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viernes, 9 de mayo de 2025

Trump, guerras, ultras: el fin de II Guerra Mundial en Europa adquiere otro significado 80 años después

Aniversario del fin de la II Guerra Mundial
Los conflictos actuales atraviesan el aniversario de la capitulación de Alemania, que lo conmemora en pleno debate sobre los límites de su modelo de memoria histórica

Del búnker donde el 30 de abril de 1945 Adolf Hitler se suicidó, no queda nada. Un aparcamiento, edificios feos germanorientales de los años ochenta, un restaurante asiático, una tetería, un panel informativo donde se detienen grupos de turistas. El búnker, como Hitler, está y no está. Físicamente, enterrado entre ruinas, inaccesible; simbólicamente, una presencia constante, obsesiva. “Nunca hubo tanto Hitler”, escribía hace unos años el historiador Norbert Frei, en alusión a la presencia mediática del hombre que llevó su país y Europa a la destrucción y al Holocausto de los judíos. Ocho días después de la muerte de Hitler, la Alemania nazi capitulaba incondicionalmente ante los aliados soviéticos y occidentales. Era el fin de la II Guerra Mundial en Europa. Para la URSS de Stalin, el triunfo en la “Gran Guerra Patriótica”. Para EE UU, realmente la última victoria bélica (después vendrían Corea y Vietnam, y más adelante, Irak y Afganistán), la de la heroica greatest generation, la generación de los mejores. Para Alemania fue la derrota, el hundimiento, la hora cero que acabaría percibiéndose no solo como una derrota, sino una liberación.

Ochenta años después, quedan cada vez menos testimonios y supervivientes. La memoria viva deja paso a los memoriales, los libros, los museos, las conmemoraciones: la historia. Y la (geo)política.

La Europa que este jueves conmemora el 80º aniversario —fue el 8 de mayo de 1945— es una Europa fracturada por nuevas guerras. Una Europa que teme a Rusia que, a su vez, ha esgrimido una imaginaria amenaza “nazi” para invadir Ucrania. En Alemania, al mismo tiempo, algunos son reacios a armar a Ucrania debido a la mala conciencia por la devastación que la Alemania nazi dejó en la URSS (aunque Ucrania pertenecía a la URSS y fue uno de los escenarios de los crímenes nazis). Este es un mundo en el que las democracias están al borde del divorcio. El hombre a quien se conocía como “líder del mundo libre” es Donald Trump, un presidente estadounidense que amaga con abandonar a los europeos y acercarse al ruso Vladímir Putin. La fecha de 1945 siempre fue objeto de disputa, pero también de unidad; hoy adquiere significados inesperados.

“La perspectiva de los acontecimientos históricos cambia con el tiempo”, explica el historiador Frei, en su libro 1945 und wir (1945 y nosotros). “Hace 20 años”, recuerda, “las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial celebraron este día junto a los alemanes. Hoy esto sería impensable, por las razones políticas conocidas”. Alemania ha negado la invitación de los embajadores de Rusia y Bielorrusia a la ceremonia en el Bundestag, y al desfile del 9 de mayo en Moscú —la fecha en que Rusia celebra la capitulación— prevén asistir los líderes europeos prorrusos de Eslovaquia y Serbia, Robert Fico y Aleksandar Vucic. “Desde hace tiempo, el recuerdo de los horrores de la historia forma parte de los conflictos del presente, cargados de historia”, observa el Süddeutsche Zeitung.

Alemania se ha visto desde fuera a menudo como un modelo a la ahora afrontar el pasado criminal, pero es un modelo que suscita dudas y debates intensos. Este no es el mismo país de hace justo 40 años, cuando el presidente federal, Richard von Weizsäcker, proclamó: “El 8 de mayo fue un día de liberación”. Este es hoy el país que cinco años después, en 1990, integró a la Alemania Oriental, que se definía como “estado antifascista”: otra cultura de la memoria. Un país diverso, con hijos de la inmigración que no pueden rendir cuentas por lo que hicieron o dejaron de hacer los abuelos alemanes de sus compatriotas.

Susan Neiman, filósofa estadounidense y judía afincada en Berlín, comenta: “Los alemanes están petrificados en su propia culpa”. Y añade: “Están a la merced del Gobierno de Israel”. Neiman formulaba este diagnóstico en abril, después de que su colega israelí Omri Boehm suspendiese, por presiones de la embajada de Israel, un discurso en la ceremonia oficial en el campo de concentración de Buchenwald. Ambos critican que las autoridades alemanas —lógicamente atentas a las señales de aumento del antisemitismo en Europa y obligadas por la responsabilidad histórica hacia Israel— apoyen, con las mínimas objeciones, las políticas de los Gobiernos israelíes. La guerra en Gaza ha exacerbado las discusiones sobre un principio de la política alemana: Israel como “razón de Estado”

El historiador y novelista Per Leo, autor del ensayo Tränen ohne Trauer (Lágrimas sin dolor), distingue, de un lado, entre el trabajo histórico y la obligación de recordar, que se ejemplifica en la labor de los memoriales y museos en campos de concentración y en el trabajo de los historiadores. Y, del otro, lo que se ha llamado la cultura del recuerdo, o de la memoria, que es otra cosa, “una narrativa nacional promovida por los poderes públicos”. “Para que sea eficaz, tiene que ser sencilla”, explica. Leo y otros autores señalan la paradoja de que se haya acabado engendrado una forma de narcisismo: el sentimiento de que nadie lo hace mejor en esta materia y Alemania es el “campeón mundial de la memoria”. Como ha escrito otro historiador, Frank Trentmann, “el largo y amargo conflicto en entorno a la culpa y la memoria dieron a los alemanes una nueva identidad y una seguridad en sí mismos, y les proporcionaron una sensación de orgullo de no estar orgullosos”. El Memorial del Holocausto en Berlín, inaugurado en 2005, podría ejemplificar esta tendencia: ninguna nación ha erigido un monumento a las víctimas de este país en el centro de su capital.

Cuando vuelve la mirada a los últimos años, Norbert Frei concluye que la gran novedad es el ascenso de Alternativa para Alemania (AfD), partido de extrema derecha cuyos líderes critican “el culto a la culpa”, o sostienen que “Hitler y los nazis no son más que un parpadeo [literalmente, en alemán una cagada de pájaro] en más de mil años de exitosa historia alemana”. Algo ha cambiado cuando una formación que cuestiona la identidad forjada tras la guerra saca 10 millones de votos. ¿Un fracaso de la memoria histórica, la evidencia de que el modelo alemán ha fracasado, de que este ya un país como cualquier otro? ¿O sacar esta conclusión sería precipitado porque, como afirma Per Leo, supone “depositar determinadas expectativas en la cultura de la memoria, es decir, creer que esta nos inmunizará contra el autoritarismo, el racismo, el antisemitismo”?

Cada conmemoración se refiere al pasado, pero habla del presente y de un mundo que ha cambiado. En Moscú, el 9 de mayo, estarán el chino Xi Jinping y el brasileño Lula da Silva; en 2005 asistieron, entre otros, George W. Bush y Gerhard Schröder, Jacques Chirac... En Berlín, el día antes, el Bundestag ofrecerá otra foto de 2025. Una AfD con 152 escaños. Un nuevo canciller, el muy atlantista y proisraelí Friedrich Merz, incómodo ante una Administración de EE UU que califica a su país de “tiranía”. Una tribuna de autoridades sin Rusia. Una geografía urbana que lo dice todo este momento. A ocho kilómetros del Bundestag y del cercano búnker de Hitler, se eleva el imponente Memorial Soviético del parque de Treptow. Una Omaha Beach roja. A sus pies reposan los restos de unos 7.000 soldados que liberaron la ciudad; ahí pueden leerse, en varios paneles, frases del otro gran tirano europeo del siglo XX: Josef Stalin. Este es un monumento a las paradojas de la historia y la memoria, y a sus límites. A una fecha, 1945, que está lejos de haber agotado todos sus significados. 

domingo, 20 de abril de 2025

¿Cuál es el cociente intelectual de Elon Musk?

Por Amanda Hess

Esta cuestionable medida de la inteligencia se está utilizando libremente en el discurso para justificar el poder de Silicon Valley y crear un nuevo sistema de clasificación humana.

Durante meses, un juego de adivinanzas en internet ha girado en torno a la cuestión de dónde se sitúa la inteligencia de Elon Musk en la curva de la campana. El presidente Donald Trump ha calificado a Musk de “individuo con un coeficiente intelectual seriamente alto”. El que fuera biógrafo de Musk, Seth Abramson, escribió en X que él “situaría su CI entre 100 y 110”, y dijo que no había “ninguna prueba en su biografía de que fuera superior”. El comentarista económico Noah Smith estimó el cociente intelectual de Musk en más de 130, una cifra deducida a partir de su calificación en el SAT. Una captura de pantalla que circula muestra que Fox News ha fijado la cifra en 155, citando a Sociosite, un sitio web basura. El encuestador Nate Silver supuso que Musk es “probablemente incluso un ‘genio’”, y teorizó que puede que no siempre lo parezca porque, como dijo en X, “los cocientes intelectuales altos sirven como multiplicador de fuerza tanto para los rasgos positivos como para los negativos”. Cuando especulamos sobre el CI de Musk, ¿de qué estamos hablando realmente?

