saber qué pensaban los lectores comunes, críticos literarios, lectores cultos y otros escritores e introducir cambios que mejorasen el texto final, como acabó haciendo.

De García Márquez no puede decirse que escribía sin tropiezos frases acabadas. Los usuarios del archivo descubrirán que la clave de su proceso creativo estaba en la edición. Era un excelente y obsesivo corrector de su propia escritura, como Balzac. En el punto donde la mayoría de los escritores se detienen satisfechos con su manuscrito, García Márquez buscaba darle al suyo otra vuelta de tuerca, a menudo con ayuda de su círculo de amistades.

Como perfeccionista nato, no dudaba en tachar páginas y párrafos completos e incluso pulir el texto palabra por palabra. En Cien años de soledad, por ejemplo, la frase “una copa de la azucarada substancia color de ámbar”, se convirtió en “una copa de la substancia color ámbar”, luego en “una copa de la substancia ambarina” y finalmente en “una copa de la sustancia ambarina”.

A simple vista, estos cambios pueden parecer irrelevantes. Sin embargo, el autor aprendió que la magia de la literatura reside en la capacidad para cautivar a los lectores a través de los pequeños detalles. “Un escritor es aquel que escribe una línea y hace que el lector quiera leer la que sigue”, le confesó a su amigo Guillermo Ángulo. Para lograrlo, García Márquez podía comprimir las palabras, introducir un dato clave o añadir un giro poético o sensorial al lenguaje. Por ejemplo, Santiago Nasar, el protagonista de Crónica de una muerte anunciada, se apellidaba Aragonés, y al comienzo de la novela se levantaba “a las cinco de la madrugada” y no a “las 5:30 de la mañana”, como en el texto final.

La comparación de los manuscritos a lo largo de los años muestra un cambio decisivo en la creatividad del autor; conforme envejecía, su talento para editar sus obras decayó. Sus problemas de memoria fueron la principal causa. Él nunca quiso crear historias que no estuviesen enraizadas en vivencias personales, y para escribirlas necesitaba de su memoria, que lo fue abandonando, como revelan los persistentes signos de interrogación en las sucesivas versiones de sus manuscritos. Por esta razón dejó sin terminar el segundo volumen de su autobiografía —de la que una selección puede consultarse en línea— y la novela En agosto nos vemos, que solo puede consultarse en sala.

García Márquez, descubrimos, ocultaba otra obsesión: lo que escribían sobre él y sus obras. Antes de publicar Cien años de soledad trabajó en agencias de publicidad y aprendió que un escritor debe vender exquisitamente su imagen pública a los lectores, algo que le preocupó durante décadas. Mientras que en público decía ser impermeable a la crítica, en privado coleccionó compulsivamente durante más de 50 años recortes de prensa de más de 20 países y en más de 10 lenguas. En los 21 álbumes de recortes disponibles en línea, atesoró desde reseñas de sus obras publicadas en The New York Times hasta en El Día, un periódico de las islas Canarias. Guardó incluso numerosas reseñas negativas (pero perspicaces), como la de un crítico colombiano que calificó Cien años de soledad de “saga prosaica [de] literatura escapista”.

La otra mitad del archivo solo puede consultarse en el Harry Ransom Center e incluye la correspondencia del escritor —que muestra los contactos menguantes con Julio Cortázar y José Donoso, y ningún rastro de su malograda amistad con Mario Vargas Llosa, tras el puñetazo que el Nobel peruano le propinó en un cine de México—, los contratos de edición, las cándidas cartas de fans de todo el mundo, una carta de rechazo de The New Yorker de 1981 —al editor no le gustó el final de “El rastro de tu sangre en la nieve”— y hasta la carta astral de García Márquez, que una alarmada Balcells encargó cuando supo que su representado nació en 1927 y no en 1928, como se pensaba.

Entre los grandes méritos del archivo está el confirmar que convertirse en uno de los escritores más exitosos del último siglo fue un trabajo arduo. “Es necesario despedazar muchas cuartillas para que finalmente uno pueda llevar al editor unas pocas páginas”, dijo García Márquez en una entrevista cuando tenía 28 años, poco después de publicar La hojarasca, su primera novela. “Quien no tenga vocación auténtica de escritor se desalienta”.

El éxito, sin embargo, no depende solo del trabajo duro. Detrás del infatigable artesano de la palabra había un talentoso creador de mitos sobre cómo escribió las historias en sus libros y un artista inserto en un excepcional círculo de amigos y colegas. Sin esos mitos y sin ese entorno personal, Cien años soledad y García Márquez podían haber acabado en el cementerio de los libros y escritores olvidados.

Álvaro Santana-Acuña es profesor de sociología en el Whitman College y autor del libro en preparación “Ascent to Glory: How 'One Hundred Years of Solitude' Became a Global Classic”.

https://www.nytimes.com/es/2017/12/30/archivo-digital-gabriel-garcia-marquez-soledad-multitudinaria/?smid=fb-espanol&smtyp=cur

lunes, 16 de enero de 2017

John Berger. Dónde hallar nuestro lugar. Diez comunicados

1
Alguien pregunta: ¿todavía eres marxista? Nunca antes ha sido tan extensa como hoy la devastación ocasionada por la búsqueda de la ganancia, según la define el capitalismo. Casi todo mundo lo sabe. Cómo entonces es posible no hacerle caso a Marx, quien profetizó y analizó tal devastación. La respuesta sería que la gente, mucha gente, ha perdido sus coordenadas políticas. Sin mapa alguno, no saben a dónde se dirigen.

2
Todos los días, la gente sigue señales que apuntan a algún sitio que no es su hogar, sino a un destino elegido. Señales carreteras, señales de embarque en algún aeropuerto, avisos en las terminales. Algunos hacen sus viajes por placer, otros por negocios, muchos motivados por la pérdida o la desesperación. Al llegar, terminan por darse cuenta que no están en el sitio indicado por la señales que siguieron. Donde se encuentran tiene la latitud, la longitud, el tiempo local y la moneda correctos, y no obstante no tiene la gravedad específica del destino que escogieron.

Se hallan junto al lugar al que escogieron llegar. La distancia que los separa de éste es incalculable. Puede ser únicamente la anchura de un vía pública, puede estar a un mundo de distancia. El sitio ha perdido lo que lo convertía en un destino. Ha perdido su territorio de experiencia.

Algunas veces algunos cuantos de estos viajeros emprenden un viaje privado y hallan el lugar que anhelaban alcanzar, que a veces es más rudo de lo que imaginaban, aunque lo descubren con alivio sin límites. Muchos nunca lo logran. Aceptan los signos que siguieron y es como si no viajaran, como si se quedaran siempre donde ya estaban.

...

9
A un kilómetro de distancia de donde escribo, hay un campo donde pastan cuatro burros, dos hembras y dos burritos. Son de una especie particularmente pequeña. Cuando las madres aguzan sus orejas ribeteadas de negro, me llegan a la altura del mentón. Los burritos, de unas cuantas semanas de edad, son del tamaño de unos perros terrier grandes, con la diferencia de que sus cabezas son casi tan grandes como sus costados.

Me brinco la barda y me siento en el campo apoyando la espalda en el tronco de un manzano. Ya tienen sus rutas propias por todo el campo y pasan por debajo de ramas tan bajas que yo tendría que ir a gatas. Me observan. Hay dos áreas en donde no hay pasto alguno, sólo tierra rojiza, y es en uno de estos anillos a donde vienen varias veces en el día a rodarse sobre su lomo. Primero las madres, luego los burritos. Éstos tienen ya una franja negra en los lomos.

Ahora se aproximan. El olor de los burros y el salvado --no el de los caballos, que es más discreto. Las madres rozan mi cabeza con sus quijadas. Son blancos sus hocicos. Alrededor de sus ojos hay moscas, mucho más agitadas que sus propias miradas interrogantes.

Cuando se quedan a la sombra, en el lindero del bosque, las moscas se marchan y pueden quedarse casi inmóviles por media hora. En la sombra del medio día, el tiempo se alenta. Cuando uno de los burritos mama (la leche de burra es la más semejante a la humana), las orejas de la madre se echan hacia atrás y apuntan a la cola.

Rodeado de los cuatro burros en la luz del día, mi atención se fija en sus patas, dieciséis de ellas. Son esbeltas, contundentes, contienen concentración, seguridad. (Las patas de los caballos parecen histéricas en comparación.). Estas son patas para cruzar montañas que ningún caballo se atrevería, patas para soportar cargas inimaginables si se consideran tan sólo las rodillas, las espinillas, las cernejas, los jarretes, las canillas, los cuartos, las pezuñas. Patas de burro.

Deambulan, con la cabeza baja, pastando, mientras sus orejas no se pierden de nada; los observo, con sus ojos cubiertos de piel. En nuestros intercambios, tal como ocurren, en la compañía de mediodía que nos ofrecemos ellos y yo, hay un sustrato de algo que sólo puedo describir como gratitud. Cuatro burros en un campo, mes de junio, año 2005.

10
Si, entre otras muchas cosas sigo siendo marxista.

John Berger

Fuente y leer más
http://www.sinpermiso.info/textos/dnde-hallar-nuestro-lugar-diez-comunicados

miércoles, 11 de enero de 2017

Shakespeare el revolucionario

El bardo de Inglaterra veía a todo el mundo como un completo ser humano. Esto convierte a sus obras en excelentes: y lo convierte en un gran revolucionario.

Viendo una representación de El rey Lear en el Barbican Theatre de Londres, fui deslumbrado, no por primera vez, por la conciencia de pobreza y desigualdad de Shakespeare. Aunque su popularidad y pura brillantez durante su vida le mantuvieron a salvo de la Torre[1], tenía algo de revolucionario, de igualitario, mucho antes de que esa palabra o cualquiera de sus estridentes equivalentes políticos hubieran encontrado camino hacia nuestro vocabulario. Algunos pasajes, no solo de Lear sino también de otras obras, muestran pruebas de una fuerte conciencia social –en algunos momentos sin rodeos y en otros más sutilmente– a través del tratamiento y el moldeado del personaje.

En Lear, parte de la experiencia de aprendizaje impuesta al héroe epónimo, y también sobre Earld de Gloucester, es el reconocimiento de la injusticia económica y de sus propios fracasos para encararla durante sus largas carreras como poderosos miembros de la élite –uno monarca, el otro aristócrata–. Así, Gloucester, decidido a suicidarse, entrega su riqueza a su hijo Edgar, sobre quien cree que es un mendigo, con estas palabras:

“...y sobre los que superfluos gozan, 
colmados de todo hasta la hartura, 
y desatienden los preceptos y nada quieren ver, 
porque nada padecen, ¡dejen caer su justicia inexorable! 
¡Distribuyan cuanto les sobra, 
y así tendrá cada uno lo que basta!...”

Es una receta para la fiscalidad progresiva, para un sistema de subsidios generoso, para un Servicio Nacional de Salud, para lo que solía llamarse Estado del Bienestar.

El rey Lear, en el páramo en medio de una violenta tormenta, va más allá, mientras su repentino empobrecimiento material le hace tomar conciencia de la difícil situación de otros tan afligidos:

“…Pobres que padecen desnudez y hambre, dondequiera que se hallen, 
expuestos a los rigores de noches tan despiadadas, mal cobijados, mal comidos, 
mal cubiertos de sus andrajos, con mil troneras y ventanas ... 
¿Cómo pueden arrostrar los rigores de un tiempo semejante? 
¡Qué poco me acordé de ustedes! 
¡Provechosa medicina para el orgullo de los grandes! 
¡Padezcamos como los pobres padecen, 
y no dudaremos en cederles de nuestras superfluidades, 
y resplandecerá sobre la tierra la justicia del cielo!”

