La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el de Estados Unidos, Donald Trump, acaban de escenificar una auténtica y desvergonzada obra de teatro.
Como ha hecho con otros países, Donald Trump no ha buscado ahora con la Unión Europea un buen acuerdo comercial para los intereses de la economía estadounidense, como él se empeña en decir. Y en lo que ha cedido von der Leyen no es en materia arancelaria para evitar los males mayores de una escalada de guerra comercial, como afirman los dirigentes europeos. El asunto va por otros derroteros.
Los aranceles del 15 por ciento acordados para gravar casi todas las exportaciones europeas los pagarán los estadounidenses y, en algunos casos, con costes indirectos aún más elevados.
Eso pasará, entre otros productos, con los farmacéuticos que se ven afectados. Puesto que en Estados Unidos no hay producción nacional alternativa y siendo generalmente de compra obligada (los economistas decimos de muy baja elasticidad de la demanda respecto al precio) los consumidores terminarán pagando precios más elevados. Suponiendo que fuese posible o interesara la relocalización de las empresas para irse a producir a Estados Unidos (lo que, desde luego no está nada claro), sería a medio plazo (lo expliqué en un artículo anterior).
Los aranceles a los automóviles europeos serán del 15 por ciento, pero los fabricantes estadounidenses deben pagar otros del 50 por ciento por el acero y el cobre, y del 25 por ciento por los componentes que adquieren de Canadá y México. Sería posible, por tanto, que los coches importados de la Unión Europea sean más baratos que los fabricados en Estados Unidos y que a los fabricantes de este país les resulte mejor producirlos en Europa y llevárselos de vuelta. Además, la mayoría de los automóviles de marcas europeas que se venden en Estados Unidos se fabrican allí, de modo que no les afectarán los aranceles, mientras que en Europa apenas se venden coches estadounidenses, no por razones comerciales sino más bien culturales o de gustos. Otros productos en los que Europa tiene ventajas, como los relativos a la industria aeroespacial y algunos químicos, agrícolas, recursos naturales y materias primas no se verán afectados.
En realidad, en términos de exportación e importación de bienes generales, el «acuerdo» no es favorable a Estados Unidos. Como explicó hace unos días Paul Krugman en un artículo titulado El arte del acuerdo realmente estúpido, el que suscribió con Japón (y se puede decir exactamente lo mismo ahora del europeo y de todos los demás) «deja a muchos fabricantes estadounidenses en peor situación que antes de que Trump iniciara su guerra comercial».
No obstante, todo esto tampoco quiere decir que Europa haya salido beneficiada. Las guerras comerciales no suele ganarlas nadie, y muchas empresas y sectores europeos (los del aceite y el vino español, por ejemplo) se verán afectados negativamente. Pero no perderán porque Trump vaya buscando disminuir el déficit de su comercial exterior, sino como un efecto colateral de otra estrategia aún más peligrosa.
La realidad es que a Estados Unidos no le conviene disminuirlo porque este déficit, por definición, genera superávit y ahorro en otros países que vuelve como inversión financiera a Estados Unidos para alimentar el negocio de la gran banca, de los fondos de inversión y de las grandes multinacionales que no lo dedican a invertir y a localizarse allí, sino a comprar sus propias acciones. El déficit exterior de la economía estadounidense no es una desgracia, sino el resultado deliberadamente provocado para construir sobre él un negocio financiero y especulativo de colosal magnitud.
Lo que verdaderamente busca Estados Unidos con los «acuerdos» comerciales no es eliminar los desequilibrios mediante aranceles. Eso es algo que no se ha conseguido prácticamente nunca en ninguna economía). El objetivo real de Estados Unidos es hacer chantaje para extraer rentas de los demás países, obligándoles a realizar compras a los oligopolios y monopolios que dominan sus sectores energético y militar y, por añadidura, humillarlos y someterlos de cara a que acepten más adelante los cambios en el sistema de pagos internacionales que está preparando ante el declive del dólar como moneda de referencia global.
En el «acuerdo» con la Unión Europea (como en los demás), lo relevante ni siquiera son las cantidades que se han hecho públicas. Los aranceles son una excusa, un señuelo, el arma para cometer el chantaje. Lo que de verdad importa a Trump no es el huevo que se ha repartido, sino el fuero que acaba de establecer. Es decir, la coacción, el sometimiento y el monopolio de voluntad que se establecen, ya formalmente, como nueva norma de gobernanza y dominio de la economía global y que Estados Unidos necesita imponer, ahora por la vía de la fuerza financiera y militar debido a su declive como potencia industrial, comercial y tecnológica.
Siendo Donald Trump un gran negociador, si quisiera lograr auténticas ventajas comerciales para su economía no habría firmado lo que ha «acordado» con Europa (y con los demás países), ni hubiera dejado en el aire y sin concretar sus aspectos más cuantiosos. La cantidad de compras de material militar estadounidense no se ha señalado: «No sabemos cuál es esa cifra», dijo al escenificar el acuerdo con von der Leyen. El compromiso de compra de 750.000 millones de dólares en productos energéticos de Estados Unidos en tres años sólo podría obligar a Europa a desviar una parte de sus compras y tampoco parece que se haya concretado lo suficiente. Y la obligación de inversiones europeas por valor de 600.000 millones de dólares en Estados Unidos es una quimera porque la Unión Europea no dispone de instrumentos (como el fondo soberano de Japón) que le permitan dirigir inversiones a voluntad y de un lado a otro. Además, establecer esta última obligación sería otro disparate si lo que de verdad deseara Trump fuese disminuir su déficit comercial con Europa: si aumenta allí la inversión europea, disminuirán las compras de Europa a Estados Unidos, y lo que se produciría será un mayor déficit y no menor.
