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sábado, 2 de noviembre de 2024

Segunda guerra mundial. Los deportados españoles del Tren Fantasma: una odisea de la II Guerra Mundial

Réplica de un vagón del Tren Fantasma en Vernet, Francia.
Réplica de un vagón del Tren Fantasma en Vernet, Francia.
Hacinados en vagones de ganado, soportando el calor de uno de los veranos más extremos y sometidos a la crueldad de sus guardianes, 723 prisioneros atravesaron una Francia en la que se desarrollaban los combates por su liberación. Un tercio de ellos eran republicanos españoles.

Tras las primeras semanas de combates que siguieron al desembarco aliado en Normandía, los responsables de la ocupación alemana en Francia dieron la orden de deportar a Alemania a todos aquellos prisioneros que pudieran estar relacionados con la Resistencia. De esta manera, el 3 de julio de 1944 partió de Toulouse uno de estos convoyes que tardó nada menos que ocho semanas en completar los aproximadamente 1.400 kilómetros que le separaban del campo de concentración de Dachau, en las inmediaciones de Múnich. Hacinados en vagones de ganado, soportando el calor de uno de los veranos más extremos que se recordaban, sometidos a la crueldad de sus guardianes, y expuestos a los ataques de la aviación aliada y a los intentos de sabotaje de la resistencia que pretendía impedir su paso, 723 prisioneros se vieron obligados a atravesar una Francia caótica en la que se desarrollaban los combates por su liberación. Un tercio de ellos eran republicanos españoles.

Cuando se acaban de cumplir ochenta años de lo que el historiador alemán Johannes Meerwald ha calificado como una “odisea sin precedentes”, este lunes 14 de octubre se van a reunir en Madrid familiares de aquellos españoles deportados a Dachau en el llamado Tren Fantasma, convocados por Cristina Cristóbal, secretaria general del Comité Internacional de Dachau y presidenta de la asociación Amical Dachau.

El 28 de agosto de 1944, otro español, Juan Martorell, que había sido deportado a Dachau apenas dos meses antes, fue testigo de la llegada del Tren Fantasma al campo alemán: “Poco antes de la liberación llegó un convoy particular compuesto de mutilados de la guerra de España procedentes del campo de Vernet y otros campos. Llegaron allí en una situación lamentable: más de la mitad murió por el camino, y los supervivientes estaban horrorizados. No comprendíamos por qué los alemanes no los habían matado antes”.

A Damien Macome, uno de los líderes de la Resistencia en la zona de Montepellier, le había causado una profunda impresión la imagen de los viejos, los enfermos y los mutilados españoles embarcando en el tren en Toulouse, lo que le hizo pensar en espectros. De ahí vendría, según el periodista suizo Jürg Altwegg, el nombre de Tren Fantasma con el que el convoy pasaría a la historia. Sin embargo, parece más acertada la versión que sobre esta denominación dio la deportada española Conchita Ramos al narrar sus recuerdos a bordo: “Aquel tren desaparecía y volvía a aparecer. Lo ametrallaron los norteamericanos y también fue atacado por los maquis. Hacían saltar las vías del ferrocarril para liberar el tren, para que no llegara a Alemania, pero no lo consiguieron. En ocasiones nos hacían andar unos kilómetros para reanudar el transporte. […] A veces, pasábamos ocho días en una estación porque no se podía avanzar, pues las vías estaban cortadas”.

La intención del teniente alemán que iba al mando, cuya identidad no está clara —su apellido era Schuster para unos; Baumgartner, para otros— era dirigirse a París, para desde allí alcanzar la frontera.

Memorial del campo de concentración de Dachau, Alemania. Diego Conte

Al día siguiente de la partida y tras superar Burdeos, el convoy estaba detenido en la pequeña estación de Parcoul-Medillac, a unos sesenta kilómetros al sur de Angulema, cuando cinco aviones de combate aliados sobrevolaron el tren. Ante la amenaza, los guardias alemanes huyeron para esconderse, dejando a los prisioneros encerrados en los vagones. Al cabo de unos minutos, uno de los aviones volvió y ametralló la locomotora, destruyéndola. En la acción murieron tres prisioneros y varios resultaron heridos de gravedad, siendo atendidos por los doctores españoles Juan Van Dyk y Vicente Parra. Este último había participado en la Guerra Civil como capitán médico de la Guardia de Asalto y, al pasar a Francia en la Retirada, fue recluido en el campo de Argeles-sur-Mer, siendo inicialmente el único médico entre los cien mil españoles allí retenidos. Pasó después por otros campos hasta llegar al de Vernet de Ariège, en el que se hizo cargo de los servicios sanitarios. Sobrevivió al internamiento en Dachau, donde fue representante de los españoles en el Comité Internacional organizado por los prisioneros del campo.

Tras el ataque aéreo, el convoy quedó detenido hasta que se consiguió sustituir la locomotora. Los prisioneros hubieron de permanecer en los vagones sin apenas espacio para poder sentarse, soportando el calor agobiante, la falta de agua y de comida, y unas condiciones higiénicas lamentables.

Reanudada la marcha, el 8 de julio el tren llegaba a Angulema. La estación, bombardeada por los aliados, ofrecía un aspecto dantesco y, ante la imposibilidad de continuar hacia París, el comandante alemán decidió regresar a Burdeos. Allí llegaron el 9 de julio y, tras permanecer los deportados encerrados en los vagones tres días, los hombres fueron llevados a la Gran Sinagoga, que se había habilitado como centro de detención, mientras que las mujeres fueron conducidas a la prisión militar de la ciudad.

Debatiéndose entre las duras condiciones del encierro y la esperanza de ser liberados, permanecieron en Burdeos hasta el 9 de agosto. Ese día fueron despertados de madrugada y conducidos a la estación. El tren volvió hacia Toulouse pero, sin detenerse allí, continuó hacia el valle del Ródano con la intención de remontarlo para poder llegar a Alemania. No iba a ser fácil porque los aliados, preparando un nuevo desembarco en el sur de Francia, habían destruido casi totalmente los puentes que permitían cruzar el río.

El 13 de agosto el tren llegó a Remoulins, a mitad de camino entre Nimes y Aviñón, y allí permaneció detenido cinco días. El día 15 llegó la noticia del desembarco aliado en la costa de la Provenza y con ella renacieron las esperanzas entre los prisioneros, pero el día 18 se dio la orden de que el convoy se pusiera de nuevo en marcha. En la estación de Roquemaure, los que no podían caminar fueron evacuados en un furgón. Poco después, el teniente alemán detuvo el tren en una trinchera rocosa junto al Ródano y el resto de prisioneros fueron obligados a bajarse y a caminar hacia el río. La única solución que había encontrado el teniente fue la de cruzar el Ródano andando por un viejo puente que apenas se mantenía en pie. El superviviente español Pedro Serrano contó cómo lo pasaron: “Se había derrumbado todo un lateral, las tablas de madera se inclinaban peligrosamente, sujetas solo por el lado derecho, y faltaban algunas. O cruzábamos o caíamos al agua desde gran altura. Los alemanes nos amenazaban y vigilaban el paso apuntándonos con sus armas. Al final todos conseguimos pasar, haciendo mil acrobacias”.

Superado el río, afrontaron una larga marcha de once horas que, atravesando los viñedos de la zona, les llevó a Sorgues, a nueve kilómetros al norte de Aviñón. La aviación aliada sobrevolaba la columna, pero al ver que se trataba de prisioneros, no atacó. Cientos de vecinos fueron testigos del paso de los deportados, lo que dejó un impacto profundo en la población, donde años después se fundaría una asociación que en 1998 erigió un memorial y que anualmente organiza una marcha conmemorativa.

Prisión de Saint Michel en Toulouse, Francia. Diego Conte

En la estación de Sorgues, el teniente había conseguido reunir un nuevo convoy que se puso en marcha antes del amanecer del 19 de agosto rumbo a Lyon. A las diez se detuvo en la pequeña estación de Pierrelatte y, mientras los prisioneros esperaban a que les abrieran las puertas, aviones aliados atacaron el tren, ametrallándolo dos veces. Los alemanes huyeron o se escondieron debajo de los vagones. Para hacerse ver, los prisioneros sacaron por las ventanas prendas azules, blancas y rojas, los colores de la bandera francesa. Los pilotos detuvieron el ataque, pero las bajas fueron numerosas. Tan solo en uno de los primeros vagones hubo nueve muertos y una docena de heridos. Estos fueron atendidos de nuevo por los doctores españoles, ayudados en esta ocasión por el médico de Pierrelatte, Gustave Jaume, quien intentó convencer a Vicente Parra de que aprovechara la ocasión para evadirse, lo que este rechazó.

Dos días después, el tren hubo de detenerse junto al puente del río Drome, que también había sido destruido. Los prisioneros fueron obligados a bajar y a cruzarlo andando, cargando con todos los equipajes y pertrechos de los alemanes. En esa operación les sorprendió un nuevo ataque aéreo pero los pilotos no vieron que al otro lado del Drome, escondido entre unos árboles, esperaba un nuevo convoy, abordo del cual llegaron a Lyon el 22 de agosto. A partir de aquí, los intentos de la Resistencia de detener el tren se intensificaron, pero ninguno tuvo éxito. Alemania cada vez estaba más cerca y las fugas se hicieron más frecuentes. Para escapar, los prisioneros levantaban tablones de madera del suelo de los vagones con herramientas improvisadas y se dejaban caer a la vía cuando el convoy aminoraba la marcha. Era una maniobra muy peligrosa y, aunque muchos consiguieron salir ilesos, otros murieron arrollados o resultaron gravemente heridos.

