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jueves, 1 de octubre de 2020

_- La muchacha del siglo pasado. Rossana Rossanda ejemplificó en el periodismo, el ensayismo y el activismo el compromiso político e intelectual con una militancia comunista laica y heterodoxa

_- Ha muerto Rossana Rossanda (RR), “la muchacha del siglo pasado”, como se definía a sí misma en sus memorias, publicadas en el año 2007. Con 96 años, desaparece otro testigo de la historia completa del siglo XX, con la peculiaridad, difícil de encontrar en otros testigos, de pertenecer a la misma seña de identidad política durante toda su vida: RR fue una comunista laica, heterodoxa, militase donde militase, que desarrolló su actividad política como periodista y como escritora dentro de la tradición intelectualmente más brillante de esa familia ideológica: el comunismo italiano, el de Gramsci, Togliatti, Ingrao y Berlinguer, entre otros.

En sus textos y en su práctica pública se encuentra muy nítidamente lo que entiende por militar: “No se puede ser comunista de paso”; “para ser comunista no hace falta carné”; fuera del “partido” (el “partido” siempre es el PCI) hay salvación y se puede realizar una acción eficaz para transformar el mundo, etcétera. Para la izquierda heterodoxa europea (a la izquierda de los partidos comunistas), RR ha sido un mito, análogo en parte a lo que supuso Pasionaria para el comunismo oficial. Sin embargo, ella se alejó cuanto pudo de esa versión de mujer-comunista-símbolo: “De vez en cuando alguien me para amablemente: ‘¡Usted ha sido un mito!’ Ahora bien, ¿quién quiere ser un mito? Yo no. Los mitos son una proyección ajena con la que no tengo nada que ver. Me desazona. No estoy honrosamente clavada en una lápida fuera del mundo y del tiempo. Sigo metida tanto en el uno como en el otro”. Hasta ahora.

RR comenzó a luchar en la resistencia partisana a los nazis antes de acabar la Segunda Guerra Mundial. Se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI), en el que militó hasta finales de la década de los sesenta, tras alejarse primero de su línea ideológica (frialdad ante los movimientos estudiantiles de Mayo del 68 y no condena de la invasión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varsovia en agosto de aquel año) y luego ser expulsada.

A partir de ese momento, y con un brillante grupo de dirigentes e intelectuales comunistas (Valentino Parlato, Luigi Pintor, Luciana Castellina, Lucio Magri…), fundan Il Manifesto, al mismo tiempo un periódico y un instrumento muy cercano a un partido político.

Con Il Manifesto participarán en la miriada de formaciones extraparlamentarias y a la izquierda del PCI, con quien RR logró ser diputada. A través de este artefacto, mitad medio de comunicación, mitad estructura organizativa política, RR y sus compañeros han estado constantemente presentes en el último medio siglo de vida pública, dando su versión sobre cualquier acontecimiento político, económico y social significativo. Siempre con extremas dificultades económicas y en medio de esos constantes alejamientos y escisiones que forman parte de la historia de la “izquierda coherente”, como se han calificado a veces.

En el prólogo a las memorias de RR (La muchacha del siglo pasado, Foca Editorial), Mario Troti, otro intelectual de la izquierda italiana, escribe nostálgico que esos folios son el relato de un gran amor malogrado entre Rossana y el PCI. En efecto, circula por todo el libro un aura de dolorosa desproporción entre lo que se es y lo que se hace, entre la teoría y lo conseguido, y describe cómo el amor entre la autora ahora fallecida y el PCI atraviesa todas las fases: el estado naciente de enamoramiento, los primeros contactos llenos de entusiasmo, las primeras incomprensiones que consolidan una relación, la ilusión de la identificación, el descubrimiento de lo distinto en el otro, las desconfianzas recíprocas, el ahondarse en las diferencias hasta la conciencia de la incompatibilidad y la dolorosa solución de la separación.

