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martes, 24 de octubre de 2023

OPINIÓN. Desigualdad y democracia. JOSEPH E. STIGLITZ

Para mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía hay que dejar atrás el capitalismo neoliberal

Estos últimos años hubo mucha preocupación por la retirada de la democracia y el ascenso del autoritarismo, y con buenas razones. Del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, a los expresidentes de Brasil Jair Bolsonaro y de Estados Unidos Donald Trump, tenemos una lista cada vez más larga de autoritarios y aspirantes a autócratas que canalizan una forma curiosa de populismo de derecha: mientras prometen proteger a la ciudadanía ordinaria y preservar viejos valores nacionales, aplican políticas que protegen a los poderosos y echan a la basura viejas normas. Y nos dejan a los demás tratando de explicar en qué radica su atractivo.

Explicaciones hay muchas, pero una que se destaca es el aumento de la desigualdad, un problema derivado del capitalismo neoliberal moderno, al que también se le pueden hallar muchos vínculos con la erosión de la democracia. La desigualdad económica tiene como resultado inevitable la desigualdad política, aunque con diversos grados según el país. En uno como Estados Unidos, donde las donaciones a partidos en las elecciones no están sujetas a casi ningún control, el principio de “una persona, un voto” se ha transformado en “un dólar, un voto”.

Esta desigualdad política se retroalimenta, y eso produce medidas de gobierno que afianzan todavía más la desigualdad económica. Políticas tributarias que favorecen a los ricos, un sistema educativo que beneficia a los ya privilegiados y una regulación de defensa de la competencia mal diseñada y mal fiscalizada que tiende a dar a las corporaciones vía libre para acumular poder de mercado y explotarlo. Además, como los medios están dominados por empresas privadas, propiedad de plutócratas como Rupert Murdoch, el discurso dominante refuerza en general las mismas tendencias. Hace mucho que a los consumidores de noticias se les dice que cobrar impuestos a los ricos daña el crecimiento económico, que los impuestos a la herencia son gravámenes a la muerte, etcétera.

En tiempos más recientes, a los medios tradicionales controlados por los superricos se les han sumado empresas de redes sociales controladas por los superricos; la única diferencia es que las segundas tienen incluso más libertad para difundir desinformación. Gracias a la Sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996, las empresas con sede en Estados Unidos no tienen responsabilidad por lo que publiquen terceros en sus plataformas, ni por la mayoría de los otros daños sociales que causan (por ejemplo, a las adolescentes).

En este contexto de capitalismo sin rendición de cuentas, a nadie debería sorprender que tanta gente recele de la creciente concentración de riqueza o crea que el sistema está arreglado. La difundida sensación de que la democracia ha generado resultados injustos debilitó la confianza en ella, y llevó a algunos a concluir que sistemas alternativos podrían ser más eficaces.

Este debate no es nuevo. Hace 75 años, muchos se preguntaban si las democracias podían crecer tan rápido como los regímenes autoritarios. Ahora muchos se preguntan cuál de los sistemas produce más justicia. Pero este debate se desarrolla en un mundo en el que los muy ricos tienen herramientas para moldear el pensamiento tanto en sus propios países como en el exterior, a veces con mentiras lisas y llanas (“¡Nos robaron la elección!”, “¡Las máquinas de votación estaban amañadas!”; una falsedad que le costó a Fox News 787 millones de dólares).

Uno de los resultados ha sido una polarización cada vez más profunda, que obstaculiza el funcionamiento de la democracia, especialmente en países como Estados Unidos con sistemas de escrutinio uninominal por mayoría simple (donde “el ganador se lleva todo”). Cuando Trump fue elegido presidente en 2016 con una minoría del voto popular, la política estadounidense, que en otros tiempos alentaba a resolver los problemas con la búsqueda de acuerdos, ya se había convertido en una competencia desvergonzada por el poder, un torneo de lucha libre donde al menos uno de los lados parece creer que no tiene que haber reglas.