Tras algunos incidentes más, la noche del 26 de agosto el tren cruzaba la frontera y llegaba a Sarrebrücken para dos días después finalizar su trayecto en Dachau. Doscientos sesenta y tres de los prisioneros deportados en el Tren Fantasma eran españoles, la mayoría exiliados en Francia desde la derrota de la República. Entre ellos había nueve mujeres que desde Dachau fueron conducidas al campo de Ravensbruck.

Una parte de estos españoles, los enfermos, los inválidos y los mutilados de la guerra, llevaban internados desde 1939 en los campos franceses. De estos largos años de encierro previos a la deportación se conservan algunos testimonios de gran interés, como la extensa correspondencia que el sepulvedano Fermín Cristóbal, funcionario de la Diputación de Segovia, mantuvo con su familia. Otros, habían perdido su permiso de residencia y habían sido internados igualmente en los campos, o habían sido detenidos y encarcelados en la prisión de Saint Michel de Toulouse por colaborar con la Resistencia, como fue el caso de Generosa Cortina, que junto a su marido Jaume Soldevilla, participó activamente en la red Ponzán, que facilitó el paso de la frontera española a más de tres mil personas que huían del nazismo. Cortina sobrevivió a la deportación, al internamiento en Ravensbruck y a las Marchas de la muerte. Finalizada la guerra, recibió la medalla de la Libertad de los Estados Unidos y la Cruz de Caballero de la Legión de Honor francesa.

Sesenta y ocho de los españoles del Tren Fantasma no llegaron a Alemania. La mayor parte de ellos consiguieron evadirse, pero cuatro murieron, trece desaparecieron y uno fue liberado tras ser herido de gravedad en uno de los ataques de la aviación aliada. De los que llegaron, solo sobrevivieron ciento veinticinco. La mayoría de los que murieron en Dachau fueron víctimas de la gran epidemia de tifus que asoló el campo en aquel duro invierno de 1945.

Memorial del Tren Fantasma en Sorgues, Francia. Diego Conte

Entre los deportados españoles de más edad, destacaba un grupo de oficiales de alta graduación del Ejército Popular de la República, entre ellos los coroneles César Blasco, Carlos Redondo y Jesús Velasco —este último profesor de Franco en la Academia de Infantería—, y los tenientes coroneles Eleuterio Díaz-Tendero —fundador en 1934 de la Unión de Militares Republicanos Antifascistas, y que en los primeros meses de la Guerra dirigió el Gabinete de Información y Control del Ejército republicano, del que luego sería su jefe de Personal hasta la caída de Cataluña—, Fernando Salavera y José García-Miranda, el único de ellos que sobrevivió a los campos nazis.

El italiano Francesco Fausto Nitti, viejo luchador contra el fascismo que había huido en 1936 de la isla de Lípari, en la que había sido recluido por su oposición a Mussolini, y que después luchó por la República española al mando de un batallón de la 153º Brigada Mixta, también figuraba entre los deportados, aunque consiguió fugarse lanzándose del tren en marcha un día antes de llegar a la frontera alemana. Cuando publicó su libro Ocho caballos. Setenta hombres (Toulouse, 1945), en el que narraba la odisea que vivió a bordo del Tren Fantasma, todavía no se había producido la liberación de Dachau por las tropas americanas (29 de abril de 1945). En su libro, Nitti manifestaba su admiración hacia aquel grupo de oficiales españoles por “su alta moral, su dignidad y el valor con el que afrontaban todas estas pruebas, a pesar de su edad y de su mala salud”.

En el documental Los resistentes del Tren Fantasma, realizado en 2016 por el escritor Guy Scarpetta, nieto de un deportado italiano que iba en él, se reivindicaba el papel desempeñado a favor de la liberación de Francia por “personas de otros lugares, inmigrantes que a menudo habían huido de las dictaduras y que lucharon para liberar a su país de acogida”, afirmando en este sentido que “más de doscientos resistentes de origen español del campo de Vernet iban en el tren durante todo su trayecto, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos guerrilleros poco conocidos cuya acción fue decisiva en la lucha por la liberación del territorio, especialmente en la región de Toulouse y los departamentos pirenaicos”.

La participación de este grupo españoles en la Resistencia, bien documentada en en los archivos del Service historique de la Défense, en Vincennes, no había sido tenida en cuenta en trabajos precedentes sobre el Tren Fantasma, como el citado de Altwegg. Incluso muchos de aquellos considerados inútiles —los viejos, los enfermos y los mutilados cuya visión tanto impacto causó al ser embarcados en el tren y a su llegada a Dachau— habían venido desarrollando su labor de resistentes desde dentro de los campos en los que estaban internados. El periodista salmantino Mariano San Ildefonso publicó su experiencia en 1951 en un libro titulado Dachau. Hubo novedades en el frente, publicado por entregas en el diario El Tiempo de Bogotá, y recopiladas por su familia en un libro editado en España en 2007. En él narraba la participación en la Resistencia de los españoles del campo de Noé, a cuarenta kilómetros de Toulouse, comandados por el teniente coronel Díaz-Tendero, como jefe de la 3ª Brigada de Guerrilleros del Ariège.

El colofón que evidencia el espíritu combativo e inquebrantable de aquellos exiliados republicanos comprometidos en la lucha contra el fascismo, lo pusieron un puñado de los evadidos del Tren Fantasma, que tras su fuga se reincorporaron al combate por la liberación de Francia y, en el otoño de 1944, participaron en la llamada Operación Reconquista de España, cuya acción principal fue la fracasada invasión del Valle de Arán.


https://elpais.com/cultura/2024-10-14/los-deportados-espanoles-del-tren-fantasma-una-odisea-de-la-segunda-guerra-mundial.html

miércoles, 26 de junio de 2024

SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. Max Hastings regresa a la Segunda Guerra Mundial con ‘Operación Pedestal’, un épico relato de sangre y fuego en el mar: “Inevitablemente, no todo el mundo es un héroe”

El portaviones Indomitable, de la Royal Navy, en 1943, en una imagen del Museo Royal Air Force.
El portaviones Indomitable, de la Royal Navy, en 1943, en una imagen del Museo Royal Air Force.
El popular historiador británico recupera la tremenda aventura de la flota británica enviada a socorrer Malta y de paso brinda un gran homenaje a la Royal Navy.

El prestigioso y popular historiador militar Max Hastings (Londres, 78 años) vuelve a la Segunda Guerra Mundial embarcándose en un capítulo menos conocido para el público en general que las grandes campañas y batallas icónicas de la contienda (y menos relevante), pero sin duda tremendo y lleno de emoción o, como el propio autor apunta, “una epopeya de coraje, determinación y sacrificio”. En su nuevo libro, Operación Pedestal (Crítica, 2024), Hastings narra con su inimitable estilo, caracterizado por la exhaustiva documentación y la mezcla de hálito épico y atención al factor humano, el envío en verano de 1942 de una gran flota británica, la mayor reunida desde la batalla de Jutlandia en 1916, para aliviar la dramática situación de la isla de Malta, asediada por los alemanes y los italianos. En la singladura, eleva un gran homenaje a la marina de su país.

La Operación Pedestal, apoteosis de la Royal Navy, la Marina Real, fue un monumental vía crucis marino, con cuatro días de especial calvario, marcado por los sobrecogedores ataques por mar y aire a cargo de verdaderos enjambres de submarinos, lanchas torpederas y bombarderos enemigos. El centro de la operación era un convoy de 14 mercantes (cargados varios de ellos con combustible y municiones: ideal para saltar por los aires) que iba protegido por la friolera de más de medio centenar de navíos de guerra incluidos dos acorazados (uno de ellos el poderoso HMS Nelson), cuatro portaviones (la aviación embarcada debía proporcionar cobertura sobre la marcha), siete cruceros y 32 destructores. El objetivo de esta masa de barcos de 15 kilómetros de ancho y que se perdía en el horizonte era tratar de atravesar de oeste a este un peligrosísimo Mediterráneo dominado por el Eje para acudir en ayuda de Malta, cuyo destino era una cuestión esencial no sólo desde el punto de vista estratégico sino del honor nacional, aparte de que la población estaba al borde de sufrir hambre.
El portaviones Indomitable alcanzado durante la Operación Pedestal.

El portaviones Indomitable alcanzado durante la Operación Pedestal. 

En unas páginas de las que emana todo el dramatismo y el estruendo del sangriento episodio envuelto en el fragor del mar y el ruido de los cañones, el olor del salitre y de la cordita, Hastings nos muestra la cara atroz de la guerra, pero también actos de abnegación y heroísmo, y nos traslada a un momento oscuro en el que parecía que nada podía detener a Hitler e impedir que la esvástica siguiera extendiendo su sombra sobre el mundo.

El relato de Hastings nos lleva desde las reuniones del Almirantazgo hasta las cuitas del más humilde marinero (la mayoría no sabía nadar) y las meditaciones más profundas de los submarinistas (“butta la pasta!”, era la orden más importante en los sumergibles italianos). Seguimos el convoy (y a sus enemigos) desde su formación entre grandes dudas, pues hacía poco que se había consumado el desastre del PQ17, hasta la llegada a Malta. Con ataques salvajes de los Stukas, Ju-88 y Heinkel 111, y con grandes tragedias, como el estremecedor hundimiento del portaviones Eagle por los torpedos del U-73 o la destrucción del crucero Cairo y el petrolero Ohio por los del submarino italiano Axum, mandado por Renato Ferrini. Y anécdotas como, entre otras de mascotas a bordo, la del canario que apareció en la cubierta del destructor Ashanti y el alcoholismo por estrés de la mona del Laforey, o que los submarinistas alemanes se rociaban con colonia 4711 para tratar de ocultar el tufo a lobo.
Max Hastings19/05/23 El historiador Max Hastings, fotografiado en Londres.

