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viernes, 3 de noviembre de 2023

_- La huella del maltrato infantil: “Mi padre me decía que no servía para nada”.

_- Miles de niños padecen abusos constantes que cada vez son más visibles, aunque es un fenómeno difícil de cuantificar. 

 Alejandro —nombre ficticio— sufrió todos los días los insultos, gritos y palabras hirientes de su padre. Durante casi 18 años, tuvo que oír, una y otra vez, la misma frase, que se ha quedado grabada en su memoria: “No sirves para nada”. A sus 27 años, Alejandro reconoce que aunque “el maltrato lo tiene más cicatrizado”, hay días en los que confiar en sí mismo se le hace cuesta arriba: “Me ha afectado en mi autoestima y en la confianza en mí mismo”. La violencia que vivió toda su infancia y adolescencia no es un hecho aislado, sino que representa la realidad de miles de niños, niñas y adolescentes, aunque es un fenómeno difícil de cuantificar.

“Cuando hablamos de maltrato, se tiende a pensar en los golpes, en situaciones extremas. Pero hay un tipo de maltrato, el emocional, que tiene que ver con situaciones mucho más sutiles. Y, a veces, ni siquiera con insultos, sino con invalidar al niño, con no hacerse cargo de sus emociones, con limitar su autonomía o aislarlo”, explica la psicóloga clínica María Marín. Muchos de estos comportamientos están normalizados en las familias.

Cristina Sanjuán, especialista en protección a la infancia de Save The Children, confirma que una de las características del maltrato infantil es que se legitima y normaliza la violencia como forma de corrección y disciplina. “Se percibe a los niños y niñas como propiedad de sus padres y no se hace un enfoque de la infancia como sujeto de derechos”, dice Sanjuán.

El maltrato infantil en España es una lacra cuya extensión resulta difícil de calibrar. Una de las formas de abordarlo es a través de las denuncias: según los últimos datos del Ministerio del Interior, en 2021 se registraron 55.000 denuncias por comportamientos presuntamente delictivos que tenían como víctima a niños y adolescentes. Un año antes, coincidiendo con el periodo de confinamientos más estrictos de la pandemia, la cifra alcanzaba las 35.778 denuncias. El Ministerio de Derechos Sociales cuenta, por su parte, con el Registro Unificado de Maltrato Infantil (RUMI), en el que se incluyen los avisos realizados por profesores o familiares advirtiendo de la posibilidad de que un niño esté siendo maltratado. En 2021 dicho registro recogió 21.521 notificaciones; un año antes, fueron 15.688, y en 2019, 15.365.

¿Están aumentando las agresiones o existe menos tolerancia social ante este tipo de violencia? “Sospechamos que se están sacando a la luz más casos que antes estaban ocultos”, afirma la directora general de derechos de la infancia y de la adolescencia del Ministerio de Asuntos Sociales, Lucía Losoviz. Por su parte, el director de la Plataforma de la Infancia —una alianza de ONG del sector—, Ricardo Ibarra, admite que es imposible saber si la evolución responde a que existe una mayor sensibilización o si es están aumentando los delitos.

Lo más doloroso es que los menores que son víctimas de violencia la viven a menudo a diario. Alejandro recuerda, con un “nudo en la garganta”, los insultos que recibía de su padre por no encajar en el estereotipo de chico bueno en deportes. “Mi padre buscaba un chico ‘normal’, al que le gustara el fútbol, el baloncesto… y yo era muy torpe. Me insultaba y me decía inútil y que no valía para nada”. Otras veces, su padre se enfadaba y le gritaba o le daba una colleja. “Desde siempre, desde muy pequeño, fui maltratado por mi padre. Mi hogar no era un espacio seguro”, relata. Para Alejandro, estar en casa era una verdadera pesadilla: “Llegaba y no recibía ningún beso, ninguna caricia. Me encerraba en mi cuarto y lloraba solo, sin que nadie me escuchara. Si mi padre me veía llorar, me decía que era un maricón”.

Como Alejandro, la violencia contra la infancia forma parte de la cotidianidad de muchos niños, niñas y adolescentes. El director técnico y portavoz de la Fundación ANAR, Benjamín Ballesteros, dice que de los casi 5.500 casos de maltrato reportados en su teléfono de ayuda, en más de la mitad (55%) la frecuencia de la violencia contra la infancia era diaria y en un 56% se describían situaciones que duran más de un año, lo que aumenta la gravedad de las secuelas: “Estamos hablando de traumas más complejos. No es lo mismo vivir la experiencia un día, que te impacte y haga daño, que estar viviéndolo diariamente”. Ballesteros añade: “Llega un momento en el que muchos menores lo normalizan. Cuando hablan con nosotros lo justifican y hasta piensan que son merecedores de ese tipo de violencia”.