Por los bosques de El Escorial camina a principios de siglo un pequeño grupo de gente entre la que están RR, su compañero K. S. Karol, y sus alumnos. Han acudido a participar en un curso de verano contando su experiencia sobre el ejercicio de la política y el periodismo. Rossana trabaja en Il Manifesto, y Karol escribe y editorializa en Le Nouvel Observateur, y también ha escrito unas memorias extraordinarias (La nieve roja, Alianza). Ambos son colaboradores habituales de EL PAÍS. RR, pelo blanco, ya mayor, una mirada firme, recuerda sus encuentros y encontronazos con Jorge Semprún, camarada Federico Sánchez, y cavila sobre lo que luego será el objeto de sus memorias: las vicisitudes del comunismo y de los comunistas del siglo XX. Han terminado tan mal que es imposible no plantearse qué significaba ser comunista en el año 1943, y qué significa hoy. “Después de más de medio siglo atravesando corrientes, tropezando y retomando de nuevo mi carrera con algunos moratones de más, a la memoria le entra el reuma. No la he cultivado, conozco su indulgencia y sus trampas. También las que consisten en darle una forma. Pero memoria y forma son a su vez un hecho en medio de los hechos”.

Rossana dice a sus interlocutores: “No estoy libre de dudas”.

jueves, 25 de enero de 2018

_- Un siglo de Marcelino Camacho

Público.es

“Ni nos domaron, ni nos doblegaron, ni nos van a domesticar”


Estos días de enero Marcelino Camacho hubiera cumplido cien años. Un siglo de lucha, dignidad y compromiso, tres de las características definitorias de la trayectoria vital, sindical y política del sindicalista y militante comunista soriano. Conviene recordar especialmente en estos tiempos a figuras imprescindibles del movimiento obrero de nuestro país como Camacho, y la conmemoración de su centenario se antoja como una oportunidad de oro para reivindicar la vigencia de los valores que él defendió durante toda su vida. Desde aquí quiero aplaudir la iniciativa de su sindicato, CCOO, y sus partidos, el PCE e Izquierda Unida, de organizar diversos actos con motivo de la efeméride. La ocasión lo merece.

Cuatro notas biográficas: Marcelino Camacho fue un trabajador metalúrgico, hijo de ferroviario, comprometido desde muy joven con los valores de izquierdas. Luchó defendiendo a la República durante la Guerra Civil. Sufrió en los campos de concentración y en las cárceles franquistas. Organizó las Comisiones Obreras en la clandestinidad y fue su primer secretario general, cargo que desarrolló hasta 1987. También fue diputado por el PCE en las Cortes Generales en la legislatura constituyente y en la primera legislatura de la restauración democrática, hasta su dimisión a principios de 1981.

Cierto es que las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos y que el mantra del fin de las ideologías ha ido calando en amplios sectores de nuestra sociedad, pero para combatir determinados discursos es conveniente armarse de argumentos y reivindicar el legado de personas como Marcelino Camacho, estandarte de una generación que nos ha ido dejando pero cuyo recuerdo debe permanecer más vivo que nunca. Se dice que esto ya no va ni de izquierdas ni de derechas. Se insiste en que no hay clases sociales y se machaca a los jóvenes insistentemente con la idea de que el paraíso está en el consumo y el individualismo. Háztelo tú. Todo está en tu interior. Si quieres puedes. Los sindicatos están anticuados, ya no sirven. Los políticos son todos iguales…

Pero si algo ha demostrado la tozuda historia de la humanidad es que si las personas no nos agrupamos y organizamos para conseguir nuestros objetivos comunes las élites del poder siempre llevarán las de ganar. Y sabemos que van ganando aunque nosotros seamos más. Esto Marcelino Camacho y muchos militantes de su generación lo tuvieron meridianamente claro, y de ahí la importancia del movimiento obrero (y especialmente el PCE y CCOO) durante la larga noche del franquismo, algo que interesadamente poco a poco va desapareciendo de los libros de historia. Sin su lucha, sin su sacrificio y sin su trabajo muchas de las conquistas sociales de nuestro país nunca hubieran llegado. Porque, a pesar de lo que muchos creen, no llegaron gratis.

Y conviene tener presente que aún quedan muchas conquistas pendientes, máxime en tiempos de retroceso, corrupción y expolio. Conviene recordarlo ahora que empieza a calar cierto discurso desde la izquierda que reniega del papel del PCE o CCOO en la Transición. Sí, quizá las cosas se pudieron hacer mejor, de eso no hay duda, pero hoy jugamos con ventaja cuando decimos que se cedió demasiado en aquellos tiempos tan complicados y violentos, con una correlación de fuerzas extraordinariamente favorable a los sectores conservadores y herederos del régimen totalitario de Franco. No digo que se estén despreciando los años de cárcel, torturas, exilio y sufrimiento de personas como Marcelino Camacho, pero quienes nacimos ya en los ochenta o incluso más tarde tenemos la obligación de ponernos en el sitio de aquella generación heroica que se lo jugó todo por nosotros. Todo, también la libertad y la vida. ¿Cuántos hoy estaríamos dispuestos sinceramente a ello? Por eso creo que cuando hablamos hoy de presos políticos o exilio debemos ser muy cuidadosos, recordar a esta generación y huir de la frivolidad velozmente. Y no todo el mundo lo hace.

