Los dirigentes europeos, con el eco de todos los grandes medios de comunicación y del poder financiero, se empeñan en decirnos que Europa debe multiplicar sus presupuestos para gastos militares como única forma de tener seguridad y autonomía y, además, que eso ha de hacerse reduciendo el Estado de Bienestar.
A mi juicio, están completamente equivocados por tres razones principales.
Europa también ha generado inseguridad para sí misma
En primer lugar, porque confunden, o engañan, cuando hablan sobre el origen de la inseguridad y la naturaleza de las amenazas. Los dirigentes europeos no hacen un balance autocrítico de lo que ha ocurrido en los últimos años. Se empeñan en culpar a Rusia de la situación actual, cuando la propia Unión Europea y Estados Unidos han contribuido a provocarla, incumpliendo sus compromisos de no expansión de la OTAN y generando una verdadera e innecesaria amenaza existencial para Rusia. Producirían risa, si no fuesen por lo dramático de la situación en la que estamos, las declaraciones de Macron advirtiendo de que Putin se propone invadir a toda Europa (cuando no han parado de decir que Rusia que su derrota militar ante Ucrania no sólo era posible, sino segura; incluso diciendo que había tenido que sustituir los carros de combate por burros).
No voy a negar que Europa se enfrenta a amenazas exteriores, pero no son todas las que nos ponen en peligro. La política insensata, belicista, antieuropea, seguidista frente a Estados Unidos, provocadora y pirómana que han seguido sus dirigentes también ha creado enemigos y se ha convertido en un riesgo para la propia Unión Europea.
Más gasto militar no asegura más defensa ni autonomía estratégica
En segundo lugar, los dirigentes europeos se equivocan porque es materialmente imposible que Europa pueda lograr seguridad y autonomía por la vía de aumentar sus presupuestos militares.
En un artículo que acabo de publicar señalo las razones que justifican mi opinión.
– Para disponer de un ejército capaz de enfrentarse hoy día a cualquier amenaza bélica hace falta disponer de una base industrial potente y un sistema de investigación, innovación y desarrollo avanzado e independiente. Europa no los tiene, en el grado necesario, porque las políticas neoliberales que ha aplicado en los últimos años han desmantelado su industria y la han dejado en situación de gran dependencia.
– Para tener garantías militares de disuasión y defensa suficientes frente a sus supuestos enemigos militares, Europa necesitaría un presupuesto militar mucho más elevado, no ya del que ahora tiene, sino del extraordinario que sus dirigentes afirman que van a disponer en un futuro inmediato. Sobre todo, cuando lo previsto es que este último lo pongan en marcha los diferentes países y no la Unión Europea en su conjunto.
– En cualquier caso, para garantizar su seguridad y disponer de autonomía estratégica, lo que necesita Europa no es más dinero para presupuesto militar. Si fuera un solo país, sería la segunda potencia militar mundial, tras Estados Unidos y con 3,5 veces más gasto militar per capita que China. Sin embargo, ese ya elevado presupuesto militar conjunto (aumentado en un 30% en los últimos tres años) más el de Estados Unidos (entre ambos, casi el 55% del total mundial en 2023, según SIPRI) no ha sido capaz de rebajar la inseguridad y el peligro. Por el contrario, los ha aumentado, según reconocen los propios dirigentes europeos cuando afirman que ahora estamos más en peligro que nunca.
Si de fuerza militar se tratara, lo que necesitaría Europa, en todo caso, serían sinergias, más cooperación, vertebración e integración cuando hicieran falta, inversiones coordinadas y complementarias… En suma, un Ejército europeo y no una suma de milicias.
– Para que un ejército sea efectivo como instrumento de defensa frente a un enemigo exterior es necesario que tenga una única bandera, que responda a intereses colectivos que lo respaldan y apoyan, que exista un fuerte lazo nacional y de pertenencia entre la ciudadanía y las instituciones que la lleve a sentirse protegida por un ejército al que considera suyo, al que apoya y está dispuesta a financiar con su esfuerzo y sacrificio. Europa no tiene nada de eso porque las políticas neoliberales que ha aplicado han producido desafecto, alejamiento y rechazo de la ciudadanía a sus instituciones, como demuestra el avance de las fuerzas de extrema derecha, nutridas, precisamente, de la inseguridad y descontento que eso genera.
– Es un auténtico despropósito y un insulto a la razón y a la inteligencia de la ciudadanía europea que sus dirigentes afirmen que Europa gozará de seguridad y autonomía defensiva aumentando su gasto militar mientras permiten que en nuestro suelo haya 38 bases militares de Estados Unidos con más de cien ojivas nucleares (en realidad, es muy posible que muchas más) que pueden destruir varias veces a todas las naciones europeas si se aprieta un botón en Washington.
O la Unión Europea apuesta por seguir arrendando su defensa a Estados Unidos y entonces se somete a sus dictados (como reclama con razón Donald Trump), o quiere ser de verdad autónoma militarmente y entonces no se permite que el presidente de Estados Unidos siga teniendo la llave del destino no ya militar, sino existencial de toda Europa.
No es verdad que el mayor gasto militar requiera desmantelar el Estado de Bienestar
Diferentes políticos, economistas, periodistas y líderes de opinión vienen diciendo en los últimos días que, para financiar el necesario rearme europeo, es preciso reducir el gasto social: «recortar el Estado de bienestar para construir un Estado de guerra», según decía un artículo reciente de Financial Times.
Esa afirmación es, sencillamente hablando, un engaño que desmienten la teoría económica, los hechos y la historia.
Desgraciadamente, la historia humana está plagada de escaladas armamentistas y guerras, hoy día muy bien documentadas, y, por tanto, es fácil conocer cómo se financiaron y cuál fue el resultado de las diferentes vías utilizadas para ello. Como también se saben perfectamente las desventajas económicas de todo tipo que tiene el gasto militar frente al civil.
En la historia contemporánea, casi siempre han sido financiadas con una combinación de fuentes: impuestos, deuda, ayuda exterior, sobreexplotación de recursos naturales, aportaciones del gran capital privado, o mediante comercio ilegal o mafioso. De entre ellas, sobresalen los impuestos y la deuda y por eso se puede decir que ningún rearme ni guerra tienen buenos resultados económicos (salvo, claro está, para los ganadores si se aprovechan de su victoria para saquear a los vencidos y compensar sus costes).
Por el contrario, reducir el gasto para financiar la defensa o la guerra, en detrimento de los impuestos o la deuda, es un despropósito económico, político y social.
No conviene económicamente porque a menor gasto (por supuesto, incluido el social) hay menos demanda productiva y eso debilita a la economía, cuya fortaleza es fundamental para soportar el gasto militar y el esfuerzo bélico, si la guerra llega a producirse. Es una rémora política porque la menor producción de bienes y servicios civiles merma el apoyo ciudadano y deslegitima a los gobiernos que deben llevar a cabo la escala armamentista. Y reducir el gasto social es también un pesadísimo lastre social en momentos de amenaza o conflictos bélicos porque crea pobreza, exclusión, descontento y rechazo al sacrificio y al patriotismo, cuando se comprueba que estos se hacen recaer desigualmente sobre la población.
Cuando se oye hablar de financiar a los ejércitos conviene informarse para no dejarse engañar. Y quizá no hay mejor vía para ello que conocer lo que hizo el presidente Roosevelt cuando tuvo que declarar el estado de guerra ante la amenaza nazi y el ataque japonés a Pearl Harbor en 1941: introdujo un impuesto general sobre la renta con un tipo que en 1944 fue del 91%, pidió préstamos masivos y multiplicó el gasto público por diez. En solo cuatro años gastó más dinero (en dólares de aquel momento) que desde que se fundó su país, 152 años atrás.
Naturalmente, un estado de guerra que obligó a multiplicar por cuarenta y dos el gasto militar produjo grandes sufrimientos a la población. Pero, al revés de lo que se proponen hacer los dirigentes europeos, los repartió equitativamente y no sólo no detuvo sino que siguió llevando a cabo políticas de bienestar: aumentó el salario mínimo y prohibió el trabajo infantil, comenzaron a pagarse cheques de jubilación y aumentó la cobertura de las ayudas por desempleo y a la pobreza, se multiplicó la construcción de viviendas públicas asequibles, se tomaron medidas contra la discriminación racial en el trabajo, se racionaron alimentos y combustibles para asegurar el suministro a toda la población, se impulsaron las ayudas para educación o vivienda a veteranos de guerra… En lugar de disminuir la fuerza del New Deal que puso en marcha frente a la Gran Depresión de 1929, lo continuó y fortaleció. Todo eso hizo posible que la pobreza bajara entre 15 y 20 puntos porcentuales de 1940 a 1944, justo en esos años dramáticos de guerra e ingente gasto militar.
No trato de hacer, ni mucho menos, una defensa de estos últimos como motores de las economías (el PIB de Estados Unidos se duplicó en ese periodo y el programa de gasto masivo de Roosevelt fue la base de su inmenso poder imperial en la posguerra). Simplemente, quiero señalar que afrontar una escalada de gasto militar como la que pretenden los dirigentes europeos, sin reforzar la equidad y dinamitando la cohesión social y el bienestar es una vía suicida que traerá la consolidación de la extrema derecha y mucha más inseguridad y quizá nuevas guerras en Europa.
La Unión Europea está haciendo el ridículo y paga los platos rotos
El discurso de las dirigentes europeos es mentiroso, catastrofista y amenazante. Busca generar miedo en la población, exagerando las amenazas y mintiendo, como he dicho, sobre su verdadera naturaleza, para que se acepten sin rechistar sus propuestas. Ya lo hicieron en la crisis originada a partir de 2007-2008. Amenazaban con el colapso total de las economías si no se aplicaban cuantiosos recortes del gasto social y resultó, como muchos advertimos, que fueron sus políticas de austeridad las que, en realidad, provocaron su derrumbe. Decían que no había dinero para bienestar, cuando lo hubo y dieron sin límite billones de euros a los bancos privados y a las grandes empresas. Ahora tratan de hacer lo mismo.
Europa no se puede dejar envolver por el discurso de sus dirigentes. Hay razones de sobra para mostrar que se han equivocado provocando a Rusia y luego creyendo que sería posible vencerla militarmente y mediante sanciones económicas. Una estrategia que ha hundido en la miseria y en el dolor a Ucrania y que ha tenido dos vencedores, el país invasor y Estados Unidos, en detrimento de Europa que es quien está pagando de verdad los platos rotos. Es normal que Trump y Putin se esté mofando de todos ellos en su propia cara.
Hay esperanza si se apuesta por la paz
No es verdad, como dicen los dirigentes europeos, que nuestra alternativa sea involucrarnos cada día más en la política de amenazas, dejarnos llevar por el cántico de los belicistas, aumentar el gasto militar y prepararnos para la guerra.
La Unión Europea puede ser, por el contrario, un bastión de sensatez y de luz en los tiempos de oscuridad en los que vivimos si asumiera otros principios fundamentales, quizá como los siguientes:
– La tregua y el fin de la guerra es el objetivo primordial cuando ya se ha desatado. La Unión Europea debe apoyar el camino que lleve a conseguirlos, vengan de donde vengan y lo antes posible.
– La paz sólo puede basarse en la ausencia de amenazas. Europa tendría que asumir sus errores pasados, entender que los acuerdos deben respetarse y que no se puede acosar a ningún país. La mejor contribución que la Unión Europea puede hacer ahora a la paz es reconocer que contribuyó a quebrarla, tal y como hoy día es sabido a través de multitud de testimonios de líderes políticos o diplomáticos.
– Hay que poner sobre la mesa nuevos acuerdos de desmilitarización permanente. Europa debería liderar la apuesta por suscribir los que impulsen la desmilitarización y pongan freno al incremento salvaje del gasto militar. Empezando por la necesaria reconsideración del papel de la OTAN que ha actuado como detonante y aceleradora de conflictos más que como instrumento de la paz.
– La paz a la que aspiremos no puede ser la de los cementerios ni podemos creer que será completa. La paz siempre es imperfecta y seguramente limitada, el resultado de acuerdos frágiles, difíciles y casi siempre en la cuerda floja. Por ello, lo mejor que hay que hacer para alcanzarla y asegurarla es sostener los principios que la rijan sobre una base de respeto mutuo, bienestar y progreso de los pueblos.
– La mejor forma de fortalecer a la Unión Europea y de garantizar su seguridad es lo que hasta ahora no viene sucediendo: la prioridad de sus instituciones debe ser proporcionar mejores niveles de vida a su ciudadanía y reforzar la democracia, liberándose de la influencia de los grupos de interés y de los poderes en la sombra que antidemocráticamente dictan sus decisiones. Hay que impulsar una revisión de los tratados europeos que impulsan las políticas que mantienen a «Europa encadenada», como ha escrito Sami Naïr en su último libro.
– La Unión Europea debe ser realista, pragmática e inteligente. Debería darse cuenta de lo que realmente está ocurriendo en el mundo: el ocaso del imperio estadounidense que sustituyó al británico. Por eso, el haberse dejado caer ciegamente en brazos de los Estados Unidos de Biden (y antes de otros presidentes, aunque ahora en medio de una guerra) ha sido un gravísimo error histórico. Donald Trump no es un loco, ni un pollo sin cabeza, como ingenuamente se quiere hacer creer. Lidera, con mucha más decisión, aunque de forma más desvergonzada, inhumana e ilegal, eso sí, la misma estrategia que Biden: lograr retrasar lo más posible ese colapso creando condiciones que favorezcan la reindustrialización de su economía, incentiven la vuelta de miles de empresas actualmente deslocalizadas y permitan que el dólar siga siendo la moneda de referencia mundial. Cuanto más desconcierto genere, mayor sea la incertidumbre y más debilite al resto de las economías, más fácilmente podría lograr su objetivo.
Por eso, la seguridad y autonomía que debe buscar la Unión Europea no es la militar, sino la económica y la política. Justo las que perderá si apuesta sólo por el rearme
Europa está a tiempo y tiene ante sí una oportunidad única. Salvo un milagro impensable a estas alturas, sus actuales dirigentes no van a saber aprovecharla, suponiendo que tuvieran voluntad de ello y no fueran meros empleados de la industria militar y financiera donde están los únicos beneficiarios de la estrategia de rearme que están defendiendo.
Europa necesita otros principios y también otra clase dirigente. No caerán del cielo, sino que vendrán de donde ha venido siempre el impulso que ha traído paz, democracia, libertad y progreso a las sociedades modernas, de la ciudadanía, de la gente corriente.
Sí, efectivamente; he dicho que vendrán porque tengo la completa seguridad de que, antes o después, la razón de la paz se impondrá sobre la brutalidad de la guerra. Y si logramos que eso sea un empeño generalizado y vibrante, también estoy seguro de que eso ocurriría más pronto que tarde.
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jueves, 13 de marzo de 2025
domingo, 9 de marzo de 2025
_- El salario mínimo y la riqueza del empresario más rico de España: una comparación
_- Pensemos en el salario mínimo de España en 2025: 9,26 euros por hora.
Imaginemos una persona que hubiese vivido desde que existe nuestra especie, hace unos 250.000 años.
Imaginemos que esa persona fuese inmortal y que, además, no hubiese hecho nada más que trabajar, sin dormir, ni descansar, durante las 24 horas del día de todos los años desde entonces.
Hasta el día de hoy habría acumulado unos 20.300 millones de euros cobrando ese salario mínimo.
Esa cantidad representa el 18,5 % de la riqueza actual de Amancio Ortega, la persona más rica de España.
Para alcanzar la riqueza que ahora tiene el propietario de Inditex (122.500 millones de dólares, según la revista Forbes) la persona de. nuestra historia tendría que seguir trabajando todas las horas de todos los días de 1,2 millones de años más.
Dicho de otro modo, una persona que ganase el salario mínimo español actual y trabajara a cambio de él todas las horas del día de todos los años, sin dormir, ni descansar, ni comer, ni hacer otra cosa, necesitaría vivir así durante 1,45 millones de años para acumular la riqueza del empresario más rico de España.
No pongo en cuestión, ni critico la riqueza de Ortega, ni su origen, ni su mérito. Eso es otro debate, y la comparación que hago es un simple recurso que utilizo por si a alguien, como a mí, le hace pensar.
(He tomado la idea de hacer esta comparación con datos de España del interesante libro del profesor de la London School of Economics Michael Muthukrishna A Theory of Everyone. The New Science of Who We Are, How We Got Here, and Where We’re Going, (Una teoría de todos. La nueva ciencia de quiénes somos, cómo llegamos aquí y hacia dónde vamos.) The MIT Press, 2023, p. 266. Se puede leer en línea aquí) .
Imaginemos una persona que hubiese vivido desde que existe nuestra especie, hace unos 250.000 años.
Imaginemos que esa persona fuese inmortal y que, además, no hubiese hecho nada más que trabajar, sin dormir, ni descansar, durante las 24 horas del día de todos los años desde entonces.
Hasta el día de hoy habría acumulado unos 20.300 millones de euros cobrando ese salario mínimo.
Esa cantidad representa el 18,5 % de la riqueza actual de Amancio Ortega, la persona más rica de España.
Para alcanzar la riqueza que ahora tiene el propietario de Inditex (122.500 millones de dólares, según la revista Forbes) la persona de. nuestra historia tendría que seguir trabajando todas las horas de todos los días de 1,2 millones de años más.
Dicho de otro modo, una persona que ganase el salario mínimo español actual y trabajara a cambio de él todas las horas del día de todos los años, sin dormir, ni descansar, ni comer, ni hacer otra cosa, necesitaría vivir así durante 1,45 millones de años para acumular la riqueza del empresario más rico de España.
No pongo en cuestión, ni critico la riqueza de Ortega, ni su origen, ni su mérito. Eso es otro debate, y la comparación que hago es un simple recurso que utilizo por si a alguien, como a mí, le hace pensar.
(He tomado la idea de hacer esta comparación con datos de España del interesante libro del profesor de la London School of Economics Michael Muthukrishna A Theory of Everyone. The New Science of Who We Are, How We Got Here, and Where We’re Going, (Una teoría de todos. La nueva ciencia de quiénes somos, cómo llegamos aquí y hacia dónde vamos.) The MIT Press, 2023, p. 266. Se puede leer en línea aquí) .
Fuente:
domingo, 2 de marzo de 2025
Los efectos de la retirada de EE.UU. de la Organización Mundial de la Salud
Una de las primeras órdenes ejecutivas firmadas por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue la retirada de su país de la Organización Mundial de la Salud (OMS), una decisión que poco después secundó el presidente de Argentina, Javier Milei. Esta medida tendrá efectos críticos en la salud global, en especial en los países más pobres, pero también en Estados Unidos y en Argentina, si no se revierte en los 12 meses que quedan para que se haga efectiva.
La orden dictada por el presidente estadounidense es difícil de calificar. Cuesta determinar si es un acto de profunda crueldad o una muestra más de la impresionante ignorancia de la que presume la legión de negacionistas, antivacunas o terraplanistas que, a base de mentiras, se multiplican como las setas en todo el mundo.
Una organización esencial para el planeta
La OMS, fundada en 1948, es una organización internacional que cuenta actualmente con 194 países miembros, lo que representa prácticamente la totalidad de los Estados reconocidos a nivel global. Sus funciones son esenciales para la promoción de la salud en todo el planeta: evalúa, monitorea, proporciona información, asesora y establece estándares internacionales, presta ayuda a los países más pobres y actúa ante epidemias o desastres.
Su intervención ha sido decisiva para erradicar la viruela, reducir casos de polio en todo el mundo en un 99%, o la prevalencia de la malaria y el tracoma. Sin la OMS, hubiera sido imposible lograr avances en materia de salud, así como igualdad en el acceso a servicios sanitarios en casi todos los países.
