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miércoles, 15 de marzo de 2017

_--Carlos Zanón: “Mi Carvalho sonará más roquero que bolero”. El escritor barcelonés retomará al mítico detective creado por Vázquez Montalbán.

_--Pepe Carvalho, quizá el detective más paradigmático e internacional de las letras españolas, nacido de la culta melancolía y la inteligente causticidad de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), regresará a las librerías. Se fue en 2004 (Milenio), huyendo de una acusación de asesinato, dando una vuelta al mundo con su inseparable Biscuter, periplo que aprovechó, claro, para criticar la globalización. Pero 14 años después, a principios de 2018, regresará de la mano de uno de los grandes nombres actuales del noire estatal, Carlos Zanón (Yo fui Johnny Thunders, premio internacional Dashiell Hammett 2015), tras un acuerdo entre los herederos de Vázquez Montalbán y Editorial Planeta.

“Si te dejan las llaves de un Ferrari, aunque quizá lo devuelvas abollado, tienes que cogerlas: equivocarte es mejor que no intentarlo”, asegura a este diario el también barcelonés Zanón (1966), con la filosofía que destilan siempre sus personajes. Y también con su determinación última: “Intentaré mantener el alma de Carvalho que le impregnó su autor, pero el libro quiero que sea mío”. Y para todo ello se apoya en los conocimientos que tiene del género y, claro, del instruido y gourmet personaje, del que ahora se está releyendo la casi treintena de títulos que conforman la biblioteca carvalhiana, que convirtieron a Vázquez Montalbán entre los 10 autores españoles más traducidos del mundo. “En muchos rincones de la serie hay fragmentos que no tienen demasiado sentido para la trama policiaca que investiga Carvalho; recuerdo ahora uno en que está enfermo y rememora cómo, de chico, se recuperaba en cama escuchando un serial de radio; eso no nos dice nada del detective, pero sí del escritor: todo personaje es un instrumento del autor para explicarse y para contar un mundo”.

Connotado como pocos detectives (es gourmet, quema libros que no le gustan sin contemplaciones, hipercrítico con la evolución sociopolítica de la ciudad…), Carvalho envejecía con su autor. ¿La resurrección de Zanón, que ayer avanzó La Vanguardia, se hará a partir de flashbacks o lo retomará allí donde lo dejó Vázquez Montalbán? “No voy a atarme demasiado si eso ha de dificultar mi narrativa”, dice esquivo Zanón, con esa reserva introspectiva que rezuman los protagonistas de su último libro, Marley estaba muerto. Pero sí desvela que la novela, que ya ha empezado a escribir, “no enlazará con Milenio” y que “transcurrirá en Barcelona”, ciudad que conoce tan bien como Vázquez Montalbán. Sobre los tics de Carvalho, “cogeré algunos y me desharé de otros”. Pero los seguidores del detective no parece que deban sufrir demasiado. “Creo que me han elegido porque yo también ambiento mi obra en Barcelona, con una mirada determinada sobre la ciudad que no es incondicional, que tiene un punto sentimental porque ve perder escenarios y que está plagada de fantasmas… pero Vázquez Montalbán y yo somos de generaciones diferentes”, sostiene quien rezuma en sus textos mucho del padre de Carvalho en su atención por las clases más desfavorecidas y los desajustes del sistema, pero aún más, el rigor estilístico y el aroma de aventis de escritores como Juan Marsé.

En esa línea, opina Zanón que en la saga Carvalho “hay cosas de la ciudad y de la novela negra de los años 70 y 80 que hoy no tienen sentido: Carvalho ha de resolver crímenes en el siglo XXI; él no conocía internet y su red de confidentes es, hoy, muy increíble”, fija recordando al limpiabotas Bromuro. También cree que la relación con Charo es difícil de sostener: “En los años 70, que Carvalho tuviera como pareja sentimental a una prostituta tenía una carga y un sentido; hoy se ve más raro”. Por ello, descarta que aparezca una hija de Charo, cuya existencia ésta le habría ocultado, tal y como escribió Zanón sobre cómo veía hoy el personaje de Vázquez Montalbán en un artículo el pasado julio; en él, significativamente, defendía que Carvalho tiraría a su chimenea la trilogía Millenium de Stieg Larsson, pero no así su continuación, realizada por David Lagercrantz.

En la propuesta de Zanón, Carvalho estará más o menos decepcionado con el rumbo de la Barcelona y la España actual, “pero seguramente vería con buenos ojos la llegada de la política a la calle y algunos de los presupuestos de la alcaldesa Ada Colau”, lanza quien leyó su primer libro de la serie en el instituto, prestado por un amigo de Secundaria: Los mares del Sur, título que hoy sigue recomendando junto a Los pájaros de Bangkok. Con los años conocería a Vázquez Montalbán en persona, con el que contactó en 1989 para que le presentara, sin éxito, El sabor de tu boca borracha, su primer libro de poesía, género que Zanón aún practica, como demostrará el próximo día 24 la aparición de su poemario Banco de sangre (Espasa). Zanón, además, tiene lista ya nueva novela, Taxi, “la historia de un taxista que sigue una particular ruta, como Ulises, pero que se va deteniendo en mujeres en vez de en islas; no es negra, pero dirán que lo es”. La intención de Zanón es que la salida de esta obra, que aún no tiene editor, no se pegue demasiado con su novela carvalhiana, que podría presentarse en el marco del festival literario BCNegra de Barcelona del año próximo, donde se concede precisamente el premio Carvalho.

Ese evento, pero el de este año, es el que aprovechará Planeta dentro de dos semanas para el relanzamiento que el sello quiere hacer de todas las novelas de Carvalho, en formato bolsillo. Y que arranca ya con Tatuaje, La soledad del mánager, Los Mares del Sur y Asesinato en el comité central. Sólo citarlos, impresiona. Gran responsabilidad para Zanón incrustarse ahí: “Una novela es una ópera, has de sentir cómo suena y el conjunto ha de tener mensaje, misión, no un simple hacer por hacer”. ¿Y cómo suena el Carvalho que ya tiene arrancado? “Será un Carvalho más roquero que bolero”.

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2017/01/12/catalunya/1484221474_959568.html

lunes, 26 de diciembre de 2016

Lisa McInerney: “La clase trabajadora ha sido olvidada en literatura”. La escritora irlandesa publica en español "Los pecados gloriosos", su exitoso debut en narrativa.

Esta es la historia de Maureen, homicida accidental, y la de un puñado de inadaptados de la Irlanda posterior a la crisis de 2008 salpicados por su crimen: traficantes de drogas, prostitutas, alcohólicos y mafiosos que lo son porque en su día tomaron una decisión equivocada. Y es también la historia de una consagración fulminante, la de Lisa McInerney (Galway, Irlanda, 1981), antes bloguera y hoy creadora de todos estos personajes de Los pecados gloriosos, una mujer de origen humilde y risa fácil que sin mucha esperanza se empeñó en ser escritora y parece haber tomado la decisión acertada. Su estreno en narrativa, publicado en España por ADN Alianza de Novelas, ha conquistado este año el Premio Baileys al mejor libro escrito por una mujer, el Desmond Elliott a la mejor primera novela y pronto llegará a la televisión convertida en serie por la propia escritora.

“Escribo sobre gente de clase obrera porque ese es mi origen”, dice durante una entrevista en Madrid. “Y también porque me interesa documentar la vida de aquellos que no son vistos como sujetos literarios, que han sido olvidados en literatura, que se han considerado de segunda clase. El sector editorial es clase media y la literatura, al menos en inglés, se escribe para la clase media y tiende a retratar a la clase media, profesores de universidad, gente con problemas para encontrarse a sí misma… Trata de temas para mí banales si los comparo con lo que veo en la clase trabajadora y hay un peligro de que se conviertan en los únicos”.

El libro, una compleja reflexión sobre los mecanismos de la culpa y el remordimiento, es, en realidad, una enmienda a la totalidad de la autora a su Irlanda natal. Sobre todo, a la omnipresencia de la Iglesia católica y su legado en materia sexual y familiar, que a ella tanto daño le ha hecho. Hija de madre soltera, considerada ilegítima a ojos de la sociedad, McInerney fue criada por sus abuelos en un hogar muy modesto, donde fue hermana de sus tíos, niña en un hogar sin niños. “Siempre he escrito porque siempre he tenido la necesidad de hacerlo. En casa no tenía con quién jugar, así que me refugié en la escritura y ya nunca lo dejé”, recuerda. “Pero tenía muchos prejuicios, ideas equivocadas. Pensaba que para ser escritora debía tener lo menos un máster en el Trinity College. Hace unos años descubrí el mundo de los blogs y me pareció fascinante porque estaban abiertos a cualquiera”.

Corría 2006, McInerney —que había abandonado los estudios de Geografía e Inglés— no parecía tener un futuro muy prometedor e Irlanda vivía días de gloria y gastaba aires de grandeza. La prensa no hablaba de otra cosa que del Tigre Celta. Pero donde los periódicos diagnosticaban un milagro económico que luego resultó ser un fiasco —Irlanda fue uno de los primeros países de la Eurozona en entrar en recesión—, la escritora solo acertaba a ver marginación y pobreza. “Abrí el blog Arse End of Ireland para contar mi Irlanda, completamente diferente de la que nos vendían los medios, que llamaban a comprar segundas viviendas en Portugal... Y también como una forma de encontrar lectores a los que les gustara mi trabajo. Pensé que era una plataforma desde la que poder lanzar una carrera”.

McInerney escribía posts cargados de humor y cinismo con el estómago, sin medir sus palabras, con un lenguaje nada fino que le valió el sobrenombre de The Sweary Lady, la palabrotera. Se hizo con una bolsa de lectores y llamó la atención del mundillo literario. Un buen día, el reputado escritor Kevin Barry le pidió un cuento para una antología que estaba preparando. “No escribía relatos pero a él no podía decirle que no lo hacía, así que escribí uno, gracias a Dios le gustó y lo publicó”, recuerda. “Ahí empezó mi carrera literaria”.

En cierto sentido, Los pecados gloriosos, traducido por Federico Corriente Basús, es la continuación lógica del ya clausurado Arse End of Ireland. Su temática, sus complejos protagonistas, que en algún caso figuran también en las páginas de su segunda novela, The Blood Miracles, que se publicará en abril en inglés... Hay hasta quien ha querido ver similitudes en un lenguaje que sí, es mordaz, pero también mucho más sereno. “Me han dicho que este es un libro muy masculino. ¿Porque habla de delincuencia? ¿Porque se emplean tacos? ¿O porque es muy rápido? ¿Es esa la razón por la que piensan que esto no puede ser escrito por una mujer?”, se indigna. “Si una mujer escribe un libro sobre la familia es un libro doméstico, pero si un hombre escribe un libro sobre la familia es una obra maestra sobre la condición humana. Como en la vida”, sentencia, “en literatura también hay mucho estereotipo”.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/21/actualidad/1482342980_099633.html

Nota:
En España, el tema de la clase trabajadora y su desaparición de la novela lo ha tratado también Isaac Rosa, lo hemos colgado en este blog, vedlo aquí.

martes, 13 de diciembre de 2016

Virtudes del malentendido

Aquello que asimilamos sin esfuerzo no deja rastro

El mejor libro es aquel que no se entiende bien del todo. El pésimo libro será, por el contrario, el que comprendemos de arriba abajo. Aquel que asimilamos sin esfuerzo y línea a línea. Con el primero, los tropiezos desprenden esquirlas o condimentos para la imaginación. Con el segundo, la imaginación queda vacante y el lector se complace, como un haragán, en la dificultad igual a cero.

