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viernes, 1 de agosto de 2025

¿Cuándo perdieron los nazis? ¿Cuál fue la batalla más importante? Las últimas preguntas sobre la Segunda Guerra Mundial

Battle of Kursk, August 1943.
El investigador francés Olivier Wieviorka publica en el 80º aniversario del final del conflicto ‘Historia total de la Segunda Guerra Mundial’

Cuando están a punto de cumplirse 80 años del final de la Segunda Guerra Mundial —el 15 de agosto de 1945, con la rendición incondicional de Japón tras los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki—, poco a poco van desapareciendo aquellos que combatieron en ella. La época de los testigos está a punto de acabarse. El 21 de julio falleció, a los 102 años, Jake Larson, uno de los últimos veteranos del desembarco de Omaha el 6 de junio de 1944. Larson se había convertido en una estrella de TikTok, donde contaba sus experiencias durante la invasión de Europa, lo que refleja hasta qué punto el interés por el conflicto más sangriento de la historia nunca ha parado de crecer.

Los investigadores siguen estudiando cada rincón de la guerra que, entre 1939 y 1945, provocó entre 60 y 70 millones de muertos, borró del mapa ciudades enteras y durante la que los nazis llevaron a cabo el crimen de los crímenes, el Holocausto, el exterminio industrial de seis millones de judíos, contando en muchos casos con la complicidad de una parte de la población de los países ocupados. El historiador Antony Beevor la definió como “el mayor desastre provocado por el hombre”. Ochenta años después, todavía bastantes debates siguen abiertos y los investigadores continúan buscando respuestas.

El historiador francés Olivier Wieviorka, de 65 años, profesor de l’École Normale Supérieure, acaba de publicar una Historia total de la Segunda Guerra Mundial (Crítica, traducción de David León Gómez), mil páginas que resumen un conflicto que cambió la configuración del planeta en medio de un sufrimiento difícil de medir e imposible de concebir. Como hicieron antes Beevor y Max Hastings, narrar en un solo libro, de forma amena y clara, los seis años más trágicos y desafiantes del siglo XX es una auténtica hazaña bélica.

La ciudad japonesa de Hiroshima destruida tras el bombardeo atómico de agosto de 1945. Universal History Archive (Universal Images Group via Getty Images)

En esta conversación, que tuvo lugar por videoconferencia a mediados de julio, el profesor Wieviorka respondió a algunas cuestiones que siguen abiertas en el debate académico y también avanzó alguna de sus tesis, que desafían ideas bastante asentadas sobre el conflicto.

Una de las cuestiones todavía abiertas es cuándo los Aliados ganaron la guerra o, mejor dicho, el momento en que la perdieron las potencias del Eje. “Podemos decir que, desde que la guerra relámpago fracasa ante Moscú en diciembre de 1941, Hitler ha perdido la guerra”, explica Wieviorka. “Alemania no tenía la capacidad para sostener una guerra larga. En el caso de Japón se puede matizar más. Si Japón no llega a atacar a EE UU y hubiese limitado sus ambiciones a un perímetro razonable —y son muchos síes—, hubiese podido lograr los objetivos que perseguía. Desde el momento en que, por un lado, ataca a EE UU y por el otro no pone límites a su expansión asiática, se enfrenta a la vez a una potencia industrial y militar de primer orden y, por otro, tiene un enorme territorio que administrar y proteger, con líneas de abastecimiento muy amplias, y eso no lo puede sostener. Podemos decir que la hubris [arrogancia] de Alemania y Japón fueron su perdición porque sus objetivos no estaban coordinados con sus medios”.
American troops landing on Omaha Beach, June 6, 1944.

Tropas estadounidenses desembarcando en la playa de Omaha, el 6 de junio de 1945. Photo 12 (Universal Images Group via Getty Images)

Tampoco está claro cuál fue la batalla más importante de la Segunda Guerra Mundial y por qué unas, como el Desembarco de Normandía de 1944, son recordadas de manera constante, y otras, como la batalla de tanques de Kursk, entre julio y agosto de 1943, no han llegado a entrar en la imaginación popular. “En una batalla, están los hechos militares; en ese sentido, Kursk es más importante que Stalingrado. Pero no solo existen las consecuencias militares, está además todo lo que sacude la imaginación y lo que permite identificarse con sus protagonistas. Desde ese punto de vista, Stalingrado es una batalla en la que el hombre está en el centro, todo dependió de los individuos, los rusos defienden Stalingrado casa a casa, calle a calle, hay actos individuales de valor, como los francotiradores. También ocurrieron cosas abominables, como los niños a los que los nazis obligan a buscar agua en el Volga y que los rusos matan fríamente. Hay cumbres del heroísmo y cumbres del horror. Sobre el Desembarco de Normandía, existe toda una dramaturgia de la batalla: ¿va a seguir el mal tiempo? ¿Van a morder los alemanes el anzuelo de que el desembarco sería en el Pas-de-Calais? También es popular porque es una historia feliz, no hay miles de muertos en las playas, las pérdidas son menos importantes y empieza la liberación de Francia. En las grandes batallas hay una dramaturgia que interesa a la opinión pública y batallas sin dramaturgia que no han llegado a la imaginación”.

Otro de los temas que siguen suscitando polémicas 80 años después del final del conflicto es la colaboración de los pueblos ocupados en el Holocausto. En algunos casos, como ocurrió en Polonia con el Gobierno ultraconservador, se llegó a aprobar una ley que amenazaba a los historiadores incluso con penas de cárcel por sostener algo sobre lo que existen incontestables pruebas documentales: que algunos ciudadanos denunciaron y mataron a judíos durante el conflicto, como ocurrió en muchos otros países, desde Holanda hasta los países Bálticos o Francia. “Sin la colaboración de un cierto número de individuos y de regímenes, el exterminio de los judíos europeos se hubiese producido, pero no hubiese alcanzado la misma amplitud. Cuando se produjeron fenómenos de movilización, impulsados por el aparato del Estado y apoyados por la población, como en Dinamarca, o espontáneos, como ocurrió en Francia e Italia, el número de muertos fue menor. La amplitud del exterminio se explica por la complicidad de los pueblos o de los gobiernos aliados del Tercer Reich”.

El historiador Olivier Wieviorka, en una imagen cedida por la editorial Crítica. Bruno Klein

Wieviorka dedica un capítulo de su libro al ejército regular alemán, la Wehrmacht, y tiene muy claro que el relato que se forjó durante la posguerra —que solo las SS cometieron atrocidades— tenía un sólido motivo político detrás —no se podía considerar enemigos a todos los alemanes que habían combatido para poder reconstruir la paz en Europa—, pero no se correspondía con la realidad. “Era más fácil para los alemanes admitir esa idea, que el mal fue cometido por las SS. Ese mito se rompe en 1994 con una exposición sobre los crímenes de la Wehrmacht. Los alemanes se dieron cuenta de que no era el ejército limpio que pensaban, sino que había participado en los crímenes de guerra, incluso en crímenes contra la humanidad”.

