Los litigantes por la propiedad del cuadro desde hace casi 25 años son los descendientes de Lilly Cassirer, su bisabuela judía, quien en 1938 se vio forzada a malvender la pintura para conseguir un visado y huir de Alemania. “La familia Cassirer ya ha dicho que va a continuar recurriendo, así que queda mucha tela que cortar y años de batalla por delante”, declaró el miércoles Bernardo Cremades Jr, del bufete de abogados español que forma parte de la causa en representación de varias asociaciones judías españolas.
El debate, que trasciende fronteras, viene de lejos. Desde hace años, Anne Webber, presidenta de la Comisión para el Arte Expoliado en Europa, insiste en que hay que ser meticulosos con lo que se compra. “Es una cuestión de interés público que obras saqueadas a personas en las circunstancias más horribles cuelguen de las paredes de nuestros museos como los últimos prisioneros de guerra”, afirmó en una entrevista a The Guardian en el año 2000.
Precisamente entre los años noventa y el 2000, una investigación llevada a cabo por el periodista Héctor Feliciano abrió el debate sobre la cuestión de la propiedad y el paradero de los cuadros expoliados. En aquel tiempo esta cuestión “era un capítulo abierto, con mucho secreto. Casi nadie del mundo del arte quería hablar del tema”, explica. A lo largo de ocho años, Feliciano, corresponsal cultural en Europa para los diarios norteamericanos The Washington Post y Los Angeles Times, siguió las pistas de un rompecabezas con la mayoría de fichas perdidas y casi nula colaboración de las autoridades y museos. El resultado fue El museo desaparecido (Destino, 2004), una investigación que causó gran impacto en la comunidad artística y cultural francesa, primero, y en el resto de Europa y estados Unidos después.
Ahora, 20 años después, “se ha avanzado mucho” según Feliciano, pero las heridas siguen abiertas. “Un museo, por definición, está fuera de contexto respecto a sus obras, y hablar es importantísimo. Hay que abrir un diálogo, conocer la biografía de cada obra de arte y la historia trenzada a ella. También la del cuadro de Pissarro”, reflexiona al teléfono.
Miguel Martorell, autor de El expolio nazi (Galaxia Gutemberg, 2020), también abunda en esta idea. Del bellísimo óleo Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia -que Pissarro pintó desde la ventana de su hotel en la plaza del Théâtre Français, en París- dice: “no podemos olvidar de dónde viene y lo que significa. No debería aplicarse una lógica de mercado normal, porque su historia va ligada al Holocausto”.
En España se han dado dos casos de litigio relacionadas con el saqueo nazi, con finales más felices: el año pasado el Museo de Pontevedra devolvió a Polonia dos retablos del siglo XV atribuidos al pintor Dieric Bouts robados durante la guerra, y hace unos años el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía llegó a un acuerdo con los descendientes de David Weil, reclamantes de la obra La familia en metamorfosis, del surrealista André Masson, y se quedó con el cuadro.
'La familia en metamorfosis', cuadro de André Masson (1929), expuesto en el Museo Reina Sofía.
Según los Principios de Washington, firmados por España junto con otros 43 países en 1998, los gobiernos se responsabilizan de investigar la historia de las obras de arte de sus museos en el periodo del expolio nazi y, en caso de reclamaciones, se comprometen a llegar un acuerdo “justo” para todas las partes en conflicto: devolución, compensación o reconocimiento histórico.
Memoria y rapiña
Este tipo de litigios va más allá de una cuestión de la compra y venta. Robar las mejores creaciones fue un sueño de Hitler para crear el mejor museo del mundo en Linz (Austria), pero había otros objetivos. Por ejemplo, borrar sistemáticamente todo rastro de memoria judía a través de una política de requisas de sus obras de arte, pero también de objetos cotidianos como ropa, juguetes o bombillas. En enero de 1933, al poco de convertirse en canciller de Alemania, Hitler —que de joven vio cómo su solicitud de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena fue rechazada en dos ocasiones— advirtió en una reunión en Stuttgart que era “un error pensar que la revolución nacional es solo política y económica. Es sobre todo cultural”.
Según el estudio El expolio nazi: un expolio con ‘recambio’ (Universidad de Barcelona, 2009), de Jone Sarriegui, las purgas nazis en la creación guardan similitudes con la idea de purga racial. Empezaron en el campo del arte, considerando “impuros” o “degenerados” los cuadros dadaístas, cubistas, expresionistas o surrealistas, todos ellos ajenos al canon “clásico” impuesto por el nazismo. De esta manera, la nueva ideología dictaba que el arte debía ser sano o puro, repleto de paisajes centroeuropeos, de hacendosos artesanos o de bellas mujeres de apariencia aria. “Se hace una selección de aquellas obras que interesan y el resto es eliminado o vendido (o trocado). Igual que se produce una exaltación de lo ario y se denigra, persigue o elimina al que no entra en esos cánones (judío, gitano, homosexual…), del mismo modo el arte no ‘germánico’ será perseguido y eliminado”, argumenta Sarriegui.