No de su puntuación en un test de inteligencia; si alguna vez se ha sometido a un test de este tipo, sus resultados no se han hecho públicos. Su “cociente intelectual” se extrapola a partir de su éxito, su riqueza, su biografía y su presentación personal. Asignarle una cifra elevada sirve para explicar su vertiginoso ascenso en la industria tecnológica y, ahora, en el gobierno. Ese razonamiento da vueltas y vueltas. Tiene dinero y poder, por lo que debe ser inteligente; tiene mucho dinero y poder, por lo que debe ser muy inteligente.

Cuando Trump posó con Musk ante la Casa Blanca en marzo, con un concesionario improvisado de Tesla montado en el césped, el presidente imploró a los estadounidenses que compraran los coches y aseguró la relación entre la inteligencia de Musk y su éxito. “Tenemos que cuidar de nuestra gente con alto cociente intelectual”, dijo, “porque no tenemos demasiados”.

Durante más de un siglo, los psicólogos han debatido hasta qué punto un test de CI es capaz de medir el intelecto inherente de una persona (y si tal cosa existe siquiera). Ahora, el “CI” se ha desvinculado del propio test y se utiliza en el discurso para dar un brillo científico a la consolidación de una nueva élite política.

El “CI” es el término elegido por quien no solo se cree listo, sino que se cree más listo que los demás. Los estadounidenses llevan mucho tiempo obsesionados con el CI y las clasificaciones humanas que facilita, pero rara vez se manifiesta esa fijación de forma tan clara, tan incesante y a niveles tan altos. Para algunas de nuestras personas más poderosas, el CI ha llegado a ser la medida totalizadora de una persona, y una justificación del poder que reclaman.

Trump ha pasado gran parte de su segundo mandato clasificando a los seres humanos en “individuos de bajo CI” (Kamala Harris, el diputado Al Green) e “individuos de alto CI” (los impulsores de las criptomonedas, Musk, el hijo de 4 años de Musk).

Pero la fascinación del público por el CI es más amplia. (Robert F. Kennedy Jr. se ha opuesto a la fluoración del agua del grifo, alegando que provoca una disminución del cociente intelectual). El Departamento de Eficiencia Gubernamental de Musk busca aspirantes con un “CI superalto”. El vicepresidente JD Vance ha insultado al ex diplomático británico Rory Stewart en X, escribiendo que “tiene un CI de 110 y cree que tiene un CI de 130”. En febrero, un alto funcionario del gobierno de Trump pidió a los empleados de la Oficina del Programa CHIPS que facilitaran sus puntuaciones del SAT o su CI.

El interés por exprimir el cociente intelectual mediante entrenamiento y suplementos tiende un puente entre la manosfera y el internet para padres. Andrew Tate, un autoproclamado “misógino” e ídolo de la masculinidad en línea que se enfrenta a cargos de tráfico de personas en el Reino Unido y Rumanía, afirma tener un CI superior a 140 y predica en un pódcast sobre cómo “recablear tu cerebro para un éxito implacable”. Nucleus, una start-up de pruebas genéticas respaldada por el cofundador de Reddit Alexis Ohanian y el capitalista de riesgo Peter Thiel, causó revuelo el año pasado con una prueba que supuestamente calcula una “puntuación de inteligencia basada en tu ADN”. Como señaló recientemente el escritor Max Read, algunos usuarios de X han empezado a preguntarse, aparentemente en serio, cómo experimentan el mundo las personas con “bajo coeficiente intelectual”, como si fueran fundamentalmente menos humanas.

Tales fijaciones son una larga tradición estadounidense, y están volviendo a alcanzar su punto álgido ahora en un momento clave de la historia: en la consumación entre el capitalismo de Silicon Valley y el poder político de derecha.

Un sistema de clasificación humana
Las pruebas de inteligencia no surgirían hasta el siglo XX, y la abreviatura “CI” en 1922, pero una primera métrica de la inteligencia fue establecida por Francis Galton en su libro de 1869, Hereditary Genius. Galton, primo de Charles Darwin, fue uno de los principales defensores del darwinismo social, un esfuerzo pseudocientífico por organizar la sociedad humana en torno a la promoción de la “supervivencia del más apto”.

Galton fundó tanto la ideología de la eugenesia como el campo de la psicometría, es decir, la aplicación de medidas objetivas al estudio de la psicología humana. En su libro, intentó realizar un análisis estadístico de la inteligencia humana y argumentó que era un rasgo hereditario. Dijo que los hombres “naturalmente capaces” son casi idénticos a quienes “alcanzan la eminencia”, y trazó densas conexiones genéticas entre varios jueces, estadistas y artistas ingleses ilustres. El nepotismo se convirtió en prueba de superioridad inherente.

Luego llegó el test de inteligencia, que formalizó la naturaleza científica de la investigación, o al menos su sensación científica. En 1905, el psicólogo francés Alfred Binet, junto con el psiquiatra Théodore Simon, desarrolló la primera escala de inteligencia para identificar a los escolares que necesitaban una instrucción correctiva. En 1916, el eugenista estadounidense Lewis Terman adaptó el test para crear la escala Stanford-Binet, que lleva el nombre de la universidad que lo empleó.

Los tests iniciales de Terman, organizados por edades, tenían sesgos culturales manifiestos: a los niños de 7 años se les pedía que describieran una ilustración de una niña neerlandesa llorando con zapatos de madera; a los niños de 14 años se les pedía que enumeraran tres diferencias entre un presidente y un rey; a los adultos se les pedía que interpretaran las lecciones implícitas de las fábulas. Aunque el “CI” sugiere que la inteligencia humana es una cualidad genética singular y fija, como la estatura, lo que el test determina con mayor fiabilidad es el rendimiento de una persona en un test de inteligencia.

Los resultados “siempre han producido una especie de fotografía de la estructura de clases existente, en la que los grupos económicos y étnicos mejor situados resultan ser más inteligentes y los peor situados, menos”, escribe el periodista Nicholas Lemann. La versión actual del test pretende medir el razonamiento fluido, el razonamiento cuantitativo, el procesamiento visual-espacial, la memoria de trabajo y el conocimiento acumulado, quizá no por casualidad, las mismas formas de inteligencia que se valoran en la industria tecnológica.

En su historia de 2023 Palo Alto, Malcolm Harris escribe sobre Stanford como una institución construida sobre el pensamiento eugenésico. Antes de que Leland Stanford fundara la Universidad de Stanford, estableció lo que denominó el “Sistema de Palo Alto” para clasificar, entrenar y criar caballos de carreras superiores a un intenso ritmo de producción, un sistema que a veces provocaba la rotura de los tendones de los potros más débiles, pero que tenía la ventaja de eliminar a los caballos inferiores antes de invertir demasiado en su desarrollo. Una vez que Stanford aplicó este sistema de castigo a los logros humanos, sembró en Silicon Valley —y en los Estados Unidos a los que fue dando forma— una obsesión de un siglo de duración por la puntuación de la inteligencia.

El test de Binet-Simon tenía un objetivo integrador: los niños discapacitados de Francia corrían el riesgo de ser trasladados a centros psiquiátricos; al clasificar a todos los alumnos en la misma escala de inteligencia, se podía mantener a esos niños en las escuelas y recomendarles una educación adaptativa.

Pero la escala Stanford-Binet se generalizó en un test de inteligencia que podía utilizarse para medir y clasificar a todos los seres humanos, y asignarles una puntuación relativa a una norma de 100. Pronto Terman inscribió a su propio hijo Frederick en un estudio sobre niños “genios” y vendió sus hallazgos al ejército estadounidense.

Fue Estados Unidos el pionero en el uso del CI con fines punitivos, utilizando las puntuaciones bajas para denegar la entrada en el país a determinados inmigrantes, esterilizar por la fuerza a personas discapacitadas y empujar a soldados de bajo rango a la línea de fuego mientras se elevaba a puestos de oficiales a los que obtenían puntuaciones altas.

Aunque los crímenes de la Alemania nazi comprometieron la popularidad mundial de la eugenesia y fomentaron la desautorización de la palabra, las victorias británica y estadounidense en la II Guerra Mundial también sirvieron para refrendar el uso de los tests de inteligencia en la organización de la guerra y, de forma más general, en la identificación de las élites.

En 1958, el sociólogo británico Michael Young utilizó el término “meritocracia” para describir una sociedad emergente organizada en torno al “mérito” como nueva justificación del poder jerárquico, que definió como una combinación de puntuaciones de CI y esfuerzo. Su obra satírica, The Rise of the Meritocracy, fue escrita desde la perspectiva de un futuro sociólogo (también llamado Michael Young) que deseaba preservar la meritocracia frente a sus críticos.

Pero el verdadero Young era más escéptico. “Si la cultura general animara a los ricos y poderosos a creer que merecen plenamente todo lo que tienen, qué arrogantes podrían llegar a ser”, escribió, “qué despiadados a la hora de perseguir su propio beneficio”.

Young sugirió que la idea meritocrática era tentadora para los padres a quienes se les habían negado los placeres del éxito, pero que, sin embargo, podían invertir en la posibilidad de que sus hijos, o los hijos de sus hijos, fueran juzgados lo bastante inteligentes y trabajadores como para reclamarlos. Cuanto más frustrados estaban con los resultados de sus propias vidas, más maníacos se volvían por asegurar las oportunidades de sus hijos.

