_- Lourdes Flamarique. Universidad de Navarra
Resumen: La filosofía presenta una inclinación a la armonización de perspectivas y enfoques que la distingue de las restantes formas de conocimiento. Por otro lado, la experiencia fragmentada en la diversidad de ciencias, la accidentalidad de las formas de vida y la inestabilidad de la cultura demandan una comprensión filosófica del mundo. En la actualidad se nota inseguridad sobre el papel y el destino del discurso filosófico. En el artículo se plantea la cuestión a partir de Kant y Husserl. Para Kant la tarea unificadora y orientadora de la filosofía se legitima como una necesidad moral. Husserl, en la misma línea, se propone refundar la filosofía como una ciencia de la totalidad del mundo.
Uno de los rasgos más acusados del pensamiento filosófico tras la modernidad es la inclinación a llevar hasta el extremo sus propias tesis; esta tendencia se observa también en la preferencia por las tensiones conceptuales, esto es, por la comprensión
radicalizada de sus propios instrumentos teóricos. Este tipo de ejercicio conceptual tuvo un notable desarrollo en el siglo XVIII, tanto en el ámbito de la filosofía como de la ciencia. ¿Qué otra cosa son las antinomias de Hume y Kant, sino argumentos
racionales mediante los que la razón pretende alcanzar un nuevo conocimiento, a la vez que marca sus límites en alguna dirección? Pese a que no coincidan en la solución de las antinomias ambos pensadores conceden a la razón al menos cierta competencia para superar sus conflictos. De los argumentos contrarios, e igualmente racionales, tanto se obtiene una visión conciliadora, un orden arquitectónico capaz de preservar las diferencias entre sus componentes, como se cae en el escepticismo.
Sin duda ha cambiado el pathos con el que el pensamiento actual reedita algunos de estos conflictos: ya sólo cabe confirmar la inutilidad de la razón ante buena parte de sus tareas. Y así, el escenario filosófico presenta en la actualidad profundas grietas, abismos casi infranqueables, capaces de desanimar a quien quiera provocar movimientos de tierras que abran nuevos caminos. De tender puentes ya apenas se habla, pues la experiencia moderna confirma que estos consolidan la separación en la misma medida en que pretender unir las orillas. Por eso, el filósofo es para algunos poco más que un animador cultural, un crítico cuyo discurso es conceptual, pero, al fin y al cabo, nada más que poesía, narrativa. El escepticismo al que lleva el pensamiento que se nutre tan sólo de oposiciones conceptuales, aporías o conflictos de argumentaciones termina por ser teatral, como sucedía en buena parte de las disputas entre los sofistas.
Si lo que la filosofía llevara entre manos fuera tan sólo procurar frutos de escuela, una interpretación eficaz de la realidad, la validación de teorías e instrumentos conceptuales; si fuera eso únicamente, su desolación sería tal vez menos notoria. A fin de cuentas las ciencias experimentales, y las históricas también, hace mucho que dejaron de formar u n orden orgánico y esto no ha impedido su desarrollo e innovación metódica. Para la filosofía, en cambio, lo que está en juego es su razón de ser; si dedica todas sus energías a dirimir cuestiones técnicas, a imitar los métodos de trabajo y los modos expositivos de otras disciplinas científicas, o a elaborar relatos para una mitología de la era científico-tecnológica, ha perdido el carácter universal que le ha permitido impulsar la tradición occidental. Ahora bien, si su tarea consiste no tanto en ofrecer diferentes visiones del mundo, como en que sus conocimientos incluyan siempre argumentos que son la verdad de cualquier teoría, la filosofía es entonces un modo insustituible de orientarse en el mundo.
