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domingo, 9 de abril de 2023

De dónde procede el capirote, el llamativo gorro que llevan los penitentes en la Semana Santa española

Un nazareno en Sevilla.


Por si alguien duda, empecemos respondiendo a la pregunta que asalta a algunos extranjeros que visitan por primera vez la Semana Santa española: no, no tiene nada que ver con el Ku Kluk Klan.

"Es una lucha continua", explica a BBC Mundo el historiador sevillano Manuel Jesús Roldán, "hay que hacer pedagogía todos los años para explicarle al que viene que esto es una riqueza enorme de siglos".

Roldán se refiere al capirote, ese cono que portan en la cabeza los nazarenos o penitentes en las procesiones en la Semana Santa en España -y en algunos países de América Latina, como Colombia-, y que posiblemente es uno de sus iconos más reconocibles.

Pero también a la celebración de la Pascua en sí, una "fiesta viva" que ha ido evolucionando con el paso de los siglos, "y que, sobre todo en el sur de España, tiene un sentido festivo, es una curiosa combinación de vivir la pasión y mezclarla con la resurrección".

Desde el Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección, las calles de España se llenan de fieles y curiosos que acuden a ver las procesiones de Semana Santa, en las que las diferentes cofradías o hermandades penitenciales sacan pasos con imágenes de la pasión de Jesús.

Estas enormes tallas, que los "costaleros" cargan sobre sus hombros, van acompañadas de religiosos, músicos y decenas de penitentes, hombres y mujeres que visten unas largas túnicas y, en la mayoría de los casos, portan una capucha que acaba en pico.

Esta especie de cucurucho, hecho de cartón y, más recientemente, también de plástico, tiene su origen en una de las instituciones más siniestras de la historia del país: la Inquisición española.

El Santo Oficio
Los condenados por esta institución, que fue fundada por los Reyes Católicos en el siglo XV para mantener la ortodoxia católica en sus territorios, eran obligados a llevar un capirote o coroza y una pequeña túnica de tela basta llamada "sambenito" para identificarlos y abochornarlos durante los autos de fe.

"El auto de fe era el gran teatro que hacían los tribunales de la inquisición que tenía como objetivo, en teoría, reincorporar a los herejes a la Iglesia, pero que, en el fondo, lo que hacía era sacar a las personas en vergüenza pública, las manchaba socialmente y excluía de la sociedad, tanto al condenado como a todos sus descendientes", explica a BBC Mundo el historiador José Martínez Millán, autor de "La inquisición española".

Durante tres siglos, miles de personas fueron condenadas en España por los tribunales religiosos de la Inquisición, acusadas de distintos delitos, que podían ir desde la blasfemia hasta la herejía. Muchos de estos condenados, sobre todo en los primeros años, acababan en la hoguera.

Pero antes, la Inquisición les daba la oportunidad de abjurar de sus pecados y proclamar su adhesión a la fe católica. Aquellos que así lo hacían, los "penitentes", obtenían la gracia de ser estrangulados antes de ser quemados. Los condenados a muerte que no se arrepentían de sus pecados eran incinerados vivos.

Los autos de fe se celebraban en la plaza pública, generalmente en primavera o en otoño, cuando se había juntado un número suficiente de reos. Se instalaba una especie de escenario, donde se sentarían las autoridades eclesiásticas, seculares y los reos, e incluso se ensayaba en la víspera.

Semanas antes se contrataba a pintores y a sastres para que elaboraran los sambenitos y los capirotes que llevarían los condenados. Los dibujos y colores que les pintaban variaban en función de la herejía.

"Algunos simplemente llevaban el saco, otros iban mucho más pintados, incluso simulando llamas. Esos, evidentemente, iban al fuego", relata Martínez Millán, que es catedrático de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid (AUM).

Los autos de fe eran auténticos teatros, como puede verse en este cuadro de Francisco Rizi, que recoge un auto de fe en la Plaza Mayor de Madrid.

Así vestidos, los reos eran procesionados en humillación pública hasta el lugar donde se celebraba el auto de fe.

Una vez leída la sentencia, los condenados a muerte eran llevados al quemadero, que solía estar a las afueras de la ciudad para que el "brazo temporal", como se llamaba a las autoridades civiles, ejecutaran la pena. Los demás eran obligados a vestir el sambenito durante todo el tiempo que durara su sentencia.

Sin olvido
Pero la condena no acababa ahí.

Los sambenitos y los capirotes se llevaban luego a la iglesia parroquial para ser colgados de las naves con los nombres de condenados.