Cuando la inteligencia es una mercancía
Veo ecos de las ideas de Young en el internet para padres, que se apodera de su entusiasmo por los suplementos que supuestamente fortalecen el cerebro y los consejos granulares para el desarrollo infantil. En cuanto di a luz a mi primer hijo, me inundaron las redes sociales con consejos para padres y marcas de juguetes inspirados en Montessori. Puntuaban sus argumentos de venta con emoticones de cerebritos rosas, como si quisieran sugerir que sus productos podían infundirse en el mismo órgano.

Los videos de Baby Einstein de la década de 1990, en los que las marionetas y los juguetes se ambientaban con música clásica, parecen totalmente descerebrados en comparación. Es concebible que cualquier actividad de la vida —destete, alimentación, masaje— pueda aprovecharse ahora para optimizar el cerebro de los niños pequeños, asegurando a los padres inteligentes que, con suficiente esfuerzo, sus hijos pueden convertirse en pequeños genios.

Young describió a los padres de mediados de siglo que intentaban evitar la “movilidad descendente” obsesionándose con amplificar el cociente intelectual de sus hijos. Tiene sentido que los milénials —una generación estadounidense para la que la movilidad económica descendente es probable— se adhieran al proyecto con especial celo.

Mientras los padres se afanan por acaparar los últimos restos de ventaja meritocrática, el propio discurso en torno a la inteligencia se está adaptando a los juegos de poder bruto de la élite de Silicon Valley. La nueva y burlona invocación del CI anuncia, quizás, que la meritocracia ha llegado a un punto de ruptura. El esfuerzo sincero y directo está fuera de lugar. También lo está el test de CI. El número de una puntuación de CI imaginaria no se refiere a nada, pero es un indicador adecuado de la confluencia del poder político y tecnológico, el lugar donde la postura política se encuentra con la producción capitalista.

Trump hizo eco del Sistema de Palo Alto (y de los programas eugenésicos que engendró) en un mitin de victoria en enero, en el que declaró que el hijo de 4 años de Musk es muy inteligente, no porque tenga una visión particular del desarrollo infantil temprano, sino porque sabe quién es el padre del niño. “Si creen en la teoría del caballo de carreras, él tiene un hijo simpático e inteligente”, dijo Trump.

Al mismo tiempo, el resurgimiento del insulto “retrasado” sirve de contundente apoyo a la obsesión por los genios. El término fue en su día un diagnóstico médico extraído de las escalas de inteligencia, antes de transformarse en peyorativo y convertirse finalmente en algo inaceptable en los años ochenta. Pero ahora puede oírse de nuevo en el discurso de ciertos capitalistas de riesgo, agentes políticos, conductores de pódcast y comediantes por igual. En su uso actual, el insulto se burla de las personas discapacitadas, marca a los oponentes políticos como intrínsecamente inferiores y señala el ascenso de una nueva élite a la que no se aplican las antiguas normas de urbanidad.

Hay una sensación de totalidad en el CI, el número que determina todos los demás. Su particular destilación de la inteligencia —un conjunto de capacidades de procesamiento, memoria y alfabetización— solo ha adquirido mayor relevancia a medida que el capitalismo estadounidense se ha transformado en una economía de la información, en la que la producción se centra cada vez más en la manipulación de códigos y datos en lugar de palancas y arados.

También halaga al oligarca de la tecnología, quien ahora se encuentra en una posición de gran influencia política. Sin embargo, no se contenta con reclamar simplemente el estatus de nerd enclenque. Un CI alto funciona como un sistema de clasificación humana de uso general, que implica invencibilidad, prosperidad y virilidad. Figuras como Musk, Thiel y Sam Altman han invertido en empresas de biotecnología y gambitos de longevidad que pretenden convertir el conocimiento en formas físicas sobrehumanas, convirtiendo a los hombres inteligentes en hombres fortachones y produciendo herederos genéticamente optimizados.

Resulta apropiado que el producto que Silicon Valley pretende vender ahora por encima de todos los demás se llame inteligencia artificial: una visión del intelecto refinado en pura mercancía, que puede privatizarse y venderse.

Los promotores de la IA están ansiosos por anunciar el momento (inminente, nos aseguran) en que la inteligencia artificial igualará o superará las capacidades humanas. Todo este concurso de élite para medir la inteligencia prepara el terreno para que el líder tecnológico de “alto cociente intelectual” se haga con la propiedad del concepto de inteligencia en sí mismo y, en última instancia, someta a todas las personas a su control. Como Musk publicó recientemente en X, la plataforma de la que es propietario: “Cada vez parece más que la humanidad es un cargador de arranque biológico para la superinteligencia digital”.


sábado, 15 de marzo de 2025

_- "Estamos en una era dominada por formas extremas de crueldad, que además no están ocultas y se reciben con cierto nivel de alegría"

Henry A. Giroux.

_- Henry A. Giroux.

El video en la cuenta oficial de la Casa Blanca en la red social X que muestra a deportados siendo esposados de manos y pies y encadenados.

Las palabras del presidente de Estados Unidos, Donald Trump con las que anuncia la ampliación del centro de detención de migrantes en la base de Guantánamo para recibir "a los peores extranjeros ilegales criminales".

Para el académico Henry A. Giroux todo ello forma parte de lo que él ha denominado la "cultura de la crueldad".

Teórico fundador de la pedagogía crítica y director de Centro para la Investigación del Interés Público de la Universidad McMaster (Hamilton, Ontario, Canadá), Giroux lleva años ahondando en el concepto.

"La crueldad parece ser el principio organizador central de la política hoy", le dice el estadounidense-canadiense a BBC Mundo, refiriéndose también a la idea de que EE.UU. pueda llegar a asumir la "propiedad" de Gaza para levantar allí "la Riviera de Oriente Medio", o la reducción a su mínima expresión de la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID), una de las mayores organizaciones de ayuda humanitaria del mundo.

Pero no solo en EE.UU., también cada vez más a nivel global, subraya.

En BBC Mundo hablamos con este intelectual de izquierda que tilda a Trump de "testaferro de una oligarquía".

El título de tu artículo más reciente es "El teatro de la crueldad de Trump". Podría haber descrito su recién estrenada presidencia de distintas formas. ¿Por qué eligió definirla así?

La elegí porque es una palabra muy poderosa que, de cierta forma, apunta a un cambio importante en la política de EE.UU.

Es que de repente nos encontramos en una era dominada por lo que yo llamaría formas extremas de crueldad, formas que además no están ocultas y que parecen ser recibidas con cierto nivel de alegría, por no decir un rechazo abyecto a reconocer cuán malvadas son estas políticas.

Y en cierta forma creo que se han convertido en el centro mismo de la política. La crueldad parece ser el principio organizador central de la política.

Pero la crueldad no es una novedad en la historia política de EE.UU. No hay más que remontarse a las leyes Jim Crow de segregación racial, por poner un ejemplo. ¿Qué hay de distinto o nuevo hoy?

EE.UU. tiene, efectivamente, un largo historial de crueldad. Podríamos empezar hablando de la eliminación de la población indígena, o la esclavitud, o el internamiento de los japoneses (en campos de concentración)...

Todo eso está ahí, ese es el legado, aunque en muchos casos parece oculto. La gente trata de no recordar esos momentos de la política estadounidense.

Lo que creo que estamos viendo con Trump no es un incidente aislado de crueldad, un momento específico basado en racializaciones o en una forma específica de nativismo, como en la época de la Segunda Guerra Mundial.

Lo que estamos viendo es un principio de crueldad que afecta todos los aspectos de la vida estadounidense, ya sea en forma de ataques a las escuelas, a los inmigrantes indocumentados o a las personas transgénero.

Pero según usted, ¿es un tiempo más cruel sólo en la forma, en el lenguaje que se utiliza, que es más obvio y menos pudoroso, o es una cuestión más de fondo?

Hoy la crueldad no solo emerge en forma de un lenguaje deshumanizador. También emerge en las políticas.

Y para hablar de la naturaleza histórica de esta crueldad y de dónde proviene, me parece que hay que remontarse a la década de 1980.

¿Qué pasó en los 80?

Surge el neoliberalismo y empieza un proceso de divorcio del concepto de responsabilidad social. Lo que importa son las ganancias, todo lo demás es visto como una forma de debilidad.

El concepto de la política como la posibilidad de comunidad empieza a morir, como también empieza a morir cualquier noción viable de lo social.

El presidente Donald Trump firma una orden ejecutiva en el Despacho Oval de la Casa Blanca el 14 de febrero de 2025 en Washington, DC. (Foto de Andrew Harnik/

El presidente Donald Trump firma una orden ejecutiva en el Despacho Oval de la Casa Blanca el 14 de febrero de 2025 en Washington, DC.  (Foto de Andrew Harnik/Getty Images)

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Pie de foto,
Según Henry A. Giroux, el presidente de EE.UU., Donald Trump, es la cabeza visible de una oligarquía. 

Y la crueldad de la que habla, según usted ¿es un método? ¿Una estrategia política? ¿Un mecanismo de unión, como apuntan algunos analistas? Hay expertos que incluso dicen que es un fin en sí mismo.

Es una gran pregunta. Yo creo que es un principio organizador central.