Hoy me pregunto qué pensaría Marcelino Camacho de la situación política que nos está tocando vivir. ¿Qué pensaría de todo lo que estamos perdiendo las clases populares en los últimos años? ¿Cómo reivindicaría la vigencia de sus ideales de juventud? ¿Qué pensaría de las victorias de las derechas y la falta de entendimiento de las izquierdas? ¿Qué papel jugaría en la construcción de Unidos Podemos y la unidad de la izquierda transformadora en las Españas? ¿Qué pensaría de Catalunya y de cómo cierta izquierda ha antepuesto la identidad nacional a la clase social, pactando incluso con la derecha? ¿Qué pensaría de Trump, del auge de la extrema derecha en Europa o del Brexit? Nunca lo sabremos, desgraciadamente. Y no seré yo quien aventure los supuestos pensamientos de alguien que ya no está entre nosotros.

Hoy debemos brindar todos por la memoria de Marcelino Camacho. Todos: sindicalistas de clase, comunistas y gentes de izquierdas en general los primeros, sí. Pero cualquier demócrata de convicción y corazón debe saber que tiene mucho que agradecer a aquella generación que Camacho representa como pocos. Porque aquellos valores que él defendía hoy tienen la máxima vigencia: la defensa de los derechos de la mayoría ante los injustos abusos de las élites del poder.
Miguel Guillén Burguillos es politólogo
Fuente: http://blogs.publico.es/otrasmiradas/12375/un-siglo-de-marcelino-camacho/

viernes, 21 de octubre de 2016

Entrevista a Mia Couto, escritor mozambiqueño, blanco y luchador por la independencia. “Entré al Frelimo porque precisaban la poesía”

Página 12

Sus libros fueron traducidos a 20 idiomas y ha sido premiado en Brasil, Portugal y Estados Unidos. Era un blanco de 17 años cuando ingresó a la guerrilla independentista de su país.


Tranquilo, pausado, reflexivo. Así responde Mia Couto, escritor mozambiqueño y una de las personalidades más reconocidas de África en el mundo. Sus libros, escritos en el portugués que se habla en las calles de Mozambique, fueron traducidos a 20 idiomas y premiados en Brasil, Portugal y Estados Unidos. Antes de volcarse a la literatura, luchó por la independencia de su país junto al Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo) y ejerció el periodismo. En sus poemas, cuentos y novelas mezcla el universo tribal africano, los estragos de la guerra y el cuestionamiento a las convenciones culturales heredadas de la colonia. En diálogo con Página/12, Couto expone sus recuerdos de la infancia, los mundos que lo formaron y los retos de una joven nación que busca su rumbo mientras se enfrenta a fantasmas conocidos que aún la siguen acosando.

–¿Qué significa Mozambique para usted? 
 –Mozambique es una mezcla de algo que ya es y una cosa que va a ser, de algo antiguo con un proyecto. Nació hace cuarenta años como una nación única, olvidando que existían otras naciones. Dentro de su territorio había pueblos que tenían sus propias lenguas y sus propias historias. Mozambique es ya un Estado, pero busca crear una nación alrededor de esas naciones.

