viernes, 26 de enero de 2024

Trump, Milei y la condena ideológica: amar al opresor, odiar al oprimido.

A veces las masas operan de formas extrañas, contrarias a sus propios intereses. Parte de la culpa la tiene la ideología, que moldea al individuo para abrazar su propia miseria echándole la culpa al contrario. El elefante en la habitación es real y está a la vista de todos, pero ¿cómo y por qué crecen estas convicciones?

En un reciente artículo de Paul Krugman, el economista se preguntaba cómo es posible que, a pesar de que la economía y la creación de empleo en EEUU han sorteado con holgura el precipicio de la recesión durante el 2023 (logrando amortiguar el impacto de la inflación sobre el consumo), haya arraigado en la mente de una mayoría de la población estadounidense la idea de que, según su autopercepción de la realidad, la economía va muy mal y, por lo tanto, que sientan que sus vidas continúan empeorando.

La respuesta inmediata que proporciona Krugman queda circunscrita a dos convicciones. La primera se centra en que los votantes republicanos y sus lobistas continúan cabreados por haber perdido las últimas elecciones y, con ello, que Trump dejase de ser su presidente. La segunda, se refiere al calado que ha tenido en las masas afines el mensaje trumpista de MAGA (Make America Great Again o “que América vuelva a ser grande”).

Tal y como sostiene en su conclusión, hay un misterio inmanente en este fenómeno que las encuestas sobre la confianza en la economía nunca van a ser capaces de desentrañar por sí mismas, y solo le queda la consolación de asociar esta deriva a que el Partido Republicano ya no es lo que era. En verdad, su diagnóstico se queda corto. El fascismo, en cambio, como dinámica histórica, lo tiene más claro y siempre irá por delante de las estadísticas.

Para un teórico de la economía, establecer conexiones racionales entre lo que sucede en la base material o productiva de una sociedad y el influjo que la ideología dominante (la superestructura) despliega en su modo de funcionamiento viene a ser terreno pantanoso. Cuando lo intenta, el resultado suele ser asimétrico y hasta incomprensible. Ciertamente, no es racional a la vista de los hechos que casi el 70% de los simpatizantes republicanos todavía crea que el resultado electoral de 2020 fue un fraude.

En consonancia, se ha constado durante décadas el sesgo partidista que prolifera en la mentalidad colectiva de un país en función del partido que gobierna, de modo que, en este ejemplo concreto, cuando los republicanos están en el poder, el sentimiento fuerte de sus votantes se encamina a percibir que inexorablemente la economía se comporta fabulosamente, aunque los datos objetivos demuestren lo contrario. Esta disonancia cognitiva también arraiga entre los demócratas, pero en este grupo la distorsión resulta más moderada en cuanto a que la fantasía de ver en un determinado momento un oasis donde solo hay un enorme desierto se reproduce con una considerable menor intensidad.

En España, como en otros países de nuestro entorno, tiene lugar el mismo contagio procedente de ese tipo de espejismo o imagen fantasmática proyectada sobre el espejo ideológico en el que la población queda determinada para reconocerse a sí misma (así es como se explicaría que los votantes del Partido Popular crean sin dudar en la propaganda de que sus representantes son extraordinarios gestores en detrimento, por lo general, de las habilidades de los del PSOE. Después, cuando la realidad desmiente la imperturbabilidad de tal asunción, optan por un rechazo categorial en vez de aceptar la perturbación de la creencia sedimentada). En resumen, podemos intuir que la recreación subyacente de quién creemos ser como integrantes de una sociedad no se puede explicar únicamente en términos sociológicos ni económicos. Hay que exfoliar la subjetividad que crea lo ideológico para distinguir los mecanismos por los que el discurso político logra transformar el carácter psíquico de las masas.

En efecto, la manera en que a la gente le va en la vida real (su capacidad de ingresos para valerse de alimentación, vivienda, sanidad, educación, ocio, transporte, etcétera), unida a los procesos de socialización basados en el respeto a la ley, los valores morales, la concepción y práctica de la sexualidad, la paternidad y resto de costumbres, impactan en el formalismo con el que se reprimen los instintos, formando el inconsciente, así como el conjunto de la estructura psicológica que condiciona la personalidad. Dicho de otro modo, el factor socioeconómico modifica lo caracterológico de las personas tanto como el factor ideológico. De hecho, el poder ideológico no estriba en su capacidad para dirigir la economía o reformar las instituciones, sino en alterar las estructuras psíquicas con las que las personas “funcionan” y consienten que se les imponga una visión especifica con la que comprender la realidad y aceptarla.

