Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir. L. Tolstói (1828-1910). Saber no es suficiente tenemos que aplicarlo. Querer no basta tenemos que hacerlo. Goethe (1749-1832). No conozco ningún otro signo de superioridad que la bondad. Beethoven (1770-1827). Ni lamentar ni detestar, sino comprender. Spinoza (1632-1677). La única soledad es la ignorancia. Shakespeare (1582-1616). Nada tan vil como ser altivo con el humilde. Séneca (4 a. C. - 65 d. C.).
Acto de recuerdo en memoria de las víctimas de Hiroshima el pasado 6 de agosto, en el 78º aniversario del lanzamiento
Las heridas que dejaron las dos bombas atómicas siguen abiertas en un país que siempre ocultó y marginó a las víctimas de la radiación, quienes recordaban un pasado que había empeño en olvidar a toda costa
Oppenheimer,la película de Christopher Nolan, se ha convertido en uno de los grandes éxitos cinematográficos del momento, una buena opción para las tardes de verano. La película es larga y exhaustiva si vamos con la expectativa de conocer una historia más, sin mayores pretensiones que evadirnos de la rutina cotidiana. En cambio, nos parecerá que no sobra ni el más mínimo detalle, e incluso se nos hará corta, si nos interesa en detalle la vida de este físico, considerado el padre de la bomba atómica; el contexto y circunstancias históricas y las consecuencias y repercusiones de su trabajo. A través del proceso de descrédito mediante juicio sumarísimo, amañado y sin pruebas, al que se vio sometido Oppenheimer, y que desembocó en su exilio académico, por su libertad de expresión contra el poder establecido y sus simpatías con el partido comunista, se puede constatar una vez más cómo se comportan incluso los colegas más próximos ante este tipo de situaciones: reminiscencias del experimento de Milgram.
Otro fenómeno, nada nuevo, que podemos observar en esta película es el sempiterno silencio y olvido que recae sobre las mujeres. Toda la película gira en torno a Oppenheimer, Albert Einstein (¿deberíamos hablar más de Mileva Maric y menos de Einstein?)y otros físicos varones, con una marcada mirada androcéntrica. La figura de Lise Meitner, científica que descubrió la fisión nuclear que hizo posible la creación de la bomba atómica; la de Elda Emma Anderson, primera persona en obtener una muestra pública de uranio, y las de otras científicas no aparecen y ni siquiera se las menciona. Seguimos sin rescatar a importantes mujeres de la ciencia y la cultura que pueden servir como referentes a futuras generaciones.
En el otro extremo del mundo, en Japón,hay una gran oposición a que la película llegue a las pantallas por considerarse irrespetuosa con las víctimas de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Una actitud más que comprensible teniendo en cuenta que las heridas siguen abiertas y que no han pasado aún ni dos generaciones. Todos los 6 de agosto vemos en los medios de comunicación el respetuoso y sentido homenaje que Japón rinde en Hiroshima a sus víctimas, que hasta hace muy poco han seguido muriendo por las devastadoras consecuencias del bombardeo. Para conocer el horror de la bomba atómica de primera mano nada mejor que leerel testimonio de Pedro Arrupe (1907-1991), bilbaíno de nacimiento, Yo viví la bomba atómica. Considerado el héroe español de Hiroshima, estaba diciendo misa en esa ciudad en el mismo momento en que cayó la bomba, y allí siguió socorriendo a las víctimas, al pie de la destrucción, con muy pocos medios pero auxiliado por sus conocimientos como doctor en Medicina. En Japón, el fenómeno social y el consiguiente revuelo que ha causado esta película, junto con la taquillera Barbie, se ha denominado Barbenheimer.
Qué duda cabe de que ambas bombas causaron una de las mayores tragedias humanas de la historia, arrasando todo a su paso y devastando la vida y los sueños de millones de personas y de familias. También es cierto que siempre hay que ver más allá de la información cotidiana y profundizar en los hechos con el fin de esclarecerlos y arrojar luz para que no vuelvan a repetirse. Lo que no es tan conocido es el hecho de que Japón siempre ha ocultado y marginado —les negaron los cuidados más básicos y fueron tratados como apestados—a las víctimas (hibakusha) de la radiación, que quedaron muertos en vida con heridas y enfermedades crónicas, físicas y mentales; situación considerada como “paz negativa” por el científico noruego Johan Galtung. A menudo se cancelan sibilinamente documentales sobre el tema o eventos u homenajes a estas víctimas. Recordaban un pasado que Japón se empeñaba en olvidar a toda costa, al menos a corto plazo, y eran incómodas para sus objetivos más inmediatos: resurgir de sus cenizas cual ave fénix y demostrar al mundo el milagro japonés que se llevó a cabo en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964.
Y como en cada empresa titánica y descomunal que emprende el ser humano, siempre hay que pagar un precio, siempre se deja algo por el camino. Y el milagro japonés no fue una excepción. Millares de familias crecieron con un padre ausente que trabajaba de sol a sol y que vivía en la empresa; millares de trabajadores fallecieron por el colapso cerebral que acarrea trabajar a destajo sin descanso alguno y por un mal entendido amor a la patria. Esta enfermedad tiene un nombre en japonés: karoshi, literalmente, muerte por exceso de trabajo, algo quizá tan antiguo como la vida sobre la tierra y que nunca ha dejado de producirse. De hecho, la mayoría de las muertes en el actual Japón se producen por dicha causa o por el suicidio(80 personas al día) al que aboca semejante callejón sin salida.
Robert Oppenheimer también pagó su precio. El precio de expresar libre y públicamente sus opiniones y dilemas morales sobre las armas nucleares. El precio de la envidia al convertirse en el científico más famoso y recibir honores y cargos importantes tras la Segunda Guerra Mundial.
Elena Gallego Andrada es profesora del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad Sofía de Tokio y traductora.
Considerado por muchos como un "genio" de la ciencia, Oppenheimer era también un gran apasionado de la artes y de las humanidades.
Author, Ben Platts-Mills
Era la madrugada del 16 de julio de 1945 y Robert Oppenheimer esperaba en un búnker de control el momento que cambiaría el mundo. A unos 10 km de distancia, la primera prueba de una bomba atómica en la historia, cuyo nombre código era "Trinity", estaba programada para llevarse a cabo en las pálidas arenas del desierto Jornada del Muerto, en Nuevo México.
Oppenheimer era el retrato vivo del agotamiento nervioso. Siempre fue delgado, pero después de tres años como director del "Proyecto Y", el brazo científico del "Distrito de Ingenieros de Manhattan" que había diseñado y construido la bomba, su peso se había reducido a poco más de 52 kg. Para alguien con una altura de 1,78 metros, estaba extremadamente delgado. Había dormido sólo cuatro horas esa noche, desvelado por la ansiedad y la tos de fumador.
Ese día de 1945 es uno de varios momentos cruciales en la vida de Oppenheimer descritos por los historiadores Kai Bird y Martin J Shirwin en su biografía de 2005 American Prometheus, que sirvió de base para la nueva película biográfica Oppenheimer, que se estrena este 21 de julio en Estados Unidos.
En los minutos finales de la cuenta regresiva, como cuentan Bird y Sherwin en su libro, un general del ejército observó de cerca el estado de ánimo de Oppenheimer: "El Dr. Oppenheimer... se puso más tenso a medida que transcurrían los últimos segundos. Apenas respiraba...", relató.
La explosión, cuando se produjo, eclipsó al Sol. Con una fuerza equivalente a 21 kilotoneladas de TNT, la detonación fue la más grande jamás vista. Creó una onda de choque que se sintió a 160 km de distancia.
Mientras el rugido envolvía el paisaje y la nube en forma de hongo se elevaba en el cielo, la expresión de tensión de Oppenheimer se relajó en una de "tremendo alivio".
Minutos después, el amigo y colega de Oppenheimer, Isidor Rabi, lo vio de lejos: "Nunca olvidaré su forma de caminar, nunca olvidaré la forma en que salió del auto... su forma de caminar era como de alguien que está en la cima... . este tipo de pavoneo. Él lo había logrado".
En entrevistas realizadas en la década de 1960, Oppenheimer agregó una capa de gravedad a su reacción, afirmando que, en los momentos posteriores a la detonación, una línea del texto hindú Bhagavad Gita, había venido a su mente: "Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos".
En los días siguientes, sus amigos dijeron que parecía cada vez más deprimido. "Robert se quedó muy quieto y rumiante durante ese período de dos semanas porque sabía lo que estaba a punto de suceder", recordó uno.
Una mañana se le escuchó lamentarse (en términos condescendientes) del destino inminente de los japoneses: "Esa pobre gente, esa pobre gente". Pero solo unos días después, una vez más estaba nervioso, concentrado, exigente.
En una reunión con sus homólogos militares, parecía haberse olvidado por completo de los "pobrecitos". Según Bird y Sherwin, en cambio, estaba obsesionado con la importancia de las condiciones adecuadas para el lanzamiento de la bomba: "Por supuesto, no deben lanzarla bajo la lluvia o la niebla... No dejen que la detonen a demasiada altura. La cifra fijada es justo la correcta. No dejen que suba o el objetivo no recibirá tanto daño".