La frase tan valorada de que “todo el saber está en los libros” (letra de  Vainica Doble) evoca la pasividad del descubrimiento personal y celebra los catones escolares. Pero el libro, como el cuadro, vale la pena si desazona al receptor. Por el contrario, lo demedia (?) si lo tranquiliza,

Lo no entendido hace viajar y estaciona lo que se entiende del todo. De ahí que cuando se habla, como hizo  Estrella de Diego el domingo, en su discurso de ingreso a la Academia, de “malentendido” deba tomarse como una exaltación de la chispa que llega, paradójicamente, de algún punto oscuro en el texto, la pintura o la música.  Las Bellas Artes son tales porque no se dejan ver totalmente en cueros

Los libros al estilo de esas novelas que se tragan de un tirón no dejan rastro alguno. Por el contrario, textos, literarios o no, relativamente complejos convierten ciertas zonas de sombra en ocasionales destellos de inteligencia activa.

Más aún: es imposible disfrutar de algo que se degluta como una porción de obviedad. El “malentendido” es la salsa del conocimiento pero incluso, como decía Lacan (citado por De Diego), constituye la forma idónea de entender. Lo mal entendido es, por carambola, un entendido del mal, y cualquiera sabe de cuánta sabiduría superlativa se halla provista esta película del pensamiento.

No entendemos del todo la obra pero de este modo la obra nos mueve o nos conmueve. No recordamos con precisión las palabras del orador pero entonces la memoria crea su propia cita y produce un objeto nuevo.

El artista ofrece una obra al público pero no para que se acomode a él —característica de los libros o los cuadros vulgares— sino para que lo desequilibre e inquiete en el grado que sea.

De hecho, todas las experiencias importantes de la vida se componen de algún material inesperado o no explicado todavía. La supuesta infertilidad del malentendido filosófico o científico se trasmuta siempre en moléculas, células, y enunciados nuevos.

Políticamente, en fin, el malentendido es lo opuesto a la demagogia. En este último caso oímos aquello que deseamos oír mientras que la revolución, la vanguardia, la creación se componen de objetos inadvertidos con los que choca voluptuosamente la mente. Aquello que es chocante es divertido. Aquello que es raso es funeral.
CORRIENTES Y DESAHOGOS.
Estrella de Diego reivindica los malentendidos discurso aquí.
Lo inteligible y lo bello

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/02/actualidad/1480696449_301482.html

Nota:
Lo expuesto en esta entrada no deja de ser una opinión. La podemos asimilar, en síntesis, a aquello tan antiguo de "La letra con sangre entra". Es lo que ha imperado en la mayoría de la pedagogía en occidente, con el nombre de esfuerzo, dolor, trabajo, en general el producto de algo negativo, producto de un castigo,... Nunca de un disfrute o de un placer. Y no digamos en otros lugares del mundo,...

No obstante, se va abriendo paso, eso sí, muy lentamente, lo que podríamos llamar la pedagogía del disfrute, del estímulo positivo, de la motivación placentera; aprender algo porque nos gusta y nos gusta porque disfrutamos con el nuevo conocimiento, habilidad o actitud. Quién no ha vivido la experiencia de estar en una clase disfrutando del aprendizaje, del nuevo conocimiento o descubrimiento o habilidad que adquirimos y, a veces, también y a la vez disfrutamos del procedimiento o metodología empleada y de la agradable actitud del maestro...

Se ha ido imponiendo en la domesticación de animales, sobre todo perros y caballos (o elefantes). Antes, lo he presenciado en la doma de un caballo, se usaba únicamente el castigo. El dolor causado al animal, y sangraba a base de recibir las heridas de espuelas afiladas. Sin duda, se conseguían que, a pesar de todo el dolor, aprendieran cosas. Pero también aprendían a odiar al domador y en múltiples ocasiones, cuando el animal encontraba la ocasión, coceaba al domador (Hay historias de elefantes que al encontrar a su domador después de años, lo ha matado, de ahí la fama de su memoria, ¡¡tiene memoria de elefante!!).

Recuerdo perfectamente a un domador de unas cuadras del barrio de Triana en Sevilla, en concreto el llamado barrio voluntad construido durante la II República, al que íbamos de niños a verlo trabajar por las tardes. Tenía, el domador, la cara deformada de coces recibidas.

La doma actual consiste en dar, principalmente, estímulos positivos, trozos de manzana, caricias, hablarle con voz cálida y estimulante a la vez que dividir en partes sencillas la tarea a aprender para después ir encadenando lo aprendido en una tarea más compleja.

Nuestra sociedad es castigadora más que premiadora, los castigos crean un mal clima, un deseo de eliminar o evitar la fuente del castigo. El cambio del procedimiento castigador por otros con estímulos positivos, incentivos agradables, supone un cambio de mentalidad, no solo de metodología y supondrá mejorar el clima social.

A lo largo de mi experiencia de vida he disfrutado y aprendido muchísimo con algunos profesores, a la vez que he disfrutado de sus procedimientos o metodología y no he tenido con ellos la sensación de esfuerzo o trabajo. Con otros, he olvidado todo lo aprendido y solo queda el recuerdo de los malos momentos pasados.

Comprendo que en una sociedad que ha sido colonialista y esclavista, el castigo y el dolor, incluso la crueldad, han sido los contravalores hegemónicos que han utilizado para mantener la colonia conquistada y a los colonizados y esclavos, subyugados bajo el poder de la metrópoli o del amo. Sin duda, también los festejos crueles han mantenido esa cultura del castigo como diversión, espectáculo o fiesta, del dominante. Pero, ni es la mejor pedagogía, ni es la que más eficacia o eficiencia tiene. Podríamos seguir hablando de ello largo y tendido.

Existe una película, donde trabaja el actor Robert Redford, El hombre que susurraba a los caballos, donde se ve un ejemplo de aplicación de una doma sin castigo, en este caso una terapia aplicada a un caballo gravemente traumatizado y que parece ya irrecuperable. El domador, R. Redford, es un hombre que lo trata y se relaciona con el caballo como si fuese un humano y a base de estímulos positivos, entre ellos hablándole al oído, y sin aplicarle castigo alguno y, naturalmente, consigue recuperarlo. Consigue ganarlo para la monta, el trabajo, la vida. Es también, sin duda, una metáfora para la vida de muchas personas que han sufrido mucho y estan hartas de esa vida, están deprimidas padecen la indefensión aprendida que estudió el psicólogo Seligman.

viernes, 3 de junio de 2016

La teoría de la equidistancia --fragmento de La Guerra Civil como moda literaria

[…] en numerosos casos se aplica en las novelas sobre la Guerra Civil la teoría de la equidistancia, entendida esta como la proyección de «la imagen de los dos bandos enfrentados, repetida con buenas o malas intenciones a lo largo de los años, [que] alude al odioso postulado de la simetría entre las dos caras de una moneda o entre las dos bordas –las dos bandas– de un barco»[1]. Pero, en efecto, y como sugería Carmen Negrín en las IX Jornadas sobre la cultura de la República, celebradas durante el mes de abril de 2011 en la Universidad Autónoma de Madrid y dirigidas por el profesor Julio Rodríguez Puértolas, «Bando: ¿dos bandos? Un gobierno no es un bando»[2]. La novela española actual, sin embargo, contribuye a reforzar la idea de que el Gobierno legítimo republicano sea considerado un bando, situándolo en una posición de simetría con respecto al bando –ahora sí es de rigor el uso del sustantivo– franquista. No es casualidad encontrar en las novelas afirmaciones encaminadas a apuntalar la idea de que en ambos lados y por igual se cometieron todo tipo de atrocidades.

La teoría de la equidistancia está muy presente en la narrativa española actual y se pone en práctica, por ejemplo, en Soldados de Salamina de Javier Cercas (Tusquets, 2001), cuando sitúa en posición simétrica la muerte de Antonio Machado y el frustrado fusilamiento del escritor y falangista Rafael Sánchez Mazas desde el principio mismo de la novela:

Un día de principios de febrero de 1999, el año del sesenta aniversario del final de la guerra civil, alguien del periódico sugirió la idea de escribir un artículo conmemorativo del final tristísimo del poeta Antonio Machado, que en enero de 1939, en compañía de su madre, de su hermano José y de otros cientos de miles de españoles despavoridos, empujado por el avance de las tropas franquistas huyó desde Barcelona hasta Collioure, al otro lado de la frontera francesa, donde murió poco después. El episodio era muy conocido, y pensé con razón que no habría periódico catalán (o no catalán) que por esas fechas no acabara evocándolo, así que ya me disponía a escribir el consabido artículo rutinario cuando me acordé de Sánchez Mazas y de que su frustrado fusilamiento había ocurrido más o menos al mismo tiempo que la muerte de Machado, solo que del lado español de la frontera. Imaginé entonces que la simetría y el contraste entre esos dos hechos terribles –casi un quiasmo de la historia– quizá no era casual y que, si conseguía contarlos sin pérdida en un mismo artículo, su extraño paralelismo acaso podía dotarlos de un significado inédito [...]. El resultado fue un artículo titulado «Un secreto esencial»[3].

Obsérvese el modo en que Cercas utiliza, de buen seguro de forma intencionada, la palabra «simetría» para establecer un paralelismo entre la muerte de Antonio Machado y el fusilamiento fallido del poeta falangista.

La teoría de la equidistancia coloca en simétrica posición a las víctimas y a sus verdugos, como si a ambas partes del conflicto hubiera que atribuirle la misma responsabilidad. No resulta difícil localizar en las novelas que sobre la Guerra Civil se escriben en la actualidad sentencias del tipo «en esta guerra y posguerra se han cometido muchas atrocidades por ambos bandos. Repito: por ambos bandos», extraída de la novela Donde nadie te encuentre de Alicia Giménez Bartlett[4]; o en Dime quién soy de Julia Navarro: «¿Asesinos? Sí, en este país hay y ha habido muchos asesinos, pero no solo los nacionales, no, también los otros han matado a muchos inocentes»[5]. También Javier Marías habla en Tu rostro mañana de que el terror era el «mismo en ambas zonas, en siniestra simetría demente»[6]. Pero igualar a los verdugos con las víctimas supone falsear la historia por medio de su descripción equidistante, como, contrariamente, el propio Marías afirma en otro lugar de su novela, cuando el protagonista le pregunta a su padre los motivos por los cuales nunca pensó en vengarse de la persona que le delató y que, por culpa de la misma, no solo sufrió años de cárcel, sino que también fue privado del ejercicio de la docencia durante el periodo que duró la dictadura franquista:

…le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. Él habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo[7].

El paso del tiempo en efecto termina borrando las huellas de la Historia, difumina las diferencias, altera la cronología y acaso contribuye a la confusión de las causas y los efectos, como imprime la metáfora de las tres casas distintas pero igualadas con los años en Soldados de Salamina de Javier Cercas:

Sesenta años atrás habrían sido sin duda tres casas muy distintas, pero el tiempo las había igualado, y su aire común de desamparo, de esqueletos en piedra entre cuyos costillares descarnados gime el viento en las tardes de otoño, no contenía una sola sugestión de que alguien, alguna vez, hubiera vivido en ellas[8].

