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Marie Jalowicz, judía berlinesa que tenía 11 años cuando Adolf Hitler llegó al poder en 1933, nunca había contado cómo sobrevivió al Holocausto. Tras la guerra, se matriculó en la universidad, se casó y tuvo dos hijos, y desarrolló una exitosa carrera académica como profesora de Filosofía en la Universidad Humboldt de Berlín. Durante 50 años, apenas dejó caer algún dato suelto a su familia.
Marie Jalowicz, judía berlinesa que tenía 11 años cuando Adolf Hitler llegó al poder en 1933, nunca había contado cómo sobrevivió al Holocausto. Tras la guerra, se matriculó en la universidad, se casó y tuvo dos hijos, y desarrolló una exitosa carrera académica como profesora de Filosofía en la Universidad Humboldt de Berlín. Durante 50 años, apenas dejó caer algún dato suelto a su familia.
Ya septuagenaria, un día su hijo Hermann le colocó sin previo aviso una grabadora sobre la mesa del comedor. Y empezó a relatar. De forma cronológica, fue contando sus recuerdos, los de una adolescente que hizo frente a la adversidad como trabajadora forzada en Siemens, escapando de los tentáculos de la Gestapo, ofreciendo su cuerpo a cambio de cobijo, pasando frío y hambre. En definitiva, intentando salir a flote de forma clandestina en pleno Berlín, el centro de la pavorosa maquinaria del Tercer Reich, hasta que en 1945 los Aliados derrotaron a la Alemania nazi.
“No sabía cómo iba a reaccionar. Era una mujer difícil de manejar, de sí o de no, en el medio no había nada. Le dije que siempre había querido contar su historia. Y me sorprendió: preguntó: ‘¿Por dónde empiezo?’. Le dije que por el principio, y así lo hizo”, recuerda hoy su hijo, Hermann Simon, historiador de 74 años. El resultado de aquellas sesiones iniciadas el 26 de diciembre de 1997 fueron 77 casetes (900 páginas transcritas), horas y horas de grabación que Jalowicz se tomaba como si fueran una clase magistral. “Duraban 60 o 90 minutos, y tenían principio y final. Algo así solo se puede hacer una vez en la vida”, apunta todavía maravillado Simon en una cafetería del barrio de Prenzlauer Berg, muy cerca de la Nueva Sinagoga de Berlín.
La última de las cintas se grabó ya en el hospital, pocos días antes de la muerte de Jalowicz en 1998. Le dio tiempo a relatar la increíble historia de cómo una joven de 19 años decidió en 1941 que quería vivir y que iba a intentarlo ocultándose en la boca del lobo del terror nazi. Simon trabajó durante 15 años el contenido de las cintas. Comprobó nombres, fechas, lugares y hechos. Aún se sorprende de la exactitud del relato de su madre, de cómo pudo retener toda aquella información durante décadas y sin más ayuda que su memoria.
Hermann Simon, en la entrada de la Nueva Sinagoga de Berlín, en julio. PATRICIA SEVILLA CIORDIA
Cuando la historia de Jalowicz vio la luz en Alemania en 2014, impactó a crítica y lectores. Se habían publicado muchos relatos de supervivientes, pero ninguno como este. Ninguno contaba cómo una joven judía había pasado a la clandestinidad y había aguantado sin ser descubierta en Berlín hasta el final de la guerra. Tampoco era habitual ese estilo desapasionado, crudo, sin voluntad estilística sino puramente documental. Y, sobre todo, como destaca Simon, “tan honesto”.
La versión abreviada y editada de las grabaciones de Jalowicz, elaborada con ayuda de la autora Irene Stratenwerth, no ahorra detalles de ningún tipo, tampoco los más íntimos. “No quisimos dejar nada fuera”, confirma el historiador. Las memorias, tituladas Clandestina, se han publicado en España en las editoriales Periférica y Errata Naturae, en traducción de Ibon Zub
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Marie Jalowicz
Imagen de Marie Jalowicz alrededor de 1944, cortesía de su hijo Hermann Simon.