¿Cuál es el personaje favorito de Max Hastings en Pedestal? “Posiblemente el capitán del destructor HMS Ledbury, Roger Hill, excéntrico, impulsivo (llegó a lanzarse al agua para rescatar a los tripulantes de un hidroavión Sunderland abatido) e indisciplinado, un verdadero bucanero, pero el tipo de hombre que representaba lo mejor del espíritu de la Royal Navy. Su temperamento salvaje era lo que hacía falta en una operación como Pedestal, donde, en general, casi todos los capitanes de la Royal Navy lo hicieron muy bien. Hay que recordar el factor psicológico de que en aquel momento de la contienda, cuando los alemanes aún no habían sido detenidos en Stalingrado y Hitler iba de victoria en victoria, nadie podía estar seguro de que los nazis llegarían a ser derrotados”.

En la forma tan vívida con que Hastings cuenta la ordalía marina de Pedestal (del lado británico se perdieron 9 mercantes y 4 buques de guerra, con muchos más dañados seriamente) ha influido su experiencia directa como invitado en portaviones, submarinos y torpederas y sobre todo embarcado en 1982 en el transporte de tropas Canberra, donde iban dos batallones de Royal Marines y uno de paracaidistas, durante la Guerra de las Malvinas, que cubrió como corresponsal. “Desde luego, haber estado en un buque bajo el fuego y ver barcos explotar, arder e irse a pique, y aviones caer, me ha ayudado mucho a describir los acontecimientos de Pedestal”, señala el historiador. “Algunas armas usadas allí, como los cañones Bofors y las ametralladoras Bren, eran todavía las mismas de Pedestal. Y los equipos: me tuve que poner la misma clase de protección, casco, manoplas y capucha ignífuga que los marinos que zarparon hacia Malta. La de las Falklands, las Malvinas como dicen ustedes, fue una guerra muy anticuada. La mayoría de los capitanes tenían como referencia las películas de la Segunda Guerra Mundial y parecía que revivían esas historias. Un día, en el puente de mando de una fragata, escuché a un oficial gritar: ‘Recordad chicos, ¡cuando vengan vamos a enviarlos al infierno!’, lo mismo que decían los capitanes de Pedestal “.
El maltrecho mercante 'Ohio' llega a Malta.

El maltrecho mercante 'Ohio' llega a Malta.  

El historiador aprecia “un pedigrí, una línea” en los oficiales de la Royal Navy por los que tiene una debilidad —al parecer también por el mujeriego comandante italiano de cruceros Alberto da Zara, que se decía que había seducido a Wallis Spencer, futura duquesa de Windsor— y de los que canta en su libro su “excelencia y bravura” como émulos de Nelson y Jack Aubrey. “Le voy a contar una historia muy snob. De camino a las Falkland me dijo un oficial de la marina: ‘Eres un privilegiado, vas a ser testigo de cómo la Royal Navy entra en combate mandada por última vez por gentlemen; luego todos serán mecánicos de garaje”. Hastings continúa: “Admiro mucho el ethos de la Royal Navy, todo el mundo celebra los Spitfires y el glamour de la RAF, pero seguir adelante mientras observas cómo van hundiendo uno por uno los barcos de tu flota, atravesar las pavesas humeantes en que se han convertido los buques de tus camaradas, para eso has de desplegar el tipo de valentía que hacía falta para ganar la guerra”. Solo le falta entonar el Rule, Britannia!

Hastings describe, sin embargo, cómo, en el otro lado del espectro, en Pedestal algunas tripulaciones de mercantes perdieron los nervios y abandonaron sus barcos aunque estos no estaban en peligro de hundirse. “Así es, cuando un carguero explotaba por efecto de los ataques, a veces los del siguiente, que presenciaban la escena, se lanzaban aterrorizados al mar; si todos hubieran hecho lo mismo no hubiera llegado ni un solo barco a Malta. Es comprensible. Pasa en todas las batallas: inevitablemente, no todo el mundo es un héroe. Lo sorprendente no es que algunos saltaran, sino que tantos no lo hicieran. Y no hay que olvidar que las tripulaciones de los mercantes, que no eran buques de guerra, no eran soldados”.
El submarino italiano 'Cobalto' alcanzado por el fuego de los escoltas del convoy, antes de hundirse.
 El submarino italiano 'Cobalto' alcanzado por el fuego de los escoltas del convoy, antes de hundirse.

¿Qué opina de la novela Mar cruel, de Nicholas Monsarrat, de la que toma el título para uno de sus capítulos? “¡Fabulosa! Siempre he sido un gran admirador. Uno de los libros más destacables sobre la Segunda Guerra Mundial. Muestra de manera fidedigna cómo era la vida en un barco de guerra de la Royal Navy. Cómo la mayor parte del tiempo no estaban en acción sino alertas y en condiciones muy penosas. A bordo de un buque de gran tamaño aún podía ser soportable, pero en las unidades pequeñas, fragatas, corbetas, era extraordinario lo que tenías que soportar, y hay que recordar que nueve décimas parte de la tripulación no eran profesionales sino personal reclutado. Una de las cosas que me fascina de los marineros es que si eres soldado puedes escaquearte de la acción, incluso los pilotos tienen opciones, pero en un barco haces lo que el capitán quiere. No te queda otro que acompañarlo, así decida embestir un submarino. No eres diferente de un esclavo romano en una galera. Incluso si el capitán ordena un movimiento suicida has de secundarlo”.

Los aviadores y marinos italianos fueron muy valientes, y uno de sus submarinos protagonizó el ataque más devastador de un sumergible en la guerra”

Aunque Operación Pedestal sea en gran parte una loa a los marinos británicos y a la Royal Navy, Hastings trata bien al enemigo. Destaca, y sorprende por ello, su retrato de los italianos. “Siempre que escribo intento pensar qué puedo contar a la gente que no sepa ya. Al documentarme vi que no había casi nada escrito de Pedestal del lado italiano. Me temo que los británicos somos muy proclives a caricaturizar a las tropas italianas. Es cierto que en tierra en el desierto no les fue muy bien, pero sus pilotos y sus marinos eran muy valientes. Fue uno de sus capitanes de submarino, Ferrini, con el Axum, el que protagonizó el más devastador ataque de un sumergible en la Segunda Guerra Mundial. Y las tripulaciones de las lanchas torpederas MS y MAS actuaron con increíbles valor y eficacia contra la flota. Es de justicia mostrarles el respeto debido. En el siglo XXI ya no vale escribir con clichés nacionalistas”.

Ha hablado de Monsarrat, ¿qué opina de otro autor de emocionantes novelas marinas de la Segunda Guerra Mundial como Alistair MacLean, el autor de HMS Ulises en el que resuenan los Oerlikon y pom-pomps? “Muchos de mi generación leímos sus novelas en la adolescencia, a mí me parecen buenísimas. Ahora se le considera pasado de moda, pero sus historias son maravillosas. Los que no lo han leído deberían hacerlo. Insufló nueva vida a esas batallas en el mar”. Hastings recalca que los convoyes en el Ártico y la guerra marítima en esas latitudes eran muy distintos a combatir en el Mediterráneo en una cosa esencial: si tu barco se hundía camino de Múrmansk morías en cuestión de minutos mientras que en el sur podías vivir horas en el agua. “El Mediterráneo era amable, el Ártico despiadado”, zanja.
Imagen del hundimiento del carguero 'Waimarama' durante la Operación Pedestal.

Imagen del hundimiento del carguero 'Waimarama' durante la Operación Pedestal. 

El padre de Max Hastings, Macdonald Hastings, célebre corresponsal de guerra, desembarcó en Normandía el Día D. ¿Qué opina el historiador del 80 aniversario, recién celebrado? “Estuve en Normandía hace un mes, me sorprendió y me conmovió lo encantadores que fueron los franceses, a los que se les acusa de maleducados. Es triste pensar que seguramente es la última vez que se conmemora la fecha con supervivientes. Mi padre creía que los estadounidenses habían ganado la guerra ellos solos mascando chicle. Hoy todos los historiadores están de acuerdo en que el teatro decisivo fue el del Este. Gran Bretaña tiene que enorgullecerse de haber resistido sola en 1940, pero honestamente, fueron los EE UU y el Ejército Rojo los que ganaron la guerra. A los rusos de hoy no se les cuenta que entraron en Berlín calzando botas enviadas por los EE UU, y en camiones estadounidenses, ellos no tenían nada, los alemanes habían arrasado con todo al invadirlos. Por otro lado, los rusos modernos tampoco saben que la URSS era aliada de Hitler hasta que éste la invadió. Y que el combustible soviético hacía volar a la Luftwaffe durante la Batalla de Inglaterra”.

Como suele suceder en cada encuentro con Hastings, este (el pasado lunes 10 de junio), también ha ido a coincidir casualmente con una fecha señalada de la Segunda Guerra Mundial: se cumplían 80 años de la matanza de Oradour-sur-Glane, cuando elementos de la 2 ª división Panzer de las SS Das Reich, camino del frente de Normandía, asesinaron a 642 hombres, mujeres y niños de la población francesa en represalia por las acciones de la Resistencia. “Así es, dediqué a la sangrienta marcha de esa división a través de Francia uno de mis primeros libros [Das Reich, Pan Books, 1983]”, señala Hastings. “Es una historia mucho más fea que la de Pedestal, operación en la que, pese a todo el horror consustancial a la guerra, no hubo actos inhumanos ni crímenes de guerra, y los combates se libraron con cierta decencia, tratando incluso, ambos bandos, de salvar las vidas de los enemigos que caían al mar. Lo de la Das Reich fue espantoso, mientras escribía el libro pude entrevistar todavía a supervivientes de la división y uno me dijo que no entendía por qué tanto revuelo y escándalo por lo de Oradour ‘cuando en Rusia hacíamos lo mismo todos los días’. Es un shock cuando entiendes que las tropas de las Waffen SS estaban entrenadas y condicionadas para creer que la fuerza despiadada es la mayor virtud, y que la compasión era vista como una debilidad sin lugar en su ideario. Todas las guerras son experiencias aterradoras, pero en la historia de Pedestal, aunque fuera una batalla feroz y sangrienta, nadie hizo nada vergonzante”.