La reflexión de Lear sobre su propia falta de preocupación por los pobres  –“¡Qué poco me acordé de ustedes…!” no podría ser otra que una referencia contemporánea. Tras la Disolución de los Monasterios[2] y la aceleración de los cercamientos de tierras en la Inglaterra de los Tudor que dejó a mucha gente desempleada, el número de mendigos y vagabundos creció como setas. En 1594, el Alcalde Mayor de Londres estimaba el número de vagabundos en la ciudad en 12.000, mientras decenas de miles más vagaban por el campo ya sea como pícaros inteligentes como Autolico en Cuento de Invierno, o como harapientos vagabundos como Edgar aparenta ser en Lear.

Ambos habrían sido figuras familiares para una audiencia isabelina/jacobina. En conjunto, se estima que al menos un tercio de toda la población de la época de Shakespeare era pobre, incluyendo a aquellos que nominalmente tenían trabajo pero mal pagado.

Hoy, con un sinfín de refugiados de África y Oriente Medio presionando a las puertas de Europa, mientras sin techo, hambrientos y miserables crecen dentro de la ciudadela europea, el lamento de Lear y Gloucester contra la desigualdad parece tan espantosamente pertinente en nuestra propia época como indudablemente lo fue en la de Shakespeare.

¿Cómo llegó Shakespeare a escribir tales líneas? ¿De dónde la extraordinaria variedad de sus simpatías?

Sabemos que había leído el ensayo de Montaigne De los caníbales –de donde sacó el nombre de Calibán en La Tempestad. En el siglo dieciséis, el proceso de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo estaba en pleno desarrollo, y abundaban las historias sobre las extrañas criaturas que vivían allí. Aunque Shakespeare dibujó a Calibán como un salvaje, también entendió la indignación nativa ante el hecho de ver tomadas su tierra y su legado por un usurpador ‘colonial’:

“Esta isla es mía por mi madre Sycorax, y tú me la quitaste.”, le dice Calibán a Próspero.

En el mismo ensayo, Montaigne escribe sobre un encuentro con tres nativos de Brasil durante el cual los visitantes ofrecen una punzante reprimenda de la desigualdad que habían observado en Francia:

“…Se dieron cuenta como algunos hombres estaban repletos de todas las comodidades imaginables mientras otros, empobrecidos y hambrientos, estaban mendigando a sus puertas. Y ellos encontraron extraño que los pobres tolerasen esa injusticia y se preguntaron por qué no agarraban a los ricos por la garganta o prendían fuego a sus casas.”

Es un tema que Montaigne va a tratar en profundidad en un posterior ensayo –De la desigualdad que existe entre nosotros– en el que se pregunta por qué valoramos a la gente por su “envase y envoltorio… que simplemente esconden las características por las cuales podemos juzgar verdaderamente a alguien.” Aquí, en uno de los intercambios de Hamlet con Claudio, está una dramatización shakesperiana del mismo asunto:

“Hamlet: Un pescador puede usar como anzuelo un gusano ahíto de la carne de un rey y luego comerse el pescado que se comió a ese gusano.

Claudio: ¿Qué quieres decir con eso?

Hamlet: Nada, excepto mostrar como un rey puede acabar siendo parte de la mierda de un mendigo.”

La injusticia sociopolítica era, por lo tanto, nada extraño ni innovador en el pensamiento o la literatura europea del siglo XVI. Sin embargo, nuestro dramaturgo no escribía obras de teatro didácticas, ni construía a sus personajes como ilustraciones del bien o el mal, el comportamiento correcto o incorrecto, ni –como un académico me dijo– para inducir reacciones saludables en la audiencia vía catarsis o risas. Si lo hubiera hecho habría estado siguiendo una larga tradición en la que los personajes dramáticos tienen, primero y ante todo, una función simbólica o ilustrativa, es decir, que ellos representan una idea, o un conjunto de disposiciones o sentimientos que se espera la audiencia apruebe o rechace. Ese era el caso tanto del teatro romano como del medieval –las principales influencias de las obras de teatro isabelinas–. Ni siquiera Marlowe, entre los contemporáneos de Shakespeare, contravino este marco esquemático. Si examinamos el tratamiento del personaje que hace Marlowe en Tamburlaine, en El Judío de Malta o en Fausto, encontraremos que el papel simbólico de los protagonistas tiene prioridad sobre sus cualidades como individuos reconocibles –siendo seres humanos de carne y hueso–.

Lo que hizo Shakespeare fue revertir el procedimiento convencional construyendo del personaje al significado, de lo individual a lo universal. El equivalente filosófico sería el razonamiento inductivo en lugar del deductivo. Esta es la razón por la que sus personajes trabajan tan poderosamente sobre nuestra imaginación, por qué el Judío de Marlowe permanece como un estereotipo mientras el de Shakespeare (a pesar de los prejuicios de la época) está lleno de personalidad, mientras amamos a Fallstaff a pesar y debido a sus fallos tan humanos, por qué Hamlet se rompe la cabeza, se enfada y se frustra porque como nosotros es inseguro, por momentos apasionado, cruel, ingenioso, honesto, hipócrita –una mezcla completamente humana–. Conocemos a los personajes de Shakespeare en la calle, aquellos de sus predecesores en nuestras mentes. Las figuras escénicas de lo que podríamos denominar “complejidad humana” son la innovación shakesperiana. Solo en la poesía encontraremos precedentes obvios –por ejemplo en la maravillosa galería de retratos de Chaucer o en el verso Testamentos de François Villon– y también hay pistas quizás en la temprana ficción de la picaresca española como en el anónimo Lazarillo de Tormes. Pero Chaucer y Villon era únicamente accesibles a unos pocos selectos –aquellos que podían tanto leer como adquirir libros– mientras Shakespeare trabajaba en un medio universal de comunicación donde solo se necesitaban los oídos.

¿Por qué fue revolucionaria esta técnica “inductiva” más que meramente innovadora?
Creo que la respuesta está en el hecho de que, por primera vez, el individuo se convirtió en foco de atención pública y artística. El teatro shakesperiano trajo elementos previamente desesperados de la naturaleza humana y de la vida política y social al primer plano: la naturaleza quijotesca y la psicología de la motivación (Cervantes también pertenece a esto, por supuesto), la validez individual del hombre común, los derechos humanos del tipo que tanto Ariel como Calibán reclaman en La Tempestad, etc. Poco de esto se encontrará en otros dramaturgos del periodo.

En los siglos dieciocho y diecinueve, las obras de Shakespeare fueron criticadas por sus “excesos”, y se hicieron intentos para mejorarlas por parte de expertos que pensaban que sabían hacerlo mejor. ¿Cuáles eran las objeciones? Temas de debate de los bajos fondos (inapropiados para la sociedad educada), falta de gusto, lenguaje inapropiado –características que se podrían reconocer, actualmente, como más procedentes de EastEnders que de Yes Minister[3]. Editores y correctores intentaron extirpar precisamente aquellos rasgos que mostraban al ciudadano más común como equivalente moral del monarca más importante. Eran características incómodas. Cualquiera que vea la caída de Angelo (Medida por medida) o el ascenso de Bolingbroke (Ricardo II) sabe que no se debe confiar necesariamente en los altos y poderosos. Quizás que no se debe confiar del todo. Y aquí no estamos solo hablando de una codicia por el abuso de poder (un habitual tema isabelino) sino sobre un tipo de corrupción que trae a la Tierra la autoridad moral de los poderosos. Mucho más importante, sin embargo, es que el hombre común shakesperiano está tan lleno de humanidad como un monarca.

Shakespeare no era un panfletario aspirante a producir cambio político. Pero su visión de la gente era más revolucionaria que cualquier cosa que un panfletario podría lograr. Las convenciones de estilo de la escena isabelina aceptaban sin pensar los valores de clase como fijos (como hacía el teatro clásico francés). Shakespeare no; aunque su originalidad a este respecto quizás haya pasado algunas veces inadvertida porque parece tan natural. Puesto que las obras de teatro afrontan tan poderosamente las emociones y estados de conciencia humanos, podemos pasar fácilmente por alto las visiones socioeconómicas y políticas que, como el escenario, colorean su fondo.

Mi argumento entonces es que Shakespeare fue un revolucionario en la forma en que trató lo individual –y esto es precisamente por lo que fuerza a un lector o aficionado teatral atentos a reexaminar las bases de sus creencias, prejuicios y actitudes sociales. Pensase lo que pensase la Inglaterra isabelina sobre los judíos, por ejemplo, no puede evitarse el significado de las palabras de Shylock en El mercader de Venecia:

“Soy judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos?...”

El discurso era tranquila y firmemente revolucionario, y Shakespeare lo debe haber sabido de sobra. Revolucionario no porque el autor quisiese cambiar actitudes contemporáneas sobre los judíos –eso habría sido una falacia cruelmente anacrónica– sino porque nadie en Shakespeare es “simplemente” algo, ni un judío, ni un campesino, ni un soldado, ni un tabernero, ni una alcahueta ni un rey.

Esta gran idea –la de no ser “simplemente”– ha sido la base de mucho del cambio político que ha tenido lugar en Europa, Norteamérica y otras partes desde el siglo diecisiete. Reposa en el corazón de la democracia moderna, y forma un telón de fondo para movimientos políticos como el marxismo y el socialismo, que están fundados sobre ideales de igualdad y justicia distributiva.

Lo que Shakespeare ayudó a producir fue un cambio fundamental en la conciencia europea sobre la condición humana en el contexto social y político. Dudo de que esta fuera su intención; pero es una consecuencia de su trabajo –de su silenciosa persistencia en dar a sus personajes su propia cabeza y rechazar censurarles tanto a ellos como a su propia pluma–.

Notas:
[1] El autor se refiere a la Torre de Londres, símbolo de la opresión del poder estatal en la antigua Inglaterra. (N. del T.)
[2] Proceso de confiscación de las propiedades de la Iglesia Católica en Inglaterra desarrollado entre 1536 y 1540, durante el reinado de Enrique VIII. (N. del T.)
[3] EastEnders es una serie televisiva de la BBC sobre la vida diaria de gente corriente de un barrio obrero de Londres, mientras Yes Minister es una comedia satírica cuyos protagonistas son altos cargos gubernamentales, también emitida por la cadena pública británica. (N. del T.)

Jeremy Fox es escritor, periodista y consultor; y es cofundador y Presidente de la Junta Editorial de Democracia Abierta. (Open democracy)

Fuente: https://www.opendemocracy.net/uk/jeremy-fox/shakespeare-revolutionary?utm_source=Daily+Newsletter&utm_campaign=d93f6c5df3-DAILY_NEWSLETTER_MAILCHIMP&utm_medium=email&utm_term=0_717bc5d86d-d93f6c5df3-407381927
Traducción: Adrián Sánchez Castillo

http://www.sinpermiso.info/textos/shakespeare-el-revolucionario

Más. ESE IDIOTA DE SHAKESPEARE, por Javier Marías.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Cohen: el legado inolvidable de un gran poeta. El escritor y poeta canadiense murió a sus 82 años, no sin antes dejar su último álbum como recuerdo a sus seguidores You want it darker.

Hace poco tiempo el cantautor Leonard Cohen dijo que estaba “preparado para morir”. Sus palabras, como una sentencia, se cumplieron en cuestión de días. Hoy el mundo despide a uno de los grandes.

Y es que nadie susurra como él, nadie canta como él y nadie interpreta como él. Cuando abría su boca se oía una voz grave fascinante. Cohen articulaba cada palabra como revelando un secreto con una dosis de misterio en cada espacio de silencio.

