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lunes, 31 de enero de 2022

_- Nazismo. Holocausto. Annette Cabelli: “A las jovencitas les quitaban todos los órganos que podían en el campo de concentración”

_- Una superviviente del holocausto de origen sefardí relata las atrocidades que vivió bajo el horror nazi.

Annette Cabelli bajó del tren y vio cómo unos soldados cogieron del brazo a unos niños gemelos y los apartaron del resto del grupo. "Se los llevan para hacer experimentos", le dijeron. Cabelli tenía 17 años y acababa de llegar al campo de concentración nazi de Auschwitz (Polonia), en 1942. Unas semanas antes, en Salónica, la ciudad griega donde nació, las SS (la policía política del régimen nazi) se llevaron a uno de sus hermanos. “Vinieron los alemanes al gueto con perros y vestidos de negro a por todos. No supimos más de él”, narra la nonagenaria pausadamente en español ladino, su lengua materna. Ahora, a punto de cumplir 94 años, recuerda en el Centro Sefarad-Israel de Madrid la barbarie de Auschwitz, las atrocidades que soportó en tres campos de concentración y el antisemitismo que atravesó toda su vida.

"Cuando vivía en Grecia, los judíos éramos como de segunda clase. No podíamos ir a la escuela con el resto de niños. Eso sí, cuando estalló la guerra en 1940 contra Italia nos llamaron para ir a luchar", relata. Creció en una comunidad sefardí con su madre y dos hermanos mayores. Su padre murió cuando ella tenía cinco años. Cuando Italia pidió ayuda a Alemania, el ejército de Adolf Hitler ocupó el país. "Vinieron las SS con perros, nos empezaron a pegar a todos y nos pidieron el nombre", dice. Tiempo después, fue trasladada forzosamente junto con su madre a Polonia.

Como a tantos miles, la marcaron cuando llegó al campo: un tatuaje en el antebrazo con el número 4065 con un triángulo debajo. Su madre fue asesinada al poco de llegar. "¿Ves el humo de aquella chimenea? Pues allí está tu mamá", cuenta que le dijo un guardia al que le preguntó. De sus padres solo conserva una fotografía, una medalla que una vecina le entregó cuando regresó tras la guerra y la promesa de visitar algún día España. "Éramos sefardíes. Para mi familia, era la tierra de la que fuimos expulsados hacía siglos", explica.

En Auschwitz, su primer trabajo fue limpiar las cubas de excrementos del hospital para presos políticos polacos. "Las polacas que estaban allí me daban patatas y me querían mucho. No me llamaban judía, sino La Griega, narra. Allí pasó varios meses hasta que se contagió de tifus y la trasladaron a un bloque para enfermos. Recuerda ver cómo se llevaban a la gente a las cámaras de gas y a los hornos. Según cuenta, la capo (mujer que trabajaba para los nazis como guardiana) le confesó: "Como te vas a morir de tifus, no te voy a dejar ir para que te maten". Pero sobrevivió.

Josef Mengele, el médico y oficial de las SS conocido como El Ángel de la Muerte, también forma parte de los recuerdos de la protagonista. Mengele se paseaba, relata, junto con otros doctores "sin diploma" y seleccionaba a pacientes entre los prisioneros para experimentar con ellos. "A las jovencitas se las llevaban y les quitaban todos los órganos que podían. Luego las enviaban a trabajar. Pero no podían y una semana después se morían", asegura. Los prisioneros de los campos nazis vestían uniformes de rayas haraposos con los que difícilmente podían combatir el frío. Desayunaban café aguado y se alimentaban a base de sopa y pan. "Nos sacaban de la cama a las siete de la mañana y a las ocho venían para contarnos. Eso era la muerte. Cuando hay menos 13 grados no puedes más".

La marcha de la muerte
Auschwitz fue liberado por el ejército soviético el 27 de enero de 1945. No obstante, días antes y ante el miedo de ser capturados, los nazis trasladaron forzosamente a unos 60.000 prisioneros a otros campos de concentración. A esta huida se la conoce como "las marchas de la muerte". Cabelli caminó sin descanso hasta la frontera alemana. Durante el viaje a pie vio cómo miles de compañeros perecían a su lado. Tuvo que pasar por dos campos más: Ravensbrück y Malchow (a 90 y 70 kilómetros de Berlín, Alemania, respectivamente), antes de ser liberada el 2 de mayo de 1945. "Anduvimos por la nieve. Sin pan. Pasamos la frontera sin dormir. Si no caminabas venía la SS, te tiraba al suelo y te disparaba. Más del 50% de los deportados murieron", asevera.

Cabelli decidió trasladarse a París para comenzar a vivir el resto de una vida que, hacía poco más de dos años, pensaba que había perdido. Aunque el Holocausto le ha marcado cada día, no pierde la sonrisa. Ahora, dedica parte de su tiempo a contar su historia por los colegios y universidades. Hace dos años recibió la nacionalidad española, aunque para ella no deja de ser un reconocimiento simbólico. "Soy sefardí y, por lo tanto, nací española antes que todos vosotros", dice entre risas mientras apunta con su bastón a los periodistas.

https://elpais.com/sociedad/2019/03/21/actualidad/1553189586_236325.html#?rel=lom

lunes, 30 de noviembre de 2020

_- El otro Núremberg

_- Paralelamente a los famosos juicios, se celebraron otros menos conocidos: los tres juicios a los empresarios que financiaron el nacionalsocialismo, colaboraron con el régimen y se beneficiaron de él.

Tal día como hoy, hace 75 años, comenzaba en la ciudad de Núremberg el proceso judicial en el Tribunal Militar Internacional (TMI) contra 24 dirigentes de la Alemania nazi. Como este viernes se encargarán de recordar los principales medios de comunicación, este juicio contribuyó enormemente al desarrollo del derecho internacional, en particular en los campos de los derechos humanos y el derecho militar, en la tipificación y persecución de los crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, y en el concepto de guerra de agresión, considerada “no solo un crimen internacional, sino el crimen internacional supremo, que difiere de todos los demás crímenes de guerra en que contiene en sí el mal acumulado de todos”. El juicio de Núremberg estableció también los fundamentos de la Corte Penal Internacional (CPI), una iniciativa de Naciones Unidas –una organización surgida asimismo de las cenizas del conflicto– que se formalizaría finalmente en 2002. “Núremberg” es hoy sinónimo de un macro-proceso judicial contra una élite política que ha cometido graves crímenes de guerra y contra la humanidad.

Casi un año después de que se iniciase el proceso, los días 30 de septiembre y 1 de octubre, se leía la sentencia que condenaba a los acusados de planificar, iniciar y librar guerras de agresión, así como de otros crímenes contra la paz, de participar en crímenes de guerra y en crímenes contra la humanidad. Doce de los acusados fueron condenados a pena de muerte, aunque únicamente se llevaron a cabo diez, ya que que el responsable la Luftwaffe, Hermann Göring, se suicidó el día anterior a su ejecución, y el secretario privado de Adolf Hitler, Martin Bormann, fue condenado in absentia (los Aliados desconocían que Bormann se había suicidado mientras trataba de escapar del Berlín sitiado por las tropas soviéticas y que su cadáver había sido enterrado cerca de la estación central). A ninguno de los acusados con rango militar durante el conflicto (Wilhelm Keitel, Alfred Jödl y Göring) se les concedió el derecho a ser ejecutados por un pelotón de fusilamiento, según la costumbre castrense, sino por la horca, es decir, como criminales. Tras fotografiar a los cadáveres como prueba de su muerte con el fin de impedir que surgiese la leyenda de que habían escapado y seguían con vida, sus restos fueron incinerados y arrojados al río Isar.

El arquitecto Albert Speer, que había ocupado varios cargos oficiales durante el nazismo, y el líder de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, fueron condenados a 20 años de prisión, el diplomático Konstantin von Neurath, a 15 años, y el almirante Karl Dönitz, presidente del llamado “Gobierno de Flensburgo” entre el 30 de abril y el 23 de mayo de 1945, a 10 años. Otros tres acusados fueron condenados a cadena perpetua: el comandante de la Marina, Erich Raeder, el último ministro de Economía del Tercer Reich, Walther Funk, y la mano derecha de Hitler, Rudolf Hess. Como los dos primeros fueron liberados en 1955 y 1957 respectivamente por motivos de salud, Hess se convirtió en el único y último recluso de la prisión de Spandau en Berlín. Durante años, los neonazis intentaron convertir en banderín de enganche las peticiones de liberación de Hess, quien se ahorcó el 17 de agosto de 1987, a los 93 años, con el cable de una lámpara, aprovechando un descuido de los vigilantes. La prisión de Spandau fue demolida poco después para evitar su uso propagandístico por parte del movimiento neonazi, que, a pesar de todo, organizó en los años siguientes marchas anuales a la tumba de Hess en Wunsiedel (Baviera), hasta que la parroquia decidió no renovar la concesión de la parcela y, en 2011, y con el consentimiento de la familia, sus restos fueron incinerados y arrojados al mar.

Sólo tres de los acusados en aquel juicio fueron absueltos, con el voto en contra del juez soviético, Iona Nikítchenko: Hans Fritzsche, uno de los principales responsables de la propaganda nazi (posteriormente condenado a ocho años de prisión); Franz von Papen, vicecanciller alemán entre enero de 1933 y agosto de 1934; y Hjalmar Schacht, ministro de Economía entre agosto de 1934 y noviembre de 1937, y de quien el fiscal estadounidense, Robert H. Jackson, dijo famosamente que “su superioridad [intelectual] respecto a la mediocridad del común de los nazis no es su excusa; es su condena”. El industrial Gustav Krupp no pudo ser juzgado por su avanzado estado de edad y su manifiesta senilidad, aunque no se le retiraron los cargos que se le imputaban. Robert Ley, responsable del Frente Alemán del Trabajo, tampoco pudo ser juzgado, ya que se suicidó en su celda el 24 de octubre de 1945. Ley, uno de los hombres que había disfrutado de un tren de vida por todo lo alto durante el nazismo, terminó ahorcándose con una toalla anudada en torno a la cañería del inodoro.

Los “juicios subsiguientes”
Menos conocidos, sin embargo, son los doce de los llamados “juicios subsiguientes”, que las autoridades estadounidenses –no el TMI, aunque se celebraron en la misma sala– llevaron a cabo en Núremberg, en la zona de ocupación asignada a los Estados Unidos. Entre éstos se incluyen “el juicio de los doctores”, en el que se procesó a 23 médicos que experimentaron con reclusos de los campos de concentración y facilitaron los programas de exterminio del régimen, o “el juicio de los jueces”, en el que se sentó en el banquillo de los acusados a 16 magistrados, fiscales, juristas y abogados que contribuyeron a diseñar la arquitectura legal del nazismo y la implementaron. También se juzgó al alto mando militar, a 24 oficiales de los Einsatzgruppen (los escuadrones de la muerte de las SS en Europa oriental y la Unión Soviética) o a 12 generales responsables de la campaña en los Balcanes, entre otros. Aún menos conocidos todavía, y aún menos recordados por los medios de comunicación por motivos que se señalarán más adelante, son los tres juicios a los empresarios que financiaron el nacionalsocialismo, colaboraron con el régimen y se beneficiaron de él.

El primero de esos tres juicios fue contra el industrial Friedrich Flick y los administradores de sus empresas (19 de abril – 22 de diciembre de 1947) por crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, entre ellos el saqueo y espolio de los territorios ocupados, tanto en el Este como en el Oeste, la apropiación de bienes ajenos mediante el proceso de “arianización” de la economía alemana, el uso de trabajo esclavo en las minas y fábricas del grupo, y la pertenencia al Partido Nacional-Socialista del Trabajo Alemán (NSDAP) y las SS del propio Flick. Este empresario fue uno de los participantes de la reunión secreta con Hitler del 20 de febrero de 1933 en Berlín, en la que el dinero fluyó a las cajas del partido después de comprometerse el líder del NSDAP a respetar la propiedad privada a cambio de aplastar a los marxistas. El propio Flick contribuyó con una generosa donación anual de 100.000 marcos. En correspondencia, las empresas de Flick fueron de las mayores beneficiarias del Tercer Reich: de 1933 a 1943 su capital pasó de 225 a 953 millones de marcos. No lo hizo, como se ha adelantado, con métodos legítimos: en 1944 la mitad de los 130.000 empleados del consorcio eran trabajadores esclavos o internos de los campos de concentración a quienes se encerraba en barracones sin camas, sin proporcionarles apenas comida y brutalmente golpeados por los guardias con regularidad. Se calcula que más de 10.000 de ellos perecieron por las pésimas condiciones a las que fueron forzados a trabajar.