Estados Unidos ha ejercido un papel fundamental para la organización desde sus inicios. No solo por ser su mayor contribuyente financiero, tanto en aportes obligatorios como en donaciones voluntarias de diversas fuentes, sino también por su capacidad operativa a la hora de brindar asistencia y por la valiosa contribución de su sistema de información e investigación. Muchos analistas internacionales señalan que la OMS proporcionó también a Washington mucho prestigio e influencia, además de abrirle las puertas para obtener otros beneficios complementarios. Y, por ello, la medida que ahora propone el presidente Trump implica renunciar a su propio legado como potencia sanitaria global. Y es seguro que tendrá un efecto contrario al que aparentemente busca.
Su orden se justifica afirmando que la OMS depende de la política de algunos países. Sin embargo, lo que paradójicamente ocurrirá, si finalmente Estados Unidos se retira, renunciando a su liderazgo, será que otros países, encabezados por China, tomarán el relevo y aumentarán su influencia global.
Una medida inhumana y cruel
La retirada de EE.UU. y de otros países, como Argentina, supondrá que esta organización dispondrá de casi un 20% menos de presupuesto. Un recorte significativo que, si no se compensa con aportes más cuantiosos de otros miembros, causará un gran daño para la salud mundial.
Todos los países, sin excepción, van a sufrir los efectos de la menor capacidad de esta organización para evaluar, prever, asesorar, coordinar, actuar o ayudar frente a enfermedades, pandemias o catástrofes sanitarias. Pero es lógico y será inevitable que el perjuicio sea mucho mayor en los más pobres, en donde los sistemas nacionales de salud son más débiles y con mayor dependencia exterior.
Claramente, la decisión que han tomado Trump o Milei podría llevar a la enfermedad o a la muerte a cientos de miles de seres humanos.
Ahora bien, la medida de ambos presidentes es doblemente cruel porque perjudica incluso a sus propias naciones. Hay que ser muy ignorante para no darse cuenta de que Estados Unidos o Argentina también sufrirán las consecuencias de esta decisión.
Las epidemias, infecciones o enfermedades que la OMS ayuda a combatir no entienden de fronteras, como ha demostrado el Covid-19. Por lo tanto, cuanto más se expandan fuera de un país, más riesgo tendrán de sufrirlas también los que hayan abandonado la organización. Retirarse de ella limita la experiencia y capacidad de monitoreo del sistema de salud, retrasa las respuestas y, sin la cooperación activa de una organización global, se tendrá más dificultades para hacer frente a riesgos sanitarios, como la gripe aviar o brotes de sarampión, que ya han empezado a manifestarse, o a otros que puedan venir en el futuro.
Así lo advierten especialistas como Jesse Bump, profesor de políticas de salud global y director ejecutivo del Programa Takemi en Salud Internacional, quien recientemente declaró que en Estados Unidos serían “más vulnerables a la importación de enfermedades que se propagarían a otros lugares (…) Con la disminución de la inmunización contra las enfermedades infantiles, es más probable que tengamos brotes de polio, sarampión y similares”.
En un mundo tan interconectado como el actual, aislarse de organismos cuyo objetivo es combatir enfermedades globales –ya sea por razones financieras, como dice Trump, o por autonomía, como sostiene Milei– recuerda a la tremenda insensatez de los ricos que, hace más de cien años, protestaban cuando tenían que pagar el saneamiento de los barrios populares de sus ciudades. Sin entender que cualquier tipo de enfermedad, desatada por falta de saneamiento, se propagaría sin remedio y llegaría también a sus casas.
Mentiras y negacionismo de la ciencia
Tanto Trump como Milei, junto a los equipos de oligarcas multimillonarios que los acompañan, han tomado esa decisión mintiendo a sus compatriotas.
El mandatario de EE.UU. se queja del coste financiero de la contribución obligatoria de su país, sin mencionar que esta se fija objetivamente en función de la población y el Producto Interno Bruto. Y sin considerar los beneficios que le producciones. Como también acusa sin pruebas a la OMS de dependencia política, cuando su país es el más influyente de todos.
Por su parte, Milei afirma que toma esta decisión para tener «más flexibilidad para adoptar políticas» y para que ningún «organismo internacional intervenga en nuestra soberanía». Pero oculta que esta organización no dicta ni impone políticas, sino que, a lo sumo, hace recomendaciones que pueden seguirse o no.
La OMS pudo haber tenido retrasos e incluso haber cometido errores en la última pandemia de Covid-19, pero en ningún caso esto justifica que algún país la abandone por esa razón. Por el contrario, debería impulsarlos a fortalecerla.
Al sostener que sus decisiones responden a ideologías o preferencias políticas y no de conclusiones científicas, lo que hacen Trump, Milei y su cohorte de oligarcas es precisamente destruir la confianza en el soporte más potente que ha tenido el progreso de la humanidad a lo largo de la historia: la ciencia.
Lo hacen porque saben perfectamente que la única forma de consolidar su estrategia de dominio imperial es engañar y mantener a los pueblos en la ignorancia y la confusión. Ya lo dijo el libertador latinoamericano Simón Bolívar ante el Segundo Congreso de Venezuela en 1819: “La esclavitud es hija de las tinieblas y un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción.”
Esperemos que haya presión social y se imponga la sensatez. Las consecuencias de esta decisión irresponsable, si no se revierte, serían dramáticas.
La orden dictada por el presidente estadounidense es difícil de calificar. Cuesta determinar si es un acto de profunda crueldad o una muestra más de la impresionante ignorancia de la que presume la legión de negacionistas, antivacunas o terraplanistas que, a base de mentiras, se multiplican como las setas en todo el mundo.
Una organización esencial para el planeta
La OMS, fundada en 1948, es una organización internacional que cuenta actualmente con 194 países miembros, lo que representa prácticamente la totalidad de los Estados reconocidos a nivel global. Sus funciones son esenciales para la promoción de la salud en todo el planeta: evalúa, monitorea, proporciona información, asesora y establece estándares internacionales, presta ayuda a los países más pobres y actúa ante epidemias o desastres.
Su intervención ha sido decisiva para erradicar la viruela, reducir casos de polio en todo el mundo en un 99%, o la prevalencia de la malaria y el tracoma. Sin la OMS, hubiera sido imposible lograr avances en materia de salud, así como igualdad en el acceso a servicios sanitarios en casi todos los países.
Estados Unidos ha ejercido un papel fundamental para la organización desde sus inicios. No solo por ser su mayor contribuyente financiero, tanto en aportes obligatorios como en donaciones voluntarias de diversas fuentes, sino también por su capacidad operativa a la hora de brindar asistencia y por la valiosa contribución de su sistema de información e investigación. Muchos analistas internacionales señalan que la OMS proporcionó también a Washington mucho prestigio e influencia, además de abrirle las puertas para obtener otros beneficios complementarios. Y, por ello, la medida que ahora propone el presidente Trump implica renunciar a su propio legado como potencia sanitaria global. Y es seguro que tendrá un efecto contrario al que aparentemente busca.
Su orden se justifica afirmando que la OMS depende de la política de algunos países. Sin embargo, lo que paradójicamente ocurrirá, si finalmente Estados Unidos se retira, renunciando a su liderazgo, será que otros países, encabezados por China, tomarán el relevo y aumentarán su influencia global.
Una medida inhumana y cruel
La retirada de EE.UU. y de otros países, como Argentina, supondrá que esta organización dispondrá de casi un 20% menos de presupuesto. Un recorte significativo que, si no se compensa con aportes más cuantiosos de otros miembros, causará un gran daño para la salud mundial.
Todos los países, sin excepción, van a sufrir los efectos de la menor capacidad de esta organización para evaluar, prever, asesorar, coordinar, actuar o ayudar frente a enfermedades, pandemias o catástrofes sanitarias. Pero es lógico y será inevitable que el perjuicio sea mucho mayor en los más pobres, en donde los sistemas nacionales de salud son más débiles y con mayor dependencia exterior.
Claramente, la decisión que han tomado Trump o Milei podría llevar a la enfermedad o a la muerte a cientos de miles de seres humanos.
Ahora bien, la medida de ambos presidentes es doblemente cruel porque perjudica incluso a sus propias naciones. Hay que ser muy ignorante para no darse cuenta de que Estados Unidos o Argentina también sufrirán las consecuencias de esta decisión.
Las epidemias, infecciones o enfermedades que la OMS ayuda a combatir no entienden de fronteras, como ha demostrado el Covid-19. Por lo tanto, cuanto más se expandan fuera de un país, más riesgo tendrán de sufrirlas también los que hayan abandonado la organización. Retirarse de ella limita la experiencia y capacidad de monitoreo del sistema de salud, retrasa las respuestas y, sin la cooperación activa de una organización global, se tendrá más dificultades para hacer frente a riesgos sanitarios, como la gripe aviar o brotes de sarampión, que ya han empezado a manifestarse, o a otros que puedan venir en el futuro.
Así lo advierten especialistas como Jesse Bump, profesor de políticas de salud global y director ejecutivo del Programa Takemi en Salud Internacional, quien recientemente declaró que en Estados Unidos serían “más vulnerables a la importación de enfermedades que se propagarían a otros lugares (…) Con la disminución de la inmunización contra las enfermedades infantiles, es más probable que tengamos brotes de polio, sarampión y similares”.
En un mundo tan interconectado como el actual, aislarse de organismos cuyo objetivo es combatir enfermedades globales –ya sea por razones financieras, como dice Trump, o por autonomía, como sostiene Milei– recuerda a la tremenda insensatez de los ricos que, hace más de cien años, protestaban cuando tenían que pagar el saneamiento de los barrios populares de sus ciudades. Sin entender que cualquier tipo de enfermedad, desatada por falta de saneamiento, se propagaría sin remedio y llegaría también a sus casas.
Mentiras y negacionismo de la ciencia
Tanto Trump como Milei, junto a los equipos de oligarcas multimillonarios que los acompañan, han tomado esa decisión mintiendo a sus compatriotas.
El mandatario de EE.UU. se queja del coste financiero de la contribución obligatoria de su país, sin mencionar que esta se fija objetivamente en función de la población y el Producto Interno Bruto. Y sin considerar los beneficios que le producciones. Como también acusa sin pruebas a la OMS de dependencia política, cuando su país es el más influyente de todos.
Por su parte, Milei afirma que toma esta decisión para tener «más flexibilidad para adoptar políticas» y para que ningún «organismo internacional intervenga en nuestra soberanía». Pero oculta que esta organización no dicta ni impone políticas, sino que, a lo sumo, hace recomendaciones que pueden seguirse o no.
La OMS pudo haber tenido retrasos e incluso haber cometido errores en la última pandemia de Covid-19, pero en ningún caso esto justifica que algún país la abandone por esa razón. Por el contrario, debería impulsarlos a fortalecerla.
Al sostener que sus decisiones responden a ideologías o preferencias políticas y no de conclusiones científicas, lo que hacen Trump, Milei y su cohorte de oligarcas es precisamente destruir la confianza en el soporte más potente que ha tenido el progreso de la humanidad a lo largo de la historia: la ciencia.
Lo hacen porque saben perfectamente que la única forma de consolidar su estrategia de dominio imperial es engañar y mantener a los pueblos en la ignorancia y la confusión. Ya lo dijo el libertador latinoamericano Simón Bolívar ante el Segundo Congreso de Venezuela en 1819: “La esclavitud es hija de las tinieblas y un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción.”
Esperemos que haya presión social y se imponga la sensatez. Las consecuencias de esta decisión irresponsable, si no se revierte, serían dramáticas.
Juan Torres López
miércoles, 26 de febrero de 2025
Dolor, mucha pena y rabia seca
Cuando era pequeño y vivía en Jaén, debía tener siete u ocho años, entre los niños que entonces eran mis amigos y vecinos se decía que cerca de nuestra casa vivían «los judíos», un matrimonio a quien, según ordenaban los mayores, no se debía visitar. Eran años en los que la dictadura consideraba que los comunistas, masones y judíos eran los enemigos de España.
Un día, el mejor de mis amigos de entonces y yo nos acercamos al piso donde vivían «los judíos». Se había corrido la voz de que tenían televisión, un aparato que ninguno de nosotros había visto nunca, y allí nos presentamos. Nos abrieron sin preguntar y nos acomodaron. Ahora creo que sabían perfectamente a lo que íbamos porque nada más entrar y sin apenas decirnos nada nos sentaron justo enfrente de la pantalla. No recuerdo con precisión qué fue lo que vi la primera vez que contemplé un televisor. Juraría que era una película «del Oeste», como se decía entonces. Con nitidez, sólo recuerdo que, para disimular el blanco y negro, tenía una especie de hoja de plástico que le daba algunos tonos que podrían pasar por coloridos. No recuerdo las imágenes porque dediqué preferentemente mi atención a tratar de descubrir en qué se diferenciaban esas personas, «los judíos», de nosotros o de mis padres y demás conocidos de entonces. Naturalmente, no encontré disparidad alguna, salvando que el marido llevaba lo que más tarde supe que era la kipá. Mi memoria no me da para recordar su color, como tampoco sus facciones, ni las de su mujer. Permanece en mi mente, eso sí, su sonrisa de agrado y acogedora.
Se que fuimos varios días más, pero sólo conservo bien el recuerdo del primero. Y me viene ahora también a la memoria que, por aquellos días, el gran amigo que me había acompañado a casa de «los judíos» me dejó de hablar durante bastante tiempo porque mantuve una breve conversación en el parque con un chico gitano que jugueteaba entre nosotros con su bicicleta. «Con los gitanos no se habla», me dijo, y yo no le hice caso. Pronto fue también cuando descubrí que había algo peor que ser judío en la España patriótica y católica de mi infancia. Y pronto comencé a ser libre y a llevar mi vida por donde yo creía que debía ir y no por donde se me dijera. Una conducta que me ha dado algún que otro disgusto pero que repetiría mil veces, si mil veces volviese a nacer.
Más tarde, conocí, no sabría decir si más a través de novelas que por libros de historia, el devenir doloroso del pueblo judío, los avatares trágicos de su expulsión en España, la persecución en tantos lugares y, por fin, el Holocausto.
Todo eso, el haber comprobado desde pequeño que no había razón alguna para demonizar a quien generosamente me ofrecía su casa y lo que pude aprender de tantos otros testimonios, me llevó a sentir siempre un afecto especial por el pueblo judío, admiración por su herencia de esfuerzo y tesón, y un respeto singular por el dolor acumulado por tantas generaciones perseguidas y asesinadas.
Durante muchos años, cuando pensaba en ese pueblo me venían a la mente frases como la que leí, no se bien cuándo, de Santiago Kovadloff, un gran filósofo argentino: «Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y ha convertido sus pesares en materia de esperanza». O en el testimonio de Mauricio Wiesenthal: «La cultura judía no es un gueto sino un firmamento de fe y de vida, de oración, de memoria y de libertad (…). El judaísmo es el fundamento de la civilización europea».
En los últimos años y sobre todo desde sus crímenes recientes contra el pueblo palestino, contemplo a Israel y al pueblo judío de otro modo. ¿Qué diferencia hay entre lo que hace su gobierno en Gaza y lo que el nazismo hizo con millones de judíos inocentes? ¿Cómo puede llevar a cabo una auténtica limpieza étnica con otro pueblo el que tantas persecuciones ha sufrido? ¿Cómo puede generar tanto dolor injusto el pueblo que tanto ha llorado sufriendo injusticias?
Cada declaración de Netanyahu o sus aliados sube de tono respecto a la anterior. A un crimen sigue otro más inhumano, detrás de cada agresión viene otra más sangrante. ¿Cómo es posible que se haya producido esa mutación?
¿Dormirán serenos su sueño eterno los judíos víctimas inocentes del nazismo cuando sepan que el pueblo al que con orgullo pertenecieron lleva a cabo un genocidio en suelo palestino, lleno ahora, como entonces, de la sangre inocente de miles de mujeres, hombres y menores?
Siento dolor y pena. Y rabia también. No sólo cuando oigo a Netanyahu bramar de odio y a Donald Trump decir que expulsará a los palestinos de su tierra para construir hoteles y residencias de lujo, sino aún más cuando retruena en mis oídos el silencio cobarde y cómplice de tantas autoridades y líderes mundiales. Sin el cual, no estaría ocurriendo lo que ocurre.
Publiqué el año pasado un libro que titulé Para que haya futuro con el que quería transmitir esperanza y mi íntima y fuerte convicción en que la bondad y la inteligencia de los seres humanos permite construir un mundo de libertades y en paz.
No puedo negar que al levantarme cada día pienso en lo difícil que me resulta mantener ese convencimiento. Pero no me voy a dejar vencer. No voy a arrodillarme ante el mal, ni me va a doblegar la inhumanidad. Es verdad que puedo hacer muy poco, casi nada; sólo, si acaso, no callarme y unirme a quienes no se callan. Y no me callaré. Hago lo poco puedo, transmitir a quien quiera leerme mi demanda, mi grito doloroso, aunque siempre esperanzado: ¡Dejen ya de matar y abandonen la violencia como único lenguaje! ¡Basta ya!
Un día, el mejor de mis amigos de entonces y yo nos acercamos al piso donde vivían «los judíos». Se había corrido la voz de que tenían televisión, un aparato que ninguno de nosotros había visto nunca, y allí nos presentamos. Nos abrieron sin preguntar y nos acomodaron. Ahora creo que sabían perfectamente a lo que íbamos porque nada más entrar y sin apenas decirnos nada nos sentaron justo enfrente de la pantalla. No recuerdo con precisión qué fue lo que vi la primera vez que contemplé un televisor. Juraría que era una película «del Oeste», como se decía entonces. Con nitidez, sólo recuerdo que, para disimular el blanco y negro, tenía una especie de hoja de plástico que le daba algunos tonos que podrían pasar por coloridos. No recuerdo las imágenes porque dediqué preferentemente mi atención a tratar de descubrir en qué se diferenciaban esas personas, «los judíos», de nosotros o de mis padres y demás conocidos de entonces. Naturalmente, no encontré disparidad alguna, salvando que el marido llevaba lo que más tarde supe que era la kipá. Mi memoria no me da para recordar su color, como tampoco sus facciones, ni las de su mujer. Permanece en mi mente, eso sí, su sonrisa de agrado y acogedora.
Se que fuimos varios días más, pero sólo conservo bien el recuerdo del primero. Y me viene ahora también a la memoria que, por aquellos días, el gran amigo que me había acompañado a casa de «los judíos» me dejó de hablar durante bastante tiempo porque mantuve una breve conversación en el parque con un chico gitano que jugueteaba entre nosotros con su bicicleta. «Con los gitanos no se habla», me dijo, y yo no le hice caso. Pronto fue también cuando descubrí que había algo peor que ser judío en la España patriótica y católica de mi infancia. Y pronto comencé a ser libre y a llevar mi vida por donde yo creía que debía ir y no por donde se me dijera. Una conducta que me ha dado algún que otro disgusto pero que repetiría mil veces, si mil veces volviese a nacer.
Más tarde, conocí, no sabría decir si más a través de novelas que por libros de historia, el devenir doloroso del pueblo judío, los avatares trágicos de su expulsión en España, la persecución en tantos lugares y, por fin, el Holocausto.
Todo eso, el haber comprobado desde pequeño que no había razón alguna para demonizar a quien generosamente me ofrecía su casa y lo que pude aprender de tantos otros testimonios, me llevó a sentir siempre un afecto especial por el pueblo judío, admiración por su herencia de esfuerzo y tesón, y un respeto singular por el dolor acumulado por tantas generaciones perseguidas y asesinadas.
Durante muchos años, cuando pensaba en ese pueblo me venían a la mente frases como la que leí, no se bien cuándo, de Santiago Kovadloff, un gran filósofo argentino: «Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y ha convertido sus pesares en materia de esperanza». O en el testimonio de Mauricio Wiesenthal: «La cultura judía no es un gueto sino un firmamento de fe y de vida, de oración, de memoria y de libertad (…). El judaísmo es el fundamento de la civilización europea».
