_- La última oleada internacional de revisión de la historia colonial, que, partiendo de movilizaciones norteamericanas, se ha traducido, entre otras cosas, en el derribo y pintarrajeo de las estatuas de numerosos próceres, ha movido a la revista The New York Review of Books a exhumar la reseña crítica de un libro importante de Andrés Reséndez, que se editó en 2016. El libro, del que ya dimos cuenta en su día [https://www.sinpermiso.info/textos/indios-y-negros-esclavos-en-el-nuevo-...], se publicó además en versión castellana el año pasado. SP.
The Other Slavery: The Uncovered Story of Indian Enslavement in America, de Andrés Reséndez [Houghton, Mifflin Harcourt 2016]. [La otra esclavitud: Historia oculta del esclavismo indígena, Ed. Grano de sal, 2019]
El mercado europeo de esclavos africanos, que se inició con un cargamento de negros mauritanos desembarcados en Portugal en 1441, y el explorador Cristóbal Colón, nacido en Génova diez años antes, estuvieron estrechamente vinculados. La consiguiente Era de los Descubrimientos, con su expansión de los imperios y la explotación de los recursos del Nuevo Mundo, se vio acompañada de la captura y el trabajo forzado de seres humanos, empezando por los nativos americanos.
Valorar esa oportunidad comercial le aconteció de modo natural a un emprendedor como Colón, lo mismo que la presión de sus patrocinadores sobre él para que encontrara metales preciosos y las contradictorias preocupaciones de su religión, tanto para proteger como para convertir a sus paganos. El día después de que Colón desembarcara en 1492 en una isla de las actuales Bahamas y viera a sus isleños taínos, escribió que “con cincuenta hombres podrían haber sometido a todos y haberles obligado a hacer todo lo que desearan”. Pronto el comercio africano comenzó a cambiar la vida de España; en cien años, la mayoría de las familias de las ciudades poseían uno o más sirvientes negros, más del 7 % de Sevilla era negro, y una nueva categoría social de mulatos de mezcla racial se sumó a los escalones inferiores de una escalera social codificada por colores.
A Colón le gustaron los indígenas taínos, “afectuosos y sin malicia”, de habla arawak. Juzgó a los hombres, altos, apuestos y buenos agricultores, a las mujeres, atractivas, semidesnudas, y aparentemente disponibles. A cambio de cuentas de cristal, cascabeles y estrafalarias capas rojas, los marinos recibieron hilo de algodón, cotorras y alimentos de los huertos de los nativos. El pescado y la fruta frescas eran abundantes. El centelleo de los adornos que llevaban los nativos prometía oro, y éstos sabían supuestamente dónde encontrar más. Aparte de algún estallido, no hubo hostilidades graves. Colón regresó a Barcelona con seis indígenas taínos que desfilaron como curiosidades, no como esclavos, ante el rey Fernando y la reina Isabel.
Al año siguiente, Colón llevó diecisiete barcos de los que descendieron 1.500 potenciales colonos a las playas del Caribe. Cuando se quedaron, degeneraron las relaciones con los indios. Lo que pronto se impuso fue “la otra esclavitud”, que el historiador Andrés Reséndez, del campus de Davis de la Universidad de California, discute en su síntesis del último medio siglo de investigación académica sobre el esclavizamiento del indio norteamericano. Vino primero la exigencia de los mineros de cavar buscando oro. Los taínos de fácil trato se convirtieron en bateadores de oro que trabajaban bajo capataces españoles.
