ANTONIO MUÑOZ MOLINA
En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado, que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.
Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas, chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por guardias civiles con mosquetones al hombro.
Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido. Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. . La ministra de Defensa, que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión de Cristo.
Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca: melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor: una mesa de campaña en una plaza de toros.
Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen, con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación histórica dirigida por Furtwrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el despojamiento del texto evangélico.
Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro, que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach, leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.
https://elpais.com/cultura/2018/04/03/babelia/1522776469_205363.html?rel=lom
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domingo, 29 de abril de 2018
jueves, 27 de julio de 2017
Zizek. Liturgia del gurú. En el éxito de la prosa psicoanalítica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones del Althusser que visitó Granada.
Cuando era muy joven, en 1976, presencié de cerca la llegada de un gurú al que se recibió entonces como he visto que se recibe ahora en Madrid al filósofo Zizek
Era en Granada, en una primavera excitante y convulsa, solo unos meses después de la muerte de Franco. Era el tiempo en el que la dictadura parecía que se debilitaba o se desmoronaba y en el que lo nuevo tardaba tanto en llegar que vivíamos en el aire, en suspenso, en un presente que se desprendía del pasado, pero que no tenía conexión con ningún porvenir verosímil. En Granada, el Hospital Real, entonces la sede de la Facultad de Letras, era un enclave casi extraterritorial de libertad insegura, de una sublevación afiebrada que sin embargo no solía extenderse más allá de los portones de la entrada, del jardín delantero del edificio. Por las calles de la ciudad seguían patrullando las mismas furgonetas grises de la policía. Las noticias sobre detenciones y palizas ahora escaseaban, pero no habían desaparecido. Tampoco había desaparecido el miedo. En Vitoria la policía había disparado a bocajarro contra una multitud de trabajadores en huelga y había matado a seis de ellos. Pero en la Facultad de Letras, el gran hospital con bóvedas góticas y patios renacentistas que venía de los tiempos de los Reyes Católicos, los muros estaban llenos de carteles y pancartas de todo tipo de organizaciones políticas radicales, y los días de clase eran más infrecuentes que los de huelgas o asambleas. El derecho de huelga y el derecho de reunión o manifestación no existían, pero los estudiantes abandonábamos las aulas para concentrarnos por centenares en los cruceros y en los patios. La policía observaba a una cierta distancia, las furgonetas grises aparcadas en calles laterales, los antidisturbios rondando el perímetro de la Facultad con los fusiles en la mano, las porras al cinto, las viseras de los cascos levantadas.
Cualquier clase se convertía de pronto en una asamblea. El derecho a fumar en todo momento se ejercía tan apasionadamente, tan sin fatiga ni tregua, como el de debatirlo todo: los programas de enseñanza en la universidad, la disolución inmediata de los cuerpos represivos, la proclamación de la III República, la transición no ya del fascismo a la democracia, sino del capitalismo al comunismo. El porvenir exigía ideas claras, decisiones rápidas, sentido común, concordia. Encerrados y protegidos hasta cierto punto en nuestra Facultad, nosotros vivíamos de abstracciones, repetíamos fantasías y cismas ideológicos de medio siglo atrás. Las diatribas más feroces no sucedían entre partidarios y detractores del régimen de Franco. La inquina mayor era la que se dedicaban entre sí los militantes del Partido Comunista y los de otros grupos más a la izquierda, trotskistas y maoístas. Trotskistas y maoístas estaban unidos en su odio a los “revisionistas” del PC, pero a su vez se detestaban entre sí. Había un sectarismo de catacumbas y de dogmas tan abstrusos como los del cristianismo primitivo, una necesidad idéntica de distinguir entre los puros y los herejes.
Unos y otros escrutaban las Sagradas Escrituras en busca de pasajes favorables que legitimaran sus anatemas y sus excomuniones. Las Escrituras eran el Manifiesto comunista, El capital, el Qué hacer de Lenin, etcétera; pero sobre todo los manuales divulgativos de la época. En 1976, el más leído y estudiado en las universidades española era Conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, un breviario tan sencillo y rotundo como el catecismo, o como el Libro Rojo de Mao.
Luego estaba Althusser. Althusser era como un Padre de la Iglesia, un san Agustín o Tomás de Aquino de la Trinidad Sagrada, Marx, Engels, Lenin. Sus dos libros más cuantiosos estaban en los escaparates de todas las librerías: Para leer ‘El capital’, La revolución teórica de Marx. Se corrió la buena nueva de que Althusser venía a Granada a dar una conferencia; a Granada y a nuestra Facultad, donde enseñaban algunos de sus discípulos predilectos en España.
Nunca hubo tanta gente en ninguna asamblea del Hospital Real. Más de mil personas llenábamos uno de los claustros. Los pasillos estaban ocupados por gente de pie. El humo del tabaco acrecentaba el espesor del aire. Entró Althusser acompañado por sus discípulos y, después del gran aplauso, se puso a leer su conferencia. Era un hombre muy pálido, de expresión fúnebre. Leía inclinando la cara hacia el papel, sin levantar la voz, sin variar el tono. Leyó durante una hora una conferencia filosófica, muy abstracta, sin la oratoria de revuelta política que muchos de nosotros habíamos esperado. La conferencia, además, estaba en francés. Un rato antes del comienzo se había repartido unas fotocopias escasas con la traducción. Como una ola invisible, la adoración se convertía en estupor, aunque nadie tuviera la valentía de manifestarlo, de mostrar impaciencia, ni siquiera incomodidad. En un silencio que las bóvedas y los ventanales góticos volvían más eclesiástico, aquella voz mortecina seguía murmurando párrafos en francés que prácticamente ninguno de nosotros comprendía. De pronto, sin énfasis, sin variación de tono, la voz se apagó. Louis Althusser levantó la cara muy pálida, se quitó las gafas con un gesto de fatiga. El aplauso fue tan cerrado y tan sostenido que pareció que temblaba el suelo. Desfilábamos con las cabezas bajas hacia la salida, en un rumor respetuoso, los fieles con un arrobo de recién comulgados, los más o menos escépticos o aburridos eludiendo las miradas para no comprometernos, para no delatarnos.
Más de veinte años después, leyendo las memorias de Althusser, El porvenir es largo, encontré un pasaje en el que hablaba de aquella visita a Granada. El libro entero es una confesión terrible, un testimonio de exasperación y negrura. El gran experto en Marx reconocía haber leído El capital muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrería, con vaguedades dogmáticas. Lo que recordaba de Granada sobre todo era una antigua sensación de impostura que acentuaban los años, la tiniebla uniforme de la depresión. Sus tratados de marxismo yo no llegué a leerlos nunca, sobre todo por pereza. En el éxito de la prosa compacta, psicoanalítica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones de Althusser, quizás un síntoma de un revival más amplio de aquel espesor marrón de los años setenta, ahora amenizado con fuegos de artificio de las redes sociales. Igual que entonces, me intriga la propensión humana a erigir santones y gurús y a encontrar sentido hasta a sus exabruptos más oscuros.
https://cultura.elpais.com/cultura/2017/07/05/babelia/1499269822_607086.html?por=mosaico
Era en Granada, en una primavera excitante y convulsa, solo unos meses después de la muerte de Franco. Era el tiempo en el que la dictadura parecía que se debilitaba o se desmoronaba y en el que lo nuevo tardaba tanto en llegar que vivíamos en el aire, en suspenso, en un presente que se desprendía del pasado, pero que no tenía conexión con ningún porvenir verosímil. En Granada, el Hospital Real, entonces la sede de la Facultad de Letras, era un enclave casi extraterritorial de libertad insegura, de una sublevación afiebrada que sin embargo no solía extenderse más allá de los portones de la entrada, del jardín delantero del edificio. Por las calles de la ciudad seguían patrullando las mismas furgonetas grises de la policía. Las noticias sobre detenciones y palizas ahora escaseaban, pero no habían desaparecido. Tampoco había desaparecido el miedo. En Vitoria la policía había disparado a bocajarro contra una multitud de trabajadores en huelga y había matado a seis de ellos. Pero en la Facultad de Letras, el gran hospital con bóvedas góticas y patios renacentistas que venía de los tiempos de los Reyes Católicos, los muros estaban llenos de carteles y pancartas de todo tipo de organizaciones políticas radicales, y los días de clase eran más infrecuentes que los de huelgas o asambleas. El derecho de huelga y el derecho de reunión o manifestación no existían, pero los estudiantes abandonábamos las aulas para concentrarnos por centenares en los cruceros y en los patios. La policía observaba a una cierta distancia, las furgonetas grises aparcadas en calles laterales, los antidisturbios rondando el perímetro de la Facultad con los fusiles en la mano, las porras al cinto, las viseras de los cascos levantadas.
