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viernes, 9 de marzo de 2018

Crimen y castigo. España tiene una de las tasas más altas de encarcelamiento de la Unión Europea y los tiempos de las condenas suelen triplicar la media de otros países de la región.

Diana Quer no murió. Ni siquiera la palabra asesinato parece decir lo suficiente. Fue arrancada a la vida. En principio, uno no elegiría a Franz Kafka para hablar del gozo de vivir, pero es difícil expresarlo mejor que como lo hizo el joven triste de Praga en este aforismo: “¿Cómo puede alguien alegrarse por el mundo excepto cuando se huye hacia él?”. Sentimos muchas veces las ganas de huir del mundo, la nostalgia de unas alas, pero no hay sensación comparable al impulso de huir hacia él. Abrir la puerta, no para escapar, sino para refugiarse en el mundo. Y eso es lo que vemos en la mirada de Diana, y en las fotos de tantas desaparecidas: alguien que corre hacia la vida. Y se la arrancan.

Veo al padre de Diana y al de Mari Luz Cortés (asesinada a los cinco años, en 2008) portando un cartel en el que anuncian el apoyo de dos millones de firmantes en una campaña a favor de mantener la llamada “prisión permanente revisable”. A efectos críticos, también denominada “cadena perpetua revisable”. Esta ley, muy cuestionada, entró en vigor en 2015, con el único apoyo conservador. Ahora, una mayoría parlamentaria plural estudia su derogación. Comprendo el activismo en este asunto de los padres de Diana y Mari Luz, como el de los familiares y personas cercanas a otras víctimas. Los sentimientos y las emociones no se pueden juzgar. Se respetan. Y se intenta compartir un dolor que se sabe oceánico.

Lo que no es tan comprensible es el aprovechamiento partidario de esas tragedias. Los líderes políticos, los gobernantes, tienen que escuchar siempre a la gente, y en especial tienen que “escuchar” el dolor. El dolor no aplaude. Y el liderazgo servicial tampoco cura. Pero esa presencia en el lugar del dolor, y en el momento necesario, contribuye a crear confianza. No es posible una democracia sin confianza básica. Pero la confianza, como la libertad, no es un arenque salado. Hay que ejercerla. Lo contrario, lo que crea desconfianza, es la explotación del dolor de las víctimas con fines sectarios. En este caso ha sido una maniobra demasiado obscena. La agitación del dolor para ­disputar unas décimas.

La encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) guía a los políticos españoles como el calendario lunar a las plantas. La más reciente resultaba preocupante para la derecha gobernante. Por un lado, registraba una creciente inquietud por la corrupción, solo superada como problema por el paro. Por otro, apuntaba un alza espectacular de Ciudadanos. Los conservadores necesitaban un frame, un nuevo encuadre, un motivo para cambiar la conversación popular. Quizás alguien levantó la nariz hacia una estantería y se encontró con un título clásico: Crimen y castigo. ¡Ese era el framing, ese era el encuadre! Es un buen tocho, así que le cascaron con Dostoievski a Albert Rivera y compañía.

En los últimos años, los partidos que podríamos llamar tradicionales o más acomodados han situado, terrorismo aparte, como principal peligro de desestabilización al “populismo”. En España se utilizó de manera indiscriminada, con poco rigor, sobre todo para estigmatizar a Podemos, una fuerza que nunca fue xenófoba ni antieuropeísta. Al contrario, fue una de las organizaciones más activas en defender la acogida a los refugiados y en la lucha contra las desigualdades. El verdadero “populismo” es el que excita los instintos básicos de la gente. Por ejemplo, la cuestión del crimen y el castigo. La verdad es que España tiene una de las tasas más altas de encarcelamiento de la Unión Europea y los tiempos de las condenas y su cumplimiento suelen triplicar la media de los otros países de la región. Por eso algunos catedráticos en Derecho Penal han calificado esta operación política como un “populismo penitenciario”.