"A partir de entonces, en misa siempre tenían que sentarse debajo de su sambenito, lo mismo que sus hijos o nietos, la mancha perduraba por generaciones, que es una de las grandes crueldades de la Inquisición", apunta Martínez Millán.

La expresión "colgarle el sambenito a alguien" o "llevar un sambenito" viene precisamente de ahí.

Cuando una persona quería, por ejemplo, entrar en la universidad o pedir un título de una orden militar, debía pedir un expediente de limpieza de sangre en el que se demostrara que, a lo largo de tres generaciones, nadie había sido condenado por la Inquisición.

Los sambenitos colgados en las iglesias servían de testimonio, y la única forma de limpiar el nombre era el olvido pero, como explica el profesor de la AUM, "el olvido no existía".

Los grandes autos de fe dejaron de celebrarse en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando pasaron a organizarse dentro de las instituciones de la Inquisición, en lo que vino a llamarse "autillos".

Es probable que Goya no presenciara este "autillo" y que se inspirara en épocas anteriores.

Uno de ellos inspiró la que posiblemente sea la pintura sobre la Inquisición más famosa que existe, el cuadro Auto de fe de la Inquisición, de Francisco de Goya.

En su centro, vestido con un capirote y un sambenito adornados con llamas, un condenado escucha su sentencia con la mirada baja y la actitud resignada, mientras que una muchedumbre de clérigos, autoridades y figuras sin identificar generan una atmósfera asfixiante. Junto al estrado, otros tres condenados, que también lucen sus corozas, esperan su turno.

Cómo este cucurucho de cartón saltó de la Inquisición a las celebraciones de Semana Santa no está claro.

Hermandades penitenciales
Sin embargo, los historiadores creen que las hermandades penitenciales adoptaron este capirote, que por su forma simbolizaba también el intento de acercase a Dios, de haberlo visto en esos condenados penitentes.

Las primeras hermandades que se formaron en el siglo XV, después de que San Vicente Ferrer predicara la penitencia, y que salían en procesión, eran muy diferentes a las que se conocen hoy.

La penitencia conllevaba la flagelación, por lo que estos hombres se desnudaban la espalda y se azotaban con cuerdas y cadenas en un espectáculo sangriento.

En esta época "se empieza a reivindicar el culto a la Vera Cruz y a la sangre de Cristo, por lo que se empiezan a procesionar hacia la calle una serie de imágenes que normalmente suele ser un crucificado", explica Manuel Jesús Roldán.

Este crucificado de la Vera Cruz se extiende por toda España y por Hispanoamérica.

El capirote y el sambenito de los condenados a muerte, como en jos grabado de Goya, se pintaban con imágenes de llamas.

Los penitentes eran anónimos, cubrían su rostro con un antifaz y vestían una túnica de tela basta y barata, que normalmente solía ser blanca.

Los historiadores coinciden en que la primera de estas hermandades que adopta el capirote a finales del siglo XVI es la sevillana Hermandad de la Hiniesta, que tiene un origen medieval y que sigue existiendo hoy.

"La Hermandad de la Hiniesta adapta ese cono de cartón al antifaz que llevaban sus penitentes, y empieza a diferenciar dos tipos de hermanos: el 'hermano de sangre', que se flagelaba y que llevaba el antifaz caído hacia atrás, y el 'hermano de luz', que estaba encargado de portar un cirio y que llevaba el capirote", afirma Roldán, autor de "Historias de la Semana Santa que nunca te contaron".

Para el siglo XVII, la mayoría de las cofradías de España ya usan este cucurucho, dando otra presencia a los penitentes, que para entonces ya se empiezan a llamar nazarenos.

Cada cofradía adoptó un color. Muchas eligieron el morado, que era el penitencial; pero algunas el rojo, por su simbolismo sacramental; otras el verde, por el culto a la Vera Cruz; y otras mantuvieron el blanco o adoptaron el negro, que se puso de moda a finales del siglo XVIII.

Desde entonces, las cofradías y las procesiones estuvieron a punto de desaparecer con la llegada al trono de Carlos III. "La penitencia era algo que chocaba con las ideas de la Ilustración, por lo que prohibió que se azotaran en la calle públicamente, que se cubrieran el rostro con un antifaz y que salieran de noche", explica el historiador sevillano.

Tras la Guerra de la independencia y el regreso al absolutismo, las hermandades volvieron a su actividad. Pero la penitencia, que ya se consideraba cosa de siglos pasados, nunca se recuperó.