@HERMANN SIMON
La historia de Jalowicz es sobre todo una hazaña de supervivencia. Hija de una familia culta de clase media, con 15 años pierde a su madre víctima del cáncer y con 17 es reclutada como trabajadora forzada en una fábrica de Siemens. Allí participa en pequeños sabotajes de la producción junto a otras obreras y capataces, y por primera vez describe cómo muchos alemanes no estaban de acuerdo con los nazis. En el relato no hay buenos ni malos, sino personas con sus ambigüedades que se comportan bien o mal según las circunstancias. Recuerda por ejemplo lo que les decía el capataz alemán Max Schulz: “Mi párroco dice que los nazis son los mayores criminales de la historia de la humanidad”.
En 1941, hostigado por las restricciones antisemitas, su padre fallece y ella decide abandonar la fábrica. Pide a su jefe que la deje marchar. Sabe, o intuye, que la persecución de los judíos solo puede empeorar. “¿Por qué quiere irse de aquí?”, le pregunta él. “Quiero salvarme”, responde Jalowicz. “¿Qué pretende hacer sola? Ahí fuera estará sola en el páramo helado”. “Prefiero el páramo helado y prefiero estar sola porque veo en qué va a acabar todo esto. Nos deportarán, y será el final para todas”. En Berlín vivían más de 160.000 judíos en 1933; al final de la guerra quedaban apenas 5.100, según recoge el ensayo Judíos en Berlín, coeditado por Simon.
La odisea de la protagonista cruza un punto de no retorno en junio de 1942, cuando escapa de una pareja de la Gestapo que iba a detenerla y pasa a la clandestinidad. Se quita la estrella amarilla y permanece bajo la superficie de la vida cotidiana de la gran ciudad, con el miedo constante a ser descubierta y una aguja enhebrada en el forro del abrigo. En los tres años que vivió oculta de la burocracia nazi cambió casi 20 veces de casa. La acogieron o ayudaron comunistas, sindicalistas, opositores al régimen, y hasta nazis fanáticos. Algunos sabían quién era, otros lo sospechaban. Al nazi, que presumía de detectar a un judío a distancia, consiguió engañarlo.
A través de estas experiencias, los recuerdos de Jalowicz dibujan un vívido fresco de la diversa sociedad berlinesa bajo el yugo del nazismo. No solo de los comerciantes, médicos e intelectuales que formaban su entorno más cercano, sino también de obreros, empleadas del hogar, inmigrantes y marginados. A diferencia de otros clandestinos, como Ana Frank, la joven Jalowicz se movía constantemente por la ciudad. Cogía el transporte público, caminaba, hacía las colas del racionamiento para quienes la cobijaban.
En una ocasión, mientras esperaba que le consiguieran un nuevo lugar donde dormir, tuvo que pasar la noche fuera dando vueltas por Berlín. Y la llamaron las necesidades fisiológicas. Cuenta que se coló en un edificio pequeñoburgués al sudeste de la ciudad. “Cuando encontré una placa con un nombre que me resultó antipático y sonaba a nazi, me acuclillé e hice mis necesidades. ¿Qué pensaría aquella gente al descubrir por la mañana el regalito en el felpudo?”.
La importancia de la suerte
Sus recuerdos evocan momentos de una gran crudeza, como cuando tiene que ofrecer su cuerpo para mantenerse a salvo. Lo cuenta como quien relata lo que desayunó por la mañana. Tampoco elude las violaciones masivas que describe Una mujer en Berlín, el escalofriante texto anónimo que cuenta cómo las mujeres se convirtieron en víctimas de las tropas soviéticas que entraron en Berlín al final de la II Guerra Mundial. “A mí también me tocó, claro. […] Me visitó de noche un tipo fornido y amable llamado Iván Dedoborez. No me importó gran cosa. Luego escribió a lápiz una nota que dejó en mi puerta: que esa de allí era su novia y que me dejaran en paz. Y el hecho es que después de aquello no volvieron a molestarme”.
Su determinación y fuerza de voluntad la empujaron hacia la salvación, pero Jalowicz siempre subrayó la importancia de la pura suerte, tal como lo recordaba en una conferencia en 1993: “La supervivencia de cada individuo que subsistió en la clandestinidad se asentó en una concatenación de azares que a menudo resulta increíble y cabe llamar milagrosa”.
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