Flick –quien desde 1944, ante el avance de las tropas aliadas, había ordenado reunir todas las facturas que acreditaban la financiación de partidos durante la República de Weimar para destruirlas y no dejar ninguna prueba– fue condenado a siete años de prisión, pero a pesar de cumplir íntegramente su condena, su fortuna quedó prácticamente intacta. En 1955, por ejemplo, contaba con un centenar de empresas que le reportaban unas ganancias de 88 millones de marcos. Ello le permitió convertirse en el hombre más rico de Alemania occidental, en el mayor accionista de Daimler-Benz y contar asimismo con participaciones en importantes empresas químicas y siderúrgicas como Feldmühle, Dynamit Nobel, Buderus y Krauss-Maffei. Flick recibió además la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania en 1963, y en Kreuztal (Renania del Norte-Westfalia) un instituto llevó su nombre hasta 2008. También se le dedicaron estadios en Rosenberg (Baviera) –el nombre no se modificó hasta 2012, después de una agria polémica– y calles en varios municipios, de las que todavía sobreviven cuatro: en Maxhütte-Haidhof y Schwandorf (Baviera), en Teublitz (Alto Palatinado) y en Burbach (Renania del Norte-Westfalia).

Del ‘Zyklon B’ a la Talidomida
El siguiente “juicio subsiguiente” concerniente a los financiadores del nazismo fue contra los responsables de IG Farben (14 de agosto – 30 de julio de 1948), a quienes se acusó de crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, entre ellos: colaborar en la planificación y los preparativos para la agresión militar así como su desenvolvimiento, empleo de trabajo esclavo –la compañía contaba con instalaciones adyacentes al campo de concentración de Auschwitz– y experimentos humanos, y pertenencia a organización criminal. Las pruebas utilizadas en el proceso procedieron de los documentos incautados por la división financiera bajo el mando del general Dwight Eisenhower en la sede de la compañía en Frankfurt am Main, en abril de 1945.

Como recoge el protocolo del proceso, IG Farben suministró a la Wehrmacht caucho sintético, gasolina, nitrógeno, metales ligeros y, a través de sus filiales, explosivos. Poseía, además, un 42’5% de las acciones de Degesch, la empresa de pesticidas que fabricó el ‘Zyklon B’. Como es notorio, este insecticida se utilizó para ejecutar a los prisioneros en las cámaras de gas de los campos de Majdanek, Mauthausen, Dachau, Buchenwald y Auschwitz. El comandante de este último, Rudolf Höss, explicaría en su juicio que autorizó el uso de ‘Zyklon B’ tras la recomendación de un subordinado suyo, el Hauptsturmführer Karl Fritzsch, quien lo había empleado antes con prisioneros de guerra soviéticos a finales de agosto de 1941.

El ‘Zyklon B’ era adquirido a través de los distribuidores Heli y Tesch & Stabenow (Testa)–que llegó a ofrecer cursos en Riga y Sachsenhausen a los miembros de las SS para instruirlos en su manejo seguro–, y en ocasiones directamente a los fabricantes. Se calcula que sólo Auschwitz recibió 23’8 toneladas de ‘Zyklon B’, únicamente seis de las cuales se utilizaron para lo que había sido originalmente pensado: fumigar plantas. El presidente de Testa e inventor del ‘Zyklon B’, Bruno Emil Tesch, fue juzgado dos años antes por un tribunal militar británico en Hamburgo (1-8 marzo de 1946), que falló que Tesch conocía el destino del gas y, en consecuencia, lo condenó a la pena de muerte. Tesch fue ejecutado en la prisión de Hameln el 16 de mayo de 1946 junto con el vicepresidente de Testa, Karl Weinbacher.

No corrieron sin embargo la misma suerte los 23 procesados en el juicio contra IG Farben, la mayoría de ellos condenados a penas de prisión de uno a ocho años en la cárcel de Landsberg (Baviera), que no siempre cumplieron íntegramente. A pesar de haber sido condenados como criminales de guerra, varios se reintegraron en la vida económica de la República Federal Alemana (RFA) como miembros de los consejos de administración de empresas químicas y farmacéuticas. Uno de ellos, el químico Otto Ambrose, llegó incluso a ser asesor del canciller Konrad Adenauer y trabajó para la farmacéutica Grünenthal, en la que participó en el desarrollo de la Talidomida (comercializada en Alemania occidental como Contergan), un medicamento que se publicitaba como remedio contra la ansiedad y la náusea durante el embarazo y que provocó 10.000 nacimientos con malformaciones y miles de abortos no deseados. Otro de los condenados, Heinrich Bütefisch, recibió la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania en marzo de 1964 por su trabajo en la junta directiva de Ruhrchemie AG, pero cuando se hizo público su pasado nacionalsocialista se le retiró el galardón.

Pocos apellidos alemanes sean posiblemente tan conocidos como el de Krupp, cuya historia como proveedor de armas se remonta a la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que suministró a todos los bandos combatientes. Las empresas Krupp fueron el objeto del tercero de los “juicios subsiguientes” (8 de diciembre de 1947 – 31 de julio de 1948) relacionados con el capital que financió al nazismo. Como se encargó de recordar el fiscal Robert H. Jackson en su acusación, “cuatro generaciones de la familia Krupp han poseído y operado las grandes factorías de armamento y municiones que han sido la principal fuente de suministros de guerra de Alemania. Durante más de 130 años, esta familia ha sido el foco, el símbolo y el beneficiario de las fuerzas más siniestras implicadas en la amenaza a la paz en Europa”. La participación de la empresa en el régimen nazi era innegable: Krupp suministró generosamente a la Wehrmacht desde tanques hasta cruceros y submarinos pasando por cañones de artillería y munición. El aprecio por los nazis hacia su patrocinador era tal que en un discurso a las Juventudes Hitlerianas Hitler llegó a afirmar que “el joven alemán del futuro debe ser delgado y ágil, veloz como un lebrel, curtido como el cuero y duro como el acero de Krupp.”

El material de guerra de Krupp era fabricado por 100.000 trabajadores esclavos, entre ellos más de 23.000 prisioneros de guerra –principalmente en su factoría en Essen (Renania del Norte-Westfalia)– y 4.978 internos de los campos de concentración de Auschwitz y en Wroclaw (en alemán: Breslau), invariablemente en condiciones inhumanas: largas jornadas de trabajo, alojamiento inadecuado y expuesto a los bombardeos (en violación del Tratado de La Haya), malnutrición, falta de asistencia médica y brutalidad por parte de los guardias. En su declaración ante el tribunal, el Dr. Wilhelm Jäger, uno de los médicos de la empresa que fue enviado a supervisar las condiciones de los campos, relató en su testimonio que “las condiciones sanitarias eran atroces: en Krämerplatz [donde trabajaban 2.000 prisioneros de guerra soviéticos y franceses] solo había 10 cuartos de baño de niños para 1.200 reclusos… Los excrementos cubrían el suelo de estos baños por completo. Los tártaros y kirguises eran los que más sufrían: caían como moscas [a causa del] alojamiento, la mala calidad de la insuficiente comida, el exceso de trabajo y la falta de descanso… Miles de moscas, insectos y otros parásitos torturaban a los internos de estos campos”. En Nöggerathstrasse se llegó a hacer dormir a los prisioneros de guerra franceses durante seis meses “en jaulas para perros”: cinco reclusos dormían en cada jaula, “en la que tenían que entrar a cuatro patas”. Los hijos de las trabajadoras forzadas secuestradas en Europa del Este se alojaban en barracones para niños en condiciones no muy diferentes a las descritas y muchos de ellos murieron por la mala alimentación y falta de asistencia médica. El presidente, Alfried Krupp, respondió a todos los informes de Jäger con indiferencia.

Por todo ello, doce directivos de Krupp, incluyendo a su presidente desde 1943, Alfried Krupp von Bohlen y Halbach, fueron sentados en el banquillo de los acusados por crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Sólo uno de los acusados, Karl Heinrich Pfirsch, responsable de ventas de la empresa, fue absuelto: el resto fueron condenados a penas de prisión de entre tres y doce años de prisión, y a Alfried Krupp se le impuso además la venta de sus posesiones. Como en los casos de Flick e IG Farben, el tribunal rechazó los argumentos de la defensa de que los acusados no hicieron más que “cumplir órdenes” y de que actuaron por “necesidad”, asegurando que se habían visto obligados a alcanzar las cuotas de producción impuestas por el gobierno alemán y que, para conseguirlo, era necesario hacer uso de la fuerza de trabajo proporcionada por el Estado porque no había otra disponible, y que, de haberla rechazado, ello hubiera acarreado consecuencias para los empresarios y sus administradores. De igual modo, se desestimó el argumento de la defensa de que el tribunal estaba aplicando una “justicia de vencedores”, así como que las leyes que se les acusaba infringir no estaban vigentes en el lugar y el momento de las acciones realizadas (nullum crimen, nulla poena sine praevia lege).

Sin embargo, el alto comisario de EE UU para la RFA, John J. McCloy, convencido de la necesidad de restaurar la capacidad industrial de Alemania occidental frente a una emergente URSS, decidió entre 1951 y 1952 reducir las penas de la mayoría de los acusados. El propio Alfried Krupp fue amnistiado el 31 de enero de 1951 y se le restituyeron sus propiedades en la RFA, que en la zona de ocupación soviética (a partir de 1949 la República Democrática Alemana) habían sido ya expropiadas. El terreno para la amnistía lo habían preparado antes las cámaras de comercio, las organizaciones empresariales y los medios de comunicación conservadores, que habían puesto en marcha una intensa campaña de relaciones públicas para relativizar las acciones de Krupp durante el nazismo. Cabe decir que lograron su cometido con creces, ya que Krupp se convirtió como es sabido en una de las empresas más importantes de posguerra. En 1999 se fusionó con Thyssen AG, cuyo presidente en el período de entreguerras, Fritz Thyssen, también financió generosamente al nacionalsocialismo hasta 1933, cuando su relación con el régimen comenzó a deteriorarse. Thyssen, que abandonó Alemania en 1939 y en 1940 publicaría en Francia una biografía titulada Yo financié la ascensión de Hitler, llegaría a ser internado tras su detención en el régimen de Vichy y extradición a Alemania en varios campos de concentración, aunque siempre recibió un trato de favor por su condición social.

“Lo hicieron voluntariamente”
En el juicio contra IG Farben, el fiscal presentó como prueba núm. 58 el siguiente fragmento del interrogatorio a Göring:
P. ¿Habría contemplado Alemania su vasto programa de agresión si no hubiesen contado con el pleno apoyo de los industriales durante todo el tiempo?
R. Los industriales son alemanes. Tenían que apoyar a su país.
P. ¿Les forzaron a hacerlo o lo hicieron voluntariamente?
R. Lo hicieron voluntariamente, pero de haberse negado, el Estado habría dado un paso al frente.
P. ¿Piensa que el Estado habría sido lo suficientemente fuerte para forzar a la gran industria a ir a la guerra si ésta no quería la guerra?
R. Cuando llegó el momento de ir a la guerra, todas las industrias nos siguieron sin problemas de conciencia.

Lo cierto es que tampoco tuvieron problemas de conciencia antes de la guerra: sin las donaciones de los industriales —a quien Hitler había cortejado abiertamente desde 1926-1927 presentando a su partido como dique de contención del bolchevismo—, el NSDAP no hubiera podido desembolsar por ejemplo los 805.864 marcos que costó la compra y renovación del Palacio Barlow de Múnich, donde el partido estableció su sede. Después de la ya mencionada reunión secreta del 20 de febrero de 1933, los “capitanes de industria” donaron tres millones de marcos —más de dos millones de los cuales se ingresaron en un fondo fiduciaro ad hoc creado por Schacht— para financiar a la ultraderecha. Los porcentajes son significativos: el 25% se destinó al Frente Negro-Blanco-Rojo, la coalición liderada por Franz von Papen, y el 75% restante al NSDAP. Según Martin Blank, uno de los testimonios de aquella reunión, aquel mismo día los representantes de la industria siderometalúrgica se comprometieron a donar un millón de marcos, mientras que el fabricante de maquinaria Wolfgang Reuter prometió entregar 100.000 marcos, la misma suma que dio Siemens. En el fondo de Schacht aparecen Osram, que donó 40.000 marcos (27 de febrero), Telefunken, con unos 35.000 (27 de febrero), IG Farben, con unos 400.000 marcos (28 de febrero), o AEG, con 60.000 (3 de marzo), por señalar sólo las compañías más conocidas de la lista, en la que también figuraban empresas mineras y de fabricación de maquinaria.