Los españoles explotaron asimismo las formas de servidumbre humana que ya existían en las islas. Los caribes de las Antillas Menores, una tribu más agresiva, realizaban regularmente incursiones entre los taínos, comiéndose supuestamente a los hombres, pero conservando a modo de séquito a mujeres y niños. Una discriminación semejante basada en edad y género prevalecería a lo largo de los siguientes cuatrociemtos años de servidumbre de unos indios por otros. Tal como lo formularon Bonnie Martin y James Brooks en su antología Linking the Histories of Slavery: North America and Its Borderlands [Vínculos de las Historias de la Esclavitud: América del Norte y sus tierras fronterizas]:
“América del Norte era un inmenso y palpitante mapa de de comercio, incursiones y reasentamientos. Ya se tratara de esos sistemas anteriores o posteriores al contacto con los indígenas, colonos europeos o nacionales norteamericanos, se desarrollaron en matrices culturales complejas en las que el poder social y de la riqueza económica creado al recurrir a la esclavitud se demostró indivisible. Los sistemas esclavistas indígenas y euro-norteamericanos evolucionaron e innovaron como respuesta unos de otros”.
Contra los taínos que se resistían a los españoles se abalanzaban los perros, y eran destripados por espadas, quemados en la hoguera, pisoteados por caballos, atrocidades “a las que ninguna crónica podría hacer justicia”, escribió Fray Bartolomé de las Casas, defensor de los derechos de los indios, en 1542. Contra los caribes, los españoles tuvieron más dificultades, librando batallas campales, pero capturando también cientos de esclavos. Colón navegó de vuelta a casa de su segundo viaje con más de un millar de cautivos destinados a las subastas de esclavos en Cádiz (muchos murieron en el camino y sus cuerpos se lanzaron por la borda). Contemplaba un mercado futuro para el oro, especias, algodón del Nuevo Mundo, y “tantos esclavos como Vuestras Majestades ordenen hacer, de entre aquellos que son idólatras”, cuyas ventas podrían financiar posteriores expediciones.
Así se convirtió el descubridor del Nuevo Mundo en su primer traficante humano, un negocio suplementario emprendido por la mayoría de los conquistadores del Nuevo Mundo hasta que, a mediados del siglo XVII, España se opuso oficialmente a la esclavitud. Y la visión de Colón de un “cruce de vuelta del Atlántico” se desmoronó cuando los clientes españoles prefirieron a los sirvientes africanos. Los indios eran más caros de adquirir, no eran lo bastante dóciles, eran más difíciles de adiestrar, poco fiables a lo largo de los años y susceptibles a la nostalgia del hogar, a marearse en el mar, y a las enfermedades europeas. Entre otros obstáculos se contaban los recelos de la iglesia y las autoridades reales, lo que puede explicar el énfasis de Colón en “idólatras” como los caribes, cuyo estatus como “enemigos” y caníbales les hacían más idóneos legalmente para ser esclavizados.
Los indios sufrieron a causa del exceso de trabajo en los lechos auríferos, así como debido a los patógenos extraños para los que no tenían anticuerpos, y por causa del hambre como resultado del exceso de actividad cazadora y la falta de cultivo agrícola. En el curso de dos generaciones, la población indígena caribeña se enfrentó a un “declive cataclísmico”. En la isla de La Española, de una población indígena estimada en 300.000 personas, quedaban sólo 11.000 taínos vivos para 1517. En diez años, seiscientas aldeas o más quedaron vacías.
Pero aun mientras se procedía a la limpieza étnica del Caribe de sus habitantes originarios, un caso de mala conciencia sacudió Iberia. Tuvo sus orígenes en la ambivalencia del rey Fernando y la reina Isabel acerca de cómo tratar a los indios. En la primavera de 1495, sólo cuatro días después de que las regias personas aconsejaran a su obispo a cargo de los asuntos exteriores [Rodrigo Jiménez de Cisneros] que los esclavos “se venderían más fácilmente en Andalucía que en otros lugares”, ordenaron que se detuviera todo esclavizamiento humano hasta que la Iglesia les informará de “si podemos venderlos o no”. La indignación fue más evidente en la polémica de Las Casas, que había emigrado a las islas en 1502. Había sido propietario de esclavos para renunciar luego a esta práctica en 1515. Después de tomar sus votos como fraile dominico, contribuyó a impulsar las Leyes Nuevas de Indias por medio del sistema legal español en 1542. Los intereses esclavistas recurrieron a una sucesión de estrategias verbales para justificar y conservar el trabajo indio que no era libre. En fecha tan temprana como 1503, las tribus designadas como “caníbales” se convirtieron en presa vulnerable, al igual que los prisioneros tomados en “guerras justas”. Catalogados en lo sucesivo, de esclavos de guerra, se les marcó en las mejillas con una “G”. Servidumbre era lo que les esperaba automáticamente a cualquiera de los desventurados indios, conocidos como esclavos de rescate, a los que los esclavizadores españoles habían liberado de otros indios que ya les habían esclavizado; la letra “R” se les marcaba a fuego en el rostro.