La noticia fue confirmada por medio de las redes sociales oficiales de Leonard Cohen. "Con profunda tristeza informamos que el legendario poeta, compositor y artista, Leonard Cohen ha fallecido. Hemos perdido a uno de los músicos más venerados y prolífico visionarios. Un monumento tendrá lugar en los Ángeles en una fecha posterior. La familia pide privacidad durante su momento de dolor".

Su vida
Cohen nació en Montreal el 21 de septiembre de 1934 en una familia judía. Ha sido descrito por el crítico de música Bruce Eder como “uno de los cantantes y compositores más fascinantes y enigmáticos de finales de los 60”. Su legado musical forma parte del Salón de la Fama del Rock and Roll de los Estados Unidos y del Salón de la Fama Musical de su país natal. Es miembro de la Orden de Canadá y de la Orden Nacional de Quebec.

El amor, el sexo, el desamor, la religión y las relaciones personales son los temas recurrentes en sus libros de poesía, en sus dos novelas y en sus inmortales canciones.

Llegó a la música a los 33 años porque pensaba que como escritor no podría obtener el dinero necesario para vivir. Su tercer álbum Songs of Love and Hate (1970) obtuvo un notable éxito en Estados Unidos y en Reino Unido. Por aquel entonces una de sus canciones más sonadas era Suzzane.

En esa década su carrera se disparó. Cohen salió por primera vez de gira a Estados Unidos, Canadá y Europa en 1970. Apareció en el Festival de la Isla de Wight. Y durante la gira de 1974 publicó New skin for the old ceremony, una asociación musical con el pianista y arreglista John Lissauer.

En los 80 llegaría Various positions en el que incluía canciones como Dance Me to the End of Love y Hallelujah, su canción con más versiones.


A finales de esa década lanzó su álbum I’m Your Man, en el que reflexionaba sobre temas sociales con canciones como Everybody Knows. En 1992 Cohen publicó su décimo álbum The Future, las canciones de este disco aparecieron en varias películas. Waiting for the Miracle, Anthem y The Future, por ejemplo fueron usadas por Oliver Stone en Asesinos por naturaleza (1994).

Desde 1994 hasta 1999 estuvo recluido en un monasterio. Allí fue nombrado Jikan que significa “el silencio que hay entre dos pensamientos”. A finales de los 90 Cohen volvió al estudio de grabación y comenzó a contribuir con poemas y dibujos para su página web Leonard Cohen Files.

En 2001 lanzó Ten New Songs, su primer disco en casi una década, con una fuerte influencia de Sharon Robinson. En octubre de 2004, Cohen publicó Dear Heather, una colaboración musical con la cantante y compañera sentimental Anjani Thomas. Cuando cumplió 80 también celebró con un álbum, Popular Problems, y este 2016 estrenó You want it darker.

A Leonard Cohen nunca le gustaron las giras internacionales. Lo hizo en 2009 cuando su representante, Kelley Lynch, le robó todos sus ahorros y no tuvo otra opción.

La poesía y las mujeres
En 2011 fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Allí recordó que gracias a un guitarrista español se animó a dedicarse a la música, ya que estaba decepcionado por su falta de éxito como escritor.

“Deseo poder decir todo lo que hay que decir en una palabra. Odio todas las cosas que pueden pasar entre el inicio y el final de una frase”, dijo Cohen alguna vez. Y eso hizo y eso hace: ha logrado decir mucho con una canción o con un poema.

La vida amorosa de Cohen estuvo marcada por varias mujeres que lo motivaron a escribir poemas y canciones. Su más amada fue Marianne Ihlen, a quien le dedicó So Long Marianne, una de sus canciones más famosas.

Hace menos de dos meses Marianne murió. Antes de fallecer Cohen se animó a enviarle unas últimas palabras: “Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino”.

A ella la conoció en Hydra, la isla griega donde vivió casi una década antes de dedicarse a la música. En ese tiempo escribió el libro de poemas Flowers for Hitler (1964) y las novelas The Favourite Game (1963) y Beautiful Losers (1966). La primera narra la historia de un joven que busca su identidad en la escritura. Y con Beautiful Losers suscitó controversia debido a varios pasajes con detalles sexuales explícitos.

Otra de las mujeres de su vida fue su esposa Suzanne con quien tuvo a sus dos hijos: Adam, quien es cantante, y Lorca, su hija menor a quien puso ese nombre en honor a su poeta favorito Federico García Lorca.

La única que lo ha acompañado durante toda su vida ha sido Anjani Thomas, su cantante de su coro en los primeros años, novia por un tiempo y cantante principal hasta hoy. A ella le dedicó el poema Now and then en el que le dice: “Siempre estoy pensando en una canción para que la cante Anjani”.

"Aleluya" y otras 9 canciones inolvidables del poeta y compositor canadiense Leonard Cohen (BBC)
Fuente:
http://www.semana.com/gente/articulo/leonard-cohen-muere-a-sus-82-anos/504990

Cuando Buero Vallejo se quejó a Fraga. Las cartas inéditas entre el dramaturgo y el escritor Vicente Soto revelan cómo la dictadura atrapó a uno en Madrid y a otro en Londres


Dibujo de Buero Vallejo de la estación de Atocha de Madrid.

En los años en los que arreciaba el franquismo en España, dos escritores fraguaron una intensa amistad que fue creciendo a lo largo de medio siglo con la levadura de una correspondencia continuada y sincera. Las cartas iban y venían de Londres a Madrid cada semana: Querido Toni; querido Vicente. Toni es el dramaturgo Antonio Buero Vallejo (1916-2000); Vicente Soto (1919-2011), el escritor valenciano al que conoció en una tertulia madrileña y que pasó a máquina Historia de una escalera, estrenada en 1949. Por aquel entonces comenzó la amistad.

Este año se cumplen 100 del nacimiento de Buero, en Guadalajara. Con ese motivo, el profesor Domingo Ródenas, de la Universidad Pompeu Fabra, publica una selección de aquellas cartas, inéditas hasta ahora, que abarcan desde 1954 hasta 2000. Medio siglo de intimidad que sale a la luz gracias a la colección Obra Fundamental de la Fundación Banco de Santander. Medio siglo de pesimismo y ánimos compartidos, de análisis cultural, de vida familiar, de esperanza en el futuro. "Ven a vernos a Londres", rogaba Soto a su amigo. "No se te ocurra volver a España", recomendaba Buero.

Ambos autores representan la doble cara de una moneda amarga: la dictadura. El comunista Buero —siete años estuvo en la cárcel— tenía prohibido salir de país; a Soto, el hambre y el hostigamiento —era afín al partido socialista— le forzaron al exilio. Llegó a Londres en 1954, solo y sin papeles, y empezó fregando platos. Luego reagrupó a su familia. La vida allí era de otro planeta.

La única forma de verse eran las cartas. El volumen presentado ayer constituye una literatura íntima, secreta, para mostrarlo al público, “sin preservar nada, la familia ha sido muy generosa”, dijo ayer el profesor Ródenas.

Por las páginas circulan comentarios sobre Luther King, el malogrado Kennedy, el estrecho y escurridizo mundo editorial español de la época, los nuevos escritores que triunfaban en el tardofranquismo, pero también las costumbres y entretenimientos personales, el yoga que practicaba Buero o sus creencias en los platillos volantes; o Soto le cuenta a Buero que ha estado Cela en su restaurante (donde fregaba platos): “Estuve charlando con él un buen rato. Cela dijo tantas porquerías, tantas y tan puercas cosas —obsesionado por todo lo escatológico y lo sexual, entregado ya cínicamente a su manía—, como no recuerdo haber oído a nadie en tan poco tiempo”.

En su cárcel española Buero no es ajeno al éxito: sus obras más conocidas triunfan en las salas patrias y en el extranjero, pero no le dejan salir. “En 1963 se reúne con Fraga, que ya es ministro de Franco y le hace ver el absurdo de esa situación”. Todo está a punto de cambiar cuando el Buero “generoso y comprometido siempre” firma a favor de la protesta minera y pasa cuatro años sin estrenar en un teatro oficial. El profesor Ródenas se llevó ayer las manos a la cabeza cuando mencionó que este año, el centenario del nacimiento del dramaturgo, “ninguna sala ha programado nada de él”. Le parece insólito.

Horas de madrugada
Por su parte, Soto, que se acostaba a las siete de la tarde para levantarse a las tres de la madrugada y escribir hasta que marchaba al trabajo, vivió los sinsabores del olvido. En 1967 recibió el Premio Nadal por su obra La zancada que, en contra de lo usual, no le abrió las puertas a publicaciones inmediatas.

Con éxito o sin él, ambos autores cayeron en cierto olvido, cuando no maltrato, según el profesor Ródenas, y fueron arrollados por una nueva generación de jóvenes escritores. Buero se lamentaba en 1969 de los editores que escurrían el bulto con su amigo Soto. Los veía “acomplejados y derrotistas con lo propio” y dedicados todos a “ciertos novelistas sudamericanos”. El King’s College restañara en parte esa herida con un homenaje que tributará en enero al autor de Vidas humildes, cuentos humildes (1948) o Tres pesetas de historia (1983). El legado de Soto ya está trasladándose a este colegio británico para recuperar su memoria.

La de Buero no parece tampoco estar en su mejor momento, habida cuenta de que en su centenario no ha sido representado en salas oficiales. “A Buero se le acusó de cierta derechización, algo que le espantaba. Él seguía participando en mítines del PCE en la Transición. También estuvo en la calle para impedir el desahucio del dramaturgo Lauro Olmo, por ejemplo”, recordó ayer Rodénas.

Más cauto había sido en sus cartas cuando la dictadura soltaba sus dentelladas. Soto se derramaba desde el inicio en cariño hacia el dramaturgo adusto, pero el autor de En la ardiente oscuridad no se fue soltando sino con los años. Aquella levadura de las cartas fue fraguando en una amistad cocida a fuego lento que solo acabó con la muerte de Buero en 2000.

La última carta recogida en el libro, cuando ya las conversaciones telefónicas las fueron espaciando, es un pésame de Soto a la viuda, un día después del fallecimiento. “Ayer le vimos aquí en casa. No estoy hablando de fantasmagorías. De repente se nos plantó delante, en la pantalla de la tele. Millones de ingleses y otros europeos tuvieron que verle también [... ]Se subrayó su paso por la cárcel, su condena, su significación, toda su obra. ¿Queréis creer que hasta de Historia de una escalera se mostró una larga escena?”. Era un 29 de abril del año 2000.


EL LÁPIZ DE UN ARTISTA
AURORA INTXAUSTI
El universo de Buero Vallejo es el de un creador total, como autor teatral fue sobresaliente pero no lo fue menos en otras disciplinas artísticas. El retrato que realizó a su amigo Miguel Hernández en la cárcel de la plaza de Conde de Toreno de Madrid en 1940, es uno de los más conocidos. Coincidiendo con el centenario de su nacimiento, la Fundación SGAE ha montado una exposición, coordinada por Ignacio Armada, en la que se incluyen materiales del Centro de Documentación y Archivo de la SGAE (CEDOA), del Fondo Buero Vallejo y de la Fundación Juan March, que permanecerá abierta al público hasta el próximo 10 de enero en la Sala Berlanga de Madrid.

La muestra comienza con un retrato de Buero, que apareció en la portada de uno de los boletines de la SGAE de los años ochenta y contiene, además, ejemplares del algunos de los libros y publicaciones del dramaturgo; reproducciones de sus ilustraciones que exploran su faceta de dibujante o fotografías de su archivo personal con algunas de sus obras que se representaron en teatros, así como carteles de estas.

El nombre de Antonio Buero Vallejo está asociado a algunas de sus obras como Historia de una escalera. Armada destaca que la película está desaparecida y tan solo se conservan dos fotografías que podrán verse en la muestra. En la misma, se exponen, entre otros, los libretos originales de La tejedora de sueños, que se estrenó en el Teatro Español en 1952.