Cualquier clase se convertía de pronto en una asamblea. El derecho a fumar en todo momento se ejercía tan apasionadamente, tan sin fatiga ni tregua, como el de debatirlo todo: los programas de enseñanza en la universidad, la disolución inmediata de los cuerpos represivos, la proclamación de la III República, la transición no ya del fascismo a la democracia, sino del capitalismo al comunismo. El porvenir exigía ideas claras, decisiones rápidas, sentido común, concordia. Encerrados y protegidos hasta cierto punto en nuestra Facultad, nosotros vivíamos de abstracciones, repetíamos fantasías y cismas ideológicos de medio siglo atrás. Las diatribas más feroces no sucedían entre partidarios y detractores del régimen de Franco. La inquina mayor era la que se dedicaban entre sí los militantes del Partido Comunista y los de otros grupos más a la izquierda, trotskistas y maoístas. Trotskistas y maoístas estaban unidos en su odio a los “revisionistas” del PC, pero a su vez se detestaban entre sí. Había un sectarismo de catacumbas y de dogmas tan abstrusos como los del cristianismo primitivo, una necesidad idéntica de distinguir entre los puros y los herejes.
Unos y otros escrutaban las Sagradas Escrituras en busca de pasajes favorables que legitimaran sus anatemas y sus excomuniones. Las Escrituras eran el Manifiesto comunista, El capital, el Qué hacer de Lenin, etcétera; pero sobre todo los manuales divulgativos de la época. En 1976, el más leído y estudiado en las universidades española era Conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker, un breviario tan sencillo y rotundo como el catecismo, o como el Libro Rojo de Mao.
Luego estaba Althusser. Althusser era como un Padre de la Iglesia, un san Agustín o Tomás de Aquino de la Trinidad Sagrada, Marx, Engels, Lenin. Sus dos libros más cuantiosos estaban en los escaparates de todas las librerías: Para leer ‘El capital’, La revolución teórica de Marx. Se corrió la buena nueva de que Althusser venía a Granada a dar una conferencia; a Granada y a nuestra Facultad, donde enseñaban algunos de sus discípulos predilectos en España.
Nunca hubo tanta gente en ninguna asamblea del Hospital Real. Más de mil personas llenábamos uno de los claustros. Los pasillos estaban ocupados por gente de pie. El humo del tabaco acrecentaba el espesor del aire. Entró Althusser acompañado por sus discípulos y, después del gran aplauso, se puso a leer su conferencia. Era un hombre muy pálido, de expresión fúnebre. Leía inclinando la cara hacia el papel, sin levantar la voz, sin variar el tono. Leyó durante una hora una conferencia filosófica, muy abstracta, sin la oratoria de revuelta política que muchos de nosotros habíamos esperado. La conferencia, además, estaba en francés. Un rato antes del comienzo se había repartido unas fotocopias escasas con la traducción. Como una ola invisible, la adoración se convertía en estupor, aunque nadie tuviera la valentía de manifestarlo, de mostrar impaciencia, ni siquiera incomodidad. En un silencio que las bóvedas y los ventanales góticos volvían más eclesiástico, aquella voz mortecina seguía murmurando párrafos en francés que prácticamente ninguno de nosotros comprendía. De pronto, sin énfasis, sin variación de tono, la voz se apagó. Louis Althusser levantó la cara muy pálida, se quitó las gafas con un gesto de fatiga. El aplauso fue tan cerrado y tan sostenido que pareció que temblaba el suelo. Desfilábamos con las cabezas bajas hacia la salida, en un rumor respetuoso, los fieles con un arrobo de recién comulgados, los más o menos escépticos o aburridos eludiendo las miradas para no comprometernos, para no delatarnos.
Más de veinte años después, leyendo las memorias de Althusser, El porvenir es largo, encontré un pasaje en el que hablaba de aquella visita a Granada. El libro entero es una confesión terrible, un testimonio de exasperación y negrura. El gran experto en Marx reconocía haber leído El capital muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrería, con vaguedades dogmáticas. Lo que recordaba de Granada sobre todo era una antigua sensación de impostura que acentuaban los años, la tiniebla uniforme de la depresión. Sus tratados de marxismo yo no llegué a leerlos nunca, sobre todo por pereza. En el éxito de la prosa compacta, psicoanalítica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones de Althusser, quizás un síntoma de un revival más amplio de aquel espesor marrón de los años setenta, ahora amenizado con fuegos de artificio de las redes sociales. Igual que entonces, me intriga la propensión humana a erigir santones y gurús y a encontrar sentido hasta a sus exabruptos más oscuros.
https://cultura.elpais.com/cultura/2017/07/05/babelia/1499269822_607086.html?por=mosaico
miércoles, 23 de diciembre de 2015
Recuerdos de Carmen Parga. Esos jóvenes vivieron la II República como una excitación jubilosa, pero todo lo arruinó la gran carnicería de la guerra.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Uno nunca sabe donde va a encontrarse con las grandes lecturas, las voces inesperadas que suenan a veces con una extraña realidad en las páginas impresas. Tuve que ir a México, a la feria del libro de Guadalajara, para encontrar una voz española que desconocía, la de Carmen Parga, que murió en 2004, con casi noventa años, después de una vida a la vez común y prodigiosa, una de esas vidas arrebatadas por la fuerza centrífuga de los exilios y las guerras que sin embargo preservan como un germen indestructible de sensatez y serenidad. En Guadalajara alguien me habló de la situación penosa del Ateneo Español de México, y cuando me dijo que su presidenta se llamaba Carmen Tagüeña le pregunté si no sería hija del teniente coronel Manuel Tagüeña, uno de los héroes del Ejército republicano durante la Guerra Civil. La coincidencia avivó la conversación. Yo conocía las memorias de Tagüeña, Testimonio de dos guerras, uno de esos relatos en primera persona fundamentales para conocer desde dentro los años que van desde la llegada de la II República en España hasta lo más tenebroso de la Guerra fría, el tránsito de una vida desde la ilusión juvenil de la libertad política y la justicia social hasta el sombrío desengaño en la Unión Soviética de Stalin y en las dictaduras que se llamaron sin sarcasmo “democracias populares”.
Cuando empezó la guerra en España, Manuel Tagüeña, a los 23 años, era un doctor en Matemáticas y Física. En el verano del 36 ya mandaba patrullas de milicianos en la Sierra de Madrid. Su valentía personal destacaba tanto como su sentido de la disciplina y de la estrategia. Dos años más tarde, ascendido a teniente coronel, tuvo a su cargo un cuerpo de Ejército en la batalla del Ebro. Militó en la Juventud Socialista Unificada y luego en el Partido Comunista. En sus memorias el relato pormenorizado de las operaciones de la guerra tiene un poderoso pulso narrativo y al mismo tiempo está despojado de sectarismo ideológico. Tagüeña escribía en México, en 1969, sabiéndose ya muy enfermo, con la seguridad de que el libro solo se publicaría después de su muerte, resuelto a contar la verdad de lo que había vivido y también a que su testimonio no pudiera ser manipulado por la dictadura franquista. Su experiencia en la Unión Soviética, en Yugoslavia y en Checoslovaquia lo habían desengañado del comunismo, pero el desengaño, en lugar de convertirlo en un reaccionario, había acentuado su sentido de la justicia y del valor de las libertades civiles y la soberanía personal. Su curiosidad, su entereza, su voluntad de aprender, asombran tanto como su determinación de no cerrar los ojos ni rendirse al infortunio. Aprendió ruso, francés, inglés, serbocroata, checo. Fue profesor con apenas 30 años en la academia militar Frunze, de Moscú, y asesor del Ejército yugoslavo. Hizo entera la carrera de Medicina en Checoslovaquia. Llegó a México con su familia en 1955, después de trámites y esperas de pesadilla para que le permitieran irse de la Europa comunista, y se ganó la vida en un laboratorio farmacéutico.