En 1502, el nuevo gobernador de La Hispañola, Nicolás de Ovando, recurrió a una vieja práctica feudal para asegurarse el control sobre los cuerpos de los trabajadores. Para retener a los mineros indígenas, pero controlar la crueldad incontrolada, Ovando otorgó a los colonizadores prominentes concesiones de tierras (encomiendas) que incluía derechos de tributo y trabajo de los indios que ya residían allí. Aunque todavía vasallos, seguían siendo nominalmente libres de “propiedad”. Podían residir en sus propias aldeas, estaban teóricamente protegidos de la depredación sexual y la venta secundaria , y se suponía que recibían instrucción religiosa y una compensación en especie de un peso de oro al año, beneficios que con frecuencia se ignoraban. En los dos siglos siguientes, el sistema de la encomienda y otras formas locales de trabajo no libre se utilizaron para crear una mano de obra india esclavizada a lo largo y ancho de México, Florida, el Sudoeste norteamericano, y así hasta las Filipinas.
La historia del esclavizamiento de los nativos americanos que cuenta Reséndez se confunde con la enrevesada interacción de los sistemas indígenas e importados de servidumbre humana. Pese a su afirmación de que descubre “la otra esclavitud”, cuando habla de las demás formas de servidumbre impuestas a los indios, no llega a reconocer que no existía institución monolítica alguna semejante a esa “peculiar” y transatlántica que quedaría identificada con el Sur norteamericano, que importaba africanos vendidos como mercancías. Hasta la distinción que establecen varios investigadores académicos entre esas “sociedades esclavistas” y “sociedades con esclavos” (dependiendo de si el trabajo esclavo era o no esencial para la generalidad de la economía) se aplica sólo en parte a las situaciones enormemente complejas y hondamente localistas de los indios norteamericanos esclavizados. Pues éstas mezclaban una vertiginosa variedad de prácticas acostumbradas con sistemas coloniales para mantener una mano de obra indígena forzosa. Si Reséndez afirma abarcar toda a tragedia de la esclavitud india “a lo largo y ancho de América del Norte”, no distingue entre los diferentes sistemas coloniales de servidumbre india — que hacían posible los aliados indios de los colonizadores — que existieron bajo los regímenes inglés, francés y holandés.
Durante el siglo XVII, mientras algunos españoles seguían suscitando la pregunta de la moralidad de la esclavitud, se abrieron minas de plata en el norte de México y se incrementó la demanda de mano de obra india. Este auge iba a requerir más trabajadores que los campos de oro caribeños y duraría bastante más tiempo. Ahora el esfuerzo físico pasó de cribar la superficie o cavar trincheras de poca profundidad a abrir pozos decenas de metros por debajo del suelo. Más rentable que el oro, la plata era también más penosa de extraer. Los mineros cavaban, cargaban y arrastraban rocas en una obscuridad casi completas a veces durante días. En torno a la actual Zacatecas, se levantaron montañas enteras del mineral gris-negro.
Para satisfacer la creciente demanda de mano de obra, el esclavizamiento español e indio se expandió más allá del Sudoeste norteamericano, mandando a las minas esclavos pueblo y comanches, y capturando esclavos de los desafiantes chichimecas del norte de México a lo largo de campañas especialmente violentas entre las décadas de 1540 y 1580. Desde principios del siglo XVI hasta la primera década del XIX, se extrajo doce veces más plata de más de cuatrocientas minas repartidas por todo México que oro durante toda la Fiebre del Oro californiana.