Los expertos coinciden en que al ser sus padres quienes les maltratan se genera una ambivalencia afectiva: por un lado, son figuras de referencia que deberían cuidarles y, por otro, les están haciendo daño. Eso provoca un proceso de normalización, de interiorización de la violencia, también como una forma de resolver conflictos o problemas. “Al final el niño crece con esa imagen de sí mismo, que no es válido, con que se merece el castigo y que el amor va ligado a la violencia. Con la idea de que si alguien me cuida, también está legitimado para agredirme”, señala la psicóloga María Marín.

Esa normalización tiene entre sus efectos que las víctimas, con frecuencia, tarden en revelar lo que les sucede. Alejandro nunca contó a nadie lo que vivió durante años. “Me lo quedaba todo para mí. Tanto en secundaria como en primaria. De hecho, creo que nadie sabe lo que viví”, dice. Marín asegura que cuando son pequeños “tienen miedo de contarlo porque no hay una persona fiable en el entorno” y se sienten culpables. Otras veces, añade, los niños no saben que no está bien: “Todos estos comportamientos de maltrato, que ejercen las figuras primarias, se revisten de cariño con frases como: ‘Lo hago por tu bien’, o: ‘Mira lo que me haces hacer’”. Ricardo Ibarra, de la Plataforma de la Infancia, tercia: “Muchos casos se denuncian años después, precisamente, porque el niño ha entendido, cuando ha sido adulto, lo que ha sufrido y lo que ha vivido. Estamos viendo la punta del iceberg”.

Las secuelas a largo plazo

El abuso emocional que Alejandro vivió durante más de una década ha dejado huellas en su vida. Muchas veces es “bastante negativo” consigo mismo y tiene una baja autoestima: “Cuando no me sale algo enseguida, me sale el pensamiento negativo de: soy un inútil, no valgo para nada. Esa frase sigo teniéndola, es verdad que con menos intensidad que cuando era pequeño, pero no se ha ido, sigue ahí”.

María Marín resalta que el maltrato en la infancia afecta a todo el desarrollo, tanto físico como emocional. “Vemos que un porcentaje nada desdeñable de adultos que están en las consultas de salud mental, han sufrido maltrato en su infancia”, explica. En otros casos, si no se trata el problema a tiempo, dice la especialista en protección Cristina Sanjuán, se puede perpetuar el círculo de la violencia.

El maltrato que sufrió Alejandro cesó cuando sus padres se separaron. Él tenía 18 años. Desde entonces, no ha vuelto a hablar con su padre. Alejandro lleva cuatro meses en terapia psicológica y ha logrado gestionar mejor sus emociones. “La psicóloga me ha dicho que tengo bloqueo emocional con ciertas etapas de mi vida”, relata. Ha encontrado sus “lugares seguros” en su pareja, madre y amigos. Y en un cuadernillo donde escribe todos sus recuerdos felices. “Cuando estoy pocho o me siento mal, tomo la libreta, lo leo y hace que me sienta mejor. Me reconforta”.

lunes, 6 de julio de 2020

_- La desigualdad y los niños de EE UU. De todo el daño que puede hacer la pobreza, el que causa a los menores es el que más nos debe preocupar.

_- JOSEPH E. STIGLITZ
28 DIC 2014

Hace ya mucho tiempo se reconoce que los niños conforman un grupo especial. Ellos no eligen a sus padres, y mucho menos las condiciones generales en las que nacen. No tienen las mismas capacidades que los adultos para protegerse o cuidar de sí mismos. Es por ello que la Sociedad de Naciones aprobó la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño en 1924, y la razón por la que la comunidad internacional adoptó la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña en 1989.

Lamentablemente, Estados Unidos no está cumpliendo con sus obligaciones. De hecho, ni siquiera ha ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño y de la Niña. EE UU, con su altamente valorada imagen de tierra de oportunidades, debería ser un ejemplo a seguir en cuanto al tratamiento justo e ilustrado de los niños. En cambio, emana la luz del fracaso —un fracaso que contribuye al aletargamiento global de los derechos del niño en el ámbito internacional.