LO PSICOLÓGICO ES SOCIAL: ALTERAR EL ESTADO DE ÁNIMO

En el período de entreguerras, Freud estableció un principio de anclaje entre el materialismo y el proceso civilizatorio que opera a escala mental cuando reconoció que “la psicología individual es al mismo tiempo, y desde un principio, psicología social”. Por consiguiente, observó que había una relación directa entre la posible cura de un individuo y el hecho de que su origen estuviera localizado tanto en la estructura social que forma a las masas como en las familiares en la que se desenvuelve cada persona. Luego, o bien se corrige en el ambiente colectivo lo que produce la patología o bien ésta se hará resistente y no dejará en paz al sujeto, retornando una y otra vez para importunarle la existencia.

Es pertinente que aclare que no es mi intención prescribir que haya que aplicar el método psicoanalítico sobre todo tipo de fenómenos sociales contradictorios, incluidos los que tanto le sorprenden a Krugman, ni que dicho método sea una herramienta infalible para desocultar los motivos indecibles, vergonzantes o maliciosos de las personas para hacer o dejar de hacer, sino que hay que aprovechar los descubrimientos del psicoanálisis y algunos de sus conceptos para que aporten luz sobre aquello que no termina de encajar, es decir, sobre lo que para las ópticas sociológica y económica resultan ser conductas extrañas que necesariamente tienen su origen en fuentes irracionales.

Para entenderlo con precisión, imaginemos que un colectivo se rebela contra una autoridad. Esta decisión podría ser racional y materialmente explicable por el hecho de que estuvieran soportando una situación de obediencia ciega por la que tendrían que reproducir una conducta sumisa que les estuviera condenando a vivir explotados, por lo que el previsible autoritarismo que estaría gobernando sus vidas habría llegado a un punto en el que se habría vuelto insoportable para su propia dignidad e intereses. En un escenario como este, el levantamiento nos parecería que es justamente lo que tenía que ocurrir, con independencia de nuestras simpatías o animadversiones a apriorísticas con ese hipotético colectivo.

Sin embargo, ¿qué sucede cuando ciertos colectivos oprimidos no solo es que prescindan de cualquier acción para cambiar una situación similar que les empobrece, sino que, paradójicamente, la apoyan como algo necesario o natural? Entonces sí que resulta forzosa la indagación psicológica para abordar la totalidad de las causas que propician que hayan cedido. Sería una situación en la que la ideología estaría operando sobre la respuesta emocional de cada persona y su comportamiento dentro de una masa.

Un enunciado con el que trabaja el poder ideológico hegemónico consiste en convencernos de que los sujetos que se rebelan contra lo establecido por la ley, fundamentalmente lo hacen por su incapacidad para saber adaptase, de manera que sufren de una regresión a un estadio infantil. Si llevamos este marco a la educación política de las masas, resultaría que la no-adaptación supone que determinadas personas no terminan de aceptar que, para ciertos, contextos deben adoptar una actitud que, en la práctica, les perjudica o legitima efectos destructivos en lo social.

El trasfondo de aquello a lo que aspira lo ideológico es crear obstáculos para que no se produzca el desarrollo normal de los procesos sociológicos. Es decir, un desarrollo sociológico típico o normal sería que las personas de clase trabajadora se asocien entre sí y apuesten por políticas económicas y sociales que les supongan ganancias objetivas (la misma coherencia se debería dar entre emprendedores o propietarios de empresas). Cuando esta dinámica es obstruida y las partes toman decisiones antagónicas, el abordaje tiene que ser otro.

Wilhelm Reich, discípulo de Freud (aunque posteriormente repudiado por su maestro debido a la radicalidad de sus posiciones), fue pionero en tratar de esclarecer los diversos eslabones que conectan la pertenencia de las masas a una determinada clase social, con sus respuestas típicamente irracionales y contrarias a lo que cabría esperar por su indexación socioeconómica. En una de sus célebres comparaciones, consideraba que una mujer trabajadora católica y afiliada al partido nazi versus una mujer trabajadora atea y comunista se diferenciaban psicológicamente en que la primera, como representante de un arquetipo sociológico, habría desarrollado una dependencia autoritaria respecto a sus padres durante su niñez y juventud, y que dicha subordinación habría continuado reproduciéndose durante su matrimonio, cediendo a que su subjetividad fuera articulada por el orden patriarcal que, por defecto, reprime sus deseos sexuales, produciendo en ella una aversión o resentimiento hacia los planteamientos del feminismo comunista alemán de la época y el proyecto de autodeterminación y emancipación de la mujer que se manejaba. Reich explicaba que este etalonaje del carácter modelado ideológicamente por la tradición burguesa y la influencia religiosa desembocaba en una incapacitación del sujeto para cultivar el pensamiento crítico, en el sentido de negarse a cualquier tipo de revisión de sus creencias trasmitidas por el Superyó y no abrirse a otro tipo de influencias, es decir, desvalorizar por norma el discurso del Otro. Cualquier esfuerzo persuasivo basado en argumentos racionales sobre este tipo de persona, a su juicio, resultaría un despilfarro propio de un ingenuo.