El tiempo borra las huellas y dificulta la tarea de discernir entre las causas y los efectos, entre las víctimas y sus verdugos. Parece que la novela española actual que convierte la Guerra Civil en materia novelable participa de dicha confusión equidistante. La inculpación y la exigencia de responsabilidad a «los unos y los otros» por la tragedia desatada es un tema recurrente en nuestra literatura guerracivilista. El historiador Francisco Espinosa Maestre, en su ensayo El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha, donde desmonta las teorías construidas por la historiografía revisionista actual sobre la Guerra Civil, saca a colación el modo en que la teoría de la equidistancia es empleada por Lorenzo Silva, autor de Carta blanca (Espasa, Calpe, 2004), cuando el novelista dice, en relación con la ocupación de Badajoz, que su novela «refleja el heroísmo y la infamia de los dos bandos. Los republicanos fusilaron, por ejemplo, a jubilados; y la represión nacional fue inhumana; pero entre sus filas hubo quien se jugó el tipo». Ante una proposición de este tipo, Espinosa Maestre no puede sino apuntar:

Ahora resulta que los republicanos fusilaron a jubilados y que los fascistas se jugaron el tipo [...]. Y ya como colofón, y tras decir que en el palacio de congresos que se ha construido en lo que fue la plaza de toros de Badajoz, convendría que «haya un recuerdo de lo que significó aquello», Silva el ecuánime repite: «También vi que en el baluarte de Trinidad hay un monumento a los héroes de la Legión. Esto está bien porque fue gente que se dejó el pellejo; pero cabría colocar otro monumento a los carabineros que lucharon por la República en la ciudad». Parece que no importa nada que unos se dejaran el pellejo defendiendo la democracia y otros el fascismo. Por lo visto el tiempo todo lo iguala. Por esta regla de tres Europa estaría cuajada de monumentos a los nazis que se dejaron el pellejo... [9]

Ante reconstrucciones del pasado de este tipo, es de rigor esgrimir que situar en el mismo plano de responsabilidad a un gobierno legítimo y a los golpistas que atentan contra su legalidad responde, como afirma Serge Salaün, a una insidiosa maniobra revisionista:

Desde hace algunos años se propaga una nueva manera de enfocar la literatura y la cultura de la guerra de España, alrededor del dogma de la «equidistancia». El punto de partida se sitúa a mediados de los años ochenta cuando, después de la Transición y asentada la democracia, se pretende enfocar la historia de la guerra hacia perspectivas menos partidarias, menos doctrinarias y, sobre todo, menos maniqueas. Como si el fantasma de la guerra o de la dictadura fuera ya inofensivo, como si la visión supuestamente primitiva y drástica entre «buenos» y «malos» necesitara matizarse o suavizarse, hacia unas posiciones más humanas de perdón, reconciliación u olvido de un pasado que se quiere superado[10].

Más adelante señala Salaün que la teoría de la equidistancia no solamente produce y legitima «cierta reescritura sesgada de la Historia, o ciertas omisiones»[11] debido a que «la doctrina del “justo medio” encaja mal con la realidad social, ideológica y política»[12]; pero además, advierte sobre la peligrosidad política que conllevan este tipo de lecturas (o de reescrituras) de la Historia al señalar que «suele ser el terreno abonado para empresas ideológicas solapadas de rehabilitación de este pasado dictatorial, presentado como ominoso durante más de una década»[13]. […]

Resulta innegable la existencia de una violencia desmesurada y descontrolada en la zona republicana –producida sobre todo durante los primeros meses de la contienda– que la literatura fascista se apresuró en calificar de «terror rojo». Y acaso es de rigor no mirar hacia otro lado. Pero para comprender en su completa dimensión histórica este episodio dramático de nuestra guerra, tiene que entenderse, en primer lugar, que la violencia fue desencadenada por –o mejor: fue una reacción lógica de– la violencia que se inició tras el golpe de Estado. Y, como apunta José Luis Ledesma, «el atronador y dramático contexto en el que las matanzas tuvieron lugar no disculpa, pero sin él nada resulta inteligible»[14]. En segundo lugar, también es de rigor señalar que, si bien es incuestionable la veracidad de este episodio histórico perteneciente a la Guerra Civil española, también es cierto que la violencia registrada en la zona republicana fue inmediatamente atajada por las instituciones gubernamentales republicanas en un intento de enderezar el rumbo y recuperar el mando de la situación. El papel que asume el Estado republicano frente a la violencia cometida en su zona, en su intento de limitar la violencia espontánea, constituye el rasgo distintivo que hace que medie un abismo entre el denominado «terror rojo» y el «terror blanco» producido en las zonas conquistas por los rebeldes. De esta opinión es Paul Preston:

Naturalmente, las atrocidades no se limitaron a la zona rebelde. Especialmente a principios de la guerra, hubo oleadas de asesinatos de curas y sospechosos de ser simpatizantes fascistas [...]. Sin embargo, si hubo una diferencia en los asesinatos en las dos zonas, esta yace en el hecho de que las atrocidades republicanas solían ser obra de elementos incontrolables, en unos días en que se habían sublevado las fuerzas del orden[15].

Del mismo modo, Herbert R. Southworth afirma:

Sabemos que los líderes de la República condenaron la violencia de sus partidarios, y en algunos casos lograron limitarla. También sabemos [...] que, al revés que en el campo republicano, la matanza se convirtió en la España de Franco en una forma de vida durante toda la guerra y muchos años después [...]. Contra estas matanzas, ningún falangista levantó la voz de protesta, ni un requeté, ni un general franquista, ni un sacerdote, ningún abad mitrado, obispo, cardenal o nuncio se indignaron[16].

Y más adelante sostiene el historiador norteamericano lo que sigue:
Los asesinatos se perpetraron en la España republicana cuando los hombres que había jurado defender la ley y el orden renegaron de su palabra, abandonaron al Estado y se alzaron para fomentar una rebelión, dejando las calles a una multitud vengativa y furiosa cargada de razón [...]. Por el contrario, las matanzas en la zona rebelde [...], fueron organizadas con método, firmadas por los militares y bendecidas por la Iglesia, y fueron mucho más numerosas[17].

En definitiva, y como afirma Ángel Viñas en su libro:
Si en la zona republicana el Estado apenas si existió de facto en los primeros meses de la guerra, aunque nunca se desplomó totalmente, una de las claves sobre las que se asentó el proceso de recuperación paulatina de su autoridad fue, con el ejército y la economía, el «orden público». Esto se reflejó en la voluntad de retirar la administración de la violencia a los micropoderes y grupos armados que la aplicaban a su aire [...]. La correspondencia entre la progresiva reconstrucción del Estado y el descenso de las atrocidades es, a mi entender, incuestionable por más que se manifestara con distinta velocidad[18].

Dicho lo cual, no es de recibo seguir sosteniendo una visión de la Guerra Civil española desde una perspectiva equidistante. Tratar de igualar y de situar en el mismo nivel de responsabilidad a quienes atacaron a un sistema legítimo y democrático y a quienes, por el contrario, sufrieron la agresión de un golpe militar fascista no puede sino tildarse de tergiversación –consciente o inconsciente– de la Historia. En este sentido, hacemos nuestras las palabras de Alberto Reig Tapia:

Una violencia era de signo defensivo ante el asalto al poder legítimamente establecido y, la otra, era de carácter ofensivo empezando por poner en peligro uno de los principios esenciales de toda sociedad civilizada: la seguridad jurídica. Conviene, además, recordar que todo código penal admite eximentes en caso de legítima defensa y agravantes en caso de agresión indiscriminada. Se trata de una cuestión cualitativa fundamental en torno a la cual giran todas las demás, pero de la que no puede prescindirse[19].

David Becerra Mayor // "La teoría de la equidistancia", La Guerra Civil como moda literaria, Madrid, Clave Intelectual, 2015, págs. 203-229.
[1] Andrea GREPPI, «Los límites de la memoria y las limitaciones de la Ley. Antifascismo y equidistancia», en José Antonio Martín Pallín y Rafael Escudero Alday, Derecho y memoria histórica, Madrid, Trotta, 2008, p. 107.
[2] Carmen NEGRÍN, «La memoria revisitada», en Julio Rodríguez Puértolas (coord.), La República y la cultura, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012, p. 124.
[3] Javier CERCAS, Soldados de Salamina, Barcelona, Tusquets, 2001, p. 23.
[4] Alicia GIMÉNEZ BARTLETT, Donde nadie te encuentre, Barcelona, Destino, 2011, p. 96.
[5] Julia NAVARRO, Dime quién soy, Barcelona, Plaza & Janés, 2010, p. 418.
[6] Javier MARÍAS, Tu rostro mañana. Fiebre y lanza, Madrid, Alfaguara, 2002, p. 175.
[7] Ibid., p. 186.
[8] Javier CERCAS, Op. cit., 2001, p. 71.
[9] Francisco ESPINOSA MAESTRE, El fenómeno revisionista o los fantasmas de la derecha, Cáceres, Del Oeste, 2005, p. 60. Los fragmentos de Lorenzo Silva están extraídos de El Periódico de Extremadura (2 de junio de 2004).
[10] Serge SALAÜN, «Romances y romanceros de la guerra», en Manuel Aznar Soler et al. (eds.), València, Capital cultural de la República (1936-1937). Congrès Internacional, Universitat de València, 2008, p. 304.
[11] Ibid., p. 304.
[12] Ibid., p. 305.
[13] Ibid., p. 304.
[14] José Luis LEDESMA, «Una retaguardia al rojo. Las violencias en la zona republicana», en Francisco ESPINOSA MAESTRE (ed.), Violencia roja y azul, Barcelona, Crítica, 2010, p. 231.
[15] Paul PRESTON, La Guerra Civil española, Barcelona, Random House Mondadori, 2000, pp. 91-92.
[16] Herbert R. SOUTHWORTH, El mito de la cruzada de Franco, Madrid, Debolsillo, 2008, pp. 232-233.
[17] Ibid., p. 310.
[18] Ángel VIÑAS, La soledad de la República, Barcelona, Crítica, 2006, p. 183.
[19] Alberto REIG TAPIA, Violencia y terror, Madrid, Akal, 1990, pp. 14-15.

lunes, 28 de marzo de 2016

Europa, 1945: literatura tachada. Siempre a medias entre la ficción y la realidad, Pron ha escrito otra novela espléndida entrelazada a un ensayo magistral sobre la perversa alianza de fascismo y modernidad

Patricio Pron ha escrito en su reciente ensayo El libro tachado una historia de aquella parte de la literatura caracterizada “por la interrupción, la inexistencia, la borradura, el silencio, la negación de sí misma”; unas veces, por designio suicida del autor, y otras, por la pulsión destructiva ajena. Y, sin embargo, resulta patente que Pron está a favor de lo escrito, de su necesario conocimiento y sobrevivencia, quizá porque, como argentino de 1975, proviene de una literatura asombrosamente rica pero también reiteradamente tachada. La novela que le dio a conocer en España, El comienzo de la primavera (2010), fue una deslumbrante parábola sobre el valor de lo escrito y, a la vez, sobre las turbias fuentes de la escritura. Un joven investigador argentino, Martínez, recorre toda la geografía de la Alemania reciente en pos de un filósofo, que fue discípulo de Heidegger. Su propósito es dialogar sobre el libro que quiere traducirle —una reflexión sobre la historia basada en la esencial discontinuidad de los hechos y la importancia de la decisión individual—, pero nunca logra sino conocer a testigos contradictorios y, a la postre, recomponer la ejecutoria vergonzosa de su escurridizo autor.