En los últimos años y sobre todo desde sus crímenes recientes contra el pueblo palestino, contemplo a Israel y al pueblo judío de otro modo. ¿Qué diferencia hay entre lo que hace su gobierno en Gaza y lo que el nazismo hizo con millones de judíos inocentes? ¿Cómo puede llevar a cabo una auténtica limpieza étnica con otro pueblo el que tantas persecuciones ha sufrido? ¿Cómo puede generar tanto dolor injusto el pueblo que tanto ha llorado sufriendo injusticias?
Cada declaración de Netanyahu o sus aliados sube de tono respecto a la anterior. A un crimen sigue otro más inhumano, detrás de cada agresión viene otra más sangrante. ¿Cómo es posible que se haya producido esa mutación?
¿Dormirán serenos su sueño eterno los judíos víctimas inocentes del nazismo cuando sepan que el pueblo al que con orgullo pertenecieron lleva a cabo un genocidio en suelo palestino, lleno ahora, como entonces, de la sangre inocente de miles de mujeres, hombres y menores?
Siento dolor y pena. Y rabia también. No sólo cuando oigo a Netanyahu bramar de odio y a Donald Trump decir que expulsará a los palestinos de su tierra para construir hoteles y residencias de lujo, sino aún más cuando retruena en mis oídos el silencio cobarde y cómplice de tantas autoridades y líderes mundiales. Sin el cual, no estaría ocurriendo lo que ocurre.
Publiqué el año pasado un libro que titulé Para que haya futuro con el que quería transmitir esperanza y mi íntima y fuerte convicción en que la bondad y la inteligencia de los seres humanos permite construir un mundo de libertades y en paz.
No puedo negar que al levantarme cada día pienso en lo difícil que me resulta mantener ese convencimiento. Pero no me voy a dejar vencer. No voy a arrodillarme ante el mal, ni me va a doblegar la inhumanidad. Es verdad que puedo hacer muy poco, casi nada; sólo, si acaso, no callarme y unirme a quienes no se callan. Y no me callaré. Hago lo poco puedo, transmitir a quien quiera leerme mi demanda, mi grito doloroso, aunque siempre esperanzado: ¡Dejen ya de matar y abandonen la violencia como único lenguaje! ¡Basta ya!
Juan Torres López
domingo, 22 de diciembre de 2024
_- Los ultraliberales se retratan apoyando a Donald Trump
_- La composición del voto que ha recibido Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos es una buena muestra de que el mundo de nuestros días ha perdido la cabeza o, como decía Eduardo Galeano, de que está patas arriba.
Un estudio reciente muestra que casi la tercera parte de sus votantes (31%) son «conservadores acérrimos», defienden el tradicionalismo moral y que ser cristiano es un componente muy o bastante importante para ser un verdadero estadounidense. Otro 20% de sus votantes está formado por lo que podría traducirse como «conservacionistas» de lo americano. Es el grupo más propenso a decir que la religión es “muy importante” y que su identidad cristiana también lo es para ellos personalmente. Prácticamente el mismo porcentaje (19%) son «anti-élites» y finalmente, aunque siendo el segundo porcentaje más elevado, se encontrarían los defensores del mercado y el libre comercio (25%).
En resumen, casi la mitad de las personas que han votado a Trump se consideran cristianas, portadoras de altos valores morales y creen que esto es lo que caracteriza o debe tener un buen americano. A pesar de ello, han votado a un candidato que ha sido condenado en firme por cometer 34 delitos, entre otros, falsificación de documentos o pagar a una actriz porno con la que tuvo relaciones sexuales estando casado para que guardase silencio. Un candidato que, para definir a su primera esposa, Marla Maples, no se le ocurrió otra cosa que decir: «Un diez en tetas y un cero en cerebro». De moral intachable.
Por otro lado, una quinta parte de los votantes de Trump son anti-élites, a pesar de que su principal apoyo ha sido el hombre más rico del mundo o que financiaba su campaña con cenas organizadas por millonarios en las que había que pagar hasta 250.000 dólares para poder asistir.
Sin embargo, los apoyos más surrealistas son los de ese 25% de sus votantes que se consideran defensores de la economía de libre mercado y del libre comercio. Digo que son los más surrealistas porque, en ese caso, no hay que incluir tan sólo a gente de la calle que pudiera pensarse que no esté bien informada. En ese grupo están -votando si viven en Estados Unidos o reconociendo a Trump como su líder- miles de economistas de prestigio mediático y personajes relevantes de todo el mundo que proclaman su fe liberal como si fuera una verdad científica.
Es ciertamente surrealista comprobar que los ultra-mega-hiper-liberales como Milei de todo el planeta se hayan encandilado con Trump. O, mejor que surrealista, una auténtica confesión de parte. Un verdadero autorretrato.
Quienes dicen defender las virtudes de la competencia, del mercado libre y el librecambismo en el comercio internacional votan y ensalzan como líder a quien ya ha demostrado ser, en sus anteriores cuatro años de mandato presidencial, un gobernante hiperintervencionista, destructor del libre comercio y firme partidario de utilizar la política fiscal, aunque para distribuir a favor de sus grupos de interés y saltándose a la torera cualquier principio que suponga promover la igualdad de oportunidades que garantiza el efectivo ejercicio de la libertad. El mismo que ahora vuelve a asegurar que subirá los aranceles para proteger a unos cuantos negocios (a costa de una inevitable subida de precios y de pérdida de ineficiencia general) en cuanto comience a gobernar.
Los ultraliberales que preconizan la disminución del Estado y la deuda pública han votado, apoyan y arropan como su líder, dentro y fuera de Estados Unidos, a quien ha sido el mayor fabricante de deuda pública de los últimos tiempos: durante su mandato de 2016 a 2020 aprobó 8,8 billones de dólares de nuevo endeudamiento bruto y redujo el déficit en 443.000 millones de dólares; a diferencia de lo ocurrido con Biden, quien aumentó la deuda en 2,6 millones menos (8,2 6,2 millones) y logró una reducción del déficit 4,2 veces mayor (1,9 billones).
El apoyo a un intervencionista como Trump, a quien utiliza sin descanso los resortes del Estado para beneficiar a unos pocos, por quienes se autoproclaman defensores acérrimos de la libertad, la competencia de mercado, el libre comercio y enemigos del Estado es la mejor prueba que pueda encontrarse del fraude intelectual, del cinismo y la miseria moral que esconde su ideología.
Detrás de Trump, Milei y de quienes defienden sus mismas ideas anti-Estado sólo hay una enorme y cada vez más patente falsedad. No buscan realmente lo que dicen, sino favorecer a la parte ya de por sí más favorecida de la sociedad. Los ingresos del 95% por ciento de la población se mantuvieron, en promedio, prácticamente constantes de 2016 a 2019, en el primer mandato de Trump, mientras que los del 5% más rico aumentaron un 17%. Esa es la realidad del «liberalismo» que pregonan. El editor de economía de Financial Times, Martin Wolf, la denomina «plutopopulismo», el populismo de los ricos; en realidad, de los muy, muy ricos, para quedarse con la riqueza de todos los demás.
Lo preocupante es que han acumulado mucho poder y que será muy costoso y complicado lograr que la gente salga del engaño y descubra la realidad.
Un estudio reciente muestra que casi la tercera parte de sus votantes (31%) son «conservadores acérrimos», defienden el tradicionalismo moral y que ser cristiano es un componente muy o bastante importante para ser un verdadero estadounidense. Otro 20% de sus votantes está formado por lo que podría traducirse como «conservacionistas» de lo americano. Es el grupo más propenso a decir que la religión es “muy importante” y que su identidad cristiana también lo es para ellos personalmente. Prácticamente el mismo porcentaje (19%) son «anti-élites» y finalmente, aunque siendo el segundo porcentaje más elevado, se encontrarían los defensores del mercado y el libre comercio (25%).
En resumen, casi la mitad de las personas que han votado a Trump se consideran cristianas, portadoras de altos valores morales y creen que esto es lo que caracteriza o debe tener un buen americano. A pesar de ello, han votado a un candidato que ha sido condenado en firme por cometer 34 delitos, entre otros, falsificación de documentos o pagar a una actriz porno con la que tuvo relaciones sexuales estando casado para que guardase silencio. Un candidato que, para definir a su primera esposa, Marla Maples, no se le ocurrió otra cosa que decir: «Un diez en tetas y un cero en cerebro». De moral intachable.
Por otro lado, una quinta parte de los votantes de Trump son anti-élites, a pesar de que su principal apoyo ha sido el hombre más rico del mundo o que financiaba su campaña con cenas organizadas por millonarios en las que había que pagar hasta 250.000 dólares para poder asistir.
Sin embargo, los apoyos más surrealistas son los de ese 25% de sus votantes que se consideran defensores de la economía de libre mercado y del libre comercio. Digo que son los más surrealistas porque, en ese caso, no hay que incluir tan sólo a gente de la calle que pudiera pensarse que no esté bien informada. En ese grupo están -votando si viven en Estados Unidos o reconociendo a Trump como su líder- miles de economistas de prestigio mediático y personajes relevantes de todo el mundo que proclaman su fe liberal como si fuera una verdad científica.
Es ciertamente surrealista comprobar que los ultra-mega-hiper-liberales como Milei de todo el planeta se hayan encandilado con Trump. O, mejor que surrealista, una auténtica confesión de parte. Un verdadero autorretrato.
Quienes dicen defender las virtudes de la competencia, del mercado libre y el librecambismo en el comercio internacional votan y ensalzan como líder a quien ya ha demostrado ser, en sus anteriores cuatro años de mandato presidencial, un gobernante hiperintervencionista, destructor del libre comercio y firme partidario de utilizar la política fiscal, aunque para distribuir a favor de sus grupos de interés y saltándose a la torera cualquier principio que suponga promover la igualdad de oportunidades que garantiza el efectivo ejercicio de la libertad. El mismo que ahora vuelve a asegurar que subirá los aranceles para proteger a unos cuantos negocios (a costa de una inevitable subida de precios y de pérdida de ineficiencia general) en cuanto comience a gobernar.
Los ultraliberales que preconizan la disminución del Estado y la deuda pública han votado, apoyan y arropan como su líder, dentro y fuera de Estados Unidos, a quien ha sido el mayor fabricante de deuda pública de los últimos tiempos: durante su mandato de 2016 a 2020 aprobó 8,8 billones de dólares de nuevo endeudamiento bruto y redujo el déficit en 443.000 millones de dólares; a diferencia de lo ocurrido con Biden, quien aumentó la deuda en 2,6 millones menos (8,2 6,2 millones) y logró una reducción del déficit 4,2 veces mayor (1,9 billones).
El apoyo a un intervencionista como Trump, a quien utiliza sin descanso los resortes del Estado para beneficiar a unos pocos, por quienes se autoproclaman defensores acérrimos de la libertad, la competencia de mercado, el libre comercio y enemigos del Estado es la mejor prueba que pueda encontrarse del fraude intelectual, del cinismo y la miseria moral que esconde su ideología.
Detrás de Trump, Milei y de quienes defienden sus mismas ideas anti-Estado sólo hay una enorme y cada vez más patente falsedad. No buscan realmente lo que dicen, sino favorecer a la parte ya de por sí más favorecida de la sociedad. Los ingresos del 95% por ciento de la población se mantuvieron, en promedio, prácticamente constantes de 2016 a 2019, en el primer mandato de Trump, mientras que los del 5% más rico aumentaron un 17%. Esa es la realidad del «liberalismo» que pregonan. El editor de economía de Financial Times, Martin Wolf, la denomina «plutopopulismo», el populismo de los ricos; en realidad, de los muy, muy ricos, para quedarse con la riqueza de todos los demás.
Lo preocupante es que han acumulado mucho poder y que será muy costoso y complicado lograr que la gente salga del engaño y descubra la realidad.
martes, 17 de diciembre de 2024
Más principios a la papelera: los socialistas gobiernan con la extrema derecha
El Parlamento Europeo ha dado por fin el visto bueno a la nueva Comisión que debe dirigir la política europea durante los próximos cinco años.
El trabajo sucio del Partido Popular de Núñez Feijóo y un nuevo cambio de principios de los socialistas que lidera Pedro Sánchez han dado como fruto que la extrema derecha se naturalice y forme parte ya del gobierno de la Unión Europea.
Por eso, aunque algunos medios dicen que Feijóo ha hecho el ridículo en Europa, yo creo que, en realidad, ha desarrollado una jugada maestra. En beneficio propio, eso sí, y sin tener en cuenta los intereses y el prestigio de España.
Los populares españoles vetaron a Teresa Ribera sabiendo que Von der Leyen no podría formar su Ejecutivo sin el apoyo de la mayoría del grupo socialista europeo que depende de los eurodiputados españoles; y, al mismo tiempo, que Pedro Sánchez no permitiría que su candidata a vicepresidenta quedara fuera de la Comisión. El resultado ha sido el fácilmente previsto: a cambio de que los populares europeos aceptaran a la española, los socialistas españoles daban su visto bueno para que formen parte de la Comisión Raffaele Fitto, del partido de extrema derecha de la italiana Giorgia Meloni, y Olivér Várhelyi, aliado del húngaro Viktor Orban. De este último ha dicho Donald Trump que «no hay nadie mejor, más inteligente o mejor líder (…) Es fantástico”.
Lo que perseguía el PP de Feijóo no era realmente que Ribera se cayera de la Comisión. No son tontos y sabían que no lo iban a conseguir. Buscaban despejar su espacio político en España haciendo ver que los pactos con la extrema derecha que necesita para gobernar están aceptados sin problemas en Europa, incluso por su principal rival, el PSOE.
La trascendencia de esta jugada y del paso que han dado los socialistas españoles se manifiesta en la división que han provocado entre los miembros de su propio grupo parlamentario: 25 han votado en contra y 18 se han abstenido.
Hasta hace unos días, los socialistas españoles mantenían que la alianza con la extrema derecha es un peligro para la democracia y han condenado al Partido Popular por gobernar con ella en diversas comunidades autónomas y ayuntamientos españoles. A partir de ahora, no podrán criticar los acuerdos entre el PP y Vox para gobernar. O, quién sabe, lo mismo vuelven a hacerlo, aunque ellos mismos gobiernen con la extrema derecha en Europa.
No critico por criticar, ni yo establecí el criterio que los socialistas han venido defendiendo y que ahora han tirado a la papelera. Han sido ellos mismos quienes han mostrado una vez más que sus principios morales son de quita y pon.
De hecho, yo creo que la expresión y la práctica del llamado «cordón sanitario» que se suele utilizar para dejar fuera de los pactos democráticos a la extrema derecha son desafortunadas. Creo que los acuerdos deben establecerse sobre cuestiones sustantivas y concretas y no sobre calificaciones apriorísticas. Si algo es bueno, justo y mejora las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad, me parecería bien que se suscriba mediante pactos entre cualquier tipo de formación política. No creo en la descalificación por principio a la hora de llegar a acuerdos. Lo que me parece importante es su contenido, no entre quién se acuerda. De hecho, lo que yo critico a la extrema derecha es su totalitarismo, que actúe justamente así, condenando por principio y considerando enemigo a destruir a quien no comparte sus ideas o intereses. No puedo defender que otros hagan lo mismo.
Por esa razón, yo ni siquiera estaría en contra de que se llegue a pactos con la extrema derecha si lo que se pacta es, como digo, democrático, justo y beneficioso. Y hasta podría entender a quien defienda que, dada la forma en que funciona la Unión Europea, no hay otro tipo posible de gobernanza. Lo que no puedo entender es lo que vienen haciendo los socialistas españoles liderados por Pedro Sánchez: defender una cosa y su contraria como si fuesen lo mismo, cada vez que les conviene. No se puede decir que gobernar con la extrema derecha es malo si lo hace el otro y bueno si lo hace uno.
Yo creo que la gente puede entender y perdonar que un partido o gobierno no alcance los objetivos que se había propuesto. Lo que resulta inaceptable es la falta de coherencia y la traición a los principios que se dice defender.
El trabajo sucio del Partido Popular de Núñez Feijóo y un nuevo cambio de principios de los socialistas que lidera Pedro Sánchez han dado como fruto que la extrema derecha se naturalice y forme parte ya del gobierno de la Unión Europea.
Por eso, aunque algunos medios dicen que Feijóo ha hecho el ridículo en Europa, yo creo que, en realidad, ha desarrollado una jugada maestra. En beneficio propio, eso sí, y sin tener en cuenta los intereses y el prestigio de España.
Los populares españoles vetaron a Teresa Ribera sabiendo que Von der Leyen no podría formar su Ejecutivo sin el apoyo de la mayoría del grupo socialista europeo que depende de los eurodiputados españoles; y, al mismo tiempo, que Pedro Sánchez no permitiría que su candidata a vicepresidenta quedara fuera de la Comisión. El resultado ha sido el fácilmente previsto: a cambio de que los populares europeos aceptaran a la española, los socialistas españoles daban su visto bueno para que formen parte de la Comisión Raffaele Fitto, del partido de extrema derecha de la italiana Giorgia Meloni, y Olivér Várhelyi, aliado del húngaro Viktor Orban. De este último ha dicho Donald Trump que «no hay nadie mejor, más inteligente o mejor líder (…) Es fantástico”.
Lo que perseguía el PP de Feijóo no era realmente que Ribera se cayera de la Comisión. No son tontos y sabían que no lo iban a conseguir. Buscaban despejar su espacio político en España haciendo ver que los pactos con la extrema derecha que necesita para gobernar están aceptados sin problemas en Europa, incluso por su principal rival, el PSOE.
La trascendencia de esta jugada y del paso que han dado los socialistas españoles se manifiesta en la división que han provocado entre los miembros de su propio grupo parlamentario: 25 han votado en contra y 18 se han abstenido.
Hasta hace unos días, los socialistas españoles mantenían que la alianza con la extrema derecha es un peligro para la democracia y han condenado al Partido Popular por gobernar con ella en diversas comunidades autónomas y ayuntamientos españoles. A partir de ahora, no podrán criticar los acuerdos entre el PP y Vox para gobernar. O, quién sabe, lo mismo vuelven a hacerlo, aunque ellos mismos gobiernen con la extrema derecha en Europa.
No critico por criticar, ni yo establecí el criterio que los socialistas han venido defendiendo y que ahora han tirado a la papelera. Han sido ellos mismos quienes han mostrado una vez más que sus principios morales son de quita y pon.
De hecho, yo creo que la expresión y la práctica del llamado «cordón sanitario» que se suele utilizar para dejar fuera de los pactos democráticos a la extrema derecha son desafortunadas. Creo que los acuerdos deben establecerse sobre cuestiones sustantivas y concretas y no sobre calificaciones apriorísticas. Si algo es bueno, justo y mejora las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad, me parecería bien que se suscriba mediante pactos entre cualquier tipo de formación política. No creo en la descalificación por principio a la hora de llegar a acuerdos. Lo que me parece importante es su contenido, no entre quién se acuerda. De hecho, lo que yo critico a la extrema derecha es su totalitarismo, que actúe justamente así, condenando por principio y considerando enemigo a destruir a quien no comparte sus ideas o intereses. No puedo defender que otros hagan lo mismo.
Por esa razón, yo ni siquiera estaría en contra de que se llegue a pactos con la extrema derecha si lo que se pacta es, como digo, democrático, justo y beneficioso. Y hasta podría entender a quien defienda que, dada la forma en que funciona la Unión Europea, no hay otro tipo posible de gobernanza. Lo que no puedo entender es lo que vienen haciendo los socialistas españoles liderados por Pedro Sánchez: defender una cosa y su contraria como si fuesen lo mismo, cada vez que les conviene. No se puede decir que gobernar con la extrema derecha es malo si lo hace el otro y bueno si lo hace uno.
Yo creo que la gente puede entender y perdonar que un partido o gobierno no alcance los objetivos que se había propuesto. Lo que resulta inaceptable es la falta de coherencia y la traición a los principios que se dice defender.
domingo, 15 de diciembre de 2024
El Banco de España regala 12.000 millones a la banca y a la banca le parece mucho un impuesto por el que paga 1.695
Vuelvo a escribir sobre el mismo tema que comenté en un artículo del pasado mes de marzo y en otro de febrero de 2023 porque es fundamental que la gente sepa los regalos multimillonarios que el Banco de España y el Banco Central Europeo están haciendo a la banca privada con su dinero.