Bajo esa premisa, el programa de robo, confiscación, saqueo y pillaje de objetos de arte y otras propiedades culturales de la Alemania nazi alcanzó cuotas inauditas. Un documento de 1944 de la Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR) —Destacamento Especial del dirigente del Reich Rosenberg para los Territorios Ocupados, bajo las órdenes de Alfred Rosenberg, ideólogo del nazismo—, cifró en 21.903 las obras que requisaron en Francia entre cuadros, esculturas, muebles, tapices y pequeños objetos de arte pequeños como joyería o porcelanas. Y las investigaciones de Feliciano certificaron que durante los años de la guerra salieron de Francia hacia Alemania 29 convoyes cargados con 100.000 cuadros, esculturas y dibujos. En total, 203 colecciones de arte pasaron a manos alemanas, lo que suponía aproximadamente un tercio del arte que estaba entonces en manos privadas francesas.
Entre 1944 y 1945, algunas de las obras expoliadas por toda Europa fueron almacenadas en una mina de sal abandonada repleta de túneles y galerías rehabilitada, en Altaussee, un pueblo de los Alpes austriacos. Cuando finalizó la guerra, los Aliados y la subdivisión de Monumentos, Bellas Artes y Archivos —conocidos como los Monument Men— dieron con la mina y el fastuoso tesoro, que constaba de 6.755 pinturas de viejos maestros como Miguel Ángel, Velázquez, Rubens, Tintoretto, Rembrandt, Goya o una Gioconda falsa —un engaño de los franceses para pacificar el voraz apetito nazi—, además de 1.039 grabados, 230 acuarelas, 95 tapices, 68 esculturas, 43 contenedores con pequeñas obras de arte y otros 358 contenedores con libros.
Esta asombrosa tela de araña del saqueo la urdieron altos cargos nazis, pero en ella participaron soldados, marchantes, anticuarios, coleccionistas, directores de museo y buscavidas sin escrúpulos. Más allá de robar, algunos apostaron al arte del engaño. Se da el caso de Han van Meegeren, pintor que copiaba obras de arte y que se hizo multimillonario aprovechando la falta de conocimiento sobre el trabajo de Vermeer, uno de los artistas favoritos de los nazis, según investigaciones que empezaron en los años setenta con Marijke van den Brandhof.
Han van Meegeren llegó a inventarse una supuesta “etapa religiosa” del autor de La joven de la perla, y pintó un vermeer titulado Cristo y la adúltera, que vendió al comerciante de arte Alois Miedl. Después, Miedl revendió el cuadro a Hermann Göring, número dos de Hitler.
Trapicheos en España
Bajo la dictadura de Franco y como Estado “neutral”, España no fue un país de peso en el expolio, pero sí en su paso hacia otras tierras, sobre todo Latinoamérica. “Los traficantes vinculados al Tercer Reich contaron, si no con el respaldo, al menos con la anuencia de las autoridades franquistas”, afirma Martorell, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la UNED.
Pero también hubo comercio. Según la Unidad de Inteligencia aliada especializada investigar el saqueo de arte, entre los años cuarenta y cincuenta también hubo en España traficantes que vendieron obras de arte. Ese fue el caso de Miedl, el marchante de Göring —coleccionista obsesivo en competencia con el mismísimo Fürher—, quien se estima que se adjudicó unas 1.200 piezas saqueadas.
Miedl era un tipo fornido que se alojaba en el hotel Ritz de Madrid, conocido por muchos porque conducía un lujoso Ford Mercury por las calles de la ciudad. Y hay constancia documental de que introdujo en España entre 22 y 80 obras procedentes del expolio, haciendo llegar al puerto franco de Bilbao cuadros de Van Dyck, Corot, Cornelius Buys o Thomas Lawrence. Algunas de esas obras las intentó vender al Museo del Prado, sin resultado.
En el informe de la Unidad de Inteligencia aliada especializada en investigar el saqueo de arte (Art Looting Investigation Unit, ALIU en sus siglas en inglés) aparecen más de 2.000 nombres procedentes de 11 países relacionados con el saqueo nazi. En la lista referente a España, además de Miedl están los agentes de aduana Pujol-Rubio S.A., Baquera, Kusche y Martin, los cargadores de aduanas Schenker, o falangistas como Hugo Barcas o Martín Bilbao, que en su momento declararon haber manejado objetos saqueados de los países ocupados y traídos por los voluntarios españoles de la División Azul que fueron a Rusia y Polonia.
España fue el último país en romper las relaciones diplomáticas con la Alemania nazi, apenas un mes antes del final de la guerra, por lo que durante semanas llegaron vuelos desde Berlín con valijas diplomáticas cargadas de objetos de los que no ha quedado apenas rastro, apunta Martorell. Finalmente, el Tercer Reich se rindió el 8 de mayo de 1945, pero hasta principios de junio los Aliados no pudieron tomar posesión de los inmuebles de la Alemania nazi en Madrid. Cuando llegaron, se encontraron ante un panorama desolador: los funcionarios del gobierno nazi se habían llevado el contenido de las cajas de caudales y los archivadores. Y también los muebles, las máquinas de escribir, los aparatos de radio y las lámparas.
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