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles vuelve sobre la expresión literaria del fascismo y sobre la búsqueda de una obra tachada y perdida. Por un lado, rastrea los pasos de un legado oculto —las obras del escritor ficticio Luca Borrello, misteriosamente muerto en los días finales de la Segunda Guerra Mundial— y de un infatigable grupo de futuristas de Perugia, que todavía soñaban en 1978 con lo que pudieron llegar a ser. Acudieron a un Congreso Internacional de Literatura Fascista que la República de Salò convocó en Pinerolo, en abril de 1945, y que recibió a escritores de todo el mundo (entre ellos hay una nutrida selección de españoles: Giménez Caballero, Eugenio d’Ors, Luys Santa Marina y Juan Ramón Masoliver), pero que no llegó a celebrarse. El rastreo de aquellas jornadas corre de cuenta de un joven activista de las Brigadas Rojas que en 1978 recoge los testimonios de quienes asociaron fascismo y modernidad y creyeron que el futuro estaría ligado a los desafueros vanguardistas. Sus testimonios sobre el pasado y sobre el imaginario Congreso de Pinerolo, lúcidos a veces, nostálgicos otras, desengañados y hasta cínicos a menudo, ocupan la primera parte del relato.

Siempre a medias entre la ficción y lo real, Patricio Pron ha escrito otra novela espléndida entrelazada a un ensayo magistral sobre la perversa alianza de fascismo y modernidad, que extiende sus raíces letales hasta nosotros. Luego sabemos que el encuestador, el joven Pietro Linden, acabará siendo denunciado a la policía por uno de sus serviciales informantes y que reencontrará en sus pesquisas la historia de su propio padre: un partisano que conoció al de­sa­parecido escritor Luca Borrello. Las páginas más hermosas y conmovedoras de esta novela son precisamente aquellas en las que los dos enemigos potenciales —un escritor sin futuro y un carpintero (el padre de Linden) que lo espera todo del futuro— conviven en un pueblecito de montaña al sur de Turín, escondidos de todos y esperando. Inmediatamente después, un capítulo —fechado en 1947— se presenta como parte de una conferencia anónima que reseña aquellas obras inéditas de Luca Borello que guarda la misteriosa caja de madera que el padre de Linden construyó; Pron ha sabido resumir en ellas todo lo que fue aquella explosión futurista que incendió imaginaciones en la Italia fascista, en la Rusia comunista y hasta en el México de la revolución. Y es que el espíritu de la rebeldía —amasada de sueños, negación y violencia— sopla donde quiere y así llega hasta nosotros, gracias a una novela tan insomne como sus personajes. Por eso, un breve epílogo nos presenta al último de la estirpe de los Linden, heredero del piadoso partisano de 1945 y del hijo terrorista de 1978: se trata de un desnortado okupa milanés de 2014 que, a la vista de una manifestación contra la política laboral del primer ministro Renzi, siente “como el comienzo de algo, algo impreciso al que no se tomará la molestia de poner un nombre (…), incluso el hecho mismo de pensar en ello le parece absurdo”. Y toma un bastón que halla en el suelo para atacar a un policía que se lanza sobre él…

Cuando esto ocurre, cuando el pasado se repite y el futuro se va eclipsando, parece indudable que la mejor solución es escribirlo todo en una novela. Patricio Pron —otra vez en pos de los confusos pasos del siglo XX— ha conseguido en estas páginas el más intenso y complejo de sus libros: sin duda, una de las grandes novelas de los últimos años.

No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Patricio Pron. Literatura Random House. Barcelona, 2016. 348 páginas, 20,90 euros.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/14/babelia/1457954473_951237.html

viernes, 9 de octubre de 2015

Lydie Salvayre: “En Francia se censura todo lo que sea popular”. ÁLEX VICENTE. La autora francesa relata la historia de juventud de su progenitora, exiliada republicana, en ‘No llorar’, ganadora del Goncourt.

Lydie Salvayre (Autainville, Francia, 1946) llevaba años intentando dar forma de novela a la historia vivida por su madre, quien fue una joven catalana tentada por la aventura libertaria en los años previos a la Guerra Civil, cuando se instaló con su hermano anarquista en Barcelona. Allí viviría su primera historia de amor y participó en la efervescencia revolucionaria antes de emigrar a Francia. Lo consiguió al leer Los grandes cementerios bajo la luna, donde el escritor católico y monárquico Georges Bernanos expresa su desazón respecto a las atrocidades cometidas por el bando nacional, al que en un principio dio apoyo y en cuyas tropas combatía su propio hijo. La condena le valdría ser expulsado del partido ultraderechista Acción Francesa.

“Mi madre murió hace siete años, pero nunca me acababa de decidir a contar su historia. La lectura de Bernanos me despertó. Fue como si me dieran un puñetazo”, afirma Salvayre en su domicilio parisino, una casita de dos plantas pegada al cementerio de Père-Lachaise. Del enfrentamiento entre el relato de juventud de su madre y el remordimiento expresado por Bernanos, dos personajes en las antípodas que acaban encontrándose en un terreno común, surgió No llorar (Anagrama), con la que el año pasado ganó el premio Goncourt, el más importante de las letras francesas.

En el libro, la autora reproduce el habla de su madre, una mezcla de español y francés donde no faltan las incorrecciones y barbarismos, y que la autora vincula al frañol, lengua oficial de los cerca de 500.000 exiliados republicanos en el país vecino. Salvayre ha querido dignificarla. “De pequeña me daba vergüenza oír cómo hablaba mi madre, pero ahora me apasiona. Al hacerme mayor entendí que, en lugar de estropear el francés, lo convertía en algo más poético y más divertido”, expresa. “Detrás de mi escritura también se halla una cuestión política. ¿El francés debe seguir siendo una lengua pura, o las palabras surgidas del exilio tienen derecho a introducirse en ella?”. No hace falta preguntarle por qué opción se decanta la autora, consagrada al fin tras publicar veinte novelas respetadas por la crítica y traducidas a una veintena de idiomas.

La autora habla igual que escribe: una palabra en español por cada cuatro en francés. En la traducción al castellano, a cargo de Javier Albiñana, los fragmentos en español han sido transcritos en negrita para que el lector español se haga una idea de esta lengua híbrida, inhabitual en la narrativa francesa, menos abierta al mestizaje que otras tradiciones literarias. Existen numerosos ejemplos de autores que se sirven del spanglish, como Sandra Cisneros o Junot Díaz, sin contar con la literatura poscolonial de la esfera anglosajona, donde la lengua dominante suele aceptar préstamos de la dominada. En francés, en cambio, los casos no abundan. “Es verdad. Francia es un país donde, a partir de la creación de la Academia Francesa en el siglo XVII, se censura todo lo que sea popular, como si fuera una mancha que borrar”, afirma Salvayre. “Frente a la rigidez de ese modelo, lo extranjero es percibido como una amenaza”.

Sin ir más lejos, cuando ganó el Goncourt, el crítico literario Bernand Pivot, presidente del jurado, le dedicó elogios pero apuntó que en el libro había “demasiado español”. “Todavía nos gobierna esa exigencia de hablar como es debido”, responde Salvayre. “A mí me han tildado mil veces de vulgar por introducir tacos en mis novelas”.

Puede que la literatura no haga más que reflejar la rigidez y la exigencia del modelo de integración francés, que requiere una asimilación casi total. El propio nombre de la autora lo revela. Sus padres la llamaron Lidia. En el registro civil, su nombre es Lydie.

La autora tuvo, durante años, sentimientos encontrados respecto a esa herencia familiar. “Hasta las adolescencia, las historias de la guerra me aburrían sobremanera”, reconoce. Salvayre creció en Auterive, pequeña localidad cercana a Toulouse, junto a una comunidad de exiliados en la que “se organizaban grandes comidas, se contaban chistes verdes y nadie se compraba muebles”, porque todo el mundo creía que terminaría volviendo a la patria abandonada. Cuando llegó al colegio, recuerda haber sido ridiculizada por hablar igual que sus padres y equivocarse sistemáticamente con el género de los artículos, ese tic del que todo expatriado nunca se desprende del todo. “Pero ese sentimiento de vergüenza fue un motor. Me afectó al orgullo y me impulsó a demostrar que podía hablar y escribir tan bien como cualquiera”, afirma. A veces, ese absurdo sentimiento de inferioridad vuelve a aparecer. “Lo detecto en las cenas burguesas, donde me veo paralizada por miedo a no tener las maneras adecuadas en la mesa o a decir algo que me deje en evidencia”, admite.

En Francia, su padre trabajó de albañil. Fue un comunista estalinista “hasta el día de su muerte”, que no dudó en abofetear a sus tres hijas si osaban criticar a la Unión Soviética. Si Salvayre prescindió de su apellido de soltera, Arjona, para escribir, fue como rebelión a ese padre autoritario. La protagonista del libro es, sin embargo, su madre. “Quise dejar por escrito las historias que me contaba, más teñidas de alegría que de desgracia. Mi único lamento es que no haya podido ver este éxito. Estaría muy orgullosa, pese a que la literatura le diera totalmente igual. Pero eso me gustaba: era lo opuesto a esos intelectuales de Saint-Germain para quien la literatura es el centro del universo”, sostiene. “En cambio, mi madre siempre estuvo muy orgullosa de que fuera médico”. Salvayre trabajó durante décadas como psiquiatra infantil y juvenil en la periferia de París, donde sus pacientes de origen magrebí y turco hablaban una lengua bastarda emparentada con la de su familia.

Para Salvayre, el Goncourt no era un objetivo en sí. “Muchos de mis escritores favoritos no lo tienen, como Samuel Beckett o Claude Simon. Reconozco que no está nada mal tenerlo, porque el número de tus lectores aumenta increíblemente”, afirma. Tras obtener el premio, No llorar pasó de los 20.000 ejemplares vendidos a más de 400.000. “A la vez, cuando firmo libros, ahora veo en la cola a gente que no viene a comprar una novela, sino una marca. Es algo nuevo para mí, y reconozco que me molesta”, concluye.

Ecos en el presente

Para Salvayre, su novela describe un mundo pasado que resuena en el presente. “Ahí siguen el nacionalismo abyecto, el fanatismo religioso, la cobardía de Europa y el drama del exilio”, dice la autora. “Todos los exilios no son iguales, pero sí expresan el mismo dolor”. A Salvayre también sigue los últimos movimientos en la política española. “Más allá de Podemos como partido, me interesa que surjan movimientos sin líder, manifestaciones formadas por personas de perfiles e intereses distintos”, afirma. “No se trata de esperar una gran revolución que no llegará, sino de actuar de manera concreta y efectiva. No sé qué dará de sí, pero reconozco que me gusta. Reconozco en esos movimientos una forma de libertarismo”.