Lo hago de nuevo a partir de un artículo publicado en el diario económico Cinco Días por Carlos Arenillas, exvicepresidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, y Jorge Pérez, exjefe de regulación contable del Banco de España.
Estos economistas han estimado que el Banco de España ha pagado unos 12.000 millones de euros a los bancos españoles, entre septiembre de 2023 y 2024, en concepto de intereses por los depósitos que mantienen en el banco central. Una cantidad que explica las pérdidas de unos 8.000 millones de euros que registró el Banco de España y que supone una merma de ingresos de ese mismo montante para el Tesoro.
Por ese concepto y al conjunto de la banca privada europea, estos economistas estiman que el Banco Central Europeo ha pagado 125.000 millones de euros en el mismo periodo.
Estas cifras son escandalosas, al menos, por tres razones.
En primer lugar, por su magnitud: los pagos por intereses del BCE a la banca privada representan casi el 75 por ciento de todos los gastos que realiza la Unión Europea a lo largo del año. En España equivale más o menos a un mes de gasto público en pensiones, un mes y medio de gasto en sanidad o a dos meses y medio en educación.
En segundo lugar, es escandaloso que esas cifras se mantengan en secreto. Arenillas y Pérez han tenido que estimarlas porque el Banco de España se niega expresamente a proporcionar la cantidad exacta que paga a cada banco, a pesar de que se trata de dinero público y de que sus directivos no paran de reclamar transparencia, austeridad y eficacia a los gastos que realizan las demás instituciones del Estado.
En tercer lugar, porque, como expliqué en el artículo de marzo, no está justificado de ningún modo que los bancos centrales tengan que pagar esos intereses a la banca. Es un regalo, un subsidio que no responde a ninguna necesidad, sino tan solo a un privilegio. Antes de 1999 no existía esa remuneración en Europa (salvo en Alemania) y sólo desde 2008 comenzó a darse en Estados Unidos. Como ha mostrado, entre otros, Paul de Grauwe, para evitar ese dispendio cuando los tipos de interés están subiendo, el banco central puede aumentar la cantidad de dinero que los bancos han de mantener en reservas no remuneradas o vender los bonos que los bancos centrales acumulan para retirar dinero del sistema bancario.
Mientras se produce este escandaloso regalo a la banca con dinero público, mis colegas economistas que ponen el grito en el cielo cuando aumenta el gasto del Estado para dar ayudas mucho menos generosas a las personas o empresas más necesitadas mantienen silencio. Se callan cuando la banca española recibe un subsidio privilegiado del Banco de España de 12.000 millones de euros, mientras que sólo las cinco mayores entidades tuvieron un beneficio de más de 25.000 millones en 2023, y cuando, a pesar de ello, rechazan un impuesto extraordinario por el que sólo tuvieron que pagar 1.695 millones de euros.
O, mejor dicho, no se callan. Los del Banco de España afirman que ese impuesto puede penalizar el crédito y los de Fedea que “desincentiva el crecimiento” de los bancos» y tiene “repercusiones negativas sobre su eficiencia”. Son los que dicen que no hay dinero para el sistema de pensiones públicas, pero les parece bien darle a la banca sin justificación ninguna el equivalente a lo que más o menos se ha gastado en pensiones en el pasado mes de noviembre.
Pónganles ustedes el calificativo que deseen a la situación y a quienes la justifican y defienden.
Lo hago de nuevo a partir de un artículo publicado en el diario económico Cinco Días por Carlos Arenillas, exvicepresidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, y Jorge Pérez, exjefe de regulación contable del Banco de España.
Estos economistas han estimado que el Banco de España ha pagado unos 12.000 millones de euros a los bancos españoles, entre septiembre de 2023 y 2024, en concepto de intereses por los depósitos que mantienen en el banco central. Una cantidad que explica las pérdidas de unos 8.000 millones de euros que registró el Banco de España y que supone una merma de ingresos de ese mismo montante para el Tesoro.
Por ese concepto y al conjunto de la banca privada europea, estos economistas estiman que el Banco Central Europeo ha pagado 125.000 millones de euros en el mismo periodo.
Estas cifras son escandalosas, al menos, por tres razones.
En primer lugar, por su magnitud: los pagos por intereses del BCE a la banca privada representan casi el 75 por ciento de todos los gastos que realiza la Unión Europea a lo largo del año. En España equivale más o menos a un mes de gasto público en pensiones, un mes y medio de gasto en sanidad o a dos meses y medio en educación.
En segundo lugar, es escandaloso que esas cifras se mantengan en secreto. Arenillas y Pérez han tenido que estimarlas porque el Banco de España se niega expresamente a proporcionar la cantidad exacta que paga a cada banco, a pesar de que se trata de dinero público y de que sus directivos no paran de reclamar transparencia, austeridad y eficacia a los gastos que realizan las demás instituciones del Estado.
En tercer lugar, porque, como expliqué en el artículo de marzo, no está justificado de ningún modo que los bancos centrales tengan que pagar esos intereses a la banca. Es un regalo, un subsidio que no responde a ninguna necesidad, sino tan solo a un privilegio. Antes de 1999 no existía esa remuneración en Europa (salvo en Alemania) y sólo desde 2008 comenzó a darse en Estados Unidos. Como ha mostrado, entre otros, Paul de Grauwe, para evitar ese dispendio cuando los tipos de interés están subiendo, el banco central puede aumentar la cantidad de dinero que los bancos han de mantener en reservas no remuneradas o vender los bonos que los bancos centrales acumulan para retirar dinero del sistema bancario.
Mientras se produce este escandaloso regalo a la banca con dinero público, mis colegas economistas que ponen el grito en el cielo cuando aumenta el gasto del Estado para dar ayudas mucho menos generosas a las personas o empresas más necesitadas mantienen silencio. Se callan cuando la banca española recibe un subsidio privilegiado del Banco de España de 12.000 millones de euros, mientras que sólo las cinco mayores entidades tuvieron un beneficio de más de 25.000 millones en 2023, y cuando, a pesar de ello, rechazan un impuesto extraordinario por el que sólo tuvieron que pagar 1.695 millones de euros.
O, mejor dicho, no se callan. Los del Banco de España afirman que ese impuesto puede penalizar el crédito y los de Fedea que “desincentiva el crecimiento” de los bancos» y tiene “repercusiones negativas sobre su eficiencia”. Son los que dicen que no hay dinero para el sistema de pensiones públicas, pero les parece bien darle a la banca sin justificación ninguna el equivalente a lo que más o menos se ha gastado en pensiones en el pasado mes de noviembre.
Pónganles ustedes el calificativo que deseen a la situación y a quienes la justifican y defienden.
viernes, 8 de noviembre de 2024
_- Quienes no quieren impuestos para sostener al Estado, piden ahora que les ayude
_- La Comunidad Valenciana está sufriendo una desgracia que nos tiene conmocionados a todos los españoles. Además de sentirnos solidarios emocionalmente, muchas personas prestamos ayuda material de la manera en que podemos. Pero con ella no es suficiente. Ni tan siquiera con la que están proporcionando algunas empresas, organizaciones no gubernamentales, fundaciones o colectivos de todo tipo. Es imprescindible que el Estado intervenga y proporcione los recursos extraordinarios que precisa una catástrofe extraordinaria.
Así lo ha entendido el gobierno de la Generalitat valenciana que acaba de solicitar al central 31.402 millones de euros, más de lo que representa su presupuesto anual. Una cantidad enorme de dinero que incluso puede que ni siquiera sea suficiente para que se recupere allí la normalidad, la vida económica y el patrimonio que han perdido miles de valencianos.
Sin embargo, los dirigentes valencianos, como todos los de PP y Vox, no paran de decir que hay que reducir la financiación del Estado bajando los impuestos y poniendo en práctica esa idea allí donde gobiernan.
Y así es como se da una triste coincidencia. Bajo el mandato de quienes ahora reclaman al gobierno central la mayor ayuda solicitada en cualquier momento por una comunidad autónoma, la Comunidad Valenciana será la autonomía que más dinero deje de ingresar en 2024 por la reducción de impuestos como el tramo autonómico del IRPF o el de Sucesiones y Donaciones. En total, 495 millones de euros por esos conceptos, según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), y a los que hay que añadir los que también perderá por la reducción de otros impuestos, como el que recae sobre bienes inmuebles (IBI), o de algunas tasas municipales.
El gobierno de la derecha y extrema derecha valencianas que recurre ahora al Estado lleva meses desmantelándolo y quitándole recursos, porque el Estado no es sólo el gobierno central, sino también el conjunto de las administraciones territoriales y entre ellas las valencianas.
El PP y Vox piden ahora dinero al Estado a quien no desean financiar; solicitan militares, bomberos, policías, sanitarios, servicios y personal de emergencias… cuando están dedicando cada día que pasa menos recursos para mantener sus servicios o pagarles su sueldo. No se olvide: para la derecha y la extrema derecha valencianas una unidad de emergencias es «un chiringuito» que eliminaron, como primera medida, cuando comenzaron a gobernar.
Si la derecha y la extrema derecha hicieran todo esto, desmantelar servicios públicos esenciales, para ahorrar o por simple ignorancia o incompetencia hasta se les podría perdonar. Lo que no tiene perdón es que lo hagan para beneficiar a un puñado de grandes empresas privadas, a la banca y a las personas más ricas que son los únicos que, de verdad, se benefician cuando se bajan los impuestos y se deja de financiar al Estado en la medida de lo necesario para el conjunto de la sociedad
Así lo ha entendido el gobierno de la Generalitat valenciana que acaba de solicitar al central 31.402 millones de euros, más de lo que representa su presupuesto anual. Una cantidad enorme de dinero que incluso puede que ni siquiera sea suficiente para que se recupere allí la normalidad, la vida económica y el patrimonio que han perdido miles de valencianos.
Sin embargo, los dirigentes valencianos, como todos los de PP y Vox, no paran de decir que hay que reducir la financiación del Estado bajando los impuestos y poniendo en práctica esa idea allí donde gobiernan.
Y así es como se da una triste coincidencia. Bajo el mandato de quienes ahora reclaman al gobierno central la mayor ayuda solicitada en cualquier momento por una comunidad autónoma, la Comunidad Valenciana será la autonomía que más dinero deje de ingresar en 2024 por la reducción de impuestos como el tramo autonómico del IRPF o el de Sucesiones y Donaciones. En total, 495 millones de euros por esos conceptos, según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), y a los que hay que añadir los que también perderá por la reducción de otros impuestos, como el que recae sobre bienes inmuebles (IBI), o de algunas tasas municipales.
El gobierno de la derecha y extrema derecha valencianas que recurre ahora al Estado lleva meses desmantelándolo y quitándole recursos, porque el Estado no es sólo el gobierno central, sino también el conjunto de las administraciones territoriales y entre ellas las valencianas.
El PP y Vox piden ahora dinero al Estado a quien no desean financiar; solicitan militares, bomberos, policías, sanitarios, servicios y personal de emergencias… cuando están dedicando cada día que pasa menos recursos para mantener sus servicios o pagarles su sueldo. No se olvide: para la derecha y la extrema derecha valencianas una unidad de emergencias es «un chiringuito» que eliminaron, como primera medida, cuando comenzaron a gobernar.
Si la derecha y la extrema derecha hicieran todo esto, desmantelar servicios públicos esenciales, para ahorrar o por simple ignorancia o incompetencia hasta se les podría perdonar. Lo que no tiene perdón es que lo hagan para beneficiar a un puñado de grandes empresas privadas, a la banca y a las personas más ricas que son los únicos que, de verdad, se benefician cuando se bajan los impuestos y se deja de financiar al Estado en la medida de lo necesario para el conjunto de la sociedad
martes, 5 de noviembre de 2024
Vivienda: la izquierda se manifiesta contra sí misma
La presencia de dirigentes políticos de izquierdas que ocupan o han ocupado cargos en el gobierno en las manifestaciones por la vivienda que se llevaron a cabo hace unos días resulta un tanto surrealista.
Esas personas y sus organizaciones respectivas han sido responsables del deterioro que en los últimos años ha sufrido el ejercicio del derecho que reconoce el artículo 47 de la Constitución Española: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada».
No digo que la cada vez mayor dificultad de acceso a la vivienda por los grupos de población de menos renta haya sido provocada por la izquierda que viene gobernando en España desde 2018, o en periodos anteriores con Rodríguez Zapatero. Entre otras cosas, porque lo mismo o peor ocurrió cuando gobernó el Partido Popular y, además, en otros muchos países del mundo, incluso en mayor medida.
Tampoco digo que me parezca mal que esos dirigentes promuevan, apoyen y asistan a las manifestaciones. Simplemente digo que eso representa manifestarse contra ellos mismos si, al mismo tiempo, no explican el por qué de su fracaso a la hora de mejorar el derecho de acceso a la vivienda.
Es ingenuo pedir que la izquierda pueda resolver cualquier problema mientras gobierna cuando los problemas son de extraordinaria magnitud, como en este caso, requieren disponer de un poder real que no se tiene, o mucho tiempo por delante para que las decisiones que se adopten den frutos positivos. Las barbaridades que durante tanto tiempo se han cometido en política de suelo y vivienda en España no se pueden revertir ni en una, ni quizá en dos o tres legislaturas. Pero sí se puede hacer algo más que es muy importante, puesto que es un inexcusable punto de partida para no errar en la inmediatez: diseñar estrategias y políticas adecuadas a medio y largo plazo, lograr acuerdos y alianzas sociales para poder llevarlas a cabo y, sobre todo, explicar a la población la naturaleza real del problema, sus causas, las dificultades o barreras que hay que superar para resolverlo y, quizá lo más importante, el por qué no se puede avanzar en la dirección deseada. Es decir, hacer pedagogía, informar, comunicar y lograr que la ciudadanía pueda ser partícipe, cooperadora y cómplice.
Casi todo esto último es lo que yo creo que no está haciendo la izquierda.
Se está equivocando en la estrategia. En el caso del POSE, de forma garrafal. Dedicarse a pedir solidaridad a los arrendadores o conceder bonos de alquiler que no van a bajar los precios sino quizá a subirlos, resulta no sólo frustrante, sino hasta patético.
A su izquierda, creo que se comete el error de empeñarse en corregir la actuación del mercado, cuando este es muy rígido a causa de la concentración, de la gran presencia de fondos de inversión especulativos y del tipo de vivienda que se ha construido. Y también, el de limitarse a hacer planteamientos puramente moralistas, como el que desarrollaba Alberto Garzón, máximo dirigente de Izquierda Unida hasta hace poco, en un reciente artículo periodístico.
La única estrategia que podrá permitir que se ejerza el derecho a la vivienda es su desmercantilización en las áreas o modalidades requeridas para satisfacer la necesidad de habitación de la población, dándole prioridad a ese derecho y construyendo las que hagan falta para ello, si hace falta, con la colaboración del sector privado. Dicho de otro modo: no se trata de enfrentarse a los molinos del mercado como quijotes, sino salirse de él, porque está demostrado que este, movido con el exclusivo motor del afán de lucro, no es capaz de satisfacer a la totalidad de la demanda social de un bien de primera necesidad.
Es imprescindible contar con un parque nacional del bien público de la vivienda. No hay otra. Y es muy urgente avanzar en esa línea porque lo que está sucediendo con la vivienda y que expliqué en un artículo anterior, va acompañado de la mercantilización de otros bienes y servicios básicos para la vida humana, como el agua y otros recursos naturales, el conocimiento, los remedios a la salud, la educación y muchos otros.
Se puede justificar la impotencia de la izquierda, pero es injustificable que no sea consciente de ello, no explique el por qué, o que actúe como si el problema que deja sin resolver no fuese con ella.
En este sentido y por último, no puedo dejar de mencionar una última responsabilidad (hoy no toca hablar de los promotores, bancos, y fondos de inversión que se hacen de oro especulando). También creo que la tienen las docenas de miles de personas afectadas que hasta ahora apenas se han dejado notar, no se informan bien, no salen constantemente a la calle para reclamar soluciones y que, para colmo, o no votan o votan a los partidos que aplican políticas que les impiden ejercer sus derechos constitucionales. Por tanto, bienvenidas sean estas movilizaciones que, en cualquier caso, son la condición previa para que dispongan de vivienda todas las personas que la necesiten.
Esas personas y sus organizaciones respectivas han sido responsables del deterioro que en los últimos años ha sufrido el ejercicio del derecho que reconoce el artículo 47 de la Constitución Española: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada».
No digo que la cada vez mayor dificultad de acceso a la vivienda por los grupos de población de menos renta haya sido provocada por la izquierda que viene gobernando en España desde 2018, o en periodos anteriores con Rodríguez Zapatero. Entre otras cosas, porque lo mismo o peor ocurrió cuando gobernó el Partido Popular y, además, en otros muchos países del mundo, incluso en mayor medida.
Tampoco digo que me parezca mal que esos dirigentes promuevan, apoyen y asistan a las manifestaciones. Simplemente digo que eso representa manifestarse contra ellos mismos si, al mismo tiempo, no explican el por qué de su fracaso a la hora de mejorar el derecho de acceso a la vivienda.
Es ingenuo pedir que la izquierda pueda resolver cualquier problema mientras gobierna cuando los problemas son de extraordinaria magnitud, como en este caso, requieren disponer de un poder real que no se tiene, o mucho tiempo por delante para que las decisiones que se adopten den frutos positivos. Las barbaridades que durante tanto tiempo se han cometido en política de suelo y vivienda en España no se pueden revertir ni en una, ni quizá en dos o tres legislaturas. Pero sí se puede hacer algo más que es muy importante, puesto que es un inexcusable punto de partida para no errar en la inmediatez: diseñar estrategias y políticas adecuadas a medio y largo plazo, lograr acuerdos y alianzas sociales para poder llevarlas a cabo y, sobre todo, explicar a la población la naturaleza real del problema, sus causas, las dificultades o barreras que hay que superar para resolverlo y, quizá lo más importante, el por qué no se puede avanzar en la dirección deseada. Es decir, hacer pedagogía, informar, comunicar y lograr que la ciudadanía pueda ser partícipe, cooperadora y cómplice.
Casi todo esto último es lo que yo creo que no está haciendo la izquierda.
Se está equivocando en la estrategia. En el caso del POSE, de forma garrafal. Dedicarse a pedir solidaridad a los arrendadores o conceder bonos de alquiler que no van a bajar los precios sino quizá a subirlos, resulta no sólo frustrante, sino hasta patético.
A su izquierda, creo que se comete el error de empeñarse en corregir la actuación del mercado, cuando este es muy rígido a causa de la concentración, de la gran presencia de fondos de inversión especulativos y del tipo de vivienda que se ha construido. Y también, el de limitarse a hacer planteamientos puramente moralistas, como el que desarrollaba Alberto Garzón, máximo dirigente de Izquierda Unida hasta hace poco, en un reciente artículo periodístico.
La única estrategia que podrá permitir que se ejerza el derecho a la vivienda es su desmercantilización en las áreas o modalidades requeridas para satisfacer la necesidad de habitación de la población, dándole prioridad a ese derecho y construyendo las que hagan falta para ello, si hace falta, con la colaboración del sector privado. Dicho de otro modo: no se trata de enfrentarse a los molinos del mercado como quijotes, sino salirse de él, porque está demostrado que este, movido con el exclusivo motor del afán de lucro, no es capaz de satisfacer a la totalidad de la demanda social de un bien de primera necesidad.
Es imprescindible contar con un parque nacional del bien público de la vivienda. No hay otra. Y es muy urgente avanzar en esa línea porque lo que está sucediendo con la vivienda y que expliqué en un artículo anterior, va acompañado de la mercantilización de otros bienes y servicios básicos para la vida humana, como el agua y otros recursos naturales, el conocimiento, los remedios a la salud, la educación y muchos otros.
Se puede justificar la impotencia de la izquierda, pero es injustificable que no sea consciente de ello, no explique el por qué, o que actúe como si el problema que deja sin resolver no fuese con ella.