Cuando anunció el bombardeo exitoso de Hiroshima a una multitud de sus colegas menos de un mes después de Trinity, un espectador notó la forma en que Oppenheimer "juntó y agitó su mano sobre su cabeza como un boxeador victorioso". Los aplausos "prácticamente subieron el techo".
Un hombre "enigma"
Oppenheimer fue el corazón emocional e intelectual del Proyecto Manhattan: más que cualquier otra persona, había hecho realidad la bomba.
Jeremy Bernstein, quien trabajó con él después de la guerra, estaba convencido de que nadie más podría haberlo hecho. Como escribió en su biografía de 2004, "Retrato de un enigma", "si Oppenheimer no hubiera sido el director de Los Álamos, estoy convencido de que, para bien o para mal, la Segunda Guerra Mundial habría terminado... sin el uso de armas nucleares”.
La gran variedad de reacciones que se ha dicho que experimentó Oppenheimer cuando fue testigo de la culminación de sus trabajos, sin mencionar el ritmo con el que fue pasando de una a otra, puede parecer desconcertante. La combinación de fragilidad nerviosa, ambición, grandiosidad y melancolía morbosa son difíciles de encuadrar en una sola persona, especialmente en alguien tan instrumental en el mismo proyecto que provoca estas respuestas.
Bird y Sherwin también llaman a Oppenheimer un "enigma". Lo describen como "un físico teórico que mostró las cualidades carismáticas de un gran líder, un esteta que cultivó ambigüedades".
Era un científico, pero también, como otro amigo lo describió una vez, "un manipulador de la imaginación de primera clase".
Según el relato de Bird y Sherwin, las contradicciones en el carácter de Oppenheimer -cualidades que han dejado a amigos y biógrafos sin capacidad para poder explicar bien quién era- parecen haber estado presentes desde sus primeros años.
Nacido en la ciudad de Nueva York en 1904, Oppenheimer era hijo de inmigrantes judíos alemanes de primera generación que se habían enriquecido a través del comercio textil. La casa de la familia era un apartamento grande en el Upper West Side con tres sirvientas, un chófer y obras de arte europeas en las paredes.
A pesar de esta educación lujosa, los amigos de la infancia recordaban a Oppenheimer como alguien generoso que no mostraba el comportamiento de quien ha sido excesivamente mimado. Una amiga de la escuela, Jane Didisheim, lo recordaba como alguien que "se sonrojaba con extraordinaria facilidad", que era "muy frágil, con las mejillas muy rosadas, muy tímido...", pero también "muy brillante".
“Muy rápidamente todos admitieron que él era diferente a todos los demás y superior", dijo.
A los 9 años de edad, estaba leyendo filosofía en griego y latín. También estaba obsesionado con la mineralogía: deambulaba por el Central Park y escribía cartas al Club Mineralógico de Nueva York sobre lo que encontraba. Sus cartas eran tan competentes que el Club lo confundió con un adulto y lo invitó a hacer una presentación.
Según Bird y Sherwin, esta naturaleza intelectual contribuyó en cierta medida a hacer del joven Oppenheimer alguien solitario. "Por lo general, estaba preocupado por lo que estaba haciendo o pensando", recordó un amigo. No estaba interesado en ajustarse a las expectativas de género: no le interesaban los deportes ni los "juegos rudos típicos de su grupo de edad", como dijo su primo. "A menudo se burlaban de él y lo ridiculizaban por no ser como los demás", pero sus padres estaban convencidos de su genialidad.
"Recompensé la confianza de mis padres en mí desarrollando un ego desagradable, que estoy seguro debe haber ofendido tanto a los niños como a los adultos que tuvieron la mala suerte de entrar en contacto conmigo", comentó Oppenheimer años más tarde. "No es divertido", le dijo una vez a otro amigo, "pasar las páginas de un libro y decir: 'Sí, sí, por supuesto, lo sé'".
Cuando se fue de casa para estudiar química en la Universidad de Harvard, la fragilidad de la estructura psicológica de Oppenheimer quedó expuesta: su frágil arrogancia y su apenas velada sensibilidad parecían no serle útiles.
En una carta de 1923, publicada en una colección de 1980 editada por Alice Kimbal Smith y Charles Weiner, escribió: "Trabajo y escribo innumerables tesis, notas, poemas, historias y basura... Produzco olores desagradables en tres laboratorios diferentes... . Sirvo té y hablo con erudición a algunas almas perdidas, me voy el fin de semana para destilar energía de bajo grado en risas y agotamiento, leo griego, cometo errores, busco cartas en mi escritorio y deseo estar muerto. Voila".
En la película, Cillian Murphy interpreta a Robert Oppenheimer, quien era un fumador empedernido.
Cartas posteriores recopiladas por Smith y Weiner revelan que los problemas continuaron durante sus estudios de posgrado en Cambridge, Inglaterra. Su tutor insistió en que hiciera trabajo de laboratorio aplicado, una de las debilidades de Oppenheimer.
"Lo estoy pasando bastante mal", escribió en 1925. "El trabajo de laboratorio es terriblemente aburrido y soy tan malo que es imposible sentir que estoy aprendiendo algo". Más tarde ese año, la intensidad de Oppenheimer lo llevó cerca del desastre cuando deliberadamente dejó una manzana envenenada con productos químicos de laboratorio en el escritorio de su tutor.
Más tarde, sus amigos especularon que podría haber sido impulsado por la envidia y los sentimientos de insuficiencia. El tutor no se comió la manzana, pero la plaza de Oppenheimer en Cambridge estaba amenazada y se la quedó sólo con la condición de que viera a un psiquiatra. El psiquiatra le diagnosticó psicosis, pero luego lo descartó, diciendo que el tratamiento no serviría de nada.
Al recordar ese período, Oppenheimer diría más tarde que contempló seriamente el suicidio durante las vacaciones de Navidad.
Al año siguiente, durante una visita a París, su amigo cercano Francis Ferguson le dijo que le había propuesto matrimonio a su novia. Oppenheimer respondió intentando estrangularlo: "Me saltó por detrás con una correa del maletero y me la enrolló alrededor del cuello... Logré apartarme y cayó al suelo llorando", recordó Ferguson.
El encuentro de la física
Parece que donde la psiquiatría falló a Oppenheimer, la literatura vino al rescate. Según Bird y Sherwin, leyó 'En busca del tiempo perdido' de Marcel Proust durante unas cortas vacaciones de senderismo en Córcega y encontró en él algún reflejo de su propio estado mental que lo tranquilizó y abrió una ventana a un modo de ser más compasivo. Aprendió de memoria un pasaje del libro sobre la "indiferencia a los sufrimientos que uno causa", siendo "la forma terrible y permanente de la crueldad".
La cuestión de la actitud hacia el sufrimiento seguiría siendo importante, guiando el interés de Oppenheimer por los textos espirituales y filosóficos a lo largo de su vida y, finalmente, desempeñando un papel crucial en la obra que definiría su reputación.
Un comentario que les hizo a sus amigos durante esas mismas vacaciones parece profético: "El tipo de persona que más admiro sería aquella que se vuelve extraordinariamente buena para hacer muchas cosas pero aún mantiene un semblante manchado de lágrimas".
Regresó a Inglaterra con el ánimo más ligero, sintiéndose "mucho más amable y tolerante", como recordaría más tarde. A principios de 1926 conoció al director del Instituto de Física Teórica de la Universidad de Göttingen, en Alemania, quien rápidamente se convenció del talento de Oppenheimer como teórico y lo invitó a estudiar allí.
Según Smith y Weiner, tiempo después describió 1926 como el año de su "entrada en la física". Sería un punto de inflexión. Obtuvo su doctorado y una beca postdoctoral al año siguiente. También pasó a formar parte de una comunidad que impulsaba el desarrollo de la física teórica y conoció a científicos que se convertirían en amigos para toda la vida. Muchos finalmente se unirían a Oppenheimer en Los Álamos.
Oppenheimer leía mucho, desde poesía hasta filosofía oriental.
Al regresar a Estados Unidos, Oppenheimer pasó unos meses en Harvard antes de mudarse para seguir su carrera de física en California. El tono de sus cartas de este período refleja una mentalidad más firme y generosa. Le escribió a su hermano menor sobre el amor y su interés continuo en las artes.
En la Universidad de California en Berkeley, trabajó en estrecha colaboración con otros científicos que realizaban experimentos, interpretando sus resultados sobre los rayos cósmicos y la desintegración nuclear.
Más tarde describió que se encontró a sí mismo como "el único que entendía de qué se trataba todo esto". Así, el departamento que finalmente creó surgió, según dijo, de la necesidad de comunicar sobre la teoría que amaba: "Explicar primero a los profesores, al personal y a los colegas, y luego a cualquiera que quisiera escuchar... lo que había aprendido, cuáles eran los problemas sin resolver".
La lectura como terapia
Al principio se describió a sí mismo como un maestro "difícil", pero fue a través de este papel que Oppenheimer perfeccionó el carisma y la presencia social que lo caracterizaron durante su tiempo en el Proyecto Y. Citado por Smith y Weiner, un colega recordó cómo sus alumnos lo "emulaban lo mejor que pudieron. Copiaron sus gestos, sus manierismos, sus entonaciones. Realmente influyó en sus vidas".