–La convivencia entre blancos y negros ha sido históricamente traumática en el África austral.
 ¿Cómo es haber nacido y crecido en Mozambique como un hombre blanco?
 –Por mucho tiempo estuve distraído, me había olvidado de mi propia raza, que es un privilegio. La colonización portuguesa también fue racista y violenta, a pesar de tener una historia diferente a la de los otros colonialismos. Pero nací en un tiempo en que el gobierno de Portugal buscó esconder esta discriminación creando una camada que se conoció como los asimilados, africanos considerados portugueses de piel negra. La sociedad colonial dependía de la propia supervivencia y ellos eran pensados como un tapón para la revuelta que ya estaba presente. Además servían como gestores de la maquinaria colonial. Portugal tenía un imperio grande pero era un país pequeño y pobre. Era casi un colonizador periférico. La presencia de esos asimilados estaba en los lugares donde nací y donde crecí, estuve en contacto con ellos. De chico aprendí una lengua africana y conseguí colocar un pie en un mundo y un pie en otro, sin ninguna dificultad en particular. Pero no era así de común para los hijos de los colonos. África estaba apartada, era una cosa oscura, salvaje, aunque nunca hubo una política oficial de separación como fue el apartheid. Otra cuestión diferente era la tierra. En Zimbabue, Sudáfrica y Namibia el apartheid no era sólo un tema de razas, sino también de tierras. Por lo tanto los negros fueron arrancados de sus lugares para concentrarlos en los llamados bantustanes. Eso nunca ocurrió en las colonias portuguesas, donde los conflictos raciales parecían suavizados, si bien las buenas tierras estaban en manos de los blancos, pero no separadas de esa forma, geográficamente, con la expulsión de los negros a otros lugares.

–Usted militó en el Frelimo.
¿Cómo fue aceptado un hijo de colonos portugueses en un movimiento liderado por negros que luchaban por la independencia?
 –Tenía diecisiete años cuando me uní al Frelimo. Era una cosa clandestina, subterránea. Recuerdo que fui a un encuentro en los suburbios, de noche, algo que hoy no podría volver a hacer, aunque en mi memoria siempre estoy volviendo a ese lugar. Era una casa sin luces, con cuarenta personas. Yo era el único blanco. En la mesa, donde había una suerte de jurado, se decidía quién podía ser aceptado como integrante. Aquellos hombres contaban sus historias, era como una prueba, una narración de su sufrimiento, una cosa medio cristiana. Vi ese desfile de hombres que había sufrido el hambre, el frío, la prisión y la tortura. Y yo no había padecido nada, era un privilegiado. Pensaba decir que había sufrido porque vi sufrir a los demás. Pero fui el último en ser presentado y no logré decir nada. Uno de los hombres en la mesa me preguntó si yo era el joven que escribía poemas en el diario. Me dejaron entrar porque decían que precisaban de la poesía. Nunca sentí en esos tiempos de militancia alguna cosa que me separara de los negros o que les generase desconfianza. Después me di cuenta de que si hubiese querido combatir con un arma en la mano, como en una guerrilla, no habría sido aceptado. Dentro del Frelimo había una línea no racial, pero también otra de definición racial, que sostenía que no se podía confiar en los blancos al punto de darles un arma, porque eso los obligaría a enfrentarse con los blancos que luchaban del otro lado. Y en el momento que eso ocurriera no se sabría qué consecuencias tendría.

–La cuestión racial pesaba más que la ideológica.
 –Era un discurso falso. También se decía que los blancos no podían estar en la lucha armada porque si morían serían presentados por los portugueses como rusos, lo que probaría que el movimiento era conducido por la Unión Soviética. Había tensiones entre las distintas líneas dentro del Frelimo, donde estaban aquellos que ponían la cuestión racial sobre lo ideológico. Hoy en día la cuestión racial tiene un peso mucho menor en Mozambique que en Sudáfrica o Zimbabue.

–En su libro Tierra sonámbula está presente la guerra civil, que comenzó en 1977 y terminó en 1992, con consecuencias devastadoras para su país.
¿Escribir esa novela era una forma de exorcizar lo vivido o de denunciar lo ocurrido en ese enfrentamiento? 
 –Exorcizar. Fue el único libro que sufrí al escribirlo. Escribo porque me gusta. Tuve colegas y amigos que murieron de manera terrible. No era el caso de personas que murieron por una bala. Murieron dentro de autos que fueron incendiados. Durante un tiempo pensé que no era posible escribir un libro sobre la guerra, salvo cuando la guerra terminase, porque no tenía la fuerza para hacerlo. Después me di cuenta de que era una cuestión de supervivencia. Sentí que mis muertos me pedían que escribiera sobre lo ocurrido, para poder respirar y sobrevivir. De noche recordaba y quería parar de escribir, casi que rezaba para no recibir más inspiración.