En este sentido y por último, no puedo dejar de mencionar una última responsabilidad (hoy no toca hablar de los promotores, bancos, y fondos de inversión que se hacen de oro especulando). También creo que la tienen las docenas de miles de personas afectadas que hasta ahora apenas se han dejado notar, no se informan bien, no salen constantemente a la calle para reclamar soluciones y que, para colmo, o no votan o votan a los partidos que aplican políticas que les impiden ejercer sus derechos constitucionales. Por tanto, bienvenidas sean estas movilizaciones que, en cualquier caso, son la condición previa para que dispongan de vivienda todas las personas que la necesiten.
viernes, 1 de noviembre de 2024
Otro No-Premio Nobel de Economía que patina
Un año más, los medios de comunicación anuncian que la Academia Sueca ha concedido el Premio Nobel de Economía, en esta ocasión a Daron Acemoglu, Simon Johnson, ambos profesores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Estados Unidos, y a James A. Robinson, de la Universidad de Chicago.
Los tres son extraordinarios académicos, de gran prestigio, y autores de obras de gran influencia, pero eso no quita que ese premio sea un fraude y que el modo en que se concede confunda a la gente, dando a entender que sus autores defienden tesis que deben considerarse científicas y fuera de duda.
Es un fraude porque no puede hacerse mención a Alfred Nobel. Como expliqué en mi libro Econofakes. Las 10 grandes mentiras económicas de nuestro tiempo y cómo condicionan nuestra vida, Nobel conocía perfectamente el desarrollo de la economía de su tiempo y no quiso que esa disciplina fuera honrada con el premio que instituyó. Con toda seguridad, porque era consciente de que se trataba de una rama del saber incapaz de proporcionar verdades científicas como las otras a las que quiso premiar legando para ello su gran fortuna.
El premio lo instauró el Banco de Suecia en 1968, precisamente cuando enfrentaba sus tesis neoliberales a las socialdemócratas del gobierno sueco, tal y como comenzaba a suceder en todos los demás países. Haciendo creer que se trataba de un Premio Nobel, lo que se buscaba era que la gente creyera que las tesis económicas en ascenso que se irían premiando eran verdades científicas que había que acatar como tales, y frente a las cuales, por tanto, no había alternativa.
Es cierto, no podía ser de otro modo si se quería tener algo de credibilidad, que también se ha concedido en varias ocasiones a economistas enfrentados con más o menos matices al paradigma neoliberal. Pero la inmensa mayoría de los premiados son economistas (muy en masculino, por cierto) que defienden las teorías y políticas que han beneficiado a las grandes corporaciones y a las finanzas, produciendo la mayor concentración de riqueza y poder en pocas manos de la historia humana.
El premio de este año se ha concedido a los tres economistas mencionados, según el Banco de Suecia, por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones, por haber demostrado su importancia para la prosperidad de los países, y cómo «las sociedades con un Estado de derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios para mejor».
En sus diversas obras, estos tres economistas sostienen la idea de que hay instituciones buenas que son las que motivan a las personas a volverse productivas: la protección de sus derechos de propiedad privada, la aplicación predecible de sus contratos, las oportunidades de invertir y mantener el control de su dinero, el control de la inflación y el intercambio abierto de divisas. Aunque, sin embargo, afirman que no son esas instituciones económicas las fundamentales para determinar si un país es pobre o próspero, puesto que su existencia depende y viene determinada por la política y las instituciones políticas.
La tesis es, sin duda, fundamental, aunque no muy novedosa en realidad, puesto que ya fue intuida o incluso desarrollada por los grandes economistas clásicos, incluso del siglo XVIII, como Adam Smith. Y, desde luego, muy importante a la hora de formular políticas económicas.
¿Por qué dije al principio, entonces, que se trata de un premio que nuevamente vuelve a confundir a la gente, haciéndole creer que la Economía es una ciencia y que los economistas premiados defienden verdades indiscutibles?
Sencillamente, porque las principales tesis que han sostenido Acemoglu, Johnson y Robinson, así como sus resultados y conclusiones de política económica han sido ampliamente criticadas y puestas en duda por otros muchos economistas. Y galardonar a una sola de las interpretaciones da a entender que esa es la versión científica y, por tanto, la que se debería poner en práctica.
Cualquier persona que tenga interés en conocer esas críticas puede encontrarlas fácilmente en internet y yo no puedo dedicar este comentario, necesariamente breve y de actualidad, a desarrollarlas con detenimiento.
Me limitaré, pues, a señalar de la forma más sencilla posible las más importantes que se le han hecho, para que cualquier persona entienda que, efectivamente, las tesis de estos tres economistas no son, ni mucho menos, verdades absolutas.
Ha sido criticado que sus estudios se han centrado en las instituciones formales, dejando a un lado expresamente a las informales que tienen que ver con la cultura. De hecho, fue precisamente otro premiado por el Banco de Suecia, Douglas North, quien subrayó que estas últimas (“encarnadas en costumbres, tradiciones y códigos de conducta”) tienen un papel tanto o más importante que las formales para generar desarrollo económico.
Se critica también que estos tres autores establecen una relación de causa-efecto (buenas instituciones producen crecimiento y desarrollo económico) que no demuestran que se dé siempre en el mismo sentido. Se les critica que no presentan ningún argumento concluyente que permita sostener que los resultados finales se lograron porque los Estados establecieron primero derechos de propiedad estables y buena gobernanza, de los que luego brotó el desarrollo. Se les argumenta que las mismas evidencias que aportan podrían usarse para sostener que primero se dispuso de recursos y de ahí pudieron nacer las instituciones. Se ha dicho, por eso que Acemoglu, Johnson y Robinson elaboran su teoría como si las instituciones aparecieran al azar o de la nada.
Por el contrario, muchos economistas han mostrado que es más realista sostener que la relación entre las instituciones políticas y económicas es, en realidad, bidireccional.
También se pone en cuestión su tesis según la cual las instituciones son el resultado de la elección colectiva. Algún economista ha señalado que es difícil aceptar la suposición de que el orden institucional en los regímenes autoritarios, y especialmente en los totalitarios, lo sea.
Se critica también que los economistas premiados este año se hayan centrado casi exclusivamente en subrayar el fuerte impacto beneficioso de las instituciones del capitalismo, soslayando el papel de los fallos del mercado o el papel del sector público para resolverlos y promover el desarrollo, tergiversando en algún caso la historia de algunas economías. Se les ha criticado que sistemáticamente minimizan el papel de la política industrial y de un Estado activo como factor de despegue y progreso económico.
Las derivaciones de política económica de las tesis de estos recién galardonados también han sido cuestionadas. Y, sobre todo, no tener en cuenta que la trasposición de instituciones capitalistas a muchas economías atrasadas (como suelen recomendar el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial) no ha generado precisamente progreso, sino atraso, sufrimiento y miles de muertes innecesarias.
Para no extenderme en este aspecto, me referiré tan solo a la crítica del economista colombiano Guillermo Maya a las propuestas que el recién premiado James Robinson hizo para su país: mantener la propiedad latifundista de la tierra, renunciar a su reparto entre el campesinado para generar producción agraria y, en su lugar, promover su migración a las ciudades para educarse.
La supuesta defensa de las buenas instituciones, como la educación, se traduce en realidad, dice Maya, en mantener el gran latifundio, «la peor institución excluyente en Colombia, cuyos dueños se apropian de los recursos fiscales regionales, mientras pagan ínfimos impuestos, y se apropian de la plusvalía social que generan las obras de infraestructura, al mismo tiempo que “derraman” el costo social del latifundio, en forma de violencia, exclusión social y democracia limitada, sobre la sociedad toda».
No quiero decir, en ningún caso, que el reconocimiento a los tres galardonados sea inmerecido por su trabajo y su obra. Simplemente quiero señalar que, una vez más, el Banco de Suecia se comporta como una institución parcial, ideologizada y al servicio del poder dominante que tiene al mundo en la situación de gran inestabilidad y riesgo en la que está.
Los tres son extraordinarios académicos, de gran prestigio, y autores de obras de gran influencia, pero eso no quita que ese premio sea un fraude y que el modo en que se concede confunda a la gente, dando a entender que sus autores defienden tesis que deben considerarse científicas y fuera de duda.
Es un fraude porque no puede hacerse mención a Alfred Nobel. Como expliqué en mi libro Econofakes. Las 10 grandes mentiras económicas de nuestro tiempo y cómo condicionan nuestra vida, Nobel conocía perfectamente el desarrollo de la economía de su tiempo y no quiso que esa disciplina fuera honrada con el premio que instituyó. Con toda seguridad, porque era consciente de que se trataba de una rama del saber incapaz de proporcionar verdades científicas como las otras a las que quiso premiar legando para ello su gran fortuna.
El premio lo instauró el Banco de Suecia en 1968, precisamente cuando enfrentaba sus tesis neoliberales a las socialdemócratas del gobierno sueco, tal y como comenzaba a suceder en todos los demás países. Haciendo creer que se trataba de un Premio Nobel, lo que se buscaba era que la gente creyera que las tesis económicas en ascenso que se irían premiando eran verdades científicas que había que acatar como tales, y frente a las cuales, por tanto, no había alternativa.
Es cierto, no podía ser de otro modo si se quería tener algo de credibilidad, que también se ha concedido en varias ocasiones a economistas enfrentados con más o menos matices al paradigma neoliberal. Pero la inmensa mayoría de los premiados son economistas (muy en masculino, por cierto) que defienden las teorías y políticas que han beneficiado a las grandes corporaciones y a las finanzas, produciendo la mayor concentración de riqueza y poder en pocas manos de la historia humana.
El premio de este año se ha concedido a los tres economistas mencionados, según el Banco de Suecia, por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones, por haber demostrado su importancia para la prosperidad de los países, y cómo «las sociedades con un Estado de derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios para mejor».
En sus diversas obras, estos tres economistas sostienen la idea de que hay instituciones buenas que son las que motivan a las personas a volverse productivas: la protección de sus derechos de propiedad privada, la aplicación predecible de sus contratos, las oportunidades de invertir y mantener el control de su dinero, el control de la inflación y el intercambio abierto de divisas. Aunque, sin embargo, afirman que no son esas instituciones económicas las fundamentales para determinar si un país es pobre o próspero, puesto que su existencia depende y viene determinada por la política y las instituciones políticas.
La tesis es, sin duda, fundamental, aunque no muy novedosa en realidad, puesto que ya fue intuida o incluso desarrollada por los grandes economistas clásicos, incluso del siglo XVIII, como Adam Smith. Y, desde luego, muy importante a la hora de formular políticas económicas.
¿Por qué dije al principio, entonces, que se trata de un premio que nuevamente vuelve a confundir a la gente, haciéndole creer que la Economía es una ciencia y que los economistas premiados defienden verdades indiscutibles?
Sencillamente, porque las principales tesis que han sostenido Acemoglu, Johnson y Robinson, así como sus resultados y conclusiones de política económica han sido ampliamente criticadas y puestas en duda por otros muchos economistas. Y galardonar a una sola de las interpretaciones da a entender que esa es la versión científica y, por tanto, la que se debería poner en práctica.
Cualquier persona que tenga interés en conocer esas críticas puede encontrarlas fácilmente en internet y yo no puedo dedicar este comentario, necesariamente breve y de actualidad, a desarrollarlas con detenimiento.
Me limitaré, pues, a señalar de la forma más sencilla posible las más importantes que se le han hecho, para que cualquier persona entienda que, efectivamente, las tesis de estos tres economistas no son, ni mucho menos, verdades absolutas.
Ha sido criticado que sus estudios se han centrado en las instituciones formales, dejando a un lado expresamente a las informales que tienen que ver con la cultura. De hecho, fue precisamente otro premiado por el Banco de Suecia, Douglas North, quien subrayó que estas últimas (“encarnadas en costumbres, tradiciones y códigos de conducta”) tienen un papel tanto o más importante que las formales para generar desarrollo económico.
Se critica también que estos tres autores establecen una relación de causa-efecto (buenas instituciones producen crecimiento y desarrollo económico) que no demuestran que se dé siempre en el mismo sentido. Se les critica que no presentan ningún argumento concluyente que permita sostener que los resultados finales se lograron porque los Estados establecieron primero derechos de propiedad estables y buena gobernanza, de los que luego brotó el desarrollo. Se les argumenta que las mismas evidencias que aportan podrían usarse para sostener que primero se dispuso de recursos y de ahí pudieron nacer las instituciones. Se ha dicho, por eso que Acemoglu, Johnson y Robinson elaboran su teoría como si las instituciones aparecieran al azar o de la nada.
Por el contrario, muchos economistas han mostrado que es más realista sostener que la relación entre las instituciones políticas y económicas es, en realidad, bidireccional.
También se pone en cuestión su tesis según la cual las instituciones son el resultado de la elección colectiva. Algún economista ha señalado que es difícil aceptar la suposición de que el orden institucional en los regímenes autoritarios, y especialmente en los totalitarios, lo sea.
Se critica también que los economistas premiados este año se hayan centrado casi exclusivamente en subrayar el fuerte impacto beneficioso de las instituciones del capitalismo, soslayando el papel de los fallos del mercado o el papel del sector público para resolverlos y promover el desarrollo, tergiversando en algún caso la historia de algunas economías. Se les ha criticado que sistemáticamente minimizan el papel de la política industrial y de un Estado activo como factor de despegue y progreso económico.
Las derivaciones de política económica de las tesis de estos recién galardonados también han sido cuestionadas. Y, sobre todo, no tener en cuenta que la trasposición de instituciones capitalistas a muchas economías atrasadas (como suelen recomendar el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial) no ha generado precisamente progreso, sino atraso, sufrimiento y miles de muertes innecesarias.
Para no extenderme en este aspecto, me referiré tan solo a la crítica del economista colombiano Guillermo Maya a las propuestas que el recién premiado James Robinson hizo para su país: mantener la propiedad latifundista de la tierra, renunciar a su reparto entre el campesinado para generar producción agraria y, en su lugar, promover su migración a las ciudades para educarse.
La supuesta defensa de las buenas instituciones, como la educación, se traduce en realidad, dice Maya, en mantener el gran latifundio, «la peor institución excluyente en Colombia, cuyos dueños se apropian de los recursos fiscales regionales, mientras pagan ínfimos impuestos, y se apropian de la plusvalía social que generan las obras de infraestructura, al mismo tiempo que “derraman” el costo social del latifundio, en forma de violencia, exclusión social y democracia limitada, sobre la sociedad toda».
No quiero decir, en ningún caso, que el reconocimiento a los tres galardonados sea inmerecido por su trabajo y su obra. Simplemente quiero señalar que, una vez más, el Banco de Suecia se comporta como una institución parcial, ideologizada y al servicio del poder dominante que tiene al mundo en la situación de gran inestabilidad y riesgo en la que está.
jueves, 24 de octubre de 2024
_- El comercio internacional como arma de guerra
_- La relación entre el comercio y la guerra es bien conocida. No hace falta ser experto en historia de la humanidad para saber que, quizá junto a las motivaciones religiosas, los conflictos por la distribución de la riqueza y la búsqueda de ventajas comerciales han sido las principales causas de enfrentamientos bélicos entre los grupos de población y las naciones.
En esta nota, sin embargo, no me referiré a la relación tradicional entre ambas, sino al uso del comercio como un arma de guerra. En concreto, a través de las sanciones económicas y mediante las normas tan injustas que gobiernan el comercio internacional
Un «remedio terrible»
Las sanciones se consideran una herramienta de política internacional orientada a conseguir que un Estado se comporte de una determinada forma o deje de actuar como lo venga haciendo. Pueden ir desde el no reconocimiento diplomático hasta el boicot en cualquier tipo de actividad, pasando por la confiscación de propiedades de personas del país sancionado. Y las específicamente económicas consisten en cualquier tipo de medida que limite el comercio, los flujos financieros o el movimiento de personas del país o con el país al que se quiere sancionar.
En principio, cabe pensar que la utilización de este tipo de medidas comerciales o financieras para castigar o tratar de corregir el comportamiento de otros Estados es muy eficaz e incluso definitiva. Así lo creía el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, quien afirmó en 2019: «Aplique este remedio económico, pacífico, silencioso y mortal y no habrá necesidad de la fuerza. Es un remedio terrible. No cuesta una vida fuera de la nación boicoteada, pero ejerce presión sobre esa nación».
La realidad ha demostrado que no es exactamente así. Los estudios que se han realizado sobre la aplicación de sanciones muestran que su eficacia es bastante limitada a la hora de alcanzar el objetivo pretendido, mientras que produce efectos perversos muy peligrosos.
Efectos colaterales
Un estudio del Peterson Institute for International Economics mostró que sólo un 13 por ciento de los casos de sanciones impuestas unilateralmente por Estados Unidos desde 1970 a 1997 lograron sus objetivos de política exterior y que sólo el 35% de las impuestas desde la Primera Guerra Mundial tuvieron «al menos un éxito parcial».
Esa ineficacia contrasta con otros daños que, en principio, deberían ser no deseados. Por un lado, la población civil es quien principalmente sufre las consecuencias de las sanciones en forma de hambrunas, enfermedades o colapso social. Por otro, las sanciones no sólo hacen daño a los países sancionados sino a quienes las imponen, tal y como el Instituto antes citado ha demostrado en el caso de Estados Unidos, o como se está comprobando que ha ocurrido en Europa tras la aplicación de sanciones a Rusia en los últimos años.
Privilegio imperial
Hoy día, se calcula que más de un tercio de la población mundial vive bajo los efectos de sanciones económicas que, además, son cada vez más numerosas. Mientras que en el período 1950-2019 se registraron 1101 casos, sólo entre 2019 y 2022 hubo 217 nuevos.
Además de por su gran aumento reciente, la imposición de sanciones económicas se caracteriza porque la inmensa mayoría proviene de tres grandes centros de poder: Estados Unidos (entre el 40 y el 50 por ciento de todas ellas, Unión Europea (entre el 25 y el 30 por ciento) y Reino Unido (entre el 5 y el 10 por cierto). Las que ha impuesto China no llegan al 5 por ciento del total.
El carácter unilateral de la inmensa mayoría de las sanciones económicas y esa extraordinaria concentración en los países que las imponen muestran que son, en realidad, un instrumento de guerra no declarada que utilizan las grandes potencias del mundo capitalista. Un instrumento en la mayoría de las ocasiones contrario a las leyes internacionales y al derecho humanitario. Por ejemplo, cuando provocan deliberadamente hambre o enfermedad en la población civil, al ser aplicadas incluso en medio de una pandemia; o, sobre todo, cuando responden tan sólo a intereses o problemas no reconocidos como tales por organismos multilaterales de decisión.
Reglas de doble moral
El uso del comercio como arma de guerra no acaba con las sanciones. Hay otra forma de hacer la guerra mediante el comercio del que no se habla como tal y que, sin embargo, quizá ha provocado tantas o más muertas y destrozo de naciones que las intervenciones militares.
Mientras que Estados Unidos y las demás potencias reclaman e imponen a las demás la práctica del libre cambio, prohibiendo que protejan sus intereses comerciales nacionales, ellas recurren a todo tipo de medidas proteccionistas. Sólo desde 2008 hasta el presente, los registros internacionales han contabilizado más de 58.000 en todo el mundo y es muy fácil comprobar que no las aplican los países empobrecidos y con más necesidad de protección, sino los más ricos. Las de Estados Unidos han representado entre un 30 y un 50 por ciento del total y las de China entre el 20 y el 40 por ciento, según diversas estimaciones y periodos de tiempo.
Justicia y paz frente a la asimetría y los privilegios
El comercio internacional está regido desde hace décadas por los dos principios de comportamiento más injustos que puedan existir: tratar igual a los desiguales y permitir que los más fuertes desacaten la norma cuando les conviene.