También sostiene otra tesis que puede parecer bastante chocante: la inmensa mayoría de los soldados no entraron en combate. “Imaginamos la Segunda Guerra Mundial como en las películas y en las películas tiene que haber acción, así que pensamos que se trató de un combate constante. Pero los combatientes fueron relativamente limitados. Se trataba de ejércitos modernos, en los que la logística y el apoyo tienen una importancia enorme con respecto a los combatientes. Incluso hoy, en el frente de Ucrania, no combate más que una parte, el resto llevan municiones, víveres, medicamentos. En la guerra moderna hay menos combatientes que, por ejemplo, en la Guerra de Secesión estadounidense, donde lucharon el 97% de los soldados. El otro elemento es que en las operaciones de combate solo lucha una parte, porque el resto son tropas de apoyo y de refresco, que no siempre combaten”.
World war 2, battle of stalingrad, a medic rendering first aid to a wounded red army man northwest of stalingrad, january 1942 Soldados soviéticos durante la batalla de Stalingrado, en el invierno de 1942. Sovfoto (Universal Images Group via Getty Images)

La Historia total de la Segunda Guerra Mundial es un libro complejo y, a la vez, sencillo de leer porque su narración no es solo cronológica, sino también temática. Está lleno de muerte y destrucción, de seres humanos capaces de lo mejor y de lo peor y entra en todos los charcos posibles. Sostiene, por ejemplo, que el racismo nazi que produjo el Holocausto no tiene parangón en la historia, pero explica que tampoco se puede olvidar que el racismo estaba institucionalizado en otros países, por ejemplo en Estados Unidos, donde los soldados negros casi no combatieron para que no pudiesen reclamar sus derechos al volver a casa. “El humo de los crematorios de Auschwitz no nos ha protegido contra los crímenes que están por venir”, escribe con lucidez al final de un ensayo que se publicó durante la guerra de Ucrania, pero antes del exterminio en Gaza. La última frase del libro es una cita de Primo Levi, el escritor italiano superviviente de la Shoah: “Si comprenderlo es imposible, es necesario conocerlo”. Que las preguntas sigan abiertas no significa que no haya que buscar respuestas incansablemente.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Segunda guerra mundial. Los deportados españoles del Tren Fantasma: una odisea de la II Guerra Mundial

Réplica de un vagón del Tren Fantasma en Vernet, Francia.
Réplica de un vagón del Tren Fantasma en Vernet, Francia.
Hacinados en vagones de ganado, soportando el calor de uno de los veranos más extremos y sometidos a la crueldad de sus guardianes, 723 prisioneros atravesaron una Francia en la que se desarrollaban los combates por su liberación. Un tercio de ellos eran republicanos españoles.

Tras las primeras semanas de combates que siguieron al desembarco aliado en Normandía, los responsables de la ocupación alemana en Francia dieron la orden de deportar a Alemania a todos aquellos prisioneros que pudieran estar relacionados con la Resistencia. De esta manera, el 3 de julio de 1944 partió de Toulouse uno de estos convoyes que tardó nada menos que ocho semanas en completar los aproximadamente 1.400 kilómetros que le separaban del campo de concentración de Dachau, en las inmediaciones de Múnich. Hacinados en vagones de ganado, soportando el calor de uno de los veranos más extremos que se recordaban, sometidos a la crueldad de sus guardianes, y expuestos a los ataques de la aviación aliada y a los intentos de sabotaje de la resistencia que pretendía impedir su paso, 723 prisioneros se vieron obligados a atravesar una Francia caótica en la que se desarrollaban los combates por su liberación. Un tercio de ellos eran republicanos españoles.

Cuando se acaban de cumplir ochenta años de lo que el historiador alemán Johannes Meerwald ha calificado como una “odisea sin precedentes”, este lunes 14 de octubre se van a reunir en Madrid familiares de aquellos españoles deportados a Dachau en el llamado Tren Fantasma, convocados por Cristina Cristóbal, secretaria general del Comité Internacional de Dachau y presidenta de la asociación Amical Dachau.

El 28 de agosto de 1944, otro español, Juan Martorell, que había sido deportado a Dachau apenas dos meses antes, fue testigo de la llegada del Tren Fantasma al campo alemán: “Poco antes de la liberación llegó un convoy particular compuesto de mutilados de la guerra de España procedentes del campo de Vernet y otros campos. Llegaron allí en una situación lamentable: más de la mitad murió por el camino, y los supervivientes estaban horrorizados. No comprendíamos por qué los alemanes no los habían matado antes”.

A Damien Macome, uno de los líderes de la Resistencia en la zona de Montepellier, le había causado una profunda impresión la imagen de los viejos, los enfermos y los mutilados españoles embarcando en el tren en Toulouse, lo que le hizo pensar en espectros. De ahí vendría, según el periodista suizo Jürg Altwegg, el nombre de Tren Fantasma con el que el convoy pasaría a la historia. Sin embargo, parece más acertada la versión que sobre esta denominación dio la deportada española Conchita Ramos al narrar sus recuerdos a bordo: “Aquel tren desaparecía y volvía a aparecer. Lo ametrallaron los norteamericanos y también fue atacado por los maquis. Hacían saltar las vías del ferrocarril para liberar el tren, para que no llegara a Alemania, pero no lo consiguieron. En ocasiones nos hacían andar unos kilómetros para reanudar el transporte. […] A veces, pasábamos ocho días en una estación porque no se podía avanzar, pues las vías estaban cortadas”.

La intención del teniente alemán que iba al mando, cuya identidad no está clara —su apellido era Schuster para unos; Baumgartner, para otros— era dirigirse a París, para desde allí alcanzar la frontera.

Memorial del campo de concentración de Dachau, Alemania. Diego Conte

Al día siguiente de la partida y tras superar Burdeos, el convoy estaba detenido en la pequeña estación de Parcoul-Medillac, a unos sesenta kilómetros al sur de Angulema, cuando cinco aviones de combate aliados sobrevolaron el tren. Ante la amenaza, los guardias alemanes huyeron para esconderse, dejando a los prisioneros encerrados en los vagones. Al cabo de unos minutos, uno de los aviones volvió y ametralló la locomotora, destruyéndola. En la acción murieron tres prisioneros y varios resultaron heridos de gravedad, siendo atendidos por los doctores españoles Juan Van Dyk y Vicente Parra. Este último había participado en la Guerra Civil como capitán médico de la Guardia de Asalto y, al pasar a Francia en la Retirada, fue recluido en el campo de Argeles-sur-Mer, siendo inicialmente el único médico entre los cien mil españoles allí retenidos. Pasó después por otros campos hasta llegar al de Vernet de Ariège, en el que se hizo cargo de los servicios sanitarios. Sobrevivió al internamiento en Dachau, donde fue representante de los españoles en el Comité Internacional organizado por los prisioneros del campo.

Tras el ataque aéreo, el convoy quedó detenido hasta que se consiguió sustituir la locomotora. Los prisioneros hubieron de permanecer en los vagones sin apenas espacio para poder sentarse, soportando el calor agobiante, la falta de agua y de comida, y unas condiciones higiénicas lamentables.

Reanudada la marcha, el 8 de julio el tren llegaba a Angulema. La estación, bombardeada por los aliados, ofrecía un aspecto dantesco y, ante la imposibilidad de continuar hacia París, el comandante alemán decidió regresar a Burdeos. Allí llegaron el 9 de julio y, tras permanecer los deportados encerrados en los vagones tres días, los hombres fueron llevados a la Gran Sinagoga, que se había habilitado como centro de detención, mientras que las mujeres fueron conducidas a la prisión militar de la ciudad.

Debatiéndose entre las duras condiciones del encierro y la esperanza de ser liberados, permanecieron en Burdeos hasta el 9 de agosto. Ese día fueron despertados de madrugada y conducidos a la estación. El tren volvió hacia Toulouse pero, sin detenerse allí, continuó hacia el valle del Ródano con la intención de remontarlo para poder llegar a Alemania. No iba a ser fácil porque los aliados, preparando un nuevo desembarco en el sur de Francia, habían destruido casi totalmente los puentes que permitían cruzar el río.