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/04/actualidad/1443981484_842999.html

domingo, 4 de octubre de 2015

La escritura dentro de la vida. 'Una mujer con atributos' deslumbra por el retrato del dolor que generó el macarthismo.

 Lee las primeras páginas de 'Una mujer con atributos'

Pertenezco a una generación que aún era demasiado joven para disfrutar de la edición de Pentimento de Argos Vergara en 1979. Me acuerdo de que a mi madre le entusiasmó el libro. También por aquellos años estrenaron Julia (1977), la película de Fred Zinnemann protagonizada por Vanessa Redgrave y Jane Fonda, que se basa en uno de los capítulos más sobrecogedores de Pentimento: Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905- Martha's Vineyard, 1984) descubre al lector que el Holocausto no fue sólo una masacre de judíos, sino también de socialistas, comunistas y católicos disidentes. Para empezar y para que nadie se confunda con la posible ambigüedad de las reseñas (o de los reseñistas), diré que tras leer Una mujer con atributos, estas memorias que incluyen Una mujer inacabada y Pentimento, ya avanzado el siglo XXI, siento algo próximo a la fascinación. No me importa que el adjetivo sea inmoderado, porque mi deslumbramiento se asienta en muchas razones: el retrato de una época, el autorretrato de una mujer, pero sobre todo la capacidad de la autora para hablar de lo más importante como si no estuviera haciéndolo. El macartismo, clave temática, se aborda casi como un tabú y, en esa aproximación tangencial y a la vez intensa, medimos todo el dolor que causó a quien escribe esa vorágine represiva de delaciones y brutalidad ideológica. El macartismo siempre está presente, pero de manera esquinada: quedan a la vista las cicatrices, las marcas, los queloides. Algo parecido sucede con la monumental presencia de Dashiell Hammett, que incluso está cuando no está, y cuya muerte permea cada página de estas memorias exhaustiva, inevitable, rencorosamente. Hammett es héroe y borracho; compañero de vida; un enfermo y el más fuerte de los hombres; preso político; uno de esos misántropos de cuyo amor nos enorgullecemos porque no aman con facilidad y nos hacen sentirnos elegidos. Hammett es enunciador de sentencias memorables y mantiene con Lilly ese tipo de diálogos violentos y seductores que caracterizan la novela negra. Vida, escritura, escritura dentro de la vida. Hammett es el ojo que importa, mientras se vive, en su observación, microscópica o a distancia, de las evoluciones de Lilly. Lector de las acciones —obras, deriva política, afectos— de Lillian Hellman, pero imposible lector de sus memorias: la culpa la tiene el desgarro del encarcelamiento y la muerte.

En Una mujer inacabada y Pentimento, Hellman construye una identidad de refilón, bajo la veladura, escribiendo sobre los muertos, pero sin dejarse llevar por lamentaciones elegiacas. Tampoco se deja llevar por la nostalgia ni por los tópicos sobre la feminidad ni sobre ciertos comportamientos literarios. Su enfoque de la infancia y del mecanismo del recuerdo se define por lo antisentimental: "… las frases que empiezan con me acuerdo duran demasiado para mi gusto…". La prosa —en relieve— no recurre a la excusa psicoanalítica: "… las historias de niñez rara vez son creíbles". La mujer es la mujer que se hace en un lugar lejano al ensimismamiento pese al tono convencionalmente introspectivo de las memorias. Hellman se perfila en sus raíces familiares, en sus amores sin romanticismo, en su actividad teatral, en lo que le pagan por sus trabajos y en sus convicciones políticas: la experiencia de nuestra Guerra Civil, las visitas a la URSS, su visión de una reblandecida clase obrera estadounidense y la militancia como pose estética por parte de las clases privilegiadas frente al reaccionarismo y el miedo de los que deben liberarse (más que ser liberados) son preocupaciones de Una mujer con atributos: Hellman, cosmopolitizada señorita del Sur, expresa la tensión y la lucha raciales a través de su vínculo de dependencia y resentimiento —calor y distancia— con sus criadas negras, Sophronia y Hellen.

Hay más vuelo literario, un imaginario poético más potente —la tortuga que no acaba de morir, Bethe desnuda al lado de las cuerdas de tender— en Pentimento, casi una colección de relatos, que en Una mujer inacabada. Puede que Pentimento se escriba en un registro más íntimo y simbólico, mientras que Una mujer inacabada sea una pieza más informativa: por allí desfilan Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Eisenstein, Norma Shearer, William Wyler o el genial Nathaniel West, una acumulación de nombres que hace vivir a los lectores un efecto Midnight in Paris, a lo Woody Allen: pese a las imposturas del mito y el valor publicitario de las iconografías, no cualquier tiempo pasado fue mejor… Una mujer inacabada es el marco que nos permite entender Pentimento. Una mujer inacabada habla de la corrupción de la utopía comunista y a la vez del anticomunismo que corrompió la idea de dignidad.

Ni la mirada ni las reflexiones de Hellman son vulgares. Tampoco su sentido del humor. Cuenta una anécdota de Jean Harlow; la mítica rubia le dice a su mayordomo: “Abra la ventana y deje entrar una menudencia de aire”. Sensacional. La frivolidad. El léxico como apariencia o simulacro. Un mundo y un lenguaje en los que, al fondo del lienzo descubrimos el perfil de una mujer que no escribe para pedir perdón —solo un poquito a su amiga Dorothy Parker—; de una hija única que se creía muy lista; de una dramaturga excelente… Hellman es un pentimento que paradójicamente no se arrepiente; sus textos, limpios, precisos y sutiles en su habilidad para pautar el tiempo de la narración, conforman la imprescindible veladura, la transparencia bajo la que se esconde el trazo original.

Una mujer con atributos. Lillian Hellman. Traducción de Mireia Bofill y Marta Pessarrodona. Lumen. Barcelona, 2014. 576 páginas. 24,90 euros (electrónico: 10,99 euros)
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/19/babelia/1416400703_201529.html

lunes, 20 de julio de 2015

Kureishi: “Nuestra religión verdadera es el fundamentalismo financiero” “He pasado más tiempo hablando de mis libros que escribiéndolos”, dice Hanif Kureishi. No lo dice como una queja, sino porque, afirma, forma parte de su “trabajo” Con su aire de estrella del pop en zapatillas, pasó por Madrid esta primavera. Su último libro, protagonizado por un furioso narrador de origen indio, se titula ‘La última palabra’

El escritor británico Hanif Kureishi. / BARBARA ZANON


“He pasado más tiempo hablando de mis libros que escribiéndolos”, dice Hanif Kureishi mientras trasiega agua con gas en el bar de un hotel madrileño. No lo dice como una queja, sino porque, afirma, forma parte de su “trabajo”. Hombre de opiniones contundentes, en la conversación encuentra un hueco para preguntar por la salud de los periódicos en España o la opinión de los aficionados madrileños sobre Cristiano Ronaldo, al que adora desde los tiempos del portugués en el Manchester United, su equipo. O, para ser más exactos, su religión. Como en todas las entrevistas de los últimos tiempos, también en esta termina apareciendo Podemos. Con su aire de estrella del pop en zapatillas, pasó por Madrid esta primavera durante La Noche de los Libros. El último suyo, protagonizado por un furioso narrador de origen indio, se titula La última palabra (editorial Anagrama).

Cada tiempo tiene sus grandes temas, y el tema del nuestro es el regreso de la religión como política, dice el protagonista de su último libro. ¿Está de acuerdo? Sí y no. Yo creo que hay dos: uno es el islam; el otro, la supremacía del neoliberalismo. En España lo saben bien, y en Portugal, y en Grecia. De hecho, en todo Occidente. Cómo vive la gente, dónde duerme, cómo sueña incluso, está marcado por el neoliberalismo. En Reino Unido fuimos pioneros en los ochenta con el thatcherismo. Ahora lo vivimos en todo su esplendor.

¿Y cuál es el papel de la religión? Algunos están más preocupados por el islam que por nuestra religión verdadera, que ya digo que es el neoliberalismo, el fundamentalismo financiero. Otra cosa es el terrorismo, y otra, la inmigración, que es uno de los efectos del neoliberalismo. Necesitamos buenas ideas sobre esas dos cosas, no tópicos. Hasta el racismo ha cambiado.

¿Es distinto ahora que en su infancia? Ahora el racismo está mucho más organizado. Está más en el mainstream. Entonces era un fenómeno callejero, ahora Marine Le Pen puede llegar a presidenta de Francia. En el fondo, el racismo se basa en una idea mítica de lo que es un inmigrante. Antes nacía del desprecio hacia el Tercer Mundo, hacia la gente de color. Ahora es fruto de la desesperación de gente que ve que su mundo, sus derechos, su trabajo, su seguridad están siendo destruidos, pero no por la inmigración, sino por el sistema. El capitalismo es una revolución, la más rápida y exitosa que hayamos conocido nunca.

¿Se acabó el multiculturalismo? Es que nunca ha existido. Hemos tenido y tenemos una sociedad monocultural. Solo hay un sistema, ya digo: el neoliberalismo. Yo no veo otro. Lo que hay es una sociedad multirracial hecha de escoceses, ingleses, irlandeses, paquistaníes y lo que sea, pero dentro del mismo sistema. No parece haber alternativa. Bueno, ustedes tienen ese nuevo partido, ¿Podemos? Veremos si tienen otras soluciones. En fin, no es que el multiculturalismo haya triunfado o fracasado, es que todavía no ha empezado.

¿No hay alternativa? Tiene que haberla. Hay muchas formas de capitalismo. Por ejemplo, el sistema en el que yo crecí, basado en los derechos sociales, en un Estado de bienestar fuerte. También teníamos partidos de izquierda… Ya no queda nada. La idea incluso de Estado de bienestar ha quedado arrasada. Vivimos en la precariedad. Mis hijos tienen muchas menos oportunidades de las que yo tuve. Tengo que pagar sus estudios y, además, esos estudios no les van a garantizar un trabajo.

¿En qué momento cambió todo? Con Thatcher, ya digo. Decía ser una patriota. Quería tanto a Inglaterra que destruyó el sistema público de vivienda, los sindicatos… Reagan lo hizo en Estados Unidos. ¿Resultado? Ahora vivimos en un fundamentalismo financiero. Todo se mide en dinero. En Londres ya no quedan más que dos clases sociales: los ricos y sus sirvientes. Ya casi no hay clase media, no se pueden permitir vivir en la ciudad. Lo curioso es que se trata de una ideología que la gente no ve. Promete mucho –fama, éxito, trabajo incluso–, pero no es más que publicidad. ¿Qué hacemos en cuanto tenemos algo de dinero? Ir de compras.

¿Toda la culpa es del sistema? Ir de compras no es obligatorio. Es cierto, pero los que tenían que luchar por los derechos de los débiles se pasaron al otro bando. Tony Blair fue un thatcherista. Ella misma dijo que su mayor éxito había sido Tony Blair. Estaba orgullosa de él.