En las memorias de Tagüeña hay una presencia discreta y asidua de su mujer, Carmen Parga. Los dos pertenecen a esa generación que retrata mejor que nadie Max Aub en La calle de Valverde: hombres y mujeres que eran muy jóvenes en las vísperas prometedoras de la II República y que vivieron ese tiempo como una excitación jubilosa que no era solo política, porque tenía el impulso de la irrupción personal en la edad adulta, el de las promesas prácticas que ya estaban cumpliéndose y las expectativas racionales o utópicas que quedarían igualmente arruinadas por la gran carnicería y la destrucción de la guerra, y luego del régimen vengativo de los vencedores. Carmen Parga, en la República, a los veinte años, es una de esas muchachas que aparecen en los anuncios de las revistas ilustradas o en las páginas deportivas en huecograbado de los periódicos: delgada, con el pelo muy corto y la raya a un lado, vestida unas veces para ir a la universidad o al trabajo en una oficina y otras para practicar un deporte. Carmen Parga, como Manuel Tagüeña, como los amigos reales y los personajes inventados de Max Aub, tiene la buena suerte biográfica, más acentuada todavía en las mujeres, de ser joven en un tiempo en el que se abren posibilidades políticas y educativas que no habían existido antes. Tagüeña disfruta las ventajas del gran salto en la enseñanza y en la investigación científica que había iniciado Ramón y Cajal y que sostenían sus discípulos. Carmen Parga, a los 20 años justos, pertenece al primer grupo de estudiantes, mujeres en su mayoría, que inaugura el edificio de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Dice Henry James que todos los futuros son crueles. El de los jóvenes de esa generación fue inaudito. Estudiaron con los mejores maestros que ha tenido nunca el conocimiento humanista y científico en España. Disfrutaron de los primeros grandes logros modernos de la cultura popular, el cine sonoro, la radio, los bailes con música de jazz, las piscinas públicas, los deportes. Vivieron por primera vez la posibilidad de una relación igualitaria entre hombres y mujeres, en la vida privada y en el activismo político. Todo ocurrió a una velocidad de la que es difícil darse cuenta: en la primavera de 1939 Carmen Parga y Manuel Tagüeña son dos refugiados que han logrado escapar al cautiverio indigno en los campos de concentración franceses y viajan en un carguero por el golfo de Finlandia, camino de Leningrado.
Pero ahora el libro de memorias que sigo no es el del marido, sino el de la esposa. A los ochenta años, en México, viuda desde hacía mucho y ya jubilada de sus tareas como profesora, Carmen Parga siente la necesidad de consignar por escrito lo que ha contado muchas veces en voz alta a los amigos que le preguntaban por los mundos ya lejanos que ella había conocido. Se lo ha propuesto de vez en cuando, y siempre lo ha postergado. Pero le da remordimiento pensar que algunas de las personas que le pedían que escribiera ya han muerto. Y ahora, urgida por el tiempo, comprende que debe hacerlo, antes que sea tarde, antes de que la desmemoria y la muerte borren sin rastro todo lo que ella ha conocido, lo que han visto sus ojos, la belleza de los ideales y la lucidez de los desengaños necesarios, la exaltación liberadora en el Madrid de la República y el veneno lento del terror en el Moscú de Stalin, el miedo y la alegría de dar a luz a una hija sana y vigorosa en un invierno soviético de guerra y de fríos polares. Antes que sea tarde, llamó Carmen Parga a sus memorias cuando se decidió por fin a escribirlas. Leerlas al mismo tiempo que las de Manuel Tagüeña es un ejercicio de restitución de una memoria civil verdadera, no banalizada ni simplificada. Y también una lección tan necesaria hoy como hace un siglo: sin libertad de conciencia y de expresión, sin ejercicio de la crítica y de los controles democráticos, sin respeto a lo singular y a lo minoritario, los ideales más seductores de igualdad y justicia acaban en tiranías monstruosas.
Testimonio de dos guerras. Manuel Tagüeña Lacorte. Planeta, 2005. 750 páginas. 29 euros.
Antes que sea tarde. Carmen Parga. Compañía Literaria, 2002. 182 páginas. 6 euros.
Fuente:
https://elpais.com/cultura/2015/12/22/babelia/1450798626_431333.html
Uno nunca sabe donde va a encontrarse con las grandes lecturas, las voces inesperadas que suenan a veces con una extraña realidad en las páginas impresas. Tuve que ir a México, a la feria del libro de Guadalajara, para encontrar una voz española que desconocía, la de Carmen Parga, que murió en 2004, con casi noventa años, después de una vida a la vez común y prodigiosa, una de esas vidas arrebatadas por la fuerza centrífuga de los exilios y las guerras que sin embargo preservan como un germen indestructible de sensatez y serenidad. En Guadalajara alguien me habló de la situación penosa del Ateneo Español de México, y cuando me dijo que su presidenta se llamaba Carmen Tagüeña le pregunté si no sería hija del teniente coronel Manuel Tagüeña, uno de los héroes del Ejército republicano durante la Guerra Civil. La coincidencia avivó la conversación. Yo conocía las memorias de Tagüeña, Testimonio de dos guerras, uno de esos relatos en primera persona fundamentales para conocer desde dentro los años que van desde la llegada de la II República en España hasta lo más tenebroso de la Guerra fría, el tránsito de una vida desde la ilusión juvenil de la libertad política y la justicia social hasta el sombrío desengaño en la Unión Soviética de Stalin y en las dictaduras que se llamaron sin sarcasmo “democracias populares”.
Cuando empezó la guerra en España, Manuel Tagüeña, a los 23 años, era un doctor en Matemáticas y Física. En el verano del 36 ya mandaba patrullas de milicianos en la Sierra de Madrid. Su valentía personal destacaba tanto como su sentido de la disciplina y de la estrategia. Dos años más tarde, ascendido a teniente coronel, tuvo a su cargo un cuerpo de Ejército en la batalla del Ebro. Militó en la Juventud Socialista Unificada y luego en el Partido Comunista. En sus memorias el relato pormenorizado de las operaciones de la guerra tiene un poderoso pulso narrativo y al mismo tiempo está despojado de sectarismo ideológico. Tagüeña escribía en México, en 1969, sabiéndose ya muy enfermo, con la seguridad de que el libro solo se publicaría después de su muerte, resuelto a contar la verdad de lo que había vivido y también a que su testimonio no pudiera ser manipulado por la dictadura franquista. Su experiencia en la Unión Soviética, en Yugoslavia y en Checoslovaquia lo habían desengañado del comunismo, pero el desengaño, en lugar de convertirlo en un reaccionario, había acentuado su sentido de la justicia y del valor de las libertades civiles y la soberanía personal. Su curiosidad, su entereza, su voluntad de aprender, asombran tanto como su determinación de no cerrar los ojos ni rendirse al infortunio. Aprendió ruso, francés, inglés, serbocroata, checo. Fue profesor con apenas 30 años en la academia militar Frunze, de Moscú, y asesor del Ejército yugoslavo. Hizo entera la carrera de Medicina en Checoslovaquia. Llegó a México con su familia en 1955, después de trámites y esperas de pesadilla para que le permitieran irse de la Europa comunista, y se ganó la vida en un laboratorio farmacéutico.
En las memorias de Tagüeña hay una presencia discreta y asidua de su mujer, Carmen Parga. Los dos pertenecen a esa generación que retrata mejor que nadie Max Aub en La calle de Valverde: hombres y mujeres que eran muy jóvenes en las vísperas prometedoras de la II República y que vivieron ese tiempo como una excitación jubilosa que no era solo política, porque tenía el impulso de la irrupción personal en la edad adulta, el de las promesas prácticas que ya estaban cumpliéndose y las expectativas racionales o utópicas que quedarían igualmente arruinadas por la gran carnicería y la destrucción de la guerra, y luego del régimen vengativo de los vencedores. Carmen Parga, en la República, a los veinte años, es una de esas muchachas que aparecen en los anuncios de las revistas ilustradas o en las páginas deportivas en huecograbado de los periódicos: delgada, con el pelo muy corto y la raya a un lado, vestida unas veces para ir a la universidad o al trabajo en una oficina y otras para practicar un deporte. Carmen Parga, como Manuel Tagüeña, como los amigos reales y los personajes inventados de Max Aub, tiene la buena suerte biográfica, más acentuada todavía en las mujeres, de ser joven en un tiempo en el que se abren posibilidades políticas y educativas que no habían existido antes. Tagüeña disfruta las ventajas del gran salto en la enseñanza y en la investigación científica que había iniciado Ramón y Cajal y que sostenían sus discípulos. Carmen Parga, a los 20 años justos, pertenece al primer grupo de estudiantes, mujeres en su mayoría, que inaugura el edificio de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria de Madrid.
Dice Henry James que todos los futuros son crueles. El de los jóvenes de esa generación fue inaudito. Estudiaron con los mejores maestros que ha tenido nunca el conocimiento humanista y científico en España. Disfrutaron de los primeros grandes logros modernos de la cultura popular, el cine sonoro, la radio, los bailes con música de jazz, las piscinas públicas, los deportes. Vivieron por primera vez la posibilidad de una relación igualitaria entre hombres y mujeres, en la vida privada y en el activismo político. Todo ocurrió a una velocidad de la que es difícil darse cuenta: en la primavera de 1939 Carmen Parga y Manuel Tagüeña son dos refugiados que han logrado escapar al cautiverio indigno en los campos de concentración franceses y viajan en un carguero por el golfo de Finlandia, camino de Leningrado.