Si bien puede que una infancia estadounidense promedio no sea la peor del mundo, la disparidad entre la riqueza del país y la condición en la que sus niños se encuentran no tiene parangón. Cerca de 14,5% de la población estadounidense en general es pobre, pero el 19,9% de los infantes —es decir, unos 15 millones de niños— viven en condiciones de pobreza. Entre los países desarrollados, únicamente Rumanía tiene un nivel de pobreza superior. La tasa de EE UU es dos tercios más alta que la del Reino Unido, y hasta cuatro veces la tasa de los países nórdicos. Para algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38% de los niños negros, y del 30% de los hispanos, son pobres.

Nada de esto ocurre porque los estadounidenses no se preocupan por sus hijos. Esto ocurre porque Estados Unidos durante las últimas décadas ha adoptado un programa de políticas que ha causado que su economía se torne en salvajemente desigual, dejando a los segmentos más vulnerables de la sociedad cada vez más y más atrás. La creciente concentración de la riqueza —y una reducción significativa de los impuestos sobre dicha riqueza— se tradujo en que se tiene menos dinero para gastar en inversiones destinadas al bien público, como por ejemplo en educación y protección para los niños.

Las dificultades en las primeras etapas de la vida están estrechamente ligadas con la desigualdad de oportunidades

Como resultado, la situación de los niños en Estados Unidos empeora. Su destino es un doloroso ejemplo de la forma como la desigualdad no solamente socava el crecimiento económico y la estabilidad —tal como al fin lo reconocen economistas y organizaciones, como el Fondo Monetario Internacional— sino que también viola nuestras más preciadas nociones sobre cómo debería ser una sociedad justa.

La desigualdad de ingresos se correlaciona con inequidades en los ámbitos de salud, acceso a la educación, y exposición a riesgos ambientales; todas estas desigualdades agobian más a los niños en comparación con el resto de segmentos de la población. De hecho, se diagnostica con asma casi a uno de cada cinco niños estadounidenses pobres; esta es una tasa superior en un 60% a la de los niños que no son pobres. Los problemas de aprendizaje son casi dos veces más frecuentes entre los niños de las familias que ganan menos de 35.000 dólares al año en comparación a lo que ocurre en los hogares que ganan más de 100.000. Y hay quien en el Congreso de Estados Unidos quiere eliminar los cupones de alimentos —pese a que 23 millones de hogares estadounidenses dependen de ellos— amenazando así con llevar al hambre a los niños más pobres.

Dichas desigualdades en resultados están estrechamente ligadas a desigualdades en oportunidades. Inevitablemente, en los países en los que los niños tienen una alimentación inadecuada, un acceso insuficiente a los servicios de salud y educación, y una mayor exposición a los riesgos ambientales, los hijos de los pobres tendrán perspectivas de vida muy distintas que los hijos de quienes son ricos. Y, en parte debido a que las perspectivas de la vida de un niño estadounidense dependen más de los ingresos y educación de sus padres en comparación con lo que ocurre en otros países avanzados, EE UU tiene la menor igualdad de oportunidades entre todos los países avanzados. Por ejemplo, en las universidades estadounidenses de más alta categoría sólo aproximadamente un 9% de los estudiantes proviene de la población con ingresos que se ubican en la mitad inferior de la distribución de ingresos, mientras que el 74% provienen de la población con ingresos ubicados en el cuarto superior.

La mayoría de las sociedades reconocen la obligación moral de ayudar a garantizar que los jóvenes puedan alcanzar su potencial. Algunos países incluso imponen un mandato constitucional de la igualdad de oportunidades educativas.

Sin embargo, en Estados Unidos se gasta más en la educación de los estudiantes ricos que en la educación de los pobres. Como resultado, el país está perdiendo algunos de sus activos más valiosos, y algunos jóvenes —al verse desprovistos de habilidades— se dedican a actividades disfuncionales. Hay Estados, como por ejemplo California, que gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más.

Estados como California gastan casi tanto en prisiones como en educación superior, y algunas veces más

Si no se toman medidas compensatorias —incluyendo una educación preescolar que idealmente comience a una edad muy temprana— la desigualdad de oportunidades se traduce en resultados desiguales durante toda la vida en el momento que los niños llegan a la edad de cinco años. Esto debería incentivar a que se realicen acciones para implementar políticas.

