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lunes, 1 de abril de 2024

Hay que subir los impuestos a los más ricos.Joseph El Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz defiende en su nuevo libro, 'Capitalismo progresista', que las injusticias que no se corrigen se heredan

JOSEPH E. STIGLITZ
12 ENE 2020 -

Hay una dimensión de la justicia a la que los políticos dedican a menudo cuatro palabras, pero poco más que eso: el bienestar de las generaciones futuras. La reforma tributaria de 2017 [en EE UU] generará enormes déficits fiscales y aumentará la deuda del Gobierno. Irónicamente, los republicanos en el Congreso argumentaban contra una deuda excesiva —que sería una carga para las futuras generaciones, decían— hasta que tuvieron la oportunidad de enriquecer a las corporaciones y los multimillonarios. Hay tres aspectos de la justicia intergeneracional a los que se ha conferido escasa relevancia y que una agenda progresista debe corregir.

Primero, lo que verdaderamente supone una carga para las generaciones futuras es la falta de inversión, tanto pública como privada (...). Si no brindamos a nuestros jóvenes la educación adecuada, a la larga serán incapaces de alcanzar todo su potencial. Y si no invertimos en infraestructura y tecnología, el mundo que heredarán no será capaz de sostener los niveles de vida que nosotros hemos disfrutado.

Segundo, nuestro planeta es insustituible. Si las cosas no funcionan bien aquí, no hay ningún otro sitio al que podamos ir. Aun así, estamos expoliando nuestro mundo, y aún más peligrosamente con el cambio climático en ciernes. El daño aumenta cada año, de un modo que ahora resulta predecible. Incluso la forma en que el Gobierno reflexiona acerca del medio ambiente y toma decisiones al respecto resulta injusta para nuestros niños. Recordemos lo dicho (...): siempre que el Gobierno considera una regulación, debe hacer un análisis de los costes y los beneficios. Parte de este análisis implica comparar, digamos, el coste de una regulación medioambiental hoy con los beneficios que tendrá hoy y en un futuro. Si restringimos, por ejemplo, las contaminantes centrales eléctricas a base de carbón, los costes pueden aumentar hoy, pero los beneficios de una mejor salud y de reducir el cambio climático se extenderán a lo largo de los años. El factor clave para realizar estos análisis de los costes y los beneficios es: ¿cómo comparamos un dólar de beneficios futuros con un dólar de costes actuales? Con los procedimientos de la Administración de Trump, un dólar (“real”) equivaldrá en cincuenta años, cuando nuestros hijos estén en la flor de la vida, a solo tres centavos. En esencia, la Administración se limita a estafar al futuro. A menos que el beneficio de una regulación ambiental sea para nuestros hijos más de treinta veces mayor que el coste hoy, la Administración cree que no debería adoptarse. Con este cálculo, que apenas tiene en cuenta a nuestros hijos, no debe sorprendernos que no haya interés alguno en hacer algo respecto al cambio climático.

Tercero, por varias razones, grandes proporciones de gente joven no cuentan con las oportunidades que, digamos, tuve yo mismo cuando empecé. Millones de ellos cargan ya con la pesada deuda estudiantil, que obstaculiza su habilidad de elegir con libertad —están constantemente pensando en los pagos que deben— o hasta de crear una familia o comprar una casa. Entretanto, los precios de la vivienda, relativos a los ingresos, han subido por los efectos del dinero fácil, una normativa tributaria pobremente diseñada y la desregulación financiera. Nuestra generación disfrutó de las ganancias del capital. La siguiente tiene que idear la forma de conseguir una vivienda asequible. Esta brecha en el bienestar intergeneracional es de las cuestiones más problemáticas a las que nos enfrentamos. Los padres que hicieron fortuna en el sector de los bienes inmobiliarios pueden compartir esa riqueza con sus hijos, quienes pueden a su vez traspasarla a los suyos. Pero los que no poseen ningún bien inmobiliario tienen poco o nada que legar a sus hijos y nietos, y eso deja a sus herederos expuestos. Así, las desigualdades en esta generación pueden verse amplificadas en la siguiente. Los cambios en la política tributaria (…) y los programas de crédito hipotecario y estudiantil (…) brindan una salida.

Tributación
Un sistema tributario progresivo, justo y eficaz debería ser parte importante de una sociedad dinámica y justa. Hemos descrito las actividades relevantes que el Gobierno tiene que asumir, como la enseñanza pública, la salud, la investigación y el desarrollo de infraestructuras; la gestión de un buen sistema judicial y la garantía de una mínima Seguridad Social.

Para todo esto se necesitan recursos, es decir, impuestos. Lo justo es que sean quienes tienen mayor capacidad de pago—y que suelen obtener más de nuestra economía— quienes tributen más. Pero (…) quienes se sitúan en la cima de la pirámide pagan una tasa impositiva menor que aquellos con ingresos más bajos. De esta y otras formas, las cosas solo han empeorado en las últimas tres décadas: la reforma tributaria de 2017, y su aumento de los impuestos a una mayoría de las capas medias para financiar los recortes impositivos a las corporaciones y los multimillonarios, se ha convertido quizá en la peor legislación tributaria aplicada hasta ahora.

Simplemente exigir a las corporaciones e individuos acaudalados que paguen los impuestos que deben —un cambio modesto en nuestro actual sistema de carácter regresivo— podría por sí solo generar un par de trillones de dólares en un lapso de diez años. Esto implica no solo subir los impuestos, sino eliminar la panoplia de vacíos legales que los grupos de presión a favor de intereses específicos han ayudado a incorporar a nuestro código tributario. En vez de fijar impuestos a los bienes inmuebles con tasas preferenciales (como hizo la ley de 2017), las rentas del suelo deberían tributar a una tipo más alto. Cuando se cobra impuestos a los trabajadores puede ocurrir que no se esfuercen igual en su labor; cuando se cobra impuestos al capital puede ocurrir que vaya a parar a otro lugar o que la gente no ahorre tanto. No es así en el caso de la tierra, que está ahí, se le cobren impuestos o no. De hecho, el gran economista del siglo xix, Henry George, aseguraba que las rentas del suelo deberían tributar un ciento por ciento. Los impuestos sobre las rentas pueden generar una economía más productiva. Ahora bien, una vasta porción de los ahorros va a la tierra en lugar de a activos productivos (inversiones en investigación, fábricas y equipamiento). Fijar impuestos a las ganancias de capital por la tierra y las rentas incentivaría un mayor ahorro, que podría destinarse a capital productivo.

Hay otros impuestos que pueden potenciar de manera simultánea el rendimiento económico y aumentar las rentas. Por ejemplo, uno sobre las emisiones de carbono les recordaría a los hogares y las empresas que debemos reducir nuestras propias emisiones. En ausencia de tales impuestos, los individuos no tienen en cuenta el coste social de sus actividades emisoras de carbono. Incentivarían a la vez las inversiones y la innovación para reducir tales emisiones y podrían desempeñar un papel fundamental en alcanzar las metas tan importantes fijadas en las cumbres internacionales de París (2015) y Copenhague (2009) para limitar el calentamiento global. Sin un impuesto de esa índole, será difícil que se consigan esos objetivos, lo cual tiene un coste enorme: ya en 2017, el mundo experimentó una cifra récord de pérdidas por desastres naturales relacionados con el clima, tales como los 245.000 millones de dólares en pérdidas a causa de los huracanes Harvey, Irma y María, una expresión clara de la creciente variabilidad climática asociada al calentamiento global.

Este extracto es un adelanto editorial de ‘Capitalismo progresista: la respuesta a la era del malestar’, que la editorial Taurus publica el próximo 16 de enero. Joseph E. Stiglitz (Indiana, 1943) es catedrático de la Universidad de Columbia (EE UU), fue asesor del Gobierno de Bill Clinton y obtuvo en 2001 el Premio Nobel de Economía.

https://elpais.com/elpais/2020/01/10/ideas/1578646387_428635.html

sábado, 24 de febrero de 2024

Un proyecto de información que desafía a los dueños del mundo. Democracy Now! Contra el silencio y las mentiras

Producido en Nueva York cada día, de 8 a 9 de la mañana hora local, Democracy Now! es un programa de radio y televisión que se transmite a través de internet y más de 900 emisoras de los cinco continentes. Desde su fundación en 1996, sus contenidos combinan informaciones, entrevistas, debates y reportajes de investigación, con una orientación preferente hacia la cobertura de los movimientos y luchas sociales por la justicia en todo el mundo. La crítica del poder corporativo y la política exterior norteamericana son también objetivos destacados.

La sección en español de Democracy Now! se incorporó en 2005 y en la actualidad es transmitida por más de 430 medios. Cualquiera canal de radio puede emitir estas noticias sin costo y también se ofrece una columna semanal a los periódicos interesados en publicarla.

La voz más frecuente al frente de los programas es la de Amy Goodman, periodista que se dio a conocer por sus arriesgadas indagaciones en asuntos como la independencia de Timor Oriental, la ocupación marroquí del Sáhara Occidental o las actividades criminales de la petrolera Chevron en Nigeria. David Goodman, Denis Moynihan, Juan González y Nermeen Shaikh son otros colaboradores habituales.

Para celebrar el vigésimo aniversario de las emisiones, en 2016 Amy Goodman publicó Democracy Now! Veinte años cubriendo los movimientos que están cambiando Estados Unidos (versión castellana de Hoja de Lata, 2018, trad. de Miguel Sanz Jiménez). Este libro repasa la historia de un proyecto que nació para informar de hechos y procesos esenciales que los poderes económicos, políticos y mediáticos, tres cabezas de la hidra capitalista, no quieren que sean divulgados. La crónica nos acerca así a las movilizaciones contra las guerras sucesivas del imperialismo norteamericano y a las heroicidades de personas como Julian Assange, Edward Snowden, Chelsea Manning o Thomas Drake, gracias a las cuales fueron reveladas informaciones clasificadas enormemente relevantes. Ocupan un lugar preferente también los problemas de los inmigrantes ilegales, la pena de muerte y las luchas del movimiento Occupy Wall Street y de los que enarbolan la justicia climática o los derechos LGTBI+. No faltan tampoco capítulos en el libro sobre lacras como la violencia policial contra las gentes de color o la tortura institucionalizada en los interrogatorios policiales, asuntos todos ellos abordados reiteradamente en las emisiones.

Algunos episodios destacados de la historia de Democracy Now! reflejan bien su insobornable compromiso. Un buen ejemplo es lo que ocurrió en 1997, tras un año en antena, cuando el programa entrevistó a Mumia Abu-Jamal, que llevaba ya por entonces quince años en el corredor de la muerte de una cárcel de Pensilvania culpado del asesinato de un policía. Este exmiembro de los Panteras Negras tenía mucho que decir sobre la discriminación racial en el país y la pena de muerte, y dijo mucho aquel día, pero su plática a través de las ondas sirvió para que las doce emisoras de Pensilvania que retransmitían el programa, y eran propiedad de la universidad Temple, cancelaran su contrato.

Noam Chomsky, Angela Davis, Arundhati Roy, Joseph Stiglitz, Noemí Klein y Ralph Nader han sido entrevistados frecuentemente. Respecto a los debates, algunos de los más memorables en la historia del programa fueron los dos entre Tariq Ali y Christopher Hitchens en 2003 y 2004 sobre la guerra de Irak, o el que se realizó en julio de 2016, en plena campaña de las elecciones que llevarían a Donald Trump a la presidencia y tras la derrota de Bernie Sanders como optante a la nominación demócrata. Los contendientes en este caso fueron Robert Reich, que defendió apoyar a Hillary Clinton, como mal menor, y Chris Hedges, que se decantó por Jill Stein, candidato del partido verde.