En un contexto de polarización tan excesiva, puede parecer que hay demasiado en juego como para hacer concesiones. En vez de buscar puntos de acuerdo, quienes tengan el poder usarán todos los medios a su disposición para conservarlo (como han hecho abiertamente los republicanos mediante la manipulación del trazado de distritos electorales y medidas para suprimir la participación de votantes).

Las democracias funcionan mejor cuando lo que está en juego no parece ni demasiado ni demasiado poco (en el segundo caso, la gente no sentirá mucha necesidad de participar en el proceso democrático). Hay opciones de diseño que las democracias pueden hacer para mejorar las chances de encontrar este feliz término medio. Los sistemas parlamentarios, por ejemplo, alientan la formación de coaliciones y suelen dar el poder al centro en vez de a los extremos. Otras soluciones que han demostrado ser útiles son el voto obligatorio y por orden de preferencia, lo mismo que la existencia de un funcionariado de carrera dedicado y protegido.

Estados Unidos suele presentarse como un faro de la democracia. Aunque siempre hubo hipocresía (desde la benevolencia de Ronald Reagan hacia Augusto Pinochet hasta el hecho de que Joe Biden no se haya distanciado de Arabia Saudí ni denunciado el fanatismo antimusulmán del Gobierno del primer ministro indio, Narendra Modi), al menos Estados Unidos encarnaba un conjunto compartido de valores políticos.

Pero ahora, la desigualdad económica y política se ha vuelto tan extrema que muchos rechazan la democracia. Es terreno fértil para el autoritarismo, sobre todo la clase de populismo de derecha que representan Trump, Bolsonaro y el resto. Pero ya está claro que estos dirigentes no tienen ninguna de las respuestas que buscan los votantes descontentos. Por el contrario, las políticas que aplican cuando se les da el poder sólo empeoran las cosas.

En vez de buscar alternativas en otra parte, tenemos que reflexionar sobre nuestro propio sistema. Con las reformas adecuadas, las democracias pueden volverse más inclusivas, más responsables ante la ciudadanía y menos responsables ante las corporaciones y los ricos que hoy controlan la billetera mundial. Pero para salvar la política también se necesitan reformas económicas igual de drásticas. El único modo de empezar a mejorar con justicia el bienestar de toda la ciudadanía (y desinflar la ola populista) es dejar atrás el capitalismo neoliberal y cumplir mejor la promesa de prosperidad compartida de la que tanto hablamos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido en la Universidad de Columbia y copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.

lunes, 6 de julio de 2020

_- La desigualdad y los niños de EE UU. De todo el daño que puede hacer la pobreza, el que causa a los menores es el que más nos debe preocupar.

_- JOSEPH E. STIGLITZ
28 DIC 2014

Hace ya mucho tiempo se reconoce que los niños conforman un grupo especial. Ellos no eligen a sus padres, y mucho menos las condiciones generales en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse o cuidar de sí mismos. Es por ello que la Sociedad de Naciones aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño en 1924, y la razón por la que la comunidad internacional adoptó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña en 1989.

Lamentablemente, Estados Unidos no está cumpliendo con sus obligaciones. De hecho, ni siquiera ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña. EE UU, con su altamente valorada imagen de tierra de oportunidades, debería ser un ejemplo a seguir en cuanto al tratamiento justo e ilustrado de los niños. En cambio, emana la luz del fracaso —un fracaso que contribuye al aletargamiento global de los derechos del niño en el ámbito internacional.

Si bien puede que una infancia estadounidense promedio no sea la peor del mundo, la disparidad entre la riqueza del país y la condición en la que sus niños se encuentran no tiene parangón. Cerca de 14,5% de la población estadounidense en general es pobre, pero el 19,9% de los infantes —es decir, unos 15 millones de niños— viven en condiciones de pobreza. Entre los países desarrollados, únicamente Rumanía tiene un nivel de pobreza superior. La tasa de EE UU es dos tercios más alta que la del Reino Unido, y hasta cuatro veces la tasa de los países nórdicos. Para algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38% de los niños negros, y del 30% de los hispanos, son pobres.