La celebración de la Semana Santa va más allá de lo religioso en ciudades como Sevilla.

Hoy, las procesiones de Semana Santa en España van mucho más allá de lo religioso y forman parte de una cultura popular "que tiene un sentido, festivo, identitario, que conecta con el regreso cada año a una fecha, a una gente conocida, a un sentimiento de la ciudad y a una forma de entender la vida que hace que esta fiesta siga viva", apunta Roldán.

El historiador recuerda que algunas interpretaciones las conectan con el sustrato importante de cultura romana clásica que existe en España, donde a finales de marzo se celebraban fiestas en torno a la primavera.

"Aunque las procesiones sean muy serias y rigurosas, también tienen ese sentido festivo tradicional", argumenta Roldán, "por eso es difícil hacer entender a los de fuera que quienes se visten de nazareno no son solo señores anclados en el pasado, sino que pueden ser jóvenes, mayores, mujeres, hombres, gente de izquierdas, de derechas… ¡hasta ateos hay!".

https://www.bbc.com/mundo/noticias-65131411

miércoles, 17 de abril de 2019

_- Una manipulación política que Sevilla no debe permitirse. El fajín de Franco en la Semana Santa.

_- Isidoro Moreno
Diario de Sevilla

Apoyo totalmente la denuncia a la Fiscalía, por parte del Grupo de Juristas 17 de Marzo, contra la junta de gobierno de la cofradía del Baratillo que se propone sacar el fajín de Franco sobre la saya de la Virgen de la Caridad el próximo Miércoles Santo. Parece que la hija del dictador lo regaló, en 2000, a un conocido abogado miembro de esa hermandad, como premio a sus servicios. Y este año (¿porque estamos en días de campaña electoral?) se le ha colocado a la imagen. Aparte de constituir un delito por transgredir leyes vigentes, como explican dichos juristas, el hecho es execrable por lo que significa de insulto a decenas de miles de familias sevillanas que tienen todavía a antepasados en fosas comunes tras su asesinato por los golpistas que encabezó Franco.

Y supone, también, una muy grave manipulación política de la Semana Santa sevillana, que no debe permitirse. Deberían intervenir, para impedirlo, los propios miembros de la hermandad (que estoy seguro que mayoritariamente no apoyan esta utilización ideológico-partidista de la Virgen de su devoción) y, si ello no fuera suficiente, el Consejo General de Cofradías, el Arzobispado, el Ayuntamiento o la Subdelegación del Gobierno (que es la que, en última instancia, autoriza o no los actos en lugares públicos y debe velar por la legalidad). Mirar hacia otro lado equivale, en este caso, a complicidad.

Hace ya años, la Hermandad de la Macarena retiró el fajín de Queipo a la Esperanza en su salida de la madrugada del Viernes Santo. En Málaga, la del Cautivo ("el Señor de Málaga") rehusó el acompañamiento de los Regulares y, este año, la de Mena ha pedido a Casado, Rivera y Abascal que no vayan al traslado de su Cristo, como tenían previsto para renovar la foto de la Plaza de Colón (aunque sigue teniendo pendiente eliminar la presencia de la Legión con armas). Y, ahora, salta la noticia de que la Hermandad del Baratillo quiere sacar el fajín del propio dictador adornando a su Virgen y enalteciendo su figura. Poniéndolo bajo palio, como tantas veces en vida, entró en las catedrales. Indignante. Inaceptable. Cabe preguntarse si esa cofradía no está siendo manipulada por alguno/s de sus miembros como parte de la campaña de Vox para las elecciones municipales.

Incluso si el objetivo no fuera este último, no puede permitirse que Franco sea paseado triunfalmente por Sevilla, este Miércoles Santo, representado en su fajín de "generalísimo". Además de una burla a tantos sevillanos que aún no tienen donde llevar flores a sus muertos, sería un baldón para esa cofradía, un escarnio para esa Virgen, y una agresión a todos aquellos -sean creyentes, agnósticos, de derechas o de izquierdas...- que participan, cada quién a su manera y por muy diversas razones, en la fiesta mayor de la ciudad. Que constituye un valioso patrimonio tanto material como inmaterial de Sevilla que es necesario proteger de manipulaciones ideológico-partidistas. Y ésta lo es, y en muy alto grado. Se han pasado veinte pueblos. Rectifiquen o háganles rectificar.