El programa es fiel a su lema de ir siempre a donde está el silencio y ha recibido numerosos reconocimientos, pero no han faltado tampoco coletazos represivos. En 2008, mientras cubrían protestas durante la convención nacional republicana, Amy Goodman y otros dos periodistas de Democracy Now! fueron arrestados con acusaciones por “causar disturbios”. Sin embargo, la rápida circulación en internet de un video que recogía una de las detenciones, extraordinariamente violenta, consiguió que los cargos fueran retirados. En 2016 se emitió una orden de arresto contra Amy Goodman después de que cubriera las protestas contra la construcción de un oleoducto en Dakota del Norte durante las cuales la policía soltó perros y atacó con gases a los manifestantes. Los cargos fueron desestimados por el juez, pero los fiscales del condado no descartaron presentar otros en el futuro.

En un mundo en el que los canales dominantes de la información se superponen con las instituciones del poder económico, los problemas creados por la dinámica perversa del sistema tienden a ser silenciados, lo mismo que los movimientos que surgen para denunciarlos o proponer alternativas y mejoras. Democracy Now!, con sus veintiocho años de esfuerzo y lucha, ha servido para demostrar que a las ocultaciones, mentiras y artimañas de los mass media es posible oponer un honesto caudal de información veraz que llegue a todos los rincones y cree una nueva conciencia.

Blog del autor: http://www.jesusaller.com/

En él puede descargarse ya su último poemario: Los libros muertos.

martes, 24 de octubre de 2023

OPINIÓN. Desigualdad y democracia. JOSEPH E. STIGLITZ

Para mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía hay que dejar atrás el capitalismo neoliberal

Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, a los expresidentes de Brasil Jair Bolsonaro y de Estados Unidos Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.

Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de “una persona, un voto” se ha transformado en “un dólar, un voto”.

Esta desigualdad política se retroalimenta, y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Políticas tributarias que favorecen a los ricos, un sistema educativo que beneficia a los ya privilegiados y una regulación de defensa de la competencia mal diseñada y mal fiscalizada que tiende a dar a las corporaciones vía libre para acumular poder de mercado y explotarlo. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.

En tiempos más recientes, a los medios tradicionales controlados por los superricos se les han sumado empresas de redes sociales controladas por los superricos; la única diferencia es que las segundas tienen incluso más libertad para difundir desinformación. Gracias a la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996, las empresas con sede en Estados Unidos no tienen responsabilidad por lo que publiquen terceros en sus plataformas, ni por la mayoría de los otros daños sociales que causan (por ejemplo, a las adolescentes).

En este contexto de capitalismo sin rendición de cuentas, a nadie debería sorprender que tanta gente recele de la creciente concentración de riqueza o crea que el sistema está arreglado. La difundida sensación de que la democracia ha generado resultados injustos debilitó la confianza en ella, y llevó a algunos a concluir que sistemas alternativos podrían ser más eficaces.

Este debate no es nuevo. Hace 75 años, muchos se preguntaban si las democracias podían crecer tan rápido como los regímenes autoritarios. Ahora muchos se preguntan cuál de los sistemas produce más justicia. Pero este debate se desarrolla en un mundo en el que los muy ricos tienen herramientas para moldear el pensamiento tanto en sus propios países como en el exterior, a veces con mentiras lisas y llanas (“¡Nos robaron la elección!”, “¡Las máquinas de votación estaban amañadas!”; una falsedad que le costó a Fox News 787 millones de dólares).

Uno de los resultados ha sido una polarización cada vez más profunda, que obstaculiza el funcionamiento de la democracia, especialmente en países como Estados Unidos con sistemas de escrutinio uninominal por mayoría simple (donde “el ganador se lleva todo”). Cuando Trump fue elegido presidente en 2016 con una minoría del voto popular, la política estadounidense, que en otros tiempos alentaba a resolver los problemas con la búsqueda de acuerdos, ya se había convertido en una competencia desvergonzada por el poder, un torneo de lucha libre donde al menos uno de los lados parece creer que no tiene que haber reglas.

En un contexto de polarización tan excesiva, puede parecer que hay demasiado en juego como para hacer concesiones. En vez de buscar puntos de acuerdo, quienes tengan el poder usarán todos los medios a su disposición para conservarlo (como han hecho abiertamente los republicanos mediante la manipulación del trazado de distritos electorales y medidas para suprimir la participación de votantes).

Las democracias funcionan mejor cuando lo que está en juego no parece ni demasiado ni demasiado poco (en el segundo caso, la gente no sentirá mucha necesidad de participar en el proceso democrático). Hay opciones de diseño que las democracias pueden hacer para mejorar las chances de encontrar este feliz término medio. Los sistemas parlamentarios, por ejemplo, alientan la formación de coaliciones y suelen dar el poder al centro en vez de a los extremos. Otras soluciones que han demostrado ser útiles son el voto obligatorio y por orden de preferencia, lo mismo que la existencia de un funcionariado de carrera dedicado y protegido.

Estados Unidos suele presentarse como un faro de la democracia. Aunque siempre hubo hipocresía (desde la benevolencia de Ronald Reagan hacia Augusto Pinochet hasta el hecho de que Joe Biden no se haya distanciado de Arabia Saudí ni denunciado el fanatismo antimusulmán del Gobierno del primer ministro indio, Narendra Modi), al menos Estados Unidos encarnaba un conjunto compartido de valores políticos.

Pero ahora, la desigualdad económica y política se ha vuelto tan extrema que muchos rechazan la democracia. Es terreno fértil para el autoritarismo, sobre todo la clase de populismo de derecha que representan Trump, Bolsonaro y el resto. Pero ya está claro que estos dirigentes no tienen ninguna de las respuestas que buscan los votantes descontentos. Por el contrario, las políticas que aplican cuando se les da el poder sólo empeoran las cosas.

En vez de buscar alternativas en otra parte, tenemos que reflexionar sobre nuestro propio sistema. Con las reformas adecuadas, las democracias pueden volverse más inclusivas, más responsables ante la ciudadanía y menos responsables ante las corporaciones y los ricos que hoy controlan la billetera mundial. Pero para salvar la política también se necesitan reformas económicas igual de drásticas. El único modo de empezar a mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía (y desinflar la ola populista) es dejar atrás el capitalismo neoliberal y cumplir mejor la promesa de prosperidad compartida de la que tanto hablamos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.

miércoles, 26 de abril de 2023

_- El premio Nobel Stiglitz asesorará a Sumar para su programa económico.

_- El prestigioso profesor de la Universidad de Columbia, de perfil progresista, colaboró en su día con Clinton y Rodríguez Zapatero.

Yolanda Díaz incorpora perfiles de reconocido prestigio internacional para reforzar las bases teóricas de su proyecto de cara a las próximas generales. Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, colaborará con Sumar, la plataforma que impulsa la vicepresidenta segunda del Gobierno y con la que busca ensanchar el espacio electoral a la izquierda del PSOE tras años de retroceso en las urnas. Según fuentes de la organización, el profesor de la Universidad de Columbia, asesor en su día de los presidentes Bill Clinton y José Luis Rodríguez Zapatero y ex economista jefe del Banco Mundial, participará en la revisión del documento final del grupo de trabajo de economía y modelo productivo en el proyecto de Díaz.

Stiglitz, de perfil progresista y quien ya hace años defendía que subir el salario mínimo “no daña el empleo”, participará de este modo en la última fase del programa del área coordinada por Rafael Muñoz de Bustillo, catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Salamanca.

Hasta la fecha, un millar de expertos, repartidos en 35 grupos diferentes, se han encargado de dotar de contenido teórico a la plataforma que lidera la vicepresidenta y que pretende funcionar como un revulsivo para los ciudadanos más desencantados con la política en los últimos años. Su trabajo se ha desarrollado con cierta independencia —tal y como le reclamó en la presentación de las distintas áreas temáticas el pasado septiembre el analista Ignacio Sánchez -Cuenca, encargado del grupo de calidad democrática— y aislados de las peleas partidistas que han afectado al proceso estos meses. Aunque la labor está prácticamente terminada y Díaz ya oficializó el 2 de abril su intención de ser la candidata en los comicios previstos a final de año, el programa definitivo no ha trascendido aún y se presentará en los próximos días, según confirman fuentes de Sumar.

La colaboración de Stiglitz, con quien el entorno de la vicepresidenta había mantenido ya contactos, se cerró definitivamente esta semana durante una reunión celebrada en Nueva York, adonde Díaz se trasladó para intervenir el martes ante la Asamblea General de la ONU en la adopción de la primera resolución del organismo sobre economía social y solidaria, y encontrarse con el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres.

Además de Stiglitz, otros perfiles internacionales colaboran ya con Sumar. Es el caso de la italiana Francesca Bria, responsable del área de digitalización con derechos, que ha presidido el Italian National Innovation Fund y en 2021 fue nombrada consejera de la nueva Bauhaus Europea.

Otros economistas de la órbita de Díaz son el británico Guy Standing, quien ya participó en la elaboración del informe sobre precariedad laboral y salud mental del Ministerio de Trabajo, o la italoestadounidense Mariana Mazzucato, a la que la líder de Sumar suele citar en sus intervenciones públicas y con la que tenía previsto realizar un acto que finalmente se canceló por el viaje a EE UU. Oficialmente, ninguno de los dos está en los equipos de trabajo.

El programa de la plataforma, concebido como un “proyecto de país para la próxima década”, según defiende Díaz, se divide en áreas temáticas que van desde los cuidados, hasta la justicia, el modelo de Europa o el territorial. Los responsables de cada grupo son, en su mayoría, perfiles técnicos reconocidos en cada ámbito, pero no políticos.

En paralelo a su labor, el equipo de la vicepresidenta, dirigido por el jefe de gabinete, Josep Vendrell, inició a comienzo de año las negociaciones para conformar una coalición de hasta 15 partidos que sirva para desplegar Sumar por toda España en las generales. Aunque las conversaciones no se concretarán hasta después de las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo, Podemos marcó sus líneas rojas y decidió ausentarse del lanzamiento de la candidatura de Díaz hace tres semanas, por lo que ahora mismo, la presencia del partido fundado por Pablo Iglesias, quien la señaló como líder del espacio tras su marcha hace ya más de dos años, está en el aire.


sábado, 7 de enero de 2023

El año del coitus interruptus de la ideología económica liberal

Hasta que estalló la pandemia, los efectos negativos de las políticas neoliberales se disimularon sin demasiada dificultad gracias al enorme poder mediático y cultural de las grandes corporaciones. La crisis de la Covid-19 demostró, ya sin paliativos, que sus principios de actuación sirven para que ganen más dinero los ricos, pero no para resolver los problemas socioeconómicos de mayor envergadura. En este año que acaba, la ideología económica neoliberal ha hecho un ridículo histórico.

Desde finales de los años setenta del siglo pasado se comenzaron a aplicar en casi todo el mundo políticas económicas inspiradas en el liberalismo decimonónico. Sus principios son bien conocidos: el mercado es el único sistema que resuelve bien los problemas económicos; el capital y las empresas son racionales y, por tanto, quienes mejor saben las decisiones que hay que tomar para que la economía funcione de la mejor manera, de modo que hay que darles la mayor libertad posible; no hay que preocuparse si la renta se concentra en los más ricos porque se producirá un goteo que hará que los ingresos lleguen a todos; la intervención del Estado es nefasta, cuanto menos impuestos se establezcan más se recaudará y lo mejor es que cada cual se resuelva sus problemas, dejando que la caridad y la buena voluntad ayude a los necesitados.