Pero ahora el libro de memorias que sigo no es el del marido, sino el de la esposa. A los ochenta años, en México, viuda desde hacía mucho y ya jubilada de sus tareas como profesora, Carmen Parga siente la necesidad de consignar por escrito lo que ha contado muchas veces en voz alta a los amigos que le preguntaban por los mundos ya lejanos que ella había conocido. Se lo ha propuesto de vez en cuando, y siempre lo ha postergado. Pero le da remordimiento pensar que algunas de las personas que le pedían que escribiera ya han muerto. Y ahora, urgida por el tiempo, comprende que debe hacerlo, antes que sea tarde, antes de que la desmemoria y la muerte borren sin rastro todo lo que ella ha conocido, lo que han visto sus ojos, la belleza de los ideales y la lucidez de los desengaños necesarios, la exaltación liberadora en el Madrid de la República y el veneno lento del terror en el Moscú de Stalin, el miedo y la alegría de dar a luz a una hija sana y vigorosa en un invierno soviético de guerra y de fríos polares. Antes que sea tarde, llamó Carmen Parga a sus memorias cuando se decidió por fin a escribirlas. Leerlas al mismo tiempo que las de Manuel Tagüeña es un ejercicio de restitución de una memoria civil verdadera, no banalizada ni simplificada. Y también una lección tan necesaria hoy como hace un siglo: sin libertad de conciencia y de expresión, sin ejercicio de la crítica y de los controles democráticos, sin respeto a lo singular y a lo minoritario, los ideales más seductores de igualdad y justicia acaban en tiranías monstruosas.
Testimonio de dos guerras. Manuel Tagüeña Lacorte. Planeta, 2005. 750 páginas. 29 euros.
Antes que sea tarde. Carmen Parga. Compañía Literaria, 2002. 182 páginas. 6 euros.
Fuente:
https://elpais.com/cultura/2015/12/22/babelia/1450798626_431333.html
sábado, 31 de octubre de 2015
Tierra quemada. Nadie parece caer en la cuenta de la devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado con la educación, la cultura y el conocimiento.
En las evaluaciones sobre estos últimos años nadie parece caer en la cuenta de la devastación que ha sufrido nuestro país en todo lo relacionado con la educación, la cultura y el conocimiento. En los programas electorales que van adelantándose en los simulacros de debates políticos de la televisión tampoco parece que haya sitio para reflexionar sobre esos problemas, y ni siquiera para mencionarlos. La política consiste sobre todo en hablar a gritos de política. El declive de la enseñanza pública ya no es ni siquiera noticia, a no ser que un profesor resulte gravemente agredido por un papá o una mamá que no hacen nada por educar a su hijo, pero no toleran que la criatura se lleve el más tenue sinsabor en el aula. Un ministro de Educación frívolo y chulesco se fue a París con un cargo opulento dejando a otros la tarea de poner en marcha la nueva ley inútil, confusa y no debatida ni pactada con nadie. Que la ley borrara la Filosofía de la enseñanza no quiere decir que fuera favorable al conocimiento científico. El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición de la clase dirigente y de la clase política en España.
Un profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por abatimiento me cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de muchos estudiantes con la misma dedicación que si diera clases en Primaria; profesores de ciencias me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras de Física o Química. En cualquier capital extranjera donde he estado en el último año me encuentro con los mejores entre los que sí han aprendido: descubren la sorpresa de trabajar en atmósferas favorables a la investigación y al estudio, sin el castigo agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de los casos aceptan con melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo que hacen, el precio será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan vedado el regreso, pero igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al talento forastero. Nada es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi encuentre un puesto en una universidad de California, pero es muy probable que ni al más brillante profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la posibilidad de conseguir una plaza en la de Murcia.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la historia vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos que atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno de los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una sala de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos prodigiosos, sus microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron parte de su vida. Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en un sótano. El deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas fotográficas es irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido en Francia con el legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año pasado Javier Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte de la correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada y sus intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El profesor Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha denunciado la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura desvergüenza, que hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000 cartas depositadas en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de viejo, que al menos tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De las demás no hay ni rastro.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.
A Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le ayudaron a dilucidar la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de científico le permitió juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones del 98 los motivos del atraso español e imaginar políticas sensatas para empezar a remediarlo. Cajal vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba y no olvidó nunca los efectos terribles de la frivolidad política, la incompetencia militar, la corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios con el dinero robado a la alimentación y a la salud de los soldados, que morían de malaria y disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la hermosa revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida tan larga que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II República. Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo habían sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad, educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/20/babelia/1445352864_987471.html
Un profesor universitario de letras que acaba de jubilarse por abatimiento me cuenta que se cansó de corregir las faltas de ortografía de muchos estudiantes con la misma dedicación que si diera clases en Primaria; profesores de ciencias me dicen que hay cada vez menos alumnos en las carreras de Física o Química. En cualquier capital extranjera donde he estado en el último año me encuentro con los mejores entre los que sí han aprendido: descubren la sorpresa de trabajar en atmósferas favorables a la investigación y al estudio, sin el castigo agotador de ir contracorriente; en la mayor parte de los casos aceptan con melancolía la evidencia de que si quieren progresar en lo que hacen, el precio será no poder regresar. Grave es que los nativos tengan vedado el regreso, pero igual de grave es que no haya posibilidad de atraer al talento forastero. Nada es más fácil que un gran matemático de Nueva Delhi encuentre un puesto en una universidad de California, pero es muy probable que ni al más brillante profesor de la Universidad de Jaén se le abra nunca la posibilidad de conseguir una plaza en la de Murcia.
Del presidente del Gobierno se sabe que es lector del diario Marca y de La catedral del mar. El ministro de Justicia declara que la tortura pública del toro de Tordesillas es una noble tradición cultural. Las únicas tradiciones culturales que se preservan son las que contienen residuos de barbarie o de oscurantismo religioso. El ministro de Economía y el ministro de Hacienda se aseguran de arruinar el teatro con un IVA del 21%. Las televisiones públicas dedican sus mejores horarios al fútbol, a los chismes del corazón y al adoctrinamiento identitario. Se dan ayudas públicas a los bancos y a los fabricantes de coches, pero no a la industria del libro ni a las librerías. Lo que han hecho por los libros estos Gobiernos recientes es cancelar las compras para las bibliotecas. En las de los Institutos Cervantes no hay novedades de los últimos años, y hace tiempo que se cancelaron las suscripciones a las revistas culturales. El desguace de la capacidad de acción cultural de los Cervantes y su sometimiento cada vez mayor a presiones de políticos y diplomáticos es uno de tantos desastres ocultos de estos últimos años.
Hace unos días, en este mismo periódico, Diego Fonseca contaba la historia vergonzosa del legado de Santiago Ramón y Cajal. Treinta mil objetos que atestiguan la vida, los logros científicos y los intereses variados de uno de los grandes héroes intelectuales de nuestro país están arrumbados en una sala de reuniones en la sede del Consejo Superior de Investigaciones Científicas: sus papeles, sus fotografías, sus diplomas, sus dibujos prodigiosos, sus microscopios, los objetos que tocaron sus manos y formaron parte de su vida. Entre 1984 y 1997 esos tesoros habían estado amontonados en un sótano. El deterioro de materiales tan frágiles como manuscritos y placas fotográficas es irreversible. Quién imagina que pudiera suceder algo parecido en Francia con el legado de Pasteur, con el de Darwin en Inglaterra. El año pasado Javier Sampedro informó de la desaparición escandalosa de la mayor parte de la correspondencia de Cajal: 12.000 cartas que atestiguarían su vida privada y sus intercambios incesantes con los mejores neurólogos de su época. El profesor Juan Antonio Fernández Santarén, editor de esa correspondencia, ha denunciado la cadena de irresponsabilidades, de negligencia, de pura desvergüenza, que hizo posible tal despojo: alguien robó en 1976 unas 15.000 cartas depositadas en el CSIC. Unas 3.000 cayeron en manos de un librero de viejo, que al menos tuvo el gesto de vendérselas a la Biblioteca Nacional. De las demás no hay ni rastro.