Nada de esto ocurre porque los estadounidenses no se preocupan por sus hijos. Esto ocurre porque Estados Unidos durante las últimas décadas ha adoptado un programa de políticas que ha causado que su economía se torne en salvajemente desigual, dejando a los segmentos más vulnerables de la sociedad cada vez más y más atrás. La creciente concentración de la riqueza —y una reducción significativa de los impuestos sobre dicha riqueza— se tradujo en que se tiene menos dinero para gastar en inversiones destinadas al bien público, como por ejemplo en educación y protección para los niños.

Las dificultades en las primeras etapas de la vida están estrechamente ligadas con la desigualdad de oportunidades

Como resultado, la situación de los niños en Estados Unidos empeora. Su destino es un doloroso ejemplo de la forma como la desigualdad no solamente socava el crecimiento económico y la estabilidad —tal como al fin lo reconocen economistas y organizaciones, como el Fondo Monetario Internacional— sino que también viola nuestras más preciadas nociones sobre cómo debería ser una sociedad justa.

La desigualdad de ingresos se correlaciona con inequidades en los ámbitos de salud, acceso a la educación, y exposición a riesgos ambientales; todas estas desigualdades agobian más a los niños en comparación con el resto de segmentos de la población. De hecho, se diagnostica con asma casi a uno de cada cinco niños estadounidenses pobres; esta es una tasa superior en un 60% a la de los niños que no son pobres. Los problemas de aprendizaje son casi dos veces más frecuentes entre los niños de las familias que ganan menos de 35.000 dólares al año en comparación a lo que ocurre en los hogares que ganan más de 100.000. Y hay quien en el Congreso de Estados Unidos quiere eliminar los cupones de alimentos —pese a que 23 millones de hogares estadounidenses dependen de ellos— amenazando así con llevar al hambre a los niños más pobres.

Dichas desigualdades en resultados están estrechamente ligadas a desigualdades en oportunidades. Inevitablemente, en los países en los que los niños tienen una alimentación inadecuada, un acceso insuficiente a los servicios de salud y educación, y una mayor exposición a los riesgos ambientales, los hijos de los pobres tendrán perspectivas de vida muy distintas que los hijos de quienes son ricos. Y, en parte debido a que las perspectivas de la vida de un niño estadounidense dependen más de los ingresos y educación de sus padres en comparación con lo que ocurre en otros países avanzados, EE UU tiene la menor igualdad de oportunidades entre todos los países avanzados. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses de más alta categoría sólo aproximadamente un 9% de los estudiantes proviene de la población con ingresos que se ubican en la mitad inferior de la distribución de ingresos, mientras que el 74% provienen de la población con ingresos ubicados en el cuarto superior.

La mayoría de las sociedades reconocen la obligación moral de ayudar a garantizar que los jóvenes puedan alcanzar su potencial. Algunos países incluso imponen un mandato constitucional de la igualdad de oportunidades educativas.

Sin embargo, en Estados Unidos se gasta más en la educación de los estudiantes ricos que en la educación de los pobres. Como resultado, el país está perdiendo algunos de sus activos más valiosos, y algunos jóvenes —al verse desprovistos de habilidades— se dedican a actividades disfuncionales. Hay Estados, como por ejemplo California, que gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más.

Estados como California gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más

Si no se toman medidas compensatorias —incluyendo una educación preescolar que idealmente comience a una edad muy temprana— la desigualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales durante toda la vida en el momento que los niños llegan a la edad de cinco años. Esto debería incentivar a que se realicen acciones para implementar políticas.

En los hechos, si bien los efectos nocivos de la desigualdad son de amplio alcance, e imponen costos enormes a nuestras economías y sociedades, son también evitables en su gran mayoría. Los extremos de desigualdad observados en algunos países no son el resultado inexorable de las fuerzas económicas y de las leyes. Las políticas adecuadas —como tener redes de protección social más fuertes, aplicación de impuestos progresivos, y una mejor regulación (especialmente del sector financiero), por nombrar sólo unas pocas políticas— pueden revertir estas tendencias devastadoras.

