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viernes, 26 de enero de 2024

HOLOCAUSTO. La judía que sobrevivió al Holocausto oculta en el corazón del terror nazi.

El libro de memorias ‘Clandestina’ relata la insólita historia de Marie Jalowicz, que desafió al Tercer Reich sin salir de Berlín, eludiendo a la Gestapo y superando las violaciones, el frío y el hambre.
Pasaporte falsificado que usó Marie Jalowicz, cortesía de su hijo Hermann Simon.
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Marie Jalowicz, judía berlinesa que tenía 11 años cuando Adolf Hitler llegó al poder en 1933, nunca había contado cómo sobrevivió al Holocausto. Tras la guerra, se matriculó en la universidad, se casó y tuvo dos hijos, y desarrolló una exitosa carrera académica como profesora de Filosofía en la Universidad Humboldt de Berlín. Durante 50 años, apenas dejó caer algún dato suelto a su familia.

Ya septuagenaria, un día su hijo Hermann le colocó sin previo aviso una grabadora sobre la mesa del comedor. Y empezó a relatar. De forma cronológica, fue contando sus recuerdos, los de una adolescente que hizo frente a la adversidad como trabajadora forzada en Siemens, escapando de los tentáculos de la Gestapo, ofreciendo su cuerpo a cambio de cobijo, pasando frío y hambre. En definitiva, intentando salir a flote de forma clandestina en pleno Berlín, el centro de la pavorosa maquinaria del Tercer Reich, hasta que en 1945 los Aliados derrotaron a la Alemania nazi.

“No sabía cómo iba a reaccionar. Era una mujer difícil de manejar, de sí o de no, en el medio no había nada. Le dije que siempre había querido contar su historia. Y me sorprendió: preguntó: ‘¿Por dónde empiezo?’. Le dije que por el principio, y así lo hizo”, recuerda hoy su hijo, Hermann Simon, historiador de 74 años. El resultado de aquellas sesiones iniciadas el 26 de diciembre de 1997 fueron 77 casetes (900 páginas transcritas), horas y horas de grabación que Jalowicz se tomaba como si fueran una clase magistral. “Duraban 60 o 90 minutos, y tenían principio y final. Algo así solo se puede hacer una vez en la vida”, apunta todavía maravillado Simon en una cafetería del barrio de Prenzlauer Berg, muy cerca de la Nueva Sinagoga de Berlín.

La última de las cintas se grabó ya en el hospital, pocos días antes de la muerte de Jalowicz en 1998. Le dio tiempo a relatar la increíble historia de cómo una joven de 19 años decidió en 1941 que quería vivir y que iba a intentarlo ocultándose en la boca del lobo del terror nazi. Simon trabajó durante 15 años el contenido de las cintas. Comprobó nombres, fechas, lugares y hechos. Aún se sorprende de la exactitud del relato de su madre, de cómo pudo retener toda aquella información durante décadas y sin más ayuda que su memoria.

Hermann Simon Hermann Simon, en la entrada de la Nueva Sinagoga de Berlín, en julio. PATRICIA SEVILLA CIORDIA

Cuando la historia de Jalowicz vio la luz en Alemania en 2014, impactó a crítica y lectores. Se habían publicado muchos relatos de supervivientes, pero ninguno como este. Ninguno contaba cómo una joven judía había pasado a la clandestinidad y había aguantado sin ser descubierta en Berlín hasta el final de la guerra. Tampoco era habitual ese estilo desapasionado, crudo, sin voluntad estilística sino puramente documental. Y, sobre todo, como destaca Simon, “tan honesto”.

La versión abreviada y editada de las grabaciones de Jalowicz, elaborada con ayuda de la autora Irene Stratenwerth, no ahorra detalles de ningún tipo, tampoco los más íntimos. “No quisimos dejar nada fuera”, confirma el historiador. Las memorias, tituladas Clandestina, se han publicado en España en las editoriales Periférica y Errata Naturae, en traducción de Ibon Zub

Marie Jalowicz.
Marie Jalowicz Imagen de Marie Jalowicz alrededor de 1944, cortesía de su hijo Hermann Simon. @HERMANN SIMON

La historia de Jalowicz es sobre todo una hazaña de supervivencia. Hija de una familia culta de clase media, con 15 años pierde a su madre víctima del cáncer y con 17 es reclutada como trabajadora forzada en una fábrica de Siemens. Allí participa en pequeños sabotajes de la producción junto a otras obreras y capataces, y por primera vez describe cómo muchos alemanes no estaban de acuerdo con los nazis. En el relato no hay buenos ni malos, sino personas con sus ambigüedades que se comportan bien o mal según las circunstancias. Recuerda por ejemplo lo que les decía el capataz alemán Max Schulz: “Mi párroco dice que los nazis son los mayores criminales de la historia de la humanidad”.

En 1941, hostigado por las restricciones antisemitas, su padre fallece y ella decide abandonar la fábrica. Pide a su jefe que la deje marchar. Sabe, o intuye, que la persecución de los judíos solo puede empeorar. “¿Por qué quiere irse de aquí?”, le pregunta él. “Quiero salvarme”, responde Jalowicz. “¿Qué pretende hacer sola? Ahí fuera estará sola en el páramo helado”. “Prefiero el páramo helado y prefiero estar sola porque veo en qué va a acabar todo esto. Nos deportarán, y será el final para todas”. En Berlín vivían más de 160.000 judíos en 1933; al final de la guerra quedaban apenas 5.100, según recoge el ensayo Judíos en Berlín, coeditado por Simon.

La odisea de la protagonista cruza un punto de no retorno en junio de 1942, cuando escapa de una pareja de la Gestapo que iba a detenerla y pasa a la clandestinidad. Se quita la estrella amarilla y permanece bajo la superficie de la vida cotidiana de la gran ciudad, con el miedo constante a ser descubierta y una aguja enhebrada en el forro del abrigo. En los tres años que vivió oculta de la burocracia nazi cambió casi 20 veces de casa. La acogieron o ayudaron comunistas, sindicalistas, opositores al régimen, y hasta nazis fanáticos. Algunos sabían quién era, otros lo sospechaban. Al nazi, que presumía de detectar a un judío a distancia, consiguió engañarlo.
Marie Jalowicz Simon

 Marie Jalowicz Simon en 1988, en una imagen cedida por su hijo. @HERMANN SIMON

A través de estas experiencias, los recuerdos de Jalowicz dibujan un vívido fresco de la diversa sociedad berlinesa bajo el yugo del nazismo. No solo de los comerciantes, médicos e intelectuales que formaban su entorno más cercano, sino también de obreros, empleadas del hogar, inmigrantes y marginados. A diferencia de otros clandestinos, como Ana Frank, la joven Jalowicz se movía constantemente por la ciudad. Cogía el transporte público, caminaba, hacía las colas del racionamiento para quienes la cobijaban.

En una ocasión, mientras esperaba que le consiguieran un nuevo lugar donde dormir, tuvo que pasar la noche fuera dando vueltas por Berlín. Y la llamaron las necesidades fisiológicas. Cuenta que se coló en un edificio pequeñoburgués al sudeste de la ciudad. “Cuando encontré una placa con un nombre que me resultó antipático y sonaba a nazi, me acuclillé e hice mis necesidades. ¿Qué pensaría aquella gente al descubrir por la mañana el regalito en el felpudo?”.

La importancia de la suerte
Sus recuerdos evocan momentos de una gran crudeza, como cuando tiene que ofrecer su cuerpo para mantenerse a salvo. Lo cuenta como quien relata lo que desayunó por la mañana. Tampoco elude las violaciones masivas que describe Una mujer en Berlín, el escalofriante texto anónimo que cuenta cómo las mujeres se convirtieron en víctimas de las tropas soviéticas que entraron en Berlín al final de la II Guerra Mundial. “A mí también me tocó, claro. […] Me visitó de noche un tipo fornido y amable llamado Iván Dedoborez. No me importó gran cosa. Luego escribió a lápiz una nota que dejó en mi puerta: que esa de allí era su novia y que me dejaran en paz. Y el hecho es que después de aquello no volvieron a molestarme”.