El debate que trata de abrir la ultraderecha alemana sobre las Waffen SS es estéril, en el cuerpo la crueldad estaba institucionalizada” Hastings subraya que es estéril e interesado el debate que ha tratado de crear la ultraderecha alemana sobre si había en las Waffen SS hacia el final de la guerra combatientes normales, no fanatizados. “Es un intento evidente de blanquear el cuerpo para excusarlo. Es cierto que, aunque todo el que llevó armas al servicio de Hitler tenía motivo para avergonzarse, no podemos decir que todos fueran criminales, ni siquiera en las Waffen SS. En todas las guerras hay gente que se comporta de manera terrible, y otros que no tanto. Pero intentar aplicar eso a las Waffen SS es querer ignorar lo que eran. Prácticamente todas las unidades del cuerpo se involucraron en crímenes de guerra. En las Waffen SS la crueldad estaba institucionalizada. Cualquier intento de exonerarlas ni que sea parcialmente es una manipulación ideológica. Da miedo ver cómo se intenta defenderlas. Hay una fealdad esencial en la extrema derecha de hoy. Incluso Meloni, que puede parecer menos execrable, habla bien de Mussolini”.
El portaviones 'Eagle' hundiéndose tras ser alcanzado por torpedos durante la Operación Pedestal.

El portaviones 'Eagle' hundiéndose tras ser alcanzado por torpedos durante la Operación Pedestal. 

 Con respecto a la guerra de Ucrania, dice que él nunca pensó que Rusia pudiera colapsar como creyeron algunos optimistas. “Pero es muy importante apoyar a Ucrania porque si Putin se sale con la suya pagaremos un precio altísimo todos”. Considera que los países nórdicos “se han comportado bien, han sido muy valientes, pero el resto de Europa y EE UU sobre todo muy a menudo se han limitado a ofrecer grandes palabras”. Y añade: “Putin piensa que Occidente es decadente, y tiene algo de razón”. Hastings no cree en todo caso que Putin pueda extinguir Ucrania, “pero sí convertirla en un lugar terrible para vivir”.

Netanyahu es un hombre malvado e Israel se ha convertido en algo que no reconozco” Pasando al otro foco bélico, la guerra de Gaza, Hastings considera que es “una gran tragedia” y que israelíes y palestinos van a sufrir las consecuencias durante generaciones. El historiador conoce personalmente a Benjamín Netanyahu (y escribió una biografía de su hermano Yoni, el héroe de las fuerzas especiales abatido en Entebbe en 1976). “Nunca he tenido la menor duda de lo que es: un hombre muy, muy malo”. Recuerda haberle oído decir en una cena en 1978: “Tenemos que hacer que todos los palestinos salgan de Cisjordania en la próxima guerra”. Hastings publicó esas opiniones y “Netanyahu dijo: ‘Max Hastings es un mentiroso’. Netanyahu es un hombre de muchas maldades”. Militarmente, “la campaña no tiene sentido, están limitándose a castigar y creando una nueva generación de terroristas”. El historiador añade: “He visto como trata el Ejército a los palestinos y si yo fuera palestino los odiaría. Siempre he admirado a Israel y creído en el genio judío, he estado en sus guerras. Pero se han convertido en algo que no reconozco”.

¿Volverá a la Segunda Guerra Mundial? “Sí, de hecho, acabo de publicar un nuevo libro sobre la Operación Biting, el asalto paracaidista en febrero de 1942 para capturar componentes de la red de radar (nombre en código Würzburg) establecida por los nazis en la costa norte de Francia. Si se me permite decirlo, el libro ya está en la lista de más vendidos. Por edad, no creo que escriba ya grandes obras globales sobre la guerra, pero disfruto mucho contando estas historias de formato más reducido”.

Con Max Hastings nunca dejarías de seguir hablando de cosas interesantes, y en la conversación sale el aspecto aéreo de la guerra de Corea —sobre la que tiene un gran libro, The Korean War (Pan, 1988)—. “Cuando los estadounidenses se encontraron con los reactores Mig 15 soviéticos no podían creérselo, fue un shock tremendo, como lo fue el Sputnik luego, porque siempre subestimaban a los rusos…”.

jueves, 6 de junio de 2024

Aniversario en la vieja Europa. Cada año la prensa conmemora los hechos del 4 de junio de 1989 en Pekín y dos días después el aniversario del desembarco aliado en Normandía. Nos unimos a la iniciativa con dos textos escritos en junio de 2004 y 2005, hace veinte años, sobre ambos eventos.


Muchos creen que John Wayne y el soldado Ryan salvaron a Europa del fascismo, que Angloamérica salvó al viejo continente, poco menos que en solitario, y que el desembarco en Normandía fue la gran acción decisiva. No fue así. 

 Ni el curso de la guerra, ni la derrota del fascismo, se decidieron allá. Los principales héroes no fueron John Wayne ni el soldado Ryan, sino gente de apellido eslavo que murió por un país que ya no existe. Los escenarios realmente decisivos fueron; Moscú, Leningrado (Peterburgo), Stalingrado (Volgogrado), y Kursk.

En el frente del Este, el Tercer Reich perdió 10 millones de soldados y oficiales muertos, heridos y desaparecidos, 48.000 blindados y vehículos de asalto, 167.000 sistemas de artillería. 607 divisiones fueron destruidas. Todo ello representa el 75% de las pérdidas totales alemanas en la Segunda Guerra Mundial.

La diferencia en la escala militar es aplastante. En Normandía se registraron 10.000 muertos aliados, 4.300 de ellos británicos y canadienses y 6.000 americanos. En las grandes batallas del este, los muertos se contaban en centenares de miles. En la batalla de Moscú participaron unos 3 millones de soldados y 2.000 tanques. La URSS utilizó allí la mitad de su ejército, Alemania una tercera parte. En el Alemein, una batalla importante del otro frente, los alemanes disponían entre 60.000 y 70.000 soldados.

La escala del sufrimiento humano también es incomparable. La geopolítica de Hitler no tenía prevista la existencia de un estado ruso en Europa y en su escala racista los eslavos estaban muy abajo. La guerra en el este era a vida o muerte, muy diferente a la del oeste. Las ciudades y los pueblos eran destruidos, frecuentemente con sus habitantes. Murieron uno de cada cuatro habitantes de Bielorrusia, uno de cada tres de Leningrado, Pskov y Smolensk.

El esfuerzo angloamericano en el continente no empezó hasta que, en 1943, quedó claro que la URSS había parado el embate y que la derrota de Alemania era inevitable. Con otra actitud seguramente se hubieran evitado muchos muertos. Pero, ¿habría habido «segundo frente» si las cosas le hubieran ido bien a Hitler en el este?

Desde la firma del acuerdo británico-soviético sobre acciones militares comunes contra Alemania de julio de 1941, Stalin pedía la apertura de un «segundo frente» en Europa, es decir un desembarco aliado que aliviara la presión soportada por la URSS. La respuesta se demoró mucho.

El invierno de 1941, con los alemanes a las puertas de Moscú, fue crítico. Aquel año la URSS sufrió la mitad de las bajas militares de toda la guerra, 9 millones entre muertos, heridos y presos (dos terceras partes de los 27,6 millones de muertos soviéticos en la guerra fueron civiles), pero sólo recibió el 2% del total de los suministros que sus compañeros de coalición le enviaron durante toda la guerra.

Los documentos desclasificados de los archivos soviéticos están llenos de declaraciones de aliados occidentales que abundaban en la inconveniencia de apresurarse. ¿Por qué no dejar que las dos fieras se devoraran entre sí?

Visto desde Moscú, los angloamericanos desembarcaban en los lugares más alejados y menos relevantes para aliviar la presión sufrida por la URSS; primero en el norte de África (noviembre de 1942), luego en Sicilia (julio del 43), a continuación dos veces en Italia continental (en septiembre del 43 y en enero del 44), y sólo a menos de un año del fin de la guerra (en junio del 44) en Normandía.

Para entonces, el ejército soviético ya hacía 6 meses que había llegado a la frontera polaca de preguerra. Las democracias debían darse prisa si querían tomar alguna posición en Europa y evitar que «los rusos» volvieran a llegar a París, como habían hecho en el pasado.

Una manifiesta desconfianza presidió la alianza antifascista soviético-occidental desde sus mismos inicios. Sus motivos eran muchos y diversos. De parte occidental se acepta, por ejemplo, que el pacto germano-soviético de 1939 evidenció el parentesco entre nazismo y estalinismo. De las vergüenzas de las democracias, de su actitud ante el fascismo en vísperas de la guerra y de sus parentescos imperiales con Hitler y Mussolini, apenas se habla. Seguramente a causa de su manifiesta actualidad.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, aquellos políticos democráticos de Europa y América que luego «salvarían a Europa» mantenían un idilio con Hitler y Mussolini. Estados Unidos había apoyado al dictador italiano desde su llegada al poder en 1922. Sus desmanes se comprendían, porque conjuraban la amenaza bolchevique. Las inversiones americanas en Italia y en la Alemania fascista no disminuían, sino aumentaban, en los años treinta.

«Hitler ha prestado grandes servicios no solo a Alemania, sino a toda Europa Occidental, al cerrar el paso al comunismo (…) por eso es legítimo ver en Alemania un muro de contención occidental del bolchevismo», decía en 1938 el Secretario de exteriores británico, Lord Halifax.