En los hechos, si bien los efectos nocivos de la desigualdad son de amplio alcance, e imponen costos enormes a nuestras economías y sociedades, son también evitables en su gran mayoría. Los extremos de desigualdad observados en algunos países no son el resultado inexorable de las fuerzas económicas y de las leyes. Las políticas adecuadas —como tener redes de protección social más fuertes, aplicación de impuestos progresivos, y una mejor regulación (especialmente del sector financiero), por nombrar sólo unas pocas políticas— pueden revertir estas tendencias devastadoras.

Con el propósito de generar la voluntad política que tales reformas requieren, debemos confrontar la inercia y falta de acción de los formuladores de políticas mostrando los sombríos datos fácticos relativos a la desigualdad y sus efectos devastadores en nuestros niños. Podemos reducir las privaciones que se sufren durante la infancia y podemos aumentar la igualdad de oportunidades, con lo que sentaríamos las bases para un futuro más justo y próspero —un futuro que refleje los valores que nosotros mismos profesamos—. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

Del total del daño que inflige la desigualdad en nuestras economías, sociedades y ámbitos políticos, el daño que causa a los niños debería ser el más preocupante. Cualquiera que sea la responsabilidad que pudiesen tener los adultos pobres por su destino en la vida —puede ser que no trabajaron lo suficientemente fuerte, no ahorraron lo necesario o no tomaron buenas decisiones— las circunstancias particulares de los niños recaen bajo su responsabilidad, sin que ellos tengan ningún tipo de opción al respecto. Los niños, más que cualquier otra persona, necesitan recibir la protección que les brindan sus derechos, y EE UU debería proveer al mundo con un brillante ejemplo de lo que esto significa.

Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.

Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia. Su libro más reciente, en coautoría con Bruce Greenwald, es Creating a Learning Society: A New Approach to Growth, Development, and Social Progress.

https://elpais.com/economia/2014/12/26/actualidad/1419590452_449014.html

sábado, 4 de julio de 2020

:. Explotación infantil a través del trabajo: un fenómeno contemporáneo de esclavitud

:: La explotación infantil es la utilización de menores de edad por parte de personas adultas, para fines económicos o similares, en actividades que afectan a su desarrollo personal y emocional y al disfrute de sus derechos. Es altamente perjudicial y su erradicación, un desafío mundial.

No todo trabajo infantil es explotación
El trabajo infantil es esclavitud cuando ese trabajo interfiere con su educación y cuando se origina por condiciones de vulnerabilidad.

Conflictos armados, orfandad, catástrofes naturales y situaciones de pobreza son frecuentemente aprovechados por auténticas mafias y redes organizadas de explotación infantil.

No es esclavitud cuando se dan tareas apropiadas, que inciden en fomentar las habilidades y responsabilidades del niño.

Por ello, en el debate sobre trabajo y explotación infantil, hay que hilar fino y atender específicamente a qué actividades se dedican los niños y las niñas.

La extrema pobreza tiene la forma de un niño trabajando
La explotación infantil es, al mismo tiempo, consecuencia y causa de la pobreza, y en ella se aúnan todas las miserias.

Lleva a los niños al sótano en el ascensor social, fomenta mayores índices de analfabetismo, provoca enfermedades y malnutrición, y contribuye a su envejecimiento precoz.

Los niños provenientes de los hogares más pobres y de zonas rurales son sus principales víctimas. Se calcula que a nivel global hay cerca de 152 millones de niños y niñas trabajando indebidamente.

Casi la mitad de ellos, 72 millones, realizan trabajos peligrosos, sobre todo en África subsahariana, en Asia y el Pacífico, y en América Latina y el Caribe.

Los derechos del niño, socavados por la explotación
Los factores culturales, el nivel socioeconómico de la familia y las políticas públicas de apoyo a la infancia son determinantes para que se produzca este fenómeno. De hecho, en algunos países, son los propios progenitores quienes inciden en prácticas de explotación laboral.

Para Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia), hay trabajo infantil inapropiado cuando se obliga al niño a trabajar a una edad muy temprana, en jornadas excesivas, en condiciones de estrés, en ambientes inapropiados, con exceso de responsabilidad, y bajo salario, sin acceso a la educación, y minando su dignidad y su autoestima; en suma, dificultando su pleno desarrollo social y psicológico.

La explotación infantil existe aunque la Convención de los Derechos del Niño contemple que “la humanidad debe al niño lo mejor que puede darle”, y esto es lo que le ayudará a “desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente, en forma saludable, en condiciones de libertad y de dignidad”, debiendo ser protegidos “contra toda forma de abandono, crueldad y explotación”. Hay que hacer algo al respecto.