–¿Qué recuerda de esa guerra?
 –Fue una guerra muy larga. Salíamos de casa todos los días, sin saber si tendríamos para dar de comer a nuestros hijos. Encontrábamos una fila pero no sabíamos qué se distribuía. Como no podíamos estar toda la mañana, dejábamos una canasta con una piedra encima. Ibamos a trabajar, volvíamos, y la piedra estaba en el mismo lugar. Respetaban el lugar, respetaban al otro. Eso nos daba algo de esperanza. Si esto dura una semana o un mes, ya es mucho. Pero fueron años así.

–¿Los portugueses ya habían dejado Mozambique?
 –Ya se habían ido casi todos en los primeros años. Mozambique tenía casi 250 mil portugueses. No eran tantos como en Angola, pero permanecieron entre 20 y 25 mil. Al ser una salida precipitada, y como ellos dominaban la economía y el Estado, fue un problema. A los 20 años dirigí el diario del gobierno, algo que no podía hacer bien. El futuro de toda una generación fue sacrificado. Muchos amigos míos, negros, blancos y mestizos, dejaron de estudiar para ejercer cargos de dirección. Fue un momento muy bonito porque los mozambiqueños se encontraron. En los primeros años era una cosa épica, íbamos a construir un país, un futuro, como si fuese posible cambiar el mundo entero. Había un proyecto político e ideológico bien claro, con muchos errores, que ahora son más fáciles de ver, pero con mucha exaltación.

–Nadine Gordimer y J. M Coetzee, por ejemplo, trataron en muchos de sus libros la realidad sudafricana durante el apartheid.
¿Cree que los escritores africanos se sienten obligados a exponer temas sociales ante la falta de instituciones fuertes o de poderes que fueron monopolizados durante un largo tiempo por pequeños grupos? 
 –Los escritores africanos asumieron muchos rótulos. Primero por una razón de orden político, porque se esperaba que asumieran ese papel de denuncia, de afirmación de un continente que fue negado, de una cultura y de una raza que fueron negadas. Después fue un rol más étnico, más exótico. Se esperaba que los africanos trataran temas como la magia y la relación con la naturaleza, como si lo africanos estuviesen más cerca de la naturaleza que de la cultura o la humanidad. Eso creó un círculo, porque sabían que en Europa se los publicaría si daban cuenta de esa autenticidad. No eran auténticos africanos si no hablaban de determinadas cuestiones. Infelizmente, la literatura africana depende de la valoración de las ex capitales coloniales, como Lisboa para la lengua portuguesa o Londres para la lengua inglesa. Si la escritura africana pasa la prueba, entra en el mercado. Ahora estamos en una época más feliz, porque los escritores más jóvenes están rompiendo con eso que se espera que ellos hagan. No están tan preocupados por reafirmar su africanidad. Ella aparece naturalmente.

–El portugués es el idioma oficial de Mozambique, pero no es la lengua materna de la mayoría de los mozambiqueños.
¿Esta realidad condicionó la recepción de su obra?
 –De alguna manera sí. Pero también hay que tener en cuenta que existen 25 lenguas en el país y que muchas no se comunican unas con otras. Si escribiese en otra lengua debería enfrentar el problema de la traducción. Lo que pasa ahora es que el propio portugués de Mozambique está cambiando, se está africanizando y está siendo apropiado. Por otro lado, cada vez más mozambiqueños están tomando el portugués como lengua materna. En ciudades como Maputo, casi la mitad habla el portugués. Cuando los portugueses se fueron con la independencia, había un 90 por ciento de analfabetismo, y en Maputo, donde se concentraba la mayoría, el portugués era la lengua materna del uno o del dos por ciento de la población. Está cuestión de trabajar el portugués como una lengua propia de la nación mozambiqueña fue cosa de la independencia. El recuerdo de los mozambiqueños no debe ser el mejor: los portugueses destruyeron casi todo cuando partieron de Mozambique. Mucha de la infraestructura fue destruida como forma de venganza. Pero no tanto en Mozambique como en Angola, porque en Mozambique casi no había infraestructura. Era una economía de servicio, no había producción propia.