Uno de los materiales más destacables de la exposición es el texto Campanadas a medianoche (editorial Stockcero), la adaptación que realizó el dramaturgo español del guion de la película homónima de Orson Welles que se estrenó en 1965, manuscrito que se daba totalmente por perdido. Su hijo Carlos Buero lo encontró rebuscando entre el material de su padre cuando este falleció, en 2000.

“Fue como encontrar un tesoro, increíble, no nos lo podíamos ni imaginar, estábamos convencidos realmente de que ese texto estaba perdido y si no lo estaba, de que sería un texto menor”, asegura Luis Deltell, editor del libro junto a Jordi Massó.

 http://cultura.elpais.com/cultura/2016/11/08/actualidad/1478626435_661356.html

viernes, 21 de octubre de 2016

Entrevista a Mia Couto, escritor mozambiqueño, blanco y luchador por la independencia. “Entré al Frelimo porque precisaban la poesía”

Página 12

Sus libros fueron traducidos a 20 idiomas y ha sido premiado en Brasil, Portugal y Estados Unidos. Era un blanco de 17 años cuando ingresó a la guerrilla independentista de su país.


Tranquilo, pausado, reflexivo. Así responde Mia Couto, escritor mozambiqueño y una de las personalidades más reconocidas de África en el mundo. Sus libros, escritos en el portugués que se habla en las calles de Mozambique, fueron traducidos a 20 idiomas y premiados en Brasil, Portugal y Estados Unidos. Antes de volcarse a la literatura, luchó por la independencia de su país junto al Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo) y ejerció el periodismo. En sus poemas, cuentos y novelas mezcla el universo tribal africano, los estragos de la guerra y el cuestionamiento a las convenciones culturales heredadas de la colonia. En diálogo con Página/12, Couto expone sus recuerdos de la infancia, los mundos que lo formaron y los retos de una joven nación que busca su rumbo mientras se enfrenta a fantasmas conocidos que aún la siguen acosando.

–¿Qué significa Mozambique para usted? 
 –Mozambique es una mezcla de algo que ya es y una cosa que va a ser, de algo antiguo con un proyecto. Nació hace cuarenta años como una nación única, olvidando que existían otras naciones. Dentro de su territorio había pueblos que tenían sus propias lenguas y sus propias historias. Mozambique es ya un Estado, pero busca crear una nación alrededor de esas naciones.

–La convivencia entre blancos y negros ha sido históricamente traumática en el África austral.
 ¿Cómo es haber nacido y crecido en Mozambique como un hombre blanco?
 –Por mucho tiempo estuve distraído, me había olvidado de mi propia raza, que es un privilegio. La colonización portuguesa también fue racista y violenta, a pesar de tener una historia diferente a la de los otros colonialismos. Pero nací en un tiempo en que el gobierno de Portugal buscó esconder esta discriminación creando una camada que se conoció como los asimilados, africanos considerados portugueses de piel negra. La sociedad colonial dependía de la propia supervivencia y ellos eran pensados como un tapón para la revuelta que ya estaba presente. Además servían como gestores de la maquinaria colonial. Portugal tenía un imperio grande pero era un país pequeño y pobre. Era casi un colonizador periférico. La presencia de esos asimilados estaba en los lugares donde nací y donde crecí, estuve en contacto con ellos. De chico aprendí una lengua africana y conseguí colocar un pie en un mundo y un pie en otro, sin ninguna dificultad en particular. Pero no era así de común para los hijos de los colonos. África estaba apartada, era una cosa oscura, salvaje, aunque nunca hubo una política oficial de separación como fue el apartheid. Otra cuestión diferente era la tierra. En Zimbabue, Sudáfrica y Namibia el apartheid no era sólo un tema de razas, sino también de tierras. Por lo tanto los negros fueron arrancados de sus lugares para concentrarlos en los llamados bantustanes. Eso nunca ocurrió en las colonias portuguesas, donde los conflictos raciales parecían suavizados, si bien las buenas tierras estaban en manos de los blancos, pero no separadas de esa forma, geográficamente, con la expulsión de los negros a otros lugares.

–Usted militó en el Frelimo.
¿Cómo fue aceptado un hijo de colonos portugueses en un movimiento liderado por negros que luchaban por la independencia?
 –Tenía diecisiete años cuando me uní al Frelimo. Era una cosa clandestina, subterránea. Recuerdo que fui a un encuentro en los suburbios, de noche, algo que hoy no podría volver a hacer, aunque en mi memoria siempre estoy volviendo a ese lugar. Era una casa sin luces, con cuarenta personas. Yo era el único blanco. En la mesa, donde había una suerte de jurado, se decidía quién podía ser aceptado como integrante. Aquellos hombres contaban sus historias, era como una prueba, una narración de su sufrimiento, una cosa medio cristiana. Vi ese desfile de hombres que había sufrido el hambre, el frío, la prisión y la tortura. Y yo no había padecido nada, era un privilegiado. Pensaba decir que había sufrido porque vi sufrir a los demás. Pero fui el último en ser presentado y no logré decir nada. Uno de los hombres en la mesa me preguntó si yo era el joven que escribía poemas en el diario. Me dejaron entrar porque decían que precisaban de la poesía. Nunca sentí en esos tiempos de militancia alguna cosa que me separara de los negros o que les generase desconfianza. Después me di cuenta de que si hubiese querido combatir con un arma en la mano, como en una guerrilla, no habría sido aceptado. Dentro del Frelimo había una línea no racial, pero también otra de definición racial, que sostenía que no se podía confiar en los blancos al punto de darles un arma, porque eso los obligaría a enfrentarse con los blancos que luchaban del otro lado. Y en el momento que eso ocurriera no se sabría qué consecuencias tendría.

–La cuestión racial pesaba más que la ideológica.
 –Era un discurso falso. También se decía que los blancos no podían estar en la lucha armada porque si morían serían presentados por los portugueses como rusos, lo que probaría que el movimiento era conducido por la Unión Soviética. Había tensiones entre las distintas líneas dentro del Frelimo, donde estaban aquellos que ponían la cuestión racial sobre lo ideológico. Hoy en día la cuestión racial tiene un peso mucho menor en Mozambique que en Sudáfrica o Zimbabue.

–En su libro Tierra sonámbula está presente la guerra civil, que comenzó en 1977 y terminó en 1992, con consecuencias devastadoras para su país.
¿Escribir esa novela era una forma de exorcizar lo vivido o de denunciar lo ocurrido en ese enfrentamiento? 
 –Exorcizar. Fue el único libro que sufrí al escribirlo. Escribo porque me gusta. Tuve colegas y amigos que murieron de manera terrible. No era el caso de personas que murieron por una bala. Murieron dentro de autos que fueron incendiados. Durante un tiempo pensé que no era posible escribir un libro sobre la guerra, salvo cuando la guerra terminase, porque no tenía la fuerza para hacerlo. Después me di cuenta de que era una cuestión de supervivencia. Sentí que mis muertos me pedían que escribiera sobre lo ocurrido, para poder respirar y sobrevivir. De noche recordaba y quería parar de escribir, casi que rezaba para no recibir más inspiración.

–¿Qué recuerda de esa guerra?
 –Fue una guerra muy larga. Salíamos de casa todos los días, sin saber si tendríamos para dar de comer a nuestros hijos. Encontrábamos una fila pero no sabíamos qué se distribuía. Como no podíamos estar toda la mañana, dejábamos una canasta con una piedra encima. Ibamos a trabajar, volvíamos, y la piedra estaba en el mismo lugar. Respetaban el lugar, respetaban al otro. Eso nos daba algo de esperanza. Si esto dura una semana o un mes, ya es mucho. Pero fueron años así.

–¿Los portugueses ya habían dejado Mozambique?
 –Ya se habían ido casi todos en los primeros años. Mozambique tenía casi 250 mil portugueses. No eran tantos como en Angola, pero permanecieron entre 20 y 25 mil. Al ser una salida precipitada, y como ellos dominaban la economía y el Estado, fue un problema. A los 20 años dirigí el diario del gobierno, algo que no podía hacer bien. El futuro de toda una generación fue sacrificado. Muchos amigos míos, negros, blancos y mestizos, dejaron de estudiar para ejercer cargos de dirección. Fue un momento muy bonito porque los mozambiqueños se encontraron. En los primeros años era una cosa épica, íbamos a construir un país, un futuro, como si fuese posible cambiar el mundo entero. Había un proyecto político e ideológico bien claro, con muchos errores, que ahora son más fáciles de ver, pero con mucha exaltación.

–Nadine Gordimer y J. M Coetzee, por ejemplo, trataron en muchos de sus libros la realidad sudafricana durante el apartheid.
¿Cree que los escritores africanos se sienten obligados a exponer temas sociales ante la falta de instituciones fuertes o de poderes que fueron monopolizados durante un largo tiempo por pequeños grupos? 
 –Los escritores africanos asumieron muchos rótulos. Primero por una razón de orden político, porque se esperaba que asumieran ese papel de denuncia, de afirmación de un continente que fue negado, de una cultura y de una raza que fueron negadas. Después fue un rol más étnico, más exótico. Se esperaba que los africanos trataran temas como la magia y la relación con la naturaleza, como si lo africanos estuviesen más cerca de la naturaleza que de la cultura o la humanidad. Eso creó un círculo, porque sabían que en Europa se los publicaría si daban cuenta de esa autenticidad. No eran auténticos africanos si no hablaban de determinadas cuestiones. Infelizmente, la literatura africana depende de la valoración de las ex capitales coloniales, como Lisboa para la lengua portuguesa o Londres para la lengua inglesa. Si la escritura africana pasa la prueba, entra en el mercado. Ahora estamos en una época más feliz, porque los escritores más jóvenes están rompiendo con eso que se espera que ellos hagan. No están tan preocupados por reafirmar su africanidad. Ella aparece naturalmente.

–El portugués es el idioma oficial de Mozambique, pero no es la lengua materna de la mayoría de los mozambiqueños.
¿Esta realidad condicionó la recepción de su obra?
 –De alguna manera sí. Pero también hay que tener en cuenta que existen 25 lenguas en el país y que muchas no se comunican unas con otras. Si escribiese en otra lengua debería enfrentar el problema de la traducción. Lo que pasa ahora es que el propio portugués de Mozambique está cambiando, se está africanizando y está siendo apropiado. Por otro lado, cada vez más mozambiqueños están tomando el portugués como lengua materna. En ciudades como Maputo, casi la mitad habla el portugués. Cuando los portugueses se fueron con la independencia, había un 90 por ciento de analfabetismo, y en Maputo, donde se concentraba la mayoría, el portugués era la lengua materna del uno o del dos por ciento de la población. Está cuestión de trabajar el portugués como una lengua propia de la nación mozambiqueña fue cosa de la independencia. El recuerdo de los mozambiqueños no debe ser el mejor: los portugueses destruyeron casi todo cuando partieron de Mozambique. Mucha de la infraestructura fue destruida como forma de venganza. Pero no tanto en Mozambique como en Angola, porque en Mozambique casi no había infraestructura. Era una economía de servicio, no había producción propia.