Lo vemos en el lenguaje deshumanizador que usa Trump, pero también en sus políticas: en la decisión de enviar deportados a Guantánamo, un símbolo absoluto de la tortura que ahora está resucitando; lo vemos en sus políticas en lo referente a los programas de diversidad, equidad e inclusión (diseñados para fomentar la igualdad en ámbitos laborales y educativos, especialmente para comunidades históricamente marginadas, y que quiere eliminar); ya vimos lo que hizo con USAID…

Es un principio central, una forma de hacer política que se nutre de odio y de intolerancia. Y no es casual ni es un rasgo de la personalidad.

Lo que estamos viendo ahora es una fusión de crueldad y política de maneras nunca antes vistas y celebradas, una crueldad que emerge en el día a día.

¿Cómo definiría la forma de gobernar de Donald Trump? ¿Qué tipo de presidencia es la suya?

Lo definiría como un gobierno fascista. La prensa establecida no lo está llamando así, aunque a veces se habla de autoritarismo. Pero Joe Biden, al dejar la presidencia, advirtió que Trump era fascista, algo que también dijeron en su momento generales retirados como John Kelly.

(En sendas entrevistas con The New York Times y The Atlantic en octubre, y después de años de compartir sus críticas hacia Trump con los reporteros de manera más moderada, Kelly, quien fue jefe de gabinete de la Casa Blanca y secretario del Departamento de Seguridad Nacional de Trump, advirtió del presunto peligro que suponía para la democracia estadounidense que el republicano fuera reelegido.

En declaraciones sin precedentes para un exfuncionario estadounidense de alto nivel, Kelly dijo que Trump encaja en la definición de fascista. "Ciertamente el expresidente está en el área de la extrema derecha, ciertamente es un autoritario, admira a dictadores, él mismo lo ha dicho. Así que ciertamente cabe en la definición general de fascista, eso seguro", le dijo a The New York Times).


Si se puede o no aplicar ese término a Trump genera debate entre historiadores y analistas prácticamente desde su primera campaña presidencial en 2016, y hay quienes advierten que es políticamente imprudente tildarlo así.

El suyo es un gobierno fascista, y te diré por qué.

Lo es porque no cree en el estado de derecho, porque cree que el poder y la violencia son fundamentales para la política, pero, sobre todo, es fascista porque está organizado en torno al nacionalismo cristiano blanco. Y ese es el núcleo del fascismo.

Se define un país de una manera muy limitada y exclusiva, y se pone en marcha una política de lo desechable. Comienza con el lenguaje deshumanizante, sigue con las políticas de expulsión de personas, luego se mete a los críticos y a otros en las cárceles…

Un inmigrante guatemalteco indocumentado, encadenado por ser acusado como criminal, se prepara para abordar un vuelo de deportación a la Ciudad de Guatemala, Guatemala, en el Aeropuerto Phoenix-Mesa Gateway el 24 de junio de 2011 en Mesa, Arizona. (Foto de John Moore/Getty Images)

Un inmigrante guatemalteco indocumentado, encadenado por ser acusado como criminal, se prepara para abordar un vuelo de deportación a la Ciudad de Guatemala, Guatemala, en el Aeropuerto Phoenix-Mesa Gateway el 24 de junio de 2011 en Mesa, Arizona. (Foto de John Moore/Getty Images)

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Pie de foto,
Un inmigrante guatemalteco espera esposado y encadenado el momento de abordar un avión que lo deportará a su país de origen. 

En su artículo más reciente sobre la actual presidencia de EE.UU. subraya que "Trump no gobierna solo", sino que es "el testaferro de una oligarquía que abandonó incluso la pretensión misma de una democracia". Sin embargo, gobierna con el apoyo de la mayoría de los estadounidenses. En las elecciones de noviembre ganó el voto popular, algo que ningún republicano había logrado desde 2004. ¿Qué nos dice eso?

Nos dice algo que hemos ignorado durante mucho tiempo: que la educación es central en la política.

La educación puede ser no sólo una herramienta de emancipación, también de enorme opresión. Puede inculcar nociones de odio, resentimiento e intolerancia, entre otros.

Y lo que tenemos hoy por hoy en EE.UU. es un aparato cultural que básicamente se ha convertido en un tsunami de odio e intolerancia dirigido por multimillonarios tecnológicos.

Lo que hemos visto desde la década de 1980, dado el control corporativo de los medios de comunicación, es una maquinaria cultural y de enseñanza que ha tenido un éxito enorme a la hora de producir lo que yo llamo ignorancia fabricada.

¿Ignorancia fabricada?

No puedes tener una democracia, ni siquiera una débil, sin un público informado.

Y lo que la derecha ha aprendido es que, si se controlan los medios de comunicación y de educación, no hacen falta ejércitos. Lo que se necesita son modos potentes de persuasión y el control de los sistemas de información.

Ahora, con las redes sociales, estamos en un periodo muy difícil en lo referente a ser crítico y hacer que el poder rinda cuentas.

Y todos los elementos del fascismo que vemos surgir en Hungría, en Argentina, en Italia no son nuevos, pero se están sucediendo a una escala que me parece casi inédita.

Es un fenómeno que va más allá de EE.UU: partidos extremistas que ganan terreno, la polarización del discurso, candidatos que hablan abiertamente de crueldad… Un líder regional del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD), Björne Höcke, declaró abiertamente que se necesita "una crueldad bien afinada" para expulsar a migrantes y refugiados de Alemania.

Es un fenómeno global, efectivamente. Pero una cosa es eso y otra es que el país más poderoso del mundo ahora tome la delantera a la hora de reforzar la afirmación de (el presidente de Hungría, Viktor) Orbán de que la democracia es demasiado débil. Esto no tiene precedentes.

Si esto hubiera surgido en los años 70, incluso a principios de los 80, la gente diría: "Es un movimiento marginal". Pero ya no lo es. Es un movimiento en el centro de la política de EE.UU. y en el de la política global.

De hecho, algunos ideólogos como Curtis Yarvin, invitado habitual de medios conservadores y a cuyas ideas ha hecho referencia el vicepresidente JD Vance, argumenta que en EE.UU. la democracia debería sustituirse por una "monarquía" encabezada por lo que él llama un CEO, una especie de director ejecutivo. ¿Qué diría a los que, como él, defienden que tener a un "CEO eficiente" al frente del gobierno es mejor para la gente?

Es el clásico ejemplo del tipo de discurso que moriría en una democracia vibrante. El hecho de que se le dé una plataforma a alguien con esas ideas es impactante.

¿Qué dirías a alguien que defiende que la democracia está muerta y que lo que realmente necesitamos es acostumbrarnos a las dictaduras porque funcionan, y que deben estar encabezadas por gente como Elon Musk?

Usted ha escrito desde hace años, sobre la "cultura de la crueldad". Y afirma que "prospera cuando los miedos compartidos sustituyen a las responsabilidades compartidas". ¿Cuáles son esos miedos y qué responsabilidades compartidas sustituyen?

Las responsabilidades que sustituyen son aquellas que se toman en serio los derechos sociales, políticos y económicos, y los valores compartidos como la compasión, el cuidado del otro, el sentido de comunidad, el reconocimiento del sufrimiento ajeno y la necesidad de abordarlo y acabar con él; la necesidad de eliminar los cimientos del sufrimiento y la violencia.

Desde el surgimiento del neoliberalismo en la década de 1980, ese argumento es visto como una debilidad, y la bondad es vista como la virtud de los tontos.

Debemos preguntarnos qué pasó con esos principios, con esas virtudes y valores como la compasión, la confianza, la amabilidad, el cuidado del otro, la justicia, la igualdad y la inclusión, si están o no siendo destruidos, por quién y en interés de quién.

A lo largo de la historia política estadounidense, presidentes de uno u otro partido han hecho hincapié en la idea de la autoridad moral de EE.UU., en que debe servir de ejemplo para el mundo. ¿Sigue siendo así?

No. En ese sentido EE.UU. se traicionó a sí mismo, cayó en una forma de autosabotaje.

Aunque nunca fue un país verdaderamente democrático: se construyó sobre las espaldas de los esclavos, a las mujeres se les negó el derecho al voto durante mucho tiempo, y continuamente ha reinventado una forma de colonialismo que exhibe el nombre de Destino Manifiesto o excepcionalismo estadounidense.

Hoy no hay más que ver lo que ocurre en Gaza. ¿Cómo se puede tomar en serio esta noción del excepcionalismo estadounidense?

Una mujer y un niño caminan de la mano entre los edificios destruidos por ataques israelíes en Beit Lahia, una ciudad del norte de la Franja de Gaza, el 18 de febrero de 2025. (Foto: Abd Khaled/Anadolu vía Getty Images) 
Una mujer y un niño caminan de la mano entre los edificios destruidos por ataques israelíes en Beit Lahia, una ciudad del norte de la Franja de Gaza, el 18 de febrero de 2025.  (Foto: Abd Khaled/Anadolu vía Getty Images)

Fuente de la imagen,Getty Images


Pie de foto,
La idea de levantar una "Riviera de Medio Oriente" sobre los escombros de Gaza forma parte de la "cultura de la crueldad", según Henry A. Giroux.

Es de sobra conocido que el lema de Trump es "Volver a EE.UU. grande de nuevo" (Make America Great Again, MAGA). ¿Qué cree que significa la grandeza en este contexto?

Creo que significa "volver EE.UU. blanco de nuevo", además de eliminar todos aquellos derechos que desde la década de 1950 se fueron consiguiendo para las mujeres, el colectivo LGBTQ, etcétera, y revertirlos.