En Parral, un centro de minería de plata en el sur de Chihuahua, que era en 1640 la ciudad más grande al norte del Trópico de Cáncer, más de siete mil obreros descendían diariamente a los pozos, la mayoría de ellos nativos esclavizados de lugares tan lejanos como Nuevo México, que pronto se convirtió en “poco más que un centro de suministro para Parral”. Después de que se instituyera en 1573 el sistema dirigido por el Estado para reclutar forzosamente trabajo indio en las minas de plata latinoamericanas, siguió en funcionamiento durante 250 años y una media de diez mil indios al año de más de doscientas comunidades indígenas.
Conforme Reséndez desplaza su relato al continente mexicano, sin embargo, uno se ve obligado a hacer otra pregunta a un autor que afirma haber “descubierto” el arco panorámico de la esclavitud india. ¿No deberíamos saber más de la historia de estos esclavos indios de indios de los que fue testigo Colón y que se volvieron esenciales para llevar trabajadores a las minas mexicanas, a los hogares de Nuevo México, o a sus propias aldeas indígenas? A lo largo y ancho de las Américas precolombinas, los cautivos menores de edad y femeninos de guerras intertribales se convertían de manera rutinaria en trabajadores domésticos que llevaban a cabo tareas del hogar. Algunos fueron repatriados mediante rescate físico o económico, en tanto que muchos continuaron como servidumbre el resto de su vida. Pero unos cuantos acabaron absorbidos en los asentamientos que los albergaban mediante formas de parentesco imaginario, tales como la adopción ceremonial o, más corrientemente, por medio del matrimonio.
Entre las culturas indias de los valles del Missisipi que elevaban montículos, , esos prisioneros de guerra formaban una clase marginal como de siervos. Esta civilización se derrumbó en el siglo XIII y las tribus que las sucedieron conocidas como choctaw, cheroquis, creek, y otras, perpetuaron la práctica de la servidumbre; las partidas de guerreros cheroquis proveían las reservas de cada aldea de atsi nahsai, o “el que es propiedad”. La costumbre continuó a lo largo de la Norteamérica indígena, donde se prefería generalmente mujeres en edad fértil y varones preadolescentes. Sus esposos y padres eran más corrientemente asesinados. Reséndez apenas menciona la posterior participación de esas mismas tribus en la “peculiar institución” del hombre blanco basada en la raza. Compraban y vendían esclavos afroamericanos para trabajar sus plantaciones propiedad de indios. Una vez que estalló la Guerra Civil se produjo una ruptura dolorosamente divisiva de las naciones indias sureñas entre aliadas de los confederados y de la Unión.
Como en el caso de la depredación de los taínos a manos de los caribes, no era inusual que tribus más fuertes se cebaran en víctimas perennes. En el sudeste, los chickasaws tomaban regularmente esclavos de los choctaws; en la Gran Cuenca, los utes robaban mujeres y niños de los paiutes (y luego comerciaban con ellos con hogares mormones que estaban encantados de pagar por ellos); en California, los modoc del noreste acosaban regularmente a los cercanos atsugewi, mientras los mojave que habitaban junto al río Colorado llevaban a cabo incursiones rutinarias entre los chemehuevi del lugar. Estas relaciones entre presas y predadores podían extenderse durante generaciones. Sólo entre los órdenes jerárquicos de la costa del noroeste, aparentemente, se trataba tradicionalmente a los esclavos como mercancías, que podían comprarse, ser objeto de comercio o entregadas como regalo.