A principios de la década de 1930, mientras fortalecía su carrera académica, Oppenheimer mantuvo a tope su interés en las humanidades. Fue durante este período que descubrió las escrituras hindúes, aprendiendo sánscrito para leer el Bhagavad Gita sin traducir, el texto del que más tarde extrajo la famosa cita "Ahora me he convertido en la muerte".
Al parecer su interés no era solo intelectual, sino que representaba una continuación de la biblioterapia autoprescrita que había comenzado con Proust cuando tenía 20 años. El Bhagavad Gita, una historia centrada en la guerra entre dos brazos de una familia aristocrática, le dio a Oppenheimer una base filosófica que era directamente aplicable a la ambigüedad moral que enfrentó en el Proyecto Y. Enfatizó las ideas del deber, el destino y el desapego del resultado, enfatizando que el miedo a las consecuencias no puede utilizarse como justificación para la inacción.
En una carta a su hermano de 1932, Oppenheimer hace referencia específica a este libro y luego menciona la guerra como una circunstancia que podría ofrecer la oportunidad de poner en práctica tal filosofía:
"Creo que a través de la disciplina... podemos alcanzar la serenidad... Creo que a través de la disciplina aprendemos a preservar lo que es esencial para nuestra felicidad en circunstancias cada vez más adversas... Por eso pienso que todas las cosas que evocan la disciplina: el estudio y nuestros deberes para con los hombres y para con la comunidad, la guerra... deben ser recibidos por nosotros con profunda gratitud, porque solo a través de ellos podemos alcanzar el menor desapego y solo así podemos conocer la paz".
A mediados de la década de 1930, Oppenheimer también conoció a Jean Tatlock, una psiquiatra y médico de la que se enamoró. Según el relato de Bird y Sherwin, la complejidad de carácter de Tatlock igualaba al de Oppenheimer. Era una mujer que había leído mucho y que estaba impulsada por una conciencia social.
Un amigo de la infancia la describió como "tocada de grandeza". Oppenheimer le propuso matrimonio a Tatlock más de una vez, pero ella lo rechazó. A ella se le atribuye haberlo conectado con la política radical y con la poesía de John Donne. La pareja siguió viéndose ocasionalmente después de que Oppenheimer se casara con la bióloga Katherine "Kitty" Harrison en 1940. Kitty se uniría a Oppenheimer en el Proyecto Y, en el que trabajó como flebotomista, investigando los peligros de la radiación.
El camino a la bomba
En 1939, los físicos estaban mucho más preocupados por la amenaza nuclear que los políticos y fue una carta de Albert Einstein la que llamó la atención de los principales líderes del gobierno de Estados Unidos. La reacción fue lenta, pero la alarma siguió circulando en la comunidad científica y finalmente se convenció al presidente para que actuara.
Como uno de los físicos más destacados del país, Oppenheimer fue uno de varios científicos designados para comenzar a investigar más seriamente el potencial de las armas nucleares. En septiembre de 1942, en parte gracias al equipo de Oppenheimer, quedó claro que era posible crear una bomba y comenzaron a tomar forma planes concretos para su desarrollo.
Según Bird y Sherwin, cuando escuchó que su nombre estaba siendo mencionado como líder para este esfuerzo, Oppenheimer comenzó sus propios preparativos. "Estoy cortando todas las conexiones comunistas", le dijo a un amigo en ese momento. "Porque si no lo hago, al gobierno le resultará difícil utilizarme. No quiero que nada interfiera con mi utilidad para la nación".
Einstein diría más tarde: "El problema con Oppenheimer es que ama [algo que] no lo ama: el gobierno de Estados Unidos". Su patriotismo y deseo de complacer claramente jugaron un papel en su reclutamiento.
El general Leslie Groves, líder militar del Distrito de Ingenieros de Manhattan, fue la persona responsable de encontrar un director científico para el proyecto de la bomba. Según una biografía de 2002, Racing for the Bomb, cuando Groves propuso a Oppenheimer como líder científico, se encontró con oposición. El "trasfondo extremadamente liberal" de Oppenheimer era una preocupación.
Pero además de señalar su talento y su conocimiento de la ciencia, Groves también destacó su "ambición desmesurada". El jefe de seguridad del Proyecto Manhattan también notó esto: "Me convencí de que no solo era leal, sino que no permitiría que nada interfiriera con el cumplimiento exitoso de su tarea y, por lo tanto, con su lugar en la historia científica".
En el libro de 1988 The Making of the Atomic Bomb, se cita a Isidor Rabi, un amigo de Oppenheimer, diciendo que pensó que era "un nombramiento muy improbable", pero luego admitió que había sido "un golpe verdaderamente genial por parte del general Groves".
En Los Álamos, Oppenheimer aplicó sus convicciones interdisciplinarias opuestas. En su autobiografía de 1979, What Little I Remember, el físico nacido en Austria Otto Frisch recordó que Oppenheimer había reclutado no solo a los científicos necesarios, sino también a "un pintor, un filósofo y algunos otros personajes inverosímiles; sintió que una comunidad civilizada sería incompleta sin ellos".
Repensando la energía nuclear
Después de la guerra, la actitud de Oppenheimer pareció cambiar. Describió las armas nucleares como instrumentos "de agresión, de sorpresa y de terror" y la industria armamentística como "obra del diablo". En una reunión en octubre de 1945, le dijo al presidente Harry Truman: "Siento que tengo sangre en las manos". El presidente comentó después: "Le dije que la sangre estaba en mis manos y que dejara que yo me preocupara por eso".
Este intercambio es un eco notable de uno descrito en el amado Bhagavad Gita de Oppenheimer, entre el príncipe Arjuna y el dios Krishna. Arjuna se niega a luchar porque cree que será responsable del asesinato de sus compañeros, pero Krishna le quita la carga: "Vean en mí al asesino activo de estos hombres... Levántense, en la fama, en la victoria, en la intención de alegrías reales ¡Ya están muertos por mí, sé tú el instrumento!
Durante el desarrollo de la bomba, Oppenheimer había usado un argumento similar para calmar sus dudas éticas y las de sus colegas. Les dijo que, como científicos, no eran responsables de las decisiones sobre cómo se debía usar el arma, solo de hacer su trabajo. La sangre, si la hubiera, estaría en manos de los políticos.
Sin embargo, parece que una vez consumados los hechos, la confianza de Oppenheimer en esta postura se vio sacudida. Como relatan Bird y Sherwin, en su papel en la Comisión de Energía Atómica durante el período de posguerra, abogó en contra del desarrollo de más armas, incluida la bomba de hidrógeno más potente, para la que su trabajo había allanado el camino.
Estos esfuerzos dieron como resultado que Oppenheimer fuera investigado por el gobierno de EE.UU. en 1954 y que le quitaran su autorización de seguridad, lo que marcó el final de su participación en el diseño y asesoría de políticas.
La comunidad académica salió en su defensa. Escribiendo para The New Republic en 1955, el filósofo Bertrand Russell comentó que la "investigación mostró que había cometido errores, uno de ellos bastante grave desde el punto de vista de la seguridad. Pero no había evidencia de deslealtad ni de nada que pudiera ser considerado como traición... Los científicos se vieron atrapados en un trágico dilema".
En 1963, el gobierno de EE.UU. le otorgó el Premio Enrico Fermi como un gesto de rehabilitación política, pero no fue hasta 2022, 55 años después de su muerte, que las autoridades anularon su decisión de 1954 de despojarlo de su acreditación y confirmaron la lealtad de Oppenheimer a EE.UU.
A lo largo de las últimas décadas de su vida, Oppenheimer mantuvo expresiones paralelas de orgullo por el logro técnico de la bomba y de culpa por sus efectos. Un tono de resignación también apareció en sus comentarios cuando, más de una vez, dijo que la bomba simplemente había sido inevitable. Pasó los últimos 20 años de su vida como director del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, trabajando junto a Einstein y otros físicos.
"Capacidad negativa"
Albert Einstein: "El problema de Oppenheimer es que ama [algo que] no lo ama: el gobierno de Estados Unidos.
Al igual que en Los Álamos, Oppenheimer se esforzó por promover el trabajo interdisciplinario y enfatizó en sus discursos la creencia de que la ciencia necesitaba de las humanidades para comprender mejor sus propias implicaciones, según cuentan Bird y Sherwin. Con este fin, reclutó a una gran cantidad de no científicos, incluidos clasicistas, poetas y psicólogos.
Más tarde llegó a considerar la energía atómica como un problema que superaba las herramientas intelectuales de su tiempo, como, en palabras del presidente Truman, "una nueva fuerza demasiado revolucionaria para considerarla en el marco de las viejas ideas".
En un discurso pronunciado en 1965, publicado más tarde en la colección Uncommon Sense de 1984, dijo: "He oído de algunos de los grandes hombres de nuestro tiempo que cuando encontraban algo sorprendente, sabían que era bueno, porque tenían miedo". Cuando hablaba de momentos de inquietantes descubrimientos científicos, le gustaba citar al poeta John Donne: "Está todo hecho pedazos, toda la coherencia se ha ido".
John Keats, otro poeta de cuya obra disfrutaba Oppenheimer, acuñó la frase "capacidad negativa" para describir una cualidad común en las personas a las que admiraba: "es decir, cuando un hombre es capaz de estar en incertidumbres, misterios, dudas, sin ningún tipo de irritabilidad en busca del hecho y la razón".