El 13 de agosto el tren llegó a Remoulins, a mitad de camino entre Nimes y Aviñón, y allí permaneció detenido cinco días. El día 15 llegó la noticia del desembarco aliado en la costa de la Provenza y con ella renacieron las esperanzas entre los prisioneros, pero el día 18 se dio la orden de que el convoy se pusiera de nuevo en marcha. En la estación de Roquemaure, los que no podían caminar fueron evacuados en un furgón. Poco después, el teniente alemán detuvo el tren en una trinchera rocosa junto al Ródano y el resto de prisioneros fueron obligados a bajarse y a caminar hacia el río. La única solución que había encontrado el teniente fue la de cruzar el Ródano andando por un viejo puente que apenas se mantenía en pie. El superviviente español Pedro Serrano contó cómo lo pasaron: “Se había derrumbado todo un lateral, las tablas de madera se inclinaban peligrosamente, sujetas solo por el lado derecho, y faltaban algunas. O cruzábamos o caíamos al agua desde gran altura. Los alemanes nos amenazaban y vigilaban el paso apuntándonos con sus armas. Al final todos conseguimos pasar, haciendo mil acrobacias”.

Superado el río, afrontaron una larga marcha de once horas que, atravesando los viñedos de la zona, les llevó a Sorgues, a nueve kilómetros al norte de Aviñón. La aviación aliada sobrevolaba la columna, pero al ver que se trataba de prisioneros, no atacó. Cientos de vecinos fueron testigos del paso de los deportados, lo que dejó un impacto profundo en la población, donde años después se fundaría una asociación que en 1998 erigió un memorial y que anualmente organiza una marcha conmemorativa.

Prisión de Saint Michel en Toulouse, Francia. Diego Conte

En la estación de Sorgues, el teniente había conseguido reunir un nuevo convoy que se puso en marcha antes del amanecer del 19 de agosto rumbo a Lyon. A las diez se detuvo en la pequeña estación de Pierrelatte y, mientras los prisioneros esperaban a que les abrieran las puertas, aviones aliados atacaron el tren, ametrallándolo dos veces. Los alemanes huyeron o se escondieron debajo de los vagones. Para hacerse ver, los prisioneros sacaron por las ventanas prendas azules, blancas y rojas, los colores de la bandera francesa. Los pilotos detuvieron el ataque, pero las bajas fueron numerosas. Tan solo en uno de los primeros vagones hubo nueve muertos y una docena de heridos. Estos fueron atendidos de nuevo por los doctores españoles, ayudados en esta ocasión por el médico de Pierrelatte, Gustave Jaume, quien intentó convencer a Vicente Parra de que aprovechara la ocasión para evadirse, lo que este rechazó.

Dos días después, el tren hubo de detenerse junto al puente del río Drome, que también había sido destruido. Los prisioneros fueron obligados a bajar y a cruzarlo andando, cargando con todos los equipajes y pertrechos de los alemanes. En esa operación les sorprendió un nuevo ataque aéreo pero los pilotos no vieron que al otro lado del Drome, escondido entre unos árboles, esperaba un nuevo convoy, abordo del cual llegaron a Lyon el 22 de agosto. A partir de aquí, los intentos de la Resistencia de detener el tren se intensificaron, pero ninguno tuvo éxito. Alemania cada vez estaba más cerca y las fugas se hicieron más frecuentes. Para escapar, los prisioneros levantaban tablones de madera del suelo de los vagones con herramientas improvisadas y se dejaban caer a la vía cuando el convoy aminoraba la marcha. Era una maniobra muy peligrosa y, aunque muchos consiguieron salir ilesos, otros murieron arrollados o resultaron gravemente heridos.

Tras algunos incidentes más, la noche del 26 de agosto el tren cruzaba la frontera y llegaba a Sarrebrücken para dos días después finalizar su trayecto en Dachau. Doscientos sesenta y tres de los prisioneros deportados en el Tren Fantasma eran españoles, la mayoría exiliados en Francia desde la derrota de la República. Entre ellos había nueve mujeres que desde Dachau fueron conducidas al campo de Ravensbruck.

Una parte de estos españoles, los enfermos, los inválidos y los mutilados de la guerra, llevaban internados desde 1939 en los campos franceses. De estos largos años de encierro previos a la deportación se conservan algunos testimonios de gran interés, como la extensa correspondencia que el sepulvedano Fermín Cristóbal, funcionario de la Diputación de Segovia, mantuvo con su familia. Otros, habían perdido su permiso de residencia y habían sido internados igualmente en los campos, o habían sido detenidos y encarcelados en la prisión de Saint Michel de Toulouse por colaborar con la Resistencia, como fue el caso de Generosa Cortina, que junto a su marido Jaume Soldevilla, participó activamente en la red Ponzán, que facilitó el paso de la frontera española a más de tres mil personas que huían del nazismo. Cortina sobrevivió a la deportación, al internamiento en Ravensbruck y a las Marchas de la muerte. Finalizada la guerra, recibió la medalla de la Libertad de los Estados Unidos y la Cruz de Caballero de la Legión de Honor francesa.

Sesenta y ocho de los españoles del Tren Fantasma no llegaron a Alemania. La mayor parte de ellos consiguieron evadirse, pero cuatro murieron, trece desaparecieron y uno fue liberado tras ser herido de gravedad en uno de los ataques de la aviación aliada. De los que llegaron, solo sobrevivieron ciento veinticinco. La mayoría de los que murieron en Dachau fueron víctimas de la gran epidemia de tifus que asoló el campo en aquel duro invierno de 1945.

Memorial del Tren Fantasma en Sorgues, Francia. Diego Conte

Entre los deportados españoles de más edad, destacaba un grupo de oficiales de alta graduación del Ejército Popular de la República, entre ellos los coroneles César Blasco, Carlos Redondo y Jesús Velasco —este último profesor de Franco en la Academia de Infantería—, y los tenientes coroneles Eleuterio Díaz-Tendero —fundador en 1934 de la Unión de Militares Republicanos Antifascistas, y que en los primeros meses de la Guerra dirigió el Gabinete de Información y Control del Ejército republicano, del que luego sería su jefe de Personal hasta la caída de Cataluña—, Fernando Salavera y José García-Miranda, el único de ellos que sobrevivió a los campos nazis.

El italiano Francesco Fausto Nitti, viejo luchador contra el fascismo que había huido en 1936 de la isla de Lípari, en la que había sido recluido por su oposición a Mussolini, y que después luchó por la República española al mando de un batallón de la 153º Brigada Mixta, también figuraba entre los deportados, aunque consiguió fugarse lanzándose del tren en marcha un día antes de llegar a la frontera alemana. Cuando publicó su libro Ocho caballos. Setenta hombres (Toulouse, 1945), en el que narraba la odisea que vivió a bordo del Tren Fantasma, todavía no se había producido la liberación de Dachau por las tropas americanas (29 de abril de 1945). En su libro, Nitti manifestaba su admiración hacia aquel grupo de oficiales españoles por “su alta moral, su dignidad y el valor con el que afrontaban todas estas pruebas, a pesar de su edad y de su mala salud”.

En el documental Los resistentes del Tren Fantasma, realizado en 2016 por el escritor Guy Scarpetta, nieto de un deportado italiano que iba en él, se reivindicaba el papel desempeñado a favor de la liberación de Francia por “personas de otros lugares, inmigrantes que a menudo habían huido de las dictaduras y que lucharon para liberar a su país de acogida”, afirmando en este sentido que “más de doscientos resistentes de origen español del campo de Vernet iban en el tren durante todo su trayecto, la mayoría de ellos pertenecientes a grupos guerrilleros poco conocidos cuya acción fue decisiva en la lucha por la liberación del territorio, especialmente en la región de Toulouse y los departamentos pirenaicos”.