Cuando se detiene a un malo que parece el retrato del mal, cuando se nos representa como un monstruo, es fácil conseguir un clamor para que se endurezca el castigo hasta el límite. Pero hay otro dato que a mí me parece monstruoso: aunque ha aumentado la sensibilidad respecto de los estudios anteriores, solo un 4,6% de los encuestados considera una preocupación principal la violencia machista. Y eso no lo arregla solo la política penitenciaria.

https://elpais.com/elpais/2018/02/07/eps/1518020811_577679.html

jueves, 25 de enero de 2018

_- Un siglo de Marcelino Camacho

Público.es

“Ni nos domaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar”


Estos días de enero Marcelino Camacho hubiera cumplido cien años. Un siglo de lucha, dignidad y compromiso, tres de las características definitorias de la trayectoria vital, sindical y política del sindicalista y militante comunista soriano. Conviene recordar especialmente en estos tiempos a figuras imprescindibles del movimiento obrero de nuestro país como Camacho, y la conmemoración de su centenario se antoja como una oportunidad de oro para reivindicar la vigencia de los valores que él defendió durante toda su vida. Desde aquí quiero aplaudir la iniciativa de su sindicato, CCOO, y sus partidos, el PCE e Izquierda Unida, de organizar diversos actos con motivo de la efeméride. La ocasión lo merece.

Cuatro notas biográficas: Marcelino Camacho fue un trabajador metalúrgico, hijo de ferroviario, comprometido desde muy joven con los valores de izquierdas. Luchó defendiendo a la República durante la Guerra Civil. Sufrió en los campos de concentración y en las cárceles franquistas. Organizó las Comisiones Obreras en la clandestinidad y fue su primer secretario general, cargo que desarrolló hasta 1987. También fue diputado por el PCE en las Cortes Generales en la legislatura constituyente y en la primera legislatura de la restauración democrática, hasta su dimisión a principios de 1981.

Cierto es que las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos y que el mantra del fin de las ideologías ha ido calando en amplios sectores de nuestra sociedad, pero para combatir determinados discursos es conveniente armarse de argumentos y reivindicar el legado de personas como Marcelino Camacho, estandarte de una generación que nos ha ido dejando pero cuyo recuerdo debe permanecer más vivo que nunca. Se dice que esto ya no va ni de izquierdas ni de derechas. Se insiste en que no hay clases sociales y se machaca a los jóvenes insistentemente con la idea de que el paraíso está en el consumo y el individualismo. Háztelo tú. Todo está en tu interior. Si quieres puedes. Los sindicatos están anticuados, ya no sirven. Los políticos son todos iguales…

Pero si algo ha demostrado la tozuda historia de la humanidad es que si las personas no nos agrupamos y organizamos para conseguir nuestros objetivos comunes las élites del poder siempre llevarán las de ganar. Y sabemos que van ganando aunque nosotros seamos más. Esto Marcelino Camacho y muchos militantes de su generación lo tuvieron meridianamente claro, y de ahí la importancia del movimiento obrero (y especialmente el PCE y CCOO) durante la larga noche del franquismo, algo que interesadamente poco a poco va desapareciendo de los libros de historia. Sin su lucha, sin su sacrificio y sin su trabajo muchas de las conquistas sociales de nuestro país nunca hubieran llegado. Porque, a pesar de lo que muchos creen, no llegaron gratis.

Y conviene tener presente que aún quedan muchas conquistas pendientes, máxime en tiempos de retroceso, corrupción y expolio. Conviene recordarlo ahora que empieza a calar cierto discurso desde la izquierda que reniega del papel del PCE o CCOO en la Transición. Sí, quizá las cosas se pudieron hacer mejor, de eso no hay duda, pero hoy jugamos con ventaja cuando decimos que se cedió demasiado en aquellos tiempos tan complicados y violentos, con una correlación de fuerzas extraordinariamente favorable a los sectores conservadores y herederos del régimen totalitario de Franco. No digo que se estén despreciando los años de cárcel, torturas, exilio y sufrimiento de personas como Marcelino Camacho, pero quienes nacimos ya en los ochenta o incluso más tarde tenemos la obligación de ponernos en el sitio de aquella generación heroica que se lo jugó todo por nosotros. Todo, también la libertad y la vida. ¿Cuántos hoy estaríamos dispuestos sinceramente a ello? Por eso creo que cuando hablamos hoy de presos políticos o exilio debemos ser muy cuidadosos, recordar a esta generación y huir de la frivolidad velozmente. Y no todo el mundo lo hace.