Parece como si fuera algo de esto a lo que se refería el filósofo Russell cuando escribió sobre la "incapacidad de Oppenheimer para ver las cosas con sencillez, una incapacidad que no sorprende en alguien que posee un aparato mental complejo y delicado".
Al describir las contradicciones de Oppenheimer, su mutabilidad, su continuo andar entre la poesía y la ciencia, su hábito de desafiar la descripción simple, tal vez estemos identificando las mismas cualidades que lo hicieron capaz de perseguir la creación de la bomba.
Incluso en medio de esta gran y terrible búsqueda, Oppenheimer mantuvo vivo el "semblante manchado de lágrimas" que había predicho cuando tenía 20 años. Se cree que el nombre de la prueba -Trinity- proviene del poema de John Donne Batter my heart, three-person'd God: "Que pueda levantarme y pararme, derribarme y doblar/Tu fuerza para romper, soplar, quemar y hacerme nuevo".
Jean Tatlock, quien le había hecho conocer la obra de Donne y de quien algunos creen que siguió enamorado, se suicidó el año anterior a la prueba. El proyecto de la bomba estuvo marcado en todas partes por la imaginación de Oppenheimer y por su sentido del romance y la tragedia.
Tal vez fue la ambición desmesurada lo que el general Groves identificó cuando entrevistó a Oppenheimer para el trabajo en el Proyecto Y, o tal vez fue su capacidad para adoptar, durante el tiempo requerido, la idea de la ambición desmesurada. Tanto como el resultado de la investigación, la bomba fue el producto de la capacidad y voluntad de Oppenheimer de imaginarse a sí mismo como el tipo de persona que podría hacer que sucediera.
Fumador empedernido desde la adolescencia, Oppenheimer sufrió episodios de tuberculosis durante su vida. Murió de cáncer de garganta en 1967, a la edad de 62 años. Dos años antes de su muerte, en un raro momento de sencillez, trazó una distinción que separaba la práctica de la ciencia de la de la poesía. A diferencia de la poesía, dijo, "la ciencia es el negocio de aprender a no volver a cometer el mismo error".
*Ben Platts-Mills es un escritor y artista cuyo trabajo investiga el poder, el razonamiento y la vulnerabilidad, así como las formas en que se representa la ciencia en la cultura popular. Sus memorias, Tell Me The Planets, se publicaron en 2018.
Se publica al fin en español la impresionante biografía del físico y director del proyecto Manhattan que creó la bomba atómica para acabar años más tarde acusado de comunista.
Aquel coronel de Inteligencia y antiguo entrenador de fútbol americano se quedó atónito. Ante él se encontraba el director del proyecto científico más importante y secreto de la historia de la humanidad y ese hombre, con su característica seguridad en sí mismo, le estaba confesando abiertamente que unos amigos suyos que actuaban como intermediarios del cónsul soviético en San Francisco le habían pedido información acerca de las actividades que estaban desarrollando en Los Álamos. "Por supuesto es traición, aunque a mí me parecería bien la idea de que el comandante en jefe comunicara a los rusos que estamos trabajando en este asunto". Aquel hombre era el físico estadounidense Robert Oppenheimer y "este asunto" era la bomba atómica que su laboratorio buscaba a toda velocidad para hacerse con ella antes que los nazis y ganar la Segunda Guerra Mundial. Aquella conversación grabada en secreto fue otra bomba de efecto retardado que 10 años después, en la década de los cincuenta —en plena caza de brujas anticomunista—, hundiría a quien hasta ese momento era uno de los grandes héroes de EE.UU. El funesto interrogatorio al que el ladino e implacable cazador de comunistas coronel Pash sometió al director científico del proyecto Manhattan —el director militar era el general Leslie Groves— sirve de clave de bóveda a una impresionante biografía que se alzó con el Pulitzer, que al fin podremos leer traducida al español casi dos décadas después de su publicación en inglés y en la que se basa la nueva película de Christopher Nolan a estrenar este 2023: Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Debate). Los autores, Kai Bird y el fallecido Martin J. Sherwin, dedicaron 30 años de investigación de archivos, entrevistas, análisis de cintas y hallazgos documentales a la biografía del hombre que, como el Prometeo de la tragedia griega, robó el fuego del sol a los dioses dando lugar al arma más mortífera nunca descubierta para después, sobrecogido por los efectos destructores de su propia invención, dedicar el resto de su vida a luchar contra la proliferación nuclear.
"Curiosamente, desde que se arrojaron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer albergaba la vaga sensación de que en su camino lo esperaba algo oscuro y ominoso. Unos años antes, a finales de la década de 1940, cuando se había convertido en una figura verdaderamente emblemática en la sociedad estadounidense, como el científico y el consejero político más respetado y admirado de su generación —había incluso aparecido en la portada de las revistas Time y Life—, leyó el relato La bestia en la jungla, de Henry James. Se quedó impresionado por esa narración obsesiva de egolatría atormentada en la que al protagonista lo persigue la premonición de que 'algo raro y extraordinario', posiblemente prodigioso y terrible, le sucedería 'tarde o temprano'. Fuera lo que fuera, estaba seguro de que lo 'arrollaría".
Una cena fatídica
Extremadamente inteligente e imaginativo, Oppenheimer también había sido un hombre muy de izquierdas a quien la derrota republicana en la Guerra civil española dejó una profunda huella y que, si bien no llegó a militar nunca en el Partido Comunista de EEUU, sí simpatizó con sus objetivos como la mayoría de sus amigos y compañeros de la Universidad de Berkeley así como su propia mujer Kitty. Y fue en ese contexto, pocas semanas antes de partir al desierto de Nuevo México para ponerse al frente del laboratorio que debía conseguir la fusión del átomo con fines militares antes que Alemania, cuando un incidente en principio insignificante en la cocina de la casa de Eagle Hill donde vivía el físico con su familia acabaría por trastocar toda su vida posterior. Hoy se conoce como el caso Chevalier.
Tráiler de 'Oppenheimer
Corría el invierno de 1942-43. El profesor de literatura francesa de Berkeley Haakon Chevalier y su mujer, Barbara, eran amigos íntimos de los Oppenheimer y estos los invitaron a una cena de despedida en su domicilio. Al llegar los invitados, Haakon fue con Robert a la cocina a preparar unos martinis y fue allí donde le contó al físico que un conocido de ambos, un tal George Eltenton, le había encomendado que preguntara a su amigo Oppenheimer si podía pasarle información sobre su trabajo científico al cónsul soviético en San Francisco y ayudar así a la URSS —teórica aliada de EEUU— a ganar la guerra.
La respuesta a la proposición de su amigo fue un no rotundo porque aquello era "traición"
Oppenheimer era un rojo, pero también un patriota. Aunque coincidía con los círculos izquierdistas universitarios en que los soviéticos estaban luchando por la supervivencia "mientras que los reaccionarios de Washington saboteaban la ayuda que los rusos merecían recibir", su respuesta a la proposición de su amigo fue un no rotundo porque aquello era "traición". La charla terminó, los martinis quedaron listos y, aunque el físico dudó si contárselo a las autoridades, finalmente desistió para no poner en peligro a su amigo. Poco después, la familia Oppenheimer marchó a Los Álamos, en Nuevo México, para levantar en medio del desierto una ciudad de más de 5.000 habitantes entre militares, científicos y sus familias, con el fin de desarrollar la bomba atómica.
Triunfo y tragedia
Hay varias inverosimilitudes en esta historia increíble y real, del tipo que podrían agujerear una ficción. ¿Cómo es posible que un científico izquierdista que el FBI de John Edgar Hoover tenía fichado, y pinchado, desde hacía años fuera el elegido para aquel proyecto militar decisivo y ultrasecreto que, como hay sabemos a ciencia cierta, no iba dirigido contra una Alemania que se mostraba incapaz de hacerse con la bomba sino contra una Unión Soviética que ya se adivinaba como el nuevo enemigo una vez concluida la guerra? ¿Y cómo pudo ser además que es científico confesara durante el proyecto las peticiones de sus amigos para que le pasara información a los rusos y, en ese momento, no ocurriera nada? La respuesta de los autores de Prometeo americano es una combinación de azar y necesidad. No existía nadie en ese momento en el mundo con el talento que atesoraba Oppenheimer, nadie que pudiera llevar aquel empeño a buen puerto a tiempo. Y, cuando al final lo logró, el aura de héroe súbito que adquirió le protegió durante un tiempo.
Albert Einstein y Robert Oppenheimer, en 1947.
Pero, cuando en 1953, en plena histeria anticomunista desatada por el Comité de Actividades Antiestadounidenses promovido por el senador Joseph McCarthy, se desempolvó la cinta de aquel interrogatorio al que Pash sometió a Oppenheimer 10 años antes, la carrera al servicio del gobierno del físico se hundió. Le declararon "una amenaza para la seguridad nacional" y le acusaron de 34 cargos que iban desde lo absurdo ("consta que en 1940 usted figuraba como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino") a lo político ("desde el otoño de 1949 en adelante mostró una fuerte oposición al desarrollo de la bomba de hidrógeno"). El calvario que siguió duraría hasta que el presidente Kennedy rehabilitó a Oppenheimer en 1963. Años después de la muerte de Oppenheimer el 25 de febrero de 1967, su amigo el diplomáticoGeorge Keenan recordaba: "En los días oscuros de principios de los años cincuenta, cuando los problemas se le agolpaban por todas partes y se vio en el centro de la controversia, presionado, le señalé el hecho de que sería bienvenido en un centenar de centros académicos de cualquier parte del mundo y le pregunté si no había pensado irse a vivir a otro lugar. Me respondió con lágrimas en los ojos: 'Joder, pero es que quiero a este país".