Uno de los métodos más efectivos para intentar que los niños y las niñas no comiencen a trabajar demasiado temprano es establecer la edad laboral mínima por ley, pero con eso no basta, el control efectivo es esencial, y el apoyo a las familias en riesgo de exclusión, fundamental.

La OIT (Organización Internacional del Trabajo) alerta del riesgo de que la crisis provocada por la pandemia empuje al mercado laboral a gran número de niños y niñas para ayudar a la subsistencia de sus familias.

Los tipos de explotación infantil: los sectores de la esclavitud
La tolerancia al trabajo infantil en el ámbito de la economía sumergida, en lugares clandestinos y muchas veces insalubres, y la falta de contratos y por tanto de derechos laborales, convierte a los niños en víctimas propiciatorias para la explotación, la humillación y el maltrato.

Es lo que ocurre con las niñas maquiladoras del norte de México, que trabajan largas jornadas en fábricas, sobre todo textiles, a destajo, y a cambio de salarios de hambre.

O en Asia, con los niños explotados en fundiciones, extrayendo cargas de cristal de hornos a altas temperaturas y sin condiciones de seguridad, sufriendo graves secuelas por fatiga calórica, quemaduras, mermas auditivas, o lesiones oculares por las partículas de vidrio en suspensión, sílice, plomo y vapores tóxicos.

O en África, donde la explotación infantil se da pequeñas zonas mineras, en las que sufren trastornos de salud por la falta de medidas de protección en condiciones adversas, no solo por la tensión física, sino también por lesiones causadas por la desproporción entre su capacidad de resistencia y la carga de trabajo. Igual ocurre en las canteras de países sudamericanos, como Perú o Guatemala.

O en los talleres de curtido y artesanías, en los que pasan largas horas en cuclillas, como ocurre en el tejido de alfombras o elaboración de calzado, además de enfermedades respiratorias, por falta de higiene y exceso de polvo y residuos, les provocan enfermedades por los productos químicos, como benceno, tintes y adhesivos.

Pero en la explotación infantil también hay roles de género: el servicio doméstico es la explotación de las niñas (como las petite bonne marroquíes), especialmente de zonas rurales y pobres, cuyos progenitores las entregan a familias adineradas, con la esperanza de que tengan mejores condiciones de vida pero, en cambio, son esclavizadas y no se les permite acceder a la educación.

La agricultura, la ganadería y la pesca también pueden ser formas de explotación infantil, viéndose expuestos a agentes químicos (fertilizantes o plaguicidas tóxicos, como en las plantaciones de soja), y obligados a una dedicación extenuante.

En muchas ciudades, niños y niñas son vendedores ambulantes de baratijas, alimentos, participantes de un sector de la economía sumergida en el que la calle acaba convirtiéndose en su hábitat.

Trabajadores infantiles dignificando su condición
Pero muchos trabajadores infantiles y adolescentes han conseguido organizarse en movimientos asociativos (Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores, NATs) y luchan por que se diferencie el trabajo infantil de la explotación.

Además, rechazan que actividades ilícitas como la mendicidad, la prostitución o la delincuencia se identifiquen con las que para ellos son su medio de vida y la única oportunidad, en sus países y su situación, de ayudar a sus familias y salir adelante.

Estas agrupaciones reivindican que se les permita trabajar en condiciones dignas, defendiendo que su trabajo contribuye a su madurez progresiva y su responsabilidad en la adquisición de destrezas, como en el caso de los aprendices.

Propuestas de reflexión
Aunque existe una pugna entre las estrategias de abolición del trabajo infantil promovidas por los organismos internacionales y la realidad de muchos niños, niñas y adolescentes, también hay un irrefutable punto de consenso: se debe erradicar la pobreza infantil.

La falta de compromisos políticos firmes por parte de los gobiernos, la inexistencia de una legislación homogénea y efectiva, y la ausencia de políticas sociales con perspectivas de infancia siguen impidiendo la erradicación de la explotación infantil.

Hay que poner el acento, la lupa, especialmente en los sectores en los que adultos esclavistas emplean a niños y niñas: las fábricas de cerillas y fuegos artificiales, las alfarerías o los jinetes de camellos en Oriente Medio, son ejemplos gráficos de los fenómenos denunciados.

A veces la presión internacional lo único que ha conseguido ha sido una mayor desprotección para los trabajadores infantiles. Grupos empresariales del textil, tras recibir acusaciones por el empleo de mano de obra infantil en Asia, han optado por incentivar códigos internos de conducta y echar a los niños y las niñas de sus factorías, sin preocuparse por su destino ni el de sus familias.