Sobre la base común de aquella «contemporización», Londres y Berlín podían llegar a un «entendimiento». Halifax estaba dispuesto a conceder a Alemania todo lo que pidiera; «Danzig, Austria y Checoslovaquia», con tal de que esas anexiones se llevaran a cabo, «de forma pacífica y evolutiva».

Los principios de aquella Europa se habían retratado igualmente en su actitud ante la República Española.

La idea de que los proyectos de Hitler eran asumibles, que todo el mundo podía integrarse en ellos, y que la amenaza estaba en otra parte, era común en los gobiernos de la Europa de finales de los 30. Con Neville Chamberlain como jefe de gobierno en Londres y Edouard Daladier en París, las democracias calificaban de «paz con honor» la entrega de Checoslovaquia al Reich practicada por la Conferencia de Munich.

El ministro de exteriores polaco, Jozef Beck, prometía apoyar la reclamación nazi sobre Austria y tener en cuenta los intereses del Reich ante un «eventual ataque (polaco) contra Lituania». El embajador polaco en París, Lukaszewicz, explicaba a sus colegas norteamericanos que lo que estaba en juego en Europa era una lucha entre el nazismo y el bolchevismo, en cuyo campo incluía a «agentes de Moscú» como el Presidente checoslovaco, Edvard Benes. «Alemania y Polonia pondrán a los rusos en fuga en tres meses», decía el embajador, en vísperas de que la agresión contra su propio país marcara el inicio «oficial» de la Segunda Guerra Mundial.

Para entonces, aquella guerra tenía ya ocho años de historia en el mundo. El mundo de los dominios imperiales de Asia y África, donde la guerra, el atropello, la invasión y el racismo, no contaban, mientras no colisionaran con los propios intereses.

En 1931 los japoneses se habían apoderado de un trozo de China mayor que Francia. En 1933 y 1935 habían expandido su invasión a otras tres provincias chinas, practicando su guerra química y bacteriológica con experimentos en la población civil.

En 1935 Italia invadía Abisinia, con el Mariscal Badoglio utilizando gas mostaza contra la población civil.

En julio de 1939 el gobierno británico declaraba, «reconocer por completo la situación actual en China».

Ni Londres ni Washington protestaron o se opusieron al ataque japonés contra Mongolia, retaguardia de la URSS, a partir de mayo de 1939 y que, en la batalla de Jaljyn Gol ocasionó una cifra de muertos «comparable sino superior» (Valentin Falin) a la de toda la campaña de la invasión alemana de Francia de mayo-junio de 1940.

No pasaba nada y el encargado de la «India Office», Leopold Amery, explicaba por qué con toda claridad, al defender la agresión japonesa contra China en la Cámara de los Comunes; «si condenamos lo que Japón ha hecho en China, tendremos que condenar igualmente lo que Inglaterra hizo en Egipto y la India».

En un libro escrito en una prisión británica entre abril y septiembre de 1944, coincidiendo con el desembarco de Normandía, Nehru, fundador de la nueva India explicaba así la situación: «Tras algunas de aquellas democracias había imperios en los que no había democracia alguna y donde reinaba el mismo tipo de autoritarismo (racista) que se asocia con el fascismo, así que era natural que aquellas democracias occidentales sintieran algún tipo de unión ideológica con el fascismo, por mucho que les disgustara algunas de sus expresiones más vulgares y brutales».

«La política británica había sido casi ininterrumpidamente profascista y pronazi», recapitulaba Nehru en su celda del Fuerte de Ahmadnagar, pero todo se acabó, cuando se vio que aquel «aliado natural», aquel pariente, se volvía contra los intereses occidentales.

«Se hizo cada vez más obvio que, pese al deseo de calmar a Hitler, éste se estaba convirtiendo en el poder dominante en Europa, desmontando por completo el antiguo equilibrio y amenazando los intereses vitales del Imperio Británico».

El resultado fue una alianza forjada sobre las circunstancias y la estupidez de Hitler, quien, si hubiera atacado primero a la URSS en lugar de atacar a Polonia, habría sido aplaudido por las democracias. Esta idea fue expresada al final de la guerra por el propio Hitler en un texto poco conocido.

En febrero de 1945, Martin Bormann recogió varios monólogos de Hitler que tienen valor de testamento político. Dos meses antes del final, Hitler coincidía en ellos, con la tónica de los políticos británicos y americanos de antes de la guerra, al reflexionar sobre los errores que habían conducido a la derrota.

La campaña contra Rusia era «inevitable», decía. Su problema era haberla desencadenado en un momento poco adecuado. La guerra en dos frentes había sido un error, reconocía, pero la responsabilidad última era de americanos y británicos, con quienes habría sido posible llegar a un acuerdo.

«La guerra contra América es una tragedia». «Ilógica y carente de todo fundamento». Sólo la «conspiración judía contra Alemania» la había hecho posible.

Cargada de delirios, su mirada al futuro, contenía un pronóstico del mundo bipolar que se avecinaba: «Con la derrota del Reich y la aparición de los nacionalismos asiáticos, africanos y puede que sudamericanos, sólo quedarán en el mundo dos potencias capaces de confrontarse; Estados Unidos y la Rusia soviética. Las leyes de la historia y de la geografía, las empujarán hacia una prueba de fuerza, sea militar o económica e ideológica».

El aparato de propaganda y relaciones públicas más formidable de la historia ha fabricado su leyenda sin apenas fisuras. Hollywood, la industria mediática en manos de magnates, los sistemas de alimentación oficial de esa industria y, por supuesto, el ejército de conformistas bien pagados encargado de transmitirla, han escrito la versión más conveniente. La historia es suya. Llegamos así al discurso de George Bush en la celebración del aniversario del desembarco.

Reivindicando lo único positivo que la intervención militar extranjera de Estados Unidos tiene en su haber en más de medio siglo, el Presidente vende su actual cruzada.

Obteniendo la merecida gratitud que los franceses, italianos, belgas y holandeses le deben al soldado Ryan, pretende mantener el vasallaje europeo ante la larga lista de crímenes impunes cometidos por el militarismo americano desde entonces.

El hombre que, según las encuestas, encarna la guerra y promueve la desestabilización global, para la mayoría de los europeos, habla hoy en Normandía de moral, de libertad y de principios, y recibe el tributo y el aplauso de los dirigentes de la «vieja Europa».

La generosidad y el heroísmo de los 10.000 caídos en aquellas playas francesas sirve, así, para reivindicar su «guerra contra el terrorismo», la destrucción de los frágiles rudimentos del derecho internacional y del control de armamentos, la agresión preventiva o «humanitaria», el armamentismo y la banalización del uso del arma nuclear en guerras convencionales. Es el momento de recordar quien era el máximo representante de esas mismas tendencias en el mundo de hace 60 años.

La guerra no la ganó el soldado Ryan en Normandía, pero un indigno peligroso reivindica su gloria.

(Publicado el 4 de junio de 2004)

(Referencias bibliográficas: Jawaharlal Nehru, The Discovery of India. 
Valentin Falin, Zweite Front, Die Interesen Konflikte in der Anti-Hitler Koalition. 
Hitler & Stalin, Parallel Lives, Alan Bullock.)

Fuente: Rafael Poch de Feliu

lunes, 15 de abril de 2024

Los historiadores descubren que una prestigiosa revista médica ignoró las atrocidades nazis.

El New England Journal of Medicine publicó un artículo condenando su propio historial durante la Segunda Guerra Mundial.

Un nuevo artículo en el New England Journal of Medicine, una de las publicaciones de investigación médica más antiguas y estimadas, critica a la revista por prestar sólo “atención superficial e idiosincrásica” a las atrocidades perpetradas por los nazis en nombre de la ciencia médica.

La revista fue “un caso atípico en su cobertura esporádica del ascenso de la Alemania nazi”, escribieron los autores del artículo, Allan Brandt y Joelle Abi-Rached, ambos historiadores médicos de Harvard. A menudo, la revista simplemente ignoraba las depredaciones médicas de los nazis, como los horribles experimentos realizados con gemelos en Auschwitz, que se basaban en gran medida en la espuria “ciencia racial” de Adolf Hitler.

En contraste, otras dos revistas científicas importantes, Science y el Journal of the American Medical Association, cubrieron las políticas discriminatorias de los nazis durante el mandato de Hitler, señalaron los historiadores. La revista New England no publicó un artículo “condenando explícitamente” las atrocidades médicas de los nazis hasta 1949, cuatro años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo artículo, publicado en la edición de esta semana de la revista, es parte de una serie iniciada el año pasado para abordar el racismo y otras formas de prejuicios en el establishment médico. Otro artículo reciente describió la entusiasta cobertura de la eugenesia por parte de la revista a lo largo de las décadas de 1930 y 1940.

"Aprender de nuestros errores del pasado puede ayudarnos a seguir adelante", afirmó el editor de la revista, el Dr. Eric Rubin, experto en enfermedades infecciosas de Harvard. “¿Qué podemos hacer para asegurarnos de no caer en el mismo tipo de ideas objetables en el futuro?”

En los archivos de la publicación, el Dr. Abi-Rached descubrió un artículo que respaldaba las prácticas médicas nazis: “Cambios recientes en el seguro médico alemán bajo el gobierno de Hitler”, un tratado de 1935 escrito por Michael Davis, una figura influyente en la atención médica, y Gertrud Kroeger. una enfermera de Alemania. El artículo elogiaba el énfasis de los nazis en la salud pública, que estaba impregnada de ideas dudosas sobre la superioridad innata de los alemanes.

“No hay ninguna referencia a la gran cantidad de leyes persecutorias y antisemitas que se aprobaron”, escribieron el Dr. Abi-Rached y el Dr. Brandt. En un pasaje, el Dr. Davis y la Sra. Kroeger describieron cómo se obligaba a los médicos a trabajar en los campos de trabajo nazis. El deber allí, escribieron alegremente los autores, era una “oportunidad de mezclarse con todo tipo de personas en la vida cotidiana”.