–La comunidad de países lusófonos es pequeña.
¿Qué papel juegan Brasil y Portugal en el imaginario mozambiqueño?
 –La situación es muy distinta en Cabo Verde, Santo Tomé, Guinea Bissau o Angola. En Angola, la mayoría de la población habla el portugués como lengua materna. Más de la mitad de la población vive en Luanda, la capital. Es una situación de concentración extrañísima. Luanda es como un país aparte, con sus propias características lingüísticas. En Mozambique hay relaciones de distinto tipo. Los vínculos literarios están más cerca de Brasil. Mi generación, y la anterior y la posterior, conocieron Brasil a través de Jorge Amado, Graciliano Ramos y todos esos nombres. No es algo menor. Brasil era lo que nosotros queríamos ser, porque ya había retirado a Portugal de su lengua. La lengua era portuguesa pero logró afirmarse con una identidad propia. En el caso de Jorge Amado era la presencia del negro, de las comidas, del baile, de los dioses. Era como si estuviese escribiendo dentro de Mozambique. Su literatura era catártica. Portugal sigue teniendo un gran peso en el fútbol. Todos tienen un equipo en Portugal como si fuera propio. Ahora ya comenzó a cambiar con el Barcelona y el Real Madrid. La relación culinaria también es muy fuerte entre los pequeños grupos de elite de urbanos asimilados.

–¿Cuándo dejó de ser António Emílio y pasó a ser Mia?
 –Cuando tenía dos años, según mis padres, pensaba que era un gato. De chico vivía en una casa colonial típica y siempre llegaban gatos al balcón. Mi madre les daba de comer y yo comía con ellos. Entonces quería ser llamado Mia y quedó. Mis padres validaron esa elección, porque vieron en eso algo gracioso y entendieron que yo tenía derecho a encontrar un nombre para mí.

–Usted afirmó haber sido influenciado por el realismo mágico latinoamericano.
¿Se le ocurre algún paralelismo entre África y América latina?
 –Hay un enfrentamiento entre aquellos que quieren construir en África y en América latina una Europa tropical, a partir de un centro que serían las potencias coloniales, y una resistencia del lado de las culturas y los pueblos indígenas. La efervescencia de ese conflicto tuvo algo que para mí fue muy productivo, porque ahora existe un enfrentamiento entre lógicas, entre universos íntimos, cósmicos, entre religiosidades diversas. Esa vitalidad llegó a la literatura y golpeó la puerta de los escritores, que en determinado momento pensaban que el modelo europeo era el único para hacer literatura. Escritores como Juan Rulfo, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez abrieron las puertas a esas voces, a la oralidad, a esa otra vitalidad que estaba presente. Lo mismo ocurrió en África, donde hubo cierta aceptación de esa diversidad. Pero me opongo a ese rótulo de realismo mágico porque toda realidad es mágica. Muchos escritores americanos y europeos trabajan el mismo campo, se permiten cuestionar la realidad. Creo que fue algo que se precisó caracterizar para poder ser comprendido.

–Entre los pueblos africanos el relato oral está mucho más extendido que el relato escrito.
¿Incorpora esta tradición al momento de escribir sus novelas?
 –Desde chico que estoy acostumbrado a escuchar mientras leo. Cuando me apasiono con un texto tengo dificultad para leer, porque me veo obligado a volver a las páginas, una y otra vez. Se abre una ventana para las voces contenidas. Lo mismo me pasa con la poesía, que es más permisiva, que autoriza este tipo de escuchas. No es que la oralidad sobrevive en Mozambique, sino que es dominante. Es la que crea lazos de entendimiento, la que cohesiona a la sociedad. De la misma forma que García Márquez describió Colombia, los escritores mozambiqueños reciben de la oralidad toda esa inspiración. Algunos tienen más presente que otros la oralidad de esa sociedad rural. En mi casa también era dominante, porque soy hijo de inmigrantes y mis padres siempre contaban historias. Vivíamos solos, no conocíamos a nuestros abuelos.

–¿Cree que a través de su obra literaria ha logrado mostrar o crear una identidad mozambiqueña?
 –No necesariamente un escritor trabaja en reflexionar o crear, sobre todo porque Mozambique está lleno de interdicciones en la memoria. Hay olvidos que son provocados. Si uno viajaba a Mozambique después de terminada la guerra, en 1992, nadie hablaba del asunto, era como si nunca hubiese ocurrido. Era un tiempo prohibido. Nadie quería recordar eso, así como tampoco la guerra colonial ni la esclavitud. En el ejército portugués la mayoría de los soldados eran mozambiqueños negros, cerca de 60 mil. Cuando terminó la guerra de independencia nadie quería pensar en eso, porque esas familias tenían redes enormes y querían evitar una situación de conflicto. Ahí la literatura cumple un papel, porque invita a rescatar ese tiempo de una manera que no culpabiliza, y transforma ese sentimiento de amnesia, de rechazo, en una visita que ayuda a re humanizar al otro. A construir un país.

–¿El periodismo fue más un compromiso militante?
 –Me mandaban a hacerlo. En ese momento interrumpí mis estudios de medicina. Soñaba con ser psiquiatra. En segundo año, cuando me uní al Frelimo, me necesitaban como periodista. Incluso en tiempos de dictadura fui infiltrado dentro del diario. Me gustó mucho trabajar como periodista. Mi padre también lo había sido. Cuando hacía reportajes o entrevistas era muy feliz. Pero después me convertí rápidamente en director del diario, lo que fue una tragedia. Además en 1985, aproximadamente, me di cuenta de que había un divorcio entre la narrativa política y la propuesta política. Me decepcioné un poco de la que era mi propia causa. Todavía siendo militante me fui del diario.

–¿Sigue identificado con el Frelimo?
 –En cierto momento, cuando uno es miembro de un partido, ve el mundo de una forma poco crítica. Uno cree que está siempre del lado correcto de la historia. Me parece que la realidad es mucho más compleja que la realidad mágica detrás de una fuerza política. Entonces decidí ser simplemente una persona y no un militante.

–¿Se lo perdonan en el Frelimo?
 –El Frelimo a veces piensa que aún soy parte de él. Tengo una exposición pública, es decir, me presento en conferencias, colaboro con diarios, tengo actividad en universidades. Y tengo también una posición política. Pero no ataco a personas. Lo que quiero es cuestionar ideas, tendencias, comportamientos. No me consideran peligroso. Mozambique ha pasado de ser una colonia a un país soberano. Ha atravesado una guerra civil y ha logrado rencauzar su economía.

–¿Cuáles son los desafíos más urgentes que enfrenta hoy en día?
 –En primer lugar, la paz. La guerra recomenzó a escala reducida. Los mismos bandos de la guerra civil están luchando ahora mismo. La Renamo (Resistencia Nacional Mozambiqueña, opositora al Frelimo) está atacando desde hace unos meses autos, escuelas, hospitales, matando personas, tal como en la guerra civil. Comenzaron nuevamente las conversaciones de paz. La Renamo quiere gobernar en las partes de Mozambique donde obtuvo más votos. Mozambique fue un caso ejemplar. Fuimos capaces de construir una paz verdadera, de reconciliarnos, después de aquel trauma que duró dieciséis años. Y de repente tenemos la guerra a las puertas de casa. Esa es la urgencia principal, porque tiene consecuencias en la ciudadanía, en nuestra esperanza y en la economía, porque nadie invierte en un país en guerra.

–¿Es optimista respecto a África? 
 –Soy un pesimista con esperanza. Ahora con esta gran crisis del capitalismo financiero, las cuestiones de orden tribal, los conflictos fronterizos, la desigualdad social profunda que casi todos los países tienen, van a tornarse dominantes en un momento en que África comenzaba a encaminarse. Países con una buena economía, que estaban tratando de reintegrarse, que tenían una buena asistencia social, con servicios de salud y educación creados por primera vez con seriedad, van a atravesar una crisis. África estaba intentando salir de su herencia colonial. No se vienen tiempos felices.

Fuente original: http://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-311947-2016-10-17.html

jueves, 8 de septiembre de 2016

ENTREVISTA | FERNANDO J. LÓPEZ: “Subestimamos a los adolescentes y su sentido crítico”. Con ‘Los nombres del fuego’, el autor Fernando J. López se aventura a la narrativa transmedia

Somos lo que decidimos y también “aquello que no hemos decidido”, escribe Fernando J. López en El sonido de los cuerpos (Dos bigotes, 2016). Y en Los nombres del fuego (Loqueleo, 2016), primera novela transmedia del autor, la vida de Xalaquia y Abril ha sido decidida por otros. A pesar de que sus mundos —el México azteca del siglo XVI y la España del siglo XXI— parecen tan distantes, separados por cientos de años y miles de kilómetros, las une “la búsqueda de su propia voz en una sociedad que trata de oprimirla, de reprimirla”, asegura.

Para este escritor de novelas juveniles, “cada libro que se lee o se escribe se suma a la identidad del que lo hace”. Considera que los personajes de ficción están tan vivos en nuestra memoria como los reales y hasta ve más verdaderos a la Celestina, Don Quijote o la Maga de Cortázar que a cualquier desconocido en la calle. “Nunca somos la misma persona después de leer un libro”, afirma.

Movido por la idea de escribir una novela que abordara la situación actual de las mujeres, la igualdad entre sexos, y que aportara una visión feminista de la realidad, López (Barcelona, 1977) escribió una “historia tejida de historias” para mostrar las semejanzas que “por desgracia aún se mantienen en dos sociedades aparentemente muy diferentes”. Rodeado de obras en una librería de Madrid, el finalista del premio Nadal 2010 por La edad de la ira, explica que para unir estos dos mundos necesitaba uno que culturalmente tuviera una visión del tiempo más compleja que la lineal: “Los aztecas la tienen, en ese sentido fueron muy adelantados”.

En el Madrid actual, Abril tendrá que descifrar una serie de mensajes escritos con palabras que no entiende, para descubrir sus orígenes. Mientras que el universo de Xalaquia se ve alterado por la llegada de unos extranjeros. Las protagonistas de la historia, que mezcla magia y misterio, acaban de cumplir 16 años y buscan su identidad en un entorno hostil y complicado, como el que el escritor trata en casi todos sus libros “de un modo u otro”. “En este caso está muy asociado con la violencia cotidiana que nos rodea y a la que por desgracia nos hemos habituado”, señala.

López, que con solo 19 años ganó el Premio Joven y Brillante por In(h)armónicos, retrata a unos protagonistas jóvenes pero muy maduros. “Creo que subestimamos a los adolescentes, infravaloramos su sentido crítico”, asegura. Y añade que se ve reflejado en cada uno de sus personajes: “Hay un poco de mí en todos. En todos los libros al final siempre vas dejando algo de ti”.

Abril, Xalaquia, Nico, Marina e Iván no están vivos solo en el papel, sus universos traspasan las cubiertas del libro gracias a la narrativa transmedia, un tipo de relato donde la historia se despliega a diferentes medios y plataformas. En este caso, además de la obra, existe un sitio web, un blog, una cuenta en la red social Instagram y una lista de canciones en Spotify. “Es fascinante continuar escribiendo la novela. Sigue viva mientras haya lectores”, dice el catalán sobre su experiencia en esta clase de narraciones, que también permiten la interacción del público, pues estos pueden enviar sus textos, dibujos y canciones.

Con seres que abordan temas como la sexualidad, el suicidio, el abuso escolar y emocional, Los nombres del fuego, al igual que El sonido de los cuerpos —su novela publicada a principios de 2016—, reivindica la pluralidad, la diversidad y la identidad “concebida desde una manera no normativa”. El autor asegura que “escribe desde la verdad” basado en historias de personas cercanas debido a lo cual “hay personajes y páginas que duelen”.


http://cultura.elpais.com/cultura/2016/08/18/actualidad/1471536451_986679.html

sábado, 9 de abril de 2016

Trumbo, historia de los días del miedo. El episodio de la persecución del guionista es quizá el más conocido de esos años terribles de caza de brujas en EE UU


La historia de la Lista Negra y de los Diez de Hollywood, de las persecuciones de afiliados comunistas o hasta simpatizantes de esa ideología desatada en Estados Unidos con la Guerra Fría, los desmanes enloquecidos y crueles del senador McCarthy y compañía, el miedo, las delaciones y traiciones sufridas y cometidas en esa época y circunstancias han sido un tema recurrente en el cine, el teatro y la narrativa norteamericanos. Hace unos pocos años (2005), George Clooney retomó el asunto para su magnífica película Buenas noches, buena suerte, en la que cuenta la historia de un grupo de periodistas capitaneados por el comentarista de la CBS Edward Murrow y su productor Fred Friendly, quienes se atrevieron incluso a desafiar al poderoso senador que se erigió portavoz de la pureza ideológica de la Unión.