Hace décadas que la otrora cuna del pensamiento, la ciencia y la filosofía cayó en desgracia por falta de recursos y su reorientación hacia el utilitarismo. La democracia desinformada, la economía desigual y el empleo precario requieren el renacimiento de la que durante siglos fue una grandiosa institución.
El general Leslie Groves junto a Oppenheimer en el desarrollo del proyecto Manhattan (Circa 1944
_- Habiendo terminado la lectura de la reciente biografía del científico estadounidense Julius Robert Oppenheimer, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, hay dos cuestiones que quisiera resaltar sobre la trayectoria de este ser humano tan singular, y que casan con los argumentos que hemos ido exponiendo tanto sobre la responsabilidad que tiene la Universidad de formar ciudadanos críticos con ilusión por cambiar la realidad, como por que ella misma pueda defenderse de intromisiones indebidas que, a la larga, pueden ser catastróficas para el desarrollo de la humanidad.
Oppenheimer fue un físico teórico brillante que dirigió el proyecto colosal de investigación y fabricación de la bomba atómica en Los Álamos (EEUU), lo que culminaría con las detonaciones nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki (ambas en Japón). Desde su infancia fue identificado por sus familiares y profesores como un superdotado en toda la extensión y hondura de la palabra. Capaz de hablar alemán y holandés con soltura tras unos pocos meses de inmersión durante sus estancias investigadoras en estos países mientras desafiaba a sus maestros, muchos de ellos premios Nobel, y, con la misma facilidad, podía darse el lujo de aprender sánscrito para leer del original el poema hindú Bhagavad Guitá, o italiano para recitar de memoria a Dante.
A pesar de aquella polimatía excéntrica y, para algunos, maldita, resultó ser un profesor muy querido por sus alumnos y discípulos en las universidades en las que impartió docencia (Caltech, Chicago, Berkeley, Princeton), tanto por su exigencia académica como por su tolerancia y solidaridad para apoyar a los alumnos que tenían que esforzarse como un mortal común para seguir sus clases.
Oppie, como le apodaron sus amigos, creció yendo a la Escuela por la Cultura Ética de Nueva York, fundada por Felix Adler, un reformista liberal y defensor los derechos civiles de las minorías desde 1876. La visión deísta de Adler moldeó su mentalidad social: una en la que había que tomar posición y celebrar la acción y la responsabilidad hacia el mundo. Una en la que la voluntad individual para superarse y enfocarse en un propósito de justicia social pasó a ocupar la posición del ideal del Superyó en su inconsciente y que ya no le abandonaría en toda su vida. Esto le llevó a participar activamente en los esfuerzos de su país para acabar con Hitler. Pero, tras la caída de la bomba y el fin de la guerra, cuando quiso recuperar su autonomía política e intelectual apoyando la doctrina del desarme nuclear, pasó de héroe nacional a traidor, calumniado y acusado de comunista y judío taimado y antiamericano.
En la época de oro de la ciencia en la Universidad, sin darse cuenta de las consecuencias a largo plazo, esta fue secuestrada por la industria armamentística. Precisamente Bird y Sherwin cuantifican que el número de laboratorios privados que se abastecieron intensivamente de catedráticos e investigadores de las universidades estadounidenses pasó de solamente cuatro en 1890 a casi 2.000 al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que este fenómeno tuvo lugar dentro de una coyuntura mundial extraordinaria, pero desde entonces la dependencia de la investigación y el I+D+I del sector universitario de EE. UU. con respecto a los intereses industriales y militares no ha dejado de persistir, poniendo en peligro la independencia de sus fines educativos y la diversidad de pensamiento que se fomenta dentro de sus facultades.
En nuestro futuro imaginado, y quizá ingenuo, la Universidad en Europa no perdería su autonomía, independencia, neutralidad y ecuanimidad para así no dejar de discernir cuando el plano ético de sus acciones quedara sustituido por los intereses de la economía o de otros supuestos como el nacionalismo, el totalitarismo, el racismo o el fascismo. Es cierto que no sería fácil conseguirlo, pero su estatuto moral debería balancearse entre, en uno de los extremos,
(1) tomar decisiones ante cuestiones delicadas y actuar con audacia, evitando caer en un conservadurismo e inmovilismo infructuoso y regresivo, y
(2) en el otro extremo, tomarse tiempo para reflexionar con diligencia sobre las razones por las que debe actuar en cada momento para estar segura de por qué hace lo que hace.
Ciertamente, como creía Oppenheimer, en la vida real tiene que haber espacio para ejercer las dos posibilidades, aunque una de ellas prime sobre la otra en determinados momentos de la historia. De cualquier forma, la Universidad del futuro deberá ser un lugar de valor y reflexión, una institución ética y bien equilibrada que brinde una formación integral a sus estudiantes y contribuya al desarrollo de la sociedad. Si hacemos bien las cosas, la Universidad europea será un faro de conocimiento y sabiduría para las futuras generaciones. O no será.
SOBRE LA FIRMA
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).
Un libro y un documental recogen el testimonio del Nobel de Física Roy J. Glauber sobre su trabajo en el laboratorio de Los Álamos
Los Álamos era un apacible poblado habitado por parejas jóvenes, abundantes niños, trabajadores con tiempo libre para disfrutar de la naturaleza circundante y del buen clima del estado de Nuevo México. Después de la jornada laboral se podían dar paseos, disfrutar de proyecciones de cine por 10 centavos, asistir a alguna conferencia o bailar en alguna fiesta. Las bebidas disponibles eran de baja graduación alcohólica, dado el carácter militar del recinto, pero alguno de los abundantes científicos fabricaban alcohol en secreto, porque la ciencia tiene múltiples aplicaciones. En el amable poblado de Los Álamos, a principios de los años cuarenta, estas jóvenes familias estaban trabajando en producir algunos horrores por venir y una potencia de destrucción que aún tiene en vilo al mundo. Estaban construyendo la bomba atómica. La primera de esas que todavía, y sobre todo hoy, siguen siendo una amenaza para la supervivencia de la Humanidad.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.
Algunas caravanas en las que vivían los participantes del Proyecto Manhattan.
La macrohistoria de la bomba es bien conocida: en 1938 los científicos alemanes Lise Meitner y Otto Hahn descubren la posibilidad de fisionar el átomo de uranio liberando grandes cantidades de energía, según había establecido Albert Einstein en la ecuación más célebre de la ciencia: E=mc². Ante el poderío de este proceso natural y sus posibilidades militares, el físico Leó Szilárd ve el futuro retorciéndose y convence a Einstein para que firme una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos, urgiéndole a desarrollar el arma antes de que lo hagan los nazis. Roosevelt pone en marcha el ambicioso Proyecto Manhattan, cuyo epicentro es el laboratorio de Los Álamos. De ahí salieron Little Boy y Fat Man, las bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki en 1945 y que cambiaron la historia para siempre. Desde entonces la civilización se puede destruir a sí misma con cierta facilidad. En eso estamos.
Lo que ahora podemos conocer con más detalle es la microhistoria de aquel lugar, en boca del físico estadounidense Roy J. Glauber (New York, 1925 - Massachussets, 2018), que fue el más joven de los participantes del área teórica del Proyecto Manhattan, y que ganó posteriormente, en 2005, el premio Nobel de Física por otras cosas: sus trabajos en el campo de la Óptica Cuántica, disciplina de la que se le considera pionero. Su testimonio se recoge en el libro La última voz (Ariel) y el documental That’s the Story (se puede ver en YouTube), ambos obra de María Teresa Soto-Sanfiel, doctora en Comunicación Audiovisual y profesora de la Universidad de Nacional de Singapur, y el físico José Ignacio Latorre, catedrático de la Universidad de Barcelona y director del Centre for Quantum Technologies de Singapur.
Todo empezó con unas copas. “Estábamos en un congreso en Benasque y me llevé a Glauber a tomar algo que no conociese, como los mojitos, porque a un premio Nobel siempre hay que tratarle bien”, bromea Latorre. Animado por el brebaje, Glauber comenzó a contar anécdotas que implicaban a grandes nombres de la Física del siglo XX. ¿Por qué les conocía? “Es que trabajé en el Proyecto Manhattan, a los 18 años”, dijo Glauber, que era, por tanto, uno de los últimos supervivientes de los que colaboraron en la fabricación de la bomba. A partir de esos mojitos, y a través de varios encuentros fortuitos (en Singapur, en el MIT de Massachusetts, etc), los autores fueron grabando el material. Curiosamente, cuando se disponían a ilustrar el documental, se desclasificaron los archivos del Proyecto Manhattan y consiguieron 17 horas de imágenes de la época, muchas de las cuales se muestran por primera vez al público. “En nuestros encuentros Glauber era muy minucioso con los detalles, de modo que nos dio una fotografía muy viva de aquellos tiempos”, explica Soto-Sanfiel, “es la vida en Los Álamos contada por un protagonista, y eso es algo inusual”.