La participación de este grupo españoles en la Resistencia, bien documentada en en los archivos del Service historique de la Défense, en Vincennes, no había sido tenida en cuenta en trabajos precedentes sobre el Tren Fantasma, como el citado de Altwegg. Incluso muchos de aquellos considerados inútiles —los viejos, los enfermos y los mutilados cuya visión tanto impacto causó al ser embarcados en el tren y a su llegada a Dachau— habían venido desarrollando su labor de resistentes desde dentro de los campos en los que estaban internados. El periodista salmantino Mariano San Ildefonso publicó su experiencia en 1951 en un libro titulado Dachau. Hubo novedades en el frente, publicado por entregas en el diario El Tiempo de Bogotá, y recopiladas por su familia en un libro editado en España en 2007. En él narraba la participación en la Resistencia de los españoles del campo de Noé, a cuarenta kilómetros de Toulouse, comandados por el teniente coronel Díaz-Tendero, como jefe de la 3ª Brigada de Guerrilleros del Ariège.

El colofón que evidencia el espíritu combativo e inquebrantable de aquellos exiliados republicanos comprometidos en la lucha contra el fascismo, lo pusieron un puñado de los evadidos del Tren Fantasma, que tras su fuga se reincorporaron al combate por la liberación de Francia y, en el otoño de 1944, participaron en la llamada Operación Reconquista de España, cuya acción principal fue la fracasada invasión del Valle de Arán.


https://elpais.com/cultura/2024-10-14/los-deportados-espanoles-del-tren-fantasma-una-odisea-de-la-segunda-guerra-mundial.html

miércoles, 26 de junio de 2024

SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. Max Hastings regresa a la Segunda Guerra Mundial con ‘Operación Pedestal’, un épico relato de sangre y fuego en el mar: “Inevitablemente, no todo el mundo es un héroe”

El portaviones Indomitable, de la Royal Navy, en 1943, en una imagen del Museo Royal Air Force.
El portaviones Indomitable, de la Royal Navy, en 1943, en una imagen del Museo Royal Air Force.
El popular historiador británico recupera la tremenda aventura de la flota británica enviada a socorrer Malta y de paso brinda un gran homenaje a la Royal Navy.

El prestigioso y popular historiador militar Max Hastings (Londres, 78 años) vuelve a la Segunda Guerra Mundial embarcándose en un capítulo menos conocido para el público en general que las grandes campañas y batallas icónicas de la contienda (y menos relevante), pero sin duda tremendo y lleno de emoción o, como el propio autor apunta, “una epopeya de coraje, determinación y sacrificio”. En su nuevo libro, Operación Pedestal (Crítica, 2024), Hastings narra con su inimitable estilo, caracterizado por la exhaustiva documentación y la mezcla de hálito épico y atención al factor humano, el envío en verano de 1942 de una gran flota británica, la mayor reunida desde la batalla de Jutlandia en 1916, para aliviar la dramática situación de la isla de Malta, asediada por los alemanes y los italianos. En la singladura, eleva un gran homenaje a la marina de su país.

La Operación Pedestal, apoteosis de la Royal Navy, la Marina Real, fue un monumental vía crucis marino, con cuatro días de especial calvario, marcado por los sobrecogedores ataques por mar y aire a cargo de verdaderos enjambres de submarinos, lanchas torpederas y bombarderos enemigos. El centro de la operación era un convoy de 14 mercantes (cargados varios de ellos con combustible y municiones: ideal para saltar por los aires) que iba protegido por la friolera de más de medio centenar de navíos de guerra incluidos dos acorazados (uno de ellos el poderoso HMS Nelson), cuatro portaviones (la aviación embarcada debía proporcionar cobertura sobre la marcha), siete cruceros y 32 destructores. El objetivo de esta masa de barcos de 15 kilómetros de ancho y que se perdía en el horizonte era tratar de atravesar de oeste a este un peligrosísimo Mediterráneo dominado por el Eje para acudir en ayuda de Malta, cuyo destino era una cuestión esencial no sólo desde el punto de vista estratégico sino del honor nacional, aparte de que la población estaba al borde de sufrir hambre.
El portaviones Indomitable alcanzado durante la Operación Pedestal.

El portaviones Indomitable alcanzado durante la Operación Pedestal. 

En unas páginas de las que emana todo el dramatismo y el estruendo del sangriento episodio envuelto en el fragor del mar y el ruido de los cañones, el olor del salitre y de la cordita, Hastings nos muestra la cara atroz de la guerra, pero también actos de abnegación y heroísmo, y nos traslada a un momento oscuro en el que parecía que nada podía detener a Hitler e impedir que la esvástica siguiera extendiendo su sombra sobre el mundo.

El relato de Hastings nos lleva desde las reuniones del Almirantazgo hasta las cuitas del más humilde marinero (la mayoría no sabía nadar) y las meditaciones más profundas de los submarinistas (“butta la pasta!”, era la orden más importante en los sumergibles italianos). Seguimos el convoy (y a sus enemigos) desde su formación entre grandes dudas, pues hacía poco que se había consumado el desastre del PQ17, hasta la llegada a Malta. Con ataques salvajes de los Stukas, Ju-88 y Heinkel 111, y con grandes tragedias, como el estremecedor hundimiento del portaviones Eagle por los torpedos del U-73 o la destrucción del crucero Cairo y el petrolero Ohio por los del submarino italiano Axum, mandado por Renato Ferrini. Y anécdotas como, entre otras de mascotas a bordo, la del canario que apareció en la cubierta del destructor Ashanti y el alcoholismo por estrés de la mona del Laforey, o que los submarinistas alemanes se rociaban con colonia 4711 para tratar de ocultar el tufo a lobo.
Max Hastings19/05/23 El historiador Max Hastings, fotografiado en Londres.

¿Cuál es el personaje favorito de Max Hastings en Pedestal? “Posiblemente el capitán del destructor HMS Ledbury, Roger Hill, excéntrico, impulsivo (llegó a lanzarse al agua para rescatar a los tripulantes de un hidroavión Sunderland abatido) e indisciplinado, un verdadero bucanero, pero el tipo de hombre que representaba lo mejor del espíritu de la Royal Navy. Su temperamento salvaje era lo que hacía falta en una operación como Pedestal, donde, en general, casi todos los capitanes de la Royal Navy lo hicieron muy bien. Hay que recordar el factor psicológico de que en aquel momento de la contienda, cuando los alemanes aún no habían sido detenidos en Stalingrado y Hitler iba de victoria en victoria, nadie podía estar seguro de que los nazis llegarían a ser derrotados”.

En la forma tan vívida con que Hastings cuenta la ordalía marina de Pedestal (del lado británico se perdieron 9 mercantes y 4 buques de guerra, con muchos más dañados seriamente) ha influido su experiencia directa como invitado en portaviones, submarinos y torpederas y sobre todo embarcado en 1982 en el transporte de tropas Canberra, donde iban dos batallones de Royal Marines y uno de paracaidistas, durante la Guerra de las Malvinas, que cubrió como corresponsal. “Desde luego, haber estado en un buque bajo el fuego y ver barcos explotar, arder e irse a pique, y aviones caer, me ha ayudado mucho a describir los acontecimientos de Pedestal”, señala el historiador. “Algunas armas usadas allí, como los cañones Bofors y las ametralladoras Bren, eran todavía las mismas de Pedestal. Y los equipos: me tuve que poner la misma clase de protección, casco, manoplas y capucha ignífuga que los marinos que zarparon hacia Malta. La de las Falklands, las Malvinas como dicen ustedes, fue una guerra muy anticuada. La mayoría de los capitanes tenían como referencia las películas de la Segunda Guerra Mundial y parecía que revivían esas historias. Un día, en el puente de mando de una fragata, escuché a un oficial gritar: ‘Recordad chicos, ¡cuando vengan vamos a enviarlos al infierno!’, lo mismo que decían los capitanes de Pedestal “.
El maltrecho mercante 'Ohio' llega a Malta.