Sin embargo, aunque el voto blanco fue su voto más fuerte, Trump obtuvo un avance histórico en lo que respecta al apoyo latino en las urnas, sobre todo entre los hombres hispanos.

Se debe a varios factores.

Por una parte, lo democrático como alternativa al fascismo dejó de ser atractivo para muchos. La democracia no significa nada cuando no tienes comida, una atención médica adecuada, un cuidado infantil adecuado. Y en ese estado de ansiedad absoluta, muchos inmigrantes votaron por Trump.

Y por otra parte, el lenguaje del miedo y la intolerancia ha tenido un éxito tal en la esfera mediática de Trump que creo que la gente básicamente terminó internalizándolo.

El problema no es que van a venir otros a quitarles el trabajo. El problema en EE.UU. es una enorme desigualdad y la concentración del poder en pocas manos, lo que desemboca en menos servicios públicos, la destrucción del estado de bienestar y la criminalización de los problemas sociales.

La noción de comunidad se vuelve vacía porque vives en una sociedad que te dice que el individualismo lo es todo, que todos los problemas son individuales.

Así que temes a la horda de invasores. Es el lenguaje del poder y la gente acaba comprando el discurso.

Pero también parece que hay una especie de retroalimentación en bucle. Cuanto más polarizado es el discurso, más amplia parece ser la base de quienes lo apoyan, y viceversa. ¿Es solo una percepción?

No, es así, absolutamente.

¿Y cómo se contrarresta la escalada?

Primero que nada, hay que nombrar el problema. No podemos simplemente decir que Trump y su administración son neofascistas.

Eso es cierto, pero de lo que realmente tenemos que hablar es de la forma en la que se ha subvertido la democracia y empezar a detallar en el lenguaje de la vida cotidiana en qué impacta esto: malas escuelas, inflación, precios más altos de los alimentos, intolerancia...

Necesitamos resucitar el lenguaje de la democracia en términos de valores que la gente pueda compartir y con los que pueda identificarse.

También necesitamos un movimiento de clase trabajadora multirracial y amplio. Los movimientos aislados no sirven. Y una demostración masiva de resistencia colectiva.

¿Cree que es algo que está tomando forma?

No veo que vaya a suceder en las próximas dos semanas, pero (la administración Trump) está trabajando a una velocidad tal para imponer un grado de fascismo en este país, que creo que los resultados van a ser abrumadores en los próximos seis meses y, ciertamente, en los próximos dos años.

Esto generará una enorme cantidad de resentimiento y la gente va a despertar. Y el grupo que más va a despertar es el de los jóvenes, jóvenes que se sienten alejados de la política de Trump y que se dan cuenta que están siendo excluidos del guion de la democracia.

Todo es venganza. Es la política de la venganza, el odio, la crueldad y el racismo.

viernes, 17 de enero de 2025

_- El gobierno de los millonarios. Por vez primera, los dueños de inmensos monopolios, digitales o no, han llegado directamente al poder político para defender sus intereses

_- Uno. Hace muchos años, a mediados del siglo XIX, el multifacético pensador de Tréveris, un tal Karl Marx, llevado de su acendrado espíritu crítico, sostuvo que los gobiernos eran los consejos de administración de los intereses de la burguesía en su conjunto. Quizá cuando fue escrita esa frase respondía o reflejaba buena parte de la realidad, pero con el paso del tiempo y la evolución de las luchas sociales y políticas acabó perdiendo virtualidad. Sólo tenemos que pensar que a mediados del XIX no existía el sufragio universal —las mujeres tenían vetado el derecho al voto y para los hombres todavía funcionaba el voto censitario, esto es el de los pudientes—. Los partidos obreros no habían nacido y las formaciones conservadoras y/o liberales únicamente representaban a las clases propietarias, por lo que aquel dicho o reflexión pudo tener sentido. Luego, con la extensión del sufragio a partir de la II Guerra Mundial, y la aparición de los partidos de izquierda a finales del siglo XIX, la situación empezó a cambiar, y, con el tiempo, estos partidos alcanzaron los gobiernos y ya no se podía sostener que representasen los intereses de la burguesía.

Dos. A partir de entonces, los partidos políticos, aunque encarnasen diferentes intereses económicos en función de las clases y sectores en que está dividida la sociedad, no eran una simple nomenclatura mimética de esas clases o sectores, pues las personas no piensan y actúan sólo por apetencias económicas. Por el contrario, les motiva una mayor variedad de causas e impulsos: creencias religiosas y actitudes morales; concepciones ideológicas; sentimientos identitarios; estructuras culturales o costumbres ancestrales. De ahí que, como señala nuestra Constitución en su artículo 6, “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Tan fundamental que sin ellos no existe democracia ni nada que se le parezca. Por eso vengo insistiendo desde hace muchos años en que el ataque sistemático, venga o no a cuento, a los partidos, a los políticos, a la política no son más que acometidas contra la democracia. Desde luego, supone una actitud bien diferente la crítica concreta y razonada sobre decisiones políticas o comportamientos individuales a la genérica descalificación de partidos o políticos como si fuesen una “clase” o “casta” con intereses propios, versión que se ha ido extendiendo como la lepra con gran daño a la democracia.

Tres. Ahora bien, una vez superada la representación estamental, propia del Antiguo Régimen, de base material agraria, y constituidas las naciones a partir de la Revolución Francesa, los partidos políticos se fueron erigiendo en la representación esencial de las democracias como cuerpo intermedio entre la ciudadanía y el poder político. Al tiempo, se fueron creando nuevas instituciones, como las que conforman los diferentes poderes del Estado, los propios medios de comunicación y, al calor de la revolución industrial, las organizaciones sindicales y patronales. Todas ellas con la finalidad, entre otras, de evitar la excesiva concentración del poder en sus diferentes formas y de ir logrando un sano equilibrio en el funcionamiento del sistema. Un proceso que ha venido desarrollándose en las democracias, más o menos avanzadas, que hemos conocido hasta el presente. Unas democracias, por cierto, cuya base material o física, mueble o inmueble, han sido en esencia los objetos, las manufacturas propias de esa revolución industrial con su correspondiente “propiedad de los medios de producción”, adecuada al capitalismo. Sin embargo, lo anterior está empezando a cambiar de forma acelerada como consecuencia de los efectos de la revolución digital si, por ejemplo, somos conscientes de que dicha mutación —inteligencia artificial y otras— todavía está en su más tierna infancia. Y, sin embargo, ya está teniendo consecuencias notables en el funcionamiento de nuestra vida política, ya que su materia prima no son los objetos, sino nosotros mismos y la rapiña de nuestros datos.

Cuatro. Uno de estos efectos, que golpea en el corazón de la democracia, consiste en que fuerzas muy poderosas entienden, en virtud del control que tienen de esas tecnologías, que sus instituciones —partidos, sindicatos, elementos del propio Estado o medios de comunicación— son un estorbo, lo que vengo calificando de jibarización de la democracia. Un ejemplo de lo que expongo está sucediendo en EE UU, a partir del triunfo de Trump/Musk. Una primera manifestación ha consistido en el hecho de que, por vez primera de una manera tan obscena, grandes propietarios o gestores de inmensos monopolios, digitales o no, han accedido directamente al poder político y desde él han expresado, nítidamente, sus intereses particulares. Si uno observa los nombramientos de Trump podrá certificar que no pocos de ellos han recaído en millonarios que pertenecen a los mismos sectores económicos de los que se tienen que hacer cargo políticamente, empezando por Musk. En efecto, las líneas maestras que se desprenden de las intenciones de estos poderosos millonarios se podrían resumir en los siguientes epígrafes: de entrada, estamos ante una Administración de Trump/Musk y no del Partido Republicano, que ha quedado abducido por el magnate y sus amiguetes y familiares, sin necesidad de partidos ni de Consejos de Ministros, pues ellos son la fusión, ósmosis o acoplamiento de la economía y la política. Una deriva harto peligrosa cuyo antecedente europeo, a mucho menor escala, fue la Italia de Berlusconi y ya vemos cómo ha terminado. Luego, en la misma línea, ese eslogan que lanzó Musk, o míster X, el día que ganaron las elecciones, dirigiéndose al público: “Ahora vosotros sois los medios de comunicación”; es decir, yo soy la opinión, pues sobran todos los medios tradicionales —periódicos, radios o televisiones—, porque las redes sociales y algoritmos que yo y mis compinches controlamos somos el pueblo y nos sobra todo lo demás. Si cunde el ejemplo, vamos a pasar de la propiedad privada de los medios de producción a la propiedad privada de las conciencias y opiniones, a través de X, Google o TikTok. De ahí que también se pretenda reducir el Estado a su mínima expresión, labor a la que se dedicarán en el futuro Musk y otro millonario cuando declaran que sobran millones de funcionarios y todas las agencias estatales que se dedican a las pocas labores sociales que hay en EE UU. Si estuviesen en Europa se pondrían las botas. En el fondo, un alarde de anarco-liberalismo-nihilismo, que permita de paso una bajada radical de impuestos que acabe con lo que quede de Estado de bienestar, artefacto que, a juicio de sus más eximios teóricos como Milei y compañía es un robo. Para terminar la faena una pasada por el negacionismo medioambiental, pues no hay que preocuparse si nuestro planeta se va al carajo, ya que según la tesis creacionista de Mayor Oreja y otros algún Creador benefactor nos lo repondrá o incluso nos proporcionara uno nuevo. La conclusión final de todo ello no es otra que, si estas teorías y políticas triunfasen, supondría la evaporación de la democracia social que conocemos y, desde luego, no convendría tentar la suerte y creerse esos estrambotes del creacionismo, no vaya a ser que sean un camelo y sólo se salven los que puedan irse a Marte con Musk y sus conmilitones.

domingo, 22 de diciembre de 2024

_- Los ultraliberales se retratan apoyando a Donald Trump

_- La composición del voto que ha recibido Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos es una buena muestra de que el mundo de nuestros días ha perdido la cabeza o, como decía Eduardo Galeano, de que está patas arriba.