–La comunidad de países lusófonos es pequeña.
¿Qué papel juegan Brasil y Portugal en el imaginario mozambiqueño?
 –La situación es muy distinta en Cabo Verde, Santo Tomé, Guinea Bissau o Angola. En Angola, la mayoría de la población habla el portugués como lengua materna. Más de la mitad de la población vive en Luanda, la capital. Es una situación de concentración extrañísima. Luanda es como un país aparte, con sus propias características lingüísticas. En Mozambique hay relaciones de distinto tipo. Los vínculos literarios están más cerca de Brasil. Mi generación, y la anterior y la posterior, conocieron Brasil a través de Jorge Amado, Graciliano Ramos y todos esos nombres. No es algo menor. Brasil era lo que nosotros queríamos ser, porque ya había retirado a Portugal de su lengua. La lengua era portuguesa pero logró afirmarse con una identidad propia. En el caso de Jorge Amado era la presencia del negro, de las comidas, del baile, de los dioses. Era como si estuviese escribiendo dentro de Mozambique. Su literatura era catártica. Portugal sigue teniendo un gran peso en el fútbol. Todos tienen un equipo en Portugal como si fuera propio. Ahora ya comenzó a cambiar con el Barcelona y el Real Madrid. La relación culinaria también es muy fuerte entre los pequeños grupos de elite de urbanos asimilados.

–¿Cuándo dejó de ser António Emílio y pasó a ser Mia?
 –Cuando tenía dos años, según mis padres, pensaba que era un gato. De chico vivía en una casa colonial típica y siempre llegaban gatos al balcón. Mi madre les daba de comer y yo comía con ellos. Entonces quería ser llamado Mia y quedó. Mis padres validaron esa elección, porque vieron en eso algo gracioso y entendieron que yo tenía derecho a encontrar un nombre para mí.

–Usted afirmó haber sido influenciado por el realismo mágico latinoamericano.
¿Se le ocurre algún paralelismo entre África y América latina?
 –Hay un enfrentamiento entre aquellos que quieren construir en África y en América latina una Europa tropical, a partir de un centro que serían las potencias coloniales, y una resistencia del lado de las culturas y los pueblos indígenas. La efervescencia de ese conflicto tuvo algo que para mí fue muy productivo, porque ahora existe un enfrentamiento entre lógicas, entre universos íntimos, cósmicos, entre religiosidades diversas. Esa vitalidad llegó a la literatura y golpeó la puerta de los escritores, que en determinado momento pensaban que el modelo europeo era el único para hacer literatura. Escritores como Juan Rulfo, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez abrieron las puertas a esas voces, a la oralidad, a esa otra vitalidad que estaba presente. Lo mismo ocurrió en África, donde hubo cierta aceptación de esa diversidad. Pero me opongo a ese rótulo de realismo mágico porque toda realidad es mágica. Muchos escritores americanos y europeos trabajan el mismo campo, se permiten cuestionar la realidad. Creo que fue algo que se precisó caracterizar para poder ser comprendido.

–Entre los pueblos africanos el relato oral está mucho más extendido que el relato escrito.
¿Incorpora esta tradición al momento de escribir sus novelas?
 –Desde chico que estoy acostumbrado a escuchar mientras leo. Cuando me apasiono con un texto tengo dificultad para leer, porque me veo obligado a volver a las páginas, una y otra vez. Se abre una ventana para las voces contenidas. Lo mismo me pasa con la poesía, que es más permisiva, que autoriza este tipo de escuchas. No es que la oralidad sobrevive en Mozambique, sino que es dominante. Es la que crea lazos de entendimiento, la que cohesiona a la sociedad. De la misma forma que García Márquez describió Colombia, los escritores mozambiqueños reciben de la oralidad toda esa inspiración. Algunos tienen más presente que otros la oralidad de esa sociedad rural. En mi casa también era dominante, porque soy hijo de inmigrantes y mis padres siempre contaban historias. Vivíamos solos, no conocíamos a nuestros abuelos.

–¿Cree que a través de su obra literaria ha logrado mostrar o crear una identidad mozambiqueña?
 –No necesariamente un escritor trabaja en reflexionar o crear, sobre todo porque Mozambique está lleno de interdicciones en la memoria. Hay olvidos que son provocados. Si uno viajaba a Mozambique después de terminada la guerra, en 1992, nadie hablaba del asunto, era como si nunca hubiese ocurrido. Era un tiempo prohibido. Nadie quería recordar eso, así como tampoco la guerra colonial ni la esclavitud. En el ejército portugués la mayoría de los soldados eran mozambiqueños negros, cerca de 60 mil. Cuando terminó la guerra de independencia nadie quería pensar en eso, porque esas familias tenían redes enormes y querían evitar una situación de conflicto. Ahí la literatura cumple un papel, porque invita a rescatar ese tiempo de una manera que no culpabiliza, y transforma ese sentimiento de amnesia, de rechazo, en una visita que ayuda a re humanizar al otro. A construir un país.