Su determinación y fuerza de voluntad la empujaron hacia la salvación, pero Jalowicz siempre subrayó la importancia de la pura suerte, tal como lo recordaba en una conferencia en 1993: “La supervivencia de cada individuo que subsistió en la clandestinidad se asentó en una concatenación de azares que a menudo resulta increíble y cabe llamar milagrosa”.

jueves, 30 de noviembre de 2023

"Del Holocausto, más que los nazis, lo que me interesa es destacar lo fácil que la gente normal pierde de vista su humanidad y se deja devorar por el mal"

John Boyne

FUENTE DE LA IMAGEN,RICH GILLIGAN

Pie de foto,

John Boyne vuelve a la historia de "El niño con el pijama de rayas" a través de Gretel, la hermana de Bruno.


En el marco del Hay Festival de Querétaro, en BBC Mundo hablamos con Boyne de su original forma de contar el nazismo, de la culpa, de la expiación de los pecados y de los ecos que aún deja "El niño con el pijama de rayas".

Portada de "Todas las piezas rotas"

¿Cómo vivir con la culpa del nazismo? ¿Hay redención posible? ¿Qué responsabilidad tiene una niña de 12 años hija del comandante que dirigió la matanza sistemática de Auschwitz?

Más de quince años después de su bestseller "El niño con el pijama de rayas", el escritor irlandés John Boyne, de 52 años, da continuidad a la impactante historia que fue traducida a más de 30 idiomas, llevada al cine y utilizada aún hoy en las escuelas para ilustrar el Holocausto.

Pero con "Todas las Piezas Rotas" (Penguin, 2023), Boyne deja atrás la fábula y la mirada ingenua del nazismo de un niño de 9 años y se adentra en un relato mucho más adulto y reflexivo a través de Gretel, la hermana mayor de Bruno, el hijo de un comandante nazi que trabó su amistad con Shmuel, su espejo al otro lado de la alambrada del campo de concentración de Auschwitz.

Ha pasado el tiempo y Boyne sitúa a Gretel, una anciana de 90 años, en el Londres actual. Antes la vemos escapar de Alemania con su madre y pasar por Australia llevando consigo el peso de la culpa por lo que le pasó a su hermano, por lo que hizo su padre, por los crímenes del país en el que creció, por su silencio cómplice.

El de Gretel es un camino de redención a través de los personajes que aparecen al final de su vida, que le ofrecerán la posibilidad de encontrar la paz de su conciencia que lleva buscando por años.

En el marco del Hay Festival de Querétaro, en BBC Mundo hablamos con Boyne de su original forma de contar el nazismo, de la culpa, de la expiación de los pecados y de los ecos que aún deja "El niño con el pijama de rayas".

“El niño con el pijama de rayas” fue un éxito de ventas, fue llevado al cine y aún hoy se lee en las escuelas para aprender del Holocausto. ¿Por qué 15 años después sentiste la necesidad de dar continuidad a la historia?

Fue algo que tenía en la cabeza, en realidad, desde que escribí “El niño con el pijama de rayas”, así que no fue una decisión apresurada. Por ello había ido tomando apuntes en mi computadora con la idea de escribir sobre Gretel, la hermana mayor de Bruno. Pero quería escribir de ella cuando ya estuviera en el final de su vida para tener esas dos perspectivas de los niños. Uno, inocente, al comienzo de su vida, y la otra ya anciana.

Es algo que pensaba escribir cuando yo fuera mucho más mayor, hacia el final de mi vida. Pero llegó la pandemia y pareció el mejor momento, así que me senté y empecé a escribir.

¿Ya cuando escribías “El Niño…” sabías que ibas a continuar con la historia de Gretel?

Realmente fue cuando terminé los primeros bocetos del primer libro cuando pensé que volvería a esta historia, y me di cuenta de que tenía algo bastante potente para volver a escribir. Y como a “El Niño…” le fue tan bien y hablaba tan a menudo de él, se cimentó la idea en mi cabeza de que debía volver ahí en algún momento.

“Todas las piezas rotas” es un libro muy diferente a “El niño…” ¿Qué ha cambiado en estos 15 años a la hora de abordar la historia, que es continuación de la anterior?

Cuando escribí “El niño…” estaba al inicio de mi carrera y ahora estoy a mitad de camino. Soy mayor y creo que soy mejor escritor. Creo que en el primer libro hay una forma de ingenuidad que funciona. Ahora estoy en mis 50 y espero que haya más sofisticación en las novelas que escribo.

Pero las cosas han cambiado. En el mundo editorial se ha vuelto más complicado escribir un libro como este porque siempre hay críticas por abordar asuntos que no son propios de mi historia, de mi vida, algo con lo que yo estoy en desacuerdo.

Ciertamente esta es una historia más sofisticada en cómo aborda la culpa y la complicidad, que son temas que aparecen en muchos de mis libros.

Con el primer libro hubo ciertas críticas de por qué contar el Holocausto desde el punto de vista de Bruno, un niño hijo de un comandante nazi, y no desde el de Shmuel, su contraparte judía al otro lado de la alambrada en Auschwitz. Y ahora de nuevo la historia es a partir de Gretel.

Del primer libro lo que me interesaba es que el lector estaba siempre un paso por delante de Bruno. El lector sabía lo que pasaba al otro lado de la verja, mientras que Bruno la veía con tanta inocencia e ingenuidad que hacía las preguntas básicas.

Yo creo que si hubiera puesto la voz narrativa del otro lado de la valla, con un personaje judío, habría sido ir demasiado lejos para mí y habría recibido más críticas. Prefería la idea de alguien recorriendo la verja y haciendo las preguntas más sencillas y a la vez más complejas.

Y siguiendo con esa narrativa, era natural darle continuidad con Gretel, su hermana mayor.

Han pasado 15 años, tiempo suficiente para que hayas reflexionado sobre el éxito de “El Niño…”. ¿Por qué triunfó así? ¿Lo esperabas?

Sabía que iba a ser más exitoso que mis libros anteriores, pero no que después de tantos años seguiría hablando de él. Tampoco esperaba que se convirtiera en un libro controversial, como ha pasado sobre todo en años recientes. Tampoco que fuera usado en escuelas. Me sorprende que de alguna manera se haya convertido en uno de esos libros de los que al menos muchos han escuchado hablar.

Como decías, “El Niño…” se usa en las escuelas para enseñar el Holocausto. ¿Cómo te sientes con eso, que es una gran responsabilidad?

Es un poco complicado porque yo no escribí un libro de texto ni lo hice para educar a la gente. Es una fábula y sé que muchas de las críticas recientes son que no se debería usar para enseñar el Holocausto, pero es que yo nunca tuve esa intención.

Pero por otro lado, si los jóvenes lo leen y a partir de ahí se interesan más por el tema y leen obras de no ficción y ven documentales, pues creo que es una gran cosa, algo de lo que me siento orgulloso.

Auschwitz
Auschwitz

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY

Pie de foto,
Los niños de Auschwitz con el uniforme que en la fábula de John Boyne se considera un "pijama a rayas".

Tras esta historia repartida en dos libros has debido pensar mucho en la responsabilidad de los alemanes de a pie en la época nazi, sobre cuánto sabían de lo que ocurría en Auschwitz y en otros campos de concentración. ¿Cuál es tu conclusión y qué quieres contar sobre ello a través de Gretel?

El de Gretel es un caso inusual porque como niña está ya muy involucrada en el Holocausto, aunque sin ser ella responsable. Su falla es que tras la guerra podría haber dado información que hubiera ayudado a las familias de las víctimas. Elige no hacerlo porque no quiere que lo que pasó le siga generando más cicatrices.

Pero en los libros en los que me aproximo al Holocausto, lo que quiero es destacar lo fácil que la gente pierde de vista su humanidad y se deja devorar por el mal. En el primer libro, Gretel es también sólo una niña que pone en las paredes mapas de los ejércitos porque está enamorada del teniente Kotler. Basta simplemente eso para que uno pierda su humanidad.

¿Cuán culpable puede ser una niña de 12 años, que son los que tiene Gretel cuando sucede todo?

No es responsable de nada de lo que pasó, pero sí de que después eligiera su propia seguridad antes que admitir las cosas de las que había sido testigo. Y así pasa su vida, siendo consciente de eso y esperando una oportunidad para redimirse, para hacer lo correcto. Y lo encuentra cuando puede salvar a un niño, lo que le da la sensación de hacer lo correcto en su vida.

John Boyne
John Boyne

Y “Todas las piezas rotas” vuelve a poner de manifiesto que la maldad no sólo era cuestión de una persona, sino que de alguna manera había un país cómplice. Eso es algo que también has reflejado en tus libros sobre los abusos sexuales en la Iglesia católica irlandesa. Parece que te interesa no tanto el que hace el mal como la gente que es cómplice con su silencio.