He estado leyendo estos días los Recuerdos de mi vida de Cajal, en una excelente edición del profesor Fernández Santarén. En ese libro están algunas de las mejores páginas memoriales que se han escrito en España. Es el relato de un largo aprendizaje, heroico en su amplitud y en su dificultad, el de un chico travieso y rebelde de pueblo, en un país atrasado y deshecho por convulsiones políticas, que descubre primero su amor por los animales, por la botánica y el dibujo, y luego su vocación científica, en la que es decisiva su curiosidad congénita y su talento de artista. Llegado a la investigación justo después de los hallazgos formidables de Darwin y Pasteur, Cajal estableció algunos de los cimientos sobre los que todavía se sostienen la biología y la neurociencia. Si nuestra cultura científica no mereciera más desprecio todavía que la literaria o la artística, seríamos conscientes de que Cajal es una de las pocas figuras de verdad universales que ha dado nuestro país: como Cervantes, o García Lorca, o Picasso, o Manuel de Falla, o Velázquez.
A Cajal su educación como dibujante y su sentido estético le ayudaron a dilucidar la anatomía fantástica de las neuronas. Y su mirada de científico le permitió juzgar con más lucidez que cualquiera de los santones del 98 los motivos del atraso español e imaginar políticas sensatas para empezar a remediarlo. Cajal vivió como oficial médico la primera guerra de Cuba y no olvidó nunca los efectos terribles de la frivolidad política, la incompetencia militar, la corrupción que enriquecía a oficiales e intermediarios con el dinero robado a la alimentación y a la salud de los soldados, que morían de malaria y disentería en hospitales inmundos. En su adolescencia asistió a la hermosa revolución liberal de 1868, tan rápidamente malograda; tuvo una vida tan larga que vio también en su vejez la otra ilusión renovadora de la II República. Hasta sus últimos días vindicó los mismos ideales prácticos que lo habían sostenido en su aprendizaje de científico y de ciudadano: curiosidad, educación, esfuerzo disciplinado, ambición lúcida, patriotismo crítico. Que la mayor parte de sus cartas se haya perdido y que su legado permanezca arrumbado en un almacén es una calamidad y una desgracia, pero también es un síntoma de todo lo bajo que hemos caído, de todo lo más bajo que todavía podemos caer.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/20/babelia/1445352864_987471.html
lunes, 16 de marzo de 2015
Los comerciantes del engaño. De toda la variedad de las capacidades humanas una de las más misteriosas es la de negar la evidencia, la de cerrar los ojos a lo irrefutable. Hay profesionales en favorecer esa ceguera
La manera más segura de no ver algo es empeñarse en no verlo. Ojos que no ven, corazón que no siente. De toda la variedad de las capacidades humanas una de las más misteriosas es la de negar la evidencia, la de cerrar los ojos a lo irrefutable, o incluso mantenerlos abiertos sin aceptarlo. “Caminamos guiados por la fe y no por nuestros ojos”, dice con orgullo san Pablo. Parece que no mirando las cosas se logra que no existan, o que si se aprietan un rato los párpados con fuerza suficiente lo que da miedo o incomoda habrá desaparecido cuando vuelvan a abrirse.
A los aficionados a la divulgación científica nos gusta enterarnos de cómo se descubrieron leyes de la naturaleza o se comprendieron enigmas que habían permanecido insolubles durante siglos; pero una historia igual de aleccionadora sería la de todos los descubrimientos que hubieran podido hacerse y no se hicieron, todas las cosas evidentes que estaban a la vista y no se llegaron a ver. Aristóteles sostenía que las mujeres tienen menos dientes que los hombres. Con solo pedirle a una que abriera la boca habría corregido su error, si bien al precio incómodo de contradecir su teoría sobre la inferioridad de las mujeres, tan evidente para él como la de los esclavos.
El médico húngaro de origen alemán Ignaz Semmelweis observó, hacia 1840, que si se lavaba las manos antes de atender un parto era menos probable que la nueva madre muriera de fiebres puerperales. En su hospital los médicos hacían autopsias y después atendían a partos, y entre una tarea y otra conservaban la misma ropa formal y desde luego no se lavaban las manos. Lavarse las manos parecía cosa de criados. Cuando Semmelweis insistió en la conveniencia de esa medida tan poco fatigosa de higiene —a la que había llegado por pura observación empírica, ya que faltaba mucho para que Pasteur identificara la naturaleza microbiana de las infecciones—, sus compañeros ofendidos lo sometieron al boicot y al escarnio, y continuaron asistiendo a mujeres que daban a luz sin lavarse antes las manos. Dudar de la limpieza de un médico, ¿no era tanto como dudar de sus conocimientos, de su mismo honor? Semmelweis murió pobre y desacreditado unos años después...
https://youtu.be/BRVJwZA7tUY Merchans of Doubt. Dirigido por Robert Kenner. EE UU, 2014
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/10/babelia/1426003966_632660.html
A los aficionados a la divulgación científica nos gusta enterarnos de cómo se descubrieron leyes de la naturaleza o se comprendieron enigmas que habían permanecido insolubles durante siglos; pero una historia igual de aleccionadora sería la de todos los descubrimientos que hubieran podido hacerse y no se hicieron, todas las cosas evidentes que estaban a la vista y no se llegaron a ver. Aristóteles sostenía que las mujeres tienen menos dientes que los hombres. Con solo pedirle a una que abriera la boca habría corregido su error, si bien al precio incómodo de contradecir su teoría sobre la inferioridad de las mujeres, tan evidente para él como la de los esclavos.
El médico húngaro de origen alemán Ignaz Semmelweis observó, hacia 1840, que si se lavaba las manos antes de atender un parto era menos probable que la nueva madre muriera de fiebres puerperales. En su hospital los médicos hacían autopsias y después atendían a partos, y entre una tarea y otra conservaban la misma ropa formal y desde luego no se lavaban las manos. Lavarse las manos parecía cosa de criados. Cuando Semmelweis insistió en la conveniencia de esa medida tan poco fatigosa de higiene —a la que había llegado por pura observación empírica, ya que faltaba mucho para que Pasteur identificara la naturaleza microbiana de las infecciones—, sus compañeros ofendidos lo sometieron al boicot y al escarnio, y continuaron asistiendo a mujeres que daban a luz sin lavarse antes las manos. Dudar de la limpieza de un médico, ¿no era tanto como dudar de sus conocimientos, de su mismo honor? Semmelweis murió pobre y desacreditado unos años después...
https://youtu.be/BRVJwZA7tUY Merchans of Doubt. Dirigido por Robert Kenner. EE UU, 2014
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/10/babelia/1426003966_632660.html
lunes, 8 de septiembre de 2014
El amigo traidor
Elliott y Philby fueron camaradas durante y después de la guerra. Pese a un secreto entre ellos
En 1937, cuando estaba en marcha la batalla de Teruel, los servicios secretos soviéticos consideraron la posibilidad de asesinar al general Franco. De la misión se habría encargado un agente que disfrutaba de la confianza del alto mando rebelde, un corresponsal británico que enviaba al Times de Londres crónicas muy favorables a los sublevados, y a quien el propio Franco había condecorado. El plan no salió adelante, y el corresponsal volvió a Reino Unido y siguió disfrutando de la confianza de sus superiores en el periódico. Su simpatía explícita hacia Franco, y en general hacia los regímenes autoritarios en Europa, era una actitud muy común entre la clase dirigente británica, a la que él pertenecía, con las credenciales más indudables: era hijo y descendiente de altos funcionarios coloniales; se había educado en Eton, y luego en Cambridge; tenía devoción por el críquet; pertenecía a un club distinguido; hablaba con el acento adecuado; vestía trajes de tweedy calzaba zapatos hechos a mano; podía beber manteniendo la compostura hasta caerse al suelo, y eso no era visto como un defecto sino como un rasgo más de su distinción mundana. Pertenecía tan de nacimiento y tan visiblemente a la clase de los elegidos que en cuanto estalló la guerra en 1939 se le ofreció un puesto de responsabilidad en el espionaje británico. Una de las primeras cosas que hizo fue reclutar a un amigo de la escuela y de la universidad, tan parecido a él que los dos tenían algo de intercambiables: la misma educación, el mismo origen, el acento idéntico, incluso un padre a la vez autoritario y lejano que reprobaba como un signo de blandura y hasta de afeminamiento cualquier muestra de afecto...
Nicholas Elliott, que no admitía la menor duda sobre su lealtad. Sospechar de Kim Philby le parecía tan inconcebible como sospechar de sí mismo.