Las consecuencias de la puesta en marcha de estas políticas están perfectamente documentadas en cientos de estadísticas e investigaciones. La tasa de crecimiento de la actividad económica fue menor y cayeron los ingresos de la inmensa mayoría de la población y de las pequeñas y medianas empresas. Buscando el mayor beneficio, los capitales se orientaron hacia las finanzas especulativas, más rentables que la actividad productiva. En consecuencia de ambas circunstancias, el número de crisis, la deuda y la desigualdad alcanzaron los niveles más elevados de la historia contemporánea. El neoliberalismo fue extraordinariamente exitoso para proporcionar beneficios más elevados a las grandes corporaciones empresariales y financieras, pero debilitó a la economía productiva y la capacidad de creación de valor y riqueza: hambriento de la ganancia que se podía obtener sin límite, el capitalismo se consumía a sí mismo y enfermó de empacho.

Hasta la pandemia, todo eso se disimulaba sin problemas gracias al poder inmenso de las grandes empresas que dominan los medios de comunicación, mantienen grupos de presión capaces de influir en las decisiones políticas, y financian a académicos, magistrados, policías, militares, periodistas, partidos, organizaciones no gubernamentales o fundaciones para que difundan o apliquen las ideas que les benefician.

La crisis que empezó en 2007 fue un primer aviso y ya antes de la del Covid-19 muchos dirigentes de las mayores empresas y bancos mundiales comenzaron a darse cuenta de que las cosas estaban fallando y de que ese capitalismo voraz y embriagado de beneficio y poder estaba destrozando sus propios cimientos. Comenzaron a hablar sin ambages de la necesidad de «reiniciarlo» pero la Covid-19 puso todo patas arriba.

Cuando el planeta se vio envuelto en un shock tan traumático, ya no se pudo disimular lo que estaba pasando: una globalización concebida y diseñada con el exclusivo propósito de dar plena libertad al capital para que produzca con el menor coste posible y obtenga el máximo beneficio generaba un déficit extraordinario en seguridad y riesgos muy costosos; y dejar que solo los mercados y la iniciativa privada resolvieran los problemas económicos se reveló como suicida. Como escribió hace unos meses Joseph Stiglitz, «Estados Unidos, la superpotencia, ni siquiera podía producir productos simples como máscaras y otros equipos de protección, y mucho menos artículos más sofisticados como pruebas y ventiladores». Para evitar que la economía colapsara, los gobiernos tuvieron que intervenir masivamente, los servicios públicos resultaron esenciales y los principios neoliberales se guardaron en el cajón. Ningún gobierno tuvo la insensatez de aplicarlos. Y cuando lo hicieron, como ocurrió con la política de vacunas, se produjo un desastre. Como también dice Stiglitz, la aplicación de las reglas neoliberales de propiedad intelectual de la Organización Mundial del Comercio inhibió la producción de vacunas en muchas partes del mundo, provocando la muerte innecesaria de miles de personas.

Cuando se decía que pronto entraríamos de nuevo en la normalidad, las cosas volvieron a complicarse. La inseguridad y los bloqueos derivados de la globalización neoliberal, el enorme poder sobre los precios de las grandes empresas, la crisis climática, la especulación financiera, la debilidad del tejido empresarial que se dedica a crear riqueza y los problemas geopolíticos asociados a una sociedad mundial gobernada por los mercados y los capitales y no por instituciones democráticas… es decir, los grandes problemas que habían venido generando casi cuarenta años de políticas neoliberales se hicieron más patentes que nunca y han hecho que 2022 haya sido el año en que se ha desatado una nueva crisis. La describo con detalle en un libro de Ediciones Deusto que estará a la venta a finales del próximo enero con el título Más difícil todavía.

Pero lo interesante de lo ocurrido en estos últimos doce meses es que la ideología económica neoliberal no solo se ha mostrado de nuevo como incapaz de proporcionar algo más que beneficios a los más ricos. Ha sido el año en el que ha quedado públicamente en evidencia, haciendo un espantoso ridículo.

A los neoliberales británicos y a Lizz Truss en particular les ha correspondido el honor de protagonizar el coitus interruptus más clamoroso y transparente de la historia de la política económica. Después de repetir como papagayos el mantra neoliberal, asegurando que la solución frente a la caída de la actividad económica era bajar impuestos a los ricos, reducir el gasto público y dar plena vía libre a los mercados, provocaron tal desastre que solo pudieron aguantar cuarenta y cinco días aplicando esas ideas desde el gobierno.

No ha sido esa la única marcha atrás en 2022 del neoliberalismo económico. En España se ha tenido que reconocer que las subidas del salario mínimo han ayudado a reactivar el mercado interno gracias al mayor consumo de los trabajadores de menor renta y que no ha tenido los efectos devastadores anunciados; la bondad para fortalecer el empleo de las reformas laborales que desactivaban los aspectos más negativos de las anteriores de perfil más neoliberal; o que bajar impuestos no es lo que aumenta la recaudación. En Europa se ha terminado aceptando que hay que corregir a los mercados para frenar la subida de precios, que las empresas no sobreviven sin el apoyo del Estado, o que las inversiones públicas son imprescindibles; la Ley para la reducción de la inflación o la nueva estrategia industrial de Biden son misiles en la línea de flotación de la ideología neoliberal; y los organismos internacionales piden a los gobiernos que establezcan impuestos sobre los más ricos y las ganancias extraordinarias. Por no hablar del cambio de estrategia de miles de empresas de todo el mundo para evitar los fallos de seguridad y resiliencia a los que ha llevado el buscar tan solo el mínimo coste.

Escribió Stendhal en La cartuja de Parma que «no existe lo ridículo cuando nadie lo nota». A los neoliberales se les ha notado en este año que acaba. Los ideólogos y los burócratas de la patronal no lo reconocerán, a quien se juega los cuartos más le vale ser realistas, darse cuenta de lo que se nos viene encima y cambiar de discurso y estrategia.


viernes, 23 de diciembre de 2022

La Europa del euro sembró la semilla de la extrema derecha y ya no puede frenarla

30 Sep 2022 La Europa del euro sembró la semilla de la extrema derecha y ya no puede frenarla🔊 Escuchar Publicado en Público.es el 30 de septiembre de 2022

¿Cómo es posible que en un periodo de tiempo tan relativamente pequeño hayan podido expandirse tanto e incluso normalizarse las ideas extremistas, claramente antidemocráticas, en la Europa que se jactaba de ser la cuna y el futuro de la civilización más humanista y ejemplar?

Mi opinión es que eso ha tenido mucho que ver con el modo en que se ha ido construyendo la Unión Europea y, sobre todo, la zona monetaria del euro. Que, a su vez, es una de las expresiones más perfectamente acabadas del capitalismo neoliberal de nuestro tiempo.

Desde el punto de vista económico, no creo que sea necesario insistir en que las previsiones sobre los beneficios del euro no se han cumplido y, por tanto, que se ha producido una gran frustración social, aunque no se hable de ello.

Bastantes estudios empíricos (como este) han mostrado que el euro no ha generado efectos positivos singulares sobre la tasa de crecimiento económico en los países que lo asumieron. Lo cual es relevante pues se estimaba que ese sería el motor de los avances generales en inversión, empleo y bienestar. Es también una evidencia que la deuda se ha desbocado en todos los países y que no se ha logrado la convergencia de las economías que se anunció como una consecuencia segura de su puesta en marcha.

Todo lo cual, por cierto, era previsible, tal como anunciaron muchos economistas al señalar que la unión monetaria del euro estaba mal diseñada desde el principio. Paul Krugman dijo que los criterios de convergencia eran una «solemne tontería» y Joseph Stiglitz escribió todo un libro para demostrar «cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa». No se reconoció, pero se supo desde su inicio que el euro nunca podría generar las ventajas que se le asociaban, porque se diseñó sin las instituciones y mecanismos de ajuste imprescindibles para hacer frente a los desequilibrios y shocks de tan diferente tipo que hoy día pueden afectar a las economías.

Durante algunos años, y a costa de generar burbujas y un endeudamiento que terminarían siendo letales, aumentó la convergencia entre las economías que formaban parte del euro pero comprobándose, al mismo tiempo, que más acercamiento en términos de PIB per capita no llevaba consigo ni semejante generación de valor añadido, ni armonía estructural ni, por supuesto, más equidad. Y cuando estallaron, las crisis fueron devastadoras; como no podía ser de otro modo, precisamente porque se carecía de mecanismos adecuados de ajuste y estabilización. Es más, el euro había dejado sin apenas capacidad de maniobra macroeconómica a los gobiernos y lo poco que estos podían hacer para luchar contra ellas era, para colmo, procíclico; es decir, que agudizaba los problemas.

Se sabía perfectamente que los cambios que llevaría consigo la implantación del euro no serían los fantásticos que se vendían a la opinión pública, sin ningún tipo de debate plural, para que aceptara sin rechistar su creación. Y se sabía que iban a generar mucha frustración ciudadana y descontento. Así lo reconoció en 1998 Etienne Davignon, presidente del grupo financiero más poderoso de Bélgica, en una entrevista en El País: «Los Gobiernos temen explicar a sus opiniones públicas la magnitud de los cambios que se avecinan. Es peligroso».

Tan claro debían tener los dirigentes europeos que la ciudadanía podría considerar peligroso al euro e indeseable asumir sus implicaciones, que lo legislaron sin contemplar la posibilidad material de poder salir de él. La trampa mejor urdida de la historia porque ¿quién en su sano juicio aceptaría incorporarse a algo de donde no esté contemplado que pueda salir si le va mal? Pues sí, los europeos que se incorporaron a una zona euro en cuyas normas no se contempla que algún país pueda abandonarla.

Pero ni siquiera todo esto ha sido lo peor que ha llevado consigo el euro y lo que, a mi juicio, ha producido la frustración, el desengaño y el desapego a las democracias que ha hecho crecer a la extrema derecha en Europa.

El euro ha impuesto políticas europeas en sustitución de las nacionales. Y el problema ha surgido porque la Unión Europea es un sujeto que adopta políticas sin ser político, utilizando el juego de palabras que me permito tomar prestado de Vivien Ann Schmidt (aquí). Es decir, sin tener una polis que lo condicione cuando crea conveniente. O, dicho de otro modo, porque no es una democracia y, por tanto, porque no proporciona ni el espacio ni los procedimientos (ni democráticos ni de cualquier otro tipo) que permitan canalizar las preferencias, las frustraciones, el descontento o la voluntad ciudadanas. La Europa del euro toma las decisiones que afectan a la ciudadanía, a veces muy gravemente, sin discusión ciudadana posible.

En la Europa del euro, la ciudadanía no se puede pronunciar ni deliberar, apenas puede influir, no tiene capacidad para controlar o censurar, y nunca puede decidir. Todo lo que afecta a sus condiciones de vida le viene dado; o mejor dicho, impuesto. Y en el único y cada vez más reducido espacio en donde a duras penas puede hacer algo de todo ello, en el de su respectiva nación, resulta que lo puede hacer en cada vez menor medida, en menos materias y siempre con la espada de Damocles sobre su cabeza: ¿lo permitirá o no lo permitirán Bruselas o Frankfurt, la Comisión Europea o el Banco Central Europeo, respectivamente?

Y la cuestión ni siquiera termina con ese achicamiento progresivo del espacio democrático que produce el euro. Como los partidos o los gobiernos nacionales no pueden decidir con autonomía porque no disponen ya de capacidad de maniobra suficiente, es materialmente imposible que pueden cumplir las promesas que han de ofrecer a sus potenciales electores y sin las cuales nunca podrán ganar las elecciones. Eso ha hecho que la política nacional se haya convertido en una farsa, en un sainete de compromisos que todo el mundo sabe que no se harán efectivos, salvo que respondan a la voluntad expresa de Bruselas, la cual ningún partido en su sano juicio (como reconociera Davignon) se atreverá a presentar ante sus electores como propia, si quiere conseguir su voto.