Las reglas librecambistas de la Organización Mundial del Comercio se imponen sobre todo tipo de países, a pesar de que la desigual potencia y situación de cada uno debería requerir medidas bien diferentes. Y, como acabo de señalar, los más poderosos se las pueden saltar cuando les conviene estableciendo aranceles o subsidios que están vedados a los más débiles y empobrecidos.
Es cierto que esto último lo hacen países como China, India o Rusia, pero estos no son quienes se dedican a proclamar las virtudes del libre comercio, como tampoco son las potencias que, incumpliendo la norma, castigan a los países más pobres que tratan de protegerse, como hacen Estados Unidos y la Unión Europea, principalmente.
El comercio internacional puede ser un factor decisivo de progreso, pero no de cualquier forma. Hay que exigir a las grandes potencias que renuncien a sus ansias de dominio imperial y entiendan que el bienestar y la libertad han de ser bienes comunes e incompatibles con el privilegio y la desigualdad. Y esa aspiración irrenunciable está estrechamente vinculada a renunciar a practicar el comercio como un arma de guerra.
Son imprescindibles acuerdos internacionales que garanticen el equilibrio, la asimetría, la satisfacción de las necesidades humanas en todos los rincones del planeta y la paz entendida como diálogo y negociación permanentes.
En esta nota, sin embargo, no me referiré a la relación tradicional entre ambas, sino al uso del comercio como un arma de guerra. En concreto, a través de las sanciones económicas y mediante las normas tan injustas que gobiernan el comercio internacional
Un «remedio terrible»
Las sanciones se consideran una herramienta de política internacional orientada a conseguir que un Estado se comporte de una determinada forma o deje de actuar como lo venga haciendo. Pueden ir desde el no reconocimiento diplomático hasta el boicot en cualquier tipo de actividad, pasando por la confiscación de propiedades de personas del país sancionado. Y las específicamente económicas consisten en cualquier tipo de medida que limite el comercio, los flujos financieros o el movimiento de personas del país o con el país al que se quiere sancionar.
En principio, cabe pensar que la utilización de este tipo de medidas comerciales o financieras para castigar o tratar de corregir el comportamiento de otros Estados es muy eficaz e incluso definitiva. Así lo creía el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, quien afirmó en 2019: «Aplique este remedio económico, pacífico, silencioso y mortal y no habrá necesidad de la fuerza. Es un remedio terrible. No cuesta una vida fuera de la nación boicoteada, pero ejerce presión sobre esa nación».
La realidad ha demostrado que no es exactamente así. Los estudios que se han realizado sobre la aplicación de sanciones muestran que su eficacia es bastante limitada a la hora de alcanzar el objetivo pretendido, mientras que produce efectos perversos muy peligrosos.
Efectos colaterales
Un estudio del Peterson Institute for International Economics mostró que sólo un 13 por ciento de los casos de sanciones impuestas unilateralmente por Estados Unidos desde 1970 a 1997 lograron sus objetivos de política exterior y que sólo el 35% de las impuestas desde la Primera Guerra Mundial tuvieron «al menos un éxito parcial».
Esa ineficacia contrasta con otros daños que, en principio, deberían ser no deseados. Por un lado, la población civil es quien principalmente sufre las consecuencias de las sanciones en forma de hambrunas, enfermedades o colapso social. Por otro, las sanciones no sólo hacen daño a los países sancionados sino a quienes las imponen, tal y como el Instituto antes citado ha demostrado en el caso de Estados Unidos, o como se está comprobando que ha ocurrido en Europa tras la aplicación de sanciones a Rusia en los últimos años.
Privilegio imperial
Hoy día, se calcula que más de un tercio de la población mundial vive bajo los efectos de sanciones económicas que, además, son cada vez más numerosas. Mientras que en el período 1950-2019 se registraron 1101 casos, sólo entre 2019 y 2022 hubo 217 nuevos.
Además de por su gran aumento reciente, la imposición de sanciones económicas se caracteriza porque la inmensa mayoría proviene de tres grandes centros de poder: Estados Unidos (entre el 40 y el 50 por ciento de todas ellas, Unión Europea (entre el 25 y el 30 por ciento) y Reino Unido (entre el 5 y el 10 por cierto). Las que ha impuesto China no llegan al 5 por ciento del total.
El carácter unilateral de la inmensa mayoría de las sanciones económicas y esa extraordinaria concentración en los países que las imponen muestran que son, en realidad, un instrumento de guerra no declarada que utilizan las grandes potencias del mundo capitalista. Un instrumento en la mayoría de las ocasiones contrario a las leyes internacionales y al derecho humanitario. Por ejemplo, cuando provocan deliberadamente hambre o enfermedad en la población civil, al ser aplicadas incluso en medio de una pandemia; o, sobre todo, cuando responden tan sólo a intereses o problemas no reconocidos como tales por organismos multilaterales de decisión.
Reglas de doble moral
El uso del comercio como arma de guerra no acaba con las sanciones. Hay otra forma de hacer la guerra mediante el comercio del que no se habla como tal y que, sin embargo, quizá ha provocado tantas o más muertas y destrozo de naciones que las intervenciones militares.
Mientras que Estados Unidos y las demás potencias reclaman e imponen a las demás la práctica del libre cambio, prohibiendo que protejan sus intereses comerciales nacionales, ellas recurren a todo tipo de medidas proteccionistas. Sólo desde 2008 hasta el presente, los registros internacionales han contabilizado más de 58.000 en todo el mundo y es muy fácil comprobar que no las aplican los países empobrecidos y con más necesidad de protección, sino los más ricos. Las de Estados Unidos han representado entre un 30 y un 50 por ciento del total y las de China entre el 20 y el 40 por ciento, según diversas estimaciones y periodos de tiempo.
Justicia y paz frente a la asimetría y los privilegios
El comercio internacional está regido desde hace décadas por los dos principios de comportamiento más injustos que puedan existir: tratar igual a los desiguales y permitir que los más fuertes desacaten la norma cuando les conviene.
Las reglas librecambistas de la Organización Mundial del Comercio se imponen sobre todo tipo de países, a pesar de que la desigual potencia y situación de cada uno debería requerir medidas bien diferentes. Y, como acabo de señalar, los más poderosos se las pueden saltar cuando les conviene estableciendo aranceles o subsidios que están vedados a los más débiles y empobrecidos.
Es cierto que esto último lo hacen países como China, India o Rusia, pero estos no son quienes se dedican a proclamar las virtudes del libre comercio, como tampoco son las potencias que, incumpliendo la norma, castigan a los países más pobres que tratan de protegerse, como hacen Estados Unidos y la Unión Europea, principalmente.
El comercio internacional puede ser un factor decisivo de progreso, pero no de cualquier forma. Hay que exigir a las grandes potencias que renuncien a sus ansias de dominio imperial y entiendan que el bienestar y la libertad han de ser bienes comunes e incompatibles con el privilegio y la desigualdad. Y esa aspiración irrenunciable está estrechamente vinculada a renunciar a practicar el comercio como un arma de guerra.
Son imprescindibles acuerdos internacionales que garanticen el equilibrio, la asimetría, la satisfacción de las necesidades humanas en todos los rincones del planeta y la paz entendida como diálogo y negociación permanentes.
martes, 15 de octubre de 2024
Paradojas y limitaciones al medir la productividad
Publicado en Alternativas Económicas, nº 127, septiembre de 2024
El concepto de productividad es uno de los más utilizados en economía y quizá de los más conocidos entre la población por sus implicaciones prácticas.
Me atrevo a pensar que cualquier persona con una mínima formación o cultura general sabe que la productividad es el resultado de dividir la cantidad producida por algún recurso (un trabajador o una máquina, por ejemplo) entre el número de horas necesitadas para producirla. Al definirla así, el diccionario de la Real Academia pone este ejemplo: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora.
También es bien sabido que el incremento de la productividad está directamente relacionado, casi siempre, con la utilización de nuevas técnicas, con el desarrollo tecnológico.
Sin embargo, tan sólo a partir de esas dos ideas que conoce casi todo el mundo aparecen ya algunas paradojas interesantes.
La primera es que el concepto de productividad que se utiliza por economistas y servicios estadísticos para calcular su magnitud y hacer comparaciones no es el que acabo de indicar -cantidad producida (q) dividida por el número de horas (h)-. Para estimarla dividen el Producto Interior Bruto (PIB) entre el número de horas utilizadas para producirlo.
La diferencia es sustancial porque el PIB no registra una cantidad producida (q) sino un valor monetario, es decir, una cantidad producida multiplicada por el precio al que se ha vendido (q*p).
La razón de por qué ocurre esto es muy sencilla.
En un proceso productivo elemental, en el que un trabajador produjese un solo producto y de contenido material, sería factible medir su productividad como cantidad producida dividida por las horas empleadas: 200 ladrillos por hora o doce televisores por hora, como en el ejemplo de la Academia. Pero ¿qué ocurre cuando la producción es de un servicio, de un bien con un alto contenido de recurso inmaterial, o cuando se producen diferentes productos -como en la mayoría de las empresas o en una economía en su conjunto- y se quiere obtener la productividad global?
¿Cómo se mide la cantidad exacta producida por una enfermera, un maestro, una investigadora, un policía, un ingeniero informático, un matemático, un directivo de banca, un arquitecto, un asegurador, una publicitaria…?
Además, en el caso de que sea posible calcular exactamente la cantidad producida (doce televisores por hora), no tendría sentido hacer comparaciones, ni a nivel de empresa ni al de actividad, o -mucho menos- al de una economía en su conjunto: ¿tiene sentido decir que un trabajador que produce doce televisores por hora es más productivo que una cirujana que realiza solo una operación al día?
No tiene sentido ni es posible hablar globalmente de la productividad de una empresa que fabrique varios productos distintos o de la de una economía, en la que se producen cantidades relativas a millones de productos. La razón, todo el mundo la sabe: no se pueden sumar peras con manzanas.
Para superar ese escollo es por lo que los economistas hacen la trampa de calcular la productividad como lo que no es, dividiendo el PIB (cantidad producida por su precio) entre el número de horas necesitadas para producirlo.
De ahí surge una segunda paradoja.
Aunque casi todo el mundo sabe que la productividad aumenta cuando hay desarrollo tecnológico y se aplican nuevas técnicas que mejoran la forma de producir, lo cierto es que, en las últimas décadas de revolución tecnológica, la productividad, como dijo Robert Solow, «no aparece en las estadísticas». Todas ellas indican que está disminuyendo.
Hay muchos y buenos estudios empíricos que han tratado de mostrar las razones de por qué ocurre esto último. Entre ellas y por citas solo algunas más importantes: desaceleración global, crisis financieras, variaciones en la composición del trabajo, problemas de medición, menor impacto de las nuevas oleadas de innovación, retardo en sus efectos, concentración del capital que produce grandes diferencias entre empresas, incremento del trabajo no automatizable, disminución en la contribución que el capital hace por trabajador, crisis del comercio internacional o pérdida de eficiencia en la asignación.
A mi juicio, sin embargo, los estudios convencionales eluden el problema fundamental que es mucho más elemental: en el capitalismo actual, es inevitable que la productividad se minusvalore mientras se utilice el PIB como numerador para calcularla
El PIB, como he dicho, es un valor monetario, el valor de las ventas o, si se quiere, un ingreso. Por tanto, cuando se utiliza no se está midiendo, en realidad, la productividad, es decir, la producción de un factor (trabajo o capital) por tiempo empleado, sino el ingreso de cada uno de esos factores. La diferencia es fundamental, entre otras razones, porque ese ingreso no depende sólo de la cantidad, sino también del precio.
Las consecuencias de ello son muchas y tremendas, aunque mencionaré sólo una de ellas. Se suele decir, por ejemplo, que los salarios de determinados empleos son bajos porque los llevan a cabo trabajadores y, sobre todo, trabajadoras poco productivas. La realidad es otra: la productividad así calculada de esos empleos es baja porque el ingreso (salario) es reducido.
La productividad no aparece en las estadísticas con la magnitud que realmente tiene porque el PIB no puede recoger correctamente los componentes que hoy día están añadiendo más valor a los procesos económicos y que son determinantes de los cambios en la productividad: información, conocimiento, digitalización o aprendizaje automático. Una limitación que, además, se refuerza porque el capitalismo de nuestros días multiplica los trabajos y actividades de suma cero que no generan producción (desde las especulativas, hasta la abogacía, pasando por gran parte del comercio financiero y la gestión de activos, hasta la publicidad y el marketing para construir marcas a expensas de otras). La aportación al PIB de empresas o actividades como Googleo, Facebook o WhatsApp se limitan a su ingreso publicitario porque sus «clientes» no pagamos por utilizar su motor de búsqueda, su red o el servicio que proporcionan. Su «cantidad producida» recogida en el PIB a la hora de calcular la productividad está claramente infravalorada.
El uso del PIB produce otro efecto paradójico. Esa magnitud sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria. Por tanto, cuantos más recursos se dediquen, por ejemplo, a combatir las externalidades ambientales negativas, al trabajo voluntario, a los cuidades y la reproducción de la vida… menos productivo se dirá que es el uso general de los recursos. Aunque, al mismo tiempo, se producirá otra paradoja. Sabemos que, cuanto más bienestar creen esas actividades no monetarias, más desahogado y productivo será el trabajo en el resto de actividades de expresión monetaria. Así, se podrá creer que las economías alemana o japonesa son muy productivas gracias al esfuerzo y mérito de sus empleos retribuidos monetariamente, cuando quizá lo sean por la elevada extensión de la actividad no monetaria e invisibilizada que en ellas se lleva a cabo.
Y todo ello con independencia de que la bondad de la productividad que se mide como vengo señalando se basa en otra falacia, cuya falta de fundamento viene demostrándose día a día: aceptar que producir más con menos recursos implica necesariamente un mejor rendimiento, más eficiencia o mayor beneficio o bienestar para las empresas y la economía en general.
En conclusión, es imprescindible replantearse el concepto de productividad y su medición, para recoger todos los insumos de la producción, incorporar todos sus efectos o resultados y utilizar criterios de valoración realistas y no sólo monetarios, generando, para ello, nuevos tipos de datos y registros estadísticos.
El concepto de productividad es uno de los más utilizados en economía y quizá de los más conocidos entre la población por sus implicaciones prácticas.
Me atrevo a pensar que cualquier persona con una mínima formación o cultura general sabe que la productividad es el resultado de dividir la cantidad producida por algún recurso (un trabajador o una máquina, por ejemplo) entre el número de horas necesitadas para producirla. Al definirla así, el diccionario de la Real Academia pone este ejemplo: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora.
También es bien sabido que el incremento de la productividad está directamente relacionado, casi siempre, con la utilización de nuevas técnicas, con el desarrollo tecnológico.
Sin embargo, tan sólo a partir de esas dos ideas que conoce casi todo el mundo aparecen ya algunas paradojas interesantes.
La primera es que el concepto de productividad que se utiliza por economistas y servicios estadísticos para calcular su magnitud y hacer comparaciones no es el que acabo de indicar -cantidad producida (q) dividida por el número de horas (h)-. Para estimarla dividen el Producto Interior Bruto (PIB) entre el número de horas utilizadas para producirlo.
La diferencia es sustancial porque el PIB no registra una cantidad producida (q) sino un valor monetario, es decir, una cantidad producida multiplicada por el precio al que se ha vendido (q*p).
La razón de por qué ocurre esto es muy sencilla.
En un proceso productivo elemental, en el que un trabajador produjese un solo producto y de contenido material, sería factible medir su productividad como cantidad producida dividida por las horas empleadas: 200 ladrillos por hora o doce televisores por hora, como en el ejemplo de la Academia. Pero ¿qué ocurre cuando la producción es de un servicio, de un bien con un alto contenido de recurso inmaterial, o cuando se producen diferentes productos -como en la mayoría de las empresas o en una economía en su conjunto- y se quiere obtener la productividad global?
¿Cómo se mide la cantidad exacta producida por una enfermera, un maestro, una investigadora, un policía, un ingeniero informático, un matemático, un directivo de banca, un arquitecto, un asegurador, una publicitaria…?
Además, en el caso de que sea posible calcular exactamente la cantidad producida (doce televisores por hora), no tendría sentido hacer comparaciones, ni a nivel de empresa ni al de actividad, o -mucho menos- al de una economía en su conjunto: ¿tiene sentido decir que un trabajador que produce doce televisores por hora es más productivo que una cirujana que realiza solo una operación al día?
No tiene sentido ni es posible hablar globalmente de la productividad de una empresa que fabrique varios productos distintos o de la de una economía, en la que se producen cantidades relativas a millones de productos. La razón, todo el mundo la sabe: no se pueden sumar peras con manzanas.
Para superar ese escollo es por lo que los economistas hacen la trampa de calcular la productividad como lo que no es, dividiendo el PIB (cantidad producida por su precio) entre el número de horas necesitadas para producirlo.
De ahí surge una segunda paradoja.
Aunque casi todo el mundo sabe que la productividad aumenta cuando hay desarrollo tecnológico y se aplican nuevas técnicas que mejoran la forma de producir, lo cierto es que, en las últimas décadas de revolución tecnológica, la productividad, como dijo Robert Solow, «no aparece en las estadísticas». Todas ellas indican que está disminuyendo.
Hay muchos y buenos estudios empíricos que han tratado de mostrar las razones de por qué ocurre esto último. Entre ellas y por citas solo algunas más importantes: desaceleración global, crisis financieras, variaciones en la composición del trabajo, problemas de medición, menor impacto de las nuevas oleadas de innovación, retardo en sus efectos, concentración del capital que produce grandes diferencias entre empresas, incremento del trabajo no automatizable, disminución en la contribución que el capital hace por trabajador, crisis del comercio internacional o pérdida de eficiencia en la asignación.
A mi juicio, sin embargo, los estudios convencionales eluden el problema fundamental que es mucho más elemental: en el capitalismo actual, es inevitable que la productividad se minusvalore mientras se utilice el PIB como numerador para calcularla
El PIB, como he dicho, es un valor monetario, el valor de las ventas o, si se quiere, un ingreso. Por tanto, cuando se utiliza no se está midiendo, en realidad, la productividad, es decir, la producción de un factor (trabajo o capital) por tiempo empleado, sino el ingreso de cada uno de esos factores. La diferencia es fundamental, entre otras razones, porque ese ingreso no depende sólo de la cantidad, sino también del precio.
Las consecuencias de ello son muchas y tremendas, aunque mencionaré sólo una de ellas. Se suele decir, por ejemplo, que los salarios de determinados empleos son bajos porque los llevan a cabo trabajadores y, sobre todo, trabajadoras poco productivas. La realidad es otra: la productividad así calculada de esos empleos es baja porque el ingreso (salario) es reducido.
La productividad no aparece en las estadísticas con la magnitud que realmente tiene porque el PIB no puede recoger correctamente los componentes que hoy día están añadiendo más valor a los procesos económicos y que son determinantes de los cambios en la productividad: información, conocimiento, digitalización o aprendizaje automático. Una limitación que, además, se refuerza porque el capitalismo de nuestros días multiplica los trabajos y actividades de suma cero que no generan producción (desde las especulativas, hasta la abogacía, pasando por gran parte del comercio financiero y la gestión de activos, hasta la publicidad y el marketing para construir marcas a expensas de otras). La aportación al PIB de empresas o actividades como Googleo, Facebook o WhatsApp se limitan a su ingreso publicitario porque sus «clientes» no pagamos por utilizar su motor de búsqueda, su red o el servicio que proporcionan. Su «cantidad producida» recogida en el PIB a la hora de calcular la productividad está claramente infravalorada.
El uso del PIB produce otro efecto paradójico. Esa magnitud sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria. Por tanto, cuantos más recursos se dediquen, por ejemplo, a combatir las externalidades ambientales negativas, al trabajo voluntario, a los cuidades y la reproducción de la vida… menos productivo se dirá que es el uso general de los recursos. Aunque, al mismo tiempo, se producirá otra paradoja. Sabemos que, cuanto más bienestar creen esas actividades no monetarias, más desahogado y productivo será el trabajo en el resto de actividades de expresión monetaria. Así, se podrá creer que las economías alemana o japonesa son muy productivas gracias al esfuerzo y mérito de sus empleos retribuidos monetariamente, cuando quizá lo sean por la elevada extensión de la actividad no monetaria e invisibilizada que en ellas se lleva a cabo.