Hoy me pregunto qué pensaría Marcelino Camacho de la situación política que nos está tocando vivir. ¿Qué pensaría de todo lo que estamos perdiendo las clases populares en los últimos años? ¿Cómo reivindicaría la vigencia de sus ideales de juventud? ¿Qué pensaría de las victorias de las derechas y la falta de entendimiento de las izquierdas? ¿Qué papel jugaría en la construcción de Unidos Podemos y la unidad de la izquierda transformadora en las Españas? ¿Qué pensaría de Catalunya y de cómo cierta izquierda ha antepuesto la identidad nacional a la clase social, pactando incluso con la derecha? ¿Qué pensaría de Trump, del auge de la extrema derecha en Europa o del Brexit? Nunca lo sabremos, desgraciadamente. Y no seré yo quien aventure los supuestos pensamientos de alguien que ya no está entre nosotros.

Hoy debemos brindar todos por la memoria de Marcelino Camacho. Todos: sindicalistas de clase, comunistas y gentes de izquierdas en general los primeros, sí. Pero cualquier demócrata de convicción y corazón debe saber que tiene mucho que agradecer a aquella generación que Camacho representa como pocos. Porque aquellos valores que él defendía hoy tienen la máxima vigencia: la defensa de los derechos de la mayoría ante los injustos abusos de las élites del poder.
Miguel Guillén Burguillos es politólogo
Fuente: http://blogs.publico.es/otrasmiradas/12375/un-siglo-de-marcelino-camacho/

martes, 22 de septiembre de 2015

La cárcel, un tragapersonas improductivo. Una amplia investigación en Estados Unidos demuestra que la prisión no ayuda a reducir el delito

Realizado por la prestigiosa New York University, el informe Brennan fue presentado en Buenos Aires. Sostiene que la cárcel mantiene a 2,3 millones de personas tras las rejas (en EE.UU. el país con la tasa mundial más alta de personas encarceladas), a un costo de 80 mil millones de dólares anuales, y no ayuda a reducir el delito.


“Desde la década del 80, el encarcelamiento redujo su efecto en el control del delito. A partir del 2000, el impacto que tuvo el crecimiento de la encarcelación, en otras palabras, agregar gente a la cárcel, sobre la tasa de criminalidad fue esencialmente cero”. La conclusión surge de un riguroso estudio realizado por un equipo de investigadores de la prestigiosa Escuela de Leyes de la New York University sobre las cincuenta principales ciudades de Estados Unidos, en los 50 estados que componen el conglomerado del Norte. El informe cuenta con consenso entre demócratas y republicanos. “De hecho –remata el informe–, mientras que grandes estados como California, Michigan, Nueva Jersey, Nueva York y Texas reducen sus poblaciones carcelarias la tasa delictiva continúa en descenso”. El informe fue presentado en Buenos Aires ante la presencia, entre otros, de lobbistas y prácticos del manodurismo local.

El informe, titulado “What caused the crime decline?” (¿Qué causa la baja de la criminalidad?), y producido por el Brennan Center for Justice, de la afamada Escuela de Leyes de la NYU, investiga una serie de variables popularmente mencionadas como solución a las tasas de criminalidad: la incidencia del uso de drogas en los delitos, el despliegue masivo de uniformados, la baja en la edad de punibilidad de los adolescentes, la construcción de cárceles y el encierro de personas, entre otras. El resultado que comprueban los investigadores es que ninguna de esas variables tuvo efectos visibles sobre la baja de la tasa de criminalidad, y en algunos casos demostraron que el efecto era cero. Y lo que también los inquieta es que Estados Unidos invierte anualmente 80 mil millones de dólares en mantener el sistema carcelario.