No sólo fue la industria: el acuerdo entre Papen y Hitler para hacerse con la cancillería se fraguó en la casa de un banquero, Kurt Freiherr von Schröder, en Colonia, con la mediación una vez más de Schacht. En su declaración en el juicio de Núremberg, Schröder narró cómo “antes de dar este paso, conmigo hablaron una serie de caballeros de la economía y me informé en general de cómo la economía quería establecer una cooperación entre ambos.” “Los mayoría de los esfuerzos de los hombres de la economía se dirigían”, continuaba Schröder en su declaración, “a ver la llegada al poder de un líder fuerte en Alemania que construyese un gobierno que permaneciese en el poder por un largo período tiempo”. Cuando “el NSDAP sufrió el 6 de noviembre su primer revés en las urnas y alcanzó con él su techo electoral, el apoyo de la economía alemana se hizo especialmente apremiante”. De acuerdo con el testimonio de Schröder, “existía un interés común en la economía en el miedo del bolchevismo y la esperanza de que los nacionalsocialistas, una vez en el poder, estableciesen una política consistente y sólidos fundamentos económicos en Alemania”.

Quizá la mayoría de industriales y banqueros viese a los nazis como parte de la constelación de fuerzas conservadoras que habían de impedir el ascenso del movimiento obrero organizado que suponían tanto el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) como el Partido Comunista de Alemania (KPD) y sus sindicatos. Carl von Ossietzky escribió en Die Weltbühne cómo el magnate de los medios de comunicación Alfred Hugenberg no quería “dejar libre a su golem, Hitler.” “Cuando ya no lo necesite más”, creía Ossietzky, “le cortará el grifo de la financiación y el movimiento nacionalsocialista desaparecerá tan misteriosamente como estos últimos dos años misteriosamente ha crecido”. Años después el dramaturgo Heiner Müller compararía a los nazis con un perro rabioso atado a una correa que finalmente se aflojó demasiado. Sea como fuere, como escribe Antoni Domènech en El eclipse de la fraternidad (Crítica, 2004; Akal, 2019), “lo que el propio [fiscal estadounidense] Telford Taylor llamó ‘guerra civil fría’ desencadenada en EE UU contra los ‘comunistas rooseveltianos’ contribuyó decisivamente a que las condenas judiciales a la oligarquía industrial y financiera alemana quedaran en nada”, entre otras razones, “gracias a la enorme presión de la derecha empresarial y política norteamericana que consideró –no sin un punto de razón– que procesar a los Flick, a los Krupp y compañía era tanto, según expresó en su día el luego tristemente célebre senador McCarthy, ‘como procesar a los Ford y a los Rockefeller’”.

No se produjo una caída de los dioses: el capital sin el que el nazismo no hubiera sido posible fue restituido en su lugar, considerado como un ‘mal necesario’ para hacer de Alemania occidental un muro de contención contra la expansión del comunismo soviético, a pesar de que ello suponía una violación del apartado B.12 del Acuerdo de Potsdam de 1945, según el cual “en el plazo más breve posible la vida económica alemana ha de descentralizarse con el objetivo de destruir la desproporcionada concentración existente del poder económico, representada especialmente por los carteles, corporaciones, trusts y otras asociaciones monopolistas”.

La URSS defendió en todo momento el establecimiento de un castigo ejemplar e inequívoco a los criminales de guerra nazis: sobre ellos tenía que caer todo el peso de la ley, sin concesiones. Esta manera de proceder tenía como fin impedir que su memoria pudiese ser rehabilitada y asestar a un mismo tiempo un golpe definitivo al capital que había posibilitado el peor conflicto de la historia de la humanidad. Buena parte del resto de los Aliados, en cambio, temía que el juicio a los notables de la vida económica alemana se convirtiese en una poderosa herramienta propagandística para los soviéticos. Como seguramente se refleje en los medios de comunicación estos días, hubo un Núremberg que ha llegado a ser muy conocido por el público y otro que no, y que, además, quedó incompleto. Ángel Ferrero es miembro del comité de redacción de Sin Permiso

Fuente:

lunes, 27 de enero de 2020

El historiador que cambió la forma de comprender el Holocausto. Se publican en castellano por primera vez las memorias de Raul Hilberg, un investigador esencial para estudiar la Shoah

Madrid 15 ENE 2020 -
Judíos húngaros llegan al campo de exterminio nazi de Auschwitz, en una imagen tomada por las SS en mayo de 1944.

En una carta a su maestro, Hannah Arendt, la autora de Eichmann en Jerusalén, afirmó: “Nadie podrá ya escribir sobre estas cuestiones sin recurrir a él”. Se refería a Raul Hilberg (1926-2007) y a su obra cumbre, La destrucción de los judíos europeos, un ensayo que aportó una nueva visión del Holocausto y en el que este profesor de la Universidad de Vermont (EE UU) estuvo trabajando toda su vida. Su tesis es que para comprender la Shoah es necesario estudiar los mecanismos burocráticos del exterminio, que se debe contar la historia desde el punto de vista de los verdugos y de la administración. Sin embargo, sus ideas no siempre fueron fáciles de asimilar y, pese a que la primera edición data de 1961, no fue publicado en Israel hasta 2012. Se trata de un libro tan insoslayable como incómodo.

Su autobiografía, Memorias de un historiador del Holocausto, que ha publicado recientemente la editorial Arpa en traducción de Àlex Guàrdia Berdiell, permite comprender cómo se gestó su obra magna y las polémicas que provocó un libro que transformó la comprensión del Holocausto. De hecho, nada más leer la primera versión del estudio, que entonces era su tesis doctoral, su tutor le dijo sobre un fragmento concreto: “Esto es muy difícil de digerir. Quítalo”. Cuando Hilberg se negó, su profesor le replicó: “Será tu funeral”. La idea que defendía este historiador, un judío vienés cuya familia huyó por los pelos del nazismo siendo él un niño, era, como explica en sus memorias, “que, administrativamente, los alemanes habían necesitado que los judíos siguieran sus órdenes, que estos habían cooperado en su propia destrucción”.

Aunque muchas de las ideas de Hilberg han entrado a formar parte del acervo sobre el Holocausto, y ya son admitidas por todos los historiadores como parte esencial del conocimiento sobre los crímenes nazis, su teoría de la cooperación de las víctimas, sobre todo a través de los Consejos Judíos, sigue siendo todavía objeto de debate. Cuando se publicó su libro en Israel, en 2012 por parte del Museo del Holocausto, el Yad Vashem, David B. Green escribió en el diario Haaretz: “La aproximación de Hilberg le trajo muy pocos amigos. Su creencia en la responsabilidad colectiva de los alemanes no le hizo muy popular entre los historiadores de Alemania Occidental y su insistencia en que los judíos hicieron muy poco para defenderse y la cooperación de los Consejos Judíos, los Judenräte, que facilitaron el trabajo de los nazis —incluso si pensaban que salvaban vidas—, le convirtieron en un personaje que no era bienvenido ni en Israel ni en los círculos de la diáspora”.

Raul Hilberg, fotografiado en Madrid en 2005.
Raul Hilberg, fotografiado en Madrid en 2005. ULY MARTÍN

Sus memorias reflejan esa lucha contra el mundo, pero también el apoyo que recibió por parte de personalidades como Hugh Trevor-Roper, el historiador británico que escribió el primer libro sobre los últimos días de Hitler con información que obtuvo cuando era agente de inteligencia militar británica en Berlín, y de Claude Lanzmann, el director del monumental documental Shoah. Hilberg es el único historiador que aparece en el filme, muy influido por sus investigaciones. La importancia de los trenes en la película está tomada de La destrucción de los judíos europeos (existe una edición castellana, en Akal, de 1.500 páginas y en traducción de Cristina Piña Aldao).

“El conocimiento de los trenes ha afectado a mi trabajo”, escribe en sus memorias para explicar el principio de su relación con el director francés. “Alemania no solo aprovechó el ferrocarril para mover suministros y tropas, sino también para la llamada Solución Final, que implicaba transportar judíos desde todos los rincones de Europa hasta campos de exterminio y áreas de fusilamiento. El aparato ferroviario no solo era gigantesco; los procedimientos administrativos eran casi incomprensibles. Fui de archivo en archivo estudiando los trenes especiales. Nada más acabar el análisis, Claude Lanzmann me vino a ver a Vermont para comentar la posibilidad de grabar una gran película sobre la catástrofe judía. Me mostró un documento sobre trenes que había encontrado y lo cogí con ímpetu para explicarle los jeroglíficos que lo cifraban. Me dijo que tenía que grabarlo sí o sí, de modo que repetí el desglose ante la cámara”. Lanzmann, un hombre muy poco dado a los elogios, escribió a su vez sobre la obra de Hilberg: “Un faro, un rompeolas, un barco de la historia anclado en el tiempo y en un sentido más allá del tiempo, imperecedero, inolvidable, con el que nada en el curso de la producción histórica ordinaria puede compararse”.

Relación con Hannah Arendt
Sin embargo, con quien Hilberg mantuvo una relación más compleja —por decirlo sin cargar las tintas— fue con la filósofa Hannah Arendt, a quien dedica unos cuantos dardos porque redactó un informe contrario a la publicación de su obra, pese a que luego reprodujo sus tesis en Eichmann en Jerusalén (un ensayo del que acaba de salir una nueva edición en Lumen en traducción de Carlos Ribalta). La idea de Arendt de la “banalidad del mal” no es ajena a la tesis que el historiador trazó a lo largo de décadas de trabajo, estudiando minuciosamente documentos: que la máquina de la burocracia nazi convirtió a todos en responsables, y a la vez a ninguno, que la culpa quedó enterrada bajo toneladas de documentos solo aparentemente banales, aunque al final se encontraban las cámaras de gas y el exterminio de seis millones de personas. En su libro sobre el juicio de Adolf Eichmann, Arendt explica: “Me he basado en la obra de Raul Hilberg, que fue publicada después del juicio, y que constituye el más exhaustivo y el más fundamental estudio sobre la política judía del Tercer Reich”.

Aquel primer tutor de Hilberg tenía solo razón en parte. Es cierto que el libro resultó difícil de digerir, que, como reconoce su propio autor, llegó demasiado pronto, pero también que cambió la forma en que se contempla el acontecimiento más terrible del siglo XX. “En 1948 me había marcado un rumbo y lo seguí sin pensar en el futuro”, escribió. En el siglo XXI, cuando está a punto de conmemorarse el 75 aniversario de la liberación de Auschwtiz, el próximo 27 de enero, su obra se sigue debatiendo y editando, como una aproximación al mal absoluto que se esconde detrás del papeleo.

https://elpais.com/cultura/2020/01/14/babelia/1579022302_584315.html

Más información importante: https://verdecoloresperanza.blogspot.com/2019/11/mito-y-realidad-del-pacto-entre-hitler.html#links

jueves, 23 de enero de 2020

75º ANIVERSARIO DE LA LIBERACIÓN DE AUSCHWITZ. Dentro de Auschwitz. Con motivo del 75º aniversario de la liberación de Auschwitz, el autor de ‘KL’, Nikolaus Wachsmann, una monumental historia de los ‘lager’ nazis, traza el retrato de la vida y la muerte en el campo más mortífero y simbólico del Holocausto.