Y todo ello con independencia de que la bondad de la productividad que se mide como vengo señalando se basa en otra falacia, cuya falta de fundamento viene demostrándose día a día: aceptar que producir más con menos recursos implica necesariamente un mejor rendimiento, más eficiencia o mayor beneficio o bienestar para las empresas y la economía en general.
En conclusión, es imprescindible replantearse el concepto de productividad y su medición, para recoger todos los insumos de la producción, incorporar todos sus efectos o resultados y utilizar criterios de valoración realistas y no sólo monetarios, generando, para ello, nuevos tipos de datos y registros estadísticos.
Juan Torres López,
sábado, 28 de septiembre de 2024
sábado, 21 de septiembre de 2024
_- Demasiado ricos y egoístas para que el mundo vaya bien
_- La confederación de organizaciones no gubernamentales Oxfam Internacional acaba de publicar otro informe demoledor sobre la concentración de la riqueza en el mundo que, además, pone de relieve la injusticia que lleva consigo y el profundo egoísmo de los sujetos más ricos del planeta.
Según las estimaciones de Oxfam, el tipo impositivo máximo del impuesto sobre la renta de las personas físicas más ricas de la Unión Europea cayó del 44,8 al 37,9 por ciento, entre 2020 y 2023, y el pagado por las mayores corporaciones del 32,1 al 21,2 por ciento.
Por el contrario, los tipos que principalmente recaen sobre la gente común han aumentado: del 33,3 al 34,8 por ciento el del trabajo y del 17,7 al 18,7 por ciento el que recae sobre el consumo.
Los impuestos sobre el trabajo proporcionaron 3,23 billones de euros, tres veces más que los que proporcionan los impuestos sobre ganancias del capital (1,03 billones) y casi nueve veces más que los establecidos sobre el capital social (374.000 millones).
Eso quiere decir que la política impositiva europea, en lugar de mejorar la distribución de la renta, la empeora. Algo que es muy grave porque la concentración del ingreso y la desigualdad son ya de por sí muy elevadas.
Según Oxfam, el 1% de la población más rica de la Unión Europea acumulaba el 25% de la riqueza. Una concentración extraordinaria que no sólo se da en Europa.
La misma organización ha mostrado en otro informe que en los 20 países más ricos que conforman el llamado G-20, solamente 8 céntimos de cada dólar recaudado por impuestos provienen de los que gravan la riqueza.
Mientras que la proporción de la renta nacional que se destina al 1% de los que más ganan en los países del G20 ha aumentado un 45% en los últimos 40 años, la tasa impositiva máxima que se aplica a sus ingresos ha bajado del 60% en 1980 al 40% en 2022.
No es de extrañar, así, que el aumento en la última década del patrimonio medio neto del 1% más rico del mundo (400.000 dólares) sea 1.200 veces mayor que el de la mitad de la población más pobre (335 dólares), según los informes de Oxfam.
Esta organización estima que un impuesto sobre la riqueza del 5% para los multimillonarios y billonarios del G20 podría recaudar casi 1,5 billones de dólares al año. Con esa cantidad se podría acabar con el hambre mundial que provoca más de 20.000 muertes cada día del año, ayudar a los países de ingresos bajos y medios a adaptarse al cambio climático y empezar a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas. Aun así, sobrarían más de 500.000 millones de dólares para que los países ricos invirtieran en servicios públicos que eliminen la desigualdad y los efectos del cambio climático.
Nos dicen constantemente que no hay recursos, que no hay dinero suficiente y es mentira. Lo que sucede es que sobra egoísmo y avaricia, y que un puñado de seres auténticamente inhumanos no tiene otro objetivo que ganar dinero sin cesar y sin pararse a considerar los efectos que su comportamiento tiene sobre el resto de la humanidad y sobre la naturaleza.
Todo lo anterior no sólo provoca un problema económico, sino también político y social.
Acumular riqueza de ese modo tan brutal y exagerado es incompatible con la democracia porque el enriquecimiento de unos se hace inevitablemente a costa de otros.
La fortuna de las cinco personas más ricas del mundo viene aumentando a un ritmo de 14 millones de dólares por hora, desde 2020, más de 122.000 millones cada año, justo cuando 5.000 millones de personas de todo el mundo se han empobrecido.
No puede ser de otro modo. El enriquecimiento de unos se hace a costa de los otros y, cuando ese proceso no tiene límites y produce tantos efectos desastrosos y tanta frustración e insatisfacción, no se puede dejar que sean libres y tomen decisiones por sí mismos y democráticas los seres que los padecen.
La desigualdad tan exagerada y su crecimiento sin freno en todo el planeta es la auténtica razón del deterioro de la democracia, lo que explica que se difunda constantemente el odio y se genere artificialmente el enfrentamiento y la polarización, para que así resulte imposible la deliberación y el entendimiento entre las personas. O acabamos con la concentración tan extrema de la riqueza y del poder de decisión y se pone coto a la avaricia antidemocrática de los ultrarricos que dominan el mundo, o acabarán destruyendo la civilización. El desequilibrio y sus consecuencias ya no se pueden disimular y comienzan a ser insostenibles.
Según las estimaciones de Oxfam, el tipo impositivo máximo del impuesto sobre la renta de las personas físicas más ricas de la Unión Europea cayó del 44,8 al 37,9 por ciento, entre 2020 y 2023, y el pagado por las mayores corporaciones del 32,1 al 21,2 por ciento.
Por el contrario, los tipos que principalmente recaen sobre la gente común han aumentado: del 33,3 al 34,8 por ciento el del trabajo y del 17,7 al 18,7 por ciento el que recae sobre el consumo.
Los impuestos sobre el trabajo proporcionaron 3,23 billones de euros, tres veces más que los que proporcionan los impuestos sobre ganancias del capital (1,03 billones) y casi nueve veces más que los establecidos sobre el capital social (374.000 millones).
Eso quiere decir que la política impositiva europea, en lugar de mejorar la distribución de la renta, la empeora. Algo que es muy grave porque la concentración del ingreso y la desigualdad son ya de por sí muy elevadas.
Según Oxfam, el 1% de la población más rica de la Unión Europea acumulaba el 25% de la riqueza. Una concentración extraordinaria que no sólo se da en Europa.
La misma organización ha mostrado en otro informe que en los 20 países más ricos que conforman el llamado G-20, solamente 8 céntimos de cada dólar recaudado por impuestos provienen de los que gravan la riqueza.
Mientras que la proporción de la renta nacional que se destina al 1% de los que más ganan en los países del G20 ha aumentado un 45% en los últimos 40 años, la tasa impositiva máxima que se aplica a sus ingresos ha bajado del 60% en 1980 al 40% en 2022.
No es de extrañar, así, que el aumento en la última década del patrimonio medio neto del 1% más rico del mundo (400.000 dólares) sea 1.200 veces mayor que el de la mitad de la población más pobre (335 dólares), según los informes de Oxfam.
Esta organización estima que un impuesto sobre la riqueza del 5% para los multimillonarios y billonarios del G20 podría recaudar casi 1,5 billones de dólares al año. Con esa cantidad se podría acabar con el hambre mundial que provoca más de 20.000 muertes cada día del año, ayudar a los países de ingresos bajos y medios a adaptarse al cambio climático y empezar a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas. Aun así, sobrarían más de 500.000 millones de dólares para que los países ricos invirtieran en servicios públicos que eliminen la desigualdad y los efectos del cambio climático.
Nos dicen constantemente que no hay recursos, que no hay dinero suficiente y es mentira. Lo que sucede es que sobra egoísmo y avaricia, y que un puñado de seres auténticamente inhumanos no tiene otro objetivo que ganar dinero sin cesar y sin pararse a considerar los efectos que su comportamiento tiene sobre el resto de la humanidad y sobre la naturaleza.
Todo lo anterior no sólo provoca un problema económico, sino también político y social.
Acumular riqueza de ese modo tan brutal y exagerado es incompatible con la democracia porque el enriquecimiento de unos se hace inevitablemente a costa de otros.
La fortuna de las cinco personas más ricas del mundo viene aumentando a un ritmo de 14 millones de dólares por hora, desde 2020, más de 122.000 millones cada año, justo cuando 5.000 millones de personas de todo el mundo se han empobrecido.
No puede ser de otro modo. El enriquecimiento de unos se hace a costa de los otros y, cuando ese proceso no tiene límites y produce tantos efectos desastrosos y tanta frustración e insatisfacción, no se puede dejar que sean libres y tomen decisiones por sí mismos y democráticas los seres que los padecen.
La desigualdad tan exagerada y su crecimiento sin freno en todo el planeta es la auténtica razón del deterioro de la democracia, lo que explica que se difunda constantemente el odio y se genere artificialmente el enfrentamiento y la polarización, para que así resulte imposible la deliberación y el entendimiento entre las personas. O acabamos con la concentración tan extrema de la riqueza y del poder de decisión y se pone coto a la avaricia antidemocrática de los ultrarricos que dominan el mundo, o acabarán destruyendo la civilización. El desequilibrio y sus consecuencias ya no se pueden disimular y comienzan a ser insostenibles.
Fuente:
lunes, 16 de septiembre de 2024
La mentira destruye la democracia. Por Juan Torres López
En una entrevista publicada en Le Progrès de Lyon en 1951, el Premio Nobel de Literatura Albert Camus dijo: «La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir. Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa».
Me viene a la cabeza el recuerdo de esa frase al leer unas declaraciones de Donald Trump en las que vuelve a mentir sin disimulo.
En el coloquio de una charla que impartió el pasado día 5 en el Economic Club de Nueva York, el multimillonario inversor John Paulson intervino para preguntarle sobre el efecto de sus políticas en el déficit fiscal. La respuesta del expresidente republicano fue la siguiente:
«Bueno, acabamos de alcanzar cifras récord que nadie jamás hubiera creído posibles. Tienes razón, más de 2 billones de dólares. Nadie pensó que esa fuera una cifra… Quiero decir, si nos remontamos a cuatro años atrás, nadie pensó que una cifra como esa fuera posible. Es una locura. Es simplemente horrible, en realidad.»
La realidad no es la que dijo Trump. Según la Oficina del Presupuesto, el déficit federal fue de 1,7 billones en 2023. Y, lo que resulta aún más impresionante: ese registro no fue, ni mucho menos, una «cifra récord». Lo cierto es que el déficit en el último año de presidencia de Trump fue de 3,13 billones de dólares, casi el doble que el de 2023.
Aunque este último registro fue alcanzado a causa de la Covid-19, la evidencia es que Trump volvió a engañar a la gente que lo estuviera escuchando o lo haya oído después. Y esa no fue su única mentira en la charla. Dijo que en el último año habían perdido el empleo 1,3 millones de trabajadores, cuando la cifra real es de unos 800.000. Afirmó que su administración había creado 7 millones de empleos, cuando la realidad es que se perdieron 2,7 millones (a diferencia de lo ocurrido en los años de Biden, con casi 16 millones de nuevos empleos). Y, entre otras cosas, dijo que salvó a la industria automotriz mediante aranceles que, en realidad, nunca estableció en ese sector.
Sobre Kamala Harris se extendió en sus mentiras y exageraciones habituales: afirmó que es marxista y que promueve «controles comunistas de precios, confiscación de la riqueza, aniquilación de la energía, el mayor aumento de impuestos jamás realizado, amnistía masiva y ciudadanía para decenas de millones de migrantes que consumirán billones de dólares en beneficios federales y destruirán la Seguridad Social y Medicare».
Sin duda, Trump no es el único político mentiroso de nuestra época, entendiendo el concepto de mentira en su doble sentido estricto: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente; o cosa que no es verdad. Aunque, ciertamente, se ha consagrado como el más compulsivo, con cifras de afirmaciones falsas o engañosas difícilmente superables: 30.573 a lo largo de sus cuatro años de mandato, según el cómputo realizado por The Washington Post.
En España no somos ajenos a este fenómeno que es claramente coincidente con el del vaciamiento progresivo de la democracia, de crisis de sus instituciones y de lo que incluso puede ser todavía peor, desprecio de los principios éticos sobre los que puede y debe sostenerse.
La democracia sirve para que la ciudadanía revele sus preferencias, delibere sobre ellas y pueda decidir con libertad, conocimiento efectivo y en igualdad de condiciones las que se asumen con prioridad al tomar las decisiones. Y lo que a mí me está resultando aterrador es que nos hayamos acostumbrado a convivir entre tanta mentira sin apenas reaccionar y sin pedir cuentas a quienes la utilizan constantemente como arma política. No sé bien si porque la sintamos como un modo más de proteger nuestra ignorancia, prejuicios o intereses, porque nos creamos indefensos e impotentes ante ella y ante los medios tan poderosos que la propagan conscientemente, o por inconsciencia sobre sus efectos devastadores.
Nuestra Constitución declara en su artículo 20.d que reconoce y protege el derecho (fundamental) a recibir «información veraz». ¿No es la mentira un atentado flagrante contra este derecho? ¿No sería hora de que reclamásemos la existencia de un poder o de instrumentos específicos para combatirla y para defender, así, a la democracia? ¿Cómo podemos callar y no hacer nada cuando mienten constantemente quienes dicen ser sus grandes y auténticos valedores?
A la vista está que los actualmente existentes o no funcionan o lo hacen muy deficientemente. La alternativa, el silencio y dejar de hacerlo, es la tiranía, como muy certeramente nos advirtió Camus
Juan Torres López
Me viene a la cabeza el recuerdo de esa frase al leer unas declaraciones de Donald Trump en las que vuelve a mentir sin disimulo.
En el coloquio de una charla que impartió el pasado día 5 en el Economic Club de Nueva York, el multimillonario inversor John Paulson intervino para preguntarle sobre el efecto de sus políticas en el déficit fiscal. La respuesta del expresidente republicano fue la siguiente:
«Bueno, acabamos de alcanzar cifras récord que nadie jamás hubiera creído posibles. Tienes razón, más de 2 billones de dólares. Nadie pensó que esa fuera una cifra… Quiero decir, si nos remontamos a cuatro años atrás, nadie pensó que una cifra como esa fuera posible. Es una locura. Es simplemente horrible, en realidad.»
La realidad no es la que dijo Trump. Según la Oficina del Presupuesto, el déficit federal fue de 1,7 billones en 2023. Y, lo que resulta aún más impresionante: ese registro no fue, ni mucho menos, una «cifra récord». Lo cierto es que el déficit en el último año de presidencia de Trump fue de 3,13 billones de dólares, casi el doble que el de 2023.
Aunque este último registro fue alcanzado a causa de la Covid-19, la evidencia es que Trump volvió a engañar a la gente que lo estuviera escuchando o lo haya oído después. Y esa no fue su única mentira en la charla. Dijo que en el último año habían perdido el empleo 1,3 millones de trabajadores, cuando la cifra real es de unos 800.000. Afirmó que su administración había creado 7 millones de empleos, cuando la realidad es que se perdieron 2,7 millones (a diferencia de lo ocurrido en los años de Biden, con casi 16 millones de nuevos empleos). Y, entre otras cosas, dijo que salvó a la industria automotriz mediante aranceles que, en realidad, nunca estableció en ese sector.
Sobre Kamala Harris se extendió en sus mentiras y exageraciones habituales: afirmó que es marxista y que promueve «controles comunistas de precios, confiscación de la riqueza, aniquilación de la energía, el mayor aumento de impuestos jamás realizado, amnistía masiva y ciudadanía para decenas de millones de migrantes que consumirán billones de dólares en beneficios federales y destruirán la Seguridad Social y Medicare».
Sin duda, Trump no es el único político mentiroso de nuestra época, entendiendo el concepto de mentira en su doble sentido estricto: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente; o cosa que no es verdad. Aunque, ciertamente, se ha consagrado como el más compulsivo, con cifras de afirmaciones falsas o engañosas difícilmente superables: 30.573 a lo largo de sus cuatro años de mandato, según el cómputo realizado por The Washington Post.
En España no somos ajenos a este fenómeno que es claramente coincidente con el del vaciamiento progresivo de la democracia, de crisis de sus instituciones y de lo que incluso puede ser todavía peor, desprecio de los principios éticos sobre los que puede y debe sostenerse.
La democracia sirve para que la ciudadanía revele sus preferencias, delibere sobre ellas y pueda decidir con libertad, conocimiento efectivo y en igualdad de condiciones las que se asumen con prioridad al tomar las decisiones. Y lo que a mí me está resultando aterrador es que nos hayamos acostumbrado a convivir entre tanta mentira sin apenas reaccionar y sin pedir cuentas a quienes la utilizan constantemente como arma política. No sé bien si porque la sintamos como un modo más de proteger nuestra ignorancia, prejuicios o intereses, porque nos creamos indefensos e impotentes ante ella y ante los medios tan poderosos que la propagan conscientemente, o por inconsciencia sobre sus efectos devastadores.
Nuestra Constitución declara en su artículo 20.d que reconoce y protege el derecho (fundamental) a recibir «información veraz». ¿No es la mentira un atentado flagrante contra este derecho? ¿No sería hora de que reclamásemos la existencia de un poder o de instrumentos específicos para combatirla y para defender, así, a la democracia? ¿Cómo podemos callar y no hacer nada cuando mienten constantemente quienes dicen ser sus grandes y auténticos valedores?
A la vista está que los actualmente existentes o no funcionan o lo hacen muy deficientemente. La alternativa, el silencio y dejar de hacerlo, es la tiranía, como muy certeramente nos advirtió Camus
Juan Torres López
domingo, 9 de junio de 2024
Branko Milanovic, el economista político de la desigualdad global.
Este investigador serbio-estadounidense es una de las mejores cabezas económicas en varias décadas. Ha redefinido el debate sobre la equidad a escala planetaria.
Es el elefante más famoso de la historia. Fue hace algo más de una década, poco antes de la Navidad de 2013, cuando dos economistas del Banco Mundial —Branko Milanovic y Christoph Lakner— publicaron un paper de nombre esclarecedor: Distribución global de la renta: desde la caída del muro de Berlín hasta la Gran Recesión. Demostraban, en fin, cómo la globalización ha beneficiado a los más ricos y a las incipientes capas medias del bloque emergente, al tiempo que perjudicaba a las clases trabajadoras de Europa y Estados Unidos, golpeadas por el cierre de fábricas que hacían las maletas rumbo a Asia. Todo, absolutamente todo, en un único gráfico que se asemejaba a la silueta de un paquidermo, de la cola a la trompa. Se convertiría, poco después, en uno de los más citados de las últimas décadas.
No eran, precisamente, años en los que la desigualdad ocupara un lugar destacado en la conversación pública. Ni siquiera un lugar. Imperaba la idea, tan fukuyamesca, de que, tras aquel 9 de noviembre de 1989, el liberalismo político y económico se había impuesto definitivamente y que el mercado, per se, resolvería todos los males. Tuvo que llegar el doloroso crash de 2008, la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, para que el mundo despertase abruptamente de aquel sueño. “Reveló una cruda realidad a las clases medias occidentales y, sobre todo, a la estadounidense: que su capacidad de compra había dependido, en gran medida, de su capacidad de endeudamiento”, recuerda el propio Milanovic al otro lado del teléfono.
Quedaba, así, al descubierto todo lo que había dejado patente la dupla Lakner-Milanovic en su curva del elefante: que la internacionalización de las cadenas productivas había creado mucha riqueza y sacado de la pobreza a millones de personas en los países de renta media y baja —a los que también había elevado a otro estadio—, pero que también había deshilachado las antaño sociedades industriales de Occidente y avivado el auge de los populismos y de la extrema derecha. De aquellos polvos, estos lodos.
