Miguel Muñiz
Prólogo del libro de Eduard Rodriguez Farré y Salvador López Arnal,
Crítica de la (sin)razón nuclear. Fukushima, un Chernóbil a cámara lenta,
Vilassar de Mar (Barcelona), El Viejo Topo, 2018.
En 2008 se publicó
Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente.
Un libro escrito desde el compromiso y el rigor científico, que eludía los falsos debates "económicos" y mostraba la realidad de la energía nuclear: una tecnología prepotente, que enmascaraba su fracaso con una peligrosa huida hacia delante. La obra abordaba cuestiones éticas, abría nuevas perspectivas y marcaba las claves del momento. Los autores de aquél libro son los mismos que los de éste que ahora tiene en sus manos.
La memoria es necesaria.
Leer "Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente" supuso una bocanada de aire fresco en un ambiente enrarecido por la presión del "renacimiento nuclear". Entender la importancia de aquella obra, y por lo tanto de ésta, supone un breve recorrido histórico.
El "renacimiento nuclear" comenzó en 2001. Cuando la industria consideró desvanecido el recuerdo de Chernóbil, constató que hacía años que no se construían reactores, y valoró que se encontraba en una coyuntura favorable: la crisis energética pasaba de rumor a clamor: cambio climático, presencia del "peak-oil", inestabilidad en zonas extractivas, guerras por el control de las reservas, subidas y bajadas del precio del petróleo, problemas de suministro, las renovables como única opción a medio y largo plazo, etc.
El catecismo neoliberal proclama que una crisis es sólo una oportunidad de negocio; y la industria nuclear obró en consecuencia. Aunque en España la beligerancia pro-nuclear del Partido Popular ya se manifestó en 2001, el "renacimiento nuclear" no se desarrolló hasta 2005, cuando la industria desplegó una vasta campaña para determinar la agenda política.
No se escatimaron medios, se reclutó un selecto grupo de empresarios, representantes políticos, periodistas, ex-presidentes de gobierno y ex-ministros, líderes sindicales, científicos y profesores universitarios, expertos y opinadores, etc. Ese grupo constituyó un potente coro mediático pro-nuclear que repetía una y otra vez el mismo estribillo: que la energía nuclear era una opción económica de futuro, que era necesaria como "parte de la solución" a la crisis energética y al cambio climático, y que nos amenazaba un futuro de inacabables desgracias si no sabíamos "hacer frente a los retos"; expresión ambigua, muy al uso entre grupos sociales que protegen sus privilegios trasladando al resto una permanente sensación de zozobra e inseguridad, para así evitar que se reflexione sobre lo bien que viven ellos.
La campaña, meticulosamente planeada, determinó un terreno de juego preciso. Aspectos del debate nuclear que eran comunes antes e inmediatamente después de Chernóbil, quedaron excluidos o se mencionaban de pasada: radiaciones, enfermedades, contaminación del entorno, impactos de la minería de uranio, incremento de los residuos, seguridad, armamento, etc. ; en resumen, todo lo que relacionase nuclear con conflictos irresolubles y/o daños a personas o al medio ambiente, fue considerado "tabú".
Antes de "renacimiento", el debate giraba en torno a hechos; se debatía sobre lo que se ocultaba a la sociedad, o sobre lo que se demostraba mediante investigación. El "renacimiento" decretó que los hechos era "confusos" y "poco concluyentes". Cualquier denuncia, aunque estuviese probada hasta el último detalle, era "contrastada" antes de ser publicada, es decir, se consultaba a portavoces de la industria nuclear, y sus opiniones aparecían al mismo nivel que los datos de la denuncia. El debate pasó de los hechos a las "percepciones".
Se multiplicaron las disertaciones, sin ningún tipo de rigor, sobre la aportación de las nucleares a la "mitigación" del cambio climático, la seguridad del suministro, el incremento de la demanda energética, los nuevos reactores de diseños "intrínsecamente seguros", el EPR, la energía nuclear de fusión y, sobre todo, la economía, mucha economía. Aparecieron propagandistas y expertos que repetían las consignas del "renacimiento" (por cierto, la contribución del máximo exponente de ese grupo, el profesor Manuel Lozano Leyva, es analizada y refutada en detalle en este libro), pero también aparecieron expertos críticos, personas que cuestionaban la viabilidad del "renacimiento nuclear" sin salir de los marcos establecidos.