Solo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente
Que la reseca muerte no me encuentre
vacío y solo, sin haber hecho lo suficiente
Mercedes Sosa


"Querido lector, escribo estas palabras en mis momentos de mayor desesperación”. Así comienza un texto de Zalmen Gradowski, redactado en Auschwitz-Birkenau en la primavera de 1944 y descubierto poco después de la liberación del campo metido en una lata, cerca de los crematorios destruidos. Habían deportado a Gradowski al campo de exterminio a finales de 1942. Su esposa Sonia, su madre y sus dos hermanas murieron asesinadas al cabo de solo unas horas, junto con otros centenares más de judíos polacos que iban en el mismo tren. A Gradowski lo incluyeron en un grupo mucho más reducido, escogido para hacer trabajos forzosos, y las SS pronto lo enviaron al temido Sonderkommando: los presos que tenían que colaborar en el asesinato en masa de otros presos.

Hasta su muerte en el propio campo, Gradowski escribió en secreto la crónica de la interminable procesión de los condenados a las cámaras de gas, desde sus lágrimas cuando se desnudaban hasta las cenizas que se llevaban en carretillas. Esperaba fervientemente que algún día se encontraran sus escritos y que pudieran ayudar a las futuras generaciones a “formarse una imagen” del “infierno de Birkenau-Auschwitz”. Incluso llegó a dirigirse a esos posibles lectores y a hacer este llamamiento: “Ustedes tendrán que imaginarse la realidad”.

Auschwitz no ha caído en el olvido, como temía Gradowski. El campo más mortífero del Holocausto, en el que las SS asesinaron a casi un millón de judíos, ocupa un lugar central en la memoria colectiva. Pero el Auschwitz de la imaginación popular, muchas veces, guarda poca relación con el Auschwitz en el que vivió y murió Gradowski. Como símbolo mundial del mal, el campo se ha separado de su realidad. Las imágenes populares flotan alejadas de su contexto histórico y gravitan hacia el mito y la confusión.

¿Cómo podemos cumplir con el llamamiento de Gradowski a “imaginar la realidad” de Auschwitz? Una manera de hacer más reconocible el campo es examinar lo que el antropólogo Clifford Geertz llamó la “vida sentida”, descubrir las experiencias inmediatas de los prisioneros, los criminales y los espectadores y cómo las interpretaron ellos en su momento. Mostrar estas texturas de la vida cotidiana, lo ordinario dentro de lo extraordinario, puede desmitificar Auschwitz y hacerlo más tangible.

Los documentos contemporáneos y los testimonios posteriores están llenos de huellas de la experiencia vivida. Unas huellas tan abundantes, de hecho, que necesitamos filtrarlas, ampliar los aspectos fundamentales para verlos con más nitidez. Entre esos aspectos se encuentra el paisaje material de la persecución. Una relación más estrecha con los lugares y los espacios, con sus dimensiones emocionales y sensoriales, ayuda a hacer realidad el campo y revela elementos de la experiencia vivida que suelen permanecer ocultos en los márgenes de la visibilidad histórica, empezando por la topografía de Auschwitz.

Después de la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939, los oficiales de las SS empezaron a buscar enseguida sitios para un nuevo campo de concentración en el que reprimir la resistencia polaca. Se decidieron por la ciudad de Oświęcim (que los ocupantes llamaron Auschwitz), en la Alta Silesia, atraídos por las buenas comunicaciones y un enorme complejo cuartelario a las afueras que iba a ser el núcleo inicial del nuevo campo. Pero el ambiente local no era demasiado hospitalario y, en años sucesivos, los hombres de las SS se quejarían a menudo de las malas condiciones de trabajo —de los insectos y las infecciones—, de las que responsabilizaban, en su mentalidad colonial, al “primitivo Este”.

Lo que para los ocupantes era una molestia demostró ser una amenaza existencial contra los prisioneros debilitados por los malos tratos de las SS. Hambrientos y enfermos, para ellos el mundo natural era un adversario más. Cada mañana, angustiados, comprobaban cómo estaba un tiempo impredecible, porque cada estación acarreaba su propia tortura. En primavera y otoño, las lluvias copiosas y los fuertes vientos empapaban a los que trabajaban al aire libre y creaban un espeso mar de barro. “Cuando llueve, tenemos ganas de llorar”, escribió Primo Levi.

Cuando la tierra se había secado bajo el sol estival, varias secciones del campo se volvían desoladas y polvorientas. El calor aplastaba a los presos quemados por el sol, que sufrían a los mosquitos e insectos en general. Lo peor era la sed enloquecedora. Pero también tenían miedo al frío. Los finos uniformes y los barracones rudimentarios ofrecían poca protección contra la nieve y el viento helado. El invierno, sabían los presos, era la estación de las congelaciones y las amputaciones.

Mientras tanto, las SS se dedicaban a transformar el paisaje natural empleando a los presos como esclavos: plantas y árboles para embellecer los despachos de los oficiales y ocultar sus crímenes. Y esos cambios en el panorama fueron acompañados de una transformación total de entorno construido.

Los edificios y las ruinas que, junto con los 13 kilómetros de verja, componen hoy el Memorial de Auschwitz-Birkenau son los restos de lo que fue una enorme ciudad del terror. Cuando hoy visitamos el lugar, parece inmóvil y estático. Para imaginar el pasado, debemos darle vida. Hombres de las SS en bicicleta, moto y coche cruzaban el campo a todas horas. Los presos también estaban todo el tiempo de un lado para otro, y los trenes y camiones llegaban cargados de nuevos prisioneros día y noche. Además, los soldados recibían suministros, desde materiales de construcción hasta gas venenoso, y enviaban un sinnúmero de cosas, desde materiales militares fabricados por los presos hasta pertenencias de los judíos asesinados. El campo estaba en actividad constante: las personas, las mercancías y los propios espacios que recorrían. Porque Auschwitz era una enorme zona de obras.

El campo cambiaba de aspecto de un día para otro, a medida que se derribaban, se ampliaban y se construían edificios. Las nuevas estructuras, una vez terminadas, se incorporaban al tejido de la vida diaria. Los crematorios de Birkenau, construidos en 1942-1943, eran recordatorios implacables de lo que aguardaba a muchos presos seleccionados para los trabajos forzosos. Aunque pocos veían directamente los edificios, siempre los tenían presentes: los prisioneros olían la carne quemada y veían el destello rojo de noche y el humo espeso de día.

Ahora bien, las obras no solo servían para consolidar el dominio de las SS. También creaban, involuntariamente, espacios para que los prisioneros se buscaran la vida. Cuantos más contratistas civiles trabajaban en el campo, más oportunidades había de trueques y sobornos. Todo el abigarramiento y toda la agitación hacían más difícil el control, porque los obstáculos en las líneas de visión permitían llevar a cabo actividades ilegales. Los presos siempre intentaban lo que el historiador Tim Cole denominó “estrategias espaciales de supervivencia”, fijar lugares clandestinos para hablar, rezar y cocinar, e incluso para emborracharse.

Los aspectos materiales del asesinato de masas ponen de relieve la importancia de los sentidos en el campo

Para las SS, el objetivo del límite exterior era controlar a los prisioneros, además de la circulación de las mercancías y el conocimiento. Pero el hecho de que los presos trabajaran fuera hacía inevitablemente que resultara más poroso y creaba espacios de contactos clandestinos entre ellos y la población polaca. Además, los habitantes locales, esposas de los soldados, trabajadores del ferrocarril y policías alemanes transmitían noticias sobre los crímenes de las SS. Como consecuencia, pronto empezaron a extenderse por la ciudad de Auschwitz rumores y algunas pruebas. Ninguna valla podía impedir que soplaran vientos pestilentes desde Birkenau hasta la estación de tren y más allá. Un día, en algún momento después de su llegada a Auschwitz desde Berlín, una profesora alemana volvió a casa y se encontró su mesa cubierta en algo que parecía ceniza de cigarro. Su casera explicó que eran “cenizas humanas” del campo, donde estaban “otra vez quemando a algunos en el crematorio”.

Los aspectos materiales del asesinato de masas —el olor, el humo, los restos quemados— ponen de relieve la importancia de los sentidos en Auschwitz. Para los prisioneros, algunos de los cuales hablaban de cómo se les habían agudizado el olfato y el oído, los sentidos eran esenciales para su propia supervivencia. Por ejemplo, el ritmo diario del campo se medía en función de los gongs, los timbres, las sirenas y los silbatos. A falta de relojes, esos sonidos del poder de las SS eran los que marcaban el ritmo de su vida y gobernaban sus movimientos. Cualquiera que perdiera el compás estaba en peligro.

No obstante, los sentidos, pese a toda la importancia que tenían para los prisioneros, no suelen figurar en los estudios sobre Auschwitz. En los setenta, el investigador pionero sobre el Holocausto Terrence Des Pres advirtió que “tendemos a olvidar cómo olían y qué aspecto tenían los presos de los campos”. Pocos historiadores han seguido sus huellas para examinar los elementos más viscerales de la vida diaria en los campos, tal vez por miedo a empañar la dignidad de las víctimas. Pero ocultar la realidad corporal de los malos tratos de las SS no sirve más que para esterilizar los campos y santificar a las víctimas, lo que crea todavía más mitos.

Para imaginar Auschwitz, hay que imaginar una agresión constante a los sentidos. En su obra, Des Pres describía la “agresión excrementicia” de los campos, con los prisioneros y los recintos impregnados en heces y orina. Des Pres se equivocó al pensar que esta era una estrategia deliberada de las SS para degradar a los prisioneros; en realidad, la diarrea descontrolada era consecuencia de unas raciones de hambre y la superpoblación. Pero sí hizo bien en explorar los aspectos olfativos de un lugar como Auschwitz. Al fin y al cabo, los excrementos estaban en todas partes, y la diarrea —que obligaba a algunos presos a vaciar los intestinos más de 20 veces al día— humillaba y debilitaba profundamente a las víctimas.

Peligro constante de ser enviado a la cámara de gas El olor también era un fuerte indicador de las jerarquías de los prisioneros y las reforzaba todavía más. Unos pocos privilegiados tenían acceso a agua, medicinas, ropa limpia, a veces incluso perfume, que “organizaban” en los almacenes donde se guardaban las propiedades de los judíos asesinados. En cambio, los presos que ocupaban el escalón inferior eran los que desprendían el olor más penetrante, vivían con el rechazo de los demás y estaban en peligro constante de que los enviaran a la cámara de gas.

En cuanto a los guardias y sus cómplices, el olor confirmaba su imagen de los prisioneros como seres infrahumanos: peligrosos, sucios y llenos de enfermedades. Había muy pocas excepciones. Los presos que trabajaban en los despachos podían lavarse con más frecuencia y tenían mejores uniformes, para ahorrar a los jefes de las SS los olores más ofensivos y las posibles enfermedades. Pero no todos se quedaban tranquilos. El unterscharführer Bernhard Kristan, del Departamento Político, tenía terror a tocar el picaporte de un despacho en el que trabajaban judíos como administrativos, y lo abría con el codo. Es evidente que el miedo era omnipresente no solo entre los prisioneros sino también entre los oficiales.

Lo cual dirige nuestra atención hacia el rico paisaje emocional del campo, otro elemento de la experiencia vivida que sigue siendo, en gran parte, una página en blanco. Un estudio sistemático de las emociones en Auschwitz podría empezar por el concepto de “comunidades emocionales” de Barbara Rosenwein, unos grupos que distinguen los sentimientos deseables de los que no lo son y prescriben formas específicas de expresarlos. Las SS de los campos eran una comunidad emocional de ese tipo, y una de sus reglas era que el personal no debía mostrar empatía hacia los prisioneros. El desasosiego ocasional sobre la suerte de alguna víctima concreta, como un niño que lloraba, podía tolerarse en privado. Pero las manifestaciones abiertas de malestar o desolación estaban estrictamente prohibidas.

En sus memorias, el comandante de Auschwitz Rudolf Höss habla de cómo reprimía sus sentimientos de malestar durante los asesinatos. Su distorsionado ideal emocional era el del “soldado político” que actuaba con sangre fría, corazón de piedra y puño de hierro, pero sin que el sufrimiento de los prisioneros le produjese ningún placer. Desde luego, muchos de sus hombres actuaban con furia. Algunos hacían despliegues teatrales de odio para avanzar en sus carreras, en espacios que pronto pasaron a estar asociados con la violencia más extrema, como la plaza en la que se pasaba lista.