“Aparentemente, consideraban que la discriminación contra los judíos era irrelevante para lo que consideraban un cambio razonable y progresista”, escribieron el Dr. Abi-Rached y el Dr. Brandt.

Sin embargo, en su mayor parte, los dos historiadores se sorprendieron de lo poco que la revista tenía que decir sobre los nazis, que asesinaron a unas 70.000 personas discapacitadas antes de dedicarse a la masacre de los judíos de Europa, así como de otros grupos.

“Cuando abrimos el cajón del archivo, no había casi nada allí”, dijo el Dr. Brandt. En lugar de descubrir artículos que condenaban o justificaban las perversiones de la medicina por parte de los nazis, había algo más desconcertante: una evidente indiferencia que duró hasta mucho después del final de la Segunda Guerra Mundial.

La revista reconoció a Hitler en 1933, el año en que comenzó a implementar sus políticas antisemitas. Siete meses después del advenimiento del Tercer Reich, la revista publicó “El abuso de los médicos judíos”, un artículo que hoy probablemente enfrentaría críticas por falta de claridad moral. Parecía basarse en gran medida en informes del New York Times.

"Sin proporcionar ningún detalle, el aviso informaba que había algunos indicios de 'una amarga e implacable oposición al pueblo judío'", decía el nuevo artículo.

Otras revistas vieron más claramente la amenaza del nazismo. La ciencia expresó alarma por la “crasa represión” de los judíos, que tuvo lugar no sólo en la medicina sino también en el derecho, las artes y otras profesiones.

“La revista y Estados Unidos tenían una visión de túnel”, dijo John Michalczyk, codirector de Estudios Judíos del Boston College. Las corporaciones estadounidenses hicieron negocios con avidez con el régimen de Hitler. El dictador nazi, a su vez, vio con buenos ojos la matanza y el desplazamiento de los nativos americanos y trató de adoptar los esfuerzos eugenésicos que habían tenido lugar en todo Estados Unidos a lo largo de principios del siglo XX.

"Nuestras manos no están limpias", dijo el Dr. Michalczyk.

La Dra. Abi-Rached dijo que ella y Brandt querían evitar ser “anacrónicos” y ver el silencio de la revista sobre el nazismo a través de una lente contemporánea. Pero una vez que vio que otras publicaciones médicas habían tomado un rumbo diferente, el silencio de la revista adquirió un nuevo significado. Lo que se dijo quedó eclipsado por lo que nunca se dijo.

"Estábamos buscando estrategias para comprender cómo funciona el racismo", dijo el Dr. Brandt. Parecía funcionar, en parte, a través de la apatía. Más tarde, muchas instituciones afirmarían que habrían actuado para salvar a más víctimas del Holocausto si hubieran conocido el alcance de las atrocidades de los nazis.

Esa excusa suena hueca para los expertos que señalan que hubo suficientes informes de testigos presenciales como para merecer la acción.

"A veces, el silencio contribuye a este tipo de cambios radicales, inmorales y catastróficos", dijo el Dr. Brandt. "Eso está implícito en nuestro artículo".

By Alexander Nazaryan
April 6, 2024 NYT.

miércoles, 24 de mayo de 2023

Los nazis de la OTAN

En mayo de 1945, el Institut français d’opinion publique reveló que el 57 por ciento de los franceses entendían que la Unión Soviética había sido la potencia que había derrotado a la Alemania de Hitler. Sólo el 20 por ciento consideraba que se debía a la intervención de Estados Unidos. Para 2004, los franceses pensaban exactamente lo contrario: sólo el 20 por ciento atribuían un rol relevante a los soviéticos y sus 27 millones de muertos.

El caso de los alemanes no es muy distinto. Aunque Alemania enfrentó la historia del nazismo con más coraje y más éxito que lo hicieron los estadounidenses con la esclavitud, la Confederación y la Guerra Civil, también pecó de amnesia programada con respecto al rol jugado por la Unión Soviética en su liberación.

En marzo de 1952, el malo y exaliado de Gran Bretaña y Estados Unidos, Joseph Stalin, le envió a Washington, Paris y Londres una propuesta para resolver la nueva escalada militarista. La propuesta consistía en unificar Alemania, no obligando que la parte occidental se convirtiese al comunismo sino que la Alemania comunista adoptase el sistema de democracia liberal de la Alemania capitalista. A cambio, Stalin proponía el retiro inmediato de todas las fuerzas de ocupación de la nueva Alemania unificada, el establecimiento de un ejército propio, independiente, pero neutral y libre de alianzas. El acuerdo de paz también aliviaría a una Unión Soviética degastada por la guerra y con desventaja militar.

La propuesta fracasó cuando Bonn y Washington aceptaron el regalo de la Alemania comunista pero no lo que demandaba Moscú a cambio, es decir, la neutralidad de la Alemania unificada y el enfriamiento de la escalada armamentista. El Plan A de Occidente era integrar a la Alemania occidental al sistema militar del bloque capitalista antes de cualquier otra negociación. A lo largo de ese año, Stalin envió tres propuestas más, con el mismo resultado.

En los años 80s, los archivos desclasificados mostraron que las propuestas de Stalin iban en serio, pero en 1952 se acusó a Moscú de proponer un imposible con fines propagandísticos. El más que razonable plan de paz del mayor aliado de Occidente contra los nazis pocos años antes, fracasó. El objetivo de Washington, Bonn y Londres era continuar expandiendo su maquinaria militar a cualquier precio. Todo en nombre de la democracia y la libertad.

En 1961, la OTAN nombró al general Adolf Bruno Heusinger como jefe de su poderoso Comité Militar en Washington. Heusinger había sido uno de los más cercanos oficiales de Hitler (el tercero en la línea de mando) que nunca fueron condenados por las potencias vencedoras de Occidente, sino todo lo contrario: como fue el caso de otros miles de nazis menos conocidos, fueron premiados a cambio de su pasión y conocimiento en “la lucha contra el comunismo”. El nombramiento de Heusinger se produjo cuando la Unión Soviética lo reclamó para ser juzgado por sus crímenes de guerra, sobre todo durante la invasión nazi a los países de la Europa del Este y de la misma Rusia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

Aparte de su nombramiento como jefe militar de la OTAN, Heusinger fue condecorado por Estados Unidos con la medalla Legion of Merit, creada por Franklin D. Roosevelt. Heusinger la colgó junto con la Cruz de Hierro y la Cruz Nazi al Mérito de Guerra, otorgadas por Hitler, entre otros ornamentos que los militares importantes se cuelgan en las fiestas de sociedad. En 1971, Johannes Steinhoff, también honrado con una Cruz de Hierro nazi, fue nombrado jefe militar de la OTAN. Ernst Ferber, condecorado con la Cruz de Hierro fue nombrado jefe de las Fuerzas Aliadas de Europa Central de la OTAN en 1973. Karl Schnell también recibió la Cruz de Hierro nazi y también sucedió al General Ferber como como jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central en 1975. Franz Joseph Schulze también recibió una Cruz de Hierro nazi y fue nombrado jefe de las Fuerzas Aliadas de Europa Central de la OTAN en 1977. Entre otros…

Nada de esto debe sorprender si consideramos que la misma idea de una OTAN había surgido en la Alemania nazi como una forma de alianza con el bloque capitalista contra los soviéticos. Alianza que, a nivel empresarial, político y económico, ya existía mucho antes de que estallara la guerra. Heinrich Himmler, uno de los principales organizadores del ahora llamado Holocausto judío, fue uno de los primeros en proponer esta idea. Reinhard Gehlen, Hans Speidel, Albert Schnez y Johannes Steinhoff, otros de los militares nazis más poderosos, protegidos y premiados por Occidente, tuvieron más suerte y fueron empleados por Washington y la CIA, todos unidos por un nuevo enemigo común (el exaliado en tiempos de guerra) y con un plan claro de alianza militar que se llamó OTAN.

Existían dos razones a la luz del día para la negativa de las potencias occidentales a la propuesta de Stalin de 1952. Como desarrollamos en otros libros, las palabras crean la realidad que creemos es independiente de las palabras. La primara razón era puramente militarista, resumida en lo que el presidente Eisenhower consideró uno de los mayores peligros para la democracia y, en 1961, llamó el “complejo industrial militar”. La segunda razón también procede de las profundidades de la historia: en solo treinta años, la Unión Soviética había realizado una de las proezas económicas y sociales más impresionantes de la historia moderna, todo a pesar de haber sido el país que más sufrió, social y económicamente, en su lucha contra el nazismo.

El objetivo era, a cualquier precio, evitar el mal ejemplo del éxito ajeno. Aunque la propaganda de “los medios libres” insistieran en lo contrario, la inteligencia de los países occidentales no veían ninguna posibilidad de alguna invasión militar soviética. Que Stalin confirmase dichos informes con una propuesta que apuntaba a reducir la tensión belicista del mundo capitalista era inaceptable.

Cuando la Unión Soviética cometió suicidio en 1991 (en condiciones mucho peores, Cuba mantuvo su sistema comunista), Rusia cayó en una crisis económica y social al mejor estilo capitalista, empeorando casi todos los indicadores sociales; una especie de regreso a la Rusia zarista, pero los poderosos medios lo vendieron como una “salida de la crisis” festejando la apertura de un gigante McDonald’s en Moscú como símbolo de libertad y de alimentación democrática.