Mantenerse en el terreno de juego, bien para apoyar o para criticar las nucleares, suponía ser calificado de analista y/o experto por los medios; salir del terreno de juego, es decir, insistir en cualquiera de los aspectos excluidos, llevaba a ser considerado radical de visión estrecha y/o activista descerebrado. En el debate no tardó en aparecer la "gran cuestión" a la que se dedicaron (y se dedican aún) abundantes discursos: ¿puede la energía nuclear superar la "prueba del mercado"? Y la pregunta recurrente, ¿"regresa" la energía nuclear?
Las personas que combinábamos activismo voluntario y vida laboral fuimos desbordados: el coro mediático pro nuclear y los críticos copaban la agenda, aparecían en todos los medios; el discurso crítico dejó a un lado la sociedad, las personas y el medio ambiente; se centró en el análisis de dictámenes de agencias de calificación de riesgo financiero, movimientos bancarios en torno a las eléctricas, costes de inversión, precios del kilovatio hora, "viabilidad de mercado", etc. Ignorando todas las trampas económicas que rodean la contabilidad energética en general, y la atómica en particular (trampas denunciadas durante años), las voces críticas se centraron en la competitividad, en demostrar que las nucleares no eran competitivas y que las energías renovables, en cambio, eran baratas, fiables y competitivas.
Fue entonces, en plena ofensiva nuclear, cuando apareció Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente, que nos suministró conocimiento de calidad y con formato pedagógico; conocimiento que no se sometía a las directrices del terreno de juego. Aunque fuese ahogado por el discurso dominante, el libro era imprescindible, recordaba la vigencia y realidad de Chernóbil, y detallaba manipulaciones y silencios usados para negarla.
Recuerdo un cruce de opiniones con uno de los expertos críticos del momento; a mi pregunta de por qué en sus frecuentes intervenciones mediáticas siempre minimizaba o silenciaba los impactos ambientales y las secuelas humanas y ecológicas de la catástrofe de Chernóbil, me contestó que entrar ahí era perder el tiempo, que ya casi nadie recordaba Chernóbil, que mucha gente joven ni había nacido cuando se produjo, etc.
Esa era la cruda realidad; pese al libro y pese las acciones de denuncia (como el recordatorio de los 20 años de Chernóbil en que se intentó una movilización social amplia), la ofensiva mediática del "renacimiento" era tan repetitiva, tan potente y tan sostenida que empezó a afectar a la "percepción" social. Sólo se podía argumentar que las nucleares eran "inviables económicamente en mercados competitivos", y esperar a ver que decidían los tales "mercados". Aunque a partir de 2008 se empezó a descubrir que los "mercados" eran sólo un eufemismo que ocultaba los intereses corporativos de bancos y empresas, y creció la protesta social por la especulación y el saqueo descarado de los que mandaban, el "renacimiento nuclear" estaba al margen de todo ello, encerrado en su propia "burbuja".
En 2009, consiguieron que Garoña no se cerrara, pese a la oposición que generaba y los riesgos que suponía. En abril de 2010, el Eurobarómetro mostraba en toda Europa una tendencia de apoyo creciente a la energía nuclear y al papel que debía desarrollar en el futuro ( http://europa.eu/rapid/press-release_IP-10-478_es.htm ); encuestas similares por todas partes. El "renacimiento" estaba alcanzando sus objetivos.
Once meses después de aquel Eurobarómetro, Fukushima explotó.
El desconcierto de la industria nuclear ante lo inesperado no duró ni un mes. Rápidamente se pasó del discurso triunfal al de la resignación, del "renacimiento nuclear" a la necesidad nuclear, una necesidad que venía impuesta por el cambio climático. Ahora se reconocían universalmente unos inevitables riesgos. ¿Existen acaso tecnologías libres de riesgos?, se proclamaba.