Compleja vida emocional
Toda esta violencia de las SS establecía normas emocionales para los presos. Estos aprendieron pronto que cualquiera que destacara se convertía en un blanco. Por consiguiente, cualquier expresión de las emociones se volvía peligrosa, porque un gesto de ira o angustia podía llamar la atención. Así que, en sus momentos de contacto con los guardias, los presos trataban de permanecer impasibles. Una judía que estaba trabajado de administrativa y tramitaba los certificados de defunción en Auschwitz se encontró con la documentación de la muerte de su hermano, y entonces se derrumbó y se echó a llorar con el rostro en las manos. Pero entonces oyó voces de soldados en el despacho de al lado, e hizo todo lo que pudo para calmarse. “Dejó de llorar”, recordaba una amiga. “La única huella de su dolor eran los ojos rojos y los temblores que estremecían su cuerpo”. Aun así, el control de las SS no hizo de víctimas como ella “espantosas marionetas de rostro humano”, como sugería Hannah Arendt. Al contrario, los testimonios de los prisioneros dan fe de la compleja vida emocional en Auschwitz, llena de vergüenza y envidia, amistad y amor.

En su ruego desesperado, escrito frente a una muerte casi segura, Zalmen Gradowski nos pide que hagamos algo imposible: imaginar todo el horror de Auschwitz. Auschwitz, en su totalidad, está fuera del alcance de nuestra imaginación. Pero debemos intentarlo. Si no, el vacío resultante seguirá llenándose de mitos. Para parafrasear a Tony Judt: dado que no es posible recordar Auschwitz exactamente como era, existe el peligro de recordarlo como no era. Y una forma de comprender mejor la experiencia del campo es prestar más atención a sus aspectos espaciales, sensoriales y emocionales y a cómo se entrecruzaban. Entonces, hasta los espacios más pequeños pueden revelar muchas cosas.

Pensemos en el dormitorio, que tanta importancia tenía en las vidas de los prisioneros pero tan poco interés académico ha suscitado. Los presos que regresaban a su barracón habían sobrevivido a otro día. Pero no era frecuente que pudieran descansar. Apiñados en unos espacios asfixiantes, muchos temían que llegara la noche. Los colchones estaban llenos de pulgas y las riñas los mantenían despiertos, igual que la peste que emanaba de los cubos. Todas las emociones y sensaciones vinculadas a las literas nos recuerdan que la agonía de Auschwitz era constante, interminable, una hora tras otra.

Aun así, para algunos presos, las literas también suponían un poco de calor. Para Zalmen Gradowski, era un lugar en el que el dolor podía disolverse a veces en sueños breves y felices, repletos de dulces sensaciones, aunque eso hacía que el despertar fuera todavía más aterrador. Semidormido, escribe Gradowski, un prisionero podía ver los rostros de sus seres queridos, oír su risa y sentir su toque de cariño. Pero entonces se daba cuenta, con un miedo insondable, de dónde estaba y de que su familia había desaparecido hacía mucho tiempo. “Ah, ¿por qué, con qué propósito le había despertado el gong? Ojalá pudiera quedarse en ese idílico sueño eternamente, siempre dormido. Entonces moriría feliz”.

Nikolaus Wachsmann es profesor de historia en el Birkbeck College de Londres y autor de ‘KL. Historia de los campos de concentración nazis’ (Crítica).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

https://elpais.com/cultura/2020/01/16/babelia/1579187825_659462.html?rel=lom

domingo, 4 de noviembre de 2018

La represión política en la dictadura, ¿una realidad ignorada? La Universitat de València organiza un seminario sobre cómo abordar hoy la violencia franquista.


¿Y en cuanto a la violencia fascista durante la guerra civil y la posguerra? El investigador Francisco Moreno Gómez, autor de “Los desaparecidos de Franco” (Alpuerto, 2016), utiliza la expresión “genocidio” en una entrevista a Cuarto Poder, y cifra las víctimas mortales en 150.000. En una polémica con autores “revisionistas”, el historiador José Luis Ledesma menciona otras prácticas represivas, como los campos de concentración (por los que pasaron cerca de 500.000 republicanos), la explotación económica de los prisioneros, las cárceles, los juicios militares, las depuraciones profesionales, la violencia específica contra las mujeres y el robo de niños (“Franco y las violencias de la guerra civil”, revista Hispania Nova, 2015). Ya en 1939 el Estado franquista promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, en 1941 la Ley sobre Seguridad Interior del Estado y antes, en julio de 1936, el Bando del Estado de Guerra, que no se derogó hasta 1948.




Una muestra realizada en el curso 2013-2014 entre un centenar de estudiantes madrileños de Magisterio revela estos datos: el 30% desconocía los años que Franco detentó el poder; el 45% no sabía en qué consistió la resistencia del maquis (la página Web de la Guardia Civil destacaba en 2004, con motivo de una exposición itinerante de la institución armada, sus “valiosos servicios en la lucha contra la delincuencia”, entre los que incluía al maquis de posguerra); el 47% de los alumnos ignoraba cuándo se aprobó el actual texto constitucional y el 71,6% qué fue el Proceso 1001, por el que los tribunales franquistas condenaron en 1973 a penas de hasta 20 años de prisión a la dirección de Comisiones Obreras. Recoge esta encuesta el historiador Fernando Hernández Sánchez, autor de “El bulldozer negro del general Franco” (Pasado y Presente, 2016).

Tal vez la represión durante la guerra y la posguerra sea más conocida, pero “la violencia de la dictadura tuvo un carácter estructural y se prolongó hasta el final”, recuerda el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, Manuel Ortiz Heras. El historiador ha impartido el seminario “El pasado incómodo: ¿Cómo abordar ahora la violencia franquista?”, organizado por el Institut Interuniversitari López Piñero de la Universitat de València. En septiembre de 1975 se produjeron los últimos fusilamientos de la dictadura, que tuvieron como víctimas a tres militantes del FRAP y dos de ETA. Ortiz Heras, que coordina el Seminario de Estudios de Franquismo y la Transición (SEFT) de la Universidad de Castilla-La Mancha, inicia el recorrido por la represión del franquismo unos años antes, en 1962; en abril comenzó, con un paro en el pozo “Nicolasa” de la sociedad Fábrica de Mieres, la huelga en la minería asturiana que se extendió por la región (participaron en el movimiento más de 60.000 obreros asturianos de diferentes sectores) y el estado español; la dictadura respondió con detenciones, encarcelamientos y el estado de excepción.

En diciembre de 1962 una Orden firmada en el BOE por el ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, constituyó la Oficina de Enlace adscrita a este ministerio, destaca el catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha. Se trataba de coordinar “aspectos concretos de la información política” que se recibieran en la Administración; de la Oficina dependía “un departamento de investigación sobre comunismo y otras actividades subversivas”, según el artículo tercero. En abril de 1963 fue fusilado el dirigente del PCE Julián Grimau, a quien se atribuyó el delito de “rebelión militar continuada” supuestamente cometido durante la guerra civil. Detenido, torturado y condenado en Consejo de Guerra, contra la ejecución de Grimau se organizaron manifestaciones de protesta en París, Roma y Londres, entre otras capitales. Otros casos fueron menos difundidos. En agosto de 1963 la dictadura aplicó el “garrote vil” en la prisión de Carabanchel (Madrid) a los militantes libertarios Joaquín Delgado y Francisco Granado, condenados en Consejo de Guerra sumarísimo por unos atentados que no cometieron.

Manuel Ortiz Heras apunta que el año 1963 fue también el de la creación del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista, una instancia judicial especial para reprimir a la oposición política; “las sentencias del TOP se basaban fundamentalmente en los atestados policiales de la Brigada Político-Social, con declaraciones obtenidas en la mayoría de las ocasiones con torturas y malos tratos”, escribe en su blog (“Justicia y Dictadura”) Juan José del Águila, magistrado jubilado y autor del libro “El TOP. La represión de la libertad (1963-1977)” (Planeta, 2001); en su tesis doctoral del Águila recoge 3.798 sentencias entre 1964 y 1976, de las que el 75% resultaron condenatorias. Del análisis de las sentencias, se desprende que los principales delitos fueron los de asociación ilícita, propaganda ilegal y relacionados con reuniones y manifestaciones; el total de las penas sumaban 11.800 años de prisión; así, hubo 6.158 personas condenadas por el TOP. En cuanto a la categoría socio-profesional de los inculpados, destacan los obreros (49%), administrativos (19%) y estudiantes (22%); entre los primeros condenados –en marzo de 1964- figura Timoteo Buendía, a diez años de reclusión por un delito de injurias graves al Jefe del Estado (gritó en un bar “¡Me cago en Franco!”).

“En Zamora hubo una cárcel especial para curas disidentes”, destaca Ortiz Heras, autor de “La insoportable banalidad del mal. La violencia política en la dictadura franquista 1939-1977. Albacete” (Bomarzo, 2013). Entre 1968 y 1975 decenas de religiosos que lucharon contra la dictadura cumplieron condena en la Cárcel Concordataria, que consistía en un pabellón separado dentro de la Prisión Provincial de Zamora; algunos de estos sacerdotes –detenidos, torturados y sometidos a juicios sumarísimos- han respaldado décadas después la querella argentina por los crímenes de la dictadura. El historiador continúa el recorrido con la figura del estudiante de 21 años Enrique Ruano, militante del Frente de Liberación Popular (FLP); el joven murió en 1969 al “caer” de un séptimo piso cuando se hallaba bajo custodia policial; otro ejemplo fue Salvador Puig Antich, activista libertario al que la dictadura ejecutó en 1974 mediante “garrote vil”; el militante del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) fue juzgado y condenado previamente por un tribunal militar.

Además de las víctimas, Manuel Ortiz Heras hace mención a personajes de pasado siniestro. Entre quienes han tenido relevancia mediática figura Antonio González Pacheco (“Billy el niño”), expolicía de la Brigada Político-Social franquista y acusado de presuntas torturas (la Audiencia Provincial de Madrid ha archivado este mes de octubre la querella de una de las víctimas, al considerar que los delitos de vejaciones y malos tratos han prescrito); en junio de 1977 el entonces ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, otorgó al inspector González Pacheco la medalla de plata al mérito policial para premiar, según detalló el BOE, “servicios de carácter extraordinario”. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica denunció que esta condecoración implica un aumento del 15% en la pensión; además, “Billy el niño” se benefició de la Ley de Amnistía aprobada en octubre de 1977. También “en atención a los méritos” policiales Martín Villa otorgó la medalla de oro al comisario Roberto Conesa, exjefe de la Brigada Político-Social y uno de los superiores de “Billy el niño”.

En el libro titulado “La carta. Historia de un comisario franquista” (Debate, 2010), el periodista y escritor Antoni Batista reproduce la misiva que el comisario Antonio Juan Creix remitió a Martín Villa en 1974: “Durante muchos años fui jefe del grupo Anticomunista sustituyendo al Sr. Polo y en el año 1963 fui nombrado, sin ser todavía comisario, jefe de la Brigada Político-Social de Barcelona, desempeñando el cargo durante cinco años (…); la ciudad vivió con tranquilidad, tanto política, como laboral y estudiantil”. El policía resaltaba además los “importantes servicios” con que contribuyó a la pacificación. ¿Tiene conocimiento la ciudadanía española de esta parte del pasado? Ortiz Heras coordina la investigación Víctimas de la Dictadura en Castilla-La Mancha, que incluye una base de datos sobre los represaliados. “Creo que los historiadores hemos investigado adecuadamente el periodo, pero no hemos sabido divulgar; muchas veces escribimos para los compañeros de la academia, es decir, no hace falta –si te diriges a un público amplio- escribir enciclopedias de mil páginas; quizá tendríamos que aprender de los anglosajones, cuyos textos son mucho más asequibles sin por ello perder el rigor”.

En cuanto a la Transición, Manuel Ortiz considera que hubo hechos que modificaron el guión oficialmente establecido. Entre otros, la conflictividad laboral. Los historiadores Pere Ysàs y Carme Molinero apuntan que en 1975 se perdieron 10 millones de horas de trabajo por las huelgas, en las que participaron medio millón de trabajadores; las cifras se dispararon en 1976: 110 millones de horas no trabajadas y 3,5 millones de obreros implicados en los paros.