Un estudio reciente muestra que casi la tercera parte de sus votantes (31%) son «conservadores acérrimos», defienden el tradicionalismo moral y que ser cristiano es un componente muy o bastante importante para ser un verdadero estadounidense. Otro 20% de sus votantes está formado por lo que podría traducirse como «conservacionistas» de lo americano. Es el grupo más propenso a decir que la religión es “muy importante” y que su identidad cristiana también lo es para ellos personalmente. Prácticamente el mismo porcentaje (19%) son «anti-élites» y finalmente, aunque siendo el segundo porcentaje más elevado, se encontrarían los defensores del mercado y el libre comercio (25%).

En resumen, casi la mitad de las personas que han votado a Trump se consideran cristianas, portadoras de altos valores morales y creen que esto es lo que caracteriza o debe tener un buen americano. A pesar de ello, han votado a un candidato que ha sido condenado en firme por cometer 34 delitos, entre otros, falsificación de documentos o pagar a una actriz porno con la que tuvo relaciones sexuales estando casado para que guardase silencio. Un candidato que, para definir a su primera esposa, Marla Maples, no se le ocurrió otra cosa que decir: «Un diez en tetas y un cero en cerebro». De moral intachable.

Por otro lado, una quinta parte de los votantes de Trump son anti-élites, a pesar de que su principal apoyo ha sido el hombre más rico del mundo o que financiaba su campaña con cenas organizadas por millonarios en las que había que pagar hasta 250.000 dólares para poder asistir.

Sin embargo, los apoyos más surrealistas son los de ese 25% de sus votantes que se consideran defensores de la economía de libre mercado y del libre comercio. Digo que son los más surrealistas porque, en ese caso, no hay que incluir tan sólo a gente de la calle que pudiera pensarse que no esté bien informada. En ese grupo están -votando si viven en Estados Unidos o reconociendo a Trump como su líder- miles de economistas de prestigio mediático y personajes relevantes de todo el mundo que proclaman su fe liberal como si fuera una verdad científica.

Es ciertamente surrealista comprobar que los ultra-mega-hiper-liberales como Milei de todo el planeta se hayan encandilado con Trump. O, mejor que surrealista, una auténtica confesión de parte. Un verdadero autorretrato.

Quienes dicen defender las virtudes de la competencia, del mercado libre y el librecambismo en el comercio internacional votan y ensalzan como líder a quien ya ha demostrado ser, en sus anteriores cuatro años de mandato presidencial, un gobernante hiperintervencionista, destructor del libre comercio y firme partidario de utilizar la política fiscal, aunque para distribuir a favor de sus grupos de interés y saltándose a la torera cualquier principio que suponga promover la igualdad de oportunidades que garantiza el efectivo ejercicio de la libertad. El mismo que ahora vuelve a asegurar que subirá los aranceles para proteger a unos cuantos negocios (a costa de una inevitable subida de precios y de pérdida de ineficiencia general) en cuanto comience a gobernar.

Los ultraliberales que preconizan la disminución del Estado y la deuda pública han votado, apoyan y arropan como su líder, dentro y fuera de Estados Unidos, a quien ha sido el mayor fabricante de deuda pública de los últimos tiempos: durante su mandato de 2016 a 2020 aprobó 8,8 billones de dólares de nuevo endeudamiento bruto y redujo el déficit en 443.000 millones de dólares; a diferencia de lo ocurrido con Biden, quien aumentó la deuda en 2,6 millones menos (8,2 6,2 millones) y logró una reducción del déficit 4,2 veces mayor (1,9 billones).

El apoyo a un intervencionista como Trump, a quien utiliza sin descanso los resortes del Estado para beneficiar a unos pocos, por quienes se autoproclaman defensores acérrimos de la libertad, la competencia de mercado, el libre comercio y enemigos del Estado es la mejor prueba que pueda encontrarse del fraude intelectual, del cinismo y la miseria moral que esconde su ideología.

Detrás de Trump, Milei y de quienes defienden sus mismas ideas anti-Estado sólo hay una enorme y cada vez más patente falsedad. No buscan realmente lo que dicen, sino favorecer a la parte ya de por sí más favorecida de la sociedad. Los ingresos del 95% por ciento de la población se mantuvieron, en promedio, prácticamente constantes de 2016 a 2019, en el primer mandato de Trump, mientras que los del 5% más rico aumentaron un 17%. Esa es la realidad del «liberalismo» que pregonan. El editor de economía de Financial Times, Martin Wolf, la denomina «plutopopulismo», el populismo de los ricos; en realidad, de los muy, muy ricos, para quedarse con la riqueza de todos los demás.

Lo preocupante es que han acumulado mucho poder y que será muy costoso y complicado lograr que la gente salga del engaño y descubra la realidad.

lunes, 18 de marzo de 2024

La extrema derecha viene para quedarse

La extrema derecha avanza con gran organización y muy bien financiada mientras que enfrente no parece percibirse su peligro y apenas se la enfrenta con improvisación. 

El pasado noviembre,Trump prometió “extirpar de raíz… a los matones de la izquierda radical que viven como alimañas dentro de los confines de nuestro país”. Hace unos días, una candidata de su partido a superintendente de escuelas públicas en Carolina del Norte decía que los republicanos que siguen la Constitución.

 Entre nosotros, en España, Abascal acaba de decir, recordando los atentados del 11M, que hay españoles socios de Pedro Sánchez que los aplaudieron; y en Argentina, Milei reconoce que habla con sus perros ya muertos para elaborar sus políticas.

Cuando se leen declaraciones como estas se puede caer en la ingenuidad de creer que la extrema derecha que se extiende por el mundo es tan solo algo estrafalario, un momento de locura a iniciativa de un grupo de chalados y payasos, una exageración pasajera que se irá desvaneciendo poco a poco. Pero no es así.

Detrás de estos insultos a la razón, brutalidades y mentiras hay un proyecto de dominio en favor de grupos de interés muy poderosos, financiados por grandes capitales y con unas ideas muy claras sobre lo que necesitan y cómo lo pueden conseguir.

El impulso y apoyo a esa extrema derecha es una estrategia perfectamente planificada y organizada para ganarse a grandes masas de la población cada vez más maltratadas por las políticas neoliberales y evitar así que éstas se pongan en cuestión. Si alguien tiene dudas sobre esto que afirmo le recomiendo que visite la web donde se presenta y desarrolla el Proyecto de Transición Presidencial 2025 en Estados Unidos (aquí).

Este proyecto está organizado y financiado por la conservadora Fundación Heritage que ya hizo lo propio con Ronald Reagan y con Trump en 2016, aunque ahora ha ido más lejos y con mucha mayor concreción. 

Se basa en cuatro pilares, según se expone en dicha web: 

a) propuestas específicas para cada problema importante que enfrenta el país, basándose en la experiencia de todo el movimiento conservador; 

b) identificación, examen y selección de personas conservadoras de todos los ámbitos de la vida para servir en la próxima Administración republicana; 

c) capacitación adecuada para convertirlas en administradores conservadores eficaces; 

d) manual de las acciones que se tomarán en los primeros 180 días de la nueva Administración para “brindar un rápido alivio a los estadounidenses que sufren por las devastadoras políticas de la izquierda”.

En Estados Unidos van por delante, como es lógico, pero la cruzada contra las “alimañas” y “matones de la izquierda radical” no se limitará a aquel país. Trump acaba de bendecir a Viktor Orban: “No hay nadie mejor, más inteligente o mejor líder (…) Es fantástico”. Lo mismo ha hecho con otros dirigentes extremistas de diferente países en la reciente Conferencia de Acción Política Conservadora celebrada en Maryland (Estados Unidos); y el Fondo Monetario Internacional ya ha dado el visto bueno a las políticas de motosierra impuestas por Milei en Argentina.

¿Conocen ustedes iniciativas ciudadanas de las izquierdas, en su conjunto y bien coordinadas, para generar inteligencia social y elaborar un discurso y un modelo socioeconómico y político alternativo al que defiende la extrema derecha, para seleccionar a mujeres y hombres que puedan convertirse en futuros dirigentes progresistas, poner en marcha proyectos pedagógicos para capacitarlos, o crear medios, no uno o dos, sino un sistema alternativo de comunicación social que combata las mentiras y suministre información plural e independiente que permita a los individuos pensar críticamente y con su propia cabeza?

Esta es mi preocupación. No tanto lo mucho que se hace para expandir a la extrema derecha, como lo poco que se lleva a cabo para combatir las amenazas que supone y la simplificación con que generalmente se viene haciendo.

viernes, 26 de enero de 2024

Trump, Milei y la condena ideológica: amar al opresor, odiar al oprimido.