Toda esta historia, como otros casos, fue olvidada. Según Stephane Grimaldi, director del Museo Caen Memorial: “En 1945, el gran aliado era Stalin y la Unión Soviética; su papel estaba absolutamente claro para los franceses”. Pero el efecto Guerra Fría y la masiva propaganda cultural de Hollywood, el mayor creador de mitos modernos del siglo XX, dio vuelta el juicio sobre un hecho relevante del pasado. Lo mismo hizo Hollywood con la mitificación de la guerra contra México en 1845 con películas como The Alamo. Lo mismo con el lavado moral del rol de la Confederación en la Guerra Civil. Más recientemente, lo mismo hizo con la invención de un triunfo moral (similar al del Sur durante la “reconstrucción”) en la Guerra de Vietnam con innumerables películas, aparte de libros, del apoyo de una prensa funcional y un periodismo mayoritariamente obediente.

Ahora que Rusia no es más comunista, queda clara la paranoia calvinista por mantener al resto de la humanidad bajo control moral y productivo, a cualquier precio y en nombre de la libertad y la democracia.


jueves, 11 de mayo de 2023

SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. Rudolf-Christoph von Gersdorff, el oficial nazi que trató de matar a Hitler hace 80 años.

El suyo fue solo uno de los varios intentos realizados por oficiales del Ejército alemán, y fue uno de los pocos conspiradores que sobrevivieron a la guerra

El 21 de marzo de 1943, hace exactamente 80 años, Rudolf-Christoph von Gersdorff, un oficial del Ejército alemán, dispuesto a morir para liberar a su país de la sombra del nazismo, trató de asesinar a Adolf Hitler. Entre 1943 y 1944, hubo al menos cinco intentos de asesinato en su contra. Este fue el segundo. Aunque su plan fracasó —al igual que los otros— su plan es testimonio de la oposición al nazismo dentro de las líneas militares alemanas, y de la valentía de aquellos que trataron de cambiar el futuro de Alemania.

Gersdorff comenzó su carrera militar en Alemania en 1925, en el 7º Regimiento de Caballería y llegó a ser ayudante de regimiento en Breslau en 1933. En 1938, fue transferido a la Academia de Guerra en Berlín, y formó parte de la ocupación de Sudetenland (zonas de Checoslovaquia que Alemania quería anexar). Posteriormente, en 1939, su unidad fue desplegada durante la invasión de Polonia y actuó como oficial de estado mayor en la ofensiva contra Francia.

Desde 1941, se convirtió en oficial de contrainteligencia del Heeresgruppe Mitte (Grupo de Ejércitos Centro), donde se integró a un grupo de conspiradores que estaban informados sobre los crímenes de guerra en contra de los prisioneros de guerra soviéticos y del asesinato en masa de personas judías por el Einsatzgruppe B (uno de los escuadrones paramilitares de la muerte en la Alemania nazi).

Entre los conspiradores se encontraba Henning von Tresckow, una figura clave de la resistencia del ejército alemán, quien fue reclutado por Friedrich Olbricht, jefe de la oficina, también involucrado en los planes de derrocar a Hitler y de organizar un golpe de Estado, definiendo una estructura clara de cómo se vería el Gobierno después de su muerte.

Originalmente, el plan para asesinar a Hitler iba a ser llevado a cabo por Tresckow bajo la dirección de Olbricht desde Berlín. El 13 de marzo, el dictador visitaría a soldados en el Frente Oriental en Smolensk. Ahí, un grupo de oficiales le dispararían al mismo tiempo después de una señal. Sin embargo, Günther von Kluge, un comandante del Centro le pidió a Tresckow cancelar el plan, señalando que era demasiado pronto y que, al no estar presente Heinrich Himmler (figura clave de la SS, y uno de los hombres más cercanos a Hitler que también buscaban asesinar), existía el riesgo de iniciar una guerra civil entre la SS y el Ejército Alemán.

Al haber fallado, Tresckow intentó otro asesinato colocando una bomba en un avión en el que viajaría Hitler. Sin embargo, esta no fue detonada.

El plan del 21 de marzo
Después del plan fallido de Tresckow, Gersdoff señaló que estaba dispuesto a dar su vida por Alemania en otro intento de asesinato. El 21 de marzo de 1943, Hitler hizo una visita a la Zeughaus de Berlín, una vieja armería donde se guardaban armas soviéticas. Esta visita formaba parte del Heldengedenktag, una fiesta pública en la que se conmemoraba a los caídos en enfrentamientos militares. Al ser tan importante, se esperaba que el dictador pasara bastante tiempo en el lugar, siendo ideal para llevar a cabo otro plan.

Gersdorff era el guía de la visita de Hitler a la Zeughaus. Previamente, el oficial había obtenido explosivos, los cuales colocó en los bolsillos de su abrigo, y los activó para una detonación en 10 minutos. Su plan era arrojarse sobre Hitler en un abrazo que resultaría en una explosión que los mataría a ambos, y posiblemente a otros de los asistentes, entre los que estaban Heinrich Himmer, Hermann Göring, Wilhelm Keitel y Karl Dönitz, todos cercanos a Hitler.

Sin embargo, el líder nazi pasó rápido por el museo, en menos de 10 minutos, lo que impidió que se pudiera realizar el ataque. Gersdorff se quedó con las bombas, y las logró desactivar de último momento. Posteriormente, fue enviado al Frente Oriental para evitar sospechas.

Gersdorff también obtuvo explosivos que después serían usados por otro conspirador, Claus Schenk Graf von Sauffenberg, para otro intento de asesinato.

El oficial fue uno de los pocos conspiradores que sobrevivió la guerra. Otros fueron presos y torturados. Gracias a su silencio, Gersdorff evitó ser arrestado y ejecutado.

Después de la guerra
Al terminar la guerra, Gersdoff participó en la División Histórica del Ejército de Estados Unidos, donde generales alemanes escribieron estudios operacionales de la Segunda Guerra Mundial.

Siendo considerado un traidor por algunos oficiales, fue rechazado de la Bundeswehr, las fuerzas armadas de Alemania Occidental, lo que impidió que pudiera continuar con su carrera militar.

Dedicó su vida a la beneficencia en la Orden de St. John, una rama de una orden militar católica, fundando una organización humanitaria que hasta 2017 tenía 37.000 voluntarios activos y más de 1,3 millones de miembros registrados.

Aunque la visión sobre Gersdorff ha sido positiva debido a su involucramiento en la oposición a Hitler, en años recientes su imagen ha sido revaluada. El historiador Joannes Huerter, del Instituto de Historia Contemporánea de Múnich, resalta que al inicio muchos de los conspiradores estaban informados de los primeros asesinatos en masa, colaborando en ellos, ya que esos crímenes parecerían menos horribles si se sopesaban con la oportunidad de vencer a la Unión Soviética. Una vez que notaron que el riesgo militar no valió la pena y que los asesinatos se convirtieron en genocidio, reconsideraron su postura.

https://elpais.com/internacional/2023-03-21/rudolf-christoph-von-gersdorff-el-oficial-nazi-que-trato-de-matar-a-hitler-hace-80-anos.html

martes, 2 de mayo de 2023

El combate que soldados alemanes y estadounidenses libraron codo a codo contra tropas de las Waffen-SS.

La batalla del castillo de Itter es uno de los episodios más increíbles de la Segunda Guerra Mundial, descrita por Stephen Harding en un libro extraordinario, pide a gritos un Spielberg para llevarla a la pantalla

Que tropas del ejército regular alemán, la Wehrmacht, combatieran contra el cuerpo de combate de las SS, las Waffen-SS, era algo que pensaba que sólo había ocurrido en alguna película o novela. De hecho, que soldados alemanes lucharan en el campo de batalla contra otros soldados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial (y no fuera por equivocación, i. e.: el pelotón del sargento Steiner diezmado por fuego amigo en La Cruz de Hierro) únicamente lo había visto en un tebeo de Hazañas bélicas en el que hacia el final de la contienda un regimiento de la Wehrmacht se enfrentaba a tropas fanatizadas de su país para impedir que masacraran a efectivos de un regimiento británico con el que, descubrían al ver que llevaban las mismas insignias, habían estado hermanados y servido juntos durante las guerras napoleónicas, lo que crea muchos lazos…

Podría añadir la escena de arranque de Ha llegado el águila, en la que los paracaidistas del coronel Steiner (sin parentesco que se sepa con el sargento más allá de lo bien que nos caen James Coburn y Michal Caine; no nos cae bien en cambio el general de las SS Félix Steiner) casi llegan a las manos, bueno, las Schmeissers MP-40, con una unidad de las SS al tratar de salvar, infructuosamente, a una niña judía. Hay casos por supuesto de militares alemanes peleando con sus armas contra militares alemanes, desde Doce del patíbulo y El desafío de las águilas a Malditos bastardos, pasando por Tobruk, pero se trata en esos casos de comandos Aliados disfrazados. En alguna novela de Sven Hassel, vemos cómo Porta, Hermanito y sus camaradas del frente liquidan a algunos nazis. Y Von Stauffenberg, claro, mató a varios de sus propios colegas oficiales en el atentado contra Hitler del 20 de julio en la Guarida del Lobo y luego se lio a tiros en el Benderblock en Berlín al fracasar la operación Valkiria. Pero no hablamos de verdadero combate en el campo de batalla.

En realidad, tras el libro que desmontó el mito de una Wehrmacht de manos limpias contrapuesta a unas SS tintas de sangre, Los crímenes de la Wehrmacht (Crítica, 2010), sabemos perfectamente que Wehrmacht y SS iban bastante al unísono. Por eso me ha impresionado tanto descubrir la historia de la Batalla por el Castillo de Itter. En esa batalla, en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial, el 5 de mayo de 1945, con Hitler ya muerto y la rendición de Alemania a la vuelta de la esquina, soldados de EE UU, efectivos de la Wehrmacht y prisioneros de guerra franceses combatieron codo con codo contra tropas de la 17ª división SS de Granaderos Panzer Gotz von Berlichingen -el potente nombre venía de un caballero imperial franconio que portaba una mano artificial de hierro, de ahí el emblema de la unidad; también le dijo al obispo de Bamberg que ya podía besarle el culo (primera mención atestiguada históricamente de la expresión), pero esa es otra historia-. El episodio del castillo es bien conocido, por lo visto, de muchos aficionados a la Segunda Guerra Mundial (hasta hay un juego de mesa y reconstrucciones virtuales), pero he de reconocer que yo, que leí a Cornelius Ryan antes que a Enid Blyton y ya sabía decir “Sturmbannführer” cuando hice la Primera Comunión, no tenía ni idea.