Lo que han hecho von der Leyen y Trump (por cierto, en Escocia y ni siquiera en territorio europeo) ha sido desnudarse en público. Han hecho teatro haciendo creer que negociaban cláusulas comerciales, pero en realidad se han quitado la ropa de la demagogia y los discursos retóricos para mostrar a todo el mundo sus vergüenzas manifestadas en cinco grandes realidades:
El final del gobierno de la economía global y el comercio internacional mediante reglas y acuerdos y el comienzo de un nuevo régimen en el que Estados Unidos decidirá ya sin disimulos, a base de chantaje, imposiciones y fuerza militar.
A Estados Unidos no le va a importar provocar graves daños y producir inestabilidad y una crisis segura en la economía internacional para poner en marcha ese nuevo régimen. Quizá, incluso lo vaya buscando, lo mismo que buscará conflictos que justifiquen sus intervenciones militares.
La Unión Europea se ha sometido, se arrodilla ante el poder estadounidense y renuncia a forjar cualquier tipo de proyecto autónomo. Como he dicho, a Trump no le ha importado el huevo, sino mostrar que Europa ya no toma por sí misma decisiones estratégicas en tres grandes pilares de la economía y la geopolítica: defensa, energía e inversiones (en tecnología, hace tiempo que perdió el rumbo y la posibilidad de ser algo en el concierto mundial). Von der Leyen, con el beneplácito de una Comisión Europea de la que no sólo forman parte las diferentes derechas sino también los socialdemócratas (lo que hay que tener en cuenta para comprender el alcance del «acuerdo» y lo difícil que será salir de él), ha aceptado que la Unión Europea sea, de facto, una colonia de Estados Unidos.
Ambas partes han mostrado al mundo que los viejos discursos sobre los mercados, la competencia, la libertad comercial, la democracia, la soberanía o la paz eran lo que ahora vemos que son: humo que se ha llevado el viento, un fraude, una gran mentira.
Por último, han mostrado también que el capitalismo se ha convertido en una especie de gran juego del Monopoly regido por grandes corporaciones industriales y financieras que han capturado a los estados para convertirse en extractoras de privilegios, en una especie de gigantescos propietarios que exprimen a sus inquilinos aumentándoles sin cesar la renta mientras les impiden por la fuerza que se vayan y les hablan de libertad.
La Unión Europea se ha condenado a sí misma. Ha dicho adiós a la posibilidad de ser un polo y referente mundial de la democracia, la paz y el multilateralismo. Ahora hace falta que la gente se entere de todo esto y lo rechace, lo que no será fácil que suceda, pues a esos monopolios se añade el mediático y porque, como he dicho, esta inmolación de Europa la ha llevado a cabo no sólo la derecha, sino también los socialistas europeos que, una vez más, traicionan sus ideales y se unen a quien engaña sin vergüenza alguna a la ciudadanía que los vota.
Juan Torres López
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jueves, 31 de julio de 2025
domingo, 20 de julio de 2025
Musk, Trump y el presidente de la patronal española explican cómo funcionan de verdad el capitalismo y la corrupción
Los intelectuales de izquierdas dedicamos toda la vida a tratar de explicar en miles de artículos y libros cómo funciona el capitalismo y, de pronto, quienes lo gobiernan y se aprovechan de él lo muestran con toda claridad en una línea.
Eso es lo que han hecho, con unos días de diferencia, el hombre más rico del mundo, el político más poderoso del planeta y el representante de las grandes empresas españolas.
Mostrando los efectos de la reciente ley presupuestaria de Trump, Elon Musk ha denunciado lo que decenas de economistas llevamos tratando de explicar desde hace años: no es verdad que, detrás de las políticas llamadas de austeridad y ahora de motosierra, haya ahorro. Se realizan, efectivamente, recortes de gasto, pero sólo social, el dedicado a mejorar la vida de la gente con menos recursos. Sin embargo, al mismo tiempo se aumentan el gasto militar que beneficia a las grandes corporaciones y el destinado a darles ayudas de todo tipo, y se reducen los impuestos a las grandes fortunas y empresas. Por tanto, el gasto total aumenta y se dispara la deuda.
Eso es exactamente lo que ha sucedido siempre con los gobiernos liberales o libertarios que han presumido de recortar gastos para ahorrar. Ocurrió en la Europa de la austeridad y en el primer mandato de Trump. En este último, el gasto público aumentó 2,3 billones de dólares y la deuda un 36 por ciento, y en el actual volverá a ocurrir. La Oficina de Presupuesto del Congreso prevé que la ley recién aprobada aumente la deuda en 3,8 billones de dólares en los próximos diez años.