Lo sorprendente del estudio no reside tanto en el descubrimiento de que la relación más cárcel-menos delito no es vinculante, sino en que se llegue a esa conclusión en el país que tiene la más alta tasa de encarcelamiento del mundo –alrededor de 500 presos por cada cien mil habitantes–, con 2,3 millones de personas alojadas tras las rejas, lo que representa la cuarta parte del total de presos de todo el mundo. “Desde los años ‘70 –señala el informe Brennan–, el encarcelamiento en EE.UU. creció constante y dramáticamente. Las políticas de justicia criminal decretaron durante el pico de la Guerra contra las Drogas en los ‘80 y ‘90 la expansión de la encarcelación como respuesta al crecimiento del crimen y el miedo que desataba. Esto incluye mínimos más altos en las penas, el cumplimiento de la pena, las leyes del ‘tres detenciones y fuera’ (la tercera detención por el motivo que fuera provoca una condena definitiva, también llamada tolerancia cero), aporte de fondos federales para la construcción de cárceles”, entre otros.

El estudio del Brennan Center analiza la tasa de criminalidad desde 1990 hasta 2013, y la compara con el delito violento (DV) (homicidio, violación, robo, asalto agravado), el delito a la propiedad (DP) (robo en vivienda, hurto, robo de vehículos), y el encarcelamiento. Y determina que en ese período el DV se redujo en un 50 por ciento, el DP, en 46, y el encarcelamiento creció el 61 por ciento. Al analizar la década ‘90-’99, los autores –Lauren-Brooke Eisen, Julia Bowling y Oliver Roeder– determinaron que el DV se había reducido 28 por ciento; el DP, 46; y la carcelación creció esos años el 61 por ciento. “Lo más sorprendente –citan los autores– es que la tendencia no muestra una relación coherente. Especialmente a partir del 2000, el crimen continúa cayendo (en la misma proporción) mientras que el encarcelamiento creció muy lentamente (uno por ciento)”.

Bajó el delito pero no motivado por el encarcelamiento, que no tuvo modificación. Para los autores éste fue un indicio de que la relación directa, más prisión-menos delito, es al menos poco efectiva para explicar el descenso de la criminalidad.

Los investigadores afinaron la búsqueda analizando los efectos de otras 12 variables con posible impacto en la reducción de la tasa delictiva, entre 2000 y 2013:

En el área de políticas de justicia criminal:
- Incremento de la encarcelación: no tuvo efecto en el descenso del DV.
- Tampoco la pena de muerte.
- El aumento masivo del número de policías no tuvo incidencia.
- Tampoco tuvo incidencia la promulgación de leyes sobre portación de armas.

Entre los factores económicos:
- No encontraron evidencias de que el desempleo tuviera efectos.
- El crecimiento de los ingresos tuvo una repercusión de entre 5 y 10 por ciento.

Y entre los factores sociales y ambientales:
- La baja en el consumo de alcohol tuvo un efecto en la caída del crimen entre 5 y 10 por ciento.
- El envejecimiento de la población no tuvo evidencias de efecto.
- Y la baja en el consumo de crack tampoco tuvo efectos.

Entre las evidencias que los investigadores encontraron como más efectivas (entre un 5 y un 15 por ciento) en la caída del delito aparece el modo en que es utilizada eficientemente la policía.

Policías y cadalso
Otra de las bases del relato de la inseguridad que se puso en discusión en Estados Unidos fue la contratación y despliegue masivo de fuerzas policiales como medida para combatir la delincuencia. El estudio realizado por Brooke Eisen, Bowling y Roeder, avanza sobre el punto y propone que la contratación masiva es ineficaz. “Este informe encuentra que el aumento en la cantidad de oficiales de policía tuvo un modesto efecto descendente en el delito en los 90, de entre 0 y 10 por ciento”, dice, y agrega que el efecto empezó a ser “insignificante en los 2000”.