Ha sido ahora al caer en mis manos el espléndido The last battle, de Stephen Harding (Hachette Books, 2020), obra de referencia sobre el asunto, que me he enterado de ese extraño capítulo de la segunda contienda. Acabé el otro día el libro tras devorar sus doscientas sensacionales páginas en una sentada y todavía estoy que no me lo creo. ¡Qué historión! Baste con decir que el amigo Andrew Roberts en su crítica del libro se preguntaba, con razón, cómo Steven Spielberg podía haberse perdido semejante historia, que tiene algunos puntos en común —el ataque de tropas de las Waffen-SS a un pequeño grupo de combatientes que defiende en inferioridad una posición—. “Parte El desafío de las águilas, parte Los cañones de Navarone, esta historia es tan excitante y tan descabellada como ellas, aunque a diferencia de esas icónicas películas de guerra, cada palabra de The last battle es verdad”, señala Roberts. Y yo no lo diré mejor.

La historia de la batalla del castillo de Itter es alucinante, y mientras vas pasando las páginas de la minuciosa reconstrucción de Harding los acontecimientos que se suceden son más asombrosos aún. Viniendo como venía de un castillo de la Segunda Guerra Mundial, el de Colditz, por el libro de Ben Macintyre (Crítica, 2023), me sorprendió encontrarme con otro, el de Itter, que también sirvió de prisión y fue escenario de aventuras aún más emocionantes. El castillo de Itter, está en Austria, en el Tirol, en una colina cerca del pueblo del mismo nombre. Con una historia muy interesante que se remonta al siglo X y en la que figuran cacerías de brujas, las estancias de Liszt, Wagner y Tchaikovsky y su transformación en hotel en los años veinte con aire de castillo de cuento de hadas, el Schloss Itter —que tras la Segunda Guerra Mundial fue alquilado en parte por Niki Lauda y actualmente está en manos privadas— fue expropiado por las SS, que eso sí que es un fondo buitre, y convertido en campo de prisioneros en 1943. Se lo destinó a prisioneros especiales: si en Colditz eran grandes expertos en fugas, Itter fue para famosos y en el momento que nos ocupa retenía a un puñado de presos VIP franceses (muchos de ellos a la greña por quítame allá un colaboracionismo), como Édouard Daladier, Paul Reynaud, Jean Borotra, los generales Maurice Gamelin y Maxime Weygand, Michel Clemenceau (hijo del político) y Marie-Agnès Cailliau, née De Gaulle, hermana mayor del general de la Francia Libre.

Dependiente del campo de Dachau, el castillo contaba con una guarnición de miembros de la SS-Totenkopfverbände bajo el mando del capitán de las SS Sebastian Wimmer, un bruto con experiencia en Majdanek, que ya es currículo. Sus misión era mantener a los franceses como rehenes y posible moneda de cambio y matarlos en cuanto recibiera órdenes de hacerlo. Cuando las tropas de EE UU llegaron a la zona, preocupados por los rumores del refugio alpino en que se habrían concentrado los nazis más irreductibles y con las ganas que puede imaginarse de los soldados de convertirse en las últimas bajas de la guerra a punto de acabar, les llegaron noticias de los prisioneros franceses del castillo y de que su suerte pendía de un hilo.

La situación en el área de Itter era compleja, con unidades die-hard de las Waffen-SS pululando cabreadas (es lo que tiene cuando has llegado casi al Cáucaso y acabas defendiendo el Tirol, y además tu Führer se ha suicidado), fogueadas tropas de montaña (Gebirsjäger), soldados de la Wehrmacht dispuestos a luchar lo justito, Juventudes Hitlerianas, Volksturm, miembros de la resistencia antinazi austriaca (¡los había!) armados por la OSS y civiles prestos a izar la bandera blanca, además de un par de tanques Tiger. Ese batiburrillo y las incertidumbres del momento explican el lío que se montó en torno al castillo de Itter y en el que tuvieron un papel decisivo el mayor de la Wehrmacht Josef Sepp Gangl, un héroe de guerra, premiado con la Cruz de Hierro de Primera Clase y la Cruz Alemana en oro pero proclive a acabar con la guerra y evitar más sufrimiento; el capitán de las Waffen-SS Kurt-Siegfried Schrader, también un combatiente experimentado que había luchado en Leningrado, Caen y el puente de Remagen, y también desafecto ya al III Reich, y el teniente tanquista de Nebraska John Carey Lee, ex jugador de fútbol americano, bebedor empedernido y otro fogueado militar que llegaba al corazón de Krautland tras cruzar media Europa peleando a bordo de su Sherman bautizado Besotten Jenny. Los tres se convirtieron en extraños e improbables camaradas de armas.

Mientras la situación en el castillo se desmadraba, Wimmer huía con los guardias SS, tomaba el mando Schrader, partidario de rendir la fortaleza; los franceses se hacían con armas, y efectivos de las Waffen-SS convergían sobre Itter con muy malas perspectivas para los prisioneros, se produjeron distintos intentos para contactar con las fuerzas de EE UU y pedir ayuda a fin de salvar a los VIPS galos. Finalmente, tras idas y venidas para parlamentar en bicicleta y Kübelwagen, peligrosas pero también dignas de Qué hiciste en la guerra, papi, se congregaron para defender el castillo y a los franceses Gangl con 14 oficiales y soldados de la Wehrmacht bajo sus órdenes, Lee con una decena de GI y su tanque, el SS desafecto Schrader y los propios prisioneros (que sin duda pensaban en Zinderneuf). Para no confundir propios con extraños, los alemanes aliados y valga la palabra —Lee usaba el término tame Krauts, Krauts domados— se colocaron un trozo de tela negra anudado en el brazo izquierdo. Harding describe la increíble escena de la vigilia de la batalla con los dos oficiales del III Reich condecorados y el audaz carrista estadounidense planificando juntos la defensa del castillo medieval tirolés, y de verdad que parece cosa de Alistair MacLean.

El asedio del castillo comenzó con ráfagas de ametralladoras MG-42 disparadas desde los bosques colindantes, a las que respondió el cañón del Sherman, posicionado bloqueando la entrada de la fortaleza, un poco como el Fury de Brad Pitt. Mientras, otras fuerzas estadounidenses avanzaban hacia el castillo en plan Séptimo de Caballería, en una galopada mecanizada que incluía a dos periodistas que no querían perderse tamaña historia. La ayuda era imprescindible, pues las fuerzas atacantes de las Waffen-SS, un centenar y medio de efectivos en sus uniformes de camuflaje característicos (parte de la 17ª SS Panzer) disponían de un mortífero cañón de 88 milímetros —un letal cazacarros—, uno de 75mm, y otro de 20 mm, la inmisericorde arma picadora de carne que aparece en la batalla de Ramelle al final de Salvar al soldado Ryan. Durante las horas cruciales del asedio, el Sherman fue alcanzado y destruido por un proyectil (la tripulación se salvó), y el valiente Gangl cayó muerto alcanzado en la cabeza por la bala de un francotirador mientras corría para apartar de la línea de fuego a Reynaud.

Entretanto, el más increíble mensajero había sido enviado desde el castillo para contactar con los refuerzos, explicarles la situación y guiarlos. Se trataba del francés Borotra, conocido campeón de tenis además de político y que era, lógicamente, el más en forma de los prisioneros, además de haber tratado de escapar varias veces y conocer los alrededores. Tras atravesar audazmente las filas de los Waffen-SS, Borotra fue a dar con la persona más improbable posible y que lo reconoció inmediatamente: el corresponsal de guerra franco canadiense René Levesque, futuro primer ministro del Québec, que iba con las fuerzas de socorro. El rescate, consistente en una columna de tanques, semiorugas con tropas y jeeps, arribó al castillo en un momento crítico, cuando los defensores se estaban quedando sin municiones. El primero, en verlos fue uno de los alemanes de la fortaleza que al ver los Shermans gritó, de manera alarmante para sus compañeros estadounidenses: “¡Panzer!”. Ante la llegada masiva del enemigo, en plan Wild West, los Waffen-SS se esfumaron en los bosques.

El final de la batalla del castillo de Itter fue anticlimático: los franceses VIP fueron enviados a Francia, los defensores estadounidenses se reintegraron a sus unidades y los alemanes que habían luchado a su lado fueron enviados a campos de prisioneros. El día 7 de mayo Alemania firmaba su rendición incondicional. Lee recibió la Cruz de Servicio Distinguido, la segunda condecoración más alta de EE UU tras la Medalla de Honor, “por su liderazgo y extraordinario heroísmo en acción”. Por su parte, el fallecido Gangl fue reconocido como un héroe nacional austriaco por su alianza con el movimiento de resistencia anti-nazi y su participación en la defensa del castillo. Una calle de la localidad vecina de Wörgl lleva hoy su nombre. Wimmer, el malvado oficial de las SS que escapó de la fortaleza eludió el castigo, pero se suicidó en 1952. El Waffen-SS amigo, Schrader, tras pasar un breve internamiento fue liberado y en 1953 entró como funcionario en el Ministerio del Interior del estado de Westfalia. El castillo de Itter se puede contemplar desde fuera en la actualidad, pero no visitar.

En cuanto a mí, espero volver a descubrir en mi vida algo tan excitante como la batalla del castillo de Itter, o al menos, que hagan la película…