El capitalismo y las políticas de motosierra son los principales generadores de gasto de despilfarro y de deuda, y hay que darle las gracias a Elon Musk por reconocerlo.
Por otro lado, Donald Trump ha denunciado que Elon Musk y sus empresas han podido obtener beneficios multimillonarios gracias a ayudas muy cuantiosas del gobierno a quien ataca.
Es verdad, pero no sólo ocurre eso con las de Musk. El 60% del ingreso de las empresas de defensa, tecnología, consultoría viene de los gobiernos. Sólo en Estados Unidos, los contratos estatales con empresas sumaron 759.000 millones de dólares en 2023 y se calcula que reciben, en total, entre 1 billón y 1,8 billones anuales (según las diferentes estimaciones) en forma de subvenciones, contratos públicos, compras gubernamentales, exenciones fiscales específicas, y otras formas de ingresos directos o indirectos provenientes del Estado.
El capitalismo de nuestros días (en realidad, el de siempre, pero ahora mucho más) no puede vivir sin el gasto del Estado, y las empresas capitalistas necesitan su inyección constante. Muchas gracias también a Donald Trump por recordarlo.
Finalmente, el presidente de la patronal española, Antonio Garamendi, ha dicho que «corrompe quien tiene el poder».
Lleva toda la razón. Le faltó decir que se refería al poder económico, aunque quizá haya querido llegar más lejos y reconocer, también con gran realismo, que quien detenta este último tiene igualmente el político, el mediático, el cultural, el académico: el poder, en una sola palabra.
Es muy de agradecer que nada más y nada menos que el representante de las grandes empresas españolas reconozca que son ellas las causantes de la corrupción que nos avergüenza y asquea. Es obvio que no habría corrupción si las empresas decidieran no corromper, pero se agradece que lo diga su máximo representante.
Muchas gracias, por tanto, a los tres. Si siguen con esa labor pedagógica, explicando tan a las claras cómo funciona el capitalismo, van a dejarnos sin ocupación a los intelectuales y economistas críticos.
Juan Torres López.
Eso es lo que han hecho, con unos días de diferencia, el hombre más rico del mundo, el político más poderoso del planeta y el representante de las grandes empresas españolas.
Mostrando los efectos de la reciente ley presupuestaria de Trump, Elon Musk ha denunciado lo que decenas de economistas llevamos tratando de explicar desde hace años: no es verdad que, detrás de las políticas llamadas de austeridad y ahora de motosierra, haya ahorro. Se realizan, efectivamente, recortes de gasto, pero sólo social, el dedicado a mejorar la vida de la gente con menos recursos. Sin embargo, al mismo tiempo se aumentan el gasto militar que beneficia a las grandes corporaciones y el destinado a darles ayudas de todo tipo, y se reducen los impuestos a las grandes fortunas y empresas. Por tanto, el gasto total aumenta y se dispara la deuda.
Eso es exactamente lo que ha sucedido siempre con los gobiernos liberales o libertarios que han presumido de recortar gastos para ahorrar. Ocurrió en la Europa de la austeridad y en el primer mandato de Trump. En este último, el gasto público aumentó 2,3 billones de dólares y la deuda un 36 por ciento, y en el actual volverá a ocurrir. La Oficina de Presupuesto del Congreso prevé que la ley recién aprobada aumente la deuda en 3,8 billones de dólares en los próximos diez años.
El capitalismo y las políticas de motosierra son los principales generadores de gasto de despilfarro y de deuda, y hay que darle las gracias a Elon Musk por reconocerlo.
Por otro lado, Donald Trump ha denunciado que Elon Musk y sus empresas han podido obtener beneficios multimillonarios gracias a ayudas muy cuantiosas del gobierno a quien ataca.
Es verdad, pero no sólo ocurre eso con las de Musk. El 60% del ingreso de las empresas de defensa, tecnología, consultoría viene de los gobiernos. Sólo en Estados Unidos, los contratos estatales con empresas sumaron 759.000 millones de dólares en 2023 y se calcula que reciben, en total, entre 1 billón y 1,8 billones anuales (según las diferentes estimaciones) en forma de subvenciones, contratos públicos, compras gubernamentales, exenciones fiscales específicas, y otras formas de ingresos directos o indirectos provenientes del Estado.
El capitalismo de nuestros días (en realidad, el de siempre, pero ahora mucho más) no puede vivir sin el gasto del Estado, y las empresas capitalistas necesitan su inyección constante. Muchas gracias también a Donald Trump por recordarlo.
Finalmente, el presidente de la patronal española, Antonio Garamendi, ha dicho que «corrompe quien tiene el poder».
Lleva toda la razón. Le faltó decir que se refería al poder económico, aunque quizá haya querido llegar más lejos y reconocer, también con gran realismo, que quien detenta este último tiene igualmente el político, el mediático, el cultural, el académico: el poder, en una sola palabra.
Es muy de agradecer que nada más y nada menos que el representante de las grandes empresas españolas reconozca que son ellas las causantes de la corrupción que nos avergüenza y asquea. Es obvio que no habría corrupción si las empresas decidieran no corromper, pero se agradece que lo diga su máximo representante.
Muchas gracias, por tanto, a los tres. Si siguen con esa labor pedagógica, explicando tan a las claras cómo funciona el capitalismo, van a dejarnos sin ocupación a los intelectuales y economistas críticos.