María Teresa Soto-Sanfiel, Roy J. Glauber y José Ignacio Latorre en una imagen de 2014.
Glauber describe en varias ocasiones Los Álamos como un lugar utópico (aunque en esa pequeña utopía científica se empezaran a generar algunas distopías que nos quitan el sueño desde entonces), y eso que también habla de su austeridad: era un lugar perdido de la mano de Dios, no se cobraba demasiado y tampoco había demasiado con qué llenar el tiempo más allá del trabajo. “Pero se encontraban elementos que a un joven como aquel le maravillaban”, dice Latorre, “al parecer la comida era muy buena (Glauber seguía siendo un gran comilón a sus 90 años), hacía buen tiempo y, sobre todo, estaba rodeado de los mejores cerebros de la época”.
En Los Álamos se concentró un poderío intelectual que deslumbraba al joven Glauber, que, destinado allí para hacer cálculos complejos, ni siquiera había terminado los estudios en Harvard. El de Robert Oppenheimer, director científico, que tenía una gran facilidad para entender la física y comunicarla (por ejemplo, al general Leslie Groves, responsable supremo del proyecto). Glauber le describe como un intelectual romántico, gran conocedor de los textos clásicos hinduistas (dominaba el sánscrito), que contrastaba con el típico pensamiento pragmático de los científicos estadounidenses. Cuando vio estallar la primera bomba, en el desierto de Nuevo México, se recitó estos versos del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. El director Christopher Nolan prepara una película sobre su figura, que se estrenará en 2023.
Una charla dentro del marco del Proyecto Manhattan, entre el público se puede ver a Robert Oppenheimer, director científico.
También Hans Bethe, responsable del área teórica del proyecto, al que Glauber describe como de gran inteligencia y comprensión con sus colaboradores; Enrico Fermi, capaz de hacer ingeniosos cálculos y aproximaciones para abordar los problemas; o el célebre Richard Feynman, todo un personaje capaz de pensar la física de otra manera y ser el centro de atención con sus eternas historias y anécdotas (como se muestra en su conocida biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, que sirve de inspiración a estudiantes de todo el planeta). A Glauber, sin embargo, parece no convencerle del todo la figura de Feynman, al que considera un hombre demasiado centrado en seducir a los demás interpretando a su personaje estrambótico. “Glauber era un hombre serio, poco dado a los aspavientos, pero Feynman era todo lo contrario, alguien que brillaba”, dice Soto-Sanfiel, “así que le consideraba un poco fantasma, aunque le tenía gran respeto intelectual”.
Glauber presenció en primera persona el primer estallido de la bomba, la prueba Trinity, sucedida en julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. No estaba invitado, por su condición de físico teórico, pero junto con unos colegas se apostó como espectador en una montaña cerca de Albuquerque, a unas 70 millas (algo más de 112 kilómetros) de la explosión. Cuando la bomba, de 20 kilotones, estalló, se quedaron aterrados. El primer hongo nuclear surgió contra el cielo nocturno y, en el lugar de la detonación, la arena del suelo se fundió formando una sustancia verde y brillante como el jade, que luego se bautizó como trinitita. Glauber describió el evento como algo “muy grande y siniestro”. Durante el mes siguiente nadie en el laboratorio quiso hablar de lo que había visto.
El relato del libro y el documental no se queda en la experiencia de Los Álamos, sino que también narra la posterior caída en desgracia de Oppenheimer, víctima de la caza de brujas y defenestrado por el físico Edward Teller (algo así como el malo de esta historia), que le acusó de comunista y que era partidario, contra el primero, y aún después de los horrores de Japón, de seguir desarrollando bombas de mayor potencia, como la de hidrógeno. Así se hizo.
Una cafetería en el laboratorio de Los Álamos, durante el Proyecto Manhattan.
Glauber falleció en diciembre de 2018, con el libro ya en fase de edición, de modo que no llegó a presenciar el inicio de la guerra de Ucrania, en la que Vladímir Putin ha vuelto a agitar los miedos nucleares que tanto inquietaron la segunda mitad del siglo XX, en la Guerra Fría. “Entonces no se hablaba casi del peligro nuclear y, como comprobamos al mostrar una primera versión del documental en diferentes centros de investigación, había cierto consenso en que la posibilidad de una destrucción total había mantenido una larga paz en Europa”, dice Latorre.
El físico neoyorquino nunca expresó arrepentimiento por participar en el Proyecto Manhattan, por varios motivos: entonces era un chaval sin ninguna importancia al que solo le requerían para hacer ciertos cálculos y, además, en aquel momento miles de jóvenes soldados morían “como moscas” en la guerra mientras que los nazis podían estar construyendo su propia bomba. “Eso sí”, agrega Soto-Sanfiel, “cuando se lanzaron las bombas en Japón, Glauber abandonó el proyecto y nunca quiso saber más de la carrera armamentística”.
_- Lo básico de esta nota: si tienen algún interés por lo sucedido en Los Álamos, seguramente el proyecto político-científico-militar más importante y decisivo de nuestra historia, no se pierdan este ensayo novelado.
Su tema: la historia secreta de la fabricación de la bomba atómica. Su estructura: prólogo, primera parte: “De incógnito. Klaus Fuchs y Niels Bohr” (un capítulo), segunda parte: “Sobreestimar a los alemanes” (quince capítulos), tercera parte: “Vidas paralelas. Klaus Fuchs y Niels Bohr” (ocho capítulos), cuarta parte: “Subestimar a los rusos” (dos capítulos), agradecimientos, notas e índice analítico. Una de las tesis centrales de Watson: “tanto los estadounidenses como los franceses, los alemanes y los británicos cometieron una serie de errores cruciales y contaron una larga serie de mentiras con el resultado de que el mundo entró dando traspiés, o directamente metiendo la pata en la era nuclear, cuando, para colmo, era del todo innecesario” (p. 15).
Historia secreta de la bomba atómica: Cómo se llegó a construir un arma que no se necesitaba eBook: Watson, Peter, Diéguez Rodríguez, Amado: Amazon.es: Tienda Kindle
Peter Watson, autor muy prolífico, trece libros en su haber hasta este momento (Ideas. Historia intelectual de la Humanidad, La gran divergencia, La edad de la nada, Convergencias,…) es historiador y periodista. Se nota. Su Historia secreta… es una excelente historia (periodística) de la ciencia escrita desde una perspectiva marcadamente política, una historia que puede leerse (seguramente esa ha sido la pretensión del autor) casi como una novela policiaca. Si la coges, no la dejas. Te atrapa. Sarah Robey lo expresó así en una reseña publicada en Nature: “Obra meticulosa y con una narrativa que atrapa al lector, bien documentada y en la que diplomacia, ciencia y biografías se dan la mano para contarnos un momento histórico que aún necesitaba que le arrojaran luz”.
Acertado juicio a pesar de las palabras iniciales que abren el ensayo generan alguna zozobra: “Es posible que en toda la historia de la humanidad ninguna idea haya tenido consecuencias más inmediatas y trascendentales que el célebre descubrimiento de Albert Einstein de que E = mc2, esto es, que la materia y la energía son, básicamente, aspectos distintos de un mismo fenómeno. Einstein publicó su teoría de la energía nuclear en mayo de 1905 y la estuvo puliendo y perfeccionando -con ayuda- hasta que en 1917, en mitad de la primera guerra mundial, quedó perfilada del todo. Veintiocho años después -es decir, al cabo de una sola generación-, el 6 y el 9 de agosto de 1945, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con sendas bombas atómicas pondría fin a la segunda guerra mundial». Llamar ‘teoría de la energía nuclear’ a la teoría de la relatividad restringida (la de 1917, es la teoría general) es tan tendencioso como la afirmación ‘la estuvo puliendo y perfeccionando’. El salto científico y tecnológico de lo que pasó en esos años hasta el lanzamiento de las bombas en Hiroshima y Nagasaki parece irrelevante. Exagerando un poco, Watson parece sugerir que Einstein acabó con la segunda guerra mundial con el bagaje de su teoría de 1917. La famosísima ecuación que cita abre la puerta a la existencia y posible uso de una energía nueva y descomunal. Pero, sabido es, que ese camino no lo transitó Einstein (que se dedicó a la cosmología y no a la física cuántica, salvo en el caso del efecto fotoeléctrico de 1905). Hay mucha ciencia y mucha tecnología absolutamente no einsteinianas entre la ecuación de marras (sabiamente comentada y matizada por Álvaro de Rújula) y la bomba atómica.
Sería descortés por mi parte que les revelara (spoiler lo llaman ahora) detalles de la trama atómico-militar descrita por Watson. Sólo les puedo copiar las palabras (algo inexactas) que pueden leer en al contraportada: “Peter Watson, el gran historiador intelectual del siglo XX, nos muestra cómo surgió, y cómo fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear y cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder, tomó por su cuenta, tal como lo revelan los documento desclasificados en estos últimos años, la decisión de construir y emplear la bomba atómica, que nadie quería realmente y que no era necesaria, contra lo que se dice, para acabar la segunda guerra mundial. El libro de Watson, escrito con su habitual garra narrativa, no solo desvela un pasado desconocido sino que ilumina un presente sujeto todavía a la amenaza nuclear”. No es exacto que toda la comunidad científica rechazara la idea de la construcción de un arma nuclear; tampoco lo es que nadie la quisiera realmente. Watson refuta ambas afirmaciones. Añado: la gran mayoría de las observaciones que se han hecho desde posiciones críticas sobre el proyecto Manhattan no andaban desencaminadas, en absoluto. Se quedaron cortas en muchos aspectos.