El desenlace parcial de la historia lo cuenta Ben Macintyre en uno de esos libros que se adhieren a las manos desde el momento en que uno empieza a leerlos, A spy among friends. En 1963, en Beirut, en una habitación en la que solo hay dos sillas y una mesa, y un micrófono oculto, y sobre la mesa una botella de whisky y dos vasos, y un cenicero, delante de un balcón abierto, Nicholas Elliott está sentado frente a su antiguo amigo. Tiene la tarea de interrogarlo y de exigirle una confesión, porque ahora ya está seguro de que es un traidor, pero aun así no acaba de creer que sea cierto. El amigo de tantos años conserva la misma sonrisa, el mismo aire de calma irónica, de ligera fatiga, el mismo acento, los mismos modales impecables. Ahora está más viejo, hinchado por el alcohol, y bebe con más avidez, en el calor de Beirut.
...Elliott interroga a Philby, pero no lo detiene ni hace que lo sigan. Esa noche Philby no se presenta en una cena a la que él y su mujer estaban invitados. Al día siguiente huye en un buque de carga soviético, camino de Moscú.
Fuente: El País. Antonio Muñoz Molina.
A spy among friends. Ben Macintyre. Bloomsbury.
En 1937, cuando estaba en marcha la batalla de Teruel, los servicios secretos soviéticos consideraron la posibilidad de asesinar al general Franco. De la misión se habría encargado un agente que disfrutaba de la confianza del alto mando rebelde, un corresponsal británico que enviaba al Times de Londres crónicas muy favorables a los sublevados, y a quien el propio Franco había condecorado. El plan no salió adelante, y el corresponsal volvió a Reino Unido y siguió disfrutando de la confianza de sus superiores en el periódico. Su simpatía explícita hacia Franco, y en general hacia los regímenes autoritarios en Europa, era una actitud muy común entre la clase dirigente británica, a la que él pertenecía, con las credenciales más indudables: era hijo y descendiente de altos funcionarios coloniales; se había educado en Eton, y luego en Cambridge; tenía devoción por el críquet; pertenecía a un club distinguido; hablaba con el acento adecuado; vestía trajes de tweedy calzaba zapatos hechos a mano; podía beber manteniendo la compostura hasta caerse al suelo, y eso no era visto como un defecto sino como un rasgo más de su distinción mundana. Pertenecía tan de nacimiento y tan visiblemente a la clase de los elegidos que en cuanto estalló la guerra en 1939 se le ofreció un puesto de responsabilidad en el espionaje británico. Una de las primeras cosas que hizo fue reclutar a un amigo de la escuela y de la universidad, tan parecido a él que los dos tenían algo de intercambiables: la misma educación, el mismo origen, el acento idéntico, incluso un padre a la vez autoritario y lejano que reprobaba como un signo de blandura y hasta de afeminamiento cualquier muestra de afecto...
Nicholas Elliott, que no admitía la menor duda sobre su lealtad. Sospechar de Kim Philby le parecía tan inconcebible como sospechar de sí mismo.
El desenlace parcial de la historia lo cuenta Ben Macintyre en uno de esos libros que se adhieren a las manos desde el momento en que uno empieza a leerlos, A spy among friends. En 1963, en Beirut, en una habitación en la que solo hay dos sillas y una mesa, y un micrófono oculto, y sobre la mesa una botella de whisky y dos vasos, y un cenicero, delante de un balcón abierto, Nicholas Elliott está sentado frente a su antiguo amigo. Tiene la tarea de interrogarlo y de exigirle una confesión, porque ahora ya está seguro de que es un traidor, pero aun así no acaba de creer que sea cierto. El amigo de tantos años conserva la misma sonrisa, el mismo aire de calma irónica, de ligera fatiga, el mismo acento, los mismos modales impecables. Ahora está más viejo, hinchado por el alcohol, y bebe con más avidez, en el calor de Beirut.
...Elliott interroga a Philby, pero no lo detiene ni hace que lo sigan. Esa noche Philby no se presenta en una cena a la que él y su mujer estaban invitados. Al día siguiente huye en un buque de carga soviético, camino de Moscú.
Fuente: El País. Antonio Muñoz Molina.
A spy among friends. Ben Macintyre. Bloomsbury.
lunes, 23 de junio de 2014
Una historia antigua. En el corazón de cualquier relato está el misterio de lo que no llega a decirse
"Nos contamos historias a nosotros mismos para seguir viviendo”. Me acordé de esas palabras de Joan Didion conversando con una mujer que probablemente había leído muy poco o nada y que sin embargo era una excelente narradora y hablaba un español empapado de literatura: de novelas sentimentales, de boleros, de telenovelas. Es una mujer de casi sesenta años que no ha tenido mucha suerte en su vida, pero que la cuenta con esa extraordinaria desenvoltura narrativa del habla colombiana, en la que nunca falta el humorismo, y en la que la guasa amortigua o endulza hasta lo más cruel. Emigró a Nueva York cuando era muy joven. Tuvo un hijo con un hombre que desapareció en seguida. Con la esperanza de poder pagarse los estudios de Medicina, su hijo se alistó en el ejército cuando empezaba la invasión de Irak. Lo enviaron allí, y ella dice que le rezaba todos los días al Señor pidiéndole que se lo devolviera vivo y entero. “Dios mío, no me lo devuelvas quemado, o sin piernas, eso no”. Hablaba con él de vez en cuando por Skype y lo notaba trastornado por dentro, horrorizado de lo que veía. “Mamá, esto es el infierno”. Tenía 22 años y se había casado un poco antes de viajar a Irak, “con una gringuita rubia, linda, con los ojos azules”. El hijo la llamó cuando ya solo le quedaba una semana en la zona de guerra. Uno o dos días después de hablar con ella, el blindado en el que viajaba rebotó sobre una mina y murieron él y sus tres compañeros de patrulla...
Se pregunta qué prueba podría ponerle ella a su amante español si volviera a encontrarse con él, si lo mirara y no estuviera segura de reconocerlo, al cabo de una ausencia más larga ya que la de Ulises. Y comprende instintivamente que en el corazón de cualquier historia está el misterio de lo que no llega a decirse.
Fuente: ANTONIO MUÑOZ MOLINA 19 JUN 2014 - El País, Babelia.
Se pregunta qué prueba podría ponerle ella a su amante español si volviera a encontrarse con él, si lo mirara y no estuviera segura de reconocerlo, al cabo de una ausencia más larga ya que la de Ulises. Y comprende instintivamente que en el corazón de cualquier historia está el misterio de lo que no llega a decirse.
Fuente: ANTONIO MUÑOZ MOLINA 19 JUN 2014 - El País, Babelia.
lunes, 26 de mayo de 2014
El testigo Harry Kessler, millonario cosmopolita, sucumbió al entusiasmo guerrero en 1914.
(Cuántos sucumben!!! la propaganda, el "patriotismo", .. la irracionalidad hizo que las masas se manifestaran a favor de la guerra con un entusiasmo inaudito, sin sospechar que sería un inmenso matadero y una carnicería para el pueblo, ... mientras los millonarios, lejos del frente ganarían mucho dinero a su costa, ...)
En 1985, en una sucursal bancaria de Mallorca, el director supervisó la apertura de una caja de seguridad cuyo alquiler de cincuenta años había expirado, sin que nadie viniera a hacerse cargo de su contenido. Al cabo del tiempo se había extraviado hasta el nombre de su titular, que debió de alquilarla hacia el principio de la guerra civil española. En el interior se encontraron varias docenas de volúmenes de diarios encuadernados en piel, escritos en alemán e inglés con una letra pequeña y legible, la escritura meticulosa de quien lo ve todo y lo anota todo. El descubrimiento no llamó la atención en España, pero en el mundo de habla alemana fue una conmoción. Lo que había aparecido en esa caja de seguridad en Mallorca eran los diarios que el conde Harry Kessler había escrito desde los 12 años, en 1890, hasta unos días antes del final de la Gran Guerra, a principios de noviembre de 1918. De Kessler se conocían hasta entonces sus diarios de los años de la República de Weimar, que son un monumento histórico y literario incomparable, porque Kessler fue una de esas personas que combinan una capacidad de atención y una curiosidad desusadas y un puesto de observación privilegiado. Era un aristócrata alemán que se había educado en Inglaterra y en Francia, un miembro de la clase dirigente imperial que se comprometió con la República, una figura de la alta sociedad y de la política apasionado por el arte moderno y el teatro de vanguardia. En Londres frecuentó a H. G. Wells y a Bernard Shaw, aparte de a la familia real; en París fue amigo de Maillol, de Rodin, de Matisse, de Bonnard, y trató a algunos de los mismos personajes que inspiraron a Proust: la condesa Greffulhe, de quien procede el perfil de pájaro y la belleza altiva de la duquesa de Guermantes; el vizconde de Montesquieu, modelo del barón de Charlus. En 1906 estuvo en el estreno de la Salomé de Richard Strauss, y en 1913, en el todavía más escandaloso de la Consagración de la primavera de Stravinski.