Juan Torres López.
sábado, 19 de julio de 2025
La motosierra se pone en marcha en Francia, allí también con mentiras
El primer ministro francés, François Bayrou, acaba de anunciar un recorte de 44.000 millones de euros en el Presupuesto de 2025 que presentará el próximo mes de octubre.
El recorte afectará al gasto en educación, sanidad, pensiones y ayudas sociales y a la creación de empleo público, aunque no al gasto militar pues. Prácticamente al mismo tiempo, se ha anunciado que este aumentará en 6.000 millones de euros en los próximos dos años.
Como ocurre siempre que los políticos y economistas neoliberales hablan de deuda, ahora en Francia se vuelve a engañar a la gente. Se le hace creer que, con recortes como los de Bayrou, se va a reducir y que lo más adecuado para lograrlo es disminuir el gasto social.
Vayamos por parte y supongamos por un momento que de verdad fuese necesario reducir la deuda.
El presidente Bayrou ha justificado los recortes por el enorme volumen de deuda que acumula Francia: 3,3 billones de euros, un 114% de su PIB. Sin embargo, no ha hecho referencia a algo fundamental.
En 1973, Francia tenía una deuda pública muy baja, unos 80.000 euros de la época equivalentes a menos del 20’% del PIB. En 1995, ya era de 696.236 millones de euros, según Eurostat. En total, por lo tanto, desde 1973 a la actualidad ha crecido 3,2 billones y, desde 1995, 2,6 billones. Lo que olvida Bayrou es que Francia ha pagado 2,33 billones de euros de intereses desde 1995 y unos 2,75 billones desde 1973, siempre según Eurostat y los datos oficiales franceses. En 2024, fueron 60.200 millones de euros, 16.200 millones más de lo que se quiere recortar.
El presidente francés se queja de que la deuda pública de su país es muy elevada, pero no menciona que el 86% de su incremento desde 1973 y el 89,6% desde 1995 se debe al pago de intereses. Y, por supuesto, olvida también que Francia ha pagado esa cantidad astronómica de intereses no como efecto de una ley natural e inevitable, sino por una de 3 de enero de 1973, impulsada por el gobierno del presidente Georges Pompidou, que prohibió que el Banco de Francia siguiera financiando sin interés al Estado, como hasta entonces había hecho.
Sin esa ley, y si el Estado francés hubiera gastado lo mismo que ha gastado desde 1973, pero sin pagar intereses, la deuda pública francesa no sería hoy día del 114% del PIB que preocupa a Bayrou, sino que estaría entre el 17 y el 20% del PIB, según las diferentes estimaciones.
En resumen, lo que hace que la deuda francesa crezca sin cesar (como la de los demás países que renunciaron a la financiación del banco central) es el pago de intereses y no que el Estado gaste mucho en otras partidas. Y si eso ocurre es porque se concedió a las finanzas privadas el mayor negocio de todos los tiempos: financiar a los gobiernos a intereses de mercado. No es casualidad que Georges Pompidou hubiese sido director general del Banco Rothschild antes que presidente de la República.
El segundo engaño de Bayrou a su pueblo consiste en decirle que reduciendo el gasto público con su motosierra disminuirá la deuda.
Al aplicar la motosierra a su economía para llevar a cabo un recorte tan brutal del gasto público social, lo que Bayrou provocará será una recesión, una importante caída de la actividad económica, puesto que cada euro recortado se convertirá en una caída mayor en el ingreso de las empresas privadas y en la renta de los hogares. Esto último y el desempleo en aumento, forzosamente obligarán a que empresas y hogares aumenten su endeudamiento y provocarán, a la postre, que siga aumentando la deuda pública, pues disminuirán los ingresos del Estado. Ha sucedido siempre y volverá a ocurrir ahora en Francia, sin ningún tipo de duda.
Bayrou lo sabe y por eso miente. Lo que busca el presidente francés con su motosierra no es reducir la deuda, sino provocar un shock para producir desmovilización social y favorecer la privatización de servicios públicos que van a empezar a funcionar aún peor cuando tengan menos financiación, manteniendo a salvo el negocio financiero.
No se trata de defender el incremento de la deuda pública como un fin en sí mismo. La deuda es una esclavitud y el gasto público debe realizarse con austeridad auténtica, con transparencia y eficacia, no con la corrupción propia del capitalismo de amiguetes y extractivo de nuestros días. Pero eso es una cosa y otra no entender que el gasto del Estado es un motor fundamental de la economía y que, cuando se frena, esta se viene abajo. O que si la deuda aumenta tanto es, como he dicho, a causa del pago de intereses.
Si el presidente francés estuviera de verdad preocupado por la deuda actuaría de otra forma. En primer lugar, tomaría medidas para evitar la sangría permanente que supone en pago de intereses, y trataría de reducirla como se ha hecho en otras ocasiones, sin necesidad de recortar gasto esencial para el bienestar o la inversión, con más equidad y racionalidad. Y, en segundo lugar, se preocuparía por otra deuda mucho más peligosa para la economía francesa y el planeta, la climática que podría llegar a suponer el 61 % del PIB de Francia en 2050, según un estudio reciente.