El maltrecho mercante 'Ohio' llega a Malta.  

El historiador aprecia “un pedigrí, una línea” en los oficiales de la Royal Navy por los que tiene una debilidad —al parecer también por el mujeriego comandante italiano de cruceros Alberto da Zara, que se decía que había seducido a Wallis Spencer, futura duquesa de Windsor— y de los que canta en su libro su “excelencia y bravura” como émulos de Nelson y Jack Aubrey. “Le voy a contar una historia muy snob. De camino a las Falkland me dijo un oficial de la marina: ‘Eres un privilegiado, vas a ser testigo de cómo la Royal Navy entra en combate mandada por última vez por gentlemen; luego todos serán mecánicos de garaje”. Hastings continúa: “Admiro mucho el ethos de la Royal Navy, todo el mundo celebra los Spitfires y el glamour de la RAF, pero seguir adelante mientras observas cómo van hundiendo uno por uno los barcos de tu flota, atravesar las pavesas humeantes en que se han convertido los buques de tus camaradas, para eso has de desplegar el tipo de valentía que hacía falta para ganar la guerra”. Solo le falta entonar el Rule, Britannia!

Hastings describe, sin embargo, cómo, en el otro lado del espectro, en Pedestal algunas tripulaciones de mercantes perdieron los nervios y abandonaron sus barcos aunque estos no estaban en peligro de hundirse. “Así es, cuando un carguero explotaba por efecto de los ataques, a veces los del siguiente, que presenciaban la escena, se lanzaban aterrorizados al mar; si todos hubieran hecho lo mismo no hubiera llegado ni un solo barco a Malta. Es comprensible. Pasa en todas las batallas: inevitablemente, no todo el mundo es un héroe. Lo sorprendente no es que algunos saltaran, sino que tantos no lo hicieran. Y no hay que olvidar que las tripulaciones de los mercantes, que no eran buques de guerra, no eran soldados”.
El submarino italiano 'Cobalto' alcanzado por el fuego de los escoltas del convoy, antes de hundirse.
 El submarino italiano 'Cobalto' alcanzado por el fuego de los escoltas del convoy, antes de hundirse.

¿Qué opina de la novela Mar cruel, de Nicholas Monsarrat, de la que toma el título para uno de sus capítulos? “¡Fabulosa! Siempre he sido un gran admirador. Uno de los libros más destacables sobre la Segunda Guerra Mundial. Muestra de manera fidedigna cómo era la vida en un barco de guerra de la Royal Navy. Cómo la mayor parte del tiempo no estaban en acción sino alertas y en condiciones muy penosas. A bordo de un buque de gran tamaño aún podía ser soportable, pero en las unidades pequeñas, fragatas, corbetas, era extraordinario lo que tenías que soportar, y hay que recordar que nueve décimas parte de la tripulación no eran profesionales sino personal reclutado. Una de las cosas que me fascina de los marineros es que si eres soldado puedes escaquearte de la acción, incluso los pilotos tienen opciones, pero en un barco haces lo que el capitán quiere. No te queda otro que acompañarlo, así decida embestir un submarino. No eres diferente de un esclavo romano en una galera. Incluso si el capitán ordena un movimiento suicida has de secundarlo”.

Los aviadores y marinos italianos fueron muy valientes, y uno de sus submarinos protagonizó el ataque más devastador de un sumergible en la guerra”

Aunque Operación Pedestal sea en gran parte una loa a los marinos británicos y a la Royal Navy, Hastings trata bien al enemigo. Destaca, y sorprende por ello, su retrato de los italianos. “Siempre que escribo intento pensar qué puedo contar a la gente que no sepa ya. Al documentarme vi que no había casi nada escrito de Pedestal del lado italiano. Me temo que los británicos somos muy proclives a caricaturizar a las tropas italianas. Es cierto que en tierra en el desierto no les fue muy bien, pero sus pilotos y sus marinos eran muy valientes. Fue uno de sus capitanes de submarino, Ferrini, con el Axum, el que protagonizó el más devastador ataque de un sumergible en la Segunda Guerra Mundial. Y las tripulaciones de las lanchas torpederas MS y MAS actuaron con increíbles valor y eficacia contra la flota. Es de justicia mostrarles el respeto debido. En el siglo XXI ya no vale escribir con clichés nacionalistas”.

Ha hablado de Monsarrat, ¿qué opina de otro autor de emocionantes novelas marinas de la Segunda Guerra Mundial como Alistair MacLean, el autor de HMS Ulises en el que resuenan los Oerlikon y pom-pomps? “Muchos de mi generación leímos sus novelas en la adolescencia, a mí me parecen buenísimas. Ahora se le considera pasado de moda, pero sus historias son maravillosas. Los que no lo han leído deberían hacerlo. Insufló nueva vida a esas batallas en el mar”. Hastings recalca que los convoyes en el Ártico y la guerra marítima en esas latitudes eran muy distintos a combatir en el Mediterráneo en una cosa esencial: si tu barco se hundía camino de Múrmansk morías en cuestión de minutos mientras que en el sur podías vivir horas en el agua. “El Mediterráneo era amable, el Ártico despiadado”, zanja.
Imagen del hundimiento del carguero 'Waimarama' durante la Operación Pedestal.

Imagen del hundimiento del carguero 'Waimarama' durante la Operación Pedestal. 

El padre de Max Hastings, Macdonald Hastings, célebre corresponsal de guerra, desembarcó en Normandía el Día D. ¿Qué opina el historiador del 80 aniversario, recién celebrado? “Estuve en Normandía hace un mes, me sorprendió y me conmovió lo encantadores que fueron los franceses, a los que se les acusa de maleducados. Es triste pensar que seguramente es la última vez que se conmemora la fecha con supervivientes. Mi padre creía que los estadounidenses habían ganado la guerra ellos solos mascando chicle. Hoy todos los historiadores están de acuerdo en que el teatro decisivo fue el del Este. Gran Bretaña tiene que enorgullecerse de haber resistido sola en 1940, pero honestamente, fueron los EE UU y el Ejército Rojo los que ganaron la guerra. A los rusos de hoy no se les cuenta que entraron en Berlín calzando botas enviadas por los EE UU, y en camiones estadounidenses, ellos no tenían nada, los alemanes habían arrasado con todo al invadirlos. Por otro lado, los rusos modernos tampoco saben que la URSS era aliada de Hitler hasta que éste la invadió. Y que el combustible soviético hacía volar a la Luftwaffe durante la Batalla de Inglaterra”.

Como suele suceder en cada encuentro con Hastings, este (el pasado lunes 10 de junio), también ha ido a coincidir casualmente con una fecha señalada de la Segunda Guerra Mundial: se cumplían 80 años de la matanza de Oradour-sur-Glane, cuando elementos de la 2 ª división Panzer de las SS Das Reich, camino del frente de Normandía, asesinaron a 642 hombres, mujeres y niños de la población francesa en represalia por las acciones de la Resistencia. “Así es, dediqué a la sangrienta marcha de esa división a través de Francia uno de mis primeros libros [Das Reich, Pan Books, 1983]”, señala Hastings. “Es una historia mucho más fea que la de Pedestal, operación en la que, pese a todo el horror consustancial a la guerra, no hubo actos inhumanos ni crímenes de guerra, y los combates se libraron con cierta decencia, tratando incluso, ambos bandos, de salvar las vidas de los enemigos que caían al mar. Lo de la Das Reich fue espantoso, mientras escribía el libro pude entrevistar todavía a supervivientes de la división y uno me dijo que no entendía por qué tanto revuelo y escándalo por lo de Oradour ‘cuando en Rusia hacíamos lo mismo todos los días’. Es un shock cuando entiendes que las tropas de las Waffen SS estaban entrenadas y condicionadas para creer que la fuerza despiadada es la mayor virtud, y que la compasión era vista como una debilidad sin lugar en su ideario. Todas las guerras son experiencias aterradoras, pero en la historia de Pedestal, aunque fuera una batalla feroz y sangrienta, nadie hizo nada vergonzante”.