En el polo justamente opuesto de las instituciones del euro, los gobiernos nacionales han de limitarse -como también dice Vivien Schmidt- a hacer política sin hacer políticas, sin poder adoptarlas. Pero, entonces, ¿en qué queda la democracia?

Pues, realmente, en casi nada. El euro, esa es la realidad, vacía de democracia la política que se hace bajo su imperio.

Se sabía desde el principio que la Europa de los tratados del euro iba a ser incompatible con la constitución de algo parecido a un supra estado democrático. Nunca se pretendió. Lo que posiblemente no se tuvo en cuenta (o sí, quién sabe) es que convertir a la Unión Europea del euro en una no-democracia tan poderosa y determinante de lo que ocurre en las naciones que la conforman iba a debilitar en grado extremo a las democracias nacionales, o incluso a desmantelarlas, como dice Habermas que ha sucedido en Europa.

La Europa del euro ha desnaturalizado e inutilizado a las ya de por sí menguadas democracias nacionales en Europa y se ha construido a ella misma sobre la base de considerar innecesarias y prescindibles a la voz, las preferencias y la decisión de la ciudadanía; es decir, a la Democracia. ¿Quién se puede extrañar, entonces, que cada vez más gente y partidos simpaticen, voten, se unan, justifiquen, convivan sin problemas, o tengan por aliados para gobernar a quienes la rechazan expresamente?

Juan Torres López.

domingo, 11 de abril de 2021

_- Nadie estará a salvo mientras no lo estén todos. Resulta urgente la suspensión de los derechos de propiedad intelectual de productos necesarios para combatir la covid-19 y activar mecanismos de recuperación para las economías menos desarrolladas.

_- Estados Unidos espera “independizarse” de la covid-19 el 4 de julio (Día de la Independencia), cuando haya vacunas para toda la población adulta. Pero para muchos países en desarrollo y emergentes, el final de la crisis todavía está muy lejos. Como mostramos en un informe para la Comisión sobre Transformación Económica Mundial del Instituto de Nuevo Pensamiento Económico (INET), para que sea posible una recuperación global rápida es necesario que todos los países puedan declararse independientes del virus.

La capacidad de mutación del coronavirus implica que nadie estará a salvo mientras no se lo haya controlado en todas partes. Por eso es esencial efectuar lo antes posible una distribución universal de vacunas, equipos de protección personal y tratamientos. Las restricciones actuales al suministro de esos elementos son básicamente artificiales, en la medida en que son resultado de un régimen internacional de propiedad intelectual mal diseñado.

Las economías avanzadas, sobre todo Estados Unidos, han actuado con determinación para reactivar sus economías y apoyar a familias y empresas vulnerables. Entendieron (aunque tal vez fuera una lección pasajera) que en crisis como esta, las medidas de austeridad son profundamente contraproducentes. Pero los países en desarrollo, en su mayoría, tienen grandes dificultades para obtener fondos que les permitan mantener los programas de apoyo vigentes, por no hablar de absorber los costos adicionales impuestos por la pandemia. Estados Unidos gastó alrededor del 25% de su PIB en medidas de apoyo a la economía (y consiguió así poner coto a la desaceleración), pero los países en desarrollo sólo han podido gastar un porcentaje mucho menor.

Nuestros cálculos, basados en datos del Banco Mundial, muestran que el gasto en Estados Unidos, del orden de los 17.000 dólares per capita, fue unas 8.000 veces mayor al de los países menos desarrollados. Además del uso decidido de la política fiscal, hay tres medidas que los países desarrollados pueden tomar y que los beneficiarán, además de colaborar con la recuperación mundial. En primer lugar, impulsar una gran emisión de derechos especiales de giro (DEG), el activo global de reserva del Fondo Monetario Internacional. El FMI puede emitir en forma inmediata unos 650.000 millones de dólares en DEG sin necesidad de aprobación de las legislaturas nacionales. Y el efecto expansivo de la medida será mucho mayor si los países ricos transfieren sus asignaciones desproporcionadas de DEG a otros países con necesidad de efectivo.

El segundo conjunto de medidas también implica al FMI, dada su influencia sobre la política macroeconómica de los países en desarrollo, en particular aquellos que acuden a él para resolver problemas de balanza de pagos. Resulta alentador que el FMI haya sido un activo propulsor de la implementación de cuantiosos y prolongados programas de ayuda fiscal en Estados Unidos y en la Unión Europea, y que haya reconocido incluso la necesidad de aumentar el gasto público en los países en desarrollo, pese a lo adverso de las condiciones externas.

Pero a la hora de estipular los términos de los préstamos para países con problemas de balanza de pagos, las acciones del FMI no siempre coinciden con sus declaraciones. Un análisis que hizo hace poco Oxfam Internacional de programas de ayuda del FMI recientes y vigentes halla que entre marzo y septiembre de 2020, 76 de los 91 préstamos negociados por el Fondo con 81 países demandaban recortes del gasto público que podrían trasladarse a deterioro de los sistemas sanitarios y previsionales, congelamiento de salarios de los empleados públicos (incluido el personal médico y docente) y reducción de los seguros de desempleo, de las licencias por enfermedad y de otras prestaciones sociales. La austeridad (sobre todo tratándose de recortes en esas áreas esenciales) no tendrá en los países en desarrollo mejores resultados que los que obtendría en los desarrollados. Además, aquellos países podrían contar con un mayor margen fiscal si recibieran más asistencia (incluida la emisión de DEG antes mencionada).

Finalmente, los países desarrollados pueden organizar una respuesta integral a los enormes problemas de deuda a los que se enfrentan muchos países. Todo dinero gastado en pagar deudas es dinero que no se usa en combatir el virus y reactivar la economía. Al principio de la pandemia, se esperaba que una suspensión de los pagos de deuda de países en desarrollo y emergentes sería suficiente; pero ya pasó más de un año, y algunos deudores necesitan una reestructuración integral, en vez de los típicos parches que lo único que hacen es generar las condiciones para la próxima crisis.

Hay mucho que pueden hacer los países acreedores para facilitar esas reestructuraciones y alentar una participación más activa del sector privado (que hasta ahora se ha mostrado bastante reacio a colaborar). Como recalca el informe de la Comisión, si hubo un momento para hacer valer los principios de fuerza mayor y necesidad es ahora. No se les puede pedir a los países deudores que paguen lo que no pueden, sobre todo si será a costa de tanto padecimiento.

Las políticas que se describen aquí serían de gran ayuda para los países en desarrollo y costarían poco y nada a los países desarrollados. De hecho, el interés propio bien entendido del mundo desarrollado exige hacer todo lo posible por ayudar a los países en desarrollo y emergentes, sobre todo cuando es tan fácil de hacer y beneficiaría a gran parte de la humanidad. La dirigencia política en los países desarrollados tiene que comprender que nadie estará a salvo mientras no lo estén todos, y que la salud de la economía global depende de que haya una fuerte recuperación en todas partes.

Joseph E. Stiglitz es premio Nobel de Economía, profesor distinguido en la Universidad de Columbia e integrante de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional; Michael Spence es premio Nobel de Economía, profesor emérito en la Universidad Stanford e investigador superior en el Instituto Hoover; y Jayati Ghosh es secretaria ejecutiva de International Development Economics Associates, profesora de Economía en la Universidad de Massachusetts en Amherst e integrante de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.

Esta tribuna también lleva las firmas de Rob Johnson, Rohinton Medhora, Dani Rodrik y otros integrantes de la Comisión sobre Transformación Económica Mundial del Instituto de Nuevo Pensamiento Económico.

https://elpais.com/opinion/2021-04-06/nadie-estara-a-salvo-mientras-no-lo-esten-todos.html

lunes, 21 de septiembre de 2020

Thomas Piketty, una denuncia ilusoria del capital, de Alain Bihr y Michel Husson



Los dos libros de Thomas Piketty: El capital en el siglo XXI publicado en 2013 y Capital e ideología, publicado en 2019 1/, han tenido un impacto mundial. A esto hay que añadir el trabajo del Laboratorio sobre las Desigualdades Mundiales 2/, así como el Manifiesto para la democratización de Europa 3/.

Piketty interviene en el debate público defendiendo un proyecto de socialismo participativo basado en la reducción de las desigualdades de renta y patrimonio mediante la fiscalidad, en la participación de las y los asalariados en la dirección de las empresas y en la democratización de Europa.

Por tanto, se agradece el libro de Alain Bihr y Michel Husson: Thomas Piketty, une dénonciation illusoire du capital (Thomas Piketty, una denuncia ilusoria del capital) 4/, que ofrece una lectura crítica de la obra de Piketty. Esta se hace, en gran medida, en nombre del marxismo. Lo que los autores justifican señalando que, como demuestra el título de sus dos libros, Piketty se propone escribir El Capital de nuestro siglo, superando a Marx. Pero la comparación es cruel. Piketty no está más allá de Marx, sino muy por debajo.

Alain Bihr y Michel Husson plantean desde la introducción cuatro críticas a la problemática de Piketty: éste olvida las relaciones sociales de producción, que dictan el funcionamiento de cualquier economía y en particular de las economías capitalistas, en beneficio del análisis estadístico de distribución de ingresos y patrimonios; Piketty usa el concepto de capital de una manera ateórica: su análisis de las ideologías es sumario, basado en la introducción ahistórica de la norma de igualdad; finalmente, sus propuestas de reforma resultan utópicas: son incompatibles con el capitalismo, sin que Piketty proponga claramente una salida del capitalismo, y son inaceptables para las clases dominantes, sin que Piketty analice las alianzas de clases que podrían ponerlas en práctica.

En el capítulo 1 del libro Bihr y Husson denuncian las debilidades teóricas del trabajo de Piketty. Así, en Capital e ideología, éste utiliza el concepto de capital, pero sin definirlo con precisión: el capital sería cualquier activo que reportara una ganancia, independientemente de las relaciones de producción. Asimismo, las desigualdades se analizan únicamente desde el ángulo estadístico de las desigualdades en ingresos o patrimonio, olvidando las desigualdades de estatus y de poder. La insistencia en las desigualdades enmascara la negativa a cuestionar fundamentalmente las relaciones de producción: por supuesto, las clases dominantes pueden entregarse al consumo lujoso y ostentoso, pero sobre todo organizan las relaciones de producción, orientan la evolución económica y definen e imponen la ideología que justifica su dominación. Ciertamente Piketty denuncia el papel de justificación de las ideologías, pero lo limita a la justificación de las desigualdades y no a la del conjunto del orden social. Los autores muestran acertadamente que Piketty subestima el papel de las relaciones de producción y las relaciones de clase para sobreestimar el de las ideologías, lo que tiene serias consecuencias para su programa político.

El capítulo 2 denuncia la ligereza con la que Piketty utiliza la historia económica y social. Así, santifica la distribución de la sociedad feudal en tres órdenes, la nobleza, el clero y el tercer Estado, negándose a ver que esta distribución no es universal, que enmascara la realidad de las relaciones de producción, que ha evolucionado a lo largo del tiempo bajo el efecto de su dinamismo próximo y propio (y no solo bajo el efecto de shocks políticos, como la Revolución Francesa). Así, utiliza la noción de “sociedad de propietarios” para definir el capitalismo, enmascarando así que el capitalismo se caracteriza por una masa de individuos que no poseen nada. El capítulo 3 ilustra esta misma frivolidad en el caso específico del Reino Unido, donde Piketty apenas nos explica los debates que acompañaron al surgimiento del capitalismo.