Realmente es un asunto que está en muchos de mis libros y es algo a lo que siempre termino volviendo y yo creo que es porque nací en Irlanda en esos años en los que esas cosas terribles estaban sucediendo.

Y la gente de mi generación sabía que una minoría cometía esos actos criminales, pero que había una mayoría que sabía lo que pasaba. ¿Cómo pudieron dejar que pasara?

Esa es la gente que me interesa más a la hora de escribir.

Cuando leo el libro me imagino que yo sería heroico y alzaría la voz y haría lo correcto, pero no puedo evitar pensar que al final yo podría ser Gretel.

Es algo muy honesto admitirlo, porque yo se lo digo a los niños cuando voy a las escuelas a hablar del primer libro. Es fácil para nosotros ahora decir que no lo habríamos hecho. Pero si yo hubiera estado en Alemania a finales de los años 30, hubiera sido un adolescente, habría habido muchas posibilidades de acabar en las Juventudes Hitlerianas.

Habría hecho lo que todos hacían. Es imposible imaginar eso, es mejor pensar que habríamos sido héroes y habríamos hecho lo correcto. Es fácil de decir, pero no lo es.

¿Quizás sólo el mero hecho de tener esa duda nos hace estar más alerta para alzar la voz ante hechos terribles ahora, aunque sean mucho menos graves que el nazismo y el Holocausto?

Lo vemos ahora con la cultura de la cancelación. La gente tiene miedo de expresar lo que cree por la intolerancia ante la opinión que difiere de la tuya, especialmente en el mundo online, donde se puede destruir la vida de una persona.

La gente tiene miedo genuino de alzar la voz por si un grupo de intolerantes los convierte en su objetivo.

En “Todas las piezas rotas” hay un conflicto del lector hacia Gretel, a la que consideramos culpable, pero por la no se puede evitar sentir simpatía, compasión.

Es lo que buscaba. Quería que fuera un personaje ambiguo con momentos en los que se sintiera simpatía por ella y en otros enfado. En una novela el personaje principal debe ser real, veraz. Y la mayoría de las personas reales no somos santos ni villanos, estamos en el medio.

Hacemos cosas de las que nos sentimos orgullosos y otras que nos avergüenzan el resto de nuestra vida. Busco esa ambigüedad en los personajes de mis novelas para que los lectores hablen de ellos.

A veces es raro sentir compasión por Gretel porque al final era la hija del comandante nazi, no son ellos las víctimas. ¿Qué piensas sobre esto?

No, por supuesto que no es la víctima. Sabemos quiénes son las víctimas de verdad y espero no haber dejado en la novela la idea de que ella es una víctima. Es parte de las circunstancias de la Historia.

Pero yo sí creo que es un poco víctima también, ella no puede llevar la responsabilidad de lo que hizo su padre.

Ella no es culpable de eso, y algo de víctima por eso hay en ella, pero no es la víctima de la historia. Las víctimas están al otro lado de la valla.

Gretel busca redención y la encuentra al final del libro y de su vida. ¿Por qué decidió darle ese final?

Ha tenido una vida trágica y quería que al final encontrara la paz de alguna manera. Ha vivido 90 años y 80 de ellos no han sido en paz, así que al final encuentra un pequeño momento de paz que creo que merece.

Ha tenido una vida traumatizada. Trató de tener una buena vida, pero su vida nunca fue feliz por sus propias acciones, por las de su padre y por las del país en el que nació.

El final violento hace pensar también si a veces puede estar justificada la violencia y parece de alguna manera vengarse de su propio padre. ¿De alguna manera mata a su propio padre?

En algún sentido sí. Le está haciendo pagar por los crímenes que cometió contra tanta gente, incluida ella misma.

En el primer libro es Bruno el que muere y ahora ella no quiere que eso se repita. Esa familia y ese padre que viven en el apartamento de abajo hacen que regresen todos los pensamientos que había tratado de evitar.

¿Por qué decidiste contar una historia del nazismo y del Holocausto no sólo desde la perspectiva alemana, sino desde la de unos niños antes y una anciana ahora, en lugar de a través de los grandes protagonistas?

En el caso de Bruno es por su inocencia para contar el acontecimiento más importante de todos los tiempos, para contarlo desde el punto de vista de alguien que no sabe nada.

Era una manera nueva de afrontar un tema del que se ha escrito mucho. Pensé que era original y eso me servía para crear algo parecido a una fábula que quería oponer con las cualidades realistas.

Como decías, eres un outsider ante la historia del Holocausto porque no lo sufriste directamente en tu familia ni en tu país, Irlanda. ¿Es por eso que puedes ofrecer una perspectiva diferente?

Creo que ayuda porque no tengo el peso histórico en mis hombros que tendría si fuera alemán o judío. De alguna manera es más fácil aproximarse al tema desde la distancia que tengo.

Otro de los temas que resuenan en el libro, sobre todo en “El niño…”, es el de ver a un comandante nazi capaz de las peores atrocidades a un lado de la alambrada y luego ser un padre de familia muy querido en el otro.

Lo vemos desde la perspectiva del niño, de su hijo, lo cual lo hace un poco más escalofriante porque nosotros como lectores sabemos de lo que es capaz y lo que está haciendo.

Pero subrayas que la gente que dirigía los campos de concentración amaba a sus hijos, a sus perros, y esa es una de las cosas más desconcertantes.

De alguna manera esa gente monstruosa era normal en su vida privada y estos dos conceptos diferentes son muy difíciles de entender para nosotros. Eso es lo que lo hace interesante escribir de ello.

Los soldados, los oficiales, volvían a casa por la noche y jugaban con sus hijos sin tener ningún reparo en matar a otros niños. Es casi imposible reconciliar esas dos cosas, y eso es lo interesante.

https://www.bbc.com/mundo/articles/c4n871rnn79o

sábado, 7 de octubre de 2023

_- Los archivos del infierno: nuevas miradas al Holocausto.

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Holocausto Nazi
Etiqueta de tela con el número de identificación de un prisionero en un campo de concentración nazi.
Clasificados durante décadas, algunos de los secretos mejor guardados del Tercer Reich salen ahora a la luz.

Una experiencia tan terrible como el Holocausto debe servir para recordar, pero también para comprender. Este deseo que el sociólogo Zygmunt Bauman expuso en varios de sus ensayos parece haberse cumplido en los últimos años. Clasificados y silenciados durante décadas, algunos de sus secretos mejor guardados salen ahora a la luz. Y lo hacen desde la síntesis, la investigación y la alta divulgación, para llegar a un público cada vez más amplio y diverso.

Aunque siga siendo inexplicable, la comprensión de la solución final ha cambiado. Hace tiempo que un episodio atroz, un suceso innombrable, acelerado en la indiferencia y el abandono de la sociedad de entreguerras, no se entiende únicamente por el ascenso del nazismo. La violencia, su propia lógica interna, emerge como el verdadero lenguaje que hay que descifrar para entender la primera de las instituciones totalitarias. El castigo, el trabajo forzado y el exterminio convivieron en el universo concentracionario alemán, basado en un modelo anterior sobre el que se impuso la jerarquía racial nazi. Con el estallido de la guerra todo cambió, pero la comprensión del funcionamiento de un sistema, de una red, ha permitido arrojar una tenue luz sobre esta negra página de la humanidad. Aquellos lugares destinados exclusivamente a segar vidas también albergaron esperanza, ayuda y amistad. Gestos sencillos y cotidianos permitieron a muchos recordar que todavía eran personas, luchar para sobrevivir. Sus recuerdos afloran aún y siguen conmoviendo la conciencia occidental.

La fusión de los fenómenos políticos, tecnológicos y económicos que puso en marcha el Tercer Reich en su camino hacia la guerra total ha sido uno de los motores de esta renovación. Grandes especialistas como Christopher Browning, Peter Hayes y Raul Hilberg han logrado combinar estas tres ramas en German Railroads, Jewish Souls: The Reichsbahn, Bureaucracy, and the Final Solution (Bergham Books, 2019), un monumental estudio desde el corazón organizativo del infierno que integra los testimonios de víctimas y verdugos. Su aparición, de hecho, animó a familiares de supervivientes a interponer una demanda colectiva en Estados Unidos, denunciando la responsabilidad de los ferrocarriles franceses en la deportación. Gracias a ello, la historiadora Sara Federman pudo acceder a los registros de la oficina burocrática de Eichmann que analiza en Last Train to Auschwitz (Wisconsin University Press, 2022). Solo en el verano de 1942, embarcaron en Drancy, a las afueras de París, 4.000 niños judíos en los mismos trenes que volvían de hacer el trayecto hacia Polonia con sus padres. Tras localizar a sus familias, logró ponerles rostro y devolverles la voz a muchos de ellos.