El debate que trata de abrir la ultraderecha alemana sobre las Waffen SS es estéril, en el cuerpo la crueldad estaba institucionalizada” Hastings subraya que es estéril e interesado el debate que ha tratado de crear la ultraderecha alemana sobre si había en las Waffen SS hacia el final de la guerra combatientes normales, no fanatizados. “Es un intento evidente de blanquear el cuerpo para excusarlo. Es cierto que, aunque todo el que llevó armas al servicio de Hitler tenía motivo para avergonzarse, no podemos decir que todos fueran criminales, ni siquiera en las Waffen SS. En todas las guerras hay gente que se comporta de manera terrible, y otros que no tanto. Pero intentar aplicar eso a las Waffen SS es querer ignorar lo que eran. Prácticamente todas las unidades del cuerpo se involucraron en crímenes de guerra. En las Waffen SS la crueldad estaba institucionalizada. Cualquier intento de exonerarlas ni que sea parcialmente es una manipulación ideológica. Da miedo ver cómo se intenta defenderlas. Hay una fealdad esencial en la extrema derecha de hoy. Incluso Meloni, que puede parecer menos execrable, habla bien de Mussolini”.
El portaviones 'Eagle' hundiéndose tras ser alcanzado por torpedos durante la Operación Pedestal.

El portaviones 'Eagle' hundiéndose tras ser alcanzado por torpedos durante la Operación Pedestal. 

 Con respecto a la guerra de Ucrania, dice que él nunca pensó que Rusia pudiera colapsar como creyeron algunos optimistas. “Pero es muy importante apoyar a Ucrania porque si Putin se sale con la suya pagaremos un precio altísimo todos”. Considera que los países nórdicos “se han comportado bien, han sido muy valientes, pero el resto de Europa y EE UU sobre todo muy a menudo se han limitado a ofrecer grandes palabras”. Y añade: “Putin piensa que Occidente es decadente, y tiene algo de razón”. Hastings no cree en todo caso que Putin pueda extinguir Ucrania, “pero sí convertirla en un lugar terrible para vivir”.

Netanyahu es un hombre malvado e Israel se ha convertido en algo que no reconozco” Pasando al otro foco bélico, la guerra de Gaza, Hastings considera que es “una gran tragedia” y que israelíes y palestinos van a sufrir las consecuencias durante generaciones. El historiador conoce personalmente a Benjamín Netanyahu (y escribió una biografía de su hermano Yoni, el héroe de las fuerzas especiales abatido en Entebbe en 1976). “Nunca he tenido la menor duda de lo que es: un hombre muy, muy malo”. Recuerda haberle oído decir en una cena en 1978: “Tenemos que hacer que todos los palestinos salgan de Cisjordania en la próxima guerra”. Hastings publicó esas opiniones y “Netanyahu dijo: ‘Max Hastings es un mentiroso’. Netanyahu es un hombre de muchas maldades”. Militarmente, “la campaña no tiene sentido, están limitándose a castigar y creando una nueva generación de terroristas”. El historiador añade: “He visto como trata el Ejército a los palestinos y si yo fuera palestino los odiaría. Siempre he admirado a Israel y creído en el genio judío, he estado en sus guerras. Pero se han convertido en algo que no reconozco”.

¿Volverá a la Segunda Guerra Mundial? “Sí, de hecho, acabo de publicar un nuevo libro sobre la Operación Biting, el asalto paracaidista en febrero de 1942 para capturar componentes de la red de radar (nombre en código Würzburg) establecida por los nazis en la costa norte de Francia. Si se me permite decirlo, el libro ya está en la lista de más vendidos. Por edad, no creo que escriba ya grandes obras globales sobre la guerra, pero disfruto mucho contando estas historias de formato más reducido”.

Con Max Hastings nunca dejarías de seguir hablando de cosas interesantes, y en la conversación sale el aspecto aéreo de la guerra de Corea —sobre la que tiene un gran libro, The Korean War (Pan, 1988)—. “Cuando los estadounidenses se encontraron con los reactores Mig 15 soviéticos no podían creérselo, fue un shock tremendo, como lo fue el Sputnik luego, porque siempre subestimaban a los rusos…”.

jueves, 6 de junio de 2024

Aniversario en la vieja Europa. Cada año la prensa conmemora los hechos del 4 de junio de 1989 en Pekín y dos días después el aniversario del desembarco aliado en Normandía. Nos unimos a la iniciativa con dos textos escritos en junio de 2004 y 2005, hace veinte años, sobre ambos eventos.


Muchos creen que John Wayne y el soldado Ryan salvaron a Europa del fascismo, que Angloamérica salvó al viejo continente, poco menos que en solitario, y que el desembarco en Normandía fue la gran acción decisiva. No fue así. 

 Ni el curso de la guerra, ni la derrota del fascismo, se decidieron allá. Los principales héroes no fueron John Wayne ni el soldado Ryan, sino gente de apellido eslavo que murió por un país que ya no existe. Los escenarios realmente decisivos fueron; Moscú, Leningrado (Peterburgo), Stalingrado (Volgogrado), y Kursk.

En el frente del Este, el Tercer Reich perdió 10 millones de soldados y oficiales muertos, heridos y desaparecidos, 48.000 blindados y vehículos de asalto, 167.000 sistemas de artillería. 607 divisiones fueron destruidas. Todo ello representa el 75% de las pérdidas totales alemanas en la Segunda Guerra Mundial.

La diferencia en la escala militar es aplastante. En Normandía se registraron 10.000 muertos aliados, 4.300 de ellos británicos y canadienses y 6.000 americanos. En las grandes batallas del este, los muertos se contaban en centenares de miles. En la batalla de Moscú participaron unos 3 millones de soldados y 2.000 tanques. La URSS utilizó allí la mitad de su ejército, Alemania una tercera parte. En el Alemein, una batalla importante del otro frente, los alemanes disponían entre 60.000 y 70.000 soldados.

La escala del sufrimiento humano también es incomparable. La geopolítica de Hitler no tenía prevista la existencia de un estado ruso en Europa y en su escala racista los eslavos estaban muy abajo. La guerra en el este era a vida o muerte, muy diferente a la del oeste. Las ciudades y los pueblos eran destruidos, frecuentemente con sus habitantes. Murieron uno de cada cuatro habitantes de Bielorrusia, uno de cada tres de Leningrado, Pskov y Smolensk.

El esfuerzo angloamericano en el continente no empezó hasta que, en 1943, quedó claro que la URSS había parado el embate y que la derrota de Alemania era inevitable. Con otra actitud seguramente se hubieran evitado muchos muertos. Pero, ¿habría habido «segundo frente» si las cosas le hubieran ido bien a Hitler en el este?

Desde la firma del acuerdo británico-soviético sobre acciones militares comunes contra Alemania de julio de 1941, Stalin pedía la apertura de un «segundo frente» en Europa, es decir un desembarco aliado que aliviara la presión soportada por la URSS. La respuesta se demoró mucho.

El invierno de 1941, con los alemanes a las puertas de Moscú, fue crítico. Aquel año la URSS sufrió la mitad de las bajas militares de toda la guerra, 9 millones entre muertos, heridos y presos (dos terceras partes de los 27,6 millones de muertos soviéticos en la guerra fueron civiles), pero sólo recibió el 2% del total de los suministros que sus compañeros de coalición le enviaron durante toda la guerra.