Cuando se publicaron en inglés los diarios de la época de Weimar, W. H. Auden escribió que el conde Harry Kessler era la persona más cosmopolita que había vivido nunca. En 1896, con 28 años, heredero de una gran fortuna tras la muerte de su padre, había dado la vuelta al mundo. En 1937, cuando hizo las últimas anotaciones en el diario, vivía en el exilio y estaba arruinado y enfermo, con una sensación de acabamiento de mundo que se parecería a la que llevó al suicidio a otro de los grandes testigos de entonces, Stefan Zweig. El libro, que se titula en inglés Berlin in lights, es una lectura devastadora, intoxicadora, que no da respiro y no puede dejarse; el testimonio, día tras día, de cómo en ciertas épocas acaba sucediendo infaliblemente lo peor, de las esperanzas racionales que se frustran y las posibilidades inverosímiles de tan monstruosas que sin embargo llegan a cumplirse, de la derrota o el asesinato de los mejores y los decentes y el triunfo de los demagogos y los criminales, de las capitulaciones por adelantado que despejan el camino a los bárbaros...
Por eso es tan aleccionador, y desasosiega tanto, comprobar en ciertos pasajes de los diarios encontrados en Mallorca que hasta una persona sensata, templada y cosmopolita como Kessler también había sucumbido, en 1914, a ese entusiasmo imbécil por la guerra que atravesó Europa en las vísperas inmediatas de la carnicería. La irracionalidad de los irracionales, la brutalidad de los brutales, el fanatismo de los fanáticos, nos dan mucho miedo. Pero yo creo que lo que da más miedo de verdad es ver lo fácilmente que una persona racional en casi todo abraza de golpe ideas irracionales, o un civilizado se vuelve bárbaro y brutal de la noche a la mañana, o alguien disciplinado en el método científico es capaz de aceptar con los ojos cerrados lo que evidentemente no tiene pies ni cabeza.
Su cosmopolitismo palidecía de pronto ante la vehemencia de su fervor patriótico: “Estas primeras semanas de guerra han revelado algo que estaba en las profundidades desconocidas de nuestro pueblo alemán, algo que solo puedo comparar con una sincera y alegre espiritualidad. La población entera se ha transformado y forjado en una forma nueva. Esta es ya la ganancia impagable de esta guerra; y haberla presenciado será una de las grandes experiencias de nuestras vidas”. El gran esteta ve pueblos incendiados, montañas de cadáveres, personas inocentes ejecutadas en actos de represalia, caballos reventados de los que se derraman vísceras comidas por las moscas; ve a un oficial de artillería dirigir por teléfono el bombardeo de una ciudad y piensa con satisfacción que parece un inversor dando instrucciones a su agente de Bolsa; ve columnas de refugiados huyendo por los caminos y dispersándose cuando se acerca el motor de un avión que les lanzará bombas o los ametrallará; admira la gallardía de un general mandando desde muy lejos a sus tropas a la matanza y encuentra en él las mismas virtudes alemanas que en un gran director de orquesta.
Pocos espectáculos hay más penosos que el de un intelectual emocionado estéticamente y filosóficamente por la eliminación de seres humanos. En Francia casi nadie más que Jean Jaurès levantó su voz contra el disparate de la guerra, y se apresuraron a matarlo. En el mundo de habla alemana uno de los pocos que mantuvieron en todo momento la lucidez y la templanza en medio del gran delirio fue Albert Einstein. Si personas en general íntegras y admirables adoptan a veces posturas insensatas y participan con entusiasmo en la celebración de la catástrofe, quién puede sentirse a salvo de secundar la estupidez o de aceptar el crimen. ...
Fuente: ANTONIO MUÑOZ MOLINA 21 MAY 2014. El País
(Ilustración Urban Sketchers, http://www.urbansketchers.org/2014/05/meet-correspondent-galway-ireland.html)
En 1985, en una sucursal bancaria de Mallorca, el director supervisó la apertura de una caja de seguridad cuyo alquiler de cincuenta años había expirado, sin que nadie viniera a hacerse cargo de su contenido. Al cabo del tiempo se había extraviado hasta el nombre de su titular, que debió de alquilarla hacia el principio de la guerra civil española. En el interior se encontraron varias docenas de volúmenes de diarios encuadernados en piel, escritos en alemán e inglés con una letra pequeña y legible, la escritura meticulosa de quien lo ve todo y lo anota todo. El descubrimiento no llamó la atención en España, pero en el mundo de habla alemana fue una conmoción. Lo que había aparecido en esa caja de seguridad en Mallorca eran los diarios que el conde Harry Kessler había escrito desde los 12 años, en 1890, hasta unos días antes del final de la Gran Guerra, a principios de noviembre de 1918. De Kessler se conocían hasta entonces sus diarios de los años de la República de Weimar, que son un monumento histórico y literario incomparable, porque Kessler fue una de esas personas que combinan una capacidad de atención y una curiosidad desusadas y un puesto de observación privilegiado. Era un aristócrata alemán que se había educado en Inglaterra y en Francia, un miembro de la clase dirigente imperial que se comprometió con la República, una figura de la alta sociedad y de la política apasionado por el arte moderno y el teatro de vanguardia. En Londres frecuentó a H. G. Wells y a Bernard Shaw, aparte de a la familia real; en París fue amigo de Maillol, de Rodin, de Matisse, de Bonnard, y trató a algunos de los mismos personajes que inspiraron a Proust: la condesa Greffulhe, de quien procede el perfil de pájaro y la belleza altiva de la duquesa de Guermantes; el vizconde de Montesquieu, modelo del barón de Charlus. En 1906 estuvo en el estreno de la Salomé de Richard Strauss, y en 1913, en el todavía más escandaloso de la Consagración de la primavera de Stravinski.
Cuando se publicaron en inglés los diarios de la época de Weimar, W. H. Auden escribió que el conde Harry Kessler era la persona más cosmopolita que había vivido nunca. En 1896, con 28 años, heredero de una gran fortuna tras la muerte de su padre, había dado la vuelta al mundo. En 1937, cuando hizo las últimas anotaciones en el diario, vivía en el exilio y estaba arruinado y enfermo, con una sensación de acabamiento de mundo que se parecería a la que llevó al suicidio a otro de los grandes testigos de entonces, Stefan Zweig. El libro, que se titula en inglés Berlin in lights, es una lectura devastadora, intoxicadora, que no da respiro y no puede dejarse; el testimonio, día tras día, de cómo en ciertas épocas acaba sucediendo infaliblemente lo peor, de las esperanzas racionales que se frustran y las posibilidades inverosímiles de tan monstruosas que sin embargo llegan a cumplirse, de la derrota o el asesinato de los mejores y los decentes y el triunfo de los demagogos y los criminales, de las capitulaciones por adelantado que despejan el camino a los bárbaros...
Por eso es tan aleccionador, y desasosiega tanto, comprobar en ciertos pasajes de los diarios encontrados en Mallorca que hasta una persona sensata, templada y cosmopolita como Kessler también había sucumbido, en 1914, a ese entusiasmo imbécil por la guerra que atravesó Europa en las vísperas inmediatas de la carnicería. La irracionalidad de los irracionales, la brutalidad de los brutales, el fanatismo de los fanáticos, nos dan mucho miedo. Pero yo creo que lo que da más miedo de verdad es ver lo fácilmente que una persona racional en casi todo abraza de golpe ideas irracionales, o un civilizado se vuelve bárbaro y brutal de la noche a la mañana, o alguien disciplinado en el método científico es capaz de aceptar con los ojos cerrados lo que evidentemente no tiene pies ni cabeza.
Su cosmopolitismo palidecía de pronto ante la vehemencia de su fervor patriótico: “Estas primeras semanas de guerra han revelado algo que estaba en las profundidades desconocidas de nuestro pueblo alemán, algo que solo puedo comparar con una sincera y alegre espiritualidad. La población entera se ha transformado y forjado en una forma nueva. Esta es ya la ganancia impagable de esta guerra; y haberla presenciado será una de las grandes experiencias de nuestras vidas”. El gran esteta ve pueblos incendiados, montañas de cadáveres, personas inocentes ejecutadas en actos de represalia, caballos reventados de los que se derraman vísceras comidas por las moscas; ve a un oficial de artillería dirigir por teléfono el bombardeo de una ciudad y piensa con satisfacción que parece un inversor dando instrucciones a su agente de Bolsa; ve columnas de refugiados huyendo por los caminos y dispersándose cuando se acerca el motor de un avión que les lanzará bombas o los ametrallará; admira la gallardía de un general mandando desde muy lejos a sus tropas a la matanza y encuentra en él las mismas virtudes alemanas que en un gran director de orquesta.