A veces las masas operan de formas extrañas, contrarias a sus propios intereses. Parte de la culpa la tiene la ideología, que moldea al individuo para abrazar su propia miseria echándole la culpa al contrario. El elefante en la habitación es real y está a la vista de todos, pero ¿cómo y por qué crecen estas convicciones?

En un reciente artículo de Paul Krugman, el economista se preguntaba cómo es posible que, a pesar de que la economía y la creación de empleo en EEUU han sorteado con holgura el precipicio de la recesión durante el 2023 (logrando amortiguar el impacto de la inflación sobre el consumo), haya arraigado en la mente de una mayoría de la población estadounidense la idea de que, según su autopercepción de la realidad, la economía va muy mal y, por lo tanto, que sientan que sus vidas continúan empeorando.

La respuesta inmediata que proporciona Krugman queda circunscrita a dos convicciones. La primera se centra en que los votantes republicanos y sus lobistas continúan cabreados por haber perdido las últimas elecciones y, con ello, que Trump dejase de ser su presidente. La segunda, se refiere al calado que ha tenido en las masas afines el mensaje trumpista de MAGA (Make America Great Again o “que América vuelva a ser grande”).

Tal y como sostiene en su conclusión, hay un misterio inmanente en este fenómeno que las encuestas sobre la confianza en la economía nunca van a ser capaces de desentrañar por sí mismas, y solo le queda la consolación de asociar esta deriva a que el Partido Republicano ya no es lo que era. En verdad, su diagnóstico se queda corto. El fascismo, en cambio, como dinámica histórica, lo tiene más claro y siempre irá por delante de las estadísticas.

Para un teórico de la economía, establecer conexiones racionales entre lo que sucede en la base material o productiva de una sociedad y el influjo que la ideología dominante (la superestructura) despliega en su modo de funcionamiento viene a ser terreno pantanoso. Cuando lo intenta, el resultado suele ser asimétrico y hasta incomprensible. Ciertamente, no es racional a la vista de los hechos que casi el 70% de los simpatizantes republicanos todavía crea que el resultado electoral de 2020 fue un fraude.

En consonancia, se ha constado durante décadas el sesgo partidista que prolifera en la mentalidad colectiva de un país en función del partido que gobierna, de modo que, en este ejemplo concreto, cuando los republicanos están en el poder, el sentimiento fuerte de sus votantes se encamina a percibir que inexorablemente la economía se comporta fabulosamente, aunque los datos objetivos demuestren lo contrario. Esta disonancia cognitiva también arraiga entre los demócratas, pero en este grupo la distorsión resulta más moderada en cuanto a que la fantasía de ver en un determinado momento un oasis donde solo hay un enorme desierto se reproduce con una considerable menor intensidad.

En España, como en otros países de nuestro entorno, tiene lugar el mismo contagio procedente de ese tipo de espejismo o imagen fantasmática proyectada sobre el espejo ideológico en el que la población queda determinada para reconocerse a sí misma (así es como se explicaría que los votantes del Partido Popular crean sin dudar en la propaganda de que sus representantes son extraordinarios gestores en detrimento, por lo general, de las habilidades de los del PSOE. Después, cuando la realidad desmiente la imperturbabilidad de tal asunción, optan por un rechazo categorial en vez de aceptar la perturbación de la creencia sedimentada). En resumen, podemos intuir que la recreación subyacente de quién creemos ser como integrantes de una sociedad no se puede explicar únicamente en términos sociológicos ni económicos. Hay que exfoliar la subjetividad que crea lo ideológico para distinguir los mecanismos por los que el discurso político logra transformar el carácter psíquico de las masas.

En efecto, la manera en que a la gente le va en la vida real (su capacidad de ingresos para valerse de alimentación, vivienda, sanidad, educación, ocio, transporte, etcétera), unida a los procesos de socialización basados en el respeto a la ley, los valores morales, la concepción y práctica de la sexualidad, la paternidad y resto de costumbres, impactan en el formalismo con el que se reprimen los instintos, formando el inconsciente, así como el conjunto de la estructura psicológica que condiciona la personalidad. Dicho de otro modo, el factor socioeconómico modifica lo caracterológico de las personas tanto como el factor ideológico. De hecho, el poder ideológico no estriba en su capacidad para dirigir la economía o reformar las instituciones, sino en alterar las estructuras psíquicas con las que las personas “funcionan” y consienten que se les imponga una visión especifica con la que comprender la realidad y aceptarla.

LO PSICOLÓGICO ES SOCIAL: ALTERAR EL ESTADO DE ÁNIMO

En el período de entreguerras, Freud estableció un principio de anclaje entre el materialismo y el proceso civilizatorio que opera a escala mental cuando reconoció que “la psicología individual es al mismo tiempo, y desde un principio, psicología social”. Por consiguiente, observó que había una relación directa entre la posible cura de un individuo y el hecho de que su origen estuviera localizado tanto en la estructura social que forma a las masas como en las familiares en la que se desenvuelve cada persona. Luego, o bien se corrige en el ambiente colectivo lo que produce la patología o bien ésta se hará resistente y no dejará en paz al sujeto, retornando una y otra vez para importunarle la existencia.

Es pertinente que aclare que no es mi intención prescribir que haya que aplicar el método psicoanalítico sobre todo tipo de fenómenos sociales contradictorios, incluidos los que tanto le sorprenden a Krugman, ni que dicho método sea una herramienta infalible para desocultar los motivos indecibles, vergonzantes o maliciosos de las personas para hacer o dejar de hacer, sino que hay que aprovechar los descubrimientos del psicoanálisis y algunos de sus conceptos para que aporten luz sobre aquello que no termina de encajar, es decir, sobre lo que para las ópticas sociológica y económica resultan ser conductas extrañas que necesariamente tienen su origen en fuentes irracionales.

Para entenderlo con precisión, imaginemos que un colectivo se rebela contra una autoridad. Esta decisión podría ser racional y materialmente explicable por el hecho de que estuvieran soportando una situación de obediencia ciega por la que tendrían que reproducir una conducta sumisa que les estuviera condenando a vivir explotados, por lo que el previsible autoritarismo que estaría gobernando sus vidas habría llegado a un punto en el que se habría vuelto insoportable para su propia dignidad e intereses. En un escenario como este, el levantamiento nos parecería que es justamente lo que tenía que ocurrir, con independencia de nuestras simpatías o animadversiones a apriorísticas con ese hipotético colectivo.

Sin embargo, ¿qué sucede cuando ciertos colectivos oprimidos no solo es que prescindan de cualquier acción para cambiar una situación similar que les empobrece, sino que, paradójicamente, la apoyan como algo necesario o natural? Entonces sí que resulta forzosa la indagación psicológica para abordar la totalidad de las causas que propician que hayan cedido. Sería una situación en la que la ideología estaría operando sobre la respuesta emocional de cada persona y su comportamiento dentro de una masa.

Un enunciado con el que trabaja el poder ideológico hegemónico consiste en convencernos de que los sujetos que se rebelan contra lo establecido por la ley, fundamentalmente lo hacen por su incapacidad para saber adaptase, de manera que sufren de una regresión a un estadio infantil. Si llevamos este marco a la educación política de las masas, resultaría que la no-adaptación supone que determinadas personas no terminan de aceptar que, para ciertos, contextos deben adoptar una actitud que, en la práctica, les perjudica o legitima efectos destructivos en lo social.

El trasfondo de aquello a lo que aspira lo ideológico es crear obstáculos para que no se produzca el desarrollo normal de los procesos sociológicos. Es decir, un desarrollo sociológico típico o normal sería que las personas de clase trabajadora se asocien entre sí y apuesten por políticas económicas y sociales que les supongan ganancias objetivas (la misma coherencia se debería dar entre emprendedores o propietarios de empresas). Cuando esta dinámica es obstruida y las partes toman decisiones antagónicas, el abordaje tiene que ser otro.

Wilhelm Reich, discípulo de Freud (aunque posteriormente repudiado por su maestro debido a la radicalidad de sus posiciones), fue pionero en tratar de esclarecer los diversos eslabones que conectan la pertenencia de las masas a una determinada clase social, con sus respuestas típicamente irracionales y contrarias a lo que cabría esperar por su indexación socioeconómica. En una de sus célebres comparaciones, consideraba que una mujer trabajadora católica y afiliada al partido nazi versus una mujer trabajadora atea y comunista se diferenciaban psicológicamente en que la primera, como representante de un arquetipo sociológico, habría desarrollado una dependencia autoritaria respecto a sus padres durante su niñez y juventud, y que dicha subordinación habría continuado reproduciéndose durante su matrimonio, cediendo a que su subjetividad fuera articulada por el orden patriarcal que, por defecto, reprime sus deseos sexuales, produciendo en ella una aversión o resentimiento hacia los planteamientos del feminismo comunista alemán de la época y el proyecto de autodeterminación y emancipación de la mujer que se manejaba. Reich explicaba que este etalonaje del carácter modelado ideológicamente por la tradición burguesa y la influencia religiosa desembocaba en una incapacitación del sujeto para cultivar el pensamiento crítico, en el sentido de negarse a cualquier tipo de revisión de sus creencias trasmitidas por el Superyó y no abrirse a otro tipo de influencias, es decir, desvalorizar por norma el discurso del Otro. Cualquier esfuerzo persuasivo basado en argumentos racionales sobre este tipo de persona, a su juicio, resultaría un despilfarro propio de un ingenuo.

