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domingo, 20 de abril de 2025

¿Cuál es el cociente intelectual de Elon Musk?

Por Amanda Hess

Esta cuestionable medida de la inteligencia se está utilizando libremente en el discurso para justificar el poder de Silicon Valley y crear un nuevo sistema de clasificación humana.

Durante meses, un juego de adivinanzas en internet ha girado en torno a la cuestión de dónde se sitúa la inteligencia de Elon Musk en la curva de la campana. El presidente Donald Trump ha calificado a Musk de “individuo con un coeficiente intelectual seriamente alto”. El que fuera biógrafo de Musk, Seth Abramson, escribió en X que él “situaría su CI entre 100 y 110”, y dijo que no había “ninguna prueba en su biografía de que fuera superior”. El comentarista económico Noah Smith estimó el cociente intelectual de Musk en más de 130, una cifra deducida a partir de su calificación en el SAT. Una captura de pantalla que circula muestra que Fox News ha fijado la cifra en 155, citando a Sociosite, un sitio web basura. El encuestador Nate Silver supuso que Musk es “probablemente incluso un ‘genio’”, y teorizó que puede que no siempre lo parezca porque, como dijo en X, “los cocientes intelectuales altos sirven como multiplicador de fuerza tanto para los rasgos positivos como para los negativos”. Cuando especulamos sobre el CI de Musk, ¿de qué estamos hablando realmente?

No de su puntuación en un test de inteligencia; si alguna vez se ha sometido a un test de este tipo, sus resultados no se han hecho públicos. Su “cociente intelectual” se extrapola a partir de su éxito, su riqueza, su biografía y su presentación personal. Asignarle una cifra elevada sirve para explicar su vertiginoso ascenso en la industria tecnológica y, ahora, en el gobierno. Ese razonamiento da vueltas y vueltas. Tiene dinero y poder, por lo que debe ser inteligente; tiene mucho dinero y poder, por lo que debe ser muy inteligente.

Cuando Trump posó con Musk ante la Casa Blanca en marzo, con un concesionario improvisado de Tesla montado en el césped, el presidente imploró a los estadounidenses que compraran los coches y aseguró la relación entre la inteligencia de Musk y su éxito. “Tenemos que cuidar de nuestra gente con alto cociente intelectual”, dijo, “porque no tenemos demasiados”.

Durante más de un siglo, los psicólogos han debatido hasta qué punto un test de CI es capaz de medir el intelecto inherente de una persona (y si tal cosa existe siquiera). Ahora, el “CI” se ha desvinculado del propio test y se utiliza en el discurso para dar un brillo científico a la consolidación de una nueva élite política.

El “CI” es el término elegido por quien no solo se cree listo, sino que se cree más listo que los demás. Los estadounidenses llevan mucho tiempo obsesionados con el CI y las clasificaciones humanas que facilita, pero rara vez se manifiesta esa fijación de forma tan clara, tan incesante y a niveles tan altos. Para algunas de nuestras personas más poderosas, el CI ha llegado a ser la medida totalizadora de una persona, y una justificación del poder que reclaman.

Trump ha pasado gran parte de su segundo mandato clasificando a los seres humanos en “individuos de bajo CI” (Kamala Harris, el diputado Al Green) e “individuos de alto CI” (los impulsores de las criptomonedas, Musk, el hijo de 4 años de Musk).

Pero la fascinación del público por el CI es más amplia. (Robert F. Kennedy Jr. se ha opuesto a la fluoración del agua del grifo, alegando que provoca una disminución del cociente intelectual). El Departamento de Eficiencia Gubernamental de Musk busca aspirantes con un “CI superalto”. El vicepresidente JD Vance ha insultado al ex diplomático británico Rory Stewart en X, escribiendo que “tiene un CI de 110 y cree que tiene un CI de 130”. En febrero, un alto funcionario del gobierno de Trump pidió a los empleados de la Oficina del Programa CHIPS que facilitaran sus puntuaciones del SAT o su CI.

El interés por exprimir el cociente intelectual mediante entrenamiento y suplementos tiende un puente entre la manosfera y el internet para padres. Andrew Tate, un autoproclamado “misógino” e ídolo de la masculinidad en línea que se enfrenta a cargos de tráfico de personas en el Reino Unido y Rumanía, afirma tener un CI superior a 140 y predica en un pódcast sobre cómo “recablear tu cerebro para un éxito implacable”. Nucleus, una start-up de pruebas genéticas respaldada por el cofundador de Reddit Alexis Ohanian y el capitalista de riesgo Peter Thiel, causó revuelo el año pasado con una prueba que supuestamente calcula una “puntuación de inteligencia basada en tu ADN”. Como señaló recientemente el escritor Max Read, algunos usuarios de X han empezado a preguntarse, aparentemente en serio, cómo experimentan el mundo las personas con “bajo coeficiente intelectual”, como si fueran fundamentalmente menos humanas.

Tales fijaciones son una larga tradición estadounidense, y están volviendo a alcanzar su punto álgido ahora en un momento clave de la historia: en la consumación entre el capitalismo de Silicon Valley y el poder político de derecha.

Un sistema de clasificación humana
Las pruebas de inteligencia no surgirían hasta el siglo XX, y la abreviatura “CI” en 1922, pero una primera métrica de la inteligencia fue establecida por Francis Galton en su libro de 1869, Hereditary Genius. Galton, primo de Charles Darwin, fue uno de los principales defensores del darwinismo social, un esfuerzo pseudocientífico por organizar la sociedad humana en torno a la promoción de la “supervivencia del más apto”.

Galton fundó tanto la ideología de la eugenesia como el campo de la psicometría, es decir, la aplicación de medidas objetivas al estudio de la psicología humana. En su libro, intentó realizar un análisis estadístico de la inteligencia humana y argumentó que era un rasgo hereditario. Dijo que los hombres “naturalmente capaces” son casi idénticos a quienes “alcanzan la eminencia”, y trazó densas conexiones genéticas entre varios jueces, estadistas y artistas ingleses ilustres. El nepotismo se convirtió en prueba de superioridad inherente.

Luego llegó el test de inteligencia, que formalizó la naturaleza científica de la investigación, o al menos su sensación científica. En 1905, el psicólogo francés Alfred Binet, junto con el psiquiatra Théodore Simon, desarrolló la primera escala de inteligencia para identificar a los escolares que necesitaban una instrucción correctiva. En 1916, el eugenista estadounidense Lewis Terman adaptó el test para crear la escala Stanford-Binet, que lleva el nombre de la universidad que lo empleó.

Los tests iniciales de Terman, organizados por edades, tenían sesgos culturales manifiestos: a los niños de 7 años se les pedía que describieran una ilustración de una niña neerlandesa llorando con zapatos de madera; a los niños de 14 años se les pedía que enumeraran tres diferencias entre un presidente y un rey; a los adultos se les pedía que interpretaran las lecciones implícitas de las fábulas. Aunque el “CI” sugiere que la inteligencia humana es una cualidad genética singular y fija, como la estatura, lo que el test determina con mayor fiabilidad es el rendimiento de una persona en un test de inteligencia.

Los resultados “siempre han producido una especie de fotografía de la estructura de clases existente, en la que los grupos económicos y étnicos mejor situados resultan ser más inteligentes y los peor situados, menos”, escribe el periodista Nicholas Lemann. La versión actual del test pretende medir el razonamiento fluido, el razonamiento cuantitativo, el procesamiento visual-espacial, la memoria de trabajo y el conocimiento acumulado, quizá no por casualidad, las mismas formas de inteligencia que se valoran en la industria tecnológica.

En su historia de 2023 Palo Alto, Malcolm Harris escribe sobre Stanford como una institución construida sobre el pensamiento eugenésico. Antes de que Leland Stanford fundara la Universidad de Stanford, estableció lo que denominó el “Sistema de Palo Alto” para clasificar, entrenar y criar caballos de carreras superiores a un intenso ritmo de producción, un sistema que a veces provocaba la rotura de los tendones de los potros más débiles, pero que tenía la ventaja de eliminar a los caballos inferiores antes de invertir demasiado en su desarrollo. Una vez que Stanford aplicó este sistema de castigo a los logros humanos, sembró en Silicon Valley —y en los Estados Unidos a los que fue dando forma— una obsesión de un siglo de duración por la puntuación de la inteligencia.

El test de Binet-Simon tenía un objetivo integrador: los niños discapacitados de Francia corrían el riesgo de ser trasladados a centros psiquiátricos; al clasificar a todos los alumnos en la misma escala de inteligencia, se podía mantener a esos niños en las escuelas y recomendarles una educación adaptativa.

Pero la escala Stanford-Binet se generalizó en un test de inteligencia que podía utilizarse para medir y clasificar a todos los seres humanos, y asignarles una puntuación relativa a una norma de 100. Pronto Terman inscribió a su propio hijo Frederick en un estudio sobre niños “genios” y vendió sus hallazgos al ejército estadounidense.

Fue Estados Unidos el pionero en el uso del CI con fines punitivos, utilizando las puntuaciones bajas para denegar la entrada en el país a determinados inmigrantes, esterilizar por la fuerza a personas discapacitadas y empujar a soldados de bajo rango a la línea de fuego mientras se elevaba a puestos de oficiales a los que obtenían puntuaciones altas.

Aunque los crímenes de la Alemania nazi comprometieron la popularidad mundial de la eugenesia y fomentaron la desautorización de la palabra, las victorias británica y estadounidense en la II Guerra Mundial también sirvieron para refrendar el uso de los tests de inteligencia en la organización de la guerra y, de forma más general, en la identificación de las élites.

En 1958, el sociólogo británico Michael Young utilizó el término “meritocracia” para describir una sociedad emergente organizada en torno al “mérito” como nueva justificación del poder jerárquico, que definió como una combinación de puntuaciones de CI y esfuerzo. Su obra satírica, The Rise of the Meritocracy, fue escrita desde la perspectiva de un futuro sociólogo (también llamado Michael Young) que deseaba preservar la meritocracia frente a sus críticos.

Pero el verdadero Young era más escéptico. “Si la cultura general animara a los ricos y poderosos a creer que merecen plenamente todo lo que tienen, qué arrogantes podrían llegar a ser”, escribió, “qué despiadados a la hora de perseguir su propio beneficio”.

Young sugirió que la idea meritocrática era tentadora para los padres a quienes se les habían negado los placeres del éxito, pero que, sin embargo, podían invertir en la posibilidad de que sus hijos, o los hijos de sus hijos, fueran juzgados lo bastante inteligentes y trabajadores como para reclamarlos. Cuanto más frustrados estaban con los resultados de sus propias vidas, más maníacos se volvían por asegurar las oportunidades de sus hijos.

Cuando la inteligencia es una mercancía
Veo ecos de las ideas de Young en el internet para padres, que se apodera de su entusiasmo por los suplementos que supuestamente fortalecen el cerebro y los consejos granulares para el desarrollo infantil. En cuanto di a luz a mi primer hijo, me inundaron las redes sociales con consejos para padres y marcas de juguetes inspirados en Montessori. Puntuaban sus argumentos de venta con emoticones de cerebritos rosas, como si quisieran sugerir que sus productos podían infundirse en el mismo órgano.

Los videos de Baby Einstein de la década de 1990, en los que las marionetas y los juguetes se ambientaban con música clásica, parecen totalmente descerebrados en comparación. Es concebible que cualquier actividad de la vida —destete, alimentación, masaje— pueda aprovecharse ahora para optimizar el cerebro de los niños pequeños, asegurando a los padres inteligentes que, con suficiente esfuerzo, sus hijos pueden convertirse en pequeños genios.

Young describió a los padres de mediados de siglo que intentaban evitar la “movilidad descendente” obsesionándose con amplificar el cociente intelectual de sus hijos. Tiene sentido que los milénials —una generación estadounidense para la que la movilidad económica descendente es probable— se adhieran al proyecto con especial celo.

Mientras los padres se afanan por acaparar los últimos restos de ventaja meritocrática, el propio discurso en torno a la inteligencia se está adaptando a los juegos de poder bruto de la élite de Silicon Valley. La nueva y burlona invocación del CI anuncia, quizás, que la meritocracia ha llegado a un punto de ruptura. El esfuerzo sincero y directo está fuera de lugar. También lo está el test de CI. El número de una puntuación de CI imaginaria no se refiere a nada, pero es un indicador adecuado de la confluencia del poder político y tecnológico, el lugar donde la postura política se encuentra con la producción capitalista.

Trump hizo eco del Sistema de Palo Alto (y de los programas eugenésicos que engendró) en un mitin de victoria en enero, en el que declaró que el hijo de 4 años de Musk es muy inteligente, no porque tenga una visión particular del desarrollo infantil temprano, sino porque sabe quién es el padre del niño. “Si creen en la teoría del caballo de carreras, él tiene un hijo simpático e inteligente”, dijo Trump.

Al mismo tiempo, el resurgimiento del insulto “retrasado” sirve de contundente apoyo a la obsesión por los genios. El término fue en su día un diagnóstico médico extraído de las escalas de inteligencia, antes de transformarse en peyorativo y convertirse finalmente en algo inaceptable en los años ochenta. Pero ahora puede oírse de nuevo en el discurso de ciertos capitalistas de riesgo, agentes políticos, conductores de pódcast y comediantes por igual. En su uso actual, el insulto se burla de las personas discapacitadas, marca a los oponentes políticos como intrínsecamente inferiores y señala el ascenso de una nueva élite a la que no se aplican las antiguas normas de urbanidad.

Hay una sensación de totalidad en el CI, el número que determina todos los demás. Su particular destilación de la inteligencia —un conjunto de capacidades de procesamiento, memoria y alfabetización— solo ha adquirido mayor relevancia a medida que el capitalismo estadounidense se ha transformado en una economía de la información, en la que la producción se centra cada vez más en la manipulación de códigos y datos en lugar de palancas y arados.

También halaga al oligarca de la tecnología, quien ahora se encuentra en una posición de gran influencia política. Sin embargo, no se contenta con reclamar simplemente el estatus de nerd enclenque. Un CI alto funciona como un sistema de clasificación humana de uso general, que implica invencibilidad, prosperidad y virilidad. Figuras como Musk, Thiel y Sam Altman han invertido en empresas de biotecnología y gambitos de longevidad que pretenden convertir el conocimiento en formas físicas sobrehumanas, convirtiendo a los hombres inteligentes en hombres fortachones y produciendo herederos genéticamente optimizados.

Resulta apropiado que el producto que Silicon Valley pretende vender ahora por encima de todos los demás se llame inteligencia artificial: una visión del intelecto refinado en pura mercancía, que puede privatizarse y venderse.

Los promotores de la IA están ansiosos por anunciar el momento (inminente, nos aseguran) en que la inteligencia artificial igualará o superará las capacidades humanas. Todo este concurso de élite para medir la inteligencia prepara el terreno para que el líder tecnológico de “alto cociente intelectual” se haga con la propiedad del concepto de inteligencia en sí mismo y, en última instancia, someta a todas las personas a su control. Como Musk publicó recientemente en X, la plataforma de la que es propietario: “Cada vez parece más que la humanidad es un cargador de arranque biológico para la superinteligencia digital”.


sábado, 9 de noviembre de 2019

_- De cómo la ciencia ha cambiado nuestro sentido de identidad

__ Nathaniel Comfort
Nature

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Los avances biológicos han cambiado repetidamente la percepción que tenemos de nosotros mismos, escribe Nathaniel Comfort, en el tercer ensayo de una serie, en conmemoración del aniversario de Nature, sobre cómo los últimos 150 años han ido moldeando la ciencia actual.

Ilustración de Señor Salme
En el icónico frontispicio de Evidence as to Man’s Place in Nature [Evidencias sobre el lugar que ocupa el hombre en la naturaleza] de Thomas Henry Huxley (1863), esqueletos de primates caminan a través de la página, presumiblemente hacia el futuro: “Gibón, orang, chimpancé, gorila, hombre”. Pruebas recientes de anatomía y paleontología habían situado el lugar de los humanos en la escala natural de forma científicamente irrefutable. Vamos inequívocamente en compañía de los animales, aunque encabecemos la fila.

Atribuido a Paul D. Stewart/SPL
Nicolás Copérnico nos había desplazado del centro del universo; ahora Charles Darwin nos desplazaba del centro del mundo vivo. Independientemente de cómo se tomara uno esta degradación (Huxley no estaba preocupado; Darwin sí), no había duda del mensaje más amplio de Huxley respecto a que la ciencia por sí sola puede responder a lo que él llamaba la “pregunta de las preguntas”: “El lugar del hombre en la naturaleza y sus relaciones con el universo de cosas”.

La pregunta de Huxley ocupó un lugar destacado en los primeros números de la revista Nature. Ingenioso y provocativo, el “Bulldog de Darwin” era uno de los ensayistas más solicitados de la época. Norman Lockyer, editor-fundador de la revista, se anotó un buen tanto cuando persuadió a su amigo para que se convirtiera en colaborador habitual. Y Huxley reconocía una tribuna en cuanto la veía. Dio el salto y utilizó las páginas de Nature para defender el darwinismo y la utilidad pública de la ciencia.

Fue en el séptimo número, el 16 de diciembre de 1869, cuando Huxley propuso un esquema para lo que llamó “darwinismo práctico”, que nosotros llamamos eugenesia. Convencido de que el dominio continuo del Imperio británico iba a depender del carácter “emprendedor enérgico” inglés, meditó respecto a la selección de una actitud dinámica entre los británicosi. Reconociendo que la ley, por no mencionar la ética, podría interferir, escribió: “Es posible influir, indirectamente, en el carácter y la prosperidad de nuestros descendientes”. Francis Galton -primo de Darwin y un planeta exterior al sistema solar de Huxley- estaba ya escribiendo sobre ideas similares y llegaría a ser conocido como el padre de la eugenesia. Entonces, cuando apareció esta revista, la idea de “mejorar” la herencia humana estaba en la mente de muchas personas, sobre todo como una potente herramienta del imperio.

La visión radiante de Huxley –sobre un progreso y triunfo humanos infinitos, propiciados por la marcha inexorable de la ciencia- incorpora un problema con los llamados valores de la Ilustración. El precepto de que la sociedad debería basarse en la razón, los hechos y las verdades universales ha sido un tema rector de los tiempos modernos. Lo que en muchos sentidos es algo espléndido (últimamente he visto suficiente gobernanza sin evidencias como para toda una vida). Sin embargo, la navaja de Occam tiene un doble filo. Los valores de la Ilustración se han adaptado a creencias chirriantemente discordantes, como que todos los hombres son creados iguales, que habría que decapitar a los aristócratas y que puede venderse a las personas como esclavos.

Quiero sugerir que muchos de los peores capítulos de esta historia son el resultado del cientifismo: la ideología de que la ciencia es la única forma válida de comprender el mundo y resolver los problemas sociales. Donde la ciencia ha expandido y liberado a menudo nuestro sentido de identidad, el cientifismo lo ha limitado.

A lo largo de los últimos 150 años, podemos ver que tanto la ciencia como el cientifismo moldean la identidad humana de muchas maneras. La psicología del desarrollo se centró en el intelecto, lo que llevó a la transformación del CI (coeficiente intelectual) de una herramienta educativa en un arma de control social. La inmunología redefinió el “yo” en términos del “no-yo”. La teoría de la información proporcionó nuevas metáforas que reformulaban la identidad como algo que reside en un texto o en un esquema eléctrico. Más recientemente, los estudios celulares y moleculares han relajado las fronteras del yo. La tecnología reproductiva, la ingeniería genética y la biología sintética han hecho que la naturaleza humana sea más maleable; la epigenética y la microbiología complican las nociones de individualidad y autonomía; y la biotecnología y la tecnología de la información sugieren un mundo donde el yo está repartido, disperso, atomizado.

Las identidades individuales, arraigadas en la biología, tal vez nunca hayan jugado un papel más importante en la vida social, incluso cuando sus límites y parámetros se vuelven cada vez más difusos.

Diseños sobre la inteligencia
“Es preciso introducir métodos de precisión científica en todo el trabajo educativo para llevar a todas partes el buen sentido y la luz”, escribió el psicólogo francés Alfred Binet en 1907 (traducción al inglés publicada en 1914ii). Una década antes, Binet y Théodore Simon desarrollaron una serie de pruebas para escolares franceses para medir lo que llamaron la “edad mental”. Si la edad mental de un niño fuera inferior a su edad cronológica, podría recibir ayuda adicional para ponerse al día. El psicólogo alemán William Stern llevó la ratio de la edad mental a la cronológica, que dio lo que llamó coeficiente intelectual y, en teoría, podían hacerse comparaciones a través de los grupos. Mientras tanto, Charles Spearman, estadístico británico y eugenista de la escuela de Galton, encontró una correlación entre el rendimiento de un niño en diferentes pruebas. Para explicar las correlaciones, teorizó una cualidad innata, fija y subyacente que llamó “g” para la “inteligencia general”. Luego, el psicólogo estadounidense Henry Goddard, con el eugenista Charles Davenport susurrando en su oído, afirmó que un coeficiente intelectual bajo era un rasgo mendeliano simple. Por lo tanto, paso a paso científico, el coeficiente intelectual se convirtió de una medida del rendimiento pasado de un niño determinado en un indicador del rendimiento futuro de cualquier niño.

El cociente intelectual se convirtió en una medida no de lo que haces, sino de quién eres: una puntuación para el valor inherente de uno como persona. Durante la Era Progresista, los eugenistas se obsesionaron con la inteligencia baja, creyendo que era la raíz del crimen, la pobreza, la promiscuidad y la enfermedad. Cuando Adolf Hitler expandió la eugenesia a grupos étnicos y culturales enteros, decenas de miles de personas en todo el mundo habían sido ya arrancadas del acervo génico, esterilizadas, institucionalizadas, o ambas cosas.

Yo no
Los inmunólogos adoptaron otro enfoque. Localizaron la identidad en el cuerpo, definiéndola en términos relacionales más que absolutos: el yo y el no-yo. El rechazo al injerto de tejido, las alergias y las reacciones autoinmunes podrían entenderse no como una guerra sino como una crisis de identidad. Se trataba de un terreno bastante filosófico. De hecho, el historiador Warwick Anderson ha sugerido queiii en inmunología, el pensamiento biológico y social han estado “mezclándose promiscuamente en un entorno tropical común bajo las palmeras”.

El Platón inmunológico fue el inmunólogo australiano Frank MacFarlane Burnet. El diseño de Burnet de la inmunología como la ciencia del yo fue una respuesta directa a su lectura del filósofo Alfred North Whitehead. Ojo por ojo, los teóricos sociales desde Jacques Derrida hasta Bruno Latour y Donna Haraway se han apoyado en las imágenes y conceptos inmunológicos al teorizar el yo en la sociedad. El hecho es que el pensamiento científico y el social están profundamente implicados, reverberantes, co-construidos. No puedes entender completamente el uno sin el otro.

Más tarde, Burnet se sintió atraído por las nuevas metáforas tomadas de la cibernética y la teoría de la información. “Está en el espíritu de los tiempos”, escribió en 1954iv, creer que pronto habría “una ‘teoría de las comunicaciones’ del organismo vivo”. De hecho, la hubo. En el mismo período, los biólogos moleculares se enamoraron también de las metáforas de la información. Después de la solución de 1953 de la doble hélice del ADN, cuando el problema del código genético tomó forma, los biólogos moleculares encontraron que las analogías con la información, el texto y la comunicación eran irresistibles, tomando prestadas palabras como “transcripción”, “traducción”, “mensajeros”, “transferencias” y “señalización”. El genoma "se deletrea" en un "alfabeto" de cuatro letras, y casi siempre se discute como texto, ya sea un libro, un manual o una lista de partes. No por coincidencia estos campos crecieron junto con la informática y la industria informática.

El yo de la posguerra se convirtió en una cifra que había que decodificar. Las secuencias del ADN podrían ser digitalizadas. Sus mensajes podrían, al menos en teoría, ser interceptados, decodificados y programados. Pronto se hizo difícil no pensar en la naturaleza humana en términos de información. En la década de 1960, se empezó a conocer el ADN como el “secreto de la vida”.

Muchos yoes
A finales de los años sesenta y setenta, los críticos (incluidos varios científicos) se preocuparon cada vez más de que la nueva biología pudiera alterar lo que significa ser humano. Los problemas éticos y sociales planteados eran “demasiado importantes para dejarlos exclusivamente en manos de las comunidades científica y médica”, escribió James Watson (famoso por sus aportaciones sobre el ADN que más tarde cayó en la infamia) en 1971.

En 1978, Patrick Steptoe y Robert Edwards tuvieron éxito con la fertilización humana in vitro, lo que llevó al nacimiento de Louise Brown, la primera “bebé probeta”. En 1996, la clonación humana parecía estar a la vuelta de la esquina tras la clonación de una oveja que Ian Wilmut y su equipo llamaron Dolly.

La clonación y la ingeniería genética impulsaron mucha búsqueda del alma pero poco encuentro del alma. Durante mucho tiempo ha habido algo terrible y fascinante en la idea de fabricar una persona, quizás no exactamente una persona. ¿Tendrían los individuos clonados los mismos derechos que los nacidos naturalmente? ¿Se deshumanizaría de alguna manera a un bebé concebido o diseñado para ser donante de tejidos? ¿Tenemos derecho a alterar los genes de los no nacidos? O, como han argumentado los provocadores, ¿tenemos la obligación de hacerlo? El reciente desarrollo de potentes herramientas de modificación de los genes, como CRISPR, solo ha hecho que sea más urgente una participación amplia en esa toma de decisiones.

Macaco sometido a un trasplante de hígado de cerdo en China en 2013 Foto: VCG/Getty

Los argumentos, tanto a favor como en contra, en torno a la ingeniería humana se apoyan a menudo en una comprensión demasiado determinista de la identidad genética. El cientifismo puede ir en ambas direcciones. Un profundo reduccionismo localizó la naturaleza humana dentro del núcleo celular. En 1902, el médico inglés Archibald Garrod escribióv sobre una “individualidad química” basada genéticamente. En la década de 1990, cuando los primeros tsunamis de datos de secuencias genómicas comenzaron a bañar las costas de la ciencia básica, se hizo evidente que la variación genética humana era mucho más extensa de lo que habíamos pensado. Garrod se ha convertido en un tótem de la edad del genoma.

A finales de siglo, los visionarios habían comenzado a promocionar la llegada de la “medicina personalizada” basada en tu genoma. No más “tallas únicas”, decía el eslogan. En cambio, el diagnóstico y la terapia se adaptarían a ti, es decir, a tu ADN. Después del Proyecto del Genoma Humano, el coste de la secuenciación del ADN cayó en picado, haciendo que “tu genoma forme parte” de la cultura de masas.

Hoy en día, las universidades con tecnología avanzada ofrecen perfiles de genoma a todos los estudiantes que ingresan en primer curso. Las firmas de moda pretenden usar tu genoma para componer listas de vinos personalizadas, suplementos nutricionales, cremas para la piel, batidos o bálsamo labial. La secuencia se ha convertido en el yo. Como dice en el kit de prueba del ADN de la compañía de secuencias 23andMe, “Bienvenido a ti mismo”.

Los límites se difuminan
Pero tú no eres todo tú, ni mucho menos. El modelo de ADN como cianotipo está desactualizado, es casi pintoresco. Para los principiantes, todas las células en un cuerpo no tienen los mismos cromosomas. Las mujeres cisgénero son mosaicos: la inactivación aleatoria de un cromosoma X en cada célula significa que la mitad de las células de una mujer expresan la X de su madre y la otra mitad la de su padre. Las madres también son quimeras, gracias al intercambio de células con un feto a través de la placenta.

El quimerismo puede cruzar también el límite de la especie. Se han producido embriones chimpancés-humanos en el laboratorio, y los investigadores están trabajando de forma ardua para tratar de desarrollar órganos humanos inmuno-tolerantes en cerdos. Los genes, las proteínas y los microorganismos fluyen continuamente entre casi cualquier forma de vida que viva una junto a otra. John Lennon tenía razón: “Yo soy él como tú eres él como tú eres yo y somos todos a la vez”.

Incluso en términos estrictamente científicos, “tú” eres más que el contenido de tus cromosomas. El cuerpo humano contiene al menos tantas células no humanas (principalmente bacterias, arqueas y hongos) como humanasvi. Decenas de miles de especies microbianas se apiñan y empujan sobre y a través del cuerpo, con profundos efectos sobre la digestión, el aspecto, la resistencia a las enfermedades, la visión y el estado de ánimo. Sin ellos, no te sientes como si fueras tú; de hecho, no eres realmente tú. El ser biológico ha sido reformulado como un grupo de comunidades, todas ellas comunicadas entre sí.

Estas también retozan promiscuamente debajo de las palmeras. Los científicos descubrieron que podían usar el microbioma de una persona para identificar a su pareja sexual en el 86% de las vecesvii. Hallaron que las comunidades con mayor similitud en parejas que conviven están en los pies. El microbioma del muslo, por el contrario, está más estrechamente relacionado con su sexo biológico que con la identidad de su pareja.

Se puede entender que una parte del cuerpo, un pozo negro, un vagón de metro, un aula, -cualquier lugar con una comunidad característica- tienen una identidad genética. En dicha comunidad, la información genética pasa dentro y entre los organismos individuales a través del sexo, la depredación, la infección y la transferencia horizontal de genes. En el último año, los estudios han demostrado que las comunidades de microbios simbióticos en los mejillones de aguas profundas se aíslan genéticamente con el tiempo, como las especies. En los hongos, los genes llamados Spok (asesino de esporas) fluyen y refluyen y se recombinan a través de las especies mediante un “impulso meiótico”, una especie de botón genómico de avance rápido que permite que se produzca un cambio genético hereditario lo suficientemente veloz como para responder a un entorno que cambia rápidamente. El genoma, como dijo la genetista Barbara McClintock hace mucho tiempo, es un órgano sensible de la célula.

La epigenética disuelve aún más los límites del yo. Los mensajes codificados en el ADN se pueden modificar de muchas maneras: mezclando y combinando módulos de ADN, seleccionando u ocultando bits para que no puedan leerse, o cambiando el mensaje una vez leído, modificando su significado en la traslación. El ADN se enseñó una vez como un texto sagrado transmitido fielmente de generación en generación. Ahora, cada vez más evidencias apuntan al genoma nuclear como algo más que una bolsa de sugerencias, frases turísticas, sílabas y galimatías que usas y modificas según sea necesario. El genoma parece ahora menos la sede del yo y más un juego de herramientas para modelar ese yo. Entonces, ¿quién está haciendo la configuración?

El yo repartido
Los implantes cerebrales, las interfaces hombre-máquina y otros dispositivos neurotécnicos extienden el yo al dominio del “universo de las cosas”. La compañía Neuralink de Elon Musk en San Francisco, California, intenta hacer que la interfaz perfecta de la mente y la máquina -ese tropo de la ciencia ficción- sea una realidad (virtual). La inteligencia natural y la inteligencia artificial se juntan ya; no es descabellado que de alguna manera, algún día, se fusionen.

¿Puede el yo llegar no simplemente a ampliarse sino a distribuirse? El escritor y exeditor de Nature, Philip Ball, permitió a los investigadores tomar muestras de las células de su piel, convertirlas nuevamente en células-madre (con el potencial de convertirse en cualquier órgano) y luego cultivarlas en un “mini-cerebro”, tejido neural en una placa que desarrolló patrones de disparo eléctricos típicos de las regiones del cerebro. Otros productos básicos de ciencia ficción, como cultivar cerebros enteros en placas de Petri o cultivar órganos humanos en animales de granja, aún están muy lejos, pero se están realizando esfuerzos activos para lograrlos.

Control del yo
Sin embargo, hay una mosca de la fruta en la pomada. La mayoría de estas nociones de identidad del Siglo de las Luces y los escenarios dominantes de ciencia ficción del futuro post-humano han sido desarrollados por hombres con educación universitaria que no estaban discapacitados y que provenían de las clases medias y altas de las naciones ricas del norte global. Sus ideas reflejan no solo los hallazgos, sino también los valores de quienes han dominado durante demasiado tiempo el sistema científico: positivista, reduccionista y centrado en dominar la naturaleza. Quienes controlan los medios de producción de secuencias son quienes escriben la historia.

Eso ha comenzado a cambiar. Aunque queda mucho camino por recorrer, una mayor atención a la equidad, la inclusión y la diversidad ha moldeado ya profundamente el pensamiento sobre la enfermedad, la salud y lo que significa ser humano. Es importante que Henrietta Lacks, cuyas células tumorales se usan en laboratorios de todo el mundo, cultivadas y distribuidas sin su consentimiento, fuera una mujer pobre afroamericana. Su historia ha estimulado innumerables conversaciones sobre desigualdades y prejuicios en la biomedicina, y ha cambiado las prácticas en el mayor financiador biomédico de Estados Unidos: el National Institute of Health.

Considerando la genealogía genómica desde una perspectiva afroamericana, la socióloga Alondra Nelson ha revelado esfuerzos complejos y cargados de emociones para recuperar las historias familiares perdidas en el pasaje del medio. En la comunidad nativa americana, la creación de una identidad nativa genética fue una coproducción de la ciencia occidental y la cultura indígena, como demostró la historiadora Kim TallBear. Las concepciones de etnicidad basadas en el ADN están lejos de no ser problemáticas. Pero el impulso de hacer que las tecnologías del yo sean más accesibles, más democráticas –que tengan más que ver con la autodeterminación y menos sobre el control social- es, en su base, liberador.

En ninguna parte se ve esto más claro que en las personas que viven con discapacidades y que utilizan tecnologías de asistencia. Podrían ganar o recuperar modos de percepción, podrían comunicarse y expresarse de nuevas maneras y ganar nuevas relaciones en el universo de las cosas.

La artista Lisa Park juega con estas ideas. Ella usa tecnologías de biorretroalimentación y sensores derivados de la neurociencia para crear lo que ella llama representaciones audiovisuales del yo. Un árbol de luz que florece y deslumbra mientras los espectadores se dan la mano; piscinas de agua que resuenan armónicamente en respuesta a las ondas de electroencefalograma de Park; una “orquesta” de músicos androides que usan sensores cardíacos y cerebrales hacen una música inquietantemente bella al reaccionar e interactuar de diferentes maneras cuando Park, la directora de la orquesta, les indica que se quiten las vendas de los ojos, se miren, se hagan guiños, rían, se toquen o se besen. Sin embargo, incluso este sentido artístico, subjetivo e interactivo del yo está ligado a una identidad limitada por la biología.

Desde la Ilustración, hemos tendido a definir la identidad humana y el valor en términos de los valores de la ciencia misma, como si solo ellos pudieran decirnos quiénes somos. Esa es una noción extraña y estrecha de miras. Frente al colonialismo, la esclavitud, las epidemias de opioides, la degradación ambiental y el cambio climático, la idea de que la ciencia y la tecnología occidentales son las únicas fuentes confiables de autoconocimiento no puede sostenerse ya. Esto no significa poner toda la miseria humana a los pies de la ciencia, ni mucho menos. El problema es el cientificismo. Definir el yo solo en términos biológicos tiende a oscurecer otras formas de identidad, como el rol laboral o social de uno. Quizás la respuesta a la “pregunta de preguntas” de Huxley no sea, después de todo, un número.

Referencias:
i H. [Huxley, T. H.] Nature 1, 183–184 (1869).

ii Binet, A. & Simon, T. Mentally Defective Children (Arnold, 1914).

iii Anderson, W. Isis 105 , 606–616 (2014).

iv Burnet, M. Sci. Am. 191 , 74–78 (1954).

v Garrod, A. E. Lancet 160 , 1616–1620 (1902).
vi Sender, R., Fuchs, S. & Milo, R. Cell 164 , 337–340 (2016).

vii Ross, A. A., Doxey, A. C. & Neufeld, J. D. mSystems 2 , e00043-17 (2017).

Nathaniel Comfort es profesor de Historia de la Medicina en la Universidad Johns Hopkins, Baltimore, Maryland.

Fuente: https://www.nature.com/articles/d41586-019-03014-4

(Nature, núm 574, pág. 167-170, 2019)