El capítulo 4 analiza un aspecto esencial de la evolución de las economías capitalistas desde 1914 hasta 1980: la creciente importancia del Estado social, es decir, un compromiso entre el capitalismo y el movimiento social, que hizo que progresivamente el Estado distribuyera más del 40% de la producción. Aquí también, los autores reprochan a Piketty sobrestimar el papel de los factores ideológicos (el debilitamiento de la fe en la autorregulación de los mercados) mientras subestima tanto el de las fuerzas sindicales como sociales (que defendían a la vez reivindicaciones reformistas a corto plazo y objetivos revolucionarios de puesta en cuestión del capitalismo), así como el de las necesidades mismas del funcionamiento del capitalismo (que necesita una regulación macroeconómica, gasto público y social, infraestructuras, empleados competentes, gestión pacífica de los conflictos entre las grandes potencias imperialistas, etc.). Sin embargo, ¿deberíamos escribir, como los autores, que “las sociedades capitalistas occidentales han seguido siendo realmente, durante estas pocas décadas, sociedades plenamente capitalistas”? Yo no lo pienso así. Este punto de vista no rinde cuenta del auge de las instituciones sociales (educación pública, salud para todos, pensiones por reparto, prestaciones por desempleo, prestaciones asistenciales), instituciones cuyo mantenimiento e importancia son objeto de un conflicto permanente entre las clases dominantes y las fuerzas sociales, instituciones que introducen una parte ya presente del socialismo en el corazón mismo del capitalismo.

¿Por qué el proyecto socialdemócrata está en dificultades después de 1980, cuestionado por la contrarrevolución neoliberal? Para Piketty, no se ha impulsado lo suficiente la cogestión de empresas, pero los autores muestran que la misma sólo podría ser ficticia si no se abandonaba la lógica del capital; al contrario que Piketty, ven la autogestión o la nacionalización como estrategias más prometedoras. Piketty cuestiona la falta de democratización de la educación superior, su incapacidad para lograr la igualdad de oportunidades, olvidando que esto es siempre un mito engañoso en una sociedad fundamentalmente desigual, en la que las posiciones sociales son en gran parte hereditarias. Finalmente, Piketty critica a la socialdemocracia haber pensado la fiscalidad y la protección social en un marco nacional, pareciendo olvidar que las clases dominantes han utilizado precisamente la mundialización, la apertura de fronteras, la construcción europea para cuestionar los compromisos nacionales, para poner en competencia a los trabajadores y a los sistemas sociofiscales de cada país y que no hubo movimientos organizados a nivel mundial (ni siquiera a nivel europeo) para establecer una protección social y una fiscalidad transnacionales. Donde Piketty ve una debilidad ideológica de la socialdemocracia, los autores ven la tendencia casi inevitable de ciertas capas sociales a subyugarse a las clases dominantes, una tendencia reforzada por los desarrollos sociales en los países desarrollados (el debilitamiento de la clase trabajadora como fuerza política).

El capítulo 5 discute las propuestas clave del libro El capital en el siglo XXI. La identidad en la que se basa Piketty es: r=a/b, en la que r es la tasa de ganancia, a la parte de las ganancias y b la ratio capital/producto.

Piketty considera que la tasa de ganancia está determinada por la productividad marginal del capital, de forma que el aumento de la ratio capital/producto se traduce mecánicamente en un aumento de la parte del capital en el valor añadido. De hecho no distingue entre capital productivo y capital inmobiliario, por lo que el fuerte aumento que describe en la ratio capital / producto proviene casi en su totalidad del aumento del precio relativo de la vivienda, que su diagrama teórico no toma en cuenta. Por el contrario, los autores recuerdan la característica esencial de la evolución económica de los últimos cincuenta años: la ralentización de las ganancias de productividad del trabajo y la caída de la relación producto/capital han sido compensadas por un aumento de la parte de los beneficios en el valor añadido, de modo que la tasa de ganancia se ha mantenido en niveles excesivos en relación con la tasa de inversión. Así, la caída de la parte de los salarios, así como el estancamiento de la inversión, plantean problemas de mercado, resueltos por el consumo de las clases privilegiadas, por mercados externos (para algunos países), pero sobre todo por el aumento del crédito y la financiarización.

Los autores destacan la ligereza con la que Piketty elabora sus previsiones para las próximas décadas, en particular la de una brecha persistente entre la tasa de rendimiento del capital y la tasa de crecimiento, que le lleva a pronosticar un próximo incremento casi automático de las desigualdades en rentas y patrimonio.

Los autores reconocen el mérito de Piketty: “hacer del tema de las desigualdades un tema muy importante de debate público”, pero a costa de olvidar lo esencial: lo que caracteriza al capitalismo es que las y los capitalistas dirigen la producción y ejercen presión sobre los salarios y las condiciones de trabajo para obtener el máximo beneficio. Al no cuestionar esta base del capitalismo, ni la distribución primaria de la renta, Piketty se ve reducido a abogar por soluciones ingenuas, la redistribución mediante la fiscalidad, la aceptación por parte de las y los capitalistas de una tasa de ganancia más baja.

Piketty propone una imposición muy fuerte a los altos patrimonios, para redistribuir patrimonio a las personas más jóvenes, lo que resolvería la cuestión de las desigualdades de patrimonio, pero no plantea la cuestión de la valoración del patrimonio de la gente más rica fundamentalmente poseído en forma de acciones de las empresas; no examina las consecuencias macrofinancieras de dicha transferencia; el precio de las acciones se hundiría; ¿Quién poseería el capital de las empresas? Asimismo, no se aborda con seriedad la cuestión del uso de este patrimonio de 120.000 euros para otorgar a cada joven de 25 años. Su propuesta solo tiene sentido si va acompañada de una socialización del capital inmobiliario (para resolver el tema de la vivienda) y del capital de las empresas, que Piketty no contempla.

El capítulo 6 analiza el proyecto político de Piketty de un socialismo participativo. Éste se basaría en tres elementos: la tributación de los patrimonios y las rentas sería altamente progresiva; las y los representantes de los trabajadores tendrían derecho a la mitad de los puestos en los consejos de administración; todas las personas tendrían derecho a una renta mínima garantizada del 60% del PIB per cápita y a los 25 años recibirían un patrimonio equivalente al 60% del patrimonio medio. Los autores reprochan a este proyecto reformista el no sacarnos del capitalismo: las empresas deberían seguir teniendo en cuenta las normas vigentes en materia de salarios y productividad laboral, despedir trabajadores si es necesario, como las SCOPs (sociedad cooperativa y participativa) hoy. Deberían tener en cuenta las exigencias de rentabilidad de las y los accionistas (que ocuparían la mitad de los puestos en el Consejo de Administración). Observo, por mi parte, que Piketty no explica cómo se gestionarían tales empresas, cómo se arbitrarían las divergencias de objetivos entre capitalistas y empleados, por lo que su proyecto tiene poca consistencia.

Los autores señalan que Piketty acepta la visión de la propiedad privada, como emancipadora, garante de la libertad individual, olvidando la realidad del capitalismo, en el que la masa de las personas asalariadas no disfruta de esta libertad. Los autores denuncian también la visión idílica de la formación continua (que compensaría milagrosamente las desigualdades sociales de acceso a la formación inicial).

Para Piketty el aumento del impuesto sobre el carbono podría compensarse con un aumento de las transferencias, de modo que solo tendría un efecto incentivador, “sin gravar el poder adquisitivo de la gente más modesta”. Como señalan los autores, esta propuesta técnica minimiza el alcance de la crisis ecológica. Piketty se niega a ver que la propiedad privada de los medios de producción, la competencia capitalista, la búsqueda de rentabilidad y crecimiento no son compatibles con el control social de la evolución económica que la crisis ecológica hace necesario.

Piketty desarrolla su idílico proyecto a escala europea, incluso mundial: los países acordarían una fiscalidad unificada y altamente progresiva sobre las grandes empresas, altos ingresos y patrimonios, una fuerte tasación de las emisiones de gases de efecto invernadero, etc.

Los autores reprochan acertadamente a Piketty no tener en cuenta las correlaciones de fuerzas, ni la reacción de las clases dominantes, ni la necesaria movilización de las clases populares, como si su bien pensado proyecto se fuera a imponer por sí mismo.

El libro nos propone dos conclusiones. La primera, escrita antes de la crisis sanitaria, opone dos visiones de la lucha progresista. Según la que los autores atribuyen a Piketty (pero también a Joseph Stiglitz y Bernie Sanders), el capitalismo es reformable, a través de un programa verde-rosa: por un lado, un gasto público significativo para luchar contra las emisiones de gases de efecto invernadero mediante la descarbonización de la energía, el ahorro energético, la reestructuración y relocalización de la producción, la economía circular y cierta sobriedad; por otro, por la lucha contra las desigualdades de ingresos a través de una fiscalidad redistributiva. Esta visión puede ganar el asentimiento de una gran parte de la población, especialmente en las clases medias. La otra, la de los propios autores, el capitalismo verde-rosa es una ilusión engañosa; no es compatible con el capitalismo en su funcionamiento real, con la propiedad privada de los medios de producción, la frenética búsqueda de ganancias, la ceguera y codicia de las clases dominantes. Nada es posible sin una clara ruptura con el capitalismo, sin la movilización y organización de las masas para imponer nuevas relaciones sociales y nuevas relaciones de producción. Yo soy menos categórico que los autores; la experiencia de la socialdemocracia y del Estado social me parece que prueba que una inflexión es posible, que las y los capitalistas pueden tener que resignarse a ella dados los desequilibrios ecológicos, económicos y sociales, pero sobre todo si la movilización de las fuerzas sociales es suficiente.

Un epílogo, escrito durante la crisis sanitaria, actualiza esta primera conclusión. Los autores ven en la crisis sanitaria un nuevo síntoma de los límites del capitalismo: el crecimiento ilimitado choca con los límites de nuestro planeta; la destrucción de los ecosistemas acaba poniendo en peligro a la especie humana. Piketty ha tomado conciencia de esto imaginando un derecho individual a la emisión de gases de efecto invernadero (GEI); este proyecto sigue siendo poco realista, basado en compensaciones individuales (utilizar, vender o comprar mis derechos de emisión) y no en una reorganización socialmente pensada de la producción y el consumo. Básicamente su discurso no cambia, abogando por un capitalismo rosa-verde en el que la reducción de las desigualdades de ingresos (en particular a través del impuesto a la riqueza) contribuiría a la reducción de las emisiones de GEI (ya que los ricos emiten mucho más que los pobres), el crédito se utilizaría para financiar la transición ecológica (y no la especulación financiera), las y los capitalistas abrirían en gran medida las juntas directivas de las empresas a la representación de las y los trabajadores. Según los autores, este proyecto no tiene ninguna credibilidad: olvida las correlaciones de fuerzas y de poder; las clases dominantes no abandonarán sus planes de crecimiento ilimitado simplemente por el poder persuasivo de los intelectuales reformistas. Los autores terminan denunciando: “El planteamiento de Piketty, lleno a rebosar de la buena voluntad conciliadora de un reformismo muy templado, que no está manifiestamente a la altura de lo que está en juego y de la violencia anidada en la situación actual”.