En suma, el punto de capitón con el que Reich justifica la urgencia de analizar este tipo de realidades sociales aparentemente incompresibles pasaría por evitar la crítica vulgar de limitarse a calificar que determinado tipo de estrato social ha sido víctima de un ofuscamiento pasional o de un atontamiento cognitivo, para, en cambio, advertir que se ha producido antes una alteración psíquica profunda que, irremediablemente, afecta a la sexualidad como proceso social. En cualquier caso, la anterior comparación de los arquetipos de una nazi y una comunista del siglo XX necesitaría hoy en día de una calibración ad hoc para, por ejemplo, clasificar los diferentes tipos de carácter que están asimilando las ideologías feministas circulantes y divergentes entre sí, e identificar cómo tramitan su ligazón particular (sea de afecto o de rechazo) con la diversidad de identidades sexuales que se han visibilizado en la modernidad, especialmente con la transexualidad.

El impacto de la ideología puede hacer mella en cualquier tipo de personalidad, pero, a tenor de las diferentes experiencias analíticas de Reich, Freud, Ferenczi y Adler, posee más posibilidades de generar neurosis cuando aterriza sobre aquellos que son tendentes al masoquismo y, por extensión, al sadismo. Hay que señalar de modo sucinto que el masoquista no es alguien que sienta placer con las cosas que a una persona normal le generan displacer (asco, miedo, dolor, etcétera), sino que tiene una predisposición a no soportar el placer, sustituyéndolo por acciones, estímulos, pensamientos o decisiones (síntomas) que le generan sufrimiento, privación, angustia, sentimiento de inferioridad, pesimismo, envidia, odio, impotencia y otras emociones negativas similares. Esta fase continúa aleatoriamente con la sádica, es decir, con el resentimiento y la ira, torturando a otros como medida para sofocar su propia frustración por no poder gozar si este goce no se acompaña de dolor (mordiendo, rasgando, fracturando, e hiriendo tanto el cuerpo del Otro como el de uno mismo).

Por supuesto, el resultado de la venganza es la culpa que se instrumentaliza en todas las direcciones posibles, incluida la inconsciente, para suministrar la repetición del síntoma a través de la victimización. En este circuito, la respuesta del lenguaje del sujeto afectado es algo parecido a: “No valgo nada, pero merezco que me quieras”; “Castígame cuanto desees si con ello te hago feliz”; “La culpa de que sea como soy es solo tuya”. Digamos que la condena que recibe, aunque siendo inmerecida, le estaría suministrando la única posibilidad de alcanzar la relajación o, dicho con otras palabras, el dogmatismo de no permitirse ninguna oportunidad para dudar de la idea de que el migrante es siempre una amenaza para los suyos, que la homosexualidad es una psicosis perjudicial y que padecerla es una vergüenza, que el patriarcado es independiente de la naturaleza autoritaria, que la mujer, el negro, el judío y el musulmán son seres biológicamente inferiores y sospechosos de incurrir en actos inmorales, o que el socialismo científico supone automáticamente el colapso de la economía y la democracia, son derivados inmediatos de un impacto ideológico sobre la psique, y mantener a salvo la veracidad de estas creencias irracionales pasa a formar parte del equilibrio libidinal del sujeto.

FASCISMO UNIVERSAL: EL DISCURSO DE MAGA

Para el fascismo, el paciente ideal al que convertir es aquel que sufre de una intensa frustración por haber cedido a la represión que las estructuras sociales y económicas le han impuesto. Por eso, el fascismo irrumpe fácilmente en aquella persona que tiene miedo a “explotar” (a un orgasmo sin inhibiciones), esto es, atrae al que alberga miedo a la auténtica libertad (lo que viene a ser el mayor temor del neurótico sadomasoquista).

El fascismo no podemos reducirlo a la existencia de un partido político, sino que se trata de la expresión de lo irracional de los hombres cuando responden como una masa o colectivo a los problemas de la vida, componiendo una actitud absurda y anticientífica con respecto al conocimiento de lo que es el hombre, el amor y el trabajo. Consecuentemente, es una totalidad discursiva que pretende trastocar a lo cultural económico, lo cultural social y lo cultural que afecta a lo sexual. ¿Qué vende? Suministra, como solución imaginara para cubrir las ansias de una autoridad fuerte, la reverencia a una personalidad con el poder de darlo todo y suprimirlo todo. El fascismo administra el deseo de ceder a un caudillaje para que sea la voluntad de un padre agresivo y omnipotente (con la reminiscencia de poseer el poder de castración) quien aporte su propósito vital individual como si este debiera ser el destino para toda la humanidad.