Isidoro Moreno.
Catedrático Emérito de Antropología

lunes, 14 de mayo de 2018

El verdadero origen de la "Madrugá" de Sevilla. Las cofradías, obligadas a no procesionar de noche, interpretaron a su manera el término “alba” descubriendo un amanecer distinto para Sevilla.

Alegre, piadosa, pagana, desmedida, exuberante... La Semana Santa de Sevilla parece un espectáculo medido y perfecto, un prodigio de sensorialidad teatral y mística, pero en realidad es un artefacto organizado estratégicamente siglo a siglo; un fenómeno que sobrevivió a incendios, epidemias, iconoclastias, crisis económicas y revoluciones laicas. ¿Dónde remontar sus orígenes? ¿A las devociones medievales? ¿A las lecturas simbólicas de la Contrarreforma? ¿A los excesos ornamentales del barroco? Hasta hace poco, se argumentaba que la Contrarreforma era el periodo en el que surge. Y el siglo XIX, con los aires románticos de la llamada Corte Chica del duque de Montpensier y la infanta María Luisa de Borbón, el momento en el que se fija su estética definitiva.

Sin embargo, un riguroso estudio plantea ahora una revisión de estos orígenes remontando al siglo más inesperado los inicios de la Semana Santa sevillana: el XVIII. La investigadora Rocío Plaza Orellana plantea en su Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla. El poder de las cofradías (1777-1808), publicado por El Paseo, esta relectura de una celebración que en muchas ocasiones ha datado sus inicios basándose solo en la tradición, algo mucho más remoto.

Para Sevilla, el XVIII no fue un momento glorioso. Después de los siglos XVI y XVII, con el monopolio comercial con las Indias que la convierten en la capital económica de España, el XVIII será un tiempo de oscuridades. La decadencia cristalizó en 1717, cuando el monopolio con América pasa a Cádiz. Sin embargo, Sevilla, como señalaron en su día los historiadores Antonio Domínguez Ortiz y Francisco Aguilar Piñal, se convertirá esa centuria en un laboratorio para las reformas ilustradas de Carlos III. Las transformaciones anunciarán el cambio del antiguo al nuevo régimen y afectarán al urbanismo, la Universidad, el teatro... y la Semana Santa.

Estos ensayos de modernidad despertarán fuertes tensiones entre el poder civil y el eclesiástico. Y se plasmarán en episodios como el ascenso y caída del asistente ilustrado Pablo de Olavide, quien intentó cambiar la vieja Sevilla —y con ella su Pasión—, pero que sufrirá un proceso inquisitorial por “impío y miembro podrido de la religión”, precisamente por su rechazo a las devociones populares.

“El proceso de Olavide tuvo numerosos vértices. Destacan, por la trascendencia que tendrían después para las cofradías, dos acusaciones: permitir los bailes de máscaras y las comedias y su falta de piedad religiosa”, explica Plaza, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Sevilla. La Semana Santa que ahora se vive es hija de ese tiempo, ya que sobrevive a la dura batalla de las reformas ilustradas. Su deslumbrante "Madrugá" surge en su concepción actual en esa época. ¿Cómo se inventó? Paradójicamente, estos cortejos nocturnos de la madrugada del Viernes Santo se inician en el Siglo de las Luces. La Madrugá es un resultado de ciertas trampas legales que los cofrades usaron para evitar las reformas ilustradas. Por ejemplo, la interpretación —no sin picaresca— del concepto temporal del alba, el momento en que debían salir las procesiones para evitar la noche.

El Consejo de Castilla implanta en 1777 una serie de leyes para controlar las costumbres de las cofradías. En realidad, estas medidas las había iniciado Olavide una década antes como parte de sus reformas ilustradas: una vez caída la noche, las cofradías no podían encontrarse por las calles, ante los posibles desórdenes públicos y delitos amparados en las sombras. Tampoco se permitían los rostros cubiertos de los penitentes y disciplinantes. Las medidas iban en sintonía con las del marqués de Esquilache prohibiendo las capas y sombreros, que terminaron en el motín que hizo caer al ministro de Carlos III.

El rey obligó a que las cofradías estuvieran “recogidas y finalizadas antes de ponerse el sol”. ¿Y qué se hizo en Sevilla? Ni más ni menos que quebrantar las leyes del reino poniendo sus imágenes en la calle de noche amparadas en una curiosa interpretación. Fue la Hermandad del Silencio, fundada en el siglo XIV, la que en 1774, obligada al cambio, dictó que acompañarían a Jesús Nazareno y la Virgen de la Concepción en un “alba” o amanecer, lo que se tradujo por las dos de la madrugada. “Esta decisión vino a formar parte de la compleja estrategia de engaños, resistencias y desacatos que las cofradías ofrecieron a los nuevos ordenamientos provenientes de Madrid, como si Sevilla tuviera otro amanecer”, detalla Plaza.