En suma, el punto de capitón con el que Reich justifica la urgencia de analizar este tipo de realidades sociales aparentemente incompresibles pasaría por evitar la crítica vulgar de limitarse a calificar que determinado tipo de estrato social ha sido víctima de un ofuscamiento pasional o de un atontamiento cognitivo, para, en cambio, advertir que se ha producido antes una alteración psíquica profunda que, irremediablemente, afecta a la sexualidad como proceso social. En cualquier caso, la anterior comparación de los arquetipos de una nazi y una comunista del siglo XX necesitaría hoy en día de una calibración ad hoc para, por ejemplo, clasificar los diferentes tipos de carácter que están asimilando las ideologías feministas circulantes y divergentes entre sí, e identificar cómo tramitan su ligazón particular (sea de afecto o de rechazo) con la diversidad de identidades sexuales que se han visibilizado en la modernidad, especialmente con la transexualidad.

El impacto de la ideología puede hacer mella en cualquier tipo de personalidad, pero, a tenor de las diferentes experiencias analíticas de Reich, Freud, Ferenczi y Adler, posee más posibilidades de generar neurosis cuando aterriza sobre aquellos que son tendentes al masoquismo y, por extensión, al sadismo. Hay que señalar de modo sucinto que el masoquista no es alguien que sienta placer con las cosas que a una persona normal le generan displacer (asco, miedo, dolor, etcétera), sino que tiene una predisposición a no soportar el placer, sustituyéndolo por acciones, estímulos, pensamientos o decisiones (síntomas) que le generan sufrimiento, privación, angustia, sentimiento de inferioridad, pesimismo, envidia, odio, impotencia y otras emociones negativas similares. Esta fase continúa aleatoriamente con la sádica, es decir, con el resentimiento y la ira, torturando a otros como medida para sofocar su propia frustración por no poder gozar si este goce no se acompaña de dolor (mordiendo, rasgando, fracturando, e hiriendo tanto el cuerpo del Otro como el de uno mismo).

Por supuesto, el resultado de la venganza es la culpa que se instrumentaliza en todas las direcciones posibles, incluida la inconsciente, para suministrar la repetición del síntoma a través de la victimización. En este circuito, la respuesta del lenguaje del sujeto afectado es algo parecido a: “No valgo nada, pero merezco que me quieras”; “Castígame cuanto desees si con ello te hago feliz”; “La culpa de que sea como soy es solo tuya”. Digamos que la condena que recibe, aunque siendo inmerecida, le estaría suministrando la única posibilidad de alcanzar la relajación o, dicho con otras palabras, el dogmatismo de no permitirse ninguna oportunidad para dudar de la idea de que el migrante es siempre una amenaza para los suyos, que la homosexualidad es una psicosis perjudicial y que padecerla es una vergüenza, que el patriarcado es independiente de la naturaleza autoritaria, que la mujer, el negro, el judío y el musulmán son seres biológicamente inferiores y sospechosos de incurrir en actos inmorales, o que el socialismo científico supone automáticamente el colapso de la economía y la democracia, son derivados inmediatos de un impacto ideológico sobre la psique, y mantener a salvo la veracidad de estas creencias irracionales pasa a formar parte del equilibrio libidinal del sujeto.

FASCISMO UNIVERSAL: EL DISCURSO DE MAGA

Para el fascismo, el paciente ideal al que convertir es aquel que sufre de una intensa frustración por haber cedido a la represión que las estructuras sociales y económicas le han impuesto. Por eso, el fascismo irrumpe fácilmente en aquella persona que tiene miedo a “explotar” (a un orgasmo sin inhibiciones), esto es, atrae al que alberga miedo a la auténtica libertad (lo que viene a ser el mayor temor del neurótico sadomasoquista).

El fascismo no podemos reducirlo a la existencia de un partido político, sino que se trata de la expresión de lo irracional de los hombres cuando responden como una masa o colectivo a los problemas de la vida, componiendo una actitud absurda y anticientífica con respecto al conocimiento de lo que es el hombre, el amor y el trabajo. Consecuentemente, es una totalidad discursiva que pretende trastocar a lo cultural económico, lo cultural social y lo cultural que afecta a lo sexual. ¿Qué vende? Suministra, como solución imaginara para cubrir las ansias de una autoridad fuerte, la reverencia a una personalidad con el poder de darlo todo y suprimirlo todo. El fascismo administra el deseo de ceder a un caudillaje para que sea la voluntad de un padre agresivo y omnipotente (con la reminiscencia de poseer el poder de castración) quien aporte su propósito vital individual como si este debiera ser el destino para toda la humanidad.

En el aclamado filme La cinta blanca (2009) de Michael Haneke, reconocemos algunos de los indicios que siempre deberían llamar nuestra atención sobre la presencia latente de estas dinámicas en la cultura que nos rodea. En la película se realiza una valiosa indagación sobre cómo la familia autoritaria y la represión sexual desencadenaban conductas psicóticas y actos sádicos que silenciosamente iban acomodando la emergencia del nuevo estado autoritario que estaba a punto de despuntar en Alemania justo en los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial.

De forma similar, el fascismo histórico que ha penetrado en las bases republicanas de la América profunda en nuestros días (con la proliferación de las instituciones de filiación religiosa que desintoxican a jóvenes de sus deseos homosexuales, a la vez que cada año se refuerza la legislación anti-LGBTQ en estados como Montana, Florida, Arkansas y Tennessee) refleja este mismo tipo de enraizamiento captado por Haneke: un cúmulo de inhibiciones y angustias que afectan a la identidad sexual y que se conectan tanto con el carácter como con la ideología.

A la vista de lo expuesto hasta aquí, podemos suponer que, en línea con las conclusiones de Reich, los sujetos, hombres o mujeres, que viven en un estado material precario, si resulta que la ideología les ha modificado su conduta sexual (lo que incluye los impulsos artísticos), esa modificación podría dar lugar al habitus de que fueran en contra de sus propios intereses materiales. Lo explico con más detalle: cuando la represión afecta solo a lo material, la sublevación política de las personas será más factible de que suceda. Pero cuando la represión provoca que los impulsos y deseos queden ocultos o se hagan inconscientes, y hace que simultáneamente se prodiguen ataduras con una compresión vulgar, por ejemplo, de un tipo de mentalidad religiosa o de una ética del trabajo disciplinada hasta el extremo o dictatorial, buscando inhibir lo sexual y perpetuar el patriarcado. Todo ello moviliza una coraza infranqueable para que pueda estallar cualquier forma de movilización emancipadora en las masas a pesar de su precariedad existencial. De ahí que las libertades en el ámbito de lo social (cambio de sexo, derecho al aborto, el divorcio, el matrimonio entre personas LGBT, la igualdad de género) sean fenómenos que socavan las fuerzas del fascismo en cualquier sociedad.

Los resultados de una encuesta recién publicada en este inicio de 2024, dirigida por investigadores de un centro de estudios para la prevención de la violencia de la Universidad de California en San Diego, arrojan que, dentro de los votantes republicanos, los que se identifican con el discurso MAGA (escorado hacia la xenofobia, la homofobia, el control de las libertades individuales a través del sistema educativo, la defensa del uso de armas, el belicismo exterior, elevar muros frente a los migrantes, negar el cambio climático, bajar los impuestos y todo tipo de ayudas a minorías, prescindir de servicios públicos y de políticas de igualdad de género y racial, etcétera) están más de acuerdo en considerar que en EEUU la democracia se encuentra en peligro, que tener un líder fuerte como presidente es todavía más importante que preservar las libertades democráticas, y que sería muy conveniente patrullar con ciudadanos armados los colegios electorales en las próximas elecciones presidenciales para garantizar que no se manipulen los resultados. Estos “relatos” sociólogos nos indican que el elefante en la habitación es real y que está a la vista de todos, pero volvemos al punto de inicio: cómo y por qué crecen estas convicciones.

En Psicología de las masas y análisis del yo (1921), Freud explicaba que, en el fenómeno del populismo, el dominador se presenta con la apariencia de libertador, es decir, como un opositor al sistema. La masa descontenta se identifica con él, pero será únicamente él quien obtenga la tan anhelada satisfacción. El resto, sus seguidores, solo encontraran vacío llegado el momento. Solo así se explican los casos de Milei y Trump. La extrañeza irracional nos sacude por el hecho de que el individuo que se une a la masa, véase los MAGA, jamás accede a un poder colectivo efectivo como para transformar su situación personal, salvo que se convierta en un vicario del poder del caudillo.

¿Qué le podría sugerir Freud a Krugman para buscar alguna solución al dilema estadounidense? Quizá que cada uno de los votantes republicanos ya no son niños, y que, por ello, dado que no existen tan solo dentro de una estructura familiar, sino que forman parte de una intricada red de producción, es necesario transformar lo uno y lo otro. La solución para salvar la democracia no puede limitarse a que la economía vaya bien, porque, además, el sistema prevé que nunca lo hará para todos por igual, y su lógica de funcionamiento continuará sirviendo como conductor de relaciones de dependía hacia una autoridad superior. El enigma de la autoridad en el terreno de la sexualidad, la ciencia y la política continúa siendo el campo de batalla en el que se decide tanto el presente como el porvenir, aunque este último sea una ilusión.