¿La clase trabajadora se ha vuelto conservadora? Murdoch tuvo mucha influencia, desplazó a todos los medios de comunicación hacia la derecha. Vivimos un tiempo interesante, pero no tengo mucha esperanza: la precariedad, la vuelta de la religión…

¿Cuál era el papel de la religión en su vida cuando era joven? Mi padre y sus hermanos hacían chistes. Veían a la gente religiosa como tú puedes ver a un cura. Sabían que eran hipócritas o tontos. Formaban parte del paisaje. Mis tíos eran de clase media, intelectuales, digamos. Pensaban que la religión estaba muerta y que aquella gente era un chiste. Por eso fue un shock, sobre todo en Pakistán, el regreso del islam. Mi familia no daba crédito porque era gente de la izquierda anticlerical. Ahora mis primos, con los que me crié, se han vuelto muy religiosos, van a la mezquita.

¿Por qué ellos y no usted? Porque en el Tercer Mundo había un agujero ideológico. Bueno, no sé si en todo el Tercer Mundo; en Pakistán, seguro. Nunca iban a ser comunistas, así que necesitaban una ideología que les diera una identidad: eran antiamericanos, antiimperialistas. Fue una ideología que funcionaba en las mezquitas y en la calle porque ya eran musulmanes como usted pueda ser católico, socialmente. Solo hubo que politizarlos. Lo vieron como una solución. Estaban hartos de los británicos primero y de los americanos después, de los occidentales. Se ve a los radicales, pero la mayoría de los musulmanes lo que quieren es libertad, educación, trabajo. Lo que pasa es que no tienen una voz, una representación, no hay un partido laico. Tampoco Occidente ha apoyado a esos partidos, así que no hay otras ideas ni forma de permitir que surjan. El islam lo ha ocupado todo. En el fondo, la mayoría de la gente no es creyente, pasa como en los antiguos países comunistas: tienes que rezar, seguir esas costumbres, decir esto, callar lo otro. La gente lleva una doble vida. De puertas afuera, va cubierta y reza. De puertas adentro, hacen fiestas y toman drogas, y piensan: que les den a los del Gobierno.

¿Va con frecuencia a Pakistán? Fui el año pasado. Hubo un Pakistán que pudo ser próspero, pero todo está destruido. Ahora todo el mundo lleva pistolas. Es como las películas del Oeste. Las mujeres van ­siempre cubiertas, tienen miedo. Se ha destruido el espacio público.

Otro tema que se plantea en su nuevo libro es la vuelta de la figura del padre después de acabar con ella en los años sesenta. Me refería a la idea de autoridad, de obediencia. Es así. Sobre todo en el islam, tienes que obedecer, no hay sentido de la duda o espacio para otras ideas. Es como ver la Fox todo el rato. Pero no es solo autoridad, es sumisión. Eso da a la gente cierto idealismo porque les promete el paraíso. Lo único que tienes que hacer es obedecer, renunciar a la libertad de pensar.

¿Cómo es usted como padre? Soy permisivo y a la vez estricto. Mis hijos pueden hacer lo que quieran, pero tienen que estudiar. No me importa si van a fiestas, tienen relaciones sexuales o se drogan, pero tienen que estudiar y comportarse con educación. Es algo implícito, no hay una regla escrita. Ellos han visto que yo he trabajado duro para ser escritor. Cuesta ser un escritor de éxito, sobre todo si vienes de donde yo vengo. Eso lo saben. Mis dos hijos mayores se van a licenciar ahora en Filosofía. Son gemelos, de 21 años. El otro tiene 17, está terminando la secundaria.

¿Tienen cosas en común con usted? Trato de mantener una relación entre todas las generaciones de mi familia. A todos nos interesa la literatura, la política, esas cosas. Es un vínculo. Es algo así como el Kureishi way of life. Y, por supuesto, tienen que ser del Manchester United.

Incluso viviendo en Londres. Que fuesen del Arsenal sería un pequeño drama. Por suerte, odian al Chelsea [risas]. Cuando hay partido, vemos la tele con las bufandas del Manchester. Es obligatorio. Soy permisivo, pero no tanto.

¿Han leído sus libros? No.

¿Ni han visto sus películas? No creo. Toman distancia.

¿Usted las ha vuelto a ver? Ni loco. Hace poco hicieron en Londres un pase de Mi hermosa lavandería porque se cumplen 25 años del estreno, o 30, ya ni me acuerdo. Estaba todo el mundo, los actores, el equipo, todos. Stephen Frears y yo nos fuimos al bar. Ni se me ocurre volver a verla. No quiero pasarme el rato viéndole los defectos. Prefiero mirar hacia delante.

¿Leyó usted las novelas de su padre? Sí, cuando estaba escribiendo Mi oído en su corazón. Son interesantes porque hablan de cómo era crecer en el Imperio Británico. En Bombay los soldados estaban presentes todo el rato. Les tenían miedo. Cuando llegó la II Guerra Mundial se tuvieron que poner del lado de los británicos contra Hitler. No podían ser a la vez anti y probritánicos. Es muy interesante porque en algún momento todos somos minoría para alguien.

¿Escribió El buda de los suburbios porque sentía que nadie había hablado de ese mundo? Yo había leído mucha literatura inglesa –H. G. Wells, Graham Greene–; también tenía mucha influencia americana: el primer Philip Roth –el de El lamento de Portnoy–, tal vez de Bellow. De Salinger sobre todo. Había leído mucho sobre gente de barrio en Estados Unidos y quería escribir sobre un chaval de barrio, pero en Reino Unido, gente que escuchaba música pop y se drogaba. Y sobre la inmigración. Nunca había leído nada sobre la inmigración en Londres. Bueno, un par de cosas, y alguna buena, pero todas tristes, del tipo “cómo el racismo me arruinó la vida”. El buda de los suburbios es un libro alegre, optimista. Me divertí mucho escribiéndolo. Tuve que inventarme un tono, pero en eso consiste ser escritor, en inventarte una voz en la que quepa todo lo que piensas.

¿Hay ahora un mundo del que nadie esté hablando? Tal vez. Me gustaría leer la novela de un joven español o italiano sobre la crisis, sobre cómo es sentir que no tienes futuro, que la generación de tus padres la cagó, sobre cómo grandes naciones europeas han terminado dirigidas por las instituciones financieras internacionales. O la historia de esos inmigrantes que huyen de África.

En muchas ocasiones van a un país cuya lengua no hablan. No es el caso de los protagonistas de sus libros. Supongo que habrá que esperar. Es cierto. Yo nunca me sentí en un idioma extranjero. Ya en India, mi familia hablaba inglés. El idioma fue una suerte. Si escribes en francés es más difícil que te traduzcan o triunfar en Estados Unidos. Mi hermosa lavandería fue un éxito allí. Y eso que en algunos sitios la pasaron con subtítulos. El éxito de la película me ayudó mucho.

¿Preferiría el Oscar de Hollywood o el Nobel de Literatura? Qué pregunta. Para mí, escribir un guion, una novela o un ensayo es todo lo mismo: escribir, contar una historia. Cuando un director me pide un guion, trato de darle la mejor historia que puedo. Ahora, de hecho, estoy buscando una para el cine y no se me ocurre nada. La verdad es que nunca sabes si se te volverá a ocurrir algo interesante.

El protagonista de La última palabra detesta a Forster y a Orwell, pero adora a Jean Rhys. ¿Comparte sus gustos? El odio, no; el amor, sí. Me encanta Jean Rhys, su fuerza, su melancolía, su crudeza al mismo tiempo; la vida en la calle, en los bares, esos amores fugaces y desgarradores, la precariedad de su vida.

Muy actual. Sí, se podría hacer una buena película con sus historias, ahora que lo pienso. Nunca sabes de dónde te va a venir una idea.

De hecho, cuando parecía que era usted el cronista callejero de los inmigrantes, la fetua contra su amigo Salman Rushdie le llevó a escribir El álbum negro y Mi hijo el fanático. ¿No tuvo miedo? La fetua me hizo pensar en el islam, el radicalismo, la integración, todo eso. No tuve miedo porque nunca blasfemé. No soy tan tonto.

¿Rushdie lo fue? No, no, él escribió un buen libro. No como las caricaturas, que sí eran una tontería.

¿Las danesas? No, las de Charlie Hebdo. Ni siquiera eran graciosas. Salman las ­defendió, y es cierto que uno tiene que defenderlas, pero nunca me parecieron ni graciosas ni inteligentes. Pero yo defiendo su derecho a dibujar lo que quieran. Blasfemar es un derecho, algo muy importante. Yo nunca lo usaría, pero lo defendería siempre. Odio el autoritarismo religioso que te dice lo que puedes hacer o decir, pero los dibujos de Charlie Hebdo no me gustaron. No por motivos morales, sino estéticos: eran muy feos. Y nada inteligentes, como digo. Una provocación facilona. Pero, insisto, defendería en cualquier sitio su derecho a dibujarlos. Eso no me da miedo.

¿Tampoco teme a Naipaul? El escritor que sale en La última palabra se parece a él. Nunca dije que lo fuera o que no lo fuera. Siempre he escrito sobre jóvenes, pero también mis personajes envejecen, ¿no? Ese era un personaje sobre el que me divirtió escribir: un hombre fastidioso, descreído, vanidoso, un loco. Lo iba escribiendo como salía, sin pensar. Me lo pasé muy bien.

¿Ha leído su biografía? Tiene cosas en común con su novela. No leo mucho. Leo sobre todo periódicos, poesía, filosofía para ver si puedo echar una mano a mis hijos. Y como soy profesor de escritura, tengo que leer lo que escriben mis alumnos.

Alguna vez ha dicho que escribir es fácil si sabes cómo.
¿Se puede aprender a escribir?
¿Se puede enseñar?
Escribir es todo un trabajo. Tener éxito, no digamos. Antes hablábamos de Jean Rhys. Piensa en ella y en su fracaso durante años. Contó maravillosamente su trocito de mundo: las calles, los cafés, el alcohol, el amor, el sexo… Tiene una visión personal del mundo, una visión muy fuerte. Eso es lo que necesitas para escribir, y eso lo tienes o no lo tienes. Mucha gente no lo tiene por mucho que haya leído o por muy inteligente que sea. Escribir tiene que ver con eso: una visión del mundo. Puede ser pequeña, pero debe ser personal, única. Y profunda. Y que interese a los demás, claro. Es como un truco de magia. Eso no se puede enseñar.

Usted ha escrito y dirigido. ¿Cómo se traslada esa visión tan personal del mundo a una película? Es muy difícil. Tú vas con tu visión del mundo y tienes que convencer a un director que tiene que convencer a un productor que tiene que convencer a un banquero. Tienes que saber manejar a toda esa gente manteniendo tu visión del mundo. Hay directores que solo tienen la capacidad de gestión, pero no la visión. Tienes que ser una persona excepcional: Hitchcock, o Scorsese, o Woody Allen, o David Lynch.

¿Cómo fue su experiencia en el cine? Me gusta ese mundo, los actores, los rodajes, pero no quiero ser director, quiero ser escritor. Es más fácil. Y, para mí, más divertido.

Siempre habla de divertirse. ¿Cuál fue el libro más duro de escribir? Intimidad. Tenía que ser a la vez directo y distante. ­Tenía que escribir sobre mi ­propia experiencia, sobre lo que me estaba pasando, mi separación, pero tenía que ser un libro. Fue duro. Tenía que escribir ­cosas que odiaba tener que escribir, cosas que normalmente piensas, pero no dices. El amor, el fin del amor. Sabía que mucha gente iba a odiarlo, pero estoy orgulloso de haberlo escrito. No he vuelto a leerlo.