Cuando la filosofía contemporánea acepta una realidad fragmentada, lo hace desde una experiencia fragmentada de la realidad. Aunque esto último sea en parte un juego de palabras, señala también una situación: al antagonismo decimonónico entre ciencia y filosofía, se ha añadido otras formas de enfrentamiento desde el mismo ámbito de la filosofía. Por ejemplo, la que separa una filosofía científica, o analítica, de otra que se alimenta únicamente de sus propios textos y se ha convertido en hermenéutica. Pero lo característico no son las nuevas formas de empirismo radical. Quizá la que con más fuerza parece conducir la filosofía a su extinción es aquél discurso que se consiste en una forma de pensamiento que procura la constante contradicción de sí
mismo.
¿Está verdaderamente en crisis la filosofía?; o, como piensa Wittgenstein, ¿acudimos a la filosofía precisamente para intentar salir del atolladero? Bien puede valer para ambas preguntas la misma respuesta: sí. Discernir, krinein, parece la operación
filosófica por excelencia, esto ha llevado al pensamiento filosófico a un autoexamen casi permanente (Jede Krisis ist eine Ausscheidung, decía Schelling). Algo parecido sucede también en la actualidad. También podemos decir que recurrimos a la filosofía para salir del atolladero, tanto del que organizan los distintos niveles de experiencia y conocimiento de lo real, como del atolladero de nuestras prácticas y normas, en definitiva de la inestabilidad de la cultura.
Admitir diversos enfoques para abordar los problemas y cuestiones que caracterizan eso que llamamos abstractamente realidad es propio de un pensar atento a la complejidad de cosas que forman nuestro mundo. También lo es diferenciar los métodos lógicos a los que se recurre para una mejor comprensión de cada cosa. Todo ello, no obstante, ni significa que la diversidad de caminos anula la posible verdad de cada uno de ellos, ni tampoco deja de lado por completo la pregunta por un principio unificador. La conciencia de esta cierta indefinición acompaña muchos de los principales textos de la tradición metafísica, hasta el punto de queda entretejido con el pensamiento sobre el ser el esclarecimiento de los conceptos y términos con los que nos referimos a las cosas. Si Aristóteles, por ejemplo, no oculta que el análisis de los usos del lenguaje permite extraer alguna conclusión sobre los principios del cambio (Physica, 189b32-190a5), es porque con ello no ha dejado de hacer metafísica (sea ésta lo que sea para Aristóteles).
La superioridad de la filosofía radicaba en ese hábil manejo de perspectivas y en la armonización de lo que se dice de diversas maneras. El interés unificador de la metafísica desde su etapa griega ha pervivido en el pensamiento bajo la forma de la ciencia moderna, volcada al conocimiento de la estructura legal de la naturaleza y convencida de que entre esas leyes no cabe contradicción; pero de modo singular ha reaparecido en la ambición de sistema de la razón que desconfía del saber metafísico
y necesita orientarse. La suerte del empeño por alcanzar un sistema del saber y las ciencias quedó definitivamente echada con Hegel. Pero no la necesidad de orientarse en el pensa r o la filosofía como orientación sobre el mundo.
La creciente tendencia racionalista del pensamiento moderno termina por identificar verdad y sistema, con fatales consecuencias para la singularidad de la metafísica.
Su cometido parece desdoblarse hasta el punto de introducir en la designación una equivocidad desconocida. Si su ocupación principal es la de garantizar la unidad de principios, convirtiendo la ciencia de lo real en el conocimiento d e la naturaleza de la razón, la metafísica es una especie de trascendencia de las cosas reales y de la experiencia inmediata. Por otro lado, mantiene su significado como ontología, y se ocupa del ser en cuanto tal. Queda abonado el campo para la confusión entre lo que se dice del pensamiento y lo que se dice de las cosas. Una vez completado el ciclo de la reflexión, se aprecia claramente que el declive de la metafísica pasa por este estadio decisivo: su transformación como autoconocimiento de la razón. En esta transformación uno de los protagonistas destacados es Kant. La denuncia de la Crítica de la razón pura es tanto una vuelta a los principios naturales (una revolución strictu senso) como la disolución de la metafísica vigente.