Ahora, a finales de 2015, Jay Roach ha filmado y estrenado el filme Trumbo (con guion de John McNamara), que acabo de ver y que me ha dejado cargado con el dolor del desasosiego, con la sensación terrible de la evidencia de lo que pueden lograr los poderes de la manipulación política, la ortodoxia castrante, la estupidez humana y la envidia cuando se disfrazan de causa mayor al servicio de un pueblo o una nación. De cómo pueden, incluso, condicionar la justicia y, más aún, la verdad. De cómo pueden torcer las vidas de las gentes, y deformarlas, incluso acabarlas.

El episodio de la persecución, represión y marginación personal y artística de Dalton Trumbo es quizás el más conocido entre los muchos casos que se vivieron durante esos años terribles de cacería de brujas en la sociedad norte­americana. Y, como bien se sabe, aquella “limpieza ideológica”, acometida en nombre de la seguridad nacional y los valores americanos, tuvo su manifestación más visible (aunque no la única) en la exclusión de creadores en la industria del espectáculo, aunque su punto (climático) álgido -o culminante- recayó en la ejecución de los Rosenberg, acusados de haber pasado a Moscú los secretos del arma nuclear.

Pero es que lo ocurrido en Hollywood y alrededor de la figura de uno de los grandes guionistas del cine norteamericano se mantiene como una historia pertinente porque sigue siendo un testimonio ejemplarmente dramático, revelador y aleccionador de cómo el extremismo, el fanatismo y la práctica de la ortodoxia, sostenidos desde el poder y con el apoyo de la masa manipulada, puede destrozar carreras y vidas, culturas y sociedades con el aplauso colectivo o, cuando menos, con el silencio cómplice y temeroso. También porque Trumbo es la historia del miedo, esa sensación humana de no encontrar salida, de saberse siempre a expensas de los desmanes de grupos de poder (o de los que se erigen como sus vigilantes más combativos) capaces de hacer al individuo sentirse siempre en peligro real o potencial, por completo a expensas de juicios y condenas dolorosas. Y porque representa la historia de una lección más de que, aun cuando se recupere la justicia y se superen los errores (y los horrores), las heridas sufridas por quienes fueron perseguidos, vilipendiados y reprimidos por sus ideas, gustos, creencias nunca son verdaderamente curadas, porque las cicatrices suelen ser indelebles.

Lo más significativo de la película es que los hechos narrados son típicos de una época pero a la vez universales, y la obra de arte, con sus recursos, potencia esa cualidad amplificadora. A través de una experiencia personal, grupal, propia de una época, se nos habla en este filme conmovedor, generador de indignaciones, de esa devastación a la que puede ser sometida la dignidad humana por los fanáticos que se proclaman dueños de la verdad y la pureza ideológica de una sociedad.

La gran enseñanza del filme, gracias a la historia real que cuenta, es la que revela el personaje de Dalton Trumbo en sus discursos finales: todo el sufrimiento provocado, incluso la sangre derramada, no pudieron demostrar que existiera una verdadera culpa, un solo complot urdido por aquellos que resultaron marginados. También, que el paso del tiempo y el fin de las condenas servían para algo tan importante como reparar la verdad, pero no alcanzaban para borrar los dolores de unas vidas maceradas por largos años. Y, en fin, que las posibles rehabilitaciones — como la de Trumbo y sus colegas, como los centenares ocurridos en Moscú, de vivos y, sobre todo, de muertos— nunca pagan el precio de lo sufrido por las víctimas. Porque la historia, que coloca (muchas veces, no siempre) los procesos y los personajes en su sitio, es una necesaria reparación que llega a los libros, pero difícilmente consigue recomponer las heridas del alma humana.

En un tiempo en que la banalidad artística se impone y en la que se prefiere el olvido a la memoria, obras como Trumbo demuestran algo tan sabido pero cada vez menos considerado como es el compromiso del arte con la sociedad, como vehículo para enfrentarnos dramáticamente a la verdad, como bálsamo para la memoria.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/22/babelia/1458659994_387112.html
http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=5828

lunes, 28 de marzo de 2016

Europa, 1945: literatura tachada. Siempre a medias entre la ficción y la realidad, Pron ha escrito otra novela espléndida entrelazada a un ensayo magistral sobre la perversa alianza de fascismo y modernidad

Patricio Pron ha escrito en su reciente ensayo El libro tachado una historia de aquella parte de la literatura caracterizada “por la interrupción, la inexistencia, la borradura, el silencio, la negación de sí misma”; unas veces, por designio suicida del autor, y otras, por la pulsión destructiva ajena. Y, sin embargo, resulta patente que Pron está a favor de lo escrito, de su necesario conocimiento y sobrevivencia, quizá porque, como argentino de 1975, proviene de una literatura asombrosamente rica pero también reiteradamente tachada. La novela que le dio a conocer en España, El comienzo de la primavera (2010), fue una deslumbrante parábola sobre el valor de lo escrito y, a la vez, sobre las turbias fuentes de la escritura. Un joven investigador argentino, Martínez, recorre toda la geografía de la Alemania reciente en pos de un filósofo, que fue discípulo de Heidegger. Su propósito es dialogar sobre el libro que quiere traducirle —una reflexión sobre la historia basada en la esencial discontinuidad de los hechos y la importancia de la decisión individual—, pero nunca logra sino conocer a testigos contradictorios y, a la postre, recomponer la ejecutoria vergonzosa de su escurridizo autor.

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles vuelve sobre la expresión literaria del fascismo y sobre la búsqueda de una obra tachada y perdida. Por un lado, rastrea los pasos de un legado oculto —las obras del escritor ficticio Luca Borrello, misteriosamente muerto en los días finales de la Segunda Guerra Mundial— y de un infatigable grupo de futuristas de Perugia, que todavía soñaban en 1978 con lo que pudieron llegar a ser. Acudieron a un Congreso Internacional de Literatura Fascista que la República de Salò convocó en Pinerolo, en abril de 1945, y que recibió a escritores de todo el mundo (entre ellos hay una nutrida selección de españoles: Giménez Caballero, Eugenio d’Ors, Luys Santa Marina y Juan Ramón Masoliver), pero que no llegó a celebrarse. El rastreo de aquellas jornadas corre de cuenta de un joven activista de las Brigadas Rojas que en 1978 recoge los testimonios de quienes asociaron fascismo y modernidad y creyeron que el futuro estaría ligado a los desafueros vanguardistas. Sus testimonios sobre el pasado y sobre el imaginario Congreso de Pinerolo, lúcidos a veces, nostálgicos otras, desengañados y hasta cínicos a menudo, ocupan la primera parte del relato.

Siempre a medias entre la ficción y lo real, Patricio Pron ha escrito otra novela espléndida entrelazada a un ensayo magistral sobre la perversa alianza de fascismo y modernidad, que extiende sus raíces letales hasta nosotros. Luego sabemos que el encuestador, el joven Pietro Linden, acabará siendo denunciado a la policía por uno de sus serviciales informantes y que reencontrará en sus pesquisas la historia de su propio padre: un partisano que conoció al de­sa­parecido escritor Luca Borrello. Las páginas más hermosas y conmovedoras de esta novela son precisamente aquellas en las que los dos enemigos potenciales —un escritor sin futuro y un carpintero (el padre de Linden) que lo espera todo del futuro— conviven en un pueblecito de montaña al sur de Turín, escondidos de todos y esperando. Inmediatamente después, un capítulo —fechado en 1947— se presenta como parte de una conferencia anónima que reseña aquellas obras inéditas de Luca Borello que guarda la misteriosa caja de madera que el padre de Linden construyó; Pron ha sabido resumir en ellas todo lo que fue aquella explosión futurista que incendió imaginaciones en la Italia fascista, en la Rusia comunista y hasta en el México de la revolución. Y es que el espíritu de la rebeldía —amasada de sueños, negación y violencia— sopla donde quiere y así llega hasta nosotros, gracias a una novela tan insomne como sus personajes. Por eso, un breve epílogo nos presenta al último de la estirpe de los Linden, heredero del piadoso partisano de 1945 y del hijo terrorista de 1978: se trata de un desnortado okupa milanés de 2014 que, a la vista de una manifestación contra la política laboral del primer ministro Renzi, siente “como el comienzo de algo, algo impreciso al que no se tomará la molestia de poner un nombre (…), incluso el hecho mismo de pensar en ello le parece absurdo”. Y toma un bastón que halla en el suelo para atacar a un policía que se lanza sobre él…

Cuando esto ocurre, cuando el pasado se repite y el futuro se va eclipsando, parece indudable que la mejor solución es escribirlo todo en una novela. Patricio Pron —otra vez en pos de los confusos pasos del siglo XX— ha conseguido en estas páginas el más intenso y complejo de sus libros: sin duda, una de las grandes novelas de los últimos años.

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Patricio Pron. Literatura Random House. Barcelona, 2016. 348 páginas, 20,90 euros.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/14/babelia/1457954473_951237.html

lunes, 7 de diciembre de 2015

Manuel Talens, una persona buena y un excelente escritor. Homenaje al escritor y traductor en la Librería Primado de Valencia

“Con el compromiso político (en la literatura) hay que tener mucho cuidado, porque la línea que separa la exposición de un problema social y el panfleto social es muy delgada y fácil de traspasar. Lo literario es conducir imperceptiblemente al lector para que sea él (o ella) quien saque sus propias conclusiones ideológicas, no que el autor imponga las suyas diciéndole: esto es lo bueno y esto lo malo. En ambos casos la herramienta que transmite el mensaje es el lenguaje y lo que diferencia a un artista de un diletante panfletario es la maestría a la hora de utilizarlo”, afirmaba Manuel Talens.

Fallecido el 21 de julio a los 67 años en Valencia, el escritor y traductor Manuel Talens legó novelas como “La parábola de Carmen la Reina” (1992), “Hijas de Eva” (1997) y “La cinta de Moebius” (2007), además de libros de relatos como “Venganzas” y “Rueda del tiempo”. Tradujo asimismo más de 70 obras relacionadas con la ficción, el cine, el teatro, la psiquiatría o la lingüística. Como coordinador del equipo de traductores de Rebelión.org o en la fundación de Tlaxcala (red internacional de traductores por la diversidad lingüística) contribuyó a horadar el pensamiento único. En la vida de Manuel Talens ocupaban un lugar relevante las causas justas, como las de Palestina o Cuba (en 2008 publicó el libro de ensayos “Cuba en el corazón”).

“Cuando hablo de Manuel Talens lo hago de su escritura”, afirma el escritor y periodista Alfons Cervera, autor de obras como “Las voces fugitivas” o “Todo lejos”, en un acto de homenaje a Talens organizado por la Librería Primado de Valencia. Siempre les juntaron las letras, los libros que uno y otro publicaron, y que después presentaban juntos. Alfons Cervera define a Manuel Talens como una persona de gran cercanía y una inocencia que provocaba mucho afecto en la gente que lo quería. Pero no era una inocencia aséptica, pues en muchas ocasiones resultaba incómoda “para determinada gente, por lo que Manuel decía y escribía” (su relación con la editorial Tusquets y con el diario El País, donde colaboró durante once años, se rompió de manera abrupta). La escritura también les unió a la hora de encontrar motivos literarios. Manuel Talens incorporó paisajes de uno de los libros de Alfons Cervera –“Maquis”- en el relato “María”, sobre un viejo republicano que vuelve al pueblo en busca de un lejano amor. También coincidían en el gusto por las descripciones escatológicas, como el que hizo Manuel Talens sobre Franco en “Venganzas”: la muerte del dictador ahogado en su propia mierda.