Pocos espectáculos hay más penosos que el de un intelectual emocionado estéticamente y filosóficamente por la eliminación de seres humanos. En Francia casi nadie más que Jean Jaurès levantó su voz contra el disparate de la guerra, y se apresuraron a matarlo. En el mundo de habla alemana uno de los pocos que mantuvieron en todo momento la lucidez y la templanza en medio del gran delirio fue Albert Einstein. Si personas en general íntegras y admirables adoptan a veces posturas insensatas y participan con entusiasmo en la celebración de la catástrofe, quién puede sentirse a salvo de secundar la estupidez o de aceptar el crimen. ...
Fuente: ANTONIO MUÑOZ MOLINA 21 MAY 2014. El País
(Ilustración Urban Sketchers, http://www.urbansketchers.org/2014/05/meet-correspondent-galway-ireland.html)
sábado, 22 de marzo de 2014
Fiebre de saber. El documental 'Particle Fever' es un viaje de descubrimiento de la pasión de los científicos
"Tiene que haber gente que rompa las reglas y se atreva a llegar a las fronteras a las que no ha llegado antes nadie”, dice, entusiasta y serio, con perfecta convicción, el profesor David Kaplan, que habla de los enigmas y las alegrías de la Física con un aire sostenido de asombro, a veces con una expresión de desconcierto. El profesor Kaplan traza números y símbolos matemáticos en una pizarra como si la tiza fuera un pincel y la pizarra un lienzo, y cuando ve las imágenes de los animales pintados hace treinta mil años en la cueva de Chauvet intuye que quienes les dieron forma en la claridad de las antorchas compartían una vocación de conocimiento y maravilla muy semejante a la suya. A lo largo de Particle Fever, el mejor documental científico que he visto en mi vida, la presencia y la voz de David Kaplan lo guían a uno en un viaje de descubrimiento en el que también hay otras voces, otras caras entre ensimismadas y cordiales, las de unos cuantos hombres y mujeres que viven la ciencia como esa vocación apasionada que muchos literatos y artistas consideran privativa de sus oficios.
Particle Fever cuenta una historia que a mucha gente le parecerá de antemano abstrusa o del todo incomprensible: la puesta en marcha, en 2008, del LHC, el gran acelerador de partículas europeo, la máquina más grande y compleja que existe en el mundo, y el proceso de búsqueda que condujo a principios del verano de 2012 al hallazgo del bosón de Higgs, la partícula cuya existencia se había aventurado como una hipótesis medio siglo atrás, la que proveería de masa a todas las demás partículas elementales y confirmaría un modelo inteligible del universo regido por un orden de supersimetría. Uno de los científicos, Savas Dimopoulos, griego nacido en Turquía y expulsado con su familia del país en los años sesenta, mira con asombro a la cámara, alzando los ojos de un iPad, y dice: “Es increíble, pero las leyes que explican el universo caben en una hoja de papel”. Dimopoulos se dedicó a la Física porque cuando era niño asistía a las disputas políticas feroces entre griegos y turcos, y sintió la necesidad de encontrar una forma de verdad que no dependiera de la elocuencia de quien hablara en su defensa. Entre los científicos es más frecuente y más fértil la extranjería que entre los artistas. Savas Dimopoulos, el griego al que los patriotas dejaron sin país, trabaja en un campus universitario de California. En Princeton tiene un puesto de profesor Nima Arkani-Hamed, que le da un aire a David Foster Wallace, y que también escapó de niño con su familia, aunque de una opresión mucho más oscurantista, la de los ayatolás iraníes. En su entrega a la investigación habrá una dosis perdurable de rebeldía contra dogmatismos religiosos que son tan hostiles ahora mismo a la racionalidad y al conocimiento como los que enviaron a Galileo a los calabozos de la Inquisición.
Los artistas contemporáneos más célebres adoptan poses de gurús. Los teóricos de la literatura practican un hermetismo arrogante que no admite más sonrisas que las de la suficiencia. Los físicos, en Particle Fever, van al trabajo en bicicleta, cuentan chistes, declaran sus incertidumbres, expresan una convicción sin cinismo, organizan en los hangares entre cavernosos y catedralicios del CERN espectáculos de hip-hop en los que se las arreglan para encontrar rimas a los términos más difíciles de su vocabulario. Monica Dunford practica el ciclismo, corre maratones, es piragüista, expresa una apetencia parecida a la gula anticipando los millones de nuevos datos que empezarán a fluir en cuanto se produzcan las colisiones a velocidades cercanas a la de la luz entre los dos haces de protones del Gran Acelerador. Dunford es joven, americana, gimnástica. Fabiola Gianotti habla inglés con mucho acento italiano y en vez de entretenerse fuera del trabajo practicando deportes toca sonatas de piano. Cuenta que de adolescente la literatura, la música y el arte le atraían tanto como la ciencia, porque también estimulaban su curiosidad por conocer el mundo y su sentido de la belleza. Se inclinó por la Física sintiendo que le permitía aproximaciones más precisas. Pero para explicar su vocación cita a Dante, y cuando toca el piano encuentra que las reglas de la música —la armonía, la acústica— también pertenecen al ámbito de la física y de las matemáticas.
Fuente; El País. Antonio Muñoz Molina. Babelia.
Particle Fever cuenta una historia que a mucha gente le parecerá de antemano abstrusa o del todo incomprensible: la puesta en marcha, en 2008, del LHC, el gran acelerador de partículas europeo, la máquina más grande y compleja que existe en el mundo, y el proceso de búsqueda que condujo a principios del verano de 2012 al hallazgo del bosón de Higgs, la partícula cuya existencia se había aventurado como una hipótesis medio siglo atrás, la que proveería de masa a todas las demás partículas elementales y confirmaría un modelo inteligible del universo regido por un orden de supersimetría. Uno de los científicos, Savas Dimopoulos, griego nacido en Turquía y expulsado con su familia del país en los años sesenta, mira con asombro a la cámara, alzando los ojos de un iPad, y dice: “Es increíble, pero las leyes que explican el universo caben en una hoja de papel”. Dimopoulos se dedicó a la Física porque cuando era niño asistía a las disputas políticas feroces entre griegos y turcos, y sintió la necesidad de encontrar una forma de verdad que no dependiera de la elocuencia de quien hablara en su defensa. Entre los científicos es más frecuente y más fértil la extranjería que entre los artistas. Savas Dimopoulos, el griego al que los patriotas dejaron sin país, trabaja en un campus universitario de California. En Princeton tiene un puesto de profesor Nima Arkani-Hamed, que le da un aire a David Foster Wallace, y que también escapó de niño con su familia, aunque de una opresión mucho más oscurantista, la de los ayatolás iraníes. En su entrega a la investigación habrá una dosis perdurable de rebeldía contra dogmatismos religiosos que son tan hostiles ahora mismo a la racionalidad y al conocimiento como los que enviaron a Galileo a los calabozos de la Inquisición.
Los artistas contemporáneos más célebres adoptan poses de gurús. Los teóricos de la literatura practican un hermetismo arrogante que no admite más sonrisas que las de la suficiencia. Los físicos, en Particle Fever, van al trabajo en bicicleta, cuentan chistes, declaran sus incertidumbres, expresan una convicción sin cinismo, organizan en los hangares entre cavernosos y catedralicios del CERN espectáculos de hip-hop en los que se las arreglan para encontrar rimas a los términos más difíciles de su vocabulario. Monica Dunford practica el ciclismo, corre maratones, es piragüista, expresa una apetencia parecida a la gula anticipando los millones de nuevos datos que empezarán a fluir en cuanto se produzcan las colisiones a velocidades cercanas a la de la luz entre los dos haces de protones del Gran Acelerador. Dunford es joven, americana, gimnástica. Fabiola Gianotti habla inglés con mucho acento italiano y en vez de entretenerse fuera del trabajo practicando deportes toca sonatas de piano. Cuenta que de adolescente la literatura, la música y el arte le atraían tanto como la ciencia, porque también estimulaban su curiosidad por conocer el mundo y su sentido de la belleza. Se inclinó por la Física sintiendo que le permitía aproximaciones más precisas. Pero para explicar su vocación cita a Dante, y cuando toca el piano encuentra que las reglas de la música —la armonía, la acústica— también pertenecen al ámbito de la física y de las matemáticas.
Fuente; El País. Antonio Muñoz Molina. Babelia.
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