Bayrou se dispone a poner en marcha la nueva economía de la motosierra que no es exclusiva de Milei o Trump, sino el signo de nuestros tiempos, los de un capitalismo cada vez más degenerado e incompatible con la democracia, como explico en el libro que pronto estará en la calle publicado por Ediciones Deusto.
Juan Torres López,
El recorte afectará al gasto en educación, sanidad, pensiones y ayudas sociales y a la creación de empleo público, aunque no al gasto militar pues. Prácticamente al mismo tiempo, se ha anunciado que este aumentará en 6.000 millones de euros en los próximos dos años.
Como ocurre siempre que los políticos y economistas neoliberales hablan de deuda, ahora en Francia se vuelve a engañar a la gente. Se le hace creer que, con recortes como los de Bayrou, se va a reducir y que lo más adecuado para lograrlo es disminuir el gasto social.
Vayamos por parte y supongamos por un momento que de verdad fuese necesario reducir la deuda.
El presidente Bayrou ha justificado los recortes por el enorme volumen de deuda que acumula Francia: 3,3 billones de euros, un 114% de su PIB. Sin embargo, no ha hecho referencia a algo fundamental.
En 1973, Francia tenía una deuda pública muy baja, unos 80.000 euros de la época equivalentes a menos del 20’% del PIB. En 1995, ya era de 696.236 millones de euros, según Eurostat. En total, por lo tanto, desde 1973 a la actualidad ha crecido 3,2 billones y, desde 1995, 2,6 billones. Lo que olvida Bayrou es que Francia ha pagado 2,33 billones de euros de intereses desde 1995 y unos 2,75 billones desde 1973, siempre según Eurostat y los datos oficiales franceses. En 2024, fueron 60.200 millones de euros, 16.200 millones más de lo que se quiere recortar.
El presidente francés se queja de que la deuda pública de su país es muy elevada, pero no menciona que el 86% de su incremento desde 1973 y el 89,6% desde 1995 se debe al pago de intereses. Y, por supuesto, olvida también que Francia ha pagado esa cantidad astronómica de intereses no como efecto de una ley natural e inevitable, sino por una de 3 de enero de 1973, impulsada por el gobierno del presidente Georges Pompidou, que prohibió que el Banco de Francia siguiera financiando sin interés al Estado, como hasta entonces había hecho.
Sin esa ley, y si el Estado francés hubiera gastado lo mismo que ha gastado desde 1973, pero sin pagar intereses, la deuda pública francesa no sería hoy día del 114% del PIB que preocupa a Bayrou, sino que estaría entre el 17 y el 20% del PIB, según las diferentes estimaciones.
En resumen, lo que hace que la deuda francesa crezca sin cesar (como la de los demás países que renunciaron a la financiación del banco central) es el pago de intereses y no que el Estado gaste mucho en otras partidas. Y si eso ocurre es porque se concedió a las finanzas privadas el mayor negocio de todos los tiempos: financiar a los gobiernos a intereses de mercado. No es casualidad que Georges Pompidou hubiese sido director general del Banco Rothschild antes que presidente de la República.
El segundo engaño de Bayrou a su pueblo consiste en decirle que reduciendo el gasto público con su motosierra disminuirá la deuda.
Al aplicar la motosierra a su economía para llevar a cabo un recorte tan brutal del gasto público social, lo que Bayrou provocará será una recesión, una importante caída de la actividad económica, puesto que cada euro recortado se convertirá en una caída mayor en el ingreso de las empresas privadas y en la renta de los hogares. Esto último y el desempleo en aumento, forzosamente obligarán a que empresas y hogares aumenten su endeudamiento y provocarán, a la postre, que siga aumentando la deuda pública, pues disminuirán los ingresos del Estado. Ha sucedido siempre y volverá a ocurrir ahora en Francia, sin ningún tipo de duda.
Bayrou lo sabe y por eso miente. Lo que busca el presidente francés con su motosierra no es reducir la deuda, sino provocar un shock para producir desmovilización social y favorecer la privatización de servicios públicos que van a empezar a funcionar aún peor cuando tengan menos financiación, manteniendo a salvo el negocio financiero.
No se trata de defender el incremento de la deuda pública como un fin en sí mismo. La deuda es una esclavitud y el gasto público debe realizarse con austeridad auténtica, con transparencia y eficacia, no con la corrupción propia del capitalismo de amiguetes y extractivo de nuestros días. Pero eso es una cosa y otra no entender que el gasto del Estado es un motor fundamental de la economía y que, cuando se frena, esta se viene abajo. O que si la deuda aumenta tanto es, como he dicho, a causa del pago de intereses.
Si el presidente francés estuviera de verdad preocupado por la deuda actuaría de otra forma. En primer lugar, tomaría medidas para evitar la sangría permanente que supone en pago de intereses, y trataría de reducirla como se ha hecho en otras ocasiones, sin necesidad de recortar gasto esencial para el bienestar o la inversión, con más equidad y racionalidad. Y, en segundo lugar, se preocuparía por otra deuda mucho más peligosa para la economía francesa y el planeta, la climática que podría llegar a suponer el 61 % del PIB de Francia en 2050, según un estudio reciente.