“Era una persona buena y un excelente escritor”. Es la caracterización que hace de Talens la escritora Teresa Garbí, autora de libros como “Sakkara”, “El pájaro solitario anida tras el muro” o “Grisalla”. En el plano literario, lo define como a un “gran contador de historias”, influido por clásicos como Cervantes con su “ironía distanciadora”. Otro de sus modelos era el escritor y humorista irlandés del siglo XVIII Laurence Sterne, autor del libro “Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy”. Tenía además una mirada compasiva sobre los personajes, que destilaba una enorme piedad. De estilo impecable, Manuel Talens incluía en sus textos citas de Lorca, el Evangelio (también la irreverencia y parodia de elementos religiosos), un humor escatológico (de ahí las referencias al “coño de la Bernarda” y al “cristo de las cucarachas”) y modos de narrar cervantinos, galdosianos y valleinclanescos.

Pero sobre todo, en sus textos “cuenta los avatares de la vida del pueblo, la explotación de los personajes que viven en la pobreza y la injusticia”, destaca Teresa Garbí. Otro elemento de interés en sus novelas y relatos es el tratamiento de las mujeres. En la novela “Hijas de Eva” (1997) dice uno de los personajes: “Ni monja, ni criada, ni esposa ni puta”. En “La parábola de Carmen la Reina” (1992) aparecen personajes femeninos fuertes, con una personalidad compleja y definida. “Qué importa si no te conviertes en la pintora que querías en tu juventud, tú importas por encima de la tradición y de los hombres”, afirma una de las mujeres en el relato “Venganzas”. Resalta Teresa Garbí que, en el fondo, Manuel Talens era “un gran conocedor del ser humano, sus personajes poseen un humanismo trascendente”.

El periodista y escritor Pascual Serrano mantuvo una relación cercana con Manuel Talens en el periódico digital “Rebelión”, pero también durante los viajes que hicieron a Cuba, las cervezas compartidas, presentaciones de libros y fiestas del PCE. “El mercado hace millonario a alguien cuando le gusta, pero cuando se muere lo ignora; los pueblos en cambio sí recuerdan”, ha afirmado el periodista durante el homenaje organizado por la Librería Primado. Pascual Serrano define a Talens como a un “necio” en el sentido de la canción de Silvio Rodríguez: el niño que quiere seguir jugando a lo perdido. “Dirán que pasó de moda la locura, dirán que la gente es mala y no merece, mas yo seguiré soñando travesuras (acaso multiplicar panes y peces)”, dice la letra del cantautor. Pascual Serrano define al escritor valenciano con tres rasgos: una inocencia y candidez que a veces se volvía intolerable para el poder; una vitalidad y una cultura vasta, a la que se agregaba un interés continuo por aprender; y la solidaridad y sensibilidad con los más débiles. Los niños de la escuela primaria dicen en Cuba “seremos como el Che”. “El mundo sería mucho mejor si muchos fueran necios como Manuel”, remata Pascual Serrano.

El poeta Jenaro Talens, hermano del escritor fallecido, recuerda que un colega docente le invitó a impartir un curso en Canadá, donde Manuel ejercía de médico. “Empecé a reírme a carcajadas de unos textos que casualmente leí, y que finalmente eran de mi hermano”. Con el tiempo se convertirían en una parte de la novela “La parábola de Carmen la Reina”. Se trata de una obra narrativa en la que no hay nada de ficción, “es puro realismo socialista”, destaca el poeta, una novela en la que se incluía el odio a la madre y el amor por la abuela. “Le dije que el texto estaba muy bien, que lo iríamos corrigiendo y así iría avanzando en la escritura hasta terminarlo”. Pero Manuel añadía cada vez más barbaridades, le dijo su hermano, sólo faltaba incluir al coño de la Bernarda y al cristo de las cucarachas. “Y los metió en el libro, siempre le gustaron mucho los chistes escatológicos”, comenta Jenaro.

Conclusa la novela, resultaron 400 páginas sin comas ni puntos y aparte. Pero finalmente hubo que agregar la puntuación para que la editorial Cátedra publicara la primera edición del texto. En la segunda novela de Manuel Talens, “Hijas de Eva”, se mantienen los argumentos escabrosos: dos monjas que se escapan de un convento y organizan una casa de putas. En “La cinta de Moebius” opta el escritor valenciano por la blasfemia: pinta a Dios Padre con mal de Alzheimer. Jenaro coincide en la inocencia de su hermano, de hecho, le decía que formaba parte del Partido Comunista del Niño Jesús. Los dos hermanos aspiraban, desde pequeños, a convertirse en escritores, pero Jenaro siempre tuvo claro que si uno es “radical” escribiendo, no le van a hacer caso. Ese abrumador silencio le llevó a Manuel Talens a, en un momento dado, renunciar al mundo de la novela y dedicarse a la traducción. Cuando murió estaba embarcado en otro libro, “No hay más destino que el deseo”.

“Nadie escapa de sus orígenes a la hora de hablar o escribir, porque el lenguaje no es un vehículo neutro, aséptico, y no es lo mismo ser el hijo de un telegrafista de pueblo, como García Márquez, que nacer en el seno de una familia de ilustre linaje patrio, como Borges, o tener un padre médico, académico y de renombre internacional y una madre lectora asidua de Racine y de Madame de Sévigné, como Proust. Esto que digo no es un juicio de valor, ya que estéticamente García Márquez no tiene nada que envidiar a Borges ni Zola me parece peor que Proust, sino la constatación empírica de que el lenguaje de cualquier autor, a poco que uno bucee en él, es como una fotografía conceptual del estrato socioeconómico del que éste procede”, explicaba Manuel Talens.

Enric Llopis

lunes, 20 de julio de 2015

Kureishi: “Nuestra religión verdadera es el fundamentalismo financiero” “He pasado más tiempo hablando de mis libros que escribiéndolos”, dice Hanif Kureishi. No lo dice como una queja, sino porque, afirma, forma parte de su “trabajo” Con su aire de estrella del pop en zapatillas, pasó por Madrid esta primavera. Su último libro, protagonizado por un furioso narrador de origen indio, se titula ‘La última palabra’

El escritor británico Hanif Kureishi. / BARBARA ZANON


“He pasado más tiempo hablando de mis libros que escribiéndolos”, dice Hanif Kureishi mientras trasiega agua con gas en el bar de un hotel madrileño. No lo dice como una queja, sino porque, afirma, forma parte de su “trabajo”. Hombre de opiniones contundentes, en la conversación encuentra un hueco para preguntar por la salud de los periódicos en España o la opinión de los aficionados madrileños sobre Cristiano Ronaldo, al que adora desde los tiempos del portugués en el Manchester United, su equipo. O, para ser más exactos, su religión. Como en todas las entrevistas de los últimos tiempos, también en esta termina apareciendo Podemos. Con su aire de estrella del pop en zapatillas, pasó por Madrid esta primavera durante La Noche de los Libros. El último suyo, protagonizado por un furioso narrador de origen indio, se titula La última palabra (editorial Anagrama).

Cada tiempo tiene sus grandes temas, y el tema del nuestro es el regreso de la religión como política, dice el protagonista de su último libro. ¿Está de acuerdo? Sí y no. Yo creo que hay dos: uno es el islam; el otro, la supremacía del neoliberalismo. En España lo saben bien, y en Portugal, y en Grecia. De hecho, en todo Occidente. Cómo vive la gente, dónde duerme, cómo sueña incluso, está marcado por el neoliberalismo. En Reino Unido fuimos pioneros en los ochenta con el thatcherismo. Ahora lo vivimos en todo su esplendor.

¿Y cuál es el papel de la religión? Algunos están más preocupados por el islam que por nuestra religión verdadera, que ya digo que es el neoliberalismo, el fundamentalismo financiero. Otra cosa es el terrorismo, y otra, la inmigración, que es uno de los efectos del neoliberalismo. Necesitamos buenas ideas sobre esas dos cosas, no tópicos. Hasta el racismo ha cambiado.

¿Es distinto ahora que en su infancia? Ahora el racismo está mucho más organizado. Está más en el mainstream. Entonces era un fenómeno callejero, ahora Marine Le Pen puede llegar a presidenta de Francia. En el fondo, el racismo se basa en una idea mítica de lo que es un inmigrante. Antes nacía del desprecio hacia el Tercer Mundo, hacia la gente de color. Ahora es fruto de la desesperación de gente que ve que su mundo, sus derechos, su trabajo, su seguridad están siendo destruidos, pero no por la inmigración, sino por el sistema. El capitalismo es una revolución, la más rápida y exitosa que hayamos conocido nunca.

¿Se acabó el multiculturalismo? Es que nunca ha existido. Hemos tenido y tenemos una sociedad monocultural. Solo hay un sistema, ya digo: el neoliberalismo. Yo no veo otro. Lo que hay es una sociedad multirracial hecha de escoceses, ingleses, irlandeses, paquistaníes y lo que sea, pero dentro del mismo sistema. No parece haber alternativa. Bueno, ustedes tienen ese nuevo partido, ¿Podemos? Veremos si tienen otras soluciones. En fin, no es que el multiculturalismo haya triunfado o fracasado, es que todavía no ha empezado.

¿No hay alternativa? Tiene que haberla. Hay muchas formas de capitalismo. Por ejemplo, el sistema en el que yo crecí, basado en los derechos sociales, en un Estado de bienestar fuerte. También teníamos partidos de izquierda… Ya no queda nada. La idea incluso de Estado de bienestar ha quedado arrasada. Vivimos en la precariedad. Mis hijos tienen muchas menos oportunidades de las que yo tuve. Tengo que pagar sus estudios y, además, esos estudios no les van a garantizar un trabajo.

¿En qué momento cambió todo? Con Thatcher, ya digo. Decía ser una patriota. Quería tanto a Inglaterra que destruyó el sistema público de vivienda, los sindicatos… Reagan lo hizo en Estados Unidos. ¿Resultado? Ahora vivimos en un fundamentalismo financiero. Todo se mide en dinero. En Londres ya no quedan más que dos clases sociales: los ricos y sus sirvientes. Ya casi no hay clase media, no se pueden permitir vivir en la ciudad. Lo curioso es que se trata de una ideología que la gente no ve. Promete mucho –fama, éxito, trabajo incluso–, pero no es más que publicidad. ¿Qué hacemos en cuanto tenemos algo de dinero? Ir de compras.

¿Toda la culpa es del sistema? Ir de compras no es obligatorio. Es cierto, pero los que tenían que luchar por los derechos de los débiles se pasaron al otro bando. Tony Blair fue un thatcherista. Ella misma dijo que su mayor éxito había sido Tony Blair. Estaba orgullosa de él.

¿La clase trabajadora se ha vuelto conservadora? Murdoch tuvo mucha influencia, desplazó a todos los medios de comunicación hacia la derecha. Vivimos un tiempo interesante, pero no tengo mucha esperanza: la precariedad, la vuelta de la religión…

¿Cuál era el papel de la religión en su vida cuando era joven? Mi padre y sus hermanos hacían chistes. Veían a la gente religiosa como tú puedes ver a un cura. Sabían que eran hipócritas o tontos. Formaban parte del paisaje. Mis tíos eran de clase media, intelectuales, digamos. Pensaban que la religión estaba muerta y que aquella gente era un chiste. Por eso fue un shock, sobre todo en Pakistán, el regreso del islam. Mi familia no daba crédito porque era gente de la izquierda anticlerical. Ahora mis primos, con los que me crié, se han vuelto muy religiosos, van a la mezquita.