Tal vez la preocupación pudiera entreverse en unas declaraciones del presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, a Televisión Española en febrero de 1975: “Yo quiero llevar la seguridad a todos los españoles de que el Gobierno a través de las Fuerzas Seguridad dispone de elementos más que suficientes para aplastar inexorablemente cualquier intento de subvertir o alterar la vida del país”. En una ponencia titulada “Las otras víctimas de una transición nada pacífica” (2012), el historiador Gonzalo Wilhelmi cifró en 245 las víctimas mortales causadas por la violencia estatal entre 1975 y 1982; de estas muertes, 163 son responsabilidad de los cuerpos policiales mientras que 82 lo son de la extrema derecha y el terrorismo de Estado (entre 1975 y 1980 el total de víctimas por la violencia estatal se sitúa en las 35-40 anuales).

jueves, 18 de octubre de 2018

Entrevista a Mirta Núñez, profesora de Historia de la Comunicación Social en la Universidad Complutense “En los campos de concentración franquistas se aplicó la venganza mediante el hambre y el hacinamiento”

Enric Llopis Rebelión

Allí se les recluía, reeducaba, torturaba y preparaba para el trabajo esclavo dentro de la “nueva” España fascista. El historiador Javier Rodrigo afirma que los campos de concentración comenzaron a abrirse en noviembre de 1936 (antes a los prisioneros de guerra “se les encarcelaba o se les asesinaba ‘in situ’”), y llegaron a sumar 180 (de ellos 104 estables). En el artículo “Internamiento y trabajo forzoso: los campos de concentración de Franco” (Hispania Nova, 2006), Rodrigo señala que estos campos de prisioneros comenzaron a cerrarse en 1939, aunque el de Miranda de Ebro (Burgos) se mantuvo hasta 1947. Rechaza eufemismos e interpretaciones blandas, hasta el punto de afirmar que España se convirtió durante aquellos años en “un enorme campo de concentración”.

En uno de estos campos, el de Albatera (San Isidro, Alicante), el profesor de la Universitat de València Ricard Camil Torres calcula que hubo entre 16.000 y 22.000 internos; “Las condiciones eran infrahumanas; allí todo era hambre, sed y miseria; 78 personas murieron de inanición durante el primer mes y 60 más de tifus”, detalla en el libro colectivo “Franquisme i repressió. La repressió franquista als Països Catalans” (Universitat de València, 2004). Los primeros reclusos llegaron –la mayoría desde el puerto de Alicante- a partir de abril de 1939; el campo de concentración fue clausurado en octubre. Empezó entonces el traslado en tren –“en condiciones inhumanas”- a la estación de Valencia, subraya Ricard Camil Torres. Según el historiador, en el campo de concentración de Portaceli (Valencia) los reclusos se encontraron con el hacinamiento, el hambre, la crueldad de los guardianes y falangistas que les forzaban a cantar el “cara al sol”; el campo de Portaceli cerró “cuando los últimos internos fueron a enfrentarse a los tribunales montados por los vencedores”.

En octubre de 2017 la Associació Stanbrook (Centre d’Estudis i Documentació de la Memòria Republicana) organizó las primeras jornadas sobre el campo de concentración de Portaceli; además la asociación ha producido un documental sobre este campo de internamiento. También la editorial L’Eixam ha publicado en 2018 el libro colectivo “El camp de concentració de Portaceli (1939-1942)”. Por otra parte, la profesora de Historia de la Comunicación Social en la Universidad Complutense, Mirta Núñez, ha impartido una conferencia sobre sobre el centro de reclusión organizada por el Aula d’Història i Memòria Democràtica de la Universitat de València. Núñez es autora del artículo “La doma de los cuerpos y las conciencias, 1939-1941. El campo de concentración de Porta Coeli”, publicado en 2012 en la revista Hispania Nova.

-En el artículo de Hispania Nova recoges la definición que hace Javier Rodrigo sobre Portaceli en “Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947” (Crítica, 2005). Se trata de un “campo provisional” con la función de redistribuir presos a otros centros; dependía de la Jefatura de Campos de Concentración y Batallones Disciplinarios (JCCBD) -adscrita al Ministerio del Ejército-, una vez se suprimió la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP).

El campo estuvo emplazado en el término municipal de Serra (Valencia) y data del final de la guerra civil, a partir de marzo de 1939; tiene además una vida breve, ya que deja de existir aproximadamente en 1941.


Hay diversas fuentes sobre la cifra de recluidos. Algunas –entre 6.000 y 8.000 internos- me parecen exageradas, pero había poca información; creo que el número debió de acercarse a los 2.000. Los campos que se constituyen en España tienen un primer objetivo: recluir a los soldados y oficiales vencidos -a los que muy pronto se divide- y ejercer sobre ellos un tratamiento de castigo y venganza por vías como el hambre, la suciedad y el hacinamiento. Este trato se aplicó también a la población civil derrotada, es decir, afectó no sólo a los combatientes que ya no disponían de armas sino también a su entorno familiar. Por esto era muy importante que el recluido tuviese el apoyo de sus familiares, por ejemplo en forma de comida y ropa limpia. Esta era una constante en Portaceli y en el resto de campos de concentración.

-¿Qué singulariza a este campo de internamiento? Porque, según Javier Rodrigo, más de 300.000 presos republicanos pasaron por estos “laboratorios de la Nueva España” durante la guerra, y cerca de 200.000 tras la derrota de 1939. Éste investigador recuerda las palabras del director de la cárcel modelo de Barcelona, Isidro Castellón, en 1941: un preso era la “diezmillonésima parte de una mierda”.

Coincidieron en un espacio diferentes establecimientos que compartieron la denominación de Portaceli; un monasterio-cartuja medieval fundado en el siglo XIII, que sobrevivió a la guerra civil; además la República comenzó a construir un sanatorio para tuberculosos, que no pudo terminar por la irrupción del conflicto bélico. Cuando éste finalizó, se implantó un campo de concentración con alambradas; se produjo una evolución, ya que el franquismo también le dio un uso de cárcel y sanatorio para prisioneros.

El campo de concentración de Albatera fue un primer “filtro” y, en la que medida en que se iba depurando a los vencidos, el de Portaceli constituyó un segundo “filtro”. Se trataba de un campo de clasificación, en el que no hubo mujeres recluidas; desde Portaceli se derivaba a los presos a otros lugares, aunque había internos que -por su estado de enfermedad- se quedaron en el sanatorio; éste fue muy importante ya que no existían muchos sanatorios-prisión para tuberculosos; otro ejemplo es el Castillo de Cuéllar, en Segovia. En la época hay, además, una explosión de la enfermedad de la tuberculosis por las circunstancias de la guerra, la falta de cuidados, de medicamentos y la voluntad de represaliar a los vencidos.

-¿Por qué destacas la figura de Emilio Tavera Domínguez?

Porque sobresalió como un mando “benévolo” en un entorno en que primaba el castigo y la arbitrariedad. Este capitán retirado de la Guardia Civil y reincorporado al ejército fue el segundo jefe del campo de concentración de Portaceli además de un referente en el cumplimiento estricto de la reglamentación. Intervino para impedir que los falangistas “liberaran” y pudieran depurar a presos republicanos del campo de concentración. Las huestes paramilitares, falangistas en este caso, pero que podían ser los carlistas en el norte de España, actuaban al margen –incluso- de la legalidad represiva que existía en la época. La acción de Tavera y otros pocos fue importante porque trataron de que prevaleciera lo jurídico frente al arbitrio privado de estos grupos, la utilización de la legalidad a favor de los “suyos”, “sus” protegidos, familiares y vecinos ricos. Escribió una carta a Franco dando cuenta de estos hechos.

-También subrayas la acción de capellanes y curas tanto en el campo de concentración como después, al transformarse en cárcel, para la adaptación física y psicológica de los internos. ¿Cómo fue la gestión del campo de concentración de Portaceli y la situación de los prisioneros?

Una gestión totalmente militarizada. Hay bastantes testimonios sobre la falta de agua, aunque otras voces señalan una cierta mejora respecto al campo de Albatera. En Portaceli los presos al menos contaron con una fuente para asearse y lavar la ropa; también hubo una intervención de los mandos para que los recluidos pudieran comer caliente, cuando al principio esto no era posible (la historiadora se hace eco en el artículo “La doma de los cuerpos y las conciencias” de las memorias de Sixto Agudo, militante del PCE detenido en Alicante en marzo de 1939 y enviado de Albatera a Portaceli: “Notamos un cambio sensible… Existía una mejor organización. La comida era caliente (…). También existía un pequeño botiquín, asistido por médicos prisioneros; pero, en su esencia, el régimen de internamiento era el mismo que habíamos vivido”; otra versión recogida por la autora es la del brigadista Theo Francos, quien estuvo en Portaceli tras pasar por los campos de Los Almendros y Albatera: “En este antiguo sanatorio las condiciones de internamiento son tan espantosas como en Albatera”; según el interno Isidro Guardia, “el que tiene algo de lo que le envían sus familiares, se mantiene regularmente bien”; de lo contrario “pasa mucha hambre”. Nota del entrevistador).


Fuente: Diari La Veu

-Por último, ¿qué testimonios consideras relevantes para acercarse a la realidad de este campo de prisioneros, sanatorio y cárcel? Citas al investigador Vicent Gabarda, autor de “Els afusellaments al País Valencià (1938-1956)”, que caracteriza al sanatorio para tuberculosos como “verdadero gueto donde dirigían a los presos desahuciados, con el fin de aislarlos de sus compañeros, más que para curarles”.

Por ejemplo la obra de Lluís Marcó i Dachs “Llaurant la tristesa. El campo de concentració d’Albatera i la presó de Portaceli” (Mediterrània, 1998); Lluís Marcó fue miembro del Consell de Sanitat de Guerra de la Generalitat de Cataluña y estuvo en Portaceli. Hay también referencias a que, dadas las circunstancias en que llegaban los soldados y permanecían los reclusos -condiciones terribles y en algunos casos con tuberculosis muy avanzada-, estos reclamaron atención médica. Sixto Agudo cuenta en sus memorias que de manera muy excepcional el doctor Peset Aleixandre, recluido en Portaceli antes de ser fusilado, pudo dispensar alguna atención a los enfermos (Mirta Núñez afirma en el artículo “La doma de los cuerpos y las conciencias” que el hecho de tener una enfermedad y más de 50 años mermaba sustancialmente la esperanza de vida; los periodos de hambre y frío –por ejemplo el final de la guerra y el comienzo del invierno- también incrementaron la mortalidad. Nota del entrevistador).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

viernes, 13 de julio de 2018

Lo que deberíamos aprender de Auschwitz. El mundo necesita mantener viva la memoria del pasado y de tragedias como el Holocausto. Solo así podremos vencer la apatía que nos invade y superar nuestra incapacidad para enfrentarnos a las nuevas injusticias

Hace 73 años, el 27 de enero de 1945, el Ejército Rojo liberó a los 7.000 prisioneros que quedaban en el campo de concentración de Auschwitz. Justo antes de su huida, los alemanes habían hecho estallar las cámaras de gas y los crematorios que seguían operativos. Además, consiguieron trasladar a 100.000 prisioneros a Alemania para seguir empleándolos como mano de obra esclava. Quienes sobrevivieron en aquel campo fueron el resto de su vida el testimonio vivo de aquellos que perecieron.

Hoy, supervivientes de varios campos como Primo Levi, Elie Wiesel, Israel Gutman, Wladyslaw Bartoszewski, Simone Weil, Imre Kertész, y muchos más, no se encuentran entre los vivos. Nosotros, la generación de la posguerra, nos hemos ido quedando cada vez más solos a la hora de transmitir aquello. Parece que aún somos incapaces de gestionar de forma adecuada esa carga. No me refiero con esto a los datos de lo que sucedió, sino más bien a que en el mundo moderno vivimos cada vez más como si no hubiéramos aprendido mucho de la Shoah y de los campos.

Se suponía que el mundo iba a ser distinto después de la guerra. Se fundaron instituciones, como Naciones Unidas, para el diálogo y la cooperación a escala mundial. En Europa occidental se impulsó un proceso de unión de Estados, naciones y sociedades, lo que ahora se conoce como la Unión Europea. Se aceptaron nuevos marcos jurídicos para perseguir crímenes contra la humanidad, y Naciones Unidas hizo una definición del delito de genocidio. La función de las organizaciones no gubernamentales era apreciada y su expansión tras la guerra reforzó la influencia de la sociedad civil en las instituciones. Después del brutal conflicto armado, parecía que había que replantearse el mundo. Debido a la tragedia que supuso la pérdida de tantos civiles, esta guerra no se parecía a ninguna otra. Auschwitz se convirtió en su símbolo más claro.