En el aclamado filme La cinta blanca (2009) de Michael Haneke, reconocemos algunos de los indicios que siempre deberían llamar nuestra atención sobre la presencia latente de estas dinámicas en la cultura que nos rodea. En la película se realiza una valiosa indagación sobre cómo la familia autoritaria y la represión sexual desencadenaban conductas psicóticas y actos sádicos que silenciosamente iban acomodando la emergencia del nuevo estado autoritario que estaba a punto de despuntar en Alemania justo en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial.

De forma similar, el fascismo histórico que ha penetrado en las bases republicanas de la América profunda en nuestros días (con la proliferación de las instituciones de filiación religiosa que desintoxican a jóvenes de sus deseos homosexuales, a la vez que cada año se refuerza la legislación anti-LGBTQ en estados como Montana, Florida, Arkansas y Tennessee) refleja este mismo tipo de enraizamiento captado por Haneke: un cúmulo de inhibiciones y angustias que afectan a la identidad sexual y que se conectan tanto con el carácter como con la ideología.

A la vista de lo expuesto hasta aquí, podemos suponer que, en línea con las conclusiones de Reich, los sujetos, hombres o mujeres, que viven en un estado material precario, si resulta que la ideología les ha modificado su conduta sexual (lo que incluye los impulsos artísticos), esa modificación podría dar lugar al habitus de que fueran en contra de sus propios intereses materiales. Lo explico con más detalle: cuando la represión afecta solo a lo material, la sublevación política de las personas será más factible de que suceda. Pero cuando la represión provoca que los impulsos y deseos queden ocultos o se hagan inconscientes, y hace que simultáneamente se prodiguen ataduras con una compresión vulgar, por ejemplo, de un tipo de mentalidad religiosa o de una ética del trabajo disciplinada hasta el extremo o dictatorial, buscando inhibir lo sexual y perpetuar el patriarcado. Todo ello moviliza una coraza infranqueable para que pueda estallar cualquier forma de movilización emancipadora en las masas a pesar de su precariedad existencial. De ahí que las libertades en el ámbito de lo social (cambio de sexo, derecho al aborto, el divorcio, el matrimonio entre personas LGBT, la igualdad de género) sean fenómenos que socavan las fuerzas del fascismo en cualquier sociedad.

Los resultados de una encuesta recién publicada en este inicio de 2024, dirigida por investigadores de un centro de estudios para la prevención de la violencia de la Universidad de California en San Diego, arrojan que, dentro de los votantes republicanos, los que se identifican con el discurso MAGA (escorado hacia la xenofobia, la homofobia, el control de las libertades individuales a través del sistema educativo, la defensa del uso de armas, el belicismo exterior, elevar muros frente a los migrantes, negar el cambio climático, bajar los impuestos y todo tipo de ayudas a minorías, prescindir de servicios públicos y de políticas de igualdad de género y racial, etcétera) están más de acuerdo en considerar que en EEUU la democracia se encuentra en peligro, que tener un líder fuerte como presidente es todavía más importante que preservar las libertades democráticas, y que sería muy conveniente patrullar con ciudadanos armados los colegios electorales en las próximas elecciones presidenciales para garantizar que no se manipulen los resultados. Estos “relatos” sociólogos nos indican que el elefante en la habitación es real y que está a la vista de todos, pero volvemos al punto de inicio: cómo y por qué crecen estas convicciones.

En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Freud explicaba que, en el fenómeno del populismo, el dominador se presenta con la apariencia de libertador, es decir, como un opositor al sistema. La masa descontenta se identifica con él, pero será únicamente él quien obtenga la tan anhelada satisfacción. El resto, sus seguidores, solo encontraran vacío llegado el momento. Solo así se explican los casos de Milei y Trump. La extrañeza irracional nos sacude por el hecho de que el individuo que se une a la masa, véase los MAGA, jamás accede a un poder colectivo efectivo como para transformar su situación personal, salvo que se convierta en un vicario del poder del caudillo.

¿Qué le podría sugerir Freud a Krugman para buscar alguna solución al dilema estadounidense? Quizá que cada uno de los votantes republicanos ya no son niños, y que, por ello, dado que no existen tan solo dentro de una estructura familiar, sino que forman parte de una intricada red de producción, es necesario transformar lo uno y lo otro. La solución para salvar la democracia no puede limitarse a que la economía vaya bien, porque, además, el sistema prevé que nunca lo hará para todos por igual, y su lógica de funcionamiento continuará sirviendo como conductor de relaciones de dependía hacia una autoridad superior. El enigma de la autoridad en el terreno de la sexualidad, la ciencia y la política continúa siendo el campo de batalla en el que se decide tanto el presente como el porvenir, aunque este último sea una ilusión.

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