La capacidad probatoria de los documentos incautados, usada desde los juicios de Núremberg, ha dado paso a un minucioso trabajo arqueológico y antropológico

La capacidad probatoria de los documentos incautados, usada desde los juicios de Núremberg, ha dado paso a un minucioso trabajo arqueológico y antropológico. La fotografía ha sido fundamental para recorrer el lado más oscuro de la memoria europea. Conmocionada por la imagen, Wendy Lower se embarcó en una ardua labor de identificación de una familia retratada en el mismo momento de su ejecución. La fosa (Confluencias, 2022) ha reabierto el debate de la colaboración de otros países en el exterminio judío, antes incluso de que se pusiera en marcha la solución final.

A partir de septiembre de 1941, tras su primer fracaso en el frente del este, la Alemania nazi iniciaría un viraje que culminaría en la reorganización de los campos y la puesta en marcha del Holocausto. Todo se decidió en la célebre reunión de Wannsee, llevada de nuevo al cine con éxito en La conferencia (2022), película que muestra cuál fue la implicación exacta de todos los ministerios y aparatos gubernamentales en la puesta en marcha y desarrollo del exterminio judío.

El decreto Noche y Niebla, autorizando la desaparición de todo sospechoso, fue el siguiente peldaño hacia el Holocausto. Tan solo quedaba situarlo en un nudo logístico

La conexión entre el antisemitismo oficial y la opinión pública ya había sido dirigida en las campañas pioneras de propaganda del Partido Nazi antes de la guerra. Un proceso, ramificado y extendido por toda Europa, que fue descrito minuciosamente por George Mosse en Hacia la solución final: una historia del racismo europeo (La Esfera, 2023) en el que se embarcaron las grandes empresas y el mundo financiero alemán, tal y como demuestra el periodista David de Jong en Dinero y poder en el Tercer Reich: la historia oculta de las dinastías más ricas de Alemania (Principal de los Libros, 2022)

La guerra marcaría otro hito, con la limpieza de la retaguardia, la “cuestión gitana”, la “eliminación directa” de los prisioneros soviéticos y la “detención” de los extranjeros.  Tan solo quedaba situarlo en un nudo logístico: Auschwitz, transformado oficialmente en un centro de exterminio en mayo de 1942. Para facilitar la operación, las SS transformaron una granja de Birkenau en una cámara de gas. Lo llamaron el Búnker número 1. El asesinato de Heydrich, director de la Oficina Central de Seguridad (RSHA), el 4 de junio en Praga, permitió a Himmler extenderlo de manera ilimitada. El cierre de los campos de trabajo y la destrucción de los guetos que aún quedaban en pie, como el de Varsovia, iniciaron la llegada masiva de personas a una industria de destrucción que ya no sufriría apenas modificaciones.

Primo Levi fue uno de los supervivientes que más escribieron sobre la necesidad de comprender aquella estructura del horror. Durante su estancia en el läger, mostró siempre una incesante curiosidad por todo lo que le rodeaba. Formaba parte, como él mismo reconoció, de una estrategia de supervivencia en el campo que silenció tras su liberación. Quedó enterrada así la identidad del albañil piamontés que le ayudó y le dio de comer durante meses; Lorenzo Perrone, un trabajador libre que vivía fuera del campo, que tampoco pudo volver a una vida normal, incapaz de olvidar todo lo que había visto al otro lado de la alambrada. Su historia ha sido rescatada ahora por Carlo Greppi en El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica, 2023).

¿Qué implicaba ser mujer en los campos? A esta pregunta contesta Daniela Padoan mediante el testimonio directo de tres supervivientes. La presencia femenina en los campos no fue testimonial, como ya documentara la escritora Montserrat Roig a finales de los años setenta en Els catalans als camps nazis (Península, 2017). Entre ellas estaba Neus Catalá, quien describió en sus memorias el funcionamiento de Ravensbrück. Pero ¿qué implicaba ser mujer en los campos? A esta pregunta contesta Daniela Padoan mediante el testimonio directo de tres supervivientes: Liliana Segre, Goti Bauer y Giuliana Tedeschi, en Como una rana en invierno. Tres mujeres en Auschwitz (Altamarea, 2019).

La renovación temática ha llegado también al mundo de la divulgación con auténticos best sellers en los últimos años en Inglaterra y Estados Unidos. La mayoría sigue la línea de La lista de Schindler o El niño con el pijama de rayas, pero beben de este cambio histórico e incorporan testimonios escritos y documentos de los propios supervivientes del Holocausto. Buena muestra de ellos son Auschwitz: última parada, versión novelada del diario del médico judío holandés Eddy de Wind (Espasa, 2020); K.O. Auschwitz (Corner, 2022), una historia real de los prisioneros forzados a boxear para sobrevivir; Yo, Dita Kraus (Martínez Roca, 2022), basada en las memorias de la que fuera bibliotecaria en Auschwitz hasta su traslado a Bergen-Belsen, y, por concluir una larga lista, El tatuador (Booket, 2020), con la reconstrucción de una de las figuras esenciales en la vida cotidiana de los campos, que ocuparía un espacio central en el recorrido literario iniciado por Jorge Semprún tras sobrevivir a Buchenwald.

Gutmaro Gómez Bravo es historiador y coautor del libro ‘Esclavos del Tercer Reich. Los españoles en el campo de Mauthausen’ (Cátedra, 2022).


Portada de 'Hacia la solución final. Una historia del racismo europeo', de George L. Mosse
Una historia del racismo europeo'.
Hacia la solución final
George L. Mosse
Traducción de Hugo Cañete
La Esfera de los Libros, 2023
384 páginas. 22,90 euros


Portada de 'El hombre que salvó a Primo Levi', de Carlo Greppi 
El hombre que salvó a Primo Levi
Carlo Greppi
Traducción de Lara Cortés Fernández
Crítica, 2023
400 páginas. 20,90 euros


Portada de 'La fosa', de Wendy Lower
La fosa
Wendy Lower
Traducción de Elena Magro Sánchez
Confluencias, 2022
306 páginas. 21,90 euros



Portada de 'K.O. Auschwitz', de José Ignacio Pérez 
K.O. Auschwitz
José Ignacio Pérez
Córner, 2022
328 páginas. 18,90 euros

miércoles, 5 de abril de 2023

_- El "holocausto olvidado" perpetrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial

_- "¿Por qué querían matarnos? ¿Por qué nos mataron?".

Esas son las preguntas que se hace Hinta Gheorghe, un sobreviviente delholocausto del pueblo romaní de 83 años.

Con 2 años, fue llevado a un campo en Transnistria, un territorio entre los ríos Dniéster y Bug, administrado por Rumania entre 1941 y 1944.

"No tengo muchos recuerdos del viaje en sí, pero me marcó para siempre", le dijo Gheorghe a la BBC a través de su sobrina nieta, Izabela Tiberiade.

Aproximadamente 11 millones de personas fueron asesinadas por los nazis. Cinco millones de los fallecidos no eran judíos.

Los historiadores estiman que entre 250.000 y 500.000 gitanos fueron asesinados durante el Holocausto. Pero estas víctimas permanecen casi olvidadas.

Los nazis creían que los alemanes eran arios y por lo tanto la "raza superior".

Algunas personas eran indeseables según los estándares nazis, ya fuera por sus orígenes genéticos o culturales, o por su estado de salud.

Izabela Tiberiade dice que su tío abuelo está demasiado traumatizado como para contar todas las historias de horror que escuchó.

En estas categorías eran puestos los judíos, los gitanos, los polacos y otros eslavos, así como personas con discapacidades físicas o mentales.

Otras víctimas incluyeron testigos de Jehová, homosexuales, clérigos disidentes, comunistas, socialistas, 'asociales' (un término usado por los nazis para categorizar a un grupo de personas que no se ajustaban a sus normas sociales) y otros enemigos políticos.

Campos de la muerte
"Mi madre perdió varios hijos durante el viaje en esos trenes para ganado. Y creo que una parte de ella permaneció allí para siempre, incluso después de muchos años, cuando todo era solo un recuerdo", cuenta Gheorghe.