Todos somos responsables y, por tanto, culpables, al comprar sin pensar en qué manos hicieron ese producto más barato, o pasear por una ciudad obviando el hecho de que hay niños y niñas trabajando en las calles, cuando deberían estar en el colegio.

Hace falta conciencia y acción por parte de todos
Las familias, la infancia y la adolescencia, deben tener acceso a herramientas que les permitan acceder a unas condiciones de vida dignas.

A la vez, se debe sensibilizar al conjunto de la sociedad para que denuncie, reaccione y repruebe el trabajo infantil inaceptable y cualquier otra forma de explotación (también la trata y el tráfico de personas).

Luego hay que dar un paso más. De la sensibilización y el compromiso hay que avanzar hacia una educación universal de calidad y a un compromiso real por la erradicación de la pobreza infantil. Una meta estrechamente ligada con el octavo ODS: acabar con el trabajo infantil para 2025.

Entre lo macro (acabar con la pobreza y el subdesarrollo) y lo micro (fomentar iniciativas locales contra la explotación laboral infantil) se encuentra el camino de los derechos humanos y de la infancia.

Carlos Villagrasa es profesor titular de Derecho Civil de la Universidad de Barcelona, en España, y presidente de la Asociación para la Defensa de los Derechos de la Infancia y la Adolescencia (ADDIA).

Fuente:
http://www.ipsnoticias.net/2020/06/explotacion-infantil-traves-del-trabajo-fenomeno-contemporaneo-esclavitud/

domingo, 26 de agosto de 2018

La criminalización de los niños migrantes, la violación de los derechos como estrategia de control migratorio


En el contexto de las políticas estadounidenses de “tolerancia cero” a la migración irregular, la separación de miles de familias y el confinamiento en centros de detención de cientos de niños migrantes forzados por parte del actual gobierno norteamericano y su presidente implica de facto la transgresión de diversos órdenes jurídicos (nacionales e internacionales). Por un lado, al estar encarcelados y aislados, se violan los siguientes derechos humanos de los niños migrantes: 1) a estar con sus familias y padres; 2) a estar en libertad y no ser tratados como criminales; 3) a tener una vida digna y segura, independientemente de sus orígenes étnico-nacionales, de su condición socioeconómica y de su situación migratoria; de hecho, este último punto supondría reconocer su derecho a pedir asilo. En lo que concierne al marco legal de EU, en las leyes migratorias estadounidenses no hay una indicación de separar a las familias ni negarles el derecho al asilo, como parte de la política migratoria. El actual gobierno y presidente, al dividir y encarcelar a las familias, pasan encima de la ley, y no sólo no la cumplen, sino que las transgreden. De facto, el gobierno de EU agrede y comete delitos contra los migrantes y sus hijos en su afán por “contener” la migración irregular.

La justificación de estas acciones se fundan en una xenofobia racista y en una visión sesgada, poco informada y prejuiciada de la migración forzada. Los migrantes, lejos de ser supuestos delincuentes que pretenden aprovecharse de la sociedad y el gobierno norteamericano, son personas moviéndose en condiciones de alto riesgo y que tuvieron que escapar de sus países por la pobreza extrema, por la falta de empleos, por la violencia y las agresiones de las pandillas y el crimen organizados y por desastres naturales (como los huracanes) que los dejaron sin hogar ni medios de subsistencia. No salieron por gusto, sino para sobrevivir y velar por condiciones de vida apenas básicas.

Además, EU ha jugado un rol importante en la construcción de esta masiva migración. Diversos gobiernos norteamericanos del pasado y presente siglo, mediante políticas intervencionistas y de control geopolítico, contribuyeron a la desestabilización, la precariedad y los bajísimos niveles de desarrollo en la región de Centroamérica: en El Salvador y Guatemala, con el apoyo a la contrainsurgencia en la guerras civiles de dichos países; con la deportación de las pandillas de las maras a El Salvador, grupos delincuenciales que se habían originado en lo Ángeles, California y que ahora son uno de los actores claves que generan los contextos generalizados de violencia en El Salvador, Guatemala, Honduras y la frontera sur de México; en el apoyo al ataque y al golpe de estado del gobierno progresista de Zelaya en honduras Honduras años atrás. Todo lo anterior fungió como un complejo grupo de detonantes para producir el éxodo de miles de centroamericanos que, saliendo forzadamente del hogar para poder subsistir, buscan un vida digna fuera de sus países de origen.