Los documentos desclasificados de los archivos soviéticos están llenos de declaraciones de aliados occidentales que abundaban en la inconveniencia de apresurarse. ¿Por qué no dejar que las dos fieras se devoraran entre sí?

Visto desde Moscú, los angloamericanos desembarcaban en los lugares más alejados y menos relevantes para aliviar la presión sufrida por la URSS; primero en el norte de África (noviembre de 1942), luego en Sicilia (julio del 43), a continuación dos veces en Italia continental (en septiembre del 43 y en enero del 44), y sólo a menos de un año del fin de la guerra (en junio del 44) en Normandía.

Para entonces, el ejército soviético ya hacía 6 meses que había llegado a la frontera polaca de preguerra. Las democracias debían darse prisa si querían tomar alguna posición en Europa y evitar que «los rusos» volvieran a llegar a París, como habían hecho en el pasado.

Una manifiesta desconfianza presidió la alianza antifascista soviético-occidental desde sus mismos inicios. Sus motivos eran muchos y diversos. De parte occidental se acepta, por ejemplo, que el pacto germano-soviético de 1939 evidenció el parentesco entre nazismo y estalinismo. De las vergüenzas de las democracias, de su actitud ante el fascismo en vísperas de la guerra y de sus parentescos imperiales con Hitler y Mussolini, apenas se habla. Seguramente a causa de su manifiesta actualidad.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, aquellos políticos democráticos de Europa y América que luego «salvarían a Europa» mantenían un idilio con Hitler y Mussolini. Estados Unidos había apoyado al dictador italiano desde su llegada al poder en 1922. Sus desmanes se comprendían, porque conjuraban la amenaza bolchevique. Las inversiones americanas en Italia y en la Alemania fascista no disminuían, sino aumentaban, en los años treinta.

«Hitler ha prestado grandes servicios no solo a Alemania, sino a toda Europa Occidental, al cerrar el paso al comunismo (…) por eso es legítimo ver en Alemania un muro de contención occidental del bolchevismo», decía en 1938 el Secretario de exteriores británico, Lord Halifax.

Sobre la base común de aquella «contemporización», Londres y Berlín podían llegar a un «entendimiento». Halifax estaba dispuesto a conceder a Alemania todo lo que pidiera; «Danzig, Austria y Checoslovaquia», con tal de que esas anexiones se llevaran a cabo, «de forma pacífica y evolutiva».

Los principios de aquella Europa se habían retratado igualmente en su actitud ante la República Española.

La idea de que los proyectos de Hitler eran asumibles, que todo el mundo podía integrarse en ellos, y que la amenaza estaba en otra parte, era común en los gobiernos de la Europa de finales de los 30. Con Neville Chamberlain como jefe de gobierno en Londres y Edouard Daladier en París, las democracias calificaban de «paz con honor» la entrega de Checoslovaquia al Reich practicada por la Conferencia de Munich.

El ministro de exteriores polaco, Jozef Beck, prometía apoyar la reclamación nazi sobre Austria y tener en cuenta los intereses del Reich ante un «eventual ataque (polaco) contra Lituania». El embajador polaco en París, Lukaszewicz, explicaba a sus colegas norteamericanos que lo que estaba en juego en Europa era una lucha entre el nazismo y el bolchevismo, en cuyo campo incluía a «agentes de Moscú» como el Presidente checoslovaco, Edvard Benes. «Alemania y Polonia pondrán a los rusos en fuga en tres meses», decía el embajador, en vísperas de que la agresión contra su propio país marcara el inicio «oficial» de la Segunda Guerra Mundial.

Para entonces, aquella guerra tenía ya ocho años de historia en el mundo. El mundo de los dominios imperiales de Asia y África, donde la guerra, el atropello, la invasión y el racismo, no contaban, mientras no colisionaran con los propios intereses.

En 1931 los japoneses se habían apoderado de un trozo de China mayor que Francia. En 1933 y 1935 habían expandido su invasión a otras tres provincias chinas, practicando su guerra química y bacteriológica con experimentos en la población civil.

En 1935 Italia invadía Abisinia, con el Mariscal Badoglio utilizando gas mostaza contra la población civil.

En julio de 1939 el gobierno británico declaraba, «reconocer por completo la situación actual en China».

Ni Londres ni Washington protestaron o se opusieron al ataque japonés contra Mongolia, retaguardia de la URSS, a partir de mayo de 1939 y que, en la batalla de Jaljyn Gol ocasionó una cifra de muertos «comparable sino superior» (Valentin Falin) a la de toda la campaña de la invasión alemana de Francia de mayo-junio de 1940.

No pasaba nada y el encargado de la «India Office», Leopold Amery, explicaba por qué con toda claridad, al defender la agresión japonesa contra China en la Cámara de los Comunes; «si condenamos lo que Japón ha hecho en China, tendremos que condenar igualmente lo que Inglaterra hizo en Egipto y la India».

En un libro escrito en una prisión británica entre abril y septiembre de 1944, coincidiendo con el desembarco de Normandía, Nehru, fundador de la nueva India explicaba así la situación: «Tras algunas de aquellas democracias había imperios en los que no había democracia alguna y donde reinaba el mismo tipo de autoritarismo (racista) que se asocia con el fascismo, así que era natural que aquellas democracias occidentales sintieran algún tipo de unión ideológica con el fascismo, por mucho que les disgustara algunas de sus expresiones más vulgares y brutales».

«La política británica había sido casi ininterrumpidamente profascista y pronazi», recapitulaba Nehru en su celda del Fuerte de Ahmadnagar, pero todo se acabó, cuando se vio que aquel «aliado natural», aquel pariente, se volvía contra los intereses occidentales.

«Se hizo cada vez más obvio que, pese al deseo de calmar a Hitler, éste se estaba convirtiendo en el poder dominante en Europa, desmontando por completo el antiguo equilibrio y amenazando los intereses vitales del Imperio Británico».

El resultado fue una alianza forjada sobre las circunstancias y la estupidez de Hitler, quien, si hubiera atacado primero a la URSS en lugar de atacar a Polonia, habría sido aplaudido por las democracias. Esta idea fue expresada al final de la guerra por el propio Hitler en un texto poco conocido.

En febrero de 1945, Martin Bormann recogió varios monólogos de Hitler que tienen valor de testamento político. Dos meses antes del final, Hitler coincidía en ellos, con la tónica de los políticos británicos y americanos de antes de la guerra, al reflexionar sobre los errores que habían conducido a la derrota.

La campaña contra Rusia era «inevitable», decía. Su problema era haberla desencadenado en un momento poco adecuado. La guerra en dos frentes había sido un error, reconocía, pero la responsabilidad última era de americanos y británicos, con quienes habría sido posible llegar a un acuerdo.

«La guerra contra América es una tragedia». «Ilógica y carente de todo fundamento». Sólo la «conspiración judía contra Alemania» la había hecho posible.

Cargada de delirios, su mirada al futuro, contenía un pronóstico del mundo bipolar que se avecinaba: «Con la derrota del Reich y la aparición de los nacionalismos asiáticos, africanos y puede que sudamericanos, sólo quedarán en el mundo dos potencias capaces de confrontarse; Estados Unidos y la Rusia soviética. Las leyes de la historia y de la geografía, las empujarán hacia una prueba de fuerza, sea militar o económica e ideológica».