“Hasta entonces, solo se estudiaba la desigualdad interna en cada país para luego comparar los datos entre sí”, esboza también por teléfono Janet Gornick, colega del economista serbio en el Stone Center on Socio-Economic Inequality —que ella misma dirige— y con quien más estudios a cuatro manos ha escrito en los últimos tiempos. “Branko cambió por completo esa perspectiva, disolviendo las fronteras nacionales e imaginando, si se quiere, una comunidad global”. Siempre, desde una mirada independiente, progresista y heterodoxa, marca de la casa.
Aunque sin trascender aún de los ámbitos académicos, Milanovic ya llevaba décadas investigando sobre inequidad. En su tesis doctoral, hace más de tres décadas, analizaba este fenómeno en la hoy extinta Yugoslavia. Los focos, sin embargo, le llegarían mucho después, con aquel elefante que le catapultó al gran público y con otras dos obras que le han permitido trascender mucho más allá del lector nicho: Capitalismo, nada más (Taurus, 2020) y su reciente Miradas sobre la desigualdad (Taurus, 2024).
De ambas, como de sus otros tres libros publicados en los últimos 18 años —todos con la desigualdad como hilo conductor—, emana un aroma común: el afán generalista y la sutileza al combinar el rigor científico y la habilidad comunicativa, dos de los ingredientes más difíciles de mezclar en el siempre complejo cóctel del ensayo. “Es un brillante investigador práctico, con una característica mezcla de innovación y cautela”, enfatiza Gornick.
Lejos del perfil del economista best seller, Milanovic tiene dos capas: la del académico riguroso y la del escritor de libros que permean mucho más allá de la economía. “Tampoco es un publicista: detrás de cada afirmación suya que pueda resultar atractiva en lo popular o lo mediático, hay un paper lleno de cálculos o una investigación histórica que alcanza hasta la Edad Media. Hace lo que hace muy poca gente”, sostiene el historiador económico Leandro Prados de la Escosura, catedrático emérito de la Universidad Carlos III de Madrid. Como preguntarse —y responder— qué lugar ocuparía hoy Anna Karenina en la pirámide económica.
Milanovic, afincado en Estados Unidos desde hace décadas, es una de las mejores cabezas económicas en varias décadas, a la altura de los Mariana Mazzucato, Thomas Piketty, Olivier Blanchard, Daron Acemoglu, Angus Deaton, Carmen Reinhart o Barry Eichengreen. Y es, sobre todo, un tipo que se moja sobre lo que ocurre en el mundo, a diferencia de tantos académicos, tercia Prados de la Escosura. “Es capaz de opinar, comedidamente y con criterio, sobre prácticamente cualquier tema de hoy: sobre la invasión rusa de Ucrania, sobre Gaza… Es una persona tolerante, con una máxima: no intentar convencer a nadie de sus ideas; no porque no quiera, sino porque cree que es una batalla perdida”.
Nacido hace 70 años en el seno de una familia relativamente acomodada de la Yugoslavia de Tito, el economista serbio creció con algunos lujos de la burguesía roja, de los que carecían la mayoría de sus coetáneos. Su adolescencia transcurriría, en cambio, en un instituto público belga nítidamente izquierdista. Allí, en Bruselas, estaba destinado su padre, también economista, en calidad de representante de su país ante la recién fundada Comunidad Económica Europea, y allí fue donde pudo ver con sus propios ojos la brecha de renta desde el lado del privilegiado. Aprendió francés, que, como el inglés y el serbocroata, domina a la perfección. Una panoplia lingüística a la que, con los años —y las estancias académicas en ciudades como Madrid—, ha añadido un español más que decente, el ruso y hasta el polaco.
Sus años universitarios transcurrieron, sin embargo, en Belgrado, donde estudió Economía tras barajar Sociología. Allí comenzó su genuino interés por la inequidad y allí, también, empezó a convertirse en lo que es hoy: un tipo cosmopolita, de trato sencillo y curiosidad infinita. Casado y con dos hijos, dedica el resto de su tiempo a sus dos grandes aficiones: el fútbol y la historia, con predilección por el Imperio Romano y la I Guerra Mundial.
Una inclinación, esta última, entre lo personal y lo académico, que le ha granjeado un enorme respeto en ese gremio. “Lo ha leído todo y, además, se acuerda de lo que ha leído. Y, como Acemoglu o James A. Robinson, ha sido capaz de establecer una agenda de investigación para los historiadores”, sintetiza Prados de Escosura.
Tuitero desde hace años, Milanovic también permanece fiel al ya clásico género del blog, que cultiva desde hace años y al que en los últimos años ha sumado una newsletter de periodicidad variable, pero de finísimo contenido, en la que entremezcla las vivencias de su infancia y adolescencia con lo puramente académico. Ahí es donde muestra su personalidad de economista político, con la que ha roto el tristemente infranqueable muro entre lo económico y lo social. Una barrera que, como todos los grandes de este campo, el hoy profesor de la City University de Nueva York nunca entendió como suya.
Aunque tímidamente, en los últimos años su nombre ha empezado a aparecer en las quinielas de los futuros Premios Nobel de Economía. “Nada me haría más feliz, porque tiene una mente única: de economista, de filósofo, de historiador, de narrador…”, desliza Gornick. “¿Es probable, siquiera vagamente, que le concedan el Nobel? Creo que no, porque no encaja en el molde”. Un no encajar en el molde que es, paradójicamente, una de sus grandes virtudes.
Es el elefante más famoso de la historia. Fue hace algo más de una década, poco antes de la Navidad de 2013, cuando dos economistas del Banco Mundial —Branko Milanovic y Christoph Lakner— publicaron un paper de nombre esclarecedor: Distribución global de la renta: desde la caída del muro de Berlín hasta la Gran Recesión. Demostraban, en fin, cómo la globalización ha beneficiado a los más ricos y a las incipientes capas medias del bloque emergente, al tiempo que perjudicaba a las clases trabajadoras de Europa y Estados Unidos, golpeadas por el cierre de fábricas que hacían las maletas rumbo a Asia. Todo, absolutamente todo, en un único gráfico que se asemejaba a la silueta de un paquidermo, de la cola a la trompa. Se convertiría, poco después, en uno de los más citados de las últimas décadas.
No eran, precisamente, años en los que la desigualdad ocupara un lugar destacado en la conversación pública. Ni siquiera un lugar. Imperaba la idea, tan fukuyamesca, de que, tras aquel 9 de noviembre de 1989, el liberalismo político y económico se había impuesto definitivamente y que el mercado, per se, resolvería todos los males. Tuvo que llegar el doloroso crash de 2008, la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, para que el mundo despertase abruptamente de aquel sueño. “Reveló una cruda realidad a las clases medias occidentales y, sobre todo, a la estadounidense: que su capacidad de compra había dependido, en gran medida, de su capacidad de endeudamiento”, recuerda el propio Milanovic al otro lado del teléfono.
Quedaba, así, al descubierto todo lo que había dejado patente la dupla Lakner-Milanovic en su curva del elefante: que la internacionalización de las cadenas productivas había creado mucha riqueza y sacado de la pobreza a millones de personas en los países de renta media y baja —a los que también había elevado a otro estadio—, pero que también había deshilachado las antaño sociedades industriales de Occidente y avivado el auge de los populismos y de la extrema derecha. De aquellos polvos, estos lodos.
“Hasta entonces, solo se estudiaba la desigualdad interna en cada país para luego comparar los datos entre sí”, esboza también por teléfono Janet Gornick, colega del economista serbio en el Stone Center on Socio-Economic Inequality —que ella misma dirige— y con quien más estudios a cuatro manos ha escrito en los últimos tiempos. “Branko cambió por completo esa perspectiva, disolviendo las fronteras nacionales e imaginando, si se quiere, una comunidad global”. Siempre, desde una mirada independiente, progresista y heterodoxa, marca de la casa.
Aunque sin trascender aún de los ámbitos académicos, Milanovic ya llevaba décadas investigando sobre inequidad. En su tesis doctoral, hace más de tres décadas, analizaba este fenómeno en la hoy extinta Yugoslavia. Los focos, sin embargo, le llegarían mucho después, con aquel elefante que le catapultó al gran público y con otras dos obras que le han permitido trascender mucho más allá del lector nicho: Capitalismo, nada más (Taurus, 2020) y su reciente Miradas sobre la desigualdad (Taurus, 2024).
De ambas, como de sus otros tres libros publicados en los últimos 18 años —todos con la desigualdad como hilo conductor—, emana un aroma común: el afán generalista y la sutileza al combinar el rigor científico y la habilidad comunicativa, dos de los ingredientes más difíciles de mezclar en el siempre complejo cóctel del ensayo. “Es un brillante investigador práctico, con una característica mezcla de innovación y cautela”, enfatiza Gornick.
Lejos del perfil del economista best seller, Milanovic tiene dos capas: la del académico riguroso y la del escritor de libros que permean mucho más allá de la economía. “Tampoco es un publicista: detrás de cada afirmación suya que pueda resultar atractiva en lo popular o lo mediático, hay un paper lleno de cálculos o una investigación histórica que alcanza hasta la Edad Media. Hace lo que hace muy poca gente”, sostiene el historiador económico Leandro Prados de la Escosura, catedrático emérito de la Universidad Carlos III de Madrid. Como preguntarse —y responder— qué lugar ocuparía hoy Anna Karenina en la pirámide económica.
Milanovic, afincado en Estados Unidos desde hace décadas, es una de las mejores cabezas económicas en varias décadas, a la altura de los Mariana Mazzucato, Thomas Piketty, Olivier Blanchard, Daron Acemoglu, Angus Deaton, Carmen Reinhart o Barry Eichengreen. Y es, sobre todo, un tipo que se moja sobre lo que ocurre en el mundo, a diferencia de tantos académicos, tercia Prados de la Escosura. “Es capaz de opinar, comedidamente y con criterio, sobre prácticamente cualquier tema de hoy: sobre la invasión rusa de Ucrania, sobre Gaza… Es una persona tolerante, con una máxima: no intentar convencer a nadie de sus ideas; no porque no quiera, sino porque cree que es una batalla perdida”.
Nacido hace 70 años en el seno de una familia relativamente acomodada de la Yugoslavia de Tito, el economista serbio creció con algunos lujos de la burguesía roja, de los que carecían la mayoría de sus coetáneos. Su adolescencia transcurriría, en cambio, en un instituto público belga nítidamente izquierdista. Allí, en Bruselas, estaba destinado su padre, también economista, en calidad de representante de su país ante la recién fundada Comunidad Económica Europea, y allí fue donde pudo ver con sus propios ojos la brecha de renta desde el lado del privilegiado. Aprendió francés, que, como el inglés y el serbocroata, domina a la perfección. Una panoplia lingüística a la que, con los años —y las estancias académicas en ciudades como Madrid—, ha añadido un español más que decente, el ruso y hasta el polaco.
Sus años universitarios transcurrieron, sin embargo, en Belgrado, donde estudió Economía tras barajar Sociología. Allí comenzó su genuino interés por la inequidad y allí, también, empezó a convertirse en lo que es hoy: un tipo cosmopolita, de trato sencillo y curiosidad infinita. Casado y con dos hijos, dedica el resto de su tiempo a sus dos grandes aficiones: el fútbol y la historia, con predilección por el Imperio Romano y la I Guerra Mundial.
Una inclinación, esta última, entre lo personal y lo académico, que le ha granjeado un enorme respeto en ese gremio. “Lo ha leído todo y, además, se acuerda de lo que ha leído. Y, como Acemoglu o James A. Robinson, ha sido capaz de establecer una agenda de investigación para los historiadores”, sintetiza Prados de Escosura.
Tuitero desde hace años, Milanovic también permanece fiel al ya clásico género del blog, que cultiva desde hace años y al que en los últimos años ha sumado una newsletter de periodicidad variable, pero de finísimo contenido, en la que entremezcla las vivencias de su infancia y adolescencia con lo puramente académico. Ahí es donde muestra su personalidad de economista político, con la que ha roto el tristemente infranqueable muro entre lo económico y lo social. Una barrera que, como todos los grandes de este campo, el hoy profesor de la City University de Nueva York nunca entendió como suya.
Aunque tímidamente, en los últimos años su nombre ha empezado a aparecer en las quinielas de los futuros Premios Nobel de Economía. “Nada me haría más feliz, porque tiene una mente única: de economista, de filósofo, de historiador, de narrador…”, desliza Gornick. “¿Es probable, siquiera vagamente, que le concedan el Nobel? Creo que no, porque no encaja en el molde”. Un no encajar en el molde que es, paradójicamente, una de sus grandes virtudes.
miércoles, 1 de mayo de 2024
Pedro Sánchez frente al desprecio
«Toda forma de desprecio, si interviene en la política, prepara o instaura el fascismo»
(Albert Camus)
Las críticas que la derecha está dedicando a la carta que el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha escrito a la ciudadanía tienen casi siempre tres variantes de un rasgo común -el desprecio- que muestran mejor que nada la naturaleza de la sociedad capitalista en la que vivimos.
La primera es basarse en juicios de intenciones. Se afirma generalizadamente, como si de un coro perfectamente orquestado se tratara, que el presidente no la ha escrito con sentimientos sinceros sino como una artimaña para volver con más fuerza a sus actividades a partir del lunes.
Es cierto, por un lado, que esa respuesta es lógica cuando viene de un adversario. Sin decirlo, trata de provocar el efecto que se desea que ocurra. En este caso, que Pedro Sánchez se vaya y no refuerce su posición política gozando de más simpatía, apoyo y movilización por parte de su electorado si finalmente no dimitiera. Lo que muestra, en realidad, esta reacción de la derecha política y mediática, pronunciándose como si supiera a ciencia cierta lo que hay en el cerebro y el corazón de Pedro Sánchez, es un miedo profundo a que finalmente no se vaya.
Sin embargo, recurrir al juicio de intenciones frente a los adversarios políticos es una práctica mucho más grave y deleznable. Es una de la más grandes muestras de desprecio a un ser humano porque con ella se consigue que nadie pueda defenderse de la infamia y la calumnia. Algo fundamental en esta época en la que vivimos, en la que la polarización, la promoción del odio y el rechazo de cualquier ser humano que no sea idéntico a nosotros se ha convertido en la lógica que gobierna las relaciones sociales. Una estrategia ahora esencial para conservar los privilegios, tal y como explico en un nuevo libro que estará en librería el próximo 15 de mayo y que ya se puede reservar.
La segunda característica de la reacción de la derecha ante la carta de Sánchez es la falta de piedad, el desprecio al dolor ajeno. Algo que tampoco es nuevo sino también una constante de la política de nuestros días.
Al margen de su sentido religioso, la piedad viene a ser el sentimiento humano que nos lleva a cuidar, ayudar, perdonar, comprender o asistir a quien padece sufrimiento o angustia. Una virtud de la que también hoy día carecen quienes dominan el mundo. Si no fuese así, se habría evitado ya hace mucho tiempo -porque hay recursos de sobra para ello- el hambre y la miseria en la que viven cientos de millones de personas. No habría terrorismo, ni los conflictos entre naciones se resolverían con matanzas de población y genocidios, ni mediante las guerras tan crueles que estamos viviendo.
Finalmente, la derecha mediática y política desprecia o incluso se ríe a tumba abierta de las alusiones al amor que Pedro Sánchez hace en su carta.
Es curioso, penosamente curioso, que las dos acciones que quizá pueden propiciar más bienestar al ser humano, la política y el amor, estén hoy día tan despreciadas. En la Grecia clásica se llamaba idiotas a quienes se despreocupaban de los asuntos públicos, de la política. En nuestros días, a base de convertirla en fango sucio, hay posiblemente más idiotas que nunca. Nos tenemos que hacer idiotas para no morirnos de asco. Y quizá sea porque los idiotas tampoco analizan ni razonan por lo que no apreciamos el amor y lo banalizamos. Porque, como escribió el filósofo y literato francés Alain Badiou en su Elogio del amor, «amar es una forma de pensar».
No es difícil deducir que el desprecio como rasgo común brota, en suma, de una poderosa raíz: la inhumanidad.
¿La reforzamos o, por el contrario, nos congraciarnos con nuestra auténtica naturaleza de seres adictos al amor que «dependemos, para la armonía biológica de nuestro vivir, de la cooperación y la sensualidad, y no de la competencia y la lucha,» como escribió el biólogo chileno Humberto Maturana? Esa, creo yo, es la cuestión.
Las críticas que la derecha está dedicando a la carta que el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha escrito a la ciudadanía tienen casi siempre tres variantes de un rasgo común -el desprecio- que muestran mejor que nada la naturaleza de la sociedad capitalista en la que vivimos.
La primera es basarse en juicios de intenciones. Se afirma generalizadamente, como si de un coro perfectamente orquestado se tratara, que el presidente no la ha escrito con sentimientos sinceros sino como una artimaña para volver con más fuerza a sus actividades a partir del lunes.
Es cierto, por un lado, que esa respuesta es lógica cuando viene de un adversario. Sin decirlo, trata de provocar el efecto que se desea que ocurra. En este caso, que Pedro Sánchez se vaya y no refuerce su posición política gozando de más simpatía, apoyo y movilización por parte de su electorado si finalmente no dimitiera. Lo que muestra, en realidad, esta reacción de la derecha política y mediática, pronunciándose como si supiera a ciencia cierta lo que hay en el cerebro y el corazón de Pedro Sánchez, es un miedo profundo a que finalmente no se vaya.
Sin embargo, recurrir al juicio de intenciones frente a los adversarios políticos es una práctica mucho más grave y deleznable. Es una de la más grandes muestras de desprecio a un ser humano porque con ella se consigue que nadie pueda defenderse de la infamia y la calumnia. Algo fundamental en esta época en la que vivimos, en la que la polarización, la promoción del odio y el rechazo de cualquier ser humano que no sea idéntico a nosotros se ha convertido en la lógica que gobierna las relaciones sociales. Una estrategia ahora esencial para conservar los privilegios, tal y como explico en un nuevo libro que estará en librería el próximo 15 de mayo y que ya se puede reservar.
La segunda característica de la reacción de la derecha ante la carta de Sánchez es la falta de piedad, el desprecio al dolor ajeno. Algo que tampoco es nuevo sino también una constante de la política de nuestros días.
Al margen de su sentido religioso, la piedad viene a ser el sentimiento humano que nos lleva a cuidar, ayudar, perdonar, comprender o asistir a quien padece sufrimiento o angustia. Una virtud de la que también hoy día carecen quienes dominan el mundo. Si no fuese así, se habría evitado ya hace mucho tiempo -porque hay recursos de sobra para ello- el hambre y la miseria en la que viven cientos de millones de personas. No habría terrorismo, ni los conflictos entre naciones se resolverían con matanzas de población y genocidios, ni mediante las guerras tan crueles que estamos viviendo.
Finalmente, la derecha mediática y política desprecia o incluso se ríe a tumba abierta de las alusiones al amor que Pedro Sánchez hace en su carta.
Es curioso, penosamente curioso, que las dos acciones que quizá pueden propiciar más bienestar al ser humano, la política y el amor, estén hoy día tan despreciadas. En la Grecia clásica se llamaba idiotas a quienes se despreocupaban de los asuntos públicos, de la política. En nuestros días, a base de convertirla en fango sucio, hay posiblemente más idiotas que nunca. Nos tenemos que hacer idiotas para no morirnos de asco. Y quizá sea porque los idiotas tampoco analizan ni razonan por lo que no apreciamos el amor y lo banalizamos. Porque, como escribió el filósofo y literato francés Alain Badiou en su Elogio del amor, «amar es una forma de pensar».
No es difícil deducir que el desprecio como rasgo común brota, en suma, de una poderosa raíz: la inhumanidad.
¿La reforzamos o, por el contrario, nos congraciarnos con nuestra auténtica naturaleza de seres adictos al amor que «dependemos, para la armonía biológica de nuestro vivir, de la cooperación y la sensualidad, y no de la competencia y la lucha,» como escribió el biólogo chileno Humberto Maturana? Esa, creo yo, es la cuestión.
https://juantorreslopez.com/pedro-sanchez-frente-al-desprecio-y-la-inhumanidad/
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