Con el propósito de generar la voluntad política que tales reformas requieren, debemos confrontar la inercia y falta de acción de los formuladores de políticas mostrando los sombríos datos fácticos relativos a la desigualdad y sus efectos devastadores en nuestros niños. Podemos reducir las privaciones que se sufren durante la infancia y podemos aumentar la igualdad de oportunidades, con lo que sentaríamos las bases para un futuro más justo y próspero —un futuro que refleje los valores que nosotros mismos profesamos—. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Del total del daño que inflige la desigualdad en nuestras economías, sociedades y ámbitos políticos, el daño que causa a los niños debería ser el más preocupante. Cualquiera que sea la responsabilidad que pudiesen tener los adultos pobres por su destino en la vida —puede ser que no trabajaron lo suficientemente fuerte, no ahorraron lo necesario o no tomaron buenas decisiones— las circunstancias particulares de los niños recaen bajo su responsabilidad, sin que ellos tengan ningún tipo de opción al respecto. Los niños, más que cualquier otra persona, necesitan recibir la protección que les brindan sus derechos, y EE UU debería proveer al mundo con un brillante ejemplo de lo que esto significa.

Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.

https://elpais.com/economia/2014/12/26/actualidad/1419590452_449014.html

lunes, 18 de noviembre de 2019

El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia

¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?

JOSEPH E. STIGLITZ 17 NOV 2019 - 00:16 CET

Al final de la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica...

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute.

https://elpais.com/economia/2019/11/13/actualidad/1573640730_606639.html?prod=REGCRART&o=cerrado#&event_log=fa&event_log=fa

miércoles, 15 de mayo de 2019

_- El legado más preocupante de Trump

_- Cuando se vaya deberíamos reflexionar sobre cómo alguien tan perturbado pudo llegar a ser presidente de EE UU

La renuncia forzada de Kirstjen Nielsen como secretaria de Seguridad Nacional de los Estados Unidos no es un motivo para celebrar. Es verdad que pilotó la separación forzosa de las familias de inmigrantes en la frontera estadounidense (que se hizo famosa por las imágenes del encierro de niños pequeños en jaulas). Pero es improbable que la partida de Nielsen traiga consigo alguna mejora, ya que el presidente Donald Trump quiere reemplazarla por alguien que ejecute sus políticas xenófobas de forma todavía más despiadada [Kevin McAleenan es ahora el secretario interino].

La política migratoria de Trump es espantosa en casi todos sus aspectos, pero es posible que no sea lo peor de su Gobierno. De hecho, identificar qué es lo peor se ha convertido en un juego de salón muy popular en Estados Unidos. Sí, llamó a los inmigrantes criminales, violadores y animales. Pero ¿qué decir de su profunda misoginia, su vulgaridad y crueldad sin límites? ¿O de que haga la vista gorda con los supremacistas blancos? ¿O de su retirada del acuerdo climático de París, del acuerdo nuclear con Irán y del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio? Y sin olvidar su guerra contra el medioambiente, la salud y el sistema internacional basado en reglas. Este juego morboso es interminable, porque casi todos los días aparece un nuevo contendiente por el título. Trump es una personalidad conflictiva, y cuando se vaya deberíamos reflexionar sobre cómo alguien tan perturbado y moralmente deficiente pudo llegar a ser elegido presidente del país más poderoso del mundo.

Pero lo que más me preocupa es el daño que ha hecho Trump a las instituciones necesarias para el funcionamiento de la sociedad. La agenda trumpista de “hacer grande a Estados Unidos otra vez” no se refiere, claro está, a restaurar el liderazgo moral del país; más bien encarna y celebra el egoísmo y la egolatría desenfrenados. Es una agenda económica, lo cual nos obliga a preguntarnos: ¿cuál es la base de la riqueza estadounidense?