Igual ocurrió con El Gran Poder, y después lo harían la Macarena —ambas siguen haciendo su estación de penitencia en La Madrugá— y la Carretería —que en la actualidad procesiona la tarde del Viernes Santo—, que procesionaba el Jueves Santo por la tarde y a la que también le sorprendía la noche. Así, salió media hora después del alba, cobijada ya en la madrugada. “Como se contaría muchos años después, fueron capaces de hacer de la noche día, sólo con su presencia. Cuando El Gran Poder se hizo definitivamente con su madrugada, Olavide aún continuaba en manos del Santo Oficio”, añade la investigadora desvelando la Sevilla que ganó la batalla de la Ilustración.

TONADILLAS PINTORESCAS Y AIRES TEATRALES
Una reforma legal de Carlos III tras el motín de Esquilache trajo con ella la trampa. Para evitar más desórdenes como el que tumbó a su ministro, el rey creo nuevas figuras políticas, entre ellas los llamados alcaldes de barrio. Esta medida supuso la entrada en el gobierno de las ciudades de personas de extracción social más baja, pero más dinámica. En Sevilla, muchos eran cofrades y supieron utilizar el poder otorgado para evitar las reformas ilustradas que afectaban a las procesiones.

Tras estos cambios, el XIX impregnaría las cofradías de aires teatrales. “El teatro fue un espejo de influencias. Compartieron el emplumado de los ángeles, el escarchado de los tules de las damas en los rostrillos de las Dolorosas”, afirma la investigadora Rocío Plaza. La Semana Santa se contagió de tonadillas interpretadas en los oficios. En una crónica de la época se lee: “Ya no se oyen más que minuets en las meditaciones, responsos abolerados, coplas o motetes afandangados. (…) O el teatro es un acto religioso o nuestra religión es una comedia”. Llegaba el siglo romántico y con él la Sevilla pintoresca.

https://elpais.com/cultura/2018/03/28/actualidad/1522236999_567236.html

domingo, 29 de abril de 2018

Días de pasión. El ­ministro que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo del país.



En el retiro voluntario de la Semana Santa me gusta volver a las palabras y a las músicas del relato evangélico. Muchas personas se han ido de Madrid. En la tarde del miércoles va notándose gradualmente que se han ido y se siguen yendo en coche. La mañana del Jueves Santo tiene una santidad laica de recogimiento y silencio. No hace falta afiliarse a ninguna ortodoxia y a ningún credo para mantenerse alerta a la sensación de lo sagrado, que puede intuirse en la quietud de una calle sin tráfico a primera hora de la mañana, en la absolución de tantas obligaciones aplazadas por los días de fiesta. Ha llovido generosamente en las últimas semanas y los días de sol tienen una tersura de aire fresco. Ese es otro motivo de gratitud. En los senderos del parque, tan ásperos hasta hace muy poco, ahora se nota una elasticidad de tierra prieta y fértil bajo las pisadas. Los canales públicos de televisión transmiten procesiones sin descanso y en directo. Los telediarios informan de las procesiones de Semana Santa más extenuadoramente aún que de los partidos de fútbol. Una parte de la vida española parece varada sin remedio en la Contrarreforma, en las exhibiciones públicas de penitencias, de imágenes ensangrentadas de martirios. Como este año la lluvia no ha frustrado ninguna procesión, los informativos no muestran a penitentes llorando sin consuelo por no poder sacar los tronos de su cofradía. Lo que sí hay son testimonios espontáneos de asistentes a las procesiones que informan de la vehemencia de su fervor: “Esto no se puede explicar. Esto hay que vivirlo. Hay que sentirlo”.

Con vítores taurinos y caras arrasadas de lágrimas, chicas jóvenes que ya nacieron en un país descreído con las iglesias desiertas se rompen las manos aplaudiendo a los legionarios que sostienen en alto una imagen de Cristo en la cruz en una procesión de Málaga. Yo me acuerdo de cuando era niño y veía en las procesiones de mi ciudad los tronos escoltados por guardias civiles con mosquetones al hombro.