Algunos comentarios complementarios (me dejo mucho en el tintero) para incrementar su interés:
1. Todo lo que se ha dicho sobre la grandeza científica y, remarco, política-diplomática de Niels Bohr se ha quedado corto. Un científico concernido que vio mucho más allá que otros en esta historia.
2. Si recuerdan el encuentro Bohr-Heisenberg y la obra de teatro Copenhague de Michael Frayn, la aproximación y la reconstrucción crítica de Watson no les decepcionará.
3. Werner Heisenberg, no solo fue uno de los grandes científicos del siglo XX sino probablemente entre los tres más grandes (Nobel en 1932, a los 31 años) y uno de los grandes físicos-filósofos, comentó años después que si en 1939 un puñado de físicos se hubiera negado a seguir investigando la posibilidad de fabricar armas nucleares, los políticos no habrían podido seguir adelante y la carrera atómica se habría truncado. No está claro que esa afirmación contrafáctica no fuera una forma de autojustificarse (contra el descomunal ego teoricista de Heisenberg, Pauli comentó en una ocasión que “no resultaba difícil imaginar a Heisenberg declarando: “Yo soy capaz de pintar tan bien como Tiziano. Mirad: [un rectángulo, el marco de un cuadro, en blanco]. ¡Sólo faltan los detalles técnicos!”, p. 119).
4. Watson señala que las últimas investigaciones demuestran también que la decisión final de usar la bomba estuvo finalmente en mano de un número reducido de personas. Algunas de ellas se esforzaron por ocultar sus verdaderos motivos. En público defendían lo que tocaba defender (y que fue ampliamente publicitado en revistas con fuerte penetración cultural popular como Reader’s Digest): el lanzamiento de las bombas se había hecho para salvar la vida de muchos norteamericanos y japoneses. Pero no fue eso.
5. Todo lo que han pensado del militarismo y ceguera política del general Leslie Groves, el responsable militar del Proyecto, estaba en lo cierto o se quedaba corto. Sin asomo de autocrítica y sosteniendo barbaridades muchos años después de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki.
6. Sin olvidar ni pretender justificar desde luego la criminal política represiva del estalinismo, no fue Stalin el malo-malísimo de esta película. Watson lo muestra por activa y por pasiva, y cita una afirmación del líder soviético que sigue siendo verdadera en nuestro hoy: “No es fácil pensar en las armas atómicas sin pensar al mismo en el fin del mundo”.
7. Klaus Fuchs es, con diferencia, el científico concernido más interesante de toda esta historia, a la altura de Bohr. Merecería nuestro máximo reconocimiento. Está en el corazón de esta historia donde “se encuentran dos personas, Niels Bohr y Klaus Fuchs, que, cada uno desde un punto de partida muy distinto, anticiparon que la bomba amenazaría con cambiar el mundo de la posguerra [¡y no para bien!] y no se quedaron de brazos cruzados. Uno no consiguió nada, pero el otro sí” (p. 15).
8. Tampoco Szilárd es un personaje menor en la narración de Watson.
No pasen por alto las notas. Hay apuntes y reflexiones interesantes en ellas, todas ellas ubicadas (erróneamente en mi opinión; mejor hubiera sido después de cada capítulo) al final del libro.
El índice analítico es magnífico, extraordinario, de enorme utilidad. A imitarlo.
Watson abre con unas palabras de J. Robert Oppenheimer que explican el comportamiento, la hybris (pensemos por ejemplo, en la actitud de Feynman el día del lanzamiento y en sus reflexiones posteriores), de una buena parte de la comunidad científica, engañada por las autoridades militares y políticas, congregada en Los Álamos: “Cuando te encuentras con algo técnicamente factible, sigues adelante. Luego ya entras en debates, pero solo cuando técnicamente el experimento ha dado sus frutos. Eso es lo que ocurrió con la bomba atómica”.
Un libro a releer, apto para seminarios y para discusiones sobre epistemología y política de la ciencia. Sobre este punto por ejemplo: “En el verano de 1942, los Aliados no tenían ninguna necesidad de embarcarse en la fabricación del arma nuclear, no si el motivo principal para hacerlo era contrarrestar la amenaza nazi, porque, en ese terreno, los nazis no representaban ninguna amenaza”. Pero, en realidad, no fueron los nazis, ya vencidos, ni los japoneses los destinatarios de la bomba.
Fuente: El Viejo Topo, enero de 2021
Por Salvador López Arnal.
“En la segunda semana de junio de 1942 el mundo entró en la era atómica al mismo tiempo que su razón de ser original se esfumó”. Armado con esta tesis, el historiador Peter Watson construye en Historia secreta de la bomba atómica (Crítica, traducción de Amado Diéguez) un relato poblado por militares conspiradores, políticos ingenuos o malvados, nazis, espías comunistas y los científicos que conformaron la edad de oro de la física, una historia de traiciones y mentiras otras veces contada pero no desde esta óptica. “Estados Unidos gastó tanto en la bomba, y en secreto, que tenía que ser usada para justificar su coste. Sabían que no iba a ser necesaria una invasión porque los japoneses negociaban en secreto una rendición a través de los soviéticos. Los científicos de Los Álamos querían saber si sus cálculos y otras disposiciones funcionaban, era un triunfo de la ciencia, un gran logro por nuestra parte, cuando lo razonable habría sido no construir la bomba porque no hacía falta. Rusia no tenía ni la ciencia ni la fuerza humana para desarrollarla durante la guerra. Si el tándem Estados Unidos-Reino Unido no hubiera seguido adelante, nadie habría construido una bomba nuclear nunca en ningún sitio”, comenta Watson por correo electrónico para resumir su controvertida tesis.
¿Por qué junio de 1942?
Porque fue el momento en que la Alemania nazi, contra quien se competía para construir la bomba antes y evitar que tomaran la delantera en la Segunda Guerra Mundial, decidió en una conferencia de científicos, militares y jerarcas dirigida por Albert Speer abandonar el proyecto y centrarse en armas que le dieran rédito inmediato. Werner Heisenberg, Otto Hahn y toda la elite científica que seguía en Alemania debían cambiar de rumbo. Esa misma semana, sin embargo, Centro (el eje del espionaje soviético) ordenó a todos sus agentes en Berlín, Londres y Nueva York, que recopilaran cuanta información pudieran sobre el “proyecto secreto” de la Casa Blanca “para fabricar la bomba atómica”. Empezaba el prólogo de la Guerra Fría.
¿Sabían los aliados que la amenaza nuclear nazi quedaba desactivada? Reino Unido, con una calidad espectacular en sus fuentes de inteligencia, sí. Gracias a Paul Rosbaud —científico, periodista y gran relaciones públicas alemán entregado a la causa aliada, personaje de novela que siempre iba con una cápsula de cianuro en el bolsillo “por si acaso” y que aguantó con su coartada hasta el final de la guerra— tenían información de primera mano de lo que ocurría en el interior del mundo científico alemán. “Su importancia es incalculable”, asegura Watson. Y, sin embargo, los estadounidenses lo ignoraron. Riguroso al extremo con documentos, declaraciones y fechas pero también con su habitual pulso narrativo, Watson (Birmingham, 77 años) demuestra que Estados Unidos conocía los planes de Alemania. El gran conspirador en la sombra era el general Leslie Groves, supervisor de la construcción del Pentágono y el mayor cargo militar al frente del Proyecto Manhattan en Los Álamos, quien ya en septiembre de 1942 aseguró que Rusia era el “enemigo” natural de Estados Unidos y que el proyecto “estaba orientado sobre esa base”. “Groves es el gran villano de la historia. Es un poco como Trump, que pensó que lo militar podría volver a dar la grandeza a Estados Unidos. Él veía el proyecto de una manera que era imposible que no llegara a realizarse”, comenta Watson.
¿Lo sabían los científicos recluidos en Los Álamos? Algunos no. A otros no les importaba tanto como el hecho en sí de conseguirlo. En 1943, David Hawkins, uno de los más estrechos colaboradores de Robert Oppenheimer, director científico del proyecto, se quejó del entusiasmo “alegre, enloquecido, delirante” que había sobre el arma en Los Álamos y la pérdida de contacto con las consecuencias de su investigación del equipo allí reunido, el más imponente de la historia de la física. Recuerden el “no me vengan con escrúpulos de conciencia” de Enrico Fermi poco después de producir la primera reacción en cadena en un reactor nuclear. No todos eran así. El danés Niels Bohr, para Watson el científico más importante del mundo junto a Einstein, luchó y puso en juego su prestigio y sus influencias para que Roosevelt y Churchill accedieran a compartir con la Unión Soviética sus secretos. Pero fracasó donde otros con otros métodos más torticeros iban a triunfar.