El brutal impacto de Fukushima no llegó a cuestionar el terreno de juego; los analistas o expertos homologados, especialmente los críticos, siguieron adaptándose a las directrices impuestas para no perder el favor de unos medios férreamente controlados. El experto crítico al que yo había interpelado siguió con su discurso centrado en la economía, sin mencionar cosas como contaminación radioactiva, enfermedades o cáncer; pese a que ahora tenía una catástrofe nuclear humeante y bien presente. Las implicaciones de Fukushima se redujeron a un problemas de costes. Incluso algunos críticos llevaron el problema de costes, a la necesidad de encontrar un equilibrio entre seguridad y garantía del suministro eléctrico, dando así el comprensible paso de analistas críticos a expertos objetivos.
Para el activismo voluntario, Fukushima supuso un efímero auge. Durante las primeras semanas de la catástrofe las asambleas para debatir acciones de denuncia contaban con una presencia mucho mayor que la provocada por Chernóbil. Durante la primavera y el verano de 2011 se produjeron manifestaciones contra la energía nuclear en varios lugares de España, se llegó al nivel de movilización previo al cierre de Vandellós1 en 1989–1990. Fue una respuesta muy intensa, pero de poco recorrido; el aluvión de personas disminuyó cuando se comprobó que la industria nuclear no se rendía; a ello se añadieron cosas que exigirían un análisis profundo, como la idea equivocada de que se puede combatir el poder de la industria con mensajes en internet o recogidas de firmas virtuales, por poner sólo dos ejemplos.
Entre Chernóbil y el "renacimiento nuclear" transcurren 15 años, los necesarios para que se produzca el olvido; entre Fukushima y la petición de la industria nuclear para que la Cumbre del Clima de París (COP 21, diciembre de 2015) asuma la energía nuclear como mecanismo de mitigación del cambio climático, transcurren 4 años y 9 meses; menos de un tercio del tiempo anterior. Aunque la COP21 no aceptó la petición, otorgó a la Agencia Internacional de Energía Atómica la consideración de miembro observador en las reuniones de la Conferencia de las Partes. Antes, en septiembre de 2013, el Comité Olímpico Internacional ya había elegido a Tokio como ciudad organizadora de la 32ª edición de los Juegos Olímpicos. La situación informativa, política y social se considera controlada, y el "renacimiento", convenientemente adaptado a "mantenimiento", continua.
Un apunte: este prólogo se redacta mientras la industria nuclear en España, una vez conseguido su objetivo de mantener funcionando las centrales 60 años sin que interfieran las revisiones de seguridad, negocia discretamente una rebaja de impuestos con el gobierno del Partido Popular invocando los costes que suponen las "exigencias" legales de seguridad y la merma de beneficios que implican.
Por eso este libro de Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal es tan oportuno como necesario. Su título y subtítulo: Crítica de la (sin)razón nuclear. Fukushima, un Chernóbil a cámara lenta sintetiza los ejes que marcan la resistencia nuclear en el siglo XXI.
El apartado sobre Fukushima es una batalla contra el olvido, el arma más poderosa de la industria nuclear; Eduard y Salvador combaten con hechos y datos la disciplinada, sistemática e inhumana respuesta de la industria a una catástrofe social y ambiental que sigue desarrollándose hoy.
Así, la pretensión de reducirlo todo a un problema de costes, naufraga ante la información que presentan los autores, dos personas con conocimientos puestos al servicio de las llamadas "clases subalternas", porque la radiación afecta a todos los seres vivos, pero no todos tienen los mismos recursos para protegerse o combatir sus secuelas.
No obstante, el libro va más allá.
Profundizando en una línea que ya iniciaron en Casi todo lo que usted desea..., En la encrucijada... abunda en la idea de que la resistencia a las nucleares es una cuestión profundamente ética. No basta con disponer de modelos u hojas de cálculo con cifras de substitución de potencia energética nuclear por energías renovables. De poco sirve la abundancia de datos si no predominan valores que, aparentemente, poco tienen que ver con la técnica y la ciencia atómica; de ahí que, al margen de los testimonios humanos que ilustran los apartados, un tercio de la obra esté dedicado a un recorrido por el pensamiento de maestros de la filosofía y el conocimiento científico, de la política y la literatura, algo que puede parecer chocante en una obra de este tipo, pero que no lo es en absoluto.