Pero todo vuelve. Todo vuelve porque nunca se ha ido. Vuelve la religión ostentosa y milagrera de la Contrarreforma católica, la de las exhibiciones públicas de ortodoxia que fueron obligatorias durante el franquismo. Vuelve porque nunca se fue la mescolanza de lo político y de lo eclesiástico, la ocupación irrespetuosa de los espacios públicos, la afirmación jactanciosa de una sola tradición por encima de todas las otras: el espectáculo católico como maciza identidad, unas veces española y otras veces andaluza, o castellana, o de donde sea. El ministro de Justicia y el de Educación y Cultura se persignan ante el Cristo legionario y alzan sus voces para cantar con desmayado entusiasmo Soy el novio de la muerte. La ministra de Defensa, que también participa en la celebración, ha ordenado que en los cuarteles españoles ondee a media asta la bandera como signo de luto por la crucifixión de Cristo.

Todo son recuerdos. Los peores recuerdos son los de ciertas cosas que se obstinan en no quedarse en el pasado. Me acuerdo de cuando era soldado y en las misas de campaña sonaba el himno nacional en la consagración y teníamos que arrodillarnos quitándonos la gorra y sosteniendo el fusil en un gesto de psicomotricidad tan complicada que se tardaba mucho en aprender, y que se llamaba “rindan armas”. Un soldado español solo rendía su arma ante la hostia consagrada. Hablo de 1979, 1980, otra época. Hablo de ahora mismo. El ministro de Educación y Cultura que se declara novio de la muerte con tanta convicción es responsable del mayor desguace cultural y educativo de un país al que las castas dirigentes bendecidas por eclesiásticos y defendidas a mano armada por los militares mantuvieron durante siglos en una ignorancia tan infame como la pobreza. Mientras el ministro canta su pasodoble festivo y mortuorio, la investigación científica se hunde ante la indiferencia general y el sistema público de enseñanza cada vez puede cumplir menos su tarea ilustradora e igualitaria. Hay desolaciones españolas que no se curan nunca: melancolías civiles que atraviesan intactas las generaciones. La pesadilla de Juan Ramón Jiménez de hace un siglo conserva intacta su realidad, y su pavor: una mesa de campaña en una plaza de toros.

Por fortuna, Madrid es grande y descreída, incluso en la mañana del Viernes Santo. Un taxi para a mi lado en la acera y de él salen, con dificultad y pericia, dos señoras con altas peinetas de carey y mantillas de encaje negro. Allá cada cual. Yo voy escuchando en Spotify la Pasión según san Mateo. La escucho también en casa, con la opulencia sonora del amplificador y los altavoces, leyendo el libreto, que respeta en gran medida la simplicidad del relato evangélico. Es una costumbre que he mantenido desde hace ya muchos años, desde que compré una grabación histórica dirigida por Furt­wrängler. Algún Jueves o Viernes Santo la he escuchado en directo, en austeras iglesias luteranas de Nueva York. Ahora la versión a la que vuelvo siempre es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena. Dirigida por Furtwrängler, la Pasión según san Mateo es imponente como una catedral gótica. La de Harnoncourt no es menos sobrecogedora, pero sí más cercana a la llaneza y el despojamiento del texto evangélico.

Vuelvo a esos capítulos finales a los que se atiene Bach. Hay un sigilo de drama que sucede entre sombras, en descampados nocturnos, un drama íntimo de miedo, de traición, de vergüenza, de huida, de debilidad ante la cercanía terrible del dolor, de incierta esperanza. El corazón de esa noche me ha parecido siempre la deslealtad del discípulo Pedro, que su maestro ha presentido con extraña agudeza: el que se declara tan firme y tan fiel cuando no hay peligro comete a la hora de la verdad una cobardía para la que tal vez habrá perdón, pero no consuelo. No hay otro momento así en la literatura. Tampoco lo hay en la música. En la pintura se ha representado muchas veces. Pero solo Caravaggio llega a lo más hondo de la negrura del miedo y el remordimiento, en una Negación de san Pedro que está en el Metropolitan de Nueva York, y que fue uno de los últimos cuadros que pintó en su vida. En el retiro breve de la Semana Santa, escuchando a Bach, leyendo a san Mateo, acordándome de ese cuadro de Caravaggio que he visto tantas veces, agradezco que el arte sea capaz al mismo tiempo de retratar el sufrimiento y consolarnos de él, y además refugiarnos de la intemperie pública.

https://elpais.com/cultura/2018/04/03/babelia/1522776469_205363.html?rel=lom