Pero en aquel momento, poco después de 1945, no hubo suficiente valentía para intentar que se hiciera justicia de verdad. De los aproximadamente 77.000 miembros de las SS que trabajaron en los campos de concentración y de exterminio, solo 1.650 fueron castigados después de la guerra. Es más, ese castigo fue, en la mayoría de los casos, obvia e irritantemente insuficiente: unos cuantos años de cárcel, a menudo reducidos. Por tanto, a nadie debería extrañarle que haya quedado cierta sensación de impunidad

Hoy vemos que los esfuerzos realizados durante la posguerra —por muy legítimos y meditados que parezcan— no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reac­cionar con eficacia ante las nuevas manifestaciones de frenesí genocida. El hambre y la muerte que causan los enfrentamientos continuos entre diferentes grupos en África central no constituyen una prioridad para nuestros Gobiernos. El comercio de armas y la explotación de mano de obra crecen en las regiones más pobres del mundo. Naciones Unidas ha dejado de ser garantía de que siempre pueda haber algún tipo de esperanza en el mundo, mientras la apatía interna devora a la Unión Europea.

Al mismo tiempo, en nuestras democracias aumenta el populismo, el egoísmo nacional y nuevas formas de retórica del odio extremo. Las relaciones entre los pueblos han vuelto a militarizarse y esto profana nuestras calles y ciudades. ¿Realmente hemos cambiado tanto en las dos o tres últimas generaciones.

Antes de reunirnos, dentro de dos años, para conmemorar el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz (el 27 de enero ha sido designado por la ONU como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto), deberíamos hacernos varias preguntas para intentar que no se convierta en otro acto conmemorativo más, con las mismas palabras y las mismas frases repetidas, en forma de eslóganes conmovedores.

¿Qué le ocurre a nuestro mundo? ¿Qué nos ocurre a nosotros? ¿Hemos olvidado nuestro compromiso con la memoria? Si la esperanza es lo último que se pierde, ¿dónde debe arraigar si no es en la memoria? ¿Podemos atribuir a una falta de visión la superficialidad con la que impulsamos el bien? ¿La escasez de líderes políticos con sentido de Estado explica el auge de otras voces que no asumen sus propias responsabilidades? ¿Se han convertido los sondeos de opinión y los memes en las redes sociales en un dictado permanente de nuestras decisiones? ¿En verdad están dominados los mercados por aquellos que solo buscan su propio beneficio, sin querer darse cuenta de que también tienen que cumplir con deberes, por incómodos que estos resulten? ¿Podemos ignorar nuestra responsabilidad escudándonos en nuestra “incapacidad para hacer algo”, aunque se trate de las mayores tragedias?

Los esfuerzos de la posguerra no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reaccionar ante nuevos genocidios

En una cultura que intenta vivir sin enfrentarse a la muerte, ¿queda lugar para la conmemoración de las víctimas? ¿La cacofonía que producen todas las historias personales e igualmente importantes —y a las que todo el mundo tiene derecho—aún contiene un mensaje moral liberador? ¿Es la satisfacción humana la mejor forma de medir el bien en este mundo?

Vistas las enormes disparidades que hay entre elsistema educativo y los retos a los que se debe enfrentar, ¿por qué somos incapaces de cambiarlo? ¿Está realmente justificada la proporción entre el número de clases de matemáticas frente a las de materias como la ética; frente a la enseñanza del buen uso de los medios de comunicación de masas; frente a la educación cívica y al conocimiento de las amenazas internas para la sociedad; frente al desarrollo de capacidades para formar parte de la sociedad civil? ¿Depende realmente tanto de las integrales la construcción de nuestro futuro? ¿Por qué se enseña la historia como si se tratara solo de un estudio seguro del pasado, sin ponerlo en relación con el mundo de hoy y con un futuro cada vez más inseguro?

No queremos abordar estas preguntas para poder así apartarlas, ridiculizarlas o desacreditarlas. Y da igual lo que ocurra en Congo, en Myanmar (antigua Birmania) o en el barrio de al lado. Lo cierto es que nuestros hijos —que son el futuro que importa— aprenden más sobre los sacrificios, la dignidad, la responsabilidad y los ideales con la nueva película de Star Wars que con nosotros o en el colegio.

La apatía nos invade, no porque no tengamos grandes sueños de futuro, sino porque hemos velado la imagen de nuestro pasado compartido y común, hasta del más cercano. Esta apatía es tan profunda que en la actualidad, quizá por primera vez en la historia de la humanidad, a la hora de evaluar el curso de los acontecimientos en tantos lugares, lejos y cerca de nosotros, nos resulta muy difícil distinguir entre lo que sigue constituyendo la paz y lo que ya se ha convertido en guerra.

La memoria y la responsabilidad ya no coinciden. Así es como nuestra civilización se ve privada ahora, por su propio deseo, de su experiencia pasada. ¿Vamos a dejar que Ausch­witz forme parte de la historia? ¿O tal vez deberíamos pasar el tema al departamento de matemáticas?

Piotr M. A. Cywinski es historiador y director del Museo de Auschwitz-Birkenau.

domingo, 28 de enero de 2018

La dolorosa ausencia de los republicanos españoles deportados en una exposición sobre Auschwitz

Antonina Rodrigo
Escritora y miembro de honor de la Amical de Ravensbrück

Asombra dolorosamente la ausencia de los deportados Republicanos españoles en el holocausto nazi, en la bien instalada exhibición sobre el campo de exterminio de Auschwitz, del Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid. Hasta el punto de que cuesta creerlo, por inexplicable, teniendo en cuenta que en este campo hubo compatriotas nuestros. Pero no solo aquí, los españoles fueron exterminados. También en otros campos nazis: Mauthausen, Buchenwald, Dora Mittelbau, Dachau, Bergen Belsen, Ravensbrück, Flossenburg, Neuengamme, Oranienburg, Natzweiler, Treblinka, Strutthop, Rawa Ruska, Schirmer. Es decir, que hubo prisioneros españoles internados en quince de los veintidós campos principales nazis, diseminados por la Europa ocupada por las tropas y los servicios policiales del Tercer Reich alemán.

Al final de nuestra visita a la siniestra muestra de los horrores nazis, preguntamos por la persona responsable. Nos recibió una señora que, amablemente, nos dijo que la exposición venía conformada de Alemania, y que la empresa española que había corrido con el montaje en Madrid era Musealia. El Centro se había limitado a alquilar las salas.

Nos negábamos a admitir que en la explícita muestra de los horrores nazis no hubiese ni un solo panel dedicado a la deportación de los miles y miles de republicanos españoles: mujeres, hombres, ancianos, niños, heridos. Y para que las nuevas generaciones conocieran la alianza del franquismo con el nazismo ilustrarlo con la foto en la que Franco saluda, rendidamente, a su aliado Hitler en la frontera española.

La vida de nuestras gentes refugiadas fue de una honda miseria y dramatismo. Hasta marzo de 1945 no obtuvieron el estatuto de refugiados políticos. En 1947, a raíz de la condena moral al régimen franquista por las Naciones Unidas, se cerró la frontera francesa. Pero tres años más tarde, el franquismo recibía el doble espaldarazo de la firma del pacto militar con Estados Unidos y el beneplácito de un nuevo concordato con la Santa Sede vaticana. La Iglesia, cómplice de Franco durante la Guerra Civil, como siempre, desde tiempo inmemorial, aliada con el poder. Las democracias volvieron a mantener la pervivencia del franquismo en el poder, para desolación del valioso y numeroso exilio español.

¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar en este país la afrenta de la tergiversación de la realidad histórica, las ocultaciones e infamias, la indiferencia contra aquellos luchadores antifascistas que tomaron partido contra la injusticia, y tras combatir el fascismo en España, lanzados al exilio en 1939, fueron internados en desolados campos de concentración franceses? ¿Para cuándo, el reconocimiento a la lucha en la guerra, el maquis y la contribución en la resistencia francesa de nuestros hombres y mujeres, contra el invasor nazi, en tierras francesas, en denodada lucha por las libertades? Hombres y mujeres, y a veces niños estafetas, cazados en territorio francés por las SS y la Gestapo para explotarlos hasta su extenuación en fábricas de armamento, y terminar en las cámaras de gas o en los hornos crematorios. ¿Cuándo se va a enseñar en las escuelas la lucha del pueblo español, dentro y fuera de nuestras fronteras, y que los primeros libertadores que entraron en París, el 24 de agosto de 1944, eran soldados españoles republicanos?

Pensamos que si esa exposición, afrentosa para la memoria de los luchadores y víctimas del nazismo, de la que al parecer nadie se ha hecho responsable, se hubiese dedicado a criticar al superviviente general golpista, un coro de voces se habría alzado, como trompetas de Jericó, prohibiendo su contenido y reescribiendo los fastos gloriosos del dictador. Y es que la Transición nos trajo de nuevo el silencio, dogma de los vencedores, el miedo que aherrojó bocas, y en muchos casos el terror los hizo serviles, para sobrevivir a la represión del régimen franquista.

Creemos que, a pesar de los diez años transcurridos desde la Ley de Memoria Histórica, como derecho humano, es molesta para una mayoría de gentes de sensibilidad amorfa y visión cegata, que apela al gasto que supone para el país. Y ahí continúan en sus fosas, cunetas y descampados, sin exhumar, las víctimas del franquismo, al mismo tiempo que se suceden las beatificaciones a los eclesiásticos y religiosos, mártires de la Cruzada. El Gobierno, la Justicia, la Iglesia y personas influyentes permanecen ajenas a la verdad, justicia y reparación, de las víctimas republicanas.

El escaso interés de los responsables gubernamentales y culturales en vigilar los contenidos de la exposición del madrileño Centro de Exposiciones y exigir su rectificación, corresponde a la negativa que la presidenta de la Asamblea de Madrid, el parlamento regional de la comunidad autónoma, dedica a las víctimas del nazismo, al prohibir el simple recordatorio de los nombres de más de quinientos deportados madrileños, una gran parte exterminados en los campos nazis, el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las víctimas del Holocausto, a petición de la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica. Su actitud implica el rechazo a restablecer la Memoria de nuestra historia, silenciada y oculta, a las nuevas generaciones, con un argumento insostenible: “La lectura de los nombres de todas y cada una de las personas madrileñas que fueron víctimas haría necesaria la lectura de los nombres de los millones de víctimas”, leemos en el periódico digital Diario.es (13 enero 2018).

http://blogs.publico.es/dominiopublico/24939/dolorosa-ausencia-republicanos-espanoles-deportados-en-una-exposicion-sobre-auschwitz/

martes, 12 de diciembre de 2017

“Auschwitz era un lugar de muerte en el que cada uno se aferraba a la vida”. La autora Magda Hollander-Lafon sobrevivió a cinco campos de concentración y cuenta su experiencia en el libro ‘Cuatro mendrugos de pan’.

A la frívola pregunta de si el infierno existe, Magda Hollander-Lafon (Záhony, Hungría, 1927) responde que sí, porque estuvo.
Pero a diferencia de las supuestas almas condenadas entre las llamas de las creencias religiosas, ella volvió de entre las reales: las de los hornos crematorios de los campos de la muerte. Entre mayo de 1944 y abril de 1945, su cuerpo —un desecho— y su mente —un búnker— pasaron por cinco infiernos sucesivos: Auschwitz-Birkenau, Walldorf, Ravensbrück, Zillertal y Morgenstern. Otros tantos siniestros mojones dentro de la Solución Final orquestada por Hitler, Himmler, Heydrich y Eichmann: el genocidio organizado de casi seis millones de judíos de toda Europa.

Magda escribe libros, libros estremecedores y a la vez luminosos como Cuatro mendrugos de pan, recientemente publicado en España por Editorial Periférica. Lleva 40 años viviendo en las afueras de la ciudad francesa de Rennes. Allí recibió a EL PAÍS con café, pastas y muchas ganas de contar su historia. Increíble si no fuera porque ocurrió.