Bayrou se dispone a poner en marcha la nueva economía de la motosierra que no es exclusiva de Milei o Trump, sino el signo de nuestros tiempos, los de un capitalismo cada vez más degenerado e incompatible con la democracia, como explico en el libro que pronto estará en la calle publicado por Ediciones Deusto.
Juan Torres López,
jueves, 17 de julio de 2025
_- Si VOX gobernara, deuda por las nubes y pensiones de miseria
_- El partido de extrema derecha español ha publicado su programa económico cargado de propuestas ultraliberales cuya falta de fundamento y efectos nocivos ya se han puesto de relieve en muchas ocasiones.
Comentaré ahora sólo una de ellas que tendría consecuencias especialmente catastróficas si se llevara cabo: sustituir al actual sistema de pensiones públicas basado en el reparto (es decir, las personas empleadas actualmente financian con parte de sus sueldos la pensión de las ahora jubiladas) por uno basado en la capitalización (cada persona ahorra, se invierte ese ahorro en mercados financieros y al final de la vida activa se recupera lo ahorrado como pensión).
Voy a empezar la crítica por el final. La primera vez que se puso en marcha un cambio de esa naturaleza fue en Chile con la dictadura de Pinochet. Significativamente, el cambio hacia la capitalización se impuso a toda la población trabajadora, menos a los militares y a la policía, cuyas pensiones todavía siguen garantizadas por un sistema de reparto. ¿Por qué fue así, si la capitalización es tan ventajosa?
Las razones están claras. El sistema de reparto es mucho más seguro, más económico y mucho más equitativo. Estas son, expuestas muy breve y claramente.
– El sistema de capitalización tiene aún más riesgos que el de reparto. La financiación de este último puede verse afectada por el envejecimiento y, como sucede ahora, por la baja productividad o gran desigualdad que reduce la masa salarial. Pero se puede financiar, además, por vía de impuestos generales. Sin embargo, el sistema de capitalización puede fallar cuando hay crisis económicas, inflación o mala gestión de sus administradores, circunstancias que son cada vez más frecuentes en el capitalismo de nuestros días. Las personas que optaran por fondos afectados por esas situaciones, perderían sus pensiones o sólo recibirían unas de muy pequeña cuantía.
– El cambio de un sistema a otro es tremendamente costoso por una sencilla razón: durante mucho tiempo, quizá treinta años o más, habría que seguir pagando las pensiones de reparto sin que se estuviran recaudando cotizaciones sociales. Esto costaría tanto que hasta los más fervientes defensores de la capitalización han desistido de proponerlo para llevarlo a la práctica en España. Algunos cálculos estiman que podría costar el equivalente a nuestro PIB actual (1,6 billones de euros) en varias décadas, o quizá más, dependiendo de la velocidad del cambio y de las reformas complementarias que se hicieran. La deuda española y el gasto añadido por intereses se dispararían. En realidad, son inasumibles.
– La mayor parte de los españoles no tendrían pensión al jubilarse o solo tendrían una mucho más reducida que la proporcionada por el sistema actual.
Para disponer de dinero suficiente para la pensión por el método de capitalización hay que ir ahorrando a lo largo de la vida. ¿Y quién puede ahorrar lo suficiente? No es fácil estimarlo, pero veamos un ejemplo.
Una persona de 35 años que hoy día ganase 2.250 euros al mes (prácticamente el sueldo medio en España) tendrían que ahorrar 510 euros mensuales y dedicarlos a un fondo de pensiones para tener una pensión equivalente al 80% de su sueldo desde que tuviera 67 años hasta los 87, sin interrupción. Es decir, un 22,6% de su sueldo. Para obtener una pensión equivalente al 60% de su sueldo actual, este porcentaje debería ser del 17%.
Según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística y otras investigaciones, entre el 45 y el 50% de la población española no llega a fin de mes, o tiene grandes dificultades para conseguirlo. Por tanto, de ningún modo podría ahorrar esa cantidad. Teniendo en cuenta que el nivel medio de ahorro de las familias españolas no supera el 15% de su renta, se puede estimar que no más del 25%, como mucho, de nuestra población estaría en condiciones de financiarse un fondo de ahorro privado que le garantice una pensión mínimamente digna. Esa es también la razón por la que las propuestas de recurrir a la capitalización como sistema complementario están condenadas al fracaso porque la mayoría de la población no tiene renta disponible suficiente para ahorrar semejantes cantidades.
Se puede argumentar que podría dedicarse a financiar el ahorro la totalidad de las cotizaciones sociales, pero eso significa que tendrían que añadirse fondos adicionales para cubrir otras prestaciones que cubre la Seguridad Social, si es que se quisieran mantener.
– El sistema de capitalización no es rentable.
En su programa económico, VOX propone que exista un «fondo de pensión público con criterios de rentabilidad privada» y esto es otro de los engaños habituales de quienes defienden este sistema.
El ahorro a través de los fondos privados sólo es rentable para sus administradores y grandes patrimonios y nunca con toda seguridad.
