En mi casa no se hablaba de política. Ha sido después cuando he ido rellenando los espacios que contenían algunas palabras que, inevitablemente, formaban parte del sonido de las sobremesas. Aquellas palabras no las pronunciaba nadie de mi familia, sonaban en la televisión o en la radio del coche: terrorismo, huelga general, muro de Berlín, Transición.
Pero mi madre sí me contó cuando yo era niña que su madre escuchaba las detonaciones de la guerra sobre el Puente de Alcántara y se escondía debajo de la cama, que mi abuelo paterno estuvo preso y aprendió a leer y a escribir en la cárcel, que su hermana cogió la polio con dos años porque las vacunas no llegaron a los niños de la periferia sur de la ciudad, que cuando los barbudos entraban en la facultad de Magisterio y gritaban consignas, ella se marchaba a su casa porque estaba cansada de trabajar por la mañana y estudiar por las noches, que a mi padre lo eligieron en la mili para velar el cuerpo del dictador en Madrid porque era alto y era rubio, que el año en que yo nací hubo un golpe de Estado, que ella estaba embarazada y tuvo miedo.
¿No es esa, la primera memoria, íntima y anterior, lo más político? ¿No son esos los hechos involuntarios que vertebran mis ideas y mi lugar? ¿No es eso, acaso, lo que me hace ser quien soy, lo que me ubica desde lo más privado en lo público?
Lo que no entendía entonces, por supuesto, son las fórmulas del Estado de derecho. Apenas lidio hoy con la legislación que lo sostiene, tardé más de un par de décadas en conocer los mecanismos del diálogo en el Parlamento y qué era eso tan importante que llamaban Constitución. Qué decir de comprender la sensibilidad y diversidad de los territorios, que muchos digan que existen dos Españas, que otros digan que tres, otros, que 17, y que emergen de una guerra ya lejana, y que aquel duelo se extinguió abruptamente mediante cesiones solo seis años antes de que yo naciera.
Olvidados casi siempre, porque no tienen derecho a voto, los niños y niñas padecen la política desde la indefensión, sin explicaciones, alejados de otro de los tantos códigos de los adultos. Algunos, la aprenden a golpe de carencias. Intuyen, de alguna manera, que su colegio, que su centro de salud, que los árboles que ya no dan sombra en su parque, que su seguridad, forman parte de una decisión ajena en la que no tienen voz.
En estos días nos sentamos a la mesa de Navidad. Las fiestas juntarán alrededor del mantel a desiguales, del abuelo silencioso a ese nuevo miembro de la familia sobre el que ahora gira el universo. Coincidirán personas que se quieren o, que quizá se han querido. Y me pregunto si conseguiremos hablar de nosotros sin hacernos daño, si es que ahora que damos por seguros más derechos y libertades nos permitimos divagar sobre su posible retroceso, o si es que estamos más politizados que entonces, cuando yo era una niña, o tal vez solo es que hay cada vez más ruido de fondo en esa televisión.
Y qué captarán los niños de toda esa conversación. Si les apartamos con conciencia del debate, pero los exponemos a un estrépito cada vez más fuerte. Si la política, no; pero la publicidad, sí. Si las leyes, no; pero los insultos, sí. Si entenderán los violentos silencios de aquel que no ha respondido todavía en casa por qué tiene una pareja distinta a la esperada o por qué se ríen cuando dice otro que no quiere comer carne y que no tiene más opción sobre la mesa, por qué una se levanta cuando se dice que de la guerra aquí ya no se habla, y que esa guerra puede ser cualquier guerra. Me pregunto si conseguiremos hacerles ver que es mejor si van los afectos por encima de las ideas, pero que las ideas son importantes y pueden expresarse y deben defenderse, y que es mejor si conseguimos hablar sin ser fanáticos, hirientes o soberbios, sea cual sea el fuego que nos llega del exterior.
Tal vez las palabras que queden en la memoria de mi hijo sean estas: pandemia, inflación, amnistía, Palestina. Y quizá estarán envueltas en un tremendo ruido. También puede que sean otras. O solamente “mucha gente diciendo muchas cosas para decidir algo”. Me cuestiono si tengo que explicárselo, si tengo que responder a sus preguntas desde mi sesgo adulto o dejar que él mismo encuentre después su significado. Cuidar de la niñez como ese territorio a salvo de las ideologías, pero lleno de ideas. Ese archivo vacío, pero abierto a la memoria natural, el valor más precioso de nuestra vida, nuestro lugar en el mundo.
Porque qué tienen que saber los niños de política y, sobre todo, qué sabemos nosotros.
Aroa Moreno es escritora. Su último libro es La bajamar (Literatura Random House).
No hay comentarios:
Publicar un comentario