Adam Smith intentó dar una respuesta en su clásico de 1776 La riqueza de las naciones. Allí señaló que los niveles de vida habían estado estancados por siglos, hasta que hacia fines del siglo XVIII comenzó a darse un enorme aumento de los ingresos. ¿A qué se debió?

Smith fue una de las mentes más brillantes del gran movimiento intelectual conocido como la Ilustración Escocesa. El cuestionamiento de la autoridad establecida que siguió a la Reforma en Europa obligó a la sociedad a preguntarse: ¿Cómo podemos conocer la verdad? ¿Cómo podemos saber acerca del mundo que nos rodea? ¿Y cómo debemos organizar la sociedad?

De la búsqueda de respuestas a estas preguntas surgió una nueva epistemología, basada en el empirismo y en el escepticismo de la ciencia, que se impusieron a las fuerzas de la religión, la tradición y la superstición. Con el tiempo, se fundaron universidades y otras instituciones de investigación para ayudarnos a juzgar la verdad y descubrir la naturaleza de nuestro mundo. Mucho de lo que hoy damos por sentado (desde la electricidad, los transistores y las computadoras hasta el láser, la medicina moderna y los teléfonos inteligentes) es el resultado de esta nueva disposición, sostenida por la investigación científica básica (financiada en su mayor parte por el Estado).

A falta de una autoridad monárquica o eclesiástica que dictara el modo óptimo, o el mejor posible, de organizar la sociedad, la sociedad tenía que decidirlo por su cuenta. Pero idear instituciones que aseguraran el bienestar de la sociedad era más difícil que descubrir las verdades de la naturaleza: en general, en este tema no se podían hacer experimentos controlados.

Sin embargo, un estudio de la experiencia pasada podía ser ilustrativo. Había que basarse en el razonamiento y en el discurso, reconociendo que ninguna persona tenía un monopolio de nuestra comprensión de la organización social. De este proceso surgió la convicción de que es más probable que instituciones de gobernanza basadas en el Estado de Derecho y en un sistema de controles y contrapesos, —y sostenidas por valores como la libertad individual y la justicia universal—, produzcan decisiones acertadas y justas. Estas instituciones no serán perfectas, pero se las diseñó para hacer más probable la detección y posterior corrección de sus defectos.

Pero ese proceso de experimentación, aprendizaje y adaptación demanda un compromiso con la determinación de la verdad. Los estadounidenses deben gran parte de su éxito económico a un variado conjunto de instituciones dedicadas a decir, descubrir y verificar la verdad, en las que son centrales la libertad de expresión y los medios independientes. Los periodistas son tan falibles como cualquiera; pero como parte de un sólido sistema de controles y contrapesos sobre quienes ocupan posiciones de poder, han sido tradicionalmente proveedores de un bien público esencial.

Desde los tiempos de Smith, está comprobado que la riqueza de una nación depende de la creatividad y productividad de su gente, que sólo es posible promover adoptando el espíritu de la indagación científica y la innovación tecnológica. Y eso depende de mejoras continuas de la organización social, política y económica, descubiertas a través del discurso público razonado.

El ataque que Trump y su Gobierno han emprendido contra cada uno de los pilares de la sociedad estadounidense (y su especialmente agresiva demonización de las instituciones del país dedicadas a la búsqueda de la verdad) pone en riesgo la continuidad de la prosperidad de los Estados Unidos y su capacidad misma de funcionar como una democracia. A esto se suma la aparente falta de control a los intentos de los gigantes corporativos de manejar las instituciones (tribunales, legislaturas, organismos regulatorios y grandes medios de comunicación) que supuestamente deben evitar la explotación de trabajadores y consumidores. Está surgiendo ante nuestros ojos una distopía que antes sólo imaginaron los escritores de ciencia ficción. Da escalofríos pensar quién es el “ganador” en este mundo, y en quién o en qué puede convertirse por el mero intento de sobrevivir.

Joseph E. Stiglitz es profesor distinguido de la Universidad de Columbia y ganador del Premio Nobel 2001 en Ciencias Económicas.

https://elpais.com/economia/2019/05/09/actualidad/1557398630_398012.html