Indirectamente, los españoles contribuyeron a instigar el siguiente incremento del tráfico humano a lo largo del oeste norteamericano. Sus caballos — criados en el norte de Nuevo México, y luego robados o intercambiados hacia el norte después de finales del siglo XVIII— hicieron posible una revolución ecuestre a lo largo y ancho de las llanuras. Las relaciones entre unas cuantas tribus indios cambiaron de modo drástico, conforme los pueblos cazadores y recolectores de a pie se transformaban gracias a los caballos en veloces nómadas que se volvieron dependientes de los búfalos y acosaban a sus vecinos. En la cultura popular norteamericana blanca, las culturas ecuestres se presentarían como estereotipos de los espectáculos del Salvaje Oeste y las pantallas cinematográficas, vestidos con sus tocados, viviendo en sus tipis y ululando con sus gritos de guerra. Entre ellos figuraban los comanches de las llanuras meridionales y los utes de las tierras fronterizas de la Gran Cuenca.
Para mediados del siglo XVIII, la máquina militar comanche había puesto freno al expansionismo español. Sus regimientos de caballería, de quinientos o más jinetes disciplinados, llevaban a cabo viajes de ochocientas millas en dirección norte hasta el río Arkansas, y en dirección sur hasta distancias a unos cientos de millas de Ciudad de México. Los esclavos que arrancaban a apaches, indios pueblo y navajos e convirtieron en la moneda principal ens tratos de negocios con con mexicanos, novomexicanos y norteamericanos. En improvisadas subastas y en encrucijadas establecidas se vendían esclavos indígenas norteamericanos, mexicanos y anglos, algunos sometidos sucesivamente a nuevos amos. Hasta que los conquistó el gobierno norteamericano, los comanches dominaron más de un cuarto de millas cuadradas de las zonas fronterizas norteamericanas y mexicanas.
Reséndez argumenta las continuidades de este tráfico inhumano hasta el mismo presente. Pero esta brusca transición al presente tras la derrota de los comanches sólo refuerza nuestra sensación de que su esfuerzo ha sido excesivamente ambicioso y frágilmente concebido, como si lograr la síntesis prometida en un tema tan complejo y persistente le hubiera abrumado sencilla (y comprensiblemente). Su tratamiento de las prácticas multinacionales de la esclavitud del periodo colonial es desigual y parece quitarse importancia a las ubicuas tradiciones de esclavizamiento de los nativos a manos de nativos.
Reséndez estima holgadamente que entre unos 2,5 y 5 millones de indios quedaron atrapados en esta “otra esclavitud”, en la que el trabajo excesivo y el abuso físico contribuyeron sin duda al descenso en un 90 % de la población india de América del Norte entre los días de Colón y 1900. Pero en cierto modo poco de ese tormento se transmite con viveza en La otra esclavitud. Se nos dice que los navajos llamaron “Tiempo del Temor” a la década de 1860, cuando el conjunto de la tribu se vio acosada por el encarcelamiento en el sur de Nuevo México. Aparte de ese atisbo del impacto emocional colectivo del lado de las víctimas, se nos ofrecen pocos testimonios que reflejen la inquietud y el terror que hay detrás de los muchos resúmenes de Reséndez del sufrimiento humano, dislocaciones tribales, vidas furtivas en fuga, y derechos de nacimiento perdidos para siempre.
Una sensación más convincente de la discriminación y el odio raciales que impulsaron y perpetuaron los sistemas de esclavitud debatidos en el libro de Reséndez proviene incluso de una película melodramática como es The Searchers [Centauros del desierto] (1956), de John Ford, mientras que los terrores de sobrevivir en el Oeste del siglo XVIII entre bandas itinerantes de despiadados cazadores de esclavos quedan mejor evocados en la obra maestra granguiñolesca de Blood Meridian [Meridiano de sangre] (1985). Leyendo el relato de Reséndez, se aguarda en vano algo similar al tranquilo comentario de Rebecca West en Black Lamb and Grey Falcon (1941), su crónica de las animosidades multiétnicas yugoslavas: “A veces resulta muy difícil señalar la diferencia entre la historia y el olor de una mofeta”.
Peter Nabokov antropólogo y escritor, especialista en las culturas indígenas de Norteamérica, es profesor de UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles.
Fuente:
The New York Review of Books, de 2016
Traducción:Lucas Antón