Ya que estamos ante un conflicto a largo plazo, que exige combinar la sabiduría resistente con un conocimiento preciso y riguroso. Por ello que el recorrido inicial que los autores realizan por el concepto de Antropoceno no puede ser más acertado. La frase: "más vale hoy activos, que mañana radiactivos" sigue plenamente vigente, pero debe ser actualizada para que mantenga su valor en el siglo XXI.
Cada día se desmiente la ilusión de que la energía nuclear "desaparecerá naturalmente". Las nucleares surgieron de una voluntad política, se mantienen por una voluntad política, y cumplen una función política. En el siglo XXI la industria nuclear gana tiempo, pervivirá y se renovará mientras quede uranio. Ni fantasías sobre "mecanismos de mercado", ni la repetición de que las nucleares son cosa del pasado, ni un hipotético auge de las energías renovables (cuyo mayor obstáculo es, precisamente, las centrales nucleares) la hará "desaparecer". Sólo el conocimiento riguroso y la resistencia tenaz de personas que se nieguen a ser víctimas puede llevar a que la encrucijada más fatídica de la historia de Humanidad conduzca a una humanidad libre sobre una Tierra habitable.
Para que la ciudadanía no asuma las mentiras mil veces repetidas hay que repetir mil veces las verdades que las desenmascaran. Reiterarlas una y otra vez, con esa combinación de divulgación rigurosa y facilidad de expresión que Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal dominan. Hay que seguir el viaje que realiza este libro por la realidad de Fukushima y los recovecos del poder nuclear para entender, ayudar, actuar y vivir.
La persona que debería haberlo prologado murió el 5 de diciembre de 2014; Ladislao Martinez, Ladis, fue el incansable activista voluntario y cordial compañero que sabía combinar rigor y capacidad divulgativa para, como los autores del libro, activar en cada persona el deseo de saber y la voluntad de trabajar por un futuro sin nucleares en una sociedad justa y sostenible sobre una tierra habitable. Junto con mi agradecimiento a Eduard y Salvador por su confianza sirvan estas líneas como homenaje tardío al compañero y amigo que tanto nos ayudó a comprender.
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jueves, 17 de mayo de 2018
miércoles, 24 de junio de 2015
El regreso del activismo militante
Pepe Gutiérrez-Álvarez
A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo –se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de “grupos sectarios”…
La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.
Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".
Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.
La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.
Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la “revolución de los claveles”, así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo “por las buenas”, mediante las mayorías legales y la negociación.
Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los “reformistas” del “antiguo régimen”. Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.
Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como “modernidad”, desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha “modernidad” en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.
Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de “profesional” al “activista”- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los “principios” del 15-M era aquella de “!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡”.
Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como “mano de obra barata” para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La “profesionalidad” de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de “servir al pueblo”. La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.
Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que “no les fallaría”. Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA. Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que “se la jugaron” entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron “la alegría de la lucha”. Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la “profesionalización”. Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del “modelo activista”, es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del “fin de la historia”.
Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.
Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.
Estamos asistiendo a muchas cosas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos “clásico”, al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.
Notas
1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)
2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo.
En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán –que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.
A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo –se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de “grupos sectarios”…
La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.
Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".
Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.
La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.
Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la “revolución de los claveles”, así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo “por las buenas”, mediante las mayorías legales y la negociación.
Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los “reformistas” del “antiguo régimen”. Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.
Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como “modernidad”, desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha “modernidad” en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.
Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de “profesional” al “activista”- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los “principios” del 15-M era aquella de “!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡”.
Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como “mano de obra barata” para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La “profesionalidad” de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de “servir al pueblo”. La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.
Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que “no les fallaría”. Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA. Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que “se la jugaron” entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron “la alegría de la lucha”. Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la “profesionalización”. Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del “modelo activista”, es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del “fin de la historia”.
Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.
Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.
Estamos asistiendo a muchas cosas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos “clásico”, al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.
Notas
1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)
2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo.
En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán –que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.
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