–¿El periodismo fue más un compromiso militante?
 –Me mandaban a hacerlo. En ese momento interrumpí mis estudios de medicina. Soñaba con ser psiquiatra. En segundo año, cuando me uní al Frelimo, me necesitaban como periodista. Incluso en tiempos de dictadura fui infiltrado dentro del diario. Me gustó mucho trabajar como periodista. Mi padre también lo había sido. Cuando hacía reportajes o entrevistas era muy feliz. Pero después me convertí rápidamente en director del diario, lo que fue una tragedia. Además en 1985, aproximadamente, me di cuenta de que había un divorcio entre la narrativa política y la propuesta política. Me decepcioné un poco de la que era mi propia causa. Todavía siendo militante me fui del diario.

–¿Sigue identificado con el Frelimo?
 –En cierto momento, cuando uno es miembro de un partido, ve el mundo de una forma poco crítica. Uno cree que está siempre del lado correcto de la historia. Me parece que la realidad es mucho más compleja que la realidad mágica detrás de una fuerza política. Entonces decidí ser simplemente una persona y no un militante.

–¿Se lo perdonan en el Frelimo?
 –El Frelimo a veces piensa que aún soy parte de él. Tengo una exposición pública, es decir, me presento en conferencias, colaboro con diarios, tengo actividad en universidades. Y tengo también una posición política. Pero no ataco a personas. Lo que quiero es cuestionar ideas, tendencias, comportamientos. No me consideran peligroso. Mozambique ha pasado de ser una colonia a un país soberano. Ha atravesado una guerra civil y ha logrado rencauzar su economía.

–¿Cuáles son los desafíos más urgentes que enfrenta hoy en día?
 –En primer lugar, la paz. La guerra recomenzó a escala reducida. Los mismos bandos de la guerra civil están luchando ahora mismo. La Renamo (Resistencia Nacional Mozambiqueña, opositora al Frelimo) está atacando desde hace unos meses autos, escuelas, hospitales, matando personas, tal como en la guerra civil. Comenzaron nuevamente las conversaciones de paz. La Renamo quiere gobernar en las partes de Mozambique donde obtuvo más votos. Mozambique fue un caso ejemplar. Fuimos capaces de construir una paz verdadera, de reconciliarnos, después de aquel trauma que duró dieciséis años. Y de repente tenemos la guerra a las puertas de casa. Esa es la urgencia principal, porque tiene consecuencias en la ciudadanía, en nuestra esperanza y en la economía, porque nadie invierte en un país en guerra.

–¿Es optimista respecto a África? 
 –Soy un pesimista con esperanza. Ahora con esta gran crisis del capitalismo financiero, las cuestiones de orden tribal, los conflictos fronterizos, la desigualdad social profunda que casi todos los países tienen, van a tornarse dominantes en un momento en que África comenzaba a encaminarse. Países con una buena economía, que estaban tratando de reintegrarse, que tenían una buena asistencia social, con servicios de salud y educación creados por primera vez con seriedad, van a atravesar una crisis. África estaba intentando salir de su herencia colonial. No se vienen tiempos felices.

Fuente original: http://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-311947-2016-10-17.html

miércoles, 24 de junio de 2015

El regreso del activismo militante

Pepe Gutiérrez-Álvarez

A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo –se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de “grupos sectarios”…

La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.

Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".

Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.
La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.

Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la “revolución de los claveles”, así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo “por las buenas”, mediante las mayorías legales y la negociación.

Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los “reformistas” del “antiguo régimen”. Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.

Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como “modernidad”, desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha “modernidad” en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.

Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de “profesional” al “activista”- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los “principios” del 15-M era aquella de “!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡”.

Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como “mano de obra barata” para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La “profesionalidad” de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de “servir al pueblo”. La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.

Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que “no les fallaría”. Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA. Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que “se la jugaron” entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron “la alegría de la lucha”. Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la “profesionalización”. Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del “modelo activista”, es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del “fin de la historia”.

Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.

Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.

Estamos asistiendo a muchas cosas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos “clásico”, al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.

Notas
1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)
2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo.
En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán –que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.