Esperamos haber convencido al lector del interés del trabajo de Alain Bihr y Michel Husson 5/. Su lección fundamental es que toda sociedad conoce relaciones de poder basadas en las relaciones de producción, con sus clases dominantes y la ideología justificadora que desarrollan. Desde este punto de vista, es posible denunciar la ingenuidad del proyecto de capitalismo verde-rosa que defiende Thomas Piketty. Por el contrario, el lector puede reprochar a los autores no proponer un proyecto alternativo. ¿Qué proyecto, compatible con las exigencias ecológicas, puede hoy movilizar a las y los precarios, las clases populares y una gran parte de las clases medias? ¿Cómo conciliar los objetivos ecológicos y el deseo de aumentar el poder adquisitivo? ¿Cómo reemplazar la hegemonía de las clases dominantes?

Notas:

1/ El capital en el siglo XXI. RBA Libros. ISBN 978-84-9056-547-6. Capital e ideología. Editorial Deusto. ISBN 978-84-234-3095-6 ndt

2/ http://www.cadtm.org/IMG/pdf/wir2018-summary-spanish.pdf ndt

3/ https://www.lavanguardia.com/internacional/20181209/453460993963/manifiesto-para-la-democratizacion-de-europa-thomas-piketty.html ndt

4/ Se publicará (en francés) en octubre de 2020, por Éditions Syllepse, París y Page 2, Lausanne.

5/ Aunque pueda ser criticado por aparecer como la yuxtaposición de los capítulos escritos por cada uno de los autores; pasar demasiado rápido los análisis históricos de Thomas Piketty para concentrarse en su proyecto político; evocar las relaciones de producción como deus ex machina, olvidando las actuales contradicciones del capitalismo entre capitalismo financiero y capitalismo industrial, sin tener en cuenta el actual debilitamiento político de las fuerzas populares.

Henri Sterdyniak es economista y animador, junto a otra gente, de Économistes Atterrés.

Traducción: Faustino Eguberri para viento sur

Fuente: https://vientosur.info/thomas-piketty-una-denuncia-ilusoria-del-capital-de-alain-bihr-y-michel-husson/

lunes, 6 de julio de 2020

_- La desigualdad y los niños de EE UU. De todo el daño que puede hacer la pobreza, el que causa a los menores es el que más nos debe preocupar.

_- JOSEPH E. STIGLITZ
28 DIC 2014

Hace ya mucho tiempo se reconoce que los niños conforman un grupo especial. Ellos no eligen a sus padres, y mucho menos las condiciones generales en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse o cuidar de sí mismos. Es por ello que la Sociedad de Naciones aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño en 1924, y la razón por la que la comunidad internacional adoptó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña en 1989.

Lamentablemente, Estados Unidos no está cumpliendo con sus obligaciones. De hecho, ni siquiera ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña. EE UU, con su altamente valorada imagen de tierra de oportunidades, debería ser un ejemplo a seguir en cuanto al tratamiento justo e ilustrado de los niños. En cambio, emana la luz del fracaso —un fracaso que contribuye al aletargamiento global de los derechos del niño en el ámbito internacional.

Si bien puede que una infancia estadounidense promedio no sea la peor del mundo, la disparidad entre la riqueza del país y la condición en la que sus niños se encuentran no tiene parangón. Cerca de 14,5% de la población estadounidense en general es pobre, pero el 19,9% de los infantes —es decir, unos 15 millones de niños— viven en condiciones de pobreza. Entre los países desarrollados, únicamente Rumanía tiene un nivel de pobreza superior. La tasa de EE UU es dos tercios más alta que la del Reino Unido, y hasta cuatro veces la tasa de los países nórdicos. Para algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38% de los niños negros, y del 30% de los hispanos, son pobres.

Nada de esto ocurre porque los estadounidenses no se preocupan por sus hijos. Esto ocurre porque Estados Unidos durante las últimas décadas ha adoptado un programa de políticas que ha causado que su economía se torne en salvajemente desigual, dejando a los segmentos más vulnerables de la sociedad cada vez más y más atrás. La creciente concentración de la riqueza —y una reducción significativa de los impuestos sobre dicha riqueza— se tradujo en que se tiene menos dinero para gastar en inversiones destinadas al bien público, como por ejemplo en educación y protección para los niños.

Las dificultades en las primeras etapas de la vida están estrechamente ligadas con la desigualdad de oportunidades

Como resultado, la situación de los niños en Estados Unidos empeora. Su destino es un doloroso ejemplo de la forma como la desigualdad no solamente socava el crecimiento económico y la estabilidad —tal como al fin lo reconocen economistas y organizaciones, como el Fondo Monetario Internacional— sino que también viola nuestras más preciadas nociones sobre cómo debería ser una sociedad justa.

La desigualdad de ingresos se correlaciona con inequidades en los ámbitos de salud, acceso a la educación, y exposición a riesgos ambientales; todas estas desigualdades agobian más a los niños en comparación con el resto de segmentos de la población. De hecho, se diagnostica con asma casi a uno de cada cinco niños estadounidenses pobres; esta es una tasa superior en un 60% a la de los niños que no son pobres. Los problemas de aprendizaje son casi dos veces más frecuentes entre los niños de las familias que ganan menos de 35.000 dólares al año en comparación a lo que ocurre en los hogares que ganan más de 100.000. Y hay quien en el Congreso de Estados Unidos quiere eliminar los cupones de alimentos —pese a que 23 millones de hogares estadounidenses dependen de ellos— amenazando así con llevar al hambre a los niños más pobres.

Dichas desigualdades en resultados están estrechamente ligadas a desigualdades en oportunidades. Inevitablemente, en los países en los que los niños tienen una alimentación inadecuada, un acceso insuficiente a los servicios de salud y educación, y una mayor exposición a los riesgos ambientales, los hijos de los pobres tendrán perspectivas de vida muy distintas que los hijos de quienes son ricos. Y, en parte debido a que las perspectivas de la vida de un niño estadounidense dependen más de los ingresos y educación de sus padres en comparación con lo que ocurre en otros países avanzados, EE UU tiene la menor igualdad de oportunidades entre todos los países avanzados. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses de más alta categoría sólo aproximadamente un 9% de los estudiantes proviene de la población con ingresos que se ubican en la mitad inferior de la distribución de ingresos, mientras que el 74% provienen de la población con ingresos ubicados en el cuarto superior.

La mayoría de las sociedades reconocen la obligación moral de ayudar a garantizar que los jóvenes puedan alcanzar su potencial. Algunos países incluso imponen un mandato constitucional de la igualdad de oportunidades educativas.

Sin embargo, en Estados Unidos se gasta más en la educación de los estudiantes ricos que en la educación de los pobres. Como resultado, el país está perdiendo algunos de sus activos más valiosos, y algunos jóvenes —al verse desprovistos de habilidades— se dedican a actividades disfuncionales. Hay Estados, como por ejemplo California, que gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más.

Estados como California gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más

Si no se toman medidas compensatorias —incluyendo una educación preescolar que idealmente comience a una edad muy temprana— la desigualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales durante toda la vida en el momento que los niños llegan a la edad de cinco años. Esto debería incentivar a que se realicen acciones para implementar políticas.

En los hechos, si bien los efectos nocivos de la desigualdad son de amplio alcance, e imponen costos enormes a nuestras economías y sociedades, son también evitables en su gran mayoría. Los extremos de desigualdad observados en algunos países no son el resultado inexorable de las fuerzas económicas y de las leyes. Las políticas adecuadas —como tener redes de protección social más fuertes, aplicación de impuestos progresivos, y una mejor regulación (especialmente del sector financiero), por nombrar sólo unas pocas políticas— pueden revertir estas tendencias devastadoras.

Con el propósito de generar la voluntad política que tales reformas requieren, debemos confrontar la inercia y falta de acción de los formuladores de políticas mostrando los sombríos datos fácticos relativos a la desigualdad y sus efectos devastadores en nuestros niños. Podemos reducir las privaciones que se sufren durante la infancia y podemos aumentar la igualdad de oportunidades, con lo que sentaríamos las bases para un futuro más justo y próspero —un futuro que refleje los valores que nosotros mismos profesamos—. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Del total del daño que inflige la desigualdad en nuestras economías, sociedades y ámbitos políticos, el daño que causa a los niños debería ser el más preocupante. Cualquiera que sea la responsabilidad que pudiesen tener los adultos pobres por su destino en la vida —puede ser que no trabajaron lo suficientemente fuerte, no ahorraron lo necesario o no tomaron buenas decisiones— las circunstancias particulares de los niños recaen bajo su responsabilidad, sin que ellos tengan ningún tipo de opción al respecto. Los niños, más que cualquier otra persona, necesitan recibir la protección que les brindan sus derechos, y EE UU debería proveer al mundo con un brillante ejemplo de lo que esto significa.

Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.

https://elpais.com/economia/2014/12/26/actualidad/1419590452_449014.html

martes, 4 de febrero de 2020

_- Paul Krugman: “No soy un santo pero estoy dispuesto a pagar más impuestos”. Premio Nobel en 2008, el economista estadounidense lamenta que ante un nuevo bache económico “los amortiguadores del coche ya se han usado”.

_- En el despacho de Paul Krugman (Albany, Nueva York, 1953) reina el suficiente desorden que uno podría imaginar en un economista provocador e hiperactivo, prolijo en artículos, en libros y, lo más controvertido, en previsiones de futuro. Nobel de Economía en 2008, es miembro destacado del club de economistas estadounidenses de corte progresista, como el a su vez laureado Joseph Stiglitz o Jeffrey Sachs; también, de esa legión de demócratas que no vieron venir los estragos que la globalización —unida a la robotización— causaría en partes de la sociedad estadounidense. Su último título, Contra los zombis. Economía, política y la lucha por un futuro mejor (Crítica, 2019), reúne artículos de prensa de los últimos 15 años, algunos publicados en EL PAÍS, sobre el hachazo de la Gran Recesión, la desigualdad o, por supuesto, Donald Trump. Un par de gorras parodiando el lema electoral del republicano —Hagamos Rusia grande de nuevo, Hagamos la ignorancia grande de nuevo— se mezclan sobre su escritorio con el último libro del economista serbioestadounidense Branko Milanovic. “Me las envía gente, no sé”, comenta entre risas el profesor Krugman. Dice que ser comentarista en los medios “nunca formó parte del plan”. Sin embargo, es uno de los economistas más expuestos de la época.

PREGUNTA. Dice que en estos tiempos todo es político y que hay que ser sincero sobre la deshonestidad. ¿Puede explicarse?
RESPUESTA. En un debate económico, mucha gente construye argumentos de forma poco honesta, falsean los hechos o los tergiversan, básicamente sirven a los intereses de un grupo. Y si tú estás intentando debatir con esa gente, ¿qué haces? ¿Fingir que es un debate sincero, responder con los datos y explicar por qué están equivocados? ¿O decir: “Bueno, la verdad es que no estás siendo sincero”? Depende del contexto. En una publicación económica, no hablaría de deshonestidad con gente con puntos de vista diferentes. Pero si estás escribiendo para un periódico y esa deshonestidad es generalizada, es injusto que los lectores no sepan eso. Por ejemplo, básicamente no encontrará economistas honestos que digan que una rebaja de impuestos se va a pagar sola [como prometió Donald Trump con su gran recorte fiscal]. Tenemos muchos ejemplos de que no es así, pero la gente lo sigue diciendo.

P. ¿Cree que existe la racionalidad económica o la política siempre se impone en alguna medida?
R. El análisis económico no es inútil, o no lo es siempre, hay políticos que escuchan y hacen las cosas bien. Yo creo que las políticas de Obama estuvieron influidas por un buen pensamiento económico, pero hay muchas cosas que no pudo hacer porque no tenía el poder del Congreso.