¿Por qué ellos y no usted? Porque en el Tercer Mundo había un agujero ideológico. Bueno, no sé si en todo el Tercer Mundo; en Pakistán, seguro. Nunca iban a ser comunistas, así que necesitaban una ideología que les diera una identidad: eran antiamericanos, antiimperialistas. Fue una ideología que funcionaba en las mezquitas y en la calle porque ya eran musulmanes como usted pueda ser católico, socialmente. Solo hubo que politizarlos. Lo vieron como una solución. Estaban hartos de los británicos primero y de los americanos después, de los occidentales. Se ve a los radicales, pero la mayoría de los musulmanes lo que quieren es libertad, educación, trabajo. Lo que pasa es que no tienen una voz, una representación, no hay un partido laico. Tampoco Occidente ha apoyado a esos partidos, así que no hay otras ideas ni forma de permitir que surjan. El islam lo ha ocupado todo. En el fondo, la mayoría de la gente no es creyente, pasa como en los antiguos países comunistas: tienes que rezar, seguir esas costumbres, decir esto, callar lo otro. La gente lleva una doble vida. De puertas afuera, va cubierta y reza. De puertas adentro, hacen fiestas y toman drogas, y piensan: que les den a los del Gobierno.

¿Va con frecuencia a Pakistán? Fui el año pasado. Hubo un Pakistán que pudo ser próspero, pero todo está destruido. Ahora todo el mundo lleva pistolas. Es como las películas del Oeste. Las mujeres van ­siempre cubiertas, tienen miedo. Se ha destruido el espacio público.

Otro tema que se plantea en su nuevo libro es la vuelta de la figura del padre después de acabar con ella en los años sesenta. Me refería a la idea de autoridad, de obediencia. Es así. Sobre todo en el islam, tienes que obedecer, no hay sentido de la duda o espacio para otras ideas. Es como ver la Fox todo el rato. Pero no es solo autoridad, es sumisión. Eso da a la gente cierto idealismo porque les promete el paraíso. Lo único que tienes que hacer es obedecer, renunciar a la libertad de pensar.

¿Cómo es usted como padre? Soy permisivo y a la vez estricto. Mis hijos pueden hacer lo que quieran, pero tienen que estudiar. No me importa si van a fiestas, tienen relaciones sexuales o se drogan, pero tienen que estudiar y comportarse con educación. Es algo implícito, no hay una regla escrita. Ellos han visto que yo he trabajado duro para ser escritor. Cuesta ser un escritor de éxito, sobre todo si vienes de donde yo vengo. Eso lo saben. Mis dos hijos mayores se van a licenciar ahora en Filosofía. Son gemelos, de 21 años. El otro tiene 17, está terminando la secundaria.

¿Tienen cosas en común con usted? Trato de mantener una relación entre todas las generaciones de mi familia. A todos nos interesa la literatura, la política, esas cosas. Es un vínculo. Es algo así como el Kureishi way of life. Y, por supuesto, tienen que ser del Manchester United.

Incluso viviendo en Londres. Que fuesen del Arsenal sería un pequeño drama. Por suerte, odian al Chelsea [risas]. Cuando hay partido, vemos la tele con las bufandas del Manchester. Es obligatorio. Soy permisivo, pero no tanto.

¿Han leído sus libros? No.

¿Ni han visto sus películas? No creo. Toman distancia.

¿Usted las ha vuelto a ver? Ni loco. Hace poco hicieron en Londres un pase de Mi hermosa lavandería porque se cumplen 25 años del estreno, o 30, ya ni me acuerdo. Estaba todo el mundo, los actores, el equipo, todos. Stephen Frears y yo nos fuimos al bar. Ni se me ocurre volver a verla. No quiero pasarme el rato viéndole los defectos. Prefiero mirar hacia delante.

¿Leyó usted las novelas de su padre? Sí, cuando estaba escribiendo Mi oído en su corazón. Son interesantes porque hablan de cómo era crecer en el Imperio Británico. En Bombay los soldados estaban presentes todo el rato. Les tenían miedo. Cuando llegó la II Guerra Mundial se tuvieron que poner del lado de los británicos contra Hitler. No podían ser a la vez anti y probritánicos. Es muy interesante porque en algún momento todos somos minoría para alguien.

¿Escribió El buda de los suburbios porque sentía que nadie había hablado de ese mundo? Yo había leído mucha literatura inglesa –H. G. Wells, Graham Greene–; también tenía mucha influencia americana: el primer Philip Roth –el de El lamento de Portnoy–, tal vez de Bellow. De Salinger sobre todo. Había leído mucho sobre gente de barrio en Estados Unidos y quería escribir sobre un chaval de barrio, pero en Reino Unido, gente que escuchaba música pop y se drogaba. Y sobre la inmigración. Nunca había leído nada sobre la inmigración en Londres. Bueno, un par de cosas, y alguna buena, pero todas tristes, del tipo “cómo el racismo me arruinó la vida”. El buda de los suburbios es un libro alegre, optimista. Me divertí mucho escribiéndolo. Tuve que inventarme un tono, pero en eso consiste ser escritor, en inventarte una voz en la que quepa todo lo que piensas.

¿Hay ahora un mundo del que nadie esté hablando? Tal vez. Me gustaría leer la novela de un joven español o italiano sobre la crisis, sobre cómo es sentir que no tienes futuro, que la generación de tus padres la cagó, sobre cómo grandes naciones europeas han terminado dirigidas por las instituciones financieras internacionales. O la historia de esos inmigrantes que huyen de África.

En muchas ocasiones van a un país cuya lengua no hablan. No es el caso de los protagonistas de sus libros. Supongo que habrá que esperar. Es cierto. Yo nunca me sentí en un idioma extranjero. Ya en India, mi familia hablaba inglés. El idioma fue una suerte. Si escribes en francés es más difícil que te traduzcan o triunfar en Estados Unidos. Mi hermosa lavandería fue un éxito allí. Y eso que en algunos sitios la pasaron con subtítulos. El éxito de la película me ayudó mucho.

¿Preferiría el Oscar de Hollywood o el Nobel de Literatura? Qué pregunta. Para mí, escribir un guion, una novela o un ensayo es todo lo mismo: escribir, contar una historia. Cuando un director me pide un guion, trato de darle la mejor historia que puedo. Ahora, de hecho, estoy buscando una para el cine y no se me ocurre nada. La verdad es que nunca sabes si se te volverá a ocurrir algo interesante.

El protagonista de La última palabra detesta a Forster y a Orwell, pero adora a Jean Rhys. ¿Comparte sus gustos? El odio, no; el amor, sí. Me encanta Jean Rhys, su fuerza, su melancolía, su crudeza al mismo tiempo; la vida en la calle, en los bares, esos amores fugaces y desgarradores, la precariedad de su vida.

Muy actual. Sí, se podría hacer una buena película con sus historias, ahora que lo pienso. Nunca sabes de dónde te va a venir una idea.

De hecho, cuando parecía que era usted el cronista callejero de los inmigrantes, la fetua contra su amigo Salman Rushdie le llevó a escribir El álbum negro y Mi hijo el fanático. ¿No tuvo miedo? La fetua me hizo pensar en el islam, el radicalismo, la integración, todo eso. No tuve miedo porque nunca blasfemé. No soy tan tonto.

¿Rushdie lo fue? No, no, él escribió un buen libro. No como las caricaturas, que sí eran una tontería.

¿Las danesas? No, las de Charlie Hebdo. Ni siquiera eran graciosas. Salman las ­defendió, y es cierto que uno tiene que defenderlas, pero nunca me parecieron ni graciosas ni inteligentes. Pero yo defiendo su derecho a dibujar lo que quieran. Blasfemar es un derecho, algo muy importante. Yo nunca lo usaría, pero lo defendería siempre. Odio el autoritarismo religioso que te dice lo que puedes hacer o decir, pero los dibujos de Charlie Hebdo no me gustaron. No por motivos morales, sino estéticos: eran muy feos. Y nada inteligentes, como digo. Una provocación facilona. Pero, insisto, defendería en cualquier sitio su derecho a dibujarlos. Eso no me da miedo.

¿Tampoco teme a Naipaul? El escritor que sale en La última palabra se parece a él. Nunca dije que lo fuera o que no lo fuera. Siempre he escrito sobre jóvenes, pero también mis personajes envejecen, ¿no? Ese era un personaje sobre el que me divirtió escribir: un hombre fastidioso, descreído, vanidoso, un loco. Lo iba escribiendo como salía, sin pensar. Me lo pasé muy bien.

¿Ha leído su biografía? Tiene cosas en común con su novela. No leo mucho. Leo sobre todo periódicos, poesía, filosofía para ver si puedo echar una mano a mis hijos. Y como soy profesor de escritura, tengo que leer lo que escriben mis alumnos.

Alguna vez ha dicho que escribir es fácil si sabes cómo.
¿Se puede aprender a escribir?
¿Se puede enseñar?
Escribir es todo un trabajo. Tener éxito, no digamos. Antes hablábamos de Jean Rhys. Piensa en ella y en su fracaso durante años. Contó maravillosamente su trocito de mundo: las calles, los cafés, el alcohol, el amor, el sexo… Tiene una visión personal del mundo, una visión muy fuerte. Eso es lo que necesitas para escribir, y eso lo tienes o no lo tienes. Mucha gente no lo tiene por mucho que haya leído o por muy inteligente que sea. Escribir tiene que ver con eso: una visión del mundo. Puede ser pequeña, pero debe ser personal, única. Y profunda. Y que interese a los demás, claro. Es como un truco de magia. Eso no se puede enseñar.

Usted ha escrito y dirigido. ¿Cómo se traslada esa visión tan personal del mundo a una película? Es muy difícil. Tú vas con tu visión del mundo y tienes que convencer a un director que tiene que convencer a un productor que tiene que convencer a un banquero. Tienes que saber manejar a toda esa gente manteniendo tu visión del mundo. Hay directores que solo tienen la capacidad de gestión, pero no la visión. Tienes que ser una persona excepcional: Hitchcock, o Scorsese, o Woody Allen, o David Lynch.

¿Cómo fue su experiencia en el cine? Me gusta ese mundo, los actores, los rodajes, pero no quiero ser director, quiero ser escritor. Es más fácil. Y, para mí, más divertido.

Siempre habla de divertirse. ¿Cuál fue el libro más duro de escribir? Intimidad. Tenía que ser a la vez directo y distante. ­Tenía que escribir sobre mi ­propia experiencia, sobre lo que me estaba pasando, mi separación, pero tenía que ser un libro. Fue duro. Tenía que escribir ­cosas que odiaba tener que escribir, cosas que normalmente piensas, pero no dices. El amor, el fin del amor. Sabía que mucha gente iba a odiarlo, pero estoy orgulloso de haberlo escrito. No he vuelto a leerlo.

Hace poco vendió sus manuscritos a la Biblioteca Británica. ¿No releyó sus diarios antes de entregarlos? No. Había cientos de cuadernos. Siempre llevo uno encima, como una cámara fotográfica: están llenos de ideas instantáneas que hay que atrapar. En alguno está la primera frase de El buda de los suburbios, tal cual: “Me llamo Karim Amir y soy inglés de los pies a la cabeza, casi”. Se me ocurrió un día y pensé que ahí había algo. En otro están los días en que Salman me iba contando que estaba escribiendo una nueva novela. Era, precisamente, Los versos satánicos. Pero no voy a releer todo eso. Necesitaría otra vida para revisar lo que he escrito en esta. Ni loco. Se estaban pudriendo en mi casa y pensé: que se pudran en la Biblioteca Británica.
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