Hace poco vendió sus manuscritos a la Biblioteca Británica. ¿No releyó sus diarios antes de entregarlos? No. Había cientos de cuadernos. Siempre llevo uno encima, como una cámara fotográfica: están llenos de ideas instantáneas que hay que atrapar. En alguno está la primera frase de El buda de los suburbios, tal cual: “Me llamo Karim Amir y soy inglés de los pies a la cabeza, casi”. Se me ocurrió un día y pensé que ahí había algo. En otro están los días en que Salman me iba contando que estaba escribiendo una nueva novela. Era, precisamente, Los versos satánicos. Pero no voy a releer todo eso. Necesitaría otra vida para revisar lo que he escrito en esta. Ni loco. Se estaban pudriendo en mi casa y pensé: que se pudran en la Biblioteca Británica.
http://elpais.com/elpais/2015/06/05/eps/1433503401_687025.html

lunes, 4 de mayo de 2015

Buena gente que camina. Andar puede ser un gesto revolucionario. Lo recuerda la ensayista Rebecca Solnit en 'Wanderlust'.

Crucé las avenidas mezclándome con inevitables flâneurs, vagabundos y turistas, con hombres sospechosos por su solo andar improductivo, sin rumbo ni destino; con mujeres que llevan siglos disputando su derecho a caminar sin ser tomadas por prostitutas ni acosadas ni violadas. Cruzando nuevos barrios amurallados y urbanizaciones planificadas contra el caminante, vimos tras las cristaleras de los gimnasios a los Sísifos de cinta mecánica (ese invento perverso que, recuerda Solnit, nació en una cárcel).

Juntos, sin dejar de caminar por las páginas de Wanderlust, nos unimos a quienes venían marchando desde lejos, desde muy lejos: revolucionarios y amotinados que un día echaron a andar y aún resisten, caminantes por la paz o los derechos que cruzan países, obreros, ecologistas, peregrinos, zapatistas, marchas civiles que corren una inacabada carrera de relevos hasta nuestras últimas marchas de la dignidad que prolongan el caminar como un acto político, una forma de desobediencia civil.

Junto a Solnit he caminado varias jornadas, siguiendo sus pasos, sus derivas y rodeos, sus momentos en que se detiene a mirar algo, incluso una nimiedad; las veces en que aprieta el paso y a fuerza de abarcar todos los aspectos posibles del tema nos fatiga, nos marea, nos aburre incluso, sin que podamos dejar de andar, porque caminar, leer, pensar, caminar, tiene un efecto euforizante, nos resitúa en la tierra, libera el cerebro y recupera el cuerpo frente a la incorporeidad creciente de nuestras vidas, nos vincula a quienes andan a nuestro lado, nos hace libres al buscar espacios libres y tiempo libre para recorrerlos.

No se pierdan esta marcha, este libro. Sigan andando.

Wanderlust. Una historia del caminar. Rebecca Solnit. Traducción de Andrés Anwandter. Capitán Swing. Madrid, 2015. 472 páginas. 22 euros.

domingo, 15 de marzo de 2015

Entrevista a Belén Gopegui. "En distintos espacios se construye otra cultura, todo eso que en medio del infierno no es infierno".

La escritora madrileña Belén Gopegui ha publicado El comité de la noche (Literatura Random House, 2014), una novela que dibuja una dura crítica contra el negocio de las farmacéuticas y relata un mundo posible de relaciones más justas construidas sobre la solidaridad y la fuerza del común. Bajo una apariencia de novela de género, El comité de la noche esconde una clara condición política: es una crítica devastadora al negocio de las farmacéuticas, al comercio de sangre y a las condiciones de vida contemporáneas. ¿Literatura de resistencia?
Más bien diría una literatura de existencia, para que las cosas que ya existen, aunque a veces parezcan transparentes, cuenten lo que saben.

¿Es posible construir una alternativa política, social, a través de la literatura, que combata el discurso del poder y construya ese espacio de resistencia?
Sólo con unas cuantas obras literarias, no. Si lo que [Jorge] Riech­mann llamaba los miedos de comunicación de masas fuesen, pongamos, infiltrados hasta sus más altos niveles por gentes que no sólo no quisieran, sino que además pudieran no reproducir la visión del mundo supuestamente natural, vale decir, capitalista, patriarcal, etcétera, en ese caso, si la gran mayoría de historias, series, canciones, noticias, no interpretase la vieja melodía del individualismo, el engaño y el falso consuelo, entonces, quién sabe. Entretanto, en los distintos espacios, movimientos, centros populares, se va construyendo una cultura distinta, emergen visiones diferentes, todo eso que en medio del infierno no es infierno y que puede, en voz más baja, hacer nacer relaciones diferentes.

¿Crees que los proyectos políticos antagonistas necesitan novelas que construyan sus imaginarios? ¿En qué medida ayudan las novelas a esa construcción de lo posible?
Dice el dramaturgo Declan Do­nellan: “No están a salvo en sus casas, sólo están a salvo en las calles. No vayan a sus casas”. Me interesa la fuerza de esa idea de que, en contra de lo que se nos suele decir, es en las casas donde no estamos a salvo. Lo cierto es que la novela es un género en principio pensado para leer en casa. También en el metro o en la biblioteca o en círculo de lectura, pero en principio se pensó para leer en soledad, y construir imaginarios antagonistas desde esa extraña relación creada entre un narrador o narradora y un lector o lectora es difícil. Lo habitual es afirmar los imaginarios existentes, esos que contribuyen a hacer de una casa un lugar de peligro. Se puede intentar, a veces ocurre. Creo que, pese a todo, vale la pena intentarlo, hacerlo, si se tienen presentes los límites que nos marcaron y que no habría que respetar.

El comité de la noche tiene un lenguaje cuidado, una capacidad de crear diálogos intensos, referencias intertextuales precisas. ¿Es posible un lenguaje antagonista dentro de los códigos del poder?
Entre la frase de Audre Lorde “las herramientas del amo no destruirán la casa del amo”, aquella de Chirbes “la buena letra es el disfraz de las mentiras” y el verso de Adrienne Rich “éste es el lenguaje del opresor / y sin embargo lo necesito para hablarte”, transcurre un debate de siglos. En realidad parte de la evolución de lo que sea que llamemos arte ha estado marcada por la necesidad de cambiar las herramientas, violentar el lenguaje y hacer estallar en pedazos la buena letra impuesta por la clase dominante. Jesús Ibáñez contaba la historia de aquel maestro que le decía a su discípulo: “Si dices que este palo es real, te pegaré con él, si dices que no es real, te pegaré con él, si callas, te pegaré con él”. La salida, decía, era arrancarle el palo de las manos y darle con él en la cabeza. Dicho de otro modo y con respecto al arte, aun manteniendo siempre la atención hacia todo lo que los códigos y herramientas cuentan por sí mismos, y aun procurando siempre destrozar esos códigos y esas herramientas, recordemos también que la razón de destrozarlos no es un dilema formal, como si eso existiera, sino arrebatar el palo, el monopolio de la violencia real, microfísica, simbólica, que, de modo ilegítimo, ejercen el capital y el patriarcado.

En el libro se percibe cierto anhelo de unión. ¿Crees que en esta deriva individualista de las sociedades contemporáneas hay espacio para seguir reivindicando ese común que nos haga fuertes frente al poder?
Una vez más nos ocurre que separamos lo individual de lo común, como si lo común no estuviera construido con individualidades. El individualismo contemporáneo –igual que, en una escala diferente, la llamada economía liberal– utiliza lo común, la construcción colectiva, los cuidados, pero lo hace desde el abuso, imponiendo criterios, intoxicando además con la idea de que son las comunidades las que imponen funciones y anegan lo individual. Sin embargo, construir lo común es trabajar con otros y otras según aquellos criterios que se juzgan buenos. Por el contrario, encerrándonos en las fingidas individualidades que somos, cedemos nuestro criterio sin reparar demasiado en ello. De modo que sí, ahora más que nunca, es preciso ser nieve, ser lluvia, ser marea.

Eres miembro de Asalto, la facción literaria de la Fundación Robo. ¿Sería ése un intento de repensar la práctica cultural desde el espacio del común, del colectivo?
En el aspecto musical es un intento y un logro. Ahí está su página, sus temas, los cambios que ha generado. En cuanto a la parte literaria, a la que me he sumado, se trata de un proyecto mucho más en ciernes, apenas un gesto para contar que, si bien no sabemos cómo, sí quisiéramos sacar la literatura de los formatos individuales, volver a pensar, como dices, su práctica desde el espacio del común. Se han hecho experimentos en Asalto y seguirán haciéndose gracias a la generosidad de Fundación Robo, que pone en nuestras manos un dispositivo en marcha. Desde esta entrevista, como desde otros lugares, seguimos convocando a quienes tengan propuestas, temas, textos, voluntad de construir relatos de experiencias colectivas. ...

¿Qué papel consideras que ocupa internet en la renovación de los códigos y estrategias de la resistencia política?
En general considero que la resistencia en internet está perdiendo iniciativa, porque no tiene el poder suficiente. Cons­truir servidores que no pasen por Estados Unidos ni estén bajo su control, crear plataformas de relación que no sean propiedad de empresas dispuestas a cobrarse su actividad en datos y en poder añadido, o hacer que un sistema como Debian, por ejemplo, entre en las administraciones para quedarse, exige una fuerza que, de momento, no tenemos. Aun con todo, hay fracturas, transgresiones, sistemas operativos libres, pequeños servidores autónomos, filtraciones. Que­da, sin embargo, muchísimo por hacer.

¿Cómo valoras el momento político actual, en el que diversas plataformas surgidas a partir del 15M apuntan a tomar el “poder político” en sus diferentes escalas (nacional, regional, municipal) aprovechando el vacío creado por la deslegitimación radical del sistema de partidos heredado de la Transición?
Plantearse llegar a las instituciones es importante, y más si se hace desde movimientos con arraigo en el territorio. Lo crucial, desde mi punto de vista, sería en este momento intentar no delegar en nadie, saber que cada persona es necesaria para generar otras prácticas políticas, pues, por más que así lo pensemos en algunos entornos, esa deslegitimación radical, desde casi todos los puntos de vista, no lo es tanto, sin embargo, en muchos sectores de la población, ya sea porque aún creen, erróneamente, que sus intereses coinciden con los del sistema de partidos, o porque en ocasiones es posible que coincida a corto plazo. Recuerdo esa gran canción portuguesa contra la dictadura, “A pesar de você”, “a pesar de usted, mañana ha de ser otro día”, la cuestión es que ese usted es muy amplio, está en formas de ver y en las instituciones y en las empresas y en la vida diaria, por eso es preciso que se unan todas las luchas en torno a la emancipación y, en estos días, apenas descansar. ...
Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/culturas/25941-lo-estalla-pedazos.html

domingo, 1 de febrero de 2015

George Packer. Un soldado raso tiene más posibilidades de ser expulsado por perder su fusil que un general por perder una guerra. Así es esta sociedad.