Una investigación independiente ha mostrado que sólo 99 fondos de los 393 con 15 años de historia en 2023 (25,2%) habían tenido una rentabilidad superior a los bonos del Estado, 57 (14,5%) a la del IBEX, y 9 la tuvieron negativa. Para ser más rentables deben invertir en productos inseguros y eso no sólo convierte sus patrimonios en más arriesgados y expuestos a quiebras, sino también en motores de inseguridad y volatilidad que extienden por todo el sistema económico, cuando actúan como canalizadores de la inversión especulativa. Esto último provoca las crisis financieras que destruyen sus patrimonios y producen pérdidas cuantiosas a los ahorradores. A poco que caigan las bolsas o haya crisis, lo que suele ocurrir cada vez con más frecuencia, la rentabilidad de estos fondos se desvanece.
Además, hay otros factores que reducen la rentabilidad de los planes de capitalización: las comisiones que suelen ser altas; los costes de convertir la cantidad ahorrada a una renta vitalicia, en lugar de recuperarla de un golpe; y los impuestos (dejando a un lado, lo injusto que resulta que este tipo de fondos tengas ayudas fiscales).
– La capitalización cubre más costosa o difícilmente, o simplemente no cubre, otros riesgos que sí cubren los sistemas de reparto, como la viudedad, la orfandad y la invalidez.
– El envejecimiento afecta a la solvencia de un sistema de reparto, ciertamente. Pero también al de capitalización: si llega un momento en que las personas jubiladas son muchas, debe haber mucho más ahorro para convertir en líquidos sus activos ahorrados. Pero, si hay menos empleadas que estén ahorrando habría una dificultad semejante para hacer líquidos, en forma de pensión, los fondos acumulados.
La propuesta de privatizar la financiación de las pensiones mediante métodos de capitalización sólo trae consigo menos pensiones, pensiones más bajas para quien pueda financiárselas, riesgo financiero y de crisis económicas y costes extraordinarios para los gobiernos, todo lo cual se traduce en empobrecimiento y aumento de la deuda.
Lo anterior está perfectamente documentado y se sabe a la perfección, pero estamos hablando de un negocio gigantesco para el sector financiero. Este es quien apoya y financia el gran fraude que consiste en hacer creer que el sistema de pensiones públicas basado en el reparto es insostenible a causa del envejecimiento de la población, porque depende sólo de la relación entre el número de cotizantes y de pensionistas. Haciéndolo creer, pueden justificar su privatización para utilizar en su beneficio el gran volumen de dinero que mueven las pensiones.
Si bien es es obvio que el envejecimiento de la población influye en la sostenibilidad, es fácil demostrar y está ampliamente comprobado que depende principalmente del incremento de la productividad, del volumen de masa salarial y de cómo se reparte el valor de lo producido. Y, además, si no fuese suficiente con ello, las pensiones públicas siempre se pueden financiar por impuestos generales, lo cual significa que su sostenibilidad depende de una decisión política y no de circunstancias financieras.
Lo que pone en peligro la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas basado en el reparto no es que que haya cada vez más pensionistas en relación con los cotizantes, sino el crecimiento exagerado de las finanzas en perjuicio de la actividad económica real de producción de bienes y servicios, lo que reduce la productividad, y aumenta la precarización del empleo y la desigualdad que disminuyen la masa salarial. Y, además, la negativa de los grandes capitales y patrimonios a sufragar los gastos generales en función de su capacidad de pago y su rechazo de los principios más elementales de equidad y solidaridad.
Los partidos políticos que desean que la totalidad de las personas dispongan de ingresos dignos al dejar de trabajar apoyan el sistema de reparto acompañado de un sistema fiscal justo y progresivo y políticas que combaten el privilegio de las finanzas y la desigualdad. Los que defienden los intereses de la banca y del sistema financiero, defienden con engaños su privatización y los métodos de capitalización porque ponen por delante el beneficio financiero y les da igual que la gente deje de cobrar pensiones o que cobre cantidades miserables.
Como dije al principio, se sabe perfectamente que es así, y por eso el mejor y más seguro sistema de reparto se mantuvo para militares y policías en la dictadura de Pinochet, y todavía está vigente para ellos.
En Estados Unidos han votado a Trump millones de personas que ahora han sido deportadas, van a serlo, están perseguidas, o van a perder su atención sanitaria. En España, cientos de miles de personas con salarios y condiciones de trabajo miserables votarán a un partido como VOX que propone reducir salarios y que acabaría con sus pensiones si gobernase. Al menos, hay que reconocer que la extrema derecha tiene mérito a la hora de engañar a la gente.
Voy a empezar la crítica por el final. La primera vez que se puso en marcha un cambio de esa naturaleza fue en Chile con la dictadura de Pinochet. Significativamente, el cambio hacia la capitalización se impuso a toda la población trabajadora, menos a los militares y a la policía, cuyas pensiones todavía siguen garantizadas por un sistema de reparto. ¿Por qué fue así, si la capitalización es tan ventajosa?
Las razones están claras. El sistema de reparto es mucho más seguro, más económico y mucho más equitativo. Estas son, expuestas muy breve y claramente.
– El sistema de capitalización tiene aún más riesgos que el de reparto. La financiación de este último puede verse afectada por el envejecimiento y, como sucede ahora, por la baja productividad o gran desigualdad que reduce la masa salarial. Pero se puede financiar, además, por vía de impuestos generales. Sin embargo, el sistema de capitalización puede fallar cuando hay crisis económicas, inflación o mala gestión de sus administradores, circunstancias que son cada vez más frecuentes en el capitalismo de nuestros días. Las personas que optaran por fondos afectados por esas situaciones, perderían sus pensiones o sólo recibirían unas de muy pequeña cuantía.
– El cambio de un sistema a otro es tremendamente costoso por una sencilla razón: durante mucho tiempo, quizá treinta años o más, habría que seguir pagando las pensiones de reparto sin que se estuviran recaudando cotizaciones sociales. Esto costaría tanto que hasta los más fervientes defensores de la capitalización han desistido de proponerlo para llevarlo a la práctica en España. Algunos cálculos estiman que podría costar el equivalente a nuestro PIB actual (1,6 billones de euros) en varias décadas, o quizá más, dependiendo de la velocidad del cambio y de las reformas complementarias que se hicieran. La deuda española y el gasto añadido por intereses se dispararían. En realidad, son inasumibles.
– La mayor parte de los españoles no tendrían pensión al jubilarse o solo tendrían una mucho más reducida que la proporcionada por el sistema actual.
Para disponer de dinero suficiente para la pensión por el método de capitalización hay que ir ahorrando a lo largo de la vida. ¿Y quién puede ahorrar lo suficiente? No es fácil estimarlo, pero veamos un ejemplo.
Una persona de 35 años que hoy día ganase 2.250 euros al mes (prácticamente el sueldo medio en España) tendrían que ahorrar 510 euros mensuales y dedicarlos a un fondo de pensiones para tener una pensión equivalente al 80% de su sueldo desde que tuviera 67 años hasta los 87, sin interrupción. Es decir, un 22,6% de su sueldo. Para obtener una pensión equivalente al 60% de su sueldo actual, este porcentaje debería ser del 17%.
Según la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística y otras investigaciones, entre el 45 y el 50% de la población española no llega a fin de mes, o tiene grandes dificultades para conseguirlo. Por tanto, de ningún modo podría ahorrar esa cantidad. Teniendo en cuenta que el nivel medio de ahorro de las familias españolas no supera el 15% de su renta, se puede estimar que no más del 25%, como mucho, de nuestra población estaría en condiciones de financiarse un fondo de ahorro privado que le garantice una pensión mínimamente digna. Esa es también la razón por la que las propuestas de recurrir a la capitalización como sistema complementario están condenadas al fracaso porque la mayoría de la población no tiene renta disponible suficiente para ahorrar semejantes cantidades.
Se puede argumentar que podría dedicarse a financiar el ahorro la totalidad de las cotizaciones sociales, pero eso significa que tendrían que añadirse fondos adicionales para cubrir otras prestaciones que cubre la Seguridad Social, si es que se quisieran mantener.
– El sistema de capitalización no es rentable.
En su programa económico, VOX propone que exista un «fondo de pensión público con criterios de rentabilidad privada» y esto es otro de los engaños habituales de quienes defienden este sistema.
El ahorro a través de los fondos privados sólo es rentable para sus administradores y grandes patrimonios y nunca con toda seguridad.
Una investigación independiente ha mostrado que sólo 99 fondos de los 393 con 15 años de historia en 2023 (25,2%) habían tenido una rentabilidad superior a los bonos del Estado, 57 (14,5%) a la del IBEX, y 9 la tuvieron negativa. Para ser más rentables deben invertir en productos inseguros y eso no sólo convierte sus patrimonios en más arriesgados y expuestos a quiebras, sino también en motores de inseguridad y volatilidad que extienden por todo el sistema económico, cuando actúan como canalizadores de la inversión especulativa. Esto último provoca las crisis financieras que destruyen sus patrimonios y producen pérdidas cuantiosas a los ahorradores. A poco que caigan las bolsas o haya crisis, lo que suele ocurrir cada vez con más frecuencia, la rentabilidad de estos fondos se desvanece.
Además, hay otros factores que reducen la rentabilidad de los planes de capitalización: las comisiones que suelen ser altas; los costes de convertir la cantidad ahorrada a una renta vitalicia, en lugar de recuperarla de un golpe; y los impuestos (dejando a un lado, lo injusto que resulta que este tipo de fondos tengas ayudas fiscales).
– La capitalización cubre más costosa o difícilmente, o simplemente no cubre, otros riesgos que sí cubren los sistemas de reparto, como la viudedad, la orfandad y la invalidez.
– El envejecimiento afecta a la solvencia de un sistema de reparto, ciertamente. Pero también al de capitalización: si llega un momento en que las personas jubiladas son muchas, debe haber mucho más ahorro para convertir en líquidos sus activos ahorrados. Pero, si hay menos empleadas que estén ahorrando habría una dificultad semejante para hacer líquidos, en forma de pensión, los fondos acumulados.
La propuesta de privatizar la financiación de las pensiones mediante métodos de capitalización sólo trae consigo menos pensiones, pensiones más bajas para quien pueda financiárselas, riesgo financiero y de crisis económicas y costes extraordinarios para los gobiernos, todo lo cual se traduce en empobrecimiento y aumento de la deuda.
Lo anterior está perfectamente documentado y se sabe a la perfección, pero estamos hablando de un negocio gigantesco para el sector financiero. Este es quien apