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jueves, 26 de junio de 2025

Entrevista al Premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz «Trump quiere ser un dictador»

Fuentes: El diario


El premio Nobel de Economía vino a España para dar una conferencia sobre los peligros de la desinformación, organizada por el Observatorio de Medios, en la que también participó elDiario.es

“La libertad de llevar un fusil AK-47 para algunos es la pérdida de libertad por el miedo de otros”. Con este ejemplo fácil de entender, el Nobel de Economía de 2001 Joseph E. Stiglitz (Estados Unidos, 1943) tumba los argumentos falsos de una derecha entregada a un concepto falso de libertad que, al final, se traduce en la ley de la selva. Defensor acérrimo de un capitalismo progresista donde la regulación debe ordenar las finanzas para acabar con las desigualdades, argumenta que “los mercados sin restricciones no serían libres, acabarían en monopolios”. Stiglitz defiende en su libro Camino de libertad (Editorial Taurus) que “la idea de que deberías ser libre de hacer lo que quieras para construir algo suena bien hasta que te das cuenta de que a menudo es más fácil ganar dinero explotando a otros. Sin embargo, si restringes que alguien pueda explotar a los demás, canalizas las energías de la sociedad hacia formas constructivas para conseguir una economía mejor”.

Este economista no esconde que “hay un miedo abrumador en Estados Unidos” con el presidente Donald Trump, que está conduciendo al país a “un tipo diferente de autoritarismo”. “Lo que está sucediendo hoy en Estados Unidos con Trump es el debilitamiento total de la democracia”, reitera. Y lanza un aviso: “Esperemos que lo que está sucediendo en Estados Unidos sea una llamada de atención para Europa, porque podría ocurrir en cualquier lugar”.

Su libro se titula Camino de libertad. ¿Podría ser el concepto de libertad el más utilizado para destruir la libertad de millones de personas en un sistema como el capitalismo neoliberal que nos tiene secuestrados en una falsa libertad?

El motivo por el que escribí el libro es el abuso del término “libertad”. En Estados Unidos, el grupo de derecha del Partido Republicano llamado Freedom Caucus hace un abuso constante del término: libertad económica, libre empresa, mercados libres. Lo que intento señalar es que en la derecha no se dan cuenta de cómo somos interdependientes en la sociedad. De manera que la libertad de una persona puede quitarle la libertad a otra. Por ejemplo, la libertad de portar un AK-47 te puede quitar la libertad de vivir. En Estados Unidos, tenemos contantemente asesinatos, muchos de ellos en escuelas. Los padres se preocupan por si sus hijos volverán a casa, han perdido la libertad por el miedo. Así que la libertad de llevar un fusil AK-47 para algunos es la pérdida de libertad por el miedo de otros. La libertad de no llevar mascarilla durante la COVID-19 significaba que otras personas iban a morir o la libre empresa y su libertad para contaminar va a incrementar las consecuencias del cambio climático. La derecha asegura que la regulación es perjudicial porque limita la libertad. Pero una simple normativa da más libertad a todo el mundo. Así que restringir la libertad de alguna manera puede ampliarla de una forma más significativa.

Usted escribe en su libro que “resulta sorprendente que, a pesar de todos los fallos y las desigualdades del sistema actual, tanta gente siga defendiendo la economía del libre mercado”. ¿Cómo han conseguido engañar a la gente?

En primer lugar, el sistema económico es muy complicado. Entender cómo encajan todas las piezas es muy difícil. Además, hay un concepto muy atractivo en la idea de espíritu libre, de poder hacer lo que uno quiere. Suena bien, pero todos los juegos requieren reglas y normas. Si no, sería un caos. Los economistas ya han estudiado ese impacto: los mercados sin restricciones no serían libres, acabarían en monopolios. Una de las cosas que le dije a Milton Friedman cuando escribió un libro titulado Libre para elegir fue que el libro realmente debería haberse titulado Libre para explotar. Los mercados no funcionan bien cuando alguien se aprovecha de las personas. Por ejemplo, en 2008, los bancos estadounidenses se dedicaron a conceder préstamos abusivos, con tipos de interés muy elevados, que las personas realmente no tenían capacidad de pagarlos. El resultado fue una gran crisis financiera, todo habría colapsado si el Gobierno no hubiera intervenido para rescatarlos.

Escribí este libro es para intentar explicar de forma sencilla que la idea de que deberías ser libre de hacer lo que quieras para construir algo suena bien hasta que te das cuenta de que a menudo es más fácil ganar dinero explotando a otros. Sin embargo, si restringes que alguien pueda explotar a los demás, canalizas las energías de la sociedad hacia formas constructivas para conseguir una economía mejor. Hay gente que pensaba que el afán de lucro impulsa a las personas a fabricar mejores productos, pero lo cierto es que sin regulaciones, tendrán un incentivo para aprovecharse de otras personas.

Cuando lo entrevisté en 2020, le pregunté qué se puede hacer con ese 1% de ricos que usted apuntaba que en EEUU “iba evolucionando hacia una economía y una democracia del 1%, para el 1% y por el 1%”. Su respuesta fue “frenar su poder político”. Con el resultado de las últimas elecciones en EEUU parece claro que no ha sido suficiente.

¿Quién hubiera pensado que el mundo estaría hablando de oligarcas estadounidenses? Antes hablábamos de los oligarcas rusos como símbolo de lo que había fallado en la sociedad rusa. Creo que lo que ha salido mal es que durante 40 años no prestamos suficiente atención a la desigualdad. Creíamos que liberar el mercado conduciría a un mayor crecimiento y el goteo económico garantizaría que a todos llegarían los beneficios. Pero lo que obtuvimos fue un débil crecimiento y solo se beneficiaron los más ricos. No funcionó. Pero el neoliberalismo fue la religión económica del momento, no basada en la ciencia económica. Varios economistas, entre los que me encuentro, ya habíamos explicado que el neoliberalismo no funcionaría. Pero con la política de la persuasión, Milton Friedman, que era un gran retórico, al igual que Ronald Reagan, convencieron a los estadounidenses y a buena parte de los europeos. Se tragaron la historia, siguieron esperando a que se produjera el goteo de la riqueza pero no se produjo, lo que dio lugar al descontento. Esta desilusión y descontento hizo que muchos ciudadanos se volvieran antisistemas y antigubernamentales, aunque sin el gobierno iban a estar aún menos protegidos.

Es una especie de círculo vicioso donde la desigualdad hace que los populistas neoliberales ganen elecciones que ponen en marcha políticas que acrecentan esa desigualdad, que los progresistas no terminan de solucionar cuando están en el Gobierno, que hace que los neoliberales vuelvan a ganar y la desigualdad no para de crecer.

Totalmente de acuerdo. Lo que está sucediendo hoy en Estados Unidos con Trump es el debilitamiento total de la democracia. En cierta manera, Donald Trump es la conclusión lógica de este círculo vicioso. Lo más decepcionante es que los ciudadanos están tan desilusionados que dicen que la democracia no es tan importante. Así que no les molesta que Trump haya violado el estado de derecho o los principios básicos de la democracia. Creen que lo importante es asegurar que se escuche su voz, porque piensan que nadie les ha escuchado durante 40 años. Esperemos que lo que está sucediendo en Estados Unidos sea una llamada de atención para Europa, porque podría ocurrir en cualquier lugar.

Parecía que el debate de la austeridad estaba definitivamente enterrado, que las lecciones de la crisis de 2008 habían enseñado cómo la austeridad solo acentuó el desastre económico y agravó la situación para millones de personas. Sin embargo, el paso por la Administración estadounidense de un personaje como Elon Musk solo ha sido para hacer recortes.

Es diferente. No se puede describir como austeridad lo que está haciendo Trump, aunque tiene cosas en común. Hay muchos recortes presupuestarios en áreas que son muy importantes para el crecimiento, socavando la investigación científica o las universidades, que son una de las bases de la fortaleza de Estados Unidos. Así que está matando explícitamente a la economía de una manera peor que en Europa. La austeridad europea se basaba en la creencia de querer reducir el déficit, pero Trump solo ha conseguido un aumento del déficit. Está destruyendo áreas de inversión pública para dar más dinero a los oligarcas o para tener más margen para reducir los impuestos a los ricos.

Trump solo ha conseguido un aumento del déficit. Está destruyendo áreas de inversión pública para dar más dinero a los oligarcas o para tener más margen para reducir los impuestos a los ricos

Usted destaca el papel de la educación liberal como fórmula para crear sociedades más justas. Se entienden así los ataques de Trump a una universidad como Harvard.

Las sociedades democráticas necesitan controles y contrapesos, no solo en el gobierno, también en la sociedad. No se puede permitir la concentración de poder, ya sea económico o mediático. Ahora hay demasiado poder en manos de unas pocas personas, los oligarcas. Trump se opone a cualquier cosa que interfiera con lo que él quiere hacer, quiere ser un dictador. Acusa a la prensa de ser enemiga del pueblo por publicar las ilegalidades que comete. Con la libertad académica ocurre más o menos lo mismo. La sociedad crea estas instituciones educativas para seguir desarrollando ideas. Trump odia las universidades porque no quiere ideas que desafíen sus teorías erróneas.

Pero hay otra razón por la que Trump y muchos en la derecha detestan las universidades. Ven a los jóvenes que salen de las universidades pensando de una manera diferente a como él piensa ahora. En parte es porque los jóvenes deben pensar por sí mismos, y Trump culpa a las universidades, no quiere que la gente piense con rigor. Por eso tiene tanta animadversión y tanta ira hacia nuestras universidades, pero atacando a las universidades está destruyendo el activo más importante de Estados Unidos.

Trump odia las universidades porque no quiere ideas que desafíen sus teorías erróneas

La derecha en España no tiene otra política económica que bajar impuestos. Usted diferencia claramente entre los ingresos del mercado, que carecen de legitimidad moral, frente a los impuestos, que son un acto moral. ¿Lo podría explicar?

Una de las afirmaciones de la derecha es que tienes derecho a todos los ingresos que ganas, sin tener que pagar impuestos. Pero la realidad es que no habrías podido ganar esos ingresos si no se hubiera construido una sociedad sobre los impuestos que ofrezca educación, infraestructuras, seguridad, etc. Es un acto moral pagar impuestos. En segundo lugar, los salarios, los tipos de interés y los precios surgen en una economía de mercado que reflejan la distribución de la riqueza y el poder en la sociedad, aunque no tenga legitimidad moral. Por ejemplo, si tenemos una sociedad en la que la mayor parte de los ingresos están en manos de personas que explotan a otras, serán ellas las que determinen los salarios, independientemente de que alguien reciba un salario alto o bajo. En Estados Unidos, está muy claro que gran parte de la riqueza se remonta a la esclavitud, al poder de mercado, al tráfico de drogas o al comercio de opio con China, que no es que tengan una legitimidad moral.

Otra parte muy interesante de su libro es cuando explica que el derecho de la propiedad es una construcción social. En España tenemos un grave problema de acceso a la vivienda. Las personas con rentas bajas o los jóvenes tienen serios problemas para acceder a una vivienda mientras que los más ricos o los fondos de inversión acaparan cientos y miles de viviendas en propiedad. ¿Sería legítimamente moral limitar el derecho a la propiedad para asegurar el derecho a una vivienda?

Cuando digo que los derechos de propiedad son una construcción social, es como las leyes. Los decidimos como sociedad a través de procesos democráticos. Las sociedades pueden decidir cómo organizar sus derechos de propiedad, aunque ahora la forma en que lo hacemos es ineficiente. Tenemos que crear comunidades en las que todos puedan convivir y disponer de vivienda es fundamental para el funcionamiento de la sociedad.

Se puede limitar la propiedad o su disponibilidad de varias maneras. Por ejemplo, a través de las infraestructuras y el transporte público. De este modo, la gente puede vivir más lejos y desplazarse, ya que el suelo es muy escaso en el centro. Es más barato vivir más lejos. Si se dispusiera de un buen transporte público, la gente estaría dispuesta a vivir más lejos. Por lo tanto, la vivienda no sería un problema tan grave si se dispusiera de buenas infraestructuras. Otro ejemplo, en el centro de la ciudad de Nueva York, que tiene los inmuebles más caros del mundo, hay muchos apartamentos vacíos, que son de oligarcas rusos o chinos ricos. Quieren tener inmuebles en Estados Unidos tanto para blanquear dinero como para tener un refugio seguro. Creo que deberíamos gravar los apartamentos vacíos con impuestos muy altos para desincentivar que sigan vacíos, pero si permanecen vacíos, al menos se pueden utilizar los ingresos para construir viviendas a precios asequibles.

Deberíamos gravar los apartamentos vacíos con impuestos muy altos para desincentivar que sigan vacíos, pero si permanecen vacíos, al menos se pueden utilizar los ingresos para construir viviendas a precios asequibles

Usted también apunta a las cadenas de la deuda, y señala que para resolver esta crisis, basándose en el principio de que la sostenibilidad de la deuda no debe lograrse a costa del desarrollo humano, ya que las actuales políticas de deuda en muchos países en desarrollo están al servicio de los mercados financieros, no de las personas. ¿Cómo solventamos el problema de la deuda?

Hay dos partes: cómo se evita que se acumule un exceso de deuda y qué ocurre cuando ya hay un exceso de deuda. Todos los países tienen una ley de quiebras que reconoce que a veces las personas se endeudan en exceso. Es tanto un problema del prestamista como del prestatario. Reconocer que la gente a veces no puede pagar es la razón por la que existe la quiebra. Es necesario un sistema de quiebras más humano, que permita a la gente saldar su deuda sin abusos. ¿Qué hacemos con el exceso de deuda cuando se produce ex ante? Un buen sistema de quiebra desincentiva el exceso de préstamos. Pero aun así es necesario contar con una buena normativa para disuadir a las entidades financieras que concedan préstamos abusivos. Hay que promulgar leyes que aumenten la transparencia para que se sepa claramente la deuda en la que se mete la gente… No se puede impedir del todo, pero sí desalentar los créditos abusivos.

Usted ha cuestionado varias veces el compromiso con la democracia de economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman. Ambos ganaron el Nobel de Economía. ¿No es un mensaje aterrador que personas que no defiendan la democracia puedan ganar este premio y, en definitiva, ser referentes para la sociedad?

Se tendría que haber discutido más. Las políticas que defendían no eran muy democráticas. Por ejemplo, Milton Friedman estuvo muy vinculado al dictador chileno Augusto Pinochet. Friedman no tuvo reparos en utilizar a este dictador para imponer políticas de libre mercado y sin utilizar medios democráticos, lo que resultó ser un desastre para Chile…. Friedman y Hayek trataron de hacer un argumento moral a favor de los mercados libres y un argumento de que la libertad económica era necesaria e imperativa para la libertad política, pero no estaban realmente comprometidos con la libertad política.

Usted escribe en su libro que “los mercados libres y desatados defendidos por Hayek, Friedman y tantos otros representantes de la derecha nos han puesto en el camino del fascismo”. ¿Cuánto de cerca estamos realmente de sucumbir a este nuevo fascismo?

Creo que en Estados Unidos estamos muy cerca. No es lo mismo que el fascismo del siglo XX en Italia, España o Alemania. El trumpismo es un tipo diferente del autoritarismo. Estamos hablando mucho sobre si los tribunales serán capaces de frenar a Trump, pero hay un miedo abrumador sobre hacia dónde vamos. En la última semana ha enviado a la Guardia Nacional y a los militares por las manifestaciones contra las deportaciones. El miedo es enorme.

La globalización supuso una integración de los mercados aunque la gobernanza de esos mercados era muy débil. ¿Hacia dónde nos dirigimos ahora?

Vamos a redefinir la globalización en el mundo después de Trump porque ya ha destruido el derecho internacional. Europa y a otros países se tienen que dar cuenta de que las fronteras nacionales importan, ya no es como después de la Segunda Guerra Mundial, cuando trabajábamos por un mundo sin fronteras. Estamos abandonando la ambición de un mundo sin fronteras y con reglas globales que gobernaran a todo el mundo. Tendremos que trabajar más para crear normas donde sea más importante, será una globalización más centrada en asuntos importantes, con instituciones multilaterales para el cambio climático, la cooperación para las pandemias del cambio climático y organizar el comercio, pero reduciremos nuestra ambición respecto a lo que ha dominado la agenda multilateral los últimos 80 años. 

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lunes, 1 de abril de 2024

Hay que subir los impuestos a los más ricos.Joseph El Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz defiende en su nuevo libro, 'Capitalismo progresista', que las injusticias que no se corrigen se heredan

JOSEPH E. STIGLITZ
12 ENE 2020 -

Hay una dimensión de la justicia a la que los políticos dedican a menudo cuatro palabras, pero poco más que eso: el bienestar de las generaciones futuras. La reforma tributaria de 2017 [en EE UU] generará enormes déficits fiscales y aumentará la deuda del Gobierno. Irónicamente, los republicanos en el Congreso argumentaban contra una deuda excesiva —que sería una carga para las futuras generaciones, decían— hasta que tuvieron la oportunidad de enriquecer a las corporaciones y los multimillonarios. Hay tres aspectos de la justicia intergeneracional a los que se ha conferido escasa relevancia y que una agenda progresista debe corregir.

Primero, lo que verdaderamente supone una carga para las generaciones futuras es la falta de inversión, tanto pública como privada (...). Si no brindamos a nuestros jóvenes la educación adecuada, a la larga serán incapaces de alcanzar todo su potencial. Y si no invertimos en infraestructura y tecnología, el mundo que heredarán no será capaz de sostener los niveles de vida que nosotros hemos disfrutado.

Segundo, nuestro planeta es insustituible. Si las cosas no funcionan bien aquí, no hay ningún otro sitio al que podamos ir. Aun así, estamos expoliando nuestro mundo, y aún más peligrosamente con el cambio climático en ciernes. El daño aumenta cada año, de un modo que ahora resulta predecible. Incluso la forma en que el Gobierno reflexiona acerca del medio ambiente y toma decisiones al respecto resulta injusta para nuestros niños. Recordemos lo dicho (...): siempre que el Gobierno considera una regulación, debe hacer un análisis de los costes y los beneficios. Parte de este análisis implica comparar, digamos, el coste de una regulación medioambiental hoy con los beneficios que tendrá hoy y en un futuro. Si restringimos, por ejemplo, las contaminantes centrales eléctricas a base de carbón, los costes pueden aumentar hoy, pero los beneficios de una mejor salud y de reducir el cambio climático se extenderán a lo largo de los años. El factor clave para realizar estos análisis de los costes y los beneficios es: ¿cómo comparamos un dólar de beneficios futuros con un dólar de costes actuales? Con los procedimientos de la Administración de Trump, un dólar (“real”) equivaldrá en cincuenta años, cuando nuestros hijos estén en la flor de la vida, a solo tres centavos. En esencia, la Administración se limita a estafar al futuro. A menos que el beneficio de una regulación ambiental sea para nuestros hijos más de treinta veces mayor que el coste hoy, la Administración cree que no debería adoptarse. Con este cálculo, que apenas tiene en cuenta a nuestros hijos, no debe sorprendernos que no haya interés alguno en hacer algo respecto al cambio climático.

Tercero, por varias razones, grandes proporciones de gente joven no cuentan con las oportunidades que, digamos, tuve yo mismo cuando empecé. Millones de ellos cargan ya con la pesada deuda estudiantil, que obstaculiza su habilidad de elegir con libertad —están constantemente pensando en los pagos que deben— o hasta de crear una familia o comprar una casa. Entretanto, los precios de la vivienda, relativos a los ingresos, han subido por los efectos del dinero fácil, una normativa tributaria pobremente diseñada y la desregulación financiera. Nuestra generación disfrutó de las ganancias del capital. La siguiente tiene que idear la forma de conseguir una vivienda asequible. Esta brecha en el bienestar intergeneracional es de las cuestiones más problemáticas a las que nos enfrentamos. Los padres que hicieron fortuna en el sector de los bienes inmobiliarios pueden compartir esa riqueza con sus hijos, quienes pueden a su vez traspasarla a los suyos. Pero los que no poseen ningún bien inmobiliario tienen poco o nada que legar a sus hijos y nietos, y eso deja a sus herederos expuestos. Así, las desigualdades en esta generación pueden verse amplificadas en la siguiente. Los cambios en la política tributaria (…) y los programas de crédito hipotecario y estudiantil (…) brindan una salida.

Tributación
Un sistema tributario progresivo, justo y eficaz debería ser parte importante de una sociedad dinámica y justa. Hemos descrito las actividades relevantes que el Gobierno tiene que asumir, como la enseñanza pública, la salud, la investigación y el desarrollo de infraestructuras; la gestión de un buen sistema judicial y la garantía de una mínima Seguridad Social.

Para todo esto se necesitan recursos, es decir, impuestos. Lo justo es que sean quienes tienen mayor capacidad de pago—y que suelen obtener más de nuestra economía— quienes tributen más. Pero (…) quienes se sitúan en la cima de la pirámide pagan una tasa impositiva menor que aquellos con ingresos más bajos. De esta y otras formas, las cosas solo han empeorado en las últimas tres décadas: la reforma tributaria de 2017, y su aumento de los impuestos a una mayoría de las capas medias para financiar los recortes impositivos a las corporaciones y los multimillonarios, se ha convertido quizá en la peor legislación tributaria aplicada hasta ahora.

Simplemente exigir a las corporaciones e individuos acaudalados que paguen los impuestos que deben —un cambio modesto en nuestro actual sistema de carácter regresivo— podría por sí solo generar un par de trillones de dólares en un lapso de diez años. Esto implica no solo subir los impuestos, sino eliminar la panoplia de vacíos legales que los grupos de presión a favor de intereses específicos han ayudado a incorporar a nuestro código tributario. En vez de fijar impuestos a los bienes inmuebles con tasas preferenciales (como hizo la ley de 2017), las rentas del suelo deberían tributar a una tipo más alto. Cuando se cobra impuestos a los trabajadores puede ocurrir que no se esfuercen igual en su labor; cuando se cobra impuestos al capital puede ocurrir que vaya a parar a otro lugar o que la gente no ahorre tanto. No es así en el caso de la tierra, que está ahí, se le cobren impuestos o no. De hecho, el gran economista del siglo xix, Henry George, aseguraba que las rentas del suelo deberían tributar un ciento por ciento. Los impuestos sobre las rentas pueden generar una economía más productiva. Ahora bien, una vasta porción de los ahorros va a la tierra en lugar de a activos productivos (inversiones en investigación, fábricas y equipamiento). Fijar impuestos a las ganancias de capital por la tierra y las rentas incentivaría un mayor ahorro, que podría destinarse a capital productivo.

Hay otros impuestos que pueden potenciar de manera simultánea el rendimiento económico y aumentar las rentas. Por ejemplo, uno sobre las emisiones de carbono les recordaría a los hogares y las empresas que debemos reducir nuestras propias emisiones. En ausencia de tales impuestos, los individuos no tienen en cuenta el coste social de sus actividades emisoras de carbono. Incentivarían a la vez las inversiones y la innovación para reducir tales emisiones y podrían desempeñar un papel fundamental en alcanzar las metas tan importantes fijadas en las cumbres internacionales de París (2015) y Copenhague (2009) para limitar el calentamiento global. Sin un impuesto de esa índole, será difícil que se consigan esos objetivos, lo cual tiene un coste enorme: ya en 2017, el mundo experimentó una cifra récord de pérdidas por desastres naturales relacionados con el clima, tales como los 245.000 millones de dólares en pérdidas a causa de los huracanes Harvey, Irma y María, una expresión clara de la creciente variabilidad climática asociada al calentamiento global.

Este extracto es un adelanto editorial de ‘Capitalismo progresista: la respuesta a la era del malestar’, que la editorial Taurus publica el próximo 16 de enero. Joseph E. Stiglitz (Indiana, 1943) es catedrático de la Universidad de Columbia (EE UU), fue asesor del Gobierno de Bill Clinton y obtuvo en 2001 el Premio Nobel de Economía.

https://elpais.com/elpais/2020/01/10/ideas/1578646387_428635.html

martes, 24 de octubre de 2023

OPINIÓN. Desigualdad y democracia. JOSEPH E. STIGLITZ

Para mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía hay que dejar atrás el capitalismo neoliberal

Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, a los expresidentes de Brasil Jair Bolsonaro y de Estados Unidos Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.

Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de “una persona, un voto” se ha transformado en “un dólar, un voto”.

Esta desigualdad política se retroalimenta, y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Políticas tributarias que favorecen a los ricos, un sistema educativo que beneficia a los ya privilegiados y una regulación de defensa de la competencia mal diseñada y mal fiscalizada que tiende a dar a las corporaciones vía libre para acumular poder de mercado y explotarlo. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.

En tiempos más recientes, a los medios tradicionales controlados por los superricos se les han sumado empresas de redes sociales controladas por los superricos; la única diferencia es que las segundas tienen incluso más libertad para difundir desinformación. Gracias a la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996, las empresas con sede en Estados Unidos no tienen responsabilidad por lo que publiquen terceros en sus plataformas, ni por la mayoría de los otros daños sociales que causan (por ejemplo, a las adolescentes).

En este contexto de capitalismo sin rendición de cuentas, a nadie debería sorprender que tanta gente recele de la creciente concentración de riqueza o crea que el sistema está arreglado. La difundida sensación de que la democracia ha generado resultados injustos debilitó la confianza en ella, y llevó a algunos a concluir que sistemas alternativos podrían ser más eficaces.

Este debate no es nuevo. Hace 75 años, muchos se preguntaban si las democracias podían crecer tan rápido como los regímenes autoritarios. Ahora muchos se preguntan cuál de los sistemas produce más justicia. Pero este debate se desarrolla en un mundo en el que los muy ricos tienen herramientas para moldear el pensamiento tanto en sus propios países como en el exterior, a veces con mentiras lisas y llanas (“¡Nos robaron la elección!”, “¡Las máquinas de votación estaban amañadas!”; una falsedad que le costó a Fox News 787 millones de dólares).

Uno de los resultados ha sido una polarización cada vez más profunda, que obstaculiza el funcionamiento de la democracia, especialmente en países como Estados Unidos con sistemas de escrutinio uninominal por mayoría simple (donde “el ganador se lleva todo”). Cuando Trump fue elegido presidente en 2016 con una minoría del voto popular, la política estadounidense, que en otros tiempos alentaba a resolver los problemas con la búsqueda de acuerdos, ya se había convertido en una competencia desvergonzada por el poder, un torneo de lucha libre donde al menos uno de los lados parece creer que no tiene que haber reglas.

En un contexto de polarización tan excesiva, puede parecer que hay demasiado en juego como para hacer concesiones. En vez de buscar puntos de acuerdo, quienes tengan el poder usarán todos los medios a su disposición para conservarlo (como han hecho abiertamente los republicanos mediante la manipulación del trazado de distritos electorales y medidas para suprimir la participación de votantes).

Las democracias funcionan mejor cuando lo que está en juego no parece ni demasiado ni demasiado poco (en el segundo caso, la gente no sentirá mucha necesidad de participar en el proceso democrático). Hay opciones de diseño que las democracias pueden hacer para mejorar las chances de encontrar este feliz término medio. Los sistemas parlamentarios, por ejemplo, alientan la formación de coaliciones y suelen dar el poder al centro en vez de a los extremos. Otras soluciones que han demostrado ser útiles son el voto obligatorio y por orden de preferencia, lo mismo que la existencia de un funcionariado de carrera dedicado y protegido.

Estados Unidos suele presentarse como un faro de la democracia. Aunque siempre hubo hipocresía (desde la benevolencia de Ronald Reagan hacia Augusto Pinochet hasta el hecho de que Joe Biden no se haya distanciado de Arabia Saudí ni denunciado el fanatismo antimusulmán del Gobierno del primer ministro indio, Narendra Modi), al menos Estados Unidos encarnaba un conjunto compartido de valores políticos.

Pero ahora, la desigualdad económica y política se ha vuelto tan extrema que muchos rechazan la democracia. Es terreno fértil para el autoritarismo, sobre todo la clase de populismo de derecha que representan Trump, Bolsonaro y el resto. Pero ya está claro que estos dirigentes no tienen ninguna de las respuestas que buscan los votantes descontentos. Por el contrario, las políticas que aplican cuando se les da el poder sólo empeoran las cosas.

En vez de buscar alternativas en otra parte, tenemos que reflexionar sobre nuestro propio sistema. Con las reformas adecuadas, las democracias pueden volverse más inclusivas, más responsables ante la ciudadanía y menos responsables ante las corporaciones y los ricos que hoy controlan la billetera mundial. Pero para salvar la política también se necesitan reformas económicas igual de drásticas. El único modo de empezar a mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía (y desinflar la ola populista) es dejar atrás el capitalismo neoliberal y cumplir mejor la promesa de prosperidad compartida de la que tanto hablamos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.

lunes, 6 de julio de 2020

_- La desigualdad y los niños de EE UU. De todo el daño que puede hacer la pobreza, el que causa a los menores es el que más nos debe preocupar.

_- JOSEPH E. STIGLITZ
28 DIC 2014

Hace ya mucho tiempo se reconoce que los niños conforman un grupo especial. Ellos no eligen a sus padres, y mucho menos las condiciones generales en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse o cuidar de sí mismos. Es por ello que la Sociedad de Naciones aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño en 1924, y la razón por la que la comunidad internacional adoptó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña en 1989.

Lamentablemente, Estados Unidos no está cumpliendo con sus obligaciones. De hecho, ni siquiera ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña. EE UU, con su altamente valorada imagen de tierra de oportunidades, debería ser un ejemplo a seguir en cuanto al tratamiento justo e ilustrado de los niños. En cambio, emana la luz del fracaso —un fracaso que contribuye al aletargamiento global de los derechos del niño en el ámbito internacional.

Si bien puede que una infancia estadounidense promedio no sea la peor del mundo, la disparidad entre la riqueza del país y la condición en la que sus niños se encuentran no tiene parangón. Cerca de 14,5% de la población estadounidense en general es pobre, pero el 19,9% de los infantes —es decir, unos 15 millones de niños— viven en condiciones de pobreza. Entre los países desarrollados, únicamente Rumanía tiene un nivel de pobreza superior. La tasa de EE UU es dos tercios más alta que la del Reino Unido, y hasta cuatro veces la tasa de los países nórdicos. Para algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38% de los niños negros, y del 30% de los hispanos, son pobres.

Nada de esto ocurre porque los estadounidenses no se preocupan por sus hijos. Esto ocurre porque Estados Unidos durante las últimas décadas ha adoptado un programa de políticas que ha causado que su economía se torne en salvajemente desigual, dejando a los segmentos más vulnerables de la sociedad cada vez más y más atrás. La creciente concentración de la riqueza —y una reducción significativa de los impuestos sobre dicha riqueza— se tradujo en que se tiene menos dinero para gastar en inversiones destinadas al bien público, como por ejemplo en educación y protección para los niños.

Las dificultades en las primeras etapas de la vida están estrechamente ligadas con la desigualdad de oportunidades

Como resultado, la situación de los niños en Estados Unidos empeora. Su destino es un doloroso ejemplo de la forma como la desigualdad no solamente socava el crecimiento económico y la estabilidad —tal como al fin lo reconocen economistas y organizaciones, como el Fondo Monetario Internacional— sino que también viola nuestras más preciadas nociones sobre cómo debería ser una sociedad justa.

La desigualdad de ingresos se correlaciona con inequidades en los ámbitos de salud, acceso a la educación, y exposición a riesgos ambientales; todas estas desigualdades agobian más a los niños en comparación con el resto de segmentos de la población. De hecho, se diagnostica con asma casi a uno de cada cinco niños estadounidenses pobres; esta es una tasa superior en un 60% a la de los niños que no son pobres. Los problemas de aprendizaje son casi dos veces más frecuentes entre los niños de las familias que ganan menos de 35.000 dólares al año en comparación a lo que ocurre en los hogares que ganan más de 100.000. Y hay quien en el Congreso de Estados Unidos quiere eliminar los cupones de alimentos —pese a que 23 millones de hogares estadounidenses dependen de ellos— amenazando así con llevar al hambre a los niños más pobres.

Dichas desigualdades en resultados están estrechamente ligadas a desigualdades en oportunidades. Inevitablemente, en los países en los que los niños tienen una alimentación inadecuada, un acceso insuficiente a los servicios de salud y educación, y una mayor exposición a los riesgos ambientales, los hijos de los pobres tendrán perspectivas de vida muy distintas que los hijos de quienes son ricos. Y, en parte debido a que las perspectivas de la vida de un niño estadounidense dependen más de los ingresos y educación de sus padres en comparación con lo que ocurre en otros países avanzados, EE UU tiene la menor igualdad de oportunidades entre todos los países avanzados. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses de más alta categoría sólo aproximadamente un 9% de los estudiantes proviene de la población con ingresos que se ubican en la mitad inferior de la distribución de ingresos, mientras que el 74% provienen de la población con ingresos ubicados en el cuarto superior.

La mayoría de las sociedades reconocen la obligación moral de ayudar a garantizar que los jóvenes puedan alcanzar su potencial. Algunos países incluso imponen un mandato constitucional de la igualdad de oportunidades educativas.

Sin embargo, en Estados Unidos se gasta más en la educación de los estudiantes ricos que en la educación de los pobres. Como resultado, el país está perdiendo algunos de sus activos más valiosos, y algunos jóvenes —al verse desprovistos de habilidades— se dedican a actividades disfuncionales. Hay Estados, como por ejemplo California, que gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más.

Estados como California gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más

Si no se toman medidas compensatorias —incluyendo una educación preescolar que idealmente comience a una edad muy temprana— la desigualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales durante toda la vida en el momento que los niños llegan a la edad de cinco años. Esto debería incentivar a que se realicen acciones para implementar políticas.

En los hechos, si bien los efectos nocivos de la desigualdad son de amplio alcance, e imponen costos enormes a nuestras economías y sociedades, son también evitables en su gran mayoría. Los extremos de desigualdad observados en algunos países no son el resultado inexorable de las fuerzas económicas y de las leyes. Las políticas adecuadas —como tener redes de protección social más fuertes, aplicación de impuestos progresivos, y una mejor regulación (especialmente del sector financiero), por nombrar sólo unas pocas políticas— pueden revertir estas tendencias devastadoras.

Con el propósito de generar la voluntad política que tales reformas requieren, debemos confrontar la inercia y falta de acción de los formuladores de políticas mostrando los sombríos datos fácticos relativos a la desigualdad y sus efectos devastadores en nuestros niños. Podemos reducir las privaciones que se sufren durante la infancia y podemos aumentar la igualdad de oportunidades, con lo que sentaríamos las bases para un futuro más justo y próspero —un futuro que refleje los valores que nosotros mismos profesamos—. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Del total del daño que inflige la desigualdad en nuestras economías, sociedades y ámbitos políticos, el daño que causa a los niños debería ser el más preocupante. Cualquiera que sea la responsabilidad que pudiesen tener los adultos pobres por su destino en la vida —puede ser que no trabajaron lo suficientemente fuerte, no ahorraron lo necesario o no tomaron buenas decisiones— las circunstancias particulares de los niños recaen bajo su responsabilidad, sin que ellos tengan ningún tipo de opción al respecto. Los niños, más que cualquier otra persona, necesitan recibir la protección que les brindan sus derechos, y EE UU debería proveer al mundo con un brillante ejemplo de lo que esto significa.

Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.

https://elpais.com/economia/2014/12/26/actualidad/1419590452_449014.html

lunes, 18 de noviembre de 2019

El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia

¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?

JOSEPH E. STIGLITZ 17 NOV 2019 - 00:16 CET

Al final de la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica...

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute.

https://elpais.com/economia/2019/11/13/actualidad/1573640730_606639.html?prod=REGCRART&o=cerrado#&event_log=fa&event_log=fa

miércoles, 15 de mayo de 2019

_- El legado más preocupante de Trump

_- Cuando se vaya deberíamos reflexionar sobre cómo alguien tan perturbado pudo llegar a ser presidente de EE UU

La renuncia forzada de Kirstjen Nielsen como secretaria de Seguridad Nacional de los Estados Unidos no es un motivo para celebrar. Es verdad que pilotó la separación forzosa de las familias de inmigrantes en la frontera estadounidense (que se hizo famosa por las imágenes del encierro de niños pequeños en jaulas). Pero es improbable que la partida de Nielsen traiga consigo alguna mejora, ya que el presidente Donald Trump quiere reemplazarla por alguien que ejecute sus políticas xenófobas de forma todavía más despiadada [Kevin McAleenan es ahora el secretario interino].

La política migratoria de Trump es espantosa en casi todos sus aspectos, pero es posible que no sea lo peor de su Gobierno. De hecho, identificar qué es lo peor se ha convertido en un juego de salón muy popular en Estados Unidos. Sí, llamó a los inmigrantes criminales, violadores y animales. Pero ¿qué decir de su profunda misoginia, su vulgaridad y crueldad sin límites? ¿O de que haga la vista gorda con los supremacistas blancos? ¿O de su retirada del acuerdo climático de París, del acuerdo nuclear con Irán y del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio? Y sin olvidar su guerra contra el medioambiente, la salud y el sistema internacional basado en reglas. Este juego morboso es interminable, porque casi todos los días aparece un nuevo contendiente por el título. Trump es una personalidad conflictiva, y cuando se vaya deberíamos reflexionar sobre cómo alguien tan perturbado y moralmente deficiente pudo llegar a ser elegido presidente del país más poderoso del mundo.

Pero lo que más me preocupa es el daño que ha hecho Trump a las instituciones necesarias para el funcionamiento de la sociedad. La agenda trumpista de “hacer grande a Estados Unidos otra vez” no se refiere, claro está, a restaurar el liderazgo moral del país; más bien encarna y celebra el egoísmo y la egolatría desenfrenados. Es una agenda económica, lo cual nos obliga a preguntarnos: ¿cuál es la base de la riqueza estadounidense?

Adam Smith intentó dar una respuesta en su clásico de 1776 La riqueza de las naciones. Allí señaló que los niveles de vida habían estado estancados por siglos, hasta que hacia fines del siglo XVIII comenzó a darse un enorme aumento de los ingresos. ¿A qué se debió?

Smith fue una de las mentes más brillantes del gran movimiento intelectual conocido como la Ilustración Escocesa. El cuestionamiento de la autoridad establecida que siguió a la Reforma en Europa obligó a la sociedad a preguntarse: ¿Cómo podemos conocer la verdad? ¿Cómo podemos saber acerca del mundo que nos rodea? ¿Y cómo debemos organizar la sociedad?

De la búsqueda de respuestas a estas preguntas surgió una nueva epistemología, basada en el empirismo y en el escepticismo de la ciencia, que se impusieron a las fuerzas de la religión, la tradición y la superstición. Con el tiempo, se fundaron universidades y otras instituciones de investigación para ayudarnos a juzgar la verdad y descubrir la naturaleza de nuestro mundo. Mucho de lo que hoy damos por sentado (desde la electricidad, los transistores y las computadoras hasta el láser, la medicina moderna y los teléfonos inteligentes) es el resultado de esta nueva disposición, sostenida por la investigación científica básica (financiada en su mayor parte por el Estado).

A falta de una autoridad monárquica o eclesiástica que dictara el modo óptimo, o el mejor posible, de organizar la sociedad, la sociedad tenía que decidirlo por su cuenta. Pero idear instituciones que aseguraran el bienestar de la sociedad era más difícil que descubrir las verdades de la naturaleza: en general, en este tema no se podían hacer experimentos controlados.

Sin embargo, un estudio de la experiencia pasada podía ser ilustrativo. Había que basarse en el razonamiento y en el discurso, reconociendo que ninguna persona tenía un monopolio de nuestra comprensión de la organización social. De este proceso surgió la convicción de que es más probable que instituciones de gobernanza basadas en el Estado de Derecho y en un sistema de controles y contrapesos, —y sostenidas por valores como la libertad individual y la justicia universal—, produzcan decisiones acertadas y justas. Estas instituciones no serán perfectas, pero se las diseñó para hacer más probable la detección y posterior corrección de sus defectos.

Pero ese proceso de experimentación, aprendizaje y adaptación demanda un compromiso con la determinación de la verdad. Los estadounidenses deben gran parte de su éxito económico a un variado conjunto de instituciones dedicadas a decir, descubrir y verificar la verdad, en las que son centrales la libertad de expresión y los medios independientes. Los periodistas son tan falibles como cualquiera; pero como parte de un sólido sistema de controles y contrapesos sobre quienes ocupan posiciones de poder, han sido tradicionalmente proveedores de un bien público esencial.

Desde los tiempos de Smith, está comprobado que la riqueza de una nación depende de la creatividad y productividad de su gente, que sólo es posible promover adoptando el espíritu de la indagación científica y la innovación tecnológica. Y eso depende de mejoras continuas de la organización social, política y económica, descubiertas a través del discurso público razonado.

El ataque que Trump y su Gobierno han emprendido contra cada uno de los pilares de la sociedad estadounidense (y su especialmente agresiva demonización de las instituciones del país dedicadas a la búsqueda de la verdad) pone en riesgo la continuidad de la prosperidad de los Estados Unidos y su capacidad misma de funcionar como una democracia. A esto se suma la aparente falta de control a los intentos de los gigantes corporativos de manejar las instituciones (tribunales, legislaturas, organismos regulatorios y grandes medios de comunicación) que supuestamente deben evitar la explotación de trabajadores y consumidores. Está surgiendo ante nuestros ojos una distopía que antes sólo imaginaron los escritores de ciencia ficción. Da escalofríos pensar quién es el “ganador” en este mundo, y en quién o en qué puede convertirse por el mero intento de sobrevivir.

Joseph E. Stiglitz es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y ganador del Premio Nobel 2001 en Ciencias Económicas.

https://elpais.com/economia/2019/05/09/actualidad/1557398630_398012.html