Uno de los grandes personajes de un libro lleno de ellos es Klaus Fuchs. Hijo de pastor cuáquero, brillante físico teórico huido de Alemania tras luchar contra los nazis en los treinta, trabajaba para Moscú al menos desde 1941, cuando estaba exiliado en Reino Unido. Su incorporación al Proyecto Manhattan dio a los soviéticos una fuente directa e información esencial para desarrollar su bomba. “Creo que se puede decir que la información que Fuchs pasó a los rusos significó que cuando empezó la guerra de Corea en 1950 Rusia estaba mucho más avanzada de lo que hubiera estado sin él y el hecho de que estuvieran preparados fue un factor clave para que Truman no usara de nuevo la bomba. Pero eso no cambia el hecho de que Fuchs fue un traidor y que si su traición hubiera ocurrido con Rusia como enemigo y no como aliado él podría y debería haber sido ejecutado”. Fuchs creía que así contribuía a la paz, una paz que Reino Unido y Estados Unidos buscaban a través de la coerción que supondría ser los únicos que tenían el arma atómica.
¿Eran todos unos ingenuos?
“No hay que olvidar que Churchill creyó que podía llevarse bien con Stalin. Hasta cierto punto fue tan ingenuo como cualquier otro”, comenta Watson. “El equilibrio ha sido destruido. La bomba A es un chantaje”, dijo Stalin a Beria desde Postdam. Tras Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, "en el ámbito de la física se había culminado una terrible aventura”, afirma Watson en Historia intelectual del siglo XX. Hoy, hay 9.500 cabezas nucleares en el mundo, que podrían destruir el planeta más de 100 veces. Peter Watson insiste en que todo eso se podría haber evitado sin la conspiración que llevó a construir una bomba que no se necesitaba.
DE ESPÍAS Y FÍSICOS
El danés Niels Bohr es uno de los tantos premios Nobel que pueblan el libro y uno de sus ejes narrativos. “Fue siempre algo más que un simple científico”, asegura Watson de este hombre “generoso y paternal” que “carecía por completo del instinto de rivalidad”. Su labor, primero en Copenhague, luego en Reino Unido y finalmente en Estados Unidos dio cobijo a científicos alemanes huidos y fue esencial para ensamblar el equipo que terminó en Los Álamos. Pero una obra como Historia secreta de la bomba atómica, en cada esquina aparece un espía, un acto de traición, una sombra. A Bohr le perseguirá siempre la duda sobre lo que ocurrió en su encuentro en la Copenhague ocupada por los nazis con Werner Heisenberg. ¿Le dio este a Bohr el dibujo que él aseguraba poseer aunque los testigos no lo recuerdan y en el que se revelaban secretos de estado? ¿Fue el alemán un traidor que en público se mostraba como un ferviente nacionalista y en privado les decía a los aliados que ellos no iban a fabricar la bomba? ¿O era un nazi seguro de la victoria que quería reclutar a Bohr? ¿Se inventó Bohr el dibujo para dar credibilidad a sus tesis? Se ha escrito mucho sobre el asunto sin llegar a ninguna conclusión y aquí Watson tampoco se atreve a aventurarla.
Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan los restos de una torre borrada por la primera prueba atómica, en Alamogordo, Nuevo México, en 1945.
"No se escribe para ser escritor, ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee para comprender el mundo. Nadie, pues, debería salir a la vida sin haber adquirido esas habilidades básicas". J. J. Millás.
"Nada curo llorando y nada empeoraré si gozo de la alegría" (Arquílaco).
Tome color. El año pasado, los investigadores alemanes hallaron que sólo echando un vistazo a los tonos de verde pueden impulsar la creatividad y la motivación. No es difícil adivinar por qué: asociamos colores verdes con vegetación, alimentos - tonos que prometen alimento. Esto podría explicar en parte por qué las vistas de paisajes desde la ventana, en programas de investigación, puede acelerar la recuperación del paciente en los hospitales, ayuda al aprendizaje en las aulas y estimula la productividad en el lugar de trabajo.
Esta lluvia amiga... A la tierra la volvió jardín, dicen que el campo se cubrió de verde, el color más bello, el color de la esperanza. Y la isla de mi corazón en pocos días es tempestad que ya viró a bonanza. (De la canción Regreso, de Cesarea Evora).
Joan Manuel Serrat. Aquellas pequeñas cosas,...Uno se cree/que las mató /el tiempo y la ausencia. /Pero su tren/ vendió boleto/ de ida y vuelta./ Son aquellas pequeñas cosas,/que nos dejó un tiempo de rosas/en un rincón,/en un papel/ o en un cajón./Como un ladrón/te acechan detrás/de la puerta./Te tienen tan/a su merced/como hojas muertas/que el viento arrastra/ allá o aquí,/que te sonríen tristes y...
Violeta Parra.
Gracias a la vida (Thanks to the life)
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio dos luceros que, cuando los abro, perfecto distingo lo negro del blanco, ...
Gracias a la vida que me ha dado tanto
Me dio el corazón que agita su marco
Cuando miro al fruto del cerebro humano
Cuando miro al bueno tan lejos del malo
cuando miro al fondo de tus ojos claros.
...
Volver a los 17.
Volver a los diecisiete después de vivir un siglo ...
"Una vida humilde y tranquila trae más felicidad que la persecución del éxito y la constante inquietud que implica". Albert Einstein (1879-1955)
Libros
50 Cosas que hay que saber sobre Física, 2009. Joanne Baker
50 Cosas que hay que saber sobre Matemáticas, 2009. Tony Crilly
50 cosas que hay que saber sobre psicología, 2008 Adrian Furnham
A Física en Banda Desenhada. 2005. Larry Gonick e Art Huffman
Al servicio del Reich. La física en tiempos de Hitler. Philip Ball. 2014
Ángel González
Antología, Federico García Lorca
As Pequenas Memórias, José Saramago
Belén Gopegui, El lado frío de la almohada
Blas de Otero
Campos de Castilla, Antonio Machado
Canto General, Pablo Neruda
Cantos Iberos, Gabriel Celaya
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez
De Arquímedes a Einstein. 2007. Manuel Lozano Leyva
Einstein et la relativité, Jean Eisenstaedt
El enigma cuántico. Encuentros entre la física y la conciencis. B. Rosenblum y F. Kuttner. Tusquets, 2010.
El factor humano, John Carlin
El libro de las matemáticas. 250 hitos de la historia de las matemáticas, 2011. Clifford A. Pickover. Ilus Books.
El olvido de la razón, Juan José Sebreli
El PCE y el PSOE en (la) transición, Juan A. Andrade Blanco, 2012. Siglo XXI.
El Prisma y el péndulo, Robert Crease
El Quijote, Miguel de Cervantes
El romancero gitano, Federico G.Lorca
Emma. 2001. Howard Zinn.
Eric J. Hobsbawm, Política para una izquierda racional
Eternidades, Juan Ramón Jiménez
Evaluación de la lengua escrita y dependencia de lo literal. 2009. Maite Ruíz Flores
Feynman, Richard P. El carácter de la ley Física
Geometría para turistas. 2009. Claudi Alsina
Giles Macdonogh. Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana. 2011. Galaxia Gutenberg
Hacemos ciencia en la escuela. 2009. Grao
Imperialismo Humanitario. 2008. Jean Bricmont
Imposturas intelectuales, A. Sokal y J. Bricmont
José Hierro
Kosovo. La coartada humanitaria. Isaac Rosa y otros
L`Etat démantelé. 2010. L. Bonelli et W. Pelletier. La Découverte.
La Alemania nazi, Enzo Collotti
La CIA y la guerra fría cultural. Frances Stonor Saunders. Edt. Debate. 2001
La cocina de Menorca, Josep Borrás
La disciplina en la conciencia: Las Brigadas Internacionales, Mirta Núñez
La educación Lenta, 2009. Joan Domenech Francesch
La poesía española de 1935 a 1975. II de la poesía existencial a la poesía social 1944-50
La resistencia Alemana contra Hitler 1933-1945. 2005. Barbara Koehn
Las Ciencias en la escuela, M. Catalá, R. Cubero y otros
Las leyes del caos. Ilya Prigogine. Critica. Drakontos bolsillo, 2008
LEONARDO DA VINCI Walter Isaacson. 2018
Los caminos cuánticos. Feynman. J. Navarro Faus. Nivola, 2007
Los versos del capitán, Pablo Neruda
Marinero en Tierra, Rafael Alberti
Más allá de las imposturas intelectuales. Ciencia, filosofía y cultura. 2009. Alan Sokal
Momentos estelares de la ciencia, 2008. Isaac Asimov
Odas y Sonetos, John Keats (ed. bilingüe)
Odifreddi, Piergiorgio. 2007. Juegos Matemáticos Ocultos en la Literatura. Octaedro.
Pablo Neruda. Antología General, 2010. Real Academia Española
Paroles, Jacques Prévert
Poesía, Miguel Hernández
Poeta en Nueva York, Federico G. Lorca
Qué significa todo eso. Reflexiones de un científico ciudadano. Richard P. Feynman. Crítica. Drakontos, 2010
Science 101 Physics. 2007. Barry Parker.
Sed sabios, convertíos en profetas, G. Charpak y R. Omnès
Seis piezas fáciles, 2008. Richard P. Feynman
Soberanos e intervenidos, Joan E. Garcés. Siglo XXI Editores, 2000. (original del 96)
Sobre la guerra. La paz como imperativo moral, 2008. Howarrd Zinn
Walter Benjamin. 2010. Revista Anthropos
Weinberg Steven, 2010. El sueño de una teoría final. Drakontos