También Kant piensa que la filosofía de su tiempo está en un atolladero. Repensar su tarea, definir su objeto y alcance son pasos necesarios para devolverle el prestigio perdido. Sin embargo, la tarea que asume Kant no trata únicamente de remover la
imagen filosófica del mundo; aspira a poner los cimientos para el definitivo edificio del saber. Esta construcción es tanto más necesaria cuanto más ciertos estamos del carácter fragmentario y particular de la experiencia. Pero no se trata de arreglarse bien el mundo espacial y temporal; sino de traer a éste el reino de la metafísica, el más acá de los fenómenos, que coincide con la posición del hombre como sujeto racional. Al caos de sensaciones, a la carencia de unidad del material sensible, debe oponerse un orden, una estructura que no sólo transforme la experiencia en naturaleza, sino que ante todo otorgue sentido al ser y devenir. La idea de totalidad, el mundo como Inbegriff aller Möglichkeiten, Erfahrungen und Erkenntnisse, es una necesidad moral. Responde a un principio subjetivo: su uso no es teórico, sino práctico, con repercusiones en la acción de cada individuo 1. Kant sitúa esta tarea fuera del ámbito del conocimiento: los límites de éste son los fenómenos; se trata de una tarea inequívocamente de la filosofía. En la Crítica de la razón pura proclama con solemnidad que «la filosofía trascendental se
distingue de entre todos los conocimientos especulativos por lo siguiente: ninguna pregunta referente a un objeto dado a la razón pura es insoluble para esta misma razón humana y ningún pretexto basado en una ignorancia inevitable o en una insondable profundidad del problema puede eximir de la obligación de responderla rigurosa y completamente. En efecto el mismo concepto que nos pone en disposición de hacer una pregunta debe capacitarnos también perfectamente para responderla, ya que el objeto (...) no se encuentra fuera del concepto» (A477 /B505).
La filosofía es capaz de todo esto por su inclinación a sistematizar conocimientos y ofrecer orientación en el mundo; una inclinación que se inserta en lo más profundo de su naturaleza arquitectónica. Kant devuelve, sin duda, la confianza a la filosofía, pero también la abruma con la responsabilidad de garantizar una unidad sólida y universal. La salida kantiana del atolladero compromete la autocomprensión de la filosofía posterior. Se comprende que los filósofos idealistas cayeran en la ensoñación del sistema; se entiende igualmente que después de ellos las ideas de totalidad y sistema fueran objeto de sospecha. No está tan claro, en cambio, es que la necesidad moral de articular la diversidad de nuestra experiencia sea una cuestión superada. Con palabras de Heidegger cabe decir que aquello que prometía liberarnos de la diversidad lógica y conceptual en el análisis de la realidad ha producido un estado de turbación fundamental (Kant und da s Problem der Metaphysik). Turbación sobre todo en la autocomprensión de la filosofía, inseguridad sobre el papel y el destino del discurso filosófico. Wittgenstein parece encontrarse cómodo en esa inseguridad; al final, todo problema filosófico tiene la forma: no sé salir del atolladero 2.
Salir del atolladero es precisamente lo que busca Husserl, del atolladero del psicologismo y la hegemonía de las ciencias de la naturaleza. Hasta entonces ningún otro filósofo se había atrevido a asumir la responsabilidad que Kant confiere a la filosofía, y pocos más lo hacen después de él. Husserl sabe lo olímpico de su empeño, por eso lo presenta como una refundación de la filosofía en pleno siglo XX; un tiempo en el que no se discuten ya muchos de los problemas filosóficos; la metafísica y su
deseo de un saber incondicionado sobre el mundo, la libertad y Dios han perdido peso.
En el lugar de las disputas metafísicas, afirma Stegmaier, se ha instalado la lucha entre Weltanschauungen. El mundo es tan inabarcable que la orientación se ha disgregado en muchas que luchan entre sí. La crisis de orientación no puede dejar impávida a la filosofía: «la orientación en el mundo tendría que llegar a ser la primera necesidad de la filosofía 3».
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http://institucional.us.es/revistas/themata/37/14Flamarique.pdf
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