P. Dani Rodrik dijo una vez que el éxito económico de Estados Unidos se debía a que, en última instancia, el pragmatismo siempre vence, y que la política había sido más proteccionista, liberal o keynesiana en función de las necesidades. ¿Lo comparte?
R. Estados Unidos ha tendido a ser pragmático, pero no estoy seguro de que aún seamos ese país. Por eso hablo de ideas zombis en mi libro, hay un montón de cosas que sabemos que no funcionan, pero la gente las sigue diciendo por motivos políticos. No creo que sigamos siendo ese país pragmático de hace 50 años.

P. Rodrik afirma que, de hecho, eso cambia a partir de Reagan, en los ochenta. Usted trabajó como economista para esa Administración…
R. Eso fue divertido.

P. ¿Qué recuerda de aquellos días?
R. Bueno, yo era un tecnócrata. Era el jefe de economía internacional en el Consejo de Asesores Económicos, y Larry Summers, el economista jefe. Éramos dos demócratas registrados, trabajando en asuntos técnicos. Fue fascinante ver cómo era el debate sobre las políticas. Probablemente la Administración de Reagan fue peor que las anteriores. Veías a un montón de gente que no tenía ni idea de lo que hablaban. También aprendí lo difícil que es lograr que algo se haga. Te hace darte cuenta de que solo con tener una idea inteligente no vas a cambiar el mundo.

Paul Krugman: “No soy un santo pero estoy dispuesto a pagar más impuestos”

P. Hay quien sitúa en esos años de desregulación el inicio de las desigualdades en EE UU.
R. Sí, es una gran ruptura en la dirección de la economía estadounidense, hacia una mayor desigualdad y hundimiento del movimiento laboral. Reagan tuvo un gran impacto en el tipo de economía que era EE UU. Nunca nos hemos recuperado.

P. También mucha gente señala el consenso de los noventa [durante la Administración de Bill Clinton] sobre la globalización. Usted mismo ha cambiado su punto de vista.
R. Aún creo que la globalización, en su conjunto, funcionó bien. Desde un punto global, hizo más bien que mal. Posibilitó el auge de economías pobres hacia un nivel de vida decente. Después, también supuso un factor de desigualdad en algunas comunidades específicas en EE UU.

P. ¿Los economistas también viven en una burbuja, como se dice, a veces, de los periodistas? 
R. Desde luego, mirar lo que les pasa a tus amigos es una forma muy mala de juzgar lo que pasa en el mundo. Y mirar solo lo que la gente publica en investigación puede ser un problema porque esos autores pueden tener puntos ciegos. Yo nunca imaginé que la globalización iba a tener solo ganadores, sin perdedores. Lo que no vi es algo muy específico, que es hasta qué punto algunas comunidades concretas iban a salir tan mal paradas. Preguntábamos qué iba a pasar con los trabajadores del sector fabril y pensábamos que probablemente bajaría su salario real [descontando el efecto de la inflación] como un 2%, lo cual no es algo menor, pero tampoco enorme. Lo que no nos planteamos fue qué iba a pasar con esas ciudades de Carolina del Norte dedicadas solo a la industria del mueble. Y resultó que las estaba destruyendo. Eso no lo supe ver debido a que el mundo es muy grande y que, en efecto, no conozco a ningún trabajador del mueble de Hickory, Carolina del Norte.

P. Esa crisis industrial se usa a menudo para explicar el auge del trumpismo. ¿Cree que también tiene que ver con el auge del socialismo?
R. No, son historias distintas. La tecnología ha sido más importante que el comercio respecto a la gente de la industria. Si mira los lugares más volcados en Trump, son las zonas de carbón, y no porque perdieran las exportaciones, ni por las políticas medioambientales, que son algo bastante reciente. El declive se debe al cambio tecnológico, a que dejamos de enviar tantos hombres a las minas y usamos sistemas que necesitan menos mano de obra. En cuanto al socialismo… En primer lugar, no creo que en realidad haya demasiados socialistas en Estados Unidos.

P. Cree que se sobrestima este supuesto auge del socialismo.
R. Hay mucha gente que se llama a sí mismo socialista, pero es socialdemócrata. Suelen ser jóvenes y de alta formación que ven lo difícil de ganarse la vida con esta economía. Y en los últimos 60 años, cada vez que alguien ha propuesto algo que haga la vida de la gente más fácil, los grupos de derechas lo han llamado socialista, así que al final muchos dicen: “Si eso es socialismo, soy socialista”. Alexandria Ocasio-Cortez, por ejemplo, representa una mezcla de gente formada, de color, en una zona muy demócrata. Cuando Sanders dice: “Quiero que seamos como Dinamarca”. Bueno, pues Dinamarca no es socialista, sino una fuerte socialdemocracia.

P. Se habla mucho del giro izquierdista del Partido Demócrata en las primarias. ¿Cree que van demasiado lejos?
R. No, incluso si Bernie Sanders se convierte en presidente, su programa será más gradual. Me preocupa un poco que se retrate a los demócratas como radicales. Muchas de las cosas que defienden, incluso los más izquierdistas, como la subida de impuestos a los ricos, la expansión de las ayudas sociales o la sanidad pública —sin eliminar seguros privados—, son bastante populares entre la gente. La cuestión es si hacen que parezcan peligrosas. Es interesante lo que ocurrió en el Reino Unido. [El líder laborista] Jeremy Corbyn tuvo un programa bastante radical en 2017 y le fue bien. En 2019 no era más radical, pero le fue mal por el conflicto del antisemitismo y el Brexit. Así que no estoy seguro de que el izquierdismo sea un problema para los demócratas, sino que no caigan en cosas que van a alienar a gente.

P. Dice que subir impuestos a los ricos es popular. ¿Quién es rico? ¿Usted debería pagar más de lo que paga?
R. Depende. Elizabeth Warren quiere ir detrás de la gente con más de 50 millones de dólares, esos son claramente ricos. Obama subió impuestos. Su reforma sanitaria se pagó en buena medida de la subida para gente que ganaba más de 250.000 dólares al año. Hubo quien se quejó de que le iba a costar llegar a fin de mes y, claro, se burlaron de ellos. Yo, pues bueno, se lo diré así: ese impuesto a las grandes fortunas de Warren no me afectaría, pero cualquier demócrata que haga las cosas que a mí me gustaría ver en política económica acabaría necesitando que yo pagase más impuestos. Y está bien. No soy un santo, pero estoy dispuesto a pagar más impuestos para tener una sociedad más sana.

P. ¿Apoya a algún precandidato en concreto?
R. No puedo hacerlo, The New York Times prohíbe que demos un respaldo explícito, porque si un columnista lo da, se lo atribuyen al periódico [la entrevista se hizo antes de que el consejo editorial del Times manifestara su apoyo a las candidatas demócratas Elizabeth Warren y Amy Klobuchar]. Lo que puedo decir es que quien tiene las mejores ideas en materia de políticas es Warren, claramente. Tiene gente muy inteligente, aunque creo que ha valorado mal el asunto de la sanidad [Warren empezó la campaña defendiendo la eliminación de seguros privados, ahora se muestra más flexible]. De todos modos, creo que todos los demócratas serían bastante similares desde el punto de vista de sus políticas. La de Sanders es la más expansionista, pero no podría sacarla adelante en el Senado y acabaría siendo más gradual. Quizá Biden es el más moderado, pero todo el partido se ha movido a la izquierda. No tengo idea de quién va a tener más opciones en las urnas. No creo que nadie lo sepa. Lo que sí espero —y seguramente tampoco me está permitido decirlo, según las reglas del Times— es que Trump no gane.

P. Usted es de los que temieron que las políticas de Trump trajeran una recesión global. ¿Cómo lo ve ahora?
R. Lo dije la noche electoral, llevado por la emoción, pero me retracté enseguida. Las consecuencias económicas de Trump han sido bastante tenues. Ha aumentado el déficit y ha sido proteccionista, pero si hubiese logrado revocar la reforma sanitaria [de la Administración de Obama] mucha gente hubiese salido mal parada, y al menos no lo ha conseguido. Si mira la tendencia en el empleo de los últimos 10 años, no sabría si ha habido elecciones en ese tiempo. Quizá tenemos algo menos de inversión por la incertidumbre de la guerra comercial y algo más de consumo por el recorte de impuestos y la subida del valor de la Bolsa, pero hay poca diferencia entre los números de la economía con Trump y con Obama.

P. Otro premio Nobel [Kenneth Arrow] decía que las fuerzas propias de la economía son más importantes que el impacto de Gobierno.
R. Sí, la mayor parte del tiempo. Las políticas monetarias pueden importar mucho, pero eso no está bajo el control de un presidente. Estos solo tienen mucha importancia en tiempos de crisis. Si Obama no hubiese llevado a cabo esos estímulos y el rescate a la banca, hubiese sido muy grave.

P. ¿Cómo imagina la próxima crisis?
R. Es difícil. De vez en cuando se ve algo tan claro que la crisis es predecible, como la burbuja inmobiliaria, que fue un ciclo obvio. Pero ahora no hay nada así. Lo que sea, no parece obvio. Probablemente la próxima crisis va a venir de varias cosas a la vez, un revoltijo de muchas cosas pequeñas. También hemos tenido ese tipo de crisis, la recesión de hace 30 años, por ejemplo.

P. Esa próxima recesión se encontrará con las economías del G10 con tipos de interés en cero.
R. Sí, esa es la principal preocupación.

P. ¿Cuál es la política de tipo de cambio correcta en un caso así?
R. Ni siquiera estoy seguro. Lo que más me preocupa no es ignorar de dónde vendrá la crisis, sino que no sé cómo responderemos. El Banco Central Europeo no puede bajar más los tipos, ya son negativos. Y la Reserva Federal tiene poco margen para hacerlo. Vamos a encontrarnos un bache en la carretera y los amortiguadores del coche ya se han usado. En ese caso ayuda la política económica del Gobierno, pero me preocupa que quizá no tenemos a gente muy buena tomando decisiones. En 2008 fuimos afortunados por la gente inteligente que lidió con la crisis. Ahora Europa no tiene ningún liderazgo y Estados Unidos tiene a Trump. No está claro que tengamos una buena respuesta.

P. ¿Qué efectos prevé del Brexit?
R. El Brexit es negativo, dañará la economía británica y la del resto de Europa, pero en el largo plazo, no serán grandes números. Los aranceles británicos probablemente sean mínimos, no será una unión aduanera, pero tendrá pocos impuestos. Estados Unidos y Canadá mantienen un acuerdo de libre comercio sin unión aduanera. Así que, en unos cinco años, el Reino Unido será un poco más pobre, quizá un 2%, pero no será radical. Es lo que ocurra en los próximos seis meses lo que asusta a la gente.

P. Se culpó al euro de muchas de las disfunciones de la UE, pero al final es un país con otra divisa el que sale de la Unión.
R. Creo que el euro fue un error, causó mucho daño, pero la política no es así de racional. Así que, en efecto, el Reino Unido no fue presa de la crisis del euro, aunque se autoimpuso mucha austeridad, mientras que Grecia o España fueron forzadas a ella. Si mira la crisis política en Europa, algunos de los países que han aumentado el rechazo a la democracia no formaban parte del euro, pero el euro desacreditó a las élites europeas, la gente dejó de creer que los tecnócratas de Bruselas sabían lo que hacían y, desde ese punto de vista, acabó contribuyendo al Brexit.