El aparato de propaganda y relaciones públicas más formidable de la historia ha fabricado su leyenda sin apenas fisuras. Hollywood, la industria mediática en manos de magnates, los sistemas de alimentación oficial de esa industria y, por supuesto, el ejército de conformistas bien pagados encargado de transmitirla, han escrito la versión más conveniente. La historia es suya. Llegamos así al discurso de George Bush en la celebración del aniversario del desembarco.

Reivindicando lo único positivo que la intervención militar extranjera de Estados Unidos tiene en su haber en más de medio siglo, el Presidente vende su actual cruzada.

Obteniendo la merecida gratitud que los franceses, italianos, belgas y holandeses le deben al soldado Ryan, pretende mantener el vasallaje europeo ante la larga lista de crímenes impunes cometidos por el militarismo americano desde entonces.

El hombre que, según las encuestas, encarna la guerra y promueve la desestabilización global, para la mayoría de los europeos, habla hoy en Normandía de moral, de libertad y de principios, y recibe el tributo y el aplauso de los dirigentes de la «vieja Europa».

La generosidad y el heroísmo de los 10.000 caídos en aquellas playas francesas sirve, así, para reivindicar su «guerra contra el terrorismo», la destrucción de los frágiles rudimentos del derecho internacional y del control de armamentos, la agresión preventiva o «humanitaria», el armamentismo y la banalización del uso del arma nuclear en guerras convencionales. Es el momento de recordar quien era el máximo representante de esas mismas tendencias en el mundo de hace 60 años.

La guerra no la ganó el soldado Ryan en Normandía, pero un indigno peligroso reivindica su gloria.

(Publicado el 4 de junio de 2004)

(Referencias bibliográficas: Jawaharlal Nehru, The Discovery of India. 
Valentin Falin, Zweite Front, Die Interesen Konflikte in der Anti-Hitler Koalition. 
Hitler & Stalin, Parallel Lives, Alan Bullock.)

Fuente: Rafael Poch de Feliu

lunes, 15 de abril de 2024

Los historiadores descubren que una prestigiosa revista médica ignoró las atrocidades nazis.

El New England Journal of Medicine publicó un artículo condenando su propio historial durante la Segunda Guerra Mundial.

Un nuevo artículo en el New England Journal of Medicine, una de las publicaciones de investigación médica más antiguas y estimadas, critica a la revista por prestar sólo “atención superficial e idiosincrásica” a las atrocidades perpetradas por los nazis en nombre de la ciencia médica.

La revista fue “un caso atípico en su cobertura esporádica del ascenso de la Alemania nazi”, escribieron los autores del artículo, Allan Brandt y Joelle Abi-Rached, ambos historiadores médicos de Harvard. A menudo, la revista simplemente ignoraba las depredaciones médicas de los nazis, como los horribles experimentos realizados con gemelos en Auschwitz, que se basaban en gran medida en la espuria “ciencia racial” de Adolf Hitler.

En contraste, otras dos revistas científicas importantes, Science y el Journal of the American Medical Association, cubrieron las políticas discriminatorias de los nazis durante el mandato de Hitler, señalaron los historiadores. La revista New England no publicó un artículo “condenando explícitamente” las atrocidades médicas de los nazis hasta 1949, cuatro años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial.

El nuevo artículo, publicado en la edición de esta semana de la revista, es parte de una serie iniciada el año pasado para abordar el racismo y otras formas de prejuicios en el establishment médico. Otro artículo reciente describió la entusiasta cobertura de la eugenesia por parte de la revista a lo largo de las décadas de 1930 y 1940.

"Aprender de nuestros errores del pasado puede ayudarnos a seguir adelante", afirmó el editor de la revista, el Dr. Eric Rubin, experto en enfermedades infecciosas de Harvard. “¿Qué podemos hacer para asegurarnos de no caer en el mismo tipo de ideas objetables en el futuro?”

En los archivos de la publicación, el Dr. Abi-Rached descubrió un artículo que respaldaba las prácticas médicas nazis: “Cambios recientes en el seguro médico alemán bajo el gobierno de Hitler”, un tratado de 1935 escrito por Michael Davis, una figura influyente en la atención médica, y Gertrud Kroeger. una enfermera de Alemania. El artículo elogiaba el énfasis de los nazis en la salud pública, que estaba impregnada de ideas dudosas sobre la superioridad innata de los alemanes.

“No hay ninguna referencia a la gran cantidad de leyes persecutorias y antisemitas que se aprobaron”, escribieron el Dr. Abi-Rached y el Dr. Brandt. En un pasaje, el Dr. Davis y la Sra. Kroeger describieron cómo se obligaba a los médicos a trabajar en los campos de trabajo nazis. El deber allí, escribieron alegremente los autores, era una “oportunidad de mezclarse con todo tipo de personas en la vida cotidiana”.

“Aparentemente, consideraban que la discriminación contra los judíos era irrelevante para lo que consideraban un cambio razonable y progresista”, escribieron el Dr. Abi-Rached y el Dr. Brandt.

Sin embargo, en su mayor parte, los dos historiadores se sorprendieron de lo poco que la revista tenía que decir sobre los nazis, que asesinaron a unas 70.000 personas discapacitadas antes de dedicarse a la masacre de los judíos de Europa, así como de otros grupos.

“Cuando abrimos el cajón del archivo, no había casi nada allí”, dijo el Dr. Brandt. En lugar de descubrir artículos que condenaban o justificaban las perversiones de la medicina por parte de los nazis, había algo más desconcertante: una evidente indiferencia que duró hasta mucho después del final de la Segunda Guerra Mundial.

La revista reconoció a Hitler en 1933, el año en que comenzó a implementar sus políticas antisemitas. Siete meses después del advenimiento del Tercer Reich, la revista publicó “El abuso de los médicos judíos”, un artículo que hoy probablemente enfrentaría críticas por falta de claridad moral. Parecía basarse en gran medida en informes del New York Times.

"Sin proporcionar ningún detalle, el aviso informaba que había algunos indicios de 'una amarga e implacable oposición al pueblo judío'", decía el nuevo artículo.

Otras revistas vieron más claramente la amenaza del nazismo. La ciencia expresó alarma por la “crasa represión” de los judíos, que tuvo lugar no sólo en la medicina sino también en el derecho, las artes y otras profesiones.

“La revista y Estados Unidos tenían una visión de túnel”, dijo John Michalczyk, codirector de Estudios Judíos del Boston College. Las corporaciones estadounidenses hicieron negocios con avidez con el régimen de Hitler. El dictador nazi, a su vez, vio con buenos ojos la matanza y el desplazamiento de los nativos americanos y trató de adoptar los esfuerzos eugenésicos que habían tenido lugar en todo Estados Unidos a lo largo de principios del siglo XX.

"Nuestras manos no están limpias", dijo el Dr. Michalczyk.

La Dra. Abi-Rached dijo que ella y Brandt querían evitar ser “anacrónicos” y ver el silencio de la revista sobre el nazismo a través de una lente contemporánea. Pero una vez que vio que otras publicaciones médicas habían tomado un rumbo diferente, el silencio de la revista adquirió un nuevo significado. Lo que se dijo quedó eclipsado por lo que nunca se dijo.

"Estábamos buscando estrategias para comprender cómo funciona el racismo", dijo el Dr. Brandt. Parecía funcionar, en parte, a través de la apatía. Más tarde, muchas instituciones afirmarían que habrían actuado para salvar a más víctimas del Holocausto si hubieran conocido el alcance de las atrocidades de los nazis.

Esa excusa suena hueca para los expertos que señalan que hubo suficientes informes de testigos presenciales como para merecer la acción.

"A veces, el silencio contribuye a este tipo de cambios radicales, inmorales y catastróficos", dijo el Dr. Brandt. "Eso está implícito en nuestro artículo".

By Alexander Nazaryan
April 6, 2024 NYT.