El forense del imperio americano

George Packer retrata el fin de la cohesión social en EE UU durante las últimas décadas en ‘El desmoronamiento’. “La cohesión social está rota”, afirma

P. ¿Está en peligro la cohesión social en Estados Unidos?
R. No solo está en peligro, está rota. ¿Qué es la cohesión social? Es cuando tu destino está vinculado al de otras personas en tu comunidad o tu país, cuando los líderes de las principales instituciones tienen una visión que te incluye y, aunque buscan su beneficio, también es el tuyo. Hoy en día no es así. Su beneficio es su beneficio. En el Congreso se comportan igual que en Wall Street. No construyen nada. Todo es cortoplacismo. No existe cohesión porque no pagan un precio por sus errores. No hay políticos destituidos por impedir la recuperación económica. Ningún político pagó por Irak, ni ningún general. Bush fue reelegido. La gente que paga es la más pobre. Un soldado raso tiene más posibilidades de ser expulsado por perder su fusil que un general por perder una guerra. Así es esta sociedad.

...El desmoronamiento denuncia la destrucción del contrato rooseveltiano con los estadounidenses a manos de unos líderes de la nación que han hecho dejación de sus responsabilidades a favor de la dictadura del dinero. Es la narración de un fracaso.

Tres columnas sostienen el relato: la creciente desigualdad, la última Gran Recesión causada por la codicia de Wall Street y la complicidad de Washington, y la corrupción del tejido moral del país. Packer muestra un manojo de individuos que caminan sobre escombros. En una nación que alardea de su unidad, algunos de esos individuos, descritos con precisión de entomólogo, son desgraciados comidos de chinches que viven en furgonetas en un aparcamiento de Walmart...

jueves, 15 de enero de 2015

Belén Gopegui: “Hay mucha alta literatura muy cursi” La escritora publica 'El comité de la noche', una novela que mezcla intriga y compromiso, recopila sus ensayos sobre escritura y política y reedita ''El padre de Blancanieves'

¿Qué tiene que pasar para que el libro de una aguafiestas se convierta en un certero retrato social sin cambiar una coma? Una crisis, eso es lo que tiene que pasar. Podría ser el caso de algunas novelas de Belén Gopegui (Madrid, 1963). Pese a que hablaban de los mundos de Internet y la precariedad laboral, algunos críticos las consideraban anacrónicas porque planteaban soluciones que pasan por el compromiso político y la movilización.

Como en su última novela, El comité de la noche, que parte de una noticia difundida por la agencia Europa Press en 2012 en la que se contaba que una multinacional farmacéutica ofrecía 70 euros semanales a los parados que donasen sangre. En un bar de su barrio, la escritora madrileña critica el glamour del fracaso, duda de la novela como género y defiende algo tan espinoso para un escritor como la bondad.

PREGUNTA. El comité de la noche se ha publicado en un momento en que se ve con buenos ojos la literatura social. ¿Se siente más comprendida que cuando todo era color de rosa?
RESPUESTA. Un vocabulario y unos planteamientos que resultaban llamativos hace años ahora son alimentos cotidianos. Lo común, por ejemplo. En mi caso procedía de aquel filósofo a cuyas clases iba, Juan Blanco. La realidad ha dado la vuelta y un concepto como ese ahora es más cercano.

P. Rafael Chirbes está escamado de la unanimidad en torno a su obra, tan descarnada al contar los desastres recientes. Ahora le sopla el viento a favor, dice, pero en otro momento lo considerarían un radical peligroso.
R. Hay una parte de la narrativa del fracaso a la que no considero radical ni ahora ni antes porque nos hace permanecer donde estamos. Aunque se esté de acuerdo en la crítica, en lo que menos de acuerdo se está es en cómo se aborda la posibilidad de salir de la situación criticada.

P. En Rompiendo algo dice usted que esa narrativa del fracaso le conviene al sistema. ¿Por qué?
R. El fracaso tiene que ver con la frase más reaccionaria que ha habido siempre: “Esto es lo que hay”. Y por lo tanto no se puede hacer nada. Todos los personajes fracasados tienen un halo literario, incluso admirable. A nadie le importa identificarse con un fracasado porque la mayoría de los que aparecen en las narraciones tienen glamour. Y ese glamour no ayuda a intentar cambiar las cosas. Puede ayudar a comprender, pero no sirve para movilizar ningún impulso. Si cualquier intento está condenado al fracaso, mejor no intentar nada, ¿no?... continua.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/12/30/babelia/1419945272_995715.html

lunes, 29 de septiembre de 2014

José Saramago vuelve a hablar a los lectores. Se publica la novela inacabada ‘Alabardas’ sobre la violencia y el negocio de armas. En el libro participan Saviano y Günter Grass

 Saviano escribe sobre 'Alabardas'

Con el mar de Lanzarote, a su izquierda, y el jardín de su casa, delante, asomados en dos ventanas, José Saramago empezó a escribir la novela que dejó inacabada y que verá la luz el 1 de octubre: Alabardas (Alfaguara). La escribió en uno de los salones de su casa, en un sillón color teja rodeado de tonos verdes donde nunca antes había escrito ningún libro. Donde para un tema como el de la industria del armamento y el tráfico de armas continuó la exploración de dos rutas literarias: más depuración en lo escrito y más sentido del humor e ironía.

El Nobel portugués (Azinhaga, 1922-Tías, Lanzarote, 2010) relata sobre el negocio armamentístico, sí, pero también le habla al lector, lo interpela, le cuenta una historia y en ella le pregunta por su posición y responsabilidad moral ante esa situación. O, como dice el poeta y ensayista Fernando Gómez Aguilera, “hurga en su conciencia, para incomodar, intranquilizar y depositar en el ámbito personal el desafío de la regeneración: la eventualidad, si bien escéptica, de encarrilar la alternativa de un mundo más humano”.

Todo empezó a tomar cuerpo el 15 de agosto de 2009, tras la publicación de Caín, con la primera nota de trabajo: “Es posible, quien sabe, que quizá pueda escribir otro libro. Una antigua preocupación (por qué nunca se ha producido una huelga en una fábrica de armas)”. Alcanzó a escribir tres capítulos que dejó en su ordenador, con copias impresas en una carpeta roja sobre el escritorio. Y en otro documento de word esbozado parte de la historia protagonizada por Artur Paz Semedo que “trabaja desde hace casi veinte años en el servicio de facturación de armamento ligero y municiones de una histórica fábrica de armas”. Un hombre separado de su mujer, “no porque él lo hubiese querido, sino por decisión de ella, que, por ser convencida militante pacifista, acabó no pudiendo soportar ni un día más sentirse ligada por los lazos de la obligada convivencia doméstica”.

Pura coherencia.
Pura pregunta que Saramago lanza en una palabra de diez letras: Coherencia. Y de ahí en adelante más. Una historia de esas que encadenan al mundo gobiernos, empresas y ciudadanos, y que nace de otra pregunta: ¿vendió la empresa donde trabaja Artur Paz Semedo armas a los fascistas de la Guerra Civil española?

Eso es Alabarda, cuyo nombre completo sería “Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas”, título extraído de la tragicomedia Exortaçao da Guerra, del dramaturgo Gil Vicente. Una novela en la que el escritor no solo cambió de lugar a la hora de escribir y ahondó en otros registros, sino que debido a su enfermedad alteró su rutina creativa y lo hizo cada vez que pudo. En otros tiempos, recuerda Pilar del Río, su viuda, “dedicaba la mañana a la correspondencia, escribir artículos de prensa o conferencias; mientras, en las tardes, escribía novelas. Pero últimamente tiempo el tiempo le apretaba y ya no tenía horas. ‘El tiempo aprieta’, decía”.

Alcanzó a Saramago ese tiempo, y lo escrito en esa premura se ve ahora en 149 páginas. Una edición especial que incluye los apuntes del autor, un artículo de Roberto Saviano, un texto de Gómez Aguilera y todo embellecido con los dibujos de Günter Grass… lobos rabiosos y asustados, sombras fantasmales, piernas y brazos en marcha militar, sembradíos de armas, cuervos, cuervos…

Imágenes que acompañan un libro, como escribe Saviano, “de páginas que son un criptograma del murmullo continuo de las misteriosas revelaciones que recibimos. Como un manual de traducción de sonidos, percepciones e indignaciones. En Artur las revelaciones que he visto son las de todos los hombres y mujeres que se han defendido de la idiotez al darse cuenta de haber comprendido los dos caminos que existen: quedarse aquí, soportando la vida, charlando con ironía, tratando de acumular algo de dinero y familia y poco más, o bien otra cosa”.

Cuatro años después de muerto, Alabardas se publica con los sentimientos encontrados de Pilar del Río. Desde el principio tuvo claro que lo editaría: “El lector tiene derecho a conocer aquello que le ocupaba al autor que admiraba y por qué se había preocupado tanto. Más en un hombre como Saramago que estaba entre la vida y la muerte trabajando”. Incluso así, cuando podía, escribía dos hojas diarias, en la impresora hacía dos copias, una para su carpeta roja y otra para su mujer, y al día siguiente matizaba o corregía. Lo sorprendente, cuenta Del Río, eran la bonhomía y la ligereza y el humor que quería transmitir un hombre muy enfermo que no sabía si podía acabar el libro. Una novela que será presentada el 2 de octubre en Lisboa con varios actos especiales: por la mañana habrá una visita con los medios a la Fábrica de Braço de Prata, antigua Fábrica de Armas y hoy día Centro Cultural; por la tarde (17 horas) en el Teatro Nacional D. Maria II se dará una rueda de prensa con Baltasar Garzón, Roberto Saviano y António Sampaio da Nóvoa.

Es el diálogo continuado de José Saramago con los lectores en esta Alabardas que escribió en un sitio inédito para él, con ordenador, en su sillón color teja y frente a la mejor obra de la casa, según él: dos ventanas: una con vista al mar y la isla de Fuerteventura y la otra con los árboles del jardín que plantaron juntos.
Fuente: El País.

Pilar del Río: "Le faltaron unos meses para acabar la novela"
“Es una obra de madurez, con una gran ironía y en donde introduce nuevas técnicas narrativas”. Así juzga Pilar del Río la última obra de José Saramago. Pero la compañera del escritor y directora de la fundación del mismo nombre en Lisboa va más allá de la crítica literaria. “José vivía obsesionado por dos grandes ideas, el poder y su responsabilidad, y la barbarie de las guerras y la violencia. De la primera idea surgió Caín. No podía entender cómo el libro sagrado de los cristianos comenzaba con un fratricidio. Alabardas... nace de su segunda obsesión”.

“Esta novela es una idea recurrente desde que oyó que durante la Guerra Civil española se encontró una bomba con un mensaje en portugués en su interior: “Esta bomba no reventará”. Un ser anónimo, una persona, pese a trabajar en una armería, hace todo lo que está en su mano para evitar la violencia. Ese es el mensaje que José quería transmitir. La indiferencia en la que vivimos mientras dedicamos a la industria del armamento más dinero que a la educación o la sanidad. No es una novela sobre la guerra, es una novela sobre la lucha personal. Un canto al activismo individual para cambiar lo establecido, lo que damos por invariable, consciente o inconscientemente desde que nacemos”.

Pilar del Río cuenta que Saramago tenía en su cabeza la novela. “La escribió a continuación de Caín. En su casa de Lanzarote la desarrollaba pese a su debilidad y sus dolores, pero sin parar, porque decía que no quería perder el tiempo, que le iba a faltar. Le faltaron solo unos meses”.