Por otro lado determinaron que la relación entre la aplicación de la pena de muerte y la reducción del delito es tan débil que es comparable a cero.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/deportes/8-282066-2015-09-20.html

miércoles, 20 de mayo de 2015

EE UU deja atrás la era de la ley y el orden ("irracional") en la lucha contra el crimen. Baltimore acelera el debate sobre la represión policial y el sistema carcelario. Todo el montaje de la llamada "tolerancia cero", se viene abajo al estudiar en la práctica sus consecuencias; cárceles llenas con un coste que duplica al dedicado a educación en California, por ejemplo.

Eran otros tiempos: los del crimen rampante en las calles de Estados Unidos, la epidemia del crack que devastaba los barrios negros y pobres y las políticas de tolerancia cero, que permitían a la policía detener a un ciudadano por infracciones mínimas y a un juez imponer a pequeños traficantes de drogas sentencias de cinco, diez o más años de prisión.

El crimen bajó. Las prisiones se llenaron. Y las políticas de mano dura están ahora bajo revisión. Los casos de abusos policiales y los disturbios en Ferguson, el verano pasado, y Baltimore hace unos días aceleran el debate. La prioridad ya no es la lucha contra el crimen, sino reducir la población carcelaria, que se ha cuadruplicado en los últimos 35 años, y redefinir los métodos policiales: de la represión a la cooperación; de la policía como “ejército de ocupación”, según la definición del sociólogo Orlando Patterson, al ideal de la policía comunitaria, que coopera con los vecinos y les protege. Más bobbies que antidisturbios.

Existe una coalición transversal, de demócratas y republicanos, en favor del cambio. Habría resultado extraño escuchar hace unos años a un aspirante del Partido Republicano a la Casa Blanca lamentando que las prisiones de EE UU estén “llenas de hombres y mujeres negros y morenos que cumplen sentencias demasiado largas y duras por errores no violentos de juventud”. Son palabras de Rand Paul, senador por Kentucky y candidato republicano. Estados conservadores como Texas han iniciado un esfuerzo por vaciar las prisiones. Las prisiones cuestan millones a los contribuyentes y la eficacia a la hora de rehabilitar a los internos está en duda.

También cambian los demócratas, ideológicamente reticentes a las políticas de ley y orden pero obligados a demostrar que no eran blandos y que podían garantizar la seguridad pública tan bien o mejor que los republicanos. Bill Clinton, presidente en los noventa, era uno de ellos. Su centrismo no era sólo económico: tenía que ver con la lucha contra el crimen. La semana pasada, su esposa y candidata demócrata a la Casa Blanca, Hillary Clinton, pronunció un discurso en el que se distanció y abogó por “terminar con la era del encarcelamiento masivo”.

Esa era de encarcelamiento masivo comenzó a finales de los sesenta, cuando la segregación quedó fuera de la ley. Las convulsiones sociales de la época alarmaban a la mayoría blanca y conservadora. Películas como Harry el sucio, de Clint Eastwood, reflejan el ambiente. Los legisladores reforzaron las penas por crímenes no violentos y establecieron cadenas perpetuas para reincidentes. Washington lanzó la guerra contra las drogas.

EE UU tiene el 5% de la población mundial pero el 25% de la población carcelaria. De los 2,3 millones de personas en prisión, un millón son negros: cerca del 40% para una minoría que representa el 13% de la población. Y son negras el 30% de víctimas de disparos de la policía.

Ferguson y Baltimore descubren la herida de la marginación y la represión, seis años después de que el primer presidente negro, Barack Obama, llegase a la Casa Blanca. Pero sitúan en el centro del debate unos problemas ignorados. La era de la ley y el orden, en la que los políticos competían por quién endurecía más las penas y quién contrataba a más policías, toca a su fin.
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/05/04/actualidad/1430773942_874432.html