Su historia es larga y corta, muy compleja. Se podría hablar de mucho terrorismo avant la lettre —antes de que la palabra se inventara— pero esa invención sí fue francesa. En 1793 la Révolution y la Patrie parecían en peligro por los ataques exteriores e interiores; la guerra contra los prusianos no cedía; los enemigos internos conspiraban; su líder más popular, Jean-Paul Marat, era asesinado en su bañera por una señorita. Entonces la Asamblea y el “Comité de Salvación Pública” de Robespierre decidieron que era necesario “emplear el terror para salvar al pueblo”. Fueron meses de tanta ejecución, la guillotina a pleno, que los llamaron “la Terreur”, y los monárquicos fugitivos empezaron a hablar de “terrorismo” para condenar lo que hacía, en esos días, el Estado francés.
Con el tiempo, la palabra se fue bifurcando en dos corrientes principales: el terrorismo de Estado, el terrorismo contra el Estado. El primero siempre fue más poderoso y más mortal: los Estados tienen muchos más medios. El segundo terminó siendo el más nombrado, el más temido: los Estados tienen muchos más medios. Y así se emplea ahora la palabra: como una forma de descalificar, como una forma de producir terror. Decir que algo o alguien son terroristas no necesita más argumentación; es, en sí, la condena. Así que se usa como arma arrojadiza —como se usa, con la misma ligereza, “populismo”— y las armas no aceptan matices o debates.
Entonces el terrorista es, sobre todo, el enemigo más o menos armado del que controla los discursos. Los partisanos franceses que resistían a la ocupación alemana y sus crímenes horribles eran, para esos nazis, terroristas. Los maquis españoles que resistían a los asesinatos del régimen de Franco también lo eran. Los propios fundadores del Estado de Israel, organizados en milicias y poniendo bombas, fueron terroristas —y consiguieron crear un Estado y acusar a otros de serlo. A veces se diría que, en general, terrorista es un combatiente que perdió su guerra; los que las ganan son libertadores, héroes, padres de una patria. A menudo es muy difícil diferenciar entre un “terrorista” y un “combatiente de la libertad”; la definición depende mucho más de quién la emite que de quién la recibe.
Por eso creo que es más útil una descripción más ajustada: el terrorismo es el intento de sembrar el terror indiscriminado en una población. Ya sea un Estado que rapta, que tortura, que asesina; ya un Estado que bombardea poblaciones civiles; ya un grupo que produce ataques sin objetivo claro, al azar de bombas o cuchillos. Quiero decir: que un Estado que bombardea un cuartel o un grupo que mata a un general “enemigo” no es terrorista; es otra cosa —no necesariamente buena pero otra. El terrorismo consiste en esa tentativa de sembrar el terror más confuso, de convencer a los habitantes de un lugar de que cualquiera podría sufrir esa violencia —y que entonces les conviene ceder a las imposiciones de los que la producen.
Pero, aun cuando no hagan esto, aun cuando tengan objetivos precisos y enemigos, todos los que intentan algún cambio por medio de algún arma son llamados terroristas. Y no es lo mismo hacer saltar por los aires y matar a 193 pasajeros en Atocha. o hacer saltar por los aires y matar a 21 clientes en un Corte Inglés que hacer saltar por los aires y matar a un almirante que debía reemplazar a Franco, con perdón. La concepción es muy distinta, las consecuencias por supuesto lo son.
Pero es fácil saltarse esas consideraciones, pararse en el banquito de la moral y condenar todo tipo de violencia: son todas reprobables. Con lo cual el banquitero se queda tan orondo y Europa, por ejemplo, llevaría unas cuantas décadas limpia de judíos, homosexuales, inválidos, negros y cualquier otra raza inferior, bajo el control benevolente y meticuloso del Führer de turno.
Sí, es más fácil decir que son todos terroristas. Y ser terrorista es quedar fuera de normas y de leyes, volverse carne de cañón legalizada y tolerada. Los terroristas tienen, entre otros, el raro privilegio de ser “abatidos”. En los medios los policías o soldados no matan, balean, asesinan, eliminan, fusilan terroristas: los abaten. En francés, otra vez, matadero se dice abattoir. Nuestros medios, que cuidan tanto la famosa corrección política, no le hacen ningún asco a esa palabra que los convierte en animales.
Pero qué nos importa: son terroristas. No hay nada más cómodo que etiquetar y descalificar. Eso acaba con cualquier discusión, cualquier matiz, todo intento de entender lo que vivimos —y lo que viviremos.
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