"Comprendimos lo que estaba pasando en el campo incluso antes de que llegáramos allí. Muchos murieron en el camino. Había demasiada gente en pequeños trenes, diseñados para el transporte de ganado".

La llamada "Oficina Central para la Lucha contra el Estorbo Gitano" fue creada en junio de 1936 por los nazis. Ubicada en Múnich, se encargó de "evaluar los hallazgos de una investigación racial-biológica" sobre los sinti y los romaníes.

Para el año 1938, los sinti y los romaníes ya estaban siendo deportados a campos de concentración.

Al igual que los judíos, fueron privados de sus derechos civiles. A los niños se les prohibió asistir a las escuelas públicas y a los adultos les resultó cada vez más difícil mantener o asegurar un empleo.

Los romaníes, un pueblo nómada que se cree que procedía del noroeste de la India, estaban formados por varias tribus o naciones.

Más de 21.000 gitanos fueron asesinados en Auschwitz-Birkenau.

La mayoría de los romaníes que se habían asentado en Alemania pertenecían a la nación sinti. Habían sido perseguidos durante siglos. El régimen nazi continuó la persecución al considerarlos asociales y racialmente inferiores a los alemanes.

"Nadie se preocupaba por nosotros pero, al mismo tiempo, nos odiaban tanto", recuerda Gheorghe.

El campamento gitano en Auschwitz
En 1943, se asignó un gran área del complejo de campos de Auschwitz-Birkenau para albergar a los romaníes deportados.

Se estima que el número de prisioneros era de alrededor de 23.000. Muchos se convirtieron en víctimas de experimentos médicos. Otros murieron de agotamiento o fueron asesinados en las cámaras de gas.

El campo se disolvió en agosto de 1944, pero la mayoría de sus prisioneros fueron asesinados o trasladados a otros campos. Al final, al menos 21.000 hombres, mujeres y niños murieron ahí.

Recién a partir de 2015 se conmemora oficialmente en Europa el genocidio gitano.

Cuando Hinta Gheorghe y los sobrevivientes de su familia regresaron del campo de exterminio después de tres extenuantes años, encontraron que sus hogares en Rumanía habían sido destruidos u ocupados por otras personas.

"Nos deshumanizaron. Y lo peor es que todavía nos despojan de nuestra historia. Muchos niños hoy en día no tienen ni idea de lo que pasó, solo escuchan canciones de abuelas viejas que recuerdan y lloran mientras cantan".

"Nuestras canciones transmiten el sufrimiento, las condiciones insoportables en el campo, que fueron devastadoras. La suciedad, el hambre, el frío, los refugios inhóspitos [...] el hacinamiento que crea enfermedades lentas y dolorosas".

Prejuicios arraigados
Barbara Warnock, curadora de la Biblioteca del Holocausto Wiener ubicada en Londres, dice que la exclusión social existente y la discriminación hecha política oficial dentro de la sociedad alemana hicieron mucho más fácil que los nazis atacaran a la comunidad romaní.

"Al principio fue una especie de continuación de las medidas y actitudes perjudiciales ya existentes. Los nazis se basaban en la legislación existente. Los romaníes eran un grupo bastante marginado dentro de Alemania", dice Warnock.

También señala que hay una falta de registros oficiales sobre los romaníes durante la Segunda Guerra Mundial.

Muchos gitanos fueron asesinados en campos de concentración donde fueron alojados por separado, como en el campo de Belzec.

"Hay mucha incertidumbre sobre los números. Algunos fueron asesinados en campos de exterminio, muchos murieron en ejecuciones masivas, particularmente en territorios soviéticos. El ejército alemán fue seguido por los Einsatzgruppen (escuadrones de la muerte paramilitares de la Alemania nazi) y los colaboradores locales participaron en la cacería masiva".

Inmediatamente después de la guerra, muchos de los principales jefes nazis fueron capturados y juzgados por tribunales militares y en los Juicios de Núremberg.

En estos casos, nadie fue acusado de matar a un gitano. Los nazis solían afirmar que "los romaníes que arrestaban eran criminales".

Miedos renovados
Para Gheorghe, la discriminación que él y su comunidad enfrentaron en el país como "extranjeros" no se limitó al régimen nazi.

Después de la caída del comunismo soviético, Gheorghe se fue de Rumania a Alemania.

Pero pocos meses después de su llegada, se vio envuelto en un brutal ataque xenófobo en 1992, conocido como los disturbios de Rostock-Lichtenhagen, en agosto de aquel año.

La generación joven de romaníes como Izabela Tiberiade está interesada en mantener vivos los recuerdos del Holocausto para cambiar la narrativa sobre su comunidad.

Fue la peor violencia derechista en Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Los extremistas atacaron a los inmigrantes arrojando piedras y cócteles molotov contra un bloque de apartamentos donde vivían solicitantes de asilo.

"Qué triste que el sucesor del pueblo que trajo tanto sufrimiento haya llevado a cabo los mismos actos. Nuestros hijos merecen algo mejor que el odio y la ira", señala Gheorghe.

Nueva generación
Los descendientes de las víctimas olvidadas del Holocausto también se interesaron más en el sufrimiento de sus antepasados.

La sobrina nieta de Hinta Gheorghe, Izabela Tiberiade, ni siquiera había nacido cuando su familia enfrentó nuevos ataques inspirados en la ideología neonazi.

En la escuela estudió sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, pero se omitieron los sufrimientos de los gitanos, señala.

Izabela Tiberiade dice que pensó que el racismo contra los gitanos era cosa del pasado hasta que ella misma enfrentó el odio.

Fue en casa, en Rumania, donde supo más. Decidida a buscar justicia, decidió estudiar Derechos Humanos y Derecho Internacional. "Solían contar historias que nuestras nuevas generaciones no podían comprender", le dice Tiberiade a la BBC.

"Descubrí que mis abuelos, tíos y muchos otros compartieron la misma experiencia. Fueron deportados a campos de exterminio, solo porque eran romaníes".

"Las nuevas generaciones no tienen acceso a la información, hay falta de representación y los jóvenes rara vez se conectan con su pasado y sus raíces. Algunos incluso consideran que ser gitano es malo", lamenta.

Ahora Tiberiade trabaja para una organización de jóvenes romaníes, Dikh he na bsiter (que se traduce como "Mira y no olvides"), cuyo objetivo es conmemorar y concienciar sobre lo que le sucedió a la comunidad romaní durante el Holocausto.

La joven quiere que los romaníes de las nuevas generaciones y otros aprendan más sobre el Holocausto. Espera que esto "haga que otros vean a su comunidad con mucha más empatía".

Izabela Tiberiade cree que si se concienciara a más personas sobre las víctimas olvidadas del Holocausto, habría más empatía hacia los gitanos.

También hay esfuerzos internacionales.

En 2015, un informe de Naciones Unidas pidió un compromiso político firme y tangible para luchar contra los prejuicios y la discriminación que siguen vulnerando los derechos del pueblo gitano.

El Parlamento Europeo también aprobó observar el Día Europeo de Conmemoración del Holocausto Romaní en 2015. Se conmemora el 2 de agosto. Los romaníes también son recordados junto con otras víctimas durante el Día Internacional de Conmemoración del Holocausto.

"No podemos cambiar mucho de la noche a la mañana. Se necesita tiempo, determinación y mucho esfuerzo. Necesitamos aceptación y tolerancia", dice Tiberiade.

"Necesitamos celebrar nuestra cultura, historia e idioma juntos. Necesitamos dejar de hablar unos de otros. Y hablar entre nosotros".

Desde Craiova, la localidad en Rumania donde Gheorghe vive ahora, el sobreviviente del Holocausto dice que tiene un deseo: "Quiero que todos los jóvenes romaníes asistan a la escuela y aprendan y logren todo lo que nosotros nunca tuvimos oportunidad de hacer".

jueves, 23 de marzo de 2023

MAUTHAUSEN. Horror, solidaridad y coraje: la memoria compartida de los republicanos y judíos en Mauthausen.

El Gobierno presenta la exposición sobre los presos del campo nazi como una vacuna democrática contra los discursos de odio.

Al llegar les quitaban el apellido, la ropa, el pelo de todo el cuerpo. A partir de ese momento, en Mauthausen eran un número y una macabra cuenta atrás hasta la muerte. De las 190.000 personas que pasaron por el campo de concentración nazi y sus anexos, al menos 90.000 murieron. Alrededor de 7.500 —no todos fueron inscritos— de sus presos eran republicanos españoles y de ellos, casi 4.500 no lograron salir de él con vida. Hasta la liberación, en mayo de 1945, por el ejército de EE UU convivieron con miles de judíos en una dramática lucha por la supervivencia, es decir, contra el frío, el hambre, los golpes, los experimentos médicos, las durísimas jornadas de más de 12 horas de trabajo en la cantera. Una exposición en Centro Sefarad-Israel de Madrid recuerda ahora esas memorias compartidas de horror, solidaridad y coraje. La muestra, que podrá verse hasta el 17 de junio, fue inaugurada este miércoles por los ministros de la Presidencia, Félix Bolaños, y Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, quienes insistieron en la necesidad de traer los episodios más negros de la historia al presente como vacuna para la intolerancia y los discursos de odio. “Ninguna etapa histórica está exenta de sufrir retrocesos democráticos. Esta exposición nos conmueve y nos recuerda lo que pasó en Europa no hace tanto y lo que puede pasar en Europa si algunos sátrapas como Putin consiguen los objetivos que persiguen”, señaló Bolaños.

De Mauthausen salieron de la mano, convertidos en padre e hijo, un burgalés llamado Saturnino Navazo y un niño llamado Siegfried Meir que había nacido en Fráncfort. El pequeño había llegado al campo con 10 años desde otra sucursal del infierno, Auschwitz, donde habían matado a sus padres, ambos judíos. Navazo, que antes de combatir en el bando republicano en la Guerra Civil había sido futbolista, cuidó de él desde su posición de cierto privilegio; los guardas nazis se aburrían y permitieron organizar una liguilla de fútbol en el campo. Para que los jugadores como Navazo aguantaran más durante los partidos, los apartaron de la cantera y los enviaron a la cocina, lo que les permitía alimentarse y alimentar a otros mejor. La muestra recoge la entrañable historia de afecto entre el republicano y el huérfano, quien en 2015, cinco años antes de morir, explicaba a EL PAÍS: “A él el fútbol le salvó la vida y a mí Navazo me la dio. Si no se hubiera quedado conmigo, habría acabado en la cárcel”.

Fue también en Mauthausen donde se reencontraron, en 1945, tras cinco años de lucha por la supervivencia, Alfonsina Bueno y su marido, Josep Ester. Ella fue trasladada al campo procedente de Ravensbruk con seis mujeres nacidas en España y otra más, la polaca Esther Zilberberg, que se consideraba española porque había resultado herida en Vitoria, combatiendo en las brigadas internacionales junto al bando republicano en la Guerra Civil. Otros presos españoles vigilaron la puerta de los baños para que nadie molestara a Alfonsina y Josep cuando pudieron celebrar que seguían vivos. Ella había sido sometida a un experimento médico por los nazis. Tenía 30 años cuando logró salir vida del infierno, con secuelas de por vida que no impidieron que ambos continuaran su militancia contra el fascismo. La exposición recuerda cómo el matrimonio trabajó para conseguir que el gobierno alemán indemnizara a los deportados y a las viudas de los fallecidos. También Esther Zilberberg se implicó en la asistencia a refugiados tras abandonar el campo y retomar sus estudios de Medicina. Muchos brigadistas internacionales como ella se habían reencontrado en Mauthausen con sus compañeros de trinchera republicana, como Artur London, que en 1949, cuatro después de la liberación del campo, fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia y en 1952, condenado a cadena perpetua por Stalin. Su esposa, Elisabet Ricol, hija de españoles, también había estado presa en los campos de Ravensbrück y Buchenwald. El periodista alemán Erich Kuttner, quien en 1936 se había desplazado a España para cubrir la Guerra Civil, no logró salir con vida de Mauthausen porque lo asesinaron cuando intentaba fugarse en 1942, tres años antes de la liberación.

La mayoría de supervivientes de Mauthausen permaneció en Francia tras recuperar la libertad y veía esporádicamente a sus familiares en encuentros furtivos en la frontera. Algunos decidieron contar a quien quiso oírlo lo que habían visto y vivido, como habían prometido en el campo. Otros prefirieron ahorrar a sus seres queridos los detalles de un horror inimaginable antes del Holocausto.

Un estudio reveló recientemente las lagunas de los jóvenes españoles sobre la Guerra Civil y la dictadura franquista. “La Guerra Civil fue porque el pueblo se rebeló contra Franco”, llegaban a decir algunos. Los encuestados, sin embargo, conocían la segunda guerra mundial y el holocausto mejor que su propia historia, pese a que ambas confluían en lugares como Mauthausen. El historiador Josep Calvet, comisario de la exposición, explica que “hasta hace muy poco” esos contenidos no tenían presencia en las escuelas, pero cree que “todo eso se está revirtiendo por el interés de profesores concienciados con ese déficit”. “Todavía no estamos al nivel al que están los estudiantes de Alemania, que tienen muy interiorizado y muy presente el nazismo y sus consecuencias, pero creo que iniciativas como esta son importantísimas para que eso cambie y para que deje de verse como un asunto partidista”. El Centro Sefarad-Israel organizará visitas guiadas a la exposición para colegios e institutos.

Algunas de las imágenes recogidas en la muestra fueron utilizadas como pruebas en los juicios contra los criminales nazis. Hoy, la ONU recoge también testimonios, imágenes y evidencias en Ucrania de crímenes de guerra cometidos por Putin.

miércoles, 8 de marzo de 2023

La Noche de los Cristales Rotos: las imágenes inéditas del horror causado por los nazis


Oficiales nazis llevándose libros, presumiblemente para ser quemados. 



Hace 84 años, un estallido de violencia masiva contra los judíos en Alemania y Austria marcó una gran escalada en la persecución de los nazis.

Se conoce como Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos. Ocurrió del 9 al 10 de noviembre de 1938.

Miles de negocios, hogares y sinagogas judíos fueron atacados y casi 100 judíos fueron asesinados durante esa noche. Además, otros 30.000 judíos fueron enviados a campos de concentración.

Ahora, han surgido nuevas fotos.

La gente observa cómo un oficial nazi ataca un negocio judío.

Un negocio judío saqueado

FUENTE DE LA IMAGEN, ARCHIVO YAD VASHEM

Así quedó uno de los negocios judíos saqueados esa noche.

Las imágenes fueron tomadas por dos fotógrafos nazis en la ciudad alemana de Núremberg. También hay escenas captadas en la cercana localidad de Fürth.

Esos fotógrafos fueron una parte integral del evento, según Jonathan Matthews, jefe del archivo fotográfico de Yad Vashem, el centro conmemorativo israelí que publicó las imágenes.

Bancos volcados en una sinagoga

FUENTE DE LA IMAGEN, ARCHIVO YAD VASHEM

Bancos volcados en una sinagoga.

Oficiales nazis vertiendo gasolina en los bancos de una sinagoga

La sinagoga en llamas durante la Noche de los Cristales Rotos.

El álbum fue entregado a Yad Vashem por la familia de un soldado estadounidense judío que sirvió en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

Según el centro de la memoria, nunca habló sobre sus experiencias durante la guerra.

Cuando su nieta Elisheva Avital abrió el álbum, sintió como si "le quemaran las manos".
Oficiales nazis observan una tienda judía que ha sido atacada.

Oficiales nazis tiran libros de una estantería.
La matanza del 9 y 10 de noviembre de 1938 a menudo se consideran el punto de partida del Holocausto, en el que la Alemania nazi mató a seis millones de judíos.
Matthews dijo que las imágenes muestran que la violencia fue organizada por el Estado y no fue un "evento espontáneo de un público enfurecido", como sugería la narrativa oficial en ese momento. 

martes, 7 de marzo de 2023

No más mentiras: mi abuelo era nazi

En Lituania, lo consideraban un héroe, pero no podremos pasar página hasta que admitamos lo que de verdad hizo.

Mientras crecía en Chicago durante la Guerra Fría, mis padres me enseñaron a venerar mi herencia lituana. Cantábamos canciones lituanas y recitábamos poemas lituanos; los sábados, después de la escuela lituana, comía tortitas de papa al estilo lituano.

Mi abuelo, Jonas Noreika, era una parte muy importante de la historia de mi familia: fue el responsable de una revuelta contra la Unión Soviética en 1945-1946 y lo ejecutaron. Había una foto suya en uniforme militar colgada en nuestra sala. Hoy en día, no es un héroe solo en mi familia: tiene calles, placas y una escuela con su nombre. Se le concedió la Cruz de Vytis, el mayor honor póstumo de Lituania.

En su lecho de muerte, en el año 2000, mi madre me pidió que me encargara de escribir un libro sobre su padre. Acepté con entusiasmo. Pero mientras rebuscaba entre el material, encontré un documento de 1941 con su firma y todo cambió. La historia de mi abuelo era mucho más oscura de lo que yo sabía. 

Me enteré de que el hombre que yo consideraba un salvador que había hecho todo lo posible por rescatar a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial en realidad había ordenado que se reuniera a todos los judíos de su región en Lituania y se les enviara a un gueto donde fueron golpeados, privados de alimentos, torturados, violados y luego asesinados. Más del 95 por ciento de los judíos de Lituania murieron durante la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos asesinados con la entusiasta colaboración de sus vecinos.

De repente, ya no tenía ni idea de quién era mi abuelo, qué era Lituania y cómo encajaba mi propia historia en todo eso. ¿Cómo podía conciliar dos realidades? ¿Era Jonas Noreika un monstruo que masacró a miles de judíos o un héroe que luchó para salvar a su país de los comunistas?

Esas preguntas iniciaron un viaje que me llevó a comprender el poder de la política de la memoria y la importancia de hacer un recuento correcto, incluso a un gran costo personal. Llegué a la conclusión de que mi abuelo había sido un hombre de paradojas, así como Lituania —un país primero atrapado entre las ocupaciones nazi y comunista durante la Segunda Guerra Mundial y luego atrapado tras la Cortina de Hierro durante los 50 años siguientes— está lleno de contradicciones.

En este sentido, quizá Lituania sea como muchos otros países que pasaron 50 años bajo la ocupación soviética. Durante ese tiempo, se congeló la verdad: a los lituanos solo se les permitía hablar de cuántos ciudadanos soviéticos fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Las referencias a las víctimas judías fueron borradas por los ocupantes. Me gustaría pensar que, si Lituania hubiera sido una nación libre e independiente después de la Segunda Guerra Mundial, podría haber reconocido su propio papel en el Holocausto.

Corregir la memoria histórica resultó ser peligroso. Cuando cuestioné públicamente la historia oficial de la vida de mi abuelo, fui vilipendiada por la comunidad lituana de Chicago y de Lituania. Me llamaron agente del presidente de Rusia, Vladimir Putin. Los dirigentes lituanos siguen creyendo que la identidad de su país depende de aferrarse a sus héroes, aun a costa de la verdad. 

Los giros de la corta vida de Jonas Noreika hicieron más fácil ocultar lo malo al acentuar lo bueno. Sin embargo, hubo muchas cosas negativas.

En 1933, cuando era un joven soldado del ejército lituano, escribió: Raise Your Head Lithuanian (Levanta la cabeza, lituano), el equivalente lituano de Mi lucha, que incitaba al odio hacia los judíos como solución a los problemas de Lituania. En junio de 1941, dirigió un levantamiento contra los soviéticos, aunque colaboraba con los nazis. En julio, ordenó el asesinato de los 2000 judíos de Plunge, la ciudad desde la que dirigió el levantamiento. En agosto, los alemanes le dieron la bienvenida como nuevo jefe de distrito de la región de Siauliai y ese mismo mes firmó órdenes para enviar a miles de judíos a su muerte. Bajo su mando fueron asesinados casi 8000 judíos.

En la versión de la historia que ahora celebran los lituanos, mi abuelo y otros como él fueron obligados por los alemanes a firmar esos documentos. No obstante, cuando indagué más, me enteré de que convertirse en jefe de distrito le proporcionaba la mejor casa de la región, aproximadamente 1000 reichsmarks al mes y un trabajo para mi abuela. Eso me sonaba más a tentación que a coacción.

Sí se enfrentó a los nazis, no para salvar judíos, sino para tratar de impedir los reclutamientos para las SS. En marzo de 1943, fue enviado a un campo de concentración nazi. Fue liberado en enero de 1945 y reclutado por el Ejército Rojo. Ese mismo año comenzó a organizar la revuelta contra los soviéticos, que habían pasado de ser los liberadores de Lituania a sus ocupantes. Los soviéticos lo capturaron en marzo siguiente. Fue ejecutado en febrero de 1947 a la edad de 36 años.

Transformar a un colaborador nazi en un héroe nacional requiere cuatro pasos de manipulación. El primer paso es echar toda la culpa a los nazis aunque mi abuelo, como muchos lituanos, participó voluntariamente en la matanza de judíos. El segundo paso es crear una narrativa de víctima que cuestione cómo un asesino de judíos podría haber sido enviado a un campo de concentración nazi. El tercer paso consiste en desacreditar las narraciones contrapuestas tachándolas de propaganda comunista relatada por enemigos del Estado. El último paso es negarse a aceptar que dos verdades aparentemente contradictorias pueden coexistir: Noreika luchó valientemente contra los comunistas y participó vergonzosamente en el asesinato de judíos.

Tras investigar su vida durante los últimos 20 años, me he atrevido a llamar nazi a mi abuelo a pesar de que nunca se afilió oficialmente al partido. Trabajó con los nazis, actuó como ellos, recibió pagos de ellos, odiaba a los judíos al igual que ellos y, también como ellos, facilitó la tortura y el asesinato.

¿Acaso los funcionarios lituanos ocultaron a propósito la verdad porque haría quedar mal al país? ¿O estaban en una auténtica negación en una democracia demasiado frágil para enfrentarse a su propia historia? Por desgracia, no se trata solo de mi abuelo. Él es un microcosmos de toda la historia nacional, y esa historia nacional se replica en toda Europa del Este.

El paso del tiempo ha creado el espacio para hablar de la verdad, pero también ha aumentado la urgencia de hacerlo antes de que los recuerdos restantes se desvanezcan y fallezca otra generación. El análisis de un pasado oscuro siempre es traumático. Pero nunca alcanzaremos la claridad y la curación si basamos nuestra historia en mentiras. Aunque las generaciones posteriores no conozcan los detalles, seguirán experimentando el dolor emocional transmitido de padres a hijos y a nietos.

He hecho las paces con mi abuelo. Me he comprometido a revelar sus crímenes dando testimonio de la verdad y me he comprometido a intentar corregir la memoria lituana del Holocausto, en parte pidiendo que se le retiren los honores que se le concedieron. Esto puede conducir a la reconciliación entre lituanos y judíos, a medida que recordemos lo que ocurrió y aprendamos de ello para asegurarnos de que no vuelva a ocurrir. Tal vez el reconocimiento de esta verdad permita a los lituanos tener una identidad nacional más sana y un orgullo por nuestra poesía, nuestra lengua, nuestra comida, pero no por nuestro oscuro pasado.

Silvia Foti es profesora de bachillerato, periodista y autora del libro de próxima publicación The Nazi’s Granddaughter: How I Learned My Grandfather Was a War Criminal.

lunes, 9 de enero de 2023

Cine doméstico contra el olvido: al rescate de la vida filmada antes del Holocausto.

La joya ‘Tres minutos: una exploración’ se suma a otros hallazgos de películas caseras de familias judías que buscan recuperar la memoria del mundo que aniquiló el nazismo

Los niños ríen, corren y saltan delante de la cámara. La calle y la plaza se llenan de curiosos. Hay un colmado con una mujer en la puerta y los ancianos, en el umbral de sus casas, observan disimuladamente el invento mientras algunos hombres y mujeres se suman a la algarabía infantil. Una familia sale de un restaurante, y en su escalera una niña se detiene interrumpiendo el paso mientras mira fijamente al objetivo. Son algunas de las imágenes de dos rollos de 16 milímetros, uno en blanco y negro y otro a color, del barrio judío de Nasielka, a 50 kilómetros de Varsovia, un lugar que apenas un año después había sido liquidado por los nazis. Sus 3.000 habitantes, deportados en diciembre de 1939 a guetos de diferentes localidades polacas, acabaron en el campo de exterminio de Treblinka. Apenas sobrevivieron 80 vecinos.

Estas breves escenas previas al Holocausto las encontró en 2009 Glenn Kurtz, el nieto de su autor, David Kurtz, en una vieja lata de pasta dentífrica. Su abuelo, un judío polaco que hizo fortuna en Estados Unidos, había vuelto en 1938 de vacaciones a su pueblo natal con su coche y su cámara amateur al hombro. La familia poseía una copia en DVD, pero el negativo era ya prácticamente inservible, una masa solidificada que Kurtz envió al Museo del Holocausto de Estados Unidos, situado en Washington, donde su equipo de restauración y conservación lo salvó y digitalizó. Lo que vino después es una emocionante historia de investigación y arqueología fílmica que inspiró un libro del nieto de Kurtz, y ahora una película, Tres minutos: una exploración, de la holandesa Bianca Stigter, que indaga de forma minuciosa en ese archivo para revelar quiénes eran esas personas a las que, como dice Steiger en conversación telefónica, uno solo quiere gritar, “¡Salid, salid de ahí corriendo!”.

Estrenada en España por Filmin, Tres minutos: una exploración se inscribe dentro de un proyecto de recuperación de películas domésticas impulsado por un centro que este mismo mes ha hecho público un nuevo hallazgo. Se trata de otra película escondida en un sótano. Aún en proceso de restauración, permite recordar el viaje, también rodado en 16 milímetros, de otro emigrante a Estados Unidos. Harry Roher regresó a su casa en Mykolaiv, una localidad cercana a Lviv, entonces Polonia, hoy Ucrania, con un coche, un puro y su cámara de aficionado. Se conservan 23 minutos en blanco y negro por el que desfilan familias enteras. Son granjeros y comerciantes, hombres con sombrero, traje y corbata; niñas con largas trenzas, lazos y vestidos blancos y ancianas con pañuelos de flores. Se acercan a saludar a la cámara, nerviosos y joviales. Es imposible observar estas imágenes sin estar condicionados por lo que sabemos, una barbarie fuera de campo que impregna cada plano. El destino de la mayoría de estas personas estaba cerca de allí, en el campo de exterminio de Belzec, construido a cien kilómetros del pueblo.

Fotograma de la cinta casera que aparece en 'Tres minutos: una exploración’. FILMIN

Leslie Swift, responsable del departamento de audiovisual del Museo del Holocausto, explica las razones que han llevado al centro a volcarse en la búsqueda urgente de películas caseras: “Las películas amateur son esenciales para completar el cuadro histórico y por fin se reclaman como fuentes de primera. Su relato no está dentro de la narrativa oficial ni de la propaganda. No pertenecen al discurso dominante, son relatos individuales y su estudio e identificación es muy importante porque humanizan la narrativa”. Swift explica que el efecto llamada ha sido clave, y que la película de Roher nunca hubiese llegado al museo sin la película de Kurtz. “La mayoría de nuestros fondos viene de Israel y Estados Unidos, pero estamos muy interesados en encontrar películas como estas en América Latina, ese es ahora nuestro reto. Apenas quedan supervivientes del Holocausto y trabajamos a contrarreloj, porque no se trata solo de conservar y restaurar. Nuestro objetivo es identificar al mayor número de personas que aparecen en estas películas”.

Fue una mujer que había visto la grabación de David Kurtz en la web del museo la que reconoció entre los niños que saltaban frente a la cámara a su abuelo con 13 años. Moszek Tuchendler vivía en Florida bajo el nombre de Maurice Chandler y fue clave para identificar a muchas de las 150 personas que pululan por la película. Cuando el anciano vio las imágenes por primera vez, le dijo a sus hijos: “Ahora ya sabéis que no vengo de Marte”.

La primera vez que Bianca Stigter vio las cintas de David Kurtz también fue en la web del museo. “Me llamó la atención que una de ellas fuese en color; eso la convertía en una rareza aún mayor. Las emociones eran encontradas, es imposible desligar lo que vemos de lo que sabemos. La presión que transmiten estas películas es enorme. Pero sobre todo sentí que representan una victoria contra el intento de borrar toda una cultura. Su poder es puro, son imágenes ordinarias convertidas en extraordinarias”.

El proyecto de Stigter, periodista cultural y excrítica de cine en el diario holandés NRC Handelsblad, nació del encargo del festival de Rotterdam, que solicitó a una serie de críticos un vídeo-ensayo de tema libre. Fue el embrión de un proyecto de 70 minutos producido por el cineasta británico Steve McQueen que expande los tres minutos de archivo a través de las figuras que aparecen en la cinta, pero también a través de su propia piel, esas texturas y grietas de un metraje amateur que explorado en profundidad y con sensibilidad resulta asombroso.

“El cine doméstico siempre fue algo así como el patito feo de la conservación cinematográfica”, explica Jaime Pena, programador de la Filmoteca de Galicia y autor de El cine después de Auschwitz, ensayo fundamental sobre cómo el cine moderno y contemporáneo asimiló a través de la representación de la ausencia las imágenes de los campos de concentración. “Por razones obvias y comprensibles los primeros esfuerzos estaban dirigidos a recuperar y conservar el cine en soportes profesionales, realizado con fines comerciales o artísticos”, añade Pena. Pero en los últimos tiempos el cine doméstico es uno de los objetivos más claros para las filmotecas: ahí está oculto un mundo familiar e íntimo del que raramente se ocupó el cine documental, que siempre priorizó lo excepcional y lo novedoso, no digamos ya la ficción”.

La tensión entre ausencia y presencia convierte estas películas caseras en un desafío al olvido y a quienes pusieron todo su empeño en borrar a esas personas del mapa. Como explica Leslie Swift, estas películas humanizan a las víctimas del Holocausto porque nos recuerdan la vida en común que había tras las insoportables imágenes que llegaron después y que alienaron a millones de judíos como una masa desnutrida y enferma, cadáveres en vida, o directamente muertos, a los que les negaron su pasado. Los nazis, en su perversa y perseverante cruzada hacia la fábrica de exterminio, pusieron especial empeño en confiscar todas las películas domésticas que atesoraban las familias judías. “Por eso, cada grabación salvada es un triunfo”, insiste Stigter. “La historia judía no puede estar ligada solo a la muerte, sino también a la vida, y para eso es importante conocer con exactitud todo lo que se destruyó”.
Fotograma de la cinta casera que aparece en 'Tres minutos: una exploración’.Fotograma de la cinta casera que aparece en 'Tres minutos: una exploración’.
 FILMIN

“Por supuesto que es una forma de victoria”, agrega Pena. “Al fin y al cabo, el cometido era borrar todo, las vidas humanas y las huellas de su mismo paso por la Tierra. De ahí que existan tan pocos testimonios, sobre todo a partir de 1939, incluso que de Auschwitz apenas se conozcan las fotografías del Álbum de Auschwitz [hechas por un oficial de la SS y rescatadas de forma milagrosa por la prisionera judía Lilly Jacob] o las cuatro fotografías clandestinas de los Sonderkommandos [las únicas que testimonian el exterminio en las cámaras de gas]. La deportación implicaba la confiscación de todas las pertenencias, tanto de lo que abandonaban en sus casas como de lo que llevaban en sus maletas camino de los campos de concentración. Y ahí tuvieron que perderse muchas fotografías y muchas filmaciones domésticas: entre los judíos más acomodados tenían que estar extendidos el 9,5 y quizás también el 16 mm, como el caso de Kurtz, aunque este venía de América, no sé si en Europa era tan habitual. Pero creo que este es un terreno que va a deparar muchas sorpresas en el futuro”.

Leslie Swift coincide en que este podría ser el principio de un camino fascinante para un museo cuyos fondos audiovisuales llevan el nombre de Steven Spielberg (“hace 30 años hizo una donación generosísima que nos permitió arrancar nuestro trabajo”, comparte Swift) y a la vez alberga, entre otros, todos los brutos de Shoah, la obra de una vida de Claude Lanzmann, quien recogió, con un valor histórico y cinematográfico incalculable, los testimonios de los testigos más directos del exterminio judío y, a la vez, abanderó un enconado debate sobre el uso de las imágenes y la representación del Holocausto. “Desaparecidos los últimos testigos”, concluye Pena, “solo nos quedarán unas imágenes que nos dicen más de lo que no está y del contraste con lo que vino después que de sus propias circunstancias, por más que esté muy bien que nos muestren que esa gente también fue feliz. Al final, es el triunfo de las imágenes de archivo, por mucho que le pese a Lanzmann”.

https://elpais.com/cultura/2023-01-01/el-cine-domestico-contra-el-olvido-al-rescate-de-la-vida-filmada-antes-del-holocausto.html