Pregunta. Lleva años contando su experiencia en Auschwitz a estudiantes de instituto y universitarios. ¿Cómo reaccionan?
 Respuesta. No se trata solo de contarles mis cosas, porque aquello resulta intransmisible. Además, si yo me pongo a contar mis batallitas, puedo desanimar a un regimiento. Lo que hago es tratar de convocarles a la vida, dinamizarles interiormente. Nuestros jóvenes son un regalo de la vida, pero nadie se lo dice nunca. Sé de lo que hablo, habré hablado ante unos 16.000. Le he dado muchas vueltas a cómo dar testimonio.

P. ¿Y a qué conclusión llegó?
R. Elaboré unos cuestionarios, que son distribuidos entre los alumnos y ellos escriben ahí por qué quieren escuchar estas historias. Mire, se los voy a enseñar… [Magda Hollander-Lafon se levanta y se dirige a un salón, abre un armario enorme y ahí están: montañas de clasificadores y carpetas con las preguntas y respuestas que los alumnos le han dado durante tantos años]. Ahora estoy trabajando en un libro sobre esto.

P. ¿Cómo se titulará ese libro?
R. Tu vida y tu devenir están en tu mano. Es un mensaje para que no vuelva a ocurrir aquello. Hay que cuidar la memoria.

P. Blindar la memoria es lo que hace usted en Cuatro mendrugos de pan. “Una meditación sobre la vida, no sobre la muerte”, avisa al principio. ¿Es esa la lección que extrajo, vivir la vida como si cada día fuera el último?
R. Justo es esa. Pero no solo hoy. Incluso allí, en los campos de concentración, todo el mundo quería vivir, se aferraba a la vida. ¡Tantas personas —niños, jóvenes, adultos, ancianos— desaparecieron…! Pero hasta el último aliento quisieron seguir viviendo. Auschwitz-Birkenau era un lugar de muerte en el que cada uno se agarraba a la vida.

P. ¿Nunca quiso suicidarse, poner fin al infierno?
R. Si sentías una sola vez que ya no merecía la pena vivir, todo estaba perdido. Así que huías de esa tentación. Yo siempre había sido muy rebelde, odiaba las injusticias. Cuando odias significa que estás vivo, como cuando amas o cuando sufres. Yo, en Auschwitz, quería vivir pero lo que me permitió hacerlo fue darme cuenta de que iba a morir. Y lo acepté. Y a partir del momento en que llegas a la conclusión de que vas a morir, tienes como una sensación de que la vida se hace sitio en ti.

P. No estoy seguro de entenderle
R. En ese momento todos los miedos se van. Y cuando todos los miedos se van te entran unas fuerzas enormes de vivir.

P. ¿Sabía que era tan valiente?
R. ¡Qué va! Pero eso no viene de la cabeza, sino de ese instinto de supervivencia, de la formidable intuición de vida que hay en todos nosotros. Un día salíamos de los barracones, íbamos con los cuerpos en carne viva. De pronto, no sé por qué, supe que íbamos directos a la cámara de gas. Me dije: “Magda, se acabó”. Pero sin que nadie me viera, me pasé a la otra fila, donde la gente estaba en mucho mejor estado. La otra fila fue directa a la cámara de gas.

P. Jorge Semprún escribió sobre sobre Büchenwald: “No rozamos la muerte, la vivimos desde dentro”. ¿Lo comparte?
R. Sí. Estuvimos dentro de la misma muerte, fuimos muertos vivientes. Y yo me sigo preguntando: ¿Por qué los judíos? No tengo respuestas. Pero le digo una cosa: Dios está en peligro cada vez que los judíos están amenazados.

P. ¿Cree que los nazis quisieron exterminar a los judíos porque se creían Dios?
R. Claro, ¿qué persiguen los grandes dictadores? Ponerse en el lugar de Dios. Los nazis tenían el poder de vida y de muerte sobre nosotros. ¿Qué les molestaba? Que se decía que éramos el pueblo elegido. Eso les provocaba celos y envidia. Éramos peligrosos.

P. ¿Qué es ser judío?
R. Creer en alguien que está por encima de ti. No. Creer en alguien que está contigo. Un judío es alguien que tiene fe. Cuidado, no es lo mismo creer que tener fe; puedes creer hoy en algo y mañana ya no. Pero la fe es distinta, te habita. Y lo digo yo, que vengo de una familia judía que ni siquiera era practicante. Yo, que llegué a odiar a Dios cuando era joven.

P. ¿Por qué lo odió?
R. Pues porque cuando mi madre y mi hermana pequeña rezaron, él no vino a salvarlas.

P. Perdón por esta pregunta, ni siquiera sé si tengo derecho a hacerla. ¿Cómo recuerda el momento en que aquella celadora de Auschwitz señaló con el dedo el humo de la chimenea y le dijo que allí estaban su madre y su hermana?
R. Claro que tiene derecho a hacerla. ¿Sabe? No pienso en ello todos los días. Pero mi madre y mi hermana están siempre ahí, y creo que todo este trabajo con los jóvenes que sigo haciendo, es por ellas. Eso da sentido a mi vida, que es lo que persigo.

P. ¿Qué fue lo que la salvó?
R. Me salvó la bondad de algunas personas. Y hacerme preguntas. Aun en los peores momentos yo me hacía preguntas sin parar, hablaba sola, le hablaba a mi cuerpo, a mis pies, a mis manos, y cuando los guardianes nos pegaban casi no sentía los golpes.

P. ¿Qué piensa hoy cuando come pan? ¿Se acuerda de aquellos trozos de pan mohoso?
R. ¡Mire! [se acerca a la alacena y saca una enorme barra de pan de molde]. Solo compro de este, porque tiene la misma forma que aquel. Lo cortaban en ocho trozos y nos daban uno a cada una para todo el día. ¡Cómo lo saboreábamos! Pero ahora lo tengo entero para mí sola (risas). Nos robábamos el pan. Nos quitábamos todo.

P. Hasta que aquella mujer le dio los cuatro mendrugos de pan que da título a su libro
R. Debía de ser un domingo por la tarde, el único momento en que no trabajábamos. Salía del barracón y entonces la vi, tumbada y casi ya sin mirada. Pensé: “Se va a morir pronto”. Me llamó con un gesto. Me dijo: “Eres joven y tienes que vivir para contarle al mundo lo que está pasando aquí”. Abrió sus manos y vi los cuatro trozos de pan con moho. Me dijo: “Cómetelos”. Y fue un banquete.

P. ¿Ha perdonado?
R. No tengo nada que perdonar porque nadie me ha pedido nunca perdón. Pero tuve que perdonarme a mí misma cuando volví del campo de concentración.

P. ¿Tuvo remordimientos por estar viva?
R. Sí, claro que sí… ¿por qué yo sí y otros no?, me decía. Y fue en aquellos momentos cuando quise morir, no cuando estaba en Auschwitz. Pero un día me dije que no podía seguir concediéndole a Hitler, 30 años después, el poder sobre mi vida.

https://elpais.com/cultura/2017/11/24/actualidad/1511539758_597235.html

domingo, 24 de septiembre de 2017

¿Por qué hablamos de seis millones de muertos en el Holocausto? Nunca se podrá precisar el número de judíos asesinados por los nazis. Los expertos manejan una cifra entre cinco y seis millones

Raul Hilberg, el gran historiador del Holocausto, consideraba que siempre se había tratado de contar la Shoah a través de los relatos de los supervivientes, cuando sólo se puede narrar a través de los muertos. La mayoría de víctimas del genocidio nazi fueron asesinadas nada más bajar de un vagón en cámaras de gas de lugares que resuenan en la memoria como Auschwitz, pero también en otros de los que apenas quedan restos, como Treblinka, Belzec o Sobibor.

El diario israelí Haaretz se preguntaba en agosto de dónde sale la cifra que mide universalmente ese horror (seis millones de judíos muertos) y por qué es tan difícil precisar un número de víctimas. La respuesta apunta a esa inmediatez: los muertos no dejaron testimonios, pero tampoco muchos documentos, pues nunca fueron censados. Tampoco los fusilados masivamente en la URSS desde junio de 1941. Otra respuesta es la magnitud de los crímenes nazis, imposible de imaginar y, por ello, de medir.

Los dos principales centros de documentación de la Shoah, el Yad Vashem de Jerusalén y el Museo del Holocausto de Washington, emplean los canónicos seis millones. Este último dedica un detallado análisis a las cifras, aunque recuerda que ningún documento nazi cifra el número de judíos, ni de otros grupos, asesinados entre 1933, cuando Hitler llega al poder, y 1945, final de la II Guerra Mundial. Las estadísticas se basan en todo tipo de censos e investigaciones posteriores. Los números de esta institución se reflejan en el gráfico.

Auschwitz (un millón de muertos, de ellos 870.000 gaseados nada más llegar), Treblinka (925.000) y la actuación de los Einsatzgruppen (unidades móviles de exterminio) en la URSS (1,3 millones) concentran más de la mitad de víctimas judías. Los guarismos de Treblinka resultan especialmente espeluznantes: tenía unas instalaciones muy pequeñas, un andén de llegada y cámaras de gas, destruidas por los nazis cuando terminaron de usarlas. Estuvo operativo de julio de 1942 a noviembre de 1943. Sus restos nunca se han terminado de investigar.

Hilberg (1926-2007) dedicó toda a su vida a estudiar el Holocausto, conocimiento que plasmó en su insoslayable La destrucción de los judíos europeos (Akal). En su epílogo, explica la cifra de seis millones y ofrece su propio recuento: 5,1 millones. Llegó a esta conclusión en 1985, antes de caer la URSS, y es posible que hubiese cambiado datos de haber podido seguir estudiando.

Atribuye la cifra de seis millones a William Höttl, un antiguo SS, quien declaró en 1945 que fue usada por Adolf Eichmann, el arquitecto de la solución final, en agosto de 1944: habló de “dos millones de fusilados y cuatro millones en los campos de exterminio”. En cambio, el propio Eichmann habló a otros jerarcas nazis de cinco millones, la misma que citó en su juicio en Jerusalén en 1961. Hilberg recuerda que fue el oficial de las SS que manejaba más estadísticas.

Tierras de sangre
En junio de 1945, el Instituto de Asuntos Judíos de Nueva York situó el total entre 5.659.600 y 5.673.100, de ellos 1.250.000 asesinados en la URSS. En 1946, el Congreso Mundial Judío apuntó 5.978.000, 1,5 millones en la URSS.

Hilberg desgrana todo el papeleo administrativo del terror para llegar a los 5,1 millones repartidos así: campos de exterminio, más de 3.000.000 de muertos; fusilamientos por los Einsatzgruppen, 1.300.000, y guetos y privaciones, 800.000.

Otro gran historiador de la Shoah, Saul Friedländer (Praga, 1924), superviviente él mismo del Holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz, explica en El Tercer Reich y los judíos (Galaxia Gutenberg) que “pese a diversos cómputos, no es posible la estimación exacta del número de víctimas”. Maneja el dato de Hilberg y el de otro experto, Wolfgang Benz: un mínimo de 5.290.000 y un máximo justo por encima de los seis millones.

En Tierras de sangre, Timothy Snyder (Ohio, 1969) ofrece una estadística atroz que ilustra la dimensión de los totalitarismos que asolaron Europa a partir de los años treinta. Cifra en 14 millones las “víctimas políticas directas deliberadas” del nazismo y el comunismo —no cuenta las víctimas de la guerra— en lo que llama Tierras de Sangre: los países dominados por la URSS o Alemania —no incluye Estados donde hubo atrocidades como Rumania o Yugoslavia—. Sus cifras son: 3,3 millones de soviéticos muertos de hambre en Ucrania; 700.000 víctimas del Gran Terror de Stalin; 200.000 polacos ejecutados entre 1939 y 1941 por la URSS; 4,2 millones de soviéticos muertos de hambre bajo la ocupación nazi; 5,4 millones de judíos gaseados o fusilados; 700.000 civiles asesinados por los alemanes en represalias.

Cada uno es una historia, alguien arrancado a la vida en un torbellino de horror. Una cifra de Friedländer puede resumir la dimensión de la catástrofe: más de millón y medio de los judíos asesinados tenían menos de 14 años.

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