P. El cambio climático sigue algo subestimado como riesgo en la economía.
R. Es el problema más importante, algunos de los principales manuales hablan bastante de ello, incluído el mío. Tenemos dos problemas: uno, que tenemos un Partido Republicano que es negacionista, y el otro, que el cambio climático… Si Dios quería crear un problema que fuera realmente difícil de combatir antes de que una catástrofe natural golpee, ese sería el cambio climático. Es gradual y tiende a ser invisible hasta que es demasiado tarde. Avanza de forma progresiva y cada vez que no actuamos, empeora. La cuestión es qué países pueden hacer esfuerzos para solucionarlo. Si tuviéramos un liderazgo fuerte en Estados Unidos, podríamos haber llevado a cabo una acción efectiva, pero, en lugar de eso, tenemos un Partido Republicano que niega el problema. Así que da bastante miedo. Las posibilidades de catástrofe son bastante altas.

https://elpais.com/elpais/2020/01/23/ideas/1579793914_392852.html

jueves, 2 de enero de 2020

El enorme daño causado por los economistas neoliberales.

Vicenc Navarro
Público


Joseph Stiglitz (premio Nobel de Economía en el año 2001), escribió un artículo publicado en la revista Social Europe, The end of neoliberalism and the rebirth of history (26.11.19), en el que señalaba las consecuencias negativas de la aplicación de las políticas neoliberales (que incluían reformas laborales encaminadas a debilitar a los sindicatos y facilitar el despido de los trabajadores, así como políticas de austeridad con el intento de disminuir la protección social mediante recortes del gasto público social) en la calidad democrática de los países a los dos lados del Atlántico Norte (incluyendo España), así como en el bienestar de las clases populares de los países donde tales políticas se han estado aplicando. La evidencia de que ello ha sido así es clara y contundente.

El objetivo del artículo de Stiglitz era denunciar a los economistas que han promovido tal ideología política (el neoliberalismo), los cuales han alcanzado un dominio casi completo en fórums donde se reproduce la sabiduría convencional de los establishments políticos y mediáticos. Tal dominio ha sido promovido por las élites financieras y empresariales, así como por los sectores más pudientes de la población, que han ejercido (y continúan ejerciendo) una enorme influencia sobre tales establishments y que eran, y son, los que se benefician más de la aplicación de tales políticas, beneficios que están basados, según Stiglitz, en una enorme explotación de las clases populares, cuya calidad de vida ha empeorado considerablemente como resultado de la aplicación de esas políticas. Una de las consecuencias de esta realidad ha sido el enorme crecimiento de las desigualdades en la mayoría de estos países en los que tales políticas se han aplicado.

El principio básico del dogma neoliberal, según Stiglitz
Detrás de un lenguaje aparentemente científico, los economistas neoliberales han estado promoviendo un principio muy sencillo y que raramente aparece explícito en su argumentario. Tal principio es que “la eficiencia del sistema económico requiere incrementar la riqueza de los de arriba (las élites financieras y empresariales, así como las profesionales a su servicio), a fin de que tal riqueza vaya extendiéndose a los de abajo, que son todos los demás”. Este principio ha estado vigente siempre en las “ciencias” económicas dominantes, habiendo alcanzado niveles extremos durante la Gran Recesión. Según dicho dogma (y no hay otra manera de definirlo), lo que beneficia a los propietarios y gestores del capital financiero, así como de las grandes empresas del país (que son una minoría de la población), beneficia automáticamente a la mayoría de la población.

El problema con tal ideología es que los datos no muestran esta realidad, pues las rentas de los primeros han ido creciendo muy significativamente durante todos estos años de neoliberalismo imperante, mientras que las de los segundos ha ido descendiendo. En todos estos países del capitalismo desarrollado, las rentas derivadas del trabajo han ido disminuyendo como porcentaje de todas las rentas, mientras que las rentas derivadas de la propiedad del capital han ido aumentando. Y dentro de la masa salarial, ha habido también una enorme polarización de los salarios, con una minoría que se ha visto muy beneficiada a costa de una mayoría que se ha visto muy perjudicada.

La abusiva promoción del neoliberalismo por parte de los establishments políticos y mediáticos
En este escenario, Stiglitz señala que tales economistas neoliberales eran los que aparecían (y añadiría yo que en España continúan apareciendo) en los mayores medios de información, monopolizando el área de lo que se presenta como “ciencias” económicas, marginando, impidiendo y silenciando las voces críticas que no comulgaban con las falacias que sostenían sus argumentos y propuestas. Los primeros eran los ortodoxos del dogma neoliberal, que marginaban a los heterodoxos, definidos como “ideólogos” o “demagogos”.

Ahora bien, el fracaso del neoliberalismo es tan patente, claro y contundente que por fin se ha visto que “el rey estaba desnudo” y hoy, según Stiglitz, estamos viendo el fin del dogma neoliberal, que se había iniciado en los años ochenta del siglo pasado con la revolución neoliberal empezada por el presidente Ronald Reagan en EEUU y por la Sra. Margaret Thatcher en el Reino Unido, y que fue asimilada más tarde por lo que se definía como la Tercera Vía en EEUU (Clinton) y en la Unión Europea (Blair, Schröder y Zapatero). Esta revolución causó, en última instancia, la Gran Recesión, la cual acentuó todavía más los efectos negativos de tales políticas. Dicho fracaso es también la causa de la enorme crisis de legitimidad política que viven las democracias liberales en EEUU y en Europa. Esta conclusión de Stiglitz es, según mi parecer, excesivamente optimista, pues si bien es cierto que tales políticas neoliberales están desacreditadas extensamente en gran parte de los círculos académicos y en algunas agencias internacionales, no lo está tanto en las esferas políticas y mediáticas de muchos países, siendo España uno de ellos.

El gran fracaso del neoliberalismo en España
Todo lo que Stiglitz define, critica y denuncia puede aplicarse totalmente a España. Este es uno de los países donde tales políticas se han aplicado más clara y contundentemente. Como consecuencia de ello, España está, en cuanto a indicadores de calidad de vida de las clases populares se refiere, a la cola de los países capitalistas desarrollados. Un indicador tras otro muestran que, en temas de bienestar, estamos a la cola de los países a los dos lados del Atlántico Norte. Los elevados porcentajes de precariedad en el mercado de trabajo, la elevada tasa de desempleo, el bajo nivel de los salarios, la elevada desigualdad en la distribución de la propiedad y de las rentas, el bajo gasto público social, la escasa protección social, etc., muestran que estamos entre los peores países. Miren los datos y lo verán (ver mi libro Ataque a la democracia y al Bienestar, Crítica al pensamiento económico dominante. Anagrama, 2015).

Echen un vistazo a los gurús económicos que aparecen en los grandes medios (radiofónicos y televisivos) y verán que la única diferencia entre ellos es que unos proponen la versión dura del neoliberalismo y los otros su versión blanda, presentando inexactitudes (con gran pomposidad y arrogancia) como “verdades científicas”, aunque en realidad sean falsedades que carecen de credibilidad. En tales fórums es muy infrecuente que aparezca una voz crítica con tal dogma.

Todo esto que está ocurriendo era muy predecible, y así lo hicimos unos pocos
Efectivamente, todo lo ocurrido fue predicho. Véase, como ejemplo, mi libro Neoliberalismo y Estado del Bienestar (Editorial Ariel Económica), escrito ya en 1997. En aquel libro indiqué que las políticas neoliberales que se estaban aplicando en los países capitalistas más avanzados causarían una enorme crisis económica. La derrota del mundo del trabajo, con la consiguiente disminución de los salarios y de la demanda doméstica, crearía dicha crisis, ya que forzaría a las familias y a las empresas pequeñas a endeudarse, lo que provocaría a su vez el gran crecimiento del sector financiero, que al invertir en los sectores de mayor rentabilidad como era el sector especulativo de la economía (del cual el inmobiliario era el más extendido) crearía burbujas que al explotar causarían una crisis financiera. Y todo lo que se predijo, ocurrió. Cuando la reina del Reino Unido pidió a un grupo de economistas cómo era posible que no hubieran sabido prevenir la crisis, el portavoz de dicho grupo, Luis Garicano, el gurú económico de Ciudadanos, no supo responder, cuando, en realidad, era muy fácil de ver si uno abandonaba la fe en el dogma neoliberal (siendo tal economista uno de sus más fervientes creyentes) para mirar simplemente la realidad que le rodeaba.

Los impactos sumamente negativos que presentaban tales políticas se justificaban bajo el lema de que “no había otras alternativas”. Juan Torres, Alberto Garzón y yo mostramos la enorme falsedad de tales propuestas, señalando que por cada recorte de gasto público social que dañaba a las clases populares, se podría haber hecho otro recorte, sustituyendo al anterior, que hubiera afectado a las clases más pudientes. Y también mostramos que el hecho de que no se escogiera una alternativa y no la otra se debía precisamente a la enorme influencia que tales clases pudientes tenían sobre el Estado español y sus partidos gobernantes.

Así pues, y como ya he indicado antes, lo que ocurrió era muy predecible, así como también lo fue la protesta popular en contra de la aplicación de tal dogma. En España dicha protesta tomó la forma del 15-M, el movimiento de los indignados, que tuvo un enorme impacto en el país y que tenía como objetivo la denuncia de la nula representatividad de las instituciones que se definen a sí mismas como representativas. El eslogan “no nos representan” lo decía todo. Fue un auténtico tsunami. Y de ahí nació un movimiento político-social, Podemos. Así fue como nos pidieron a Juan Torres i a mí que hiciéramos un borrador de su programa económico, que elaboramos en base a nuestra obra Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar social en España (Editorial Sequitur, 2011), realizada conjuntamente con Alberto Garzón. Dicho programa fue mejorado más tarde por las deliberaciones y las discusiones dentro de aquella formación política.

La respuesta de hostilidad por parte del establishment político-mediático hacia dicho programa fue enorme. Y como era predecible, lo intentaron destruir, mintiendo y presentándolo como “escrito en Venezuela” (antes, durante la Guerra Fría, se utilizaban otros puntos de referencia, como Moscú o Pequín), cuando en realidad era un programa de sensibilidad kaleckiana, que quiere decir socialdemócrata de raíces escandinavas. La escasa densidad intelectual de las fuerzas conservadoras y neoliberales hace que en España (incluyendo Catalunya) se sustituya el debate por el insulto, magnificado en las cajas de resonancia que proporcionan los medios.

Las clases populares son conscientes de esta situación, de ahí que la clase política y los medios de información estén en España entre los menos valorados en la Unión Europea.

Pero el cambio es posible, y para ello es importante romper el fatalismo de aquellos que se muestran pasivos porque dicen que hay muy poco que se pueda hacer. Y una cosa que deberían hacer los lectores que son conscientes de este enorme desequilibrio es escribir cartas de protesta a tales medios de información para mostrar el desacuerdo con lo que están diciendo. Porque el nivel de estos medios es tal que deberían ser definidos como medios de persuasión y manipulación. Lo peor que puede ocurrir es que la gente se mantenga pasiva, absorbida por una mentalidad según la cual no se puede hacer nada para cambiar esta situación. Y este es precisamente el mensaje que tales medios continúan promoviendo, acentuando que no hay alternativas o algo parecido. Pero la evidencia científica muestra claramente que sí que las hay, y que no se hayan llevado a cabo se debe a que las élites financieras y económicas del país son determinantes en las políticas gubernamentales. Es necesario y urgente que esto cambie, porque, insisto, de haber alternativas sí que las hay. Lo que ha faltado hasta hoy ha sido voluntad política para aplicarlas. Así de claro.

Vicenç Navarro es Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universitat Pompeu Fabra.

http://www.vnavarro.org/

Fuente: https://blogs.publico.es/vicenc-navarro/2019/12/27/el-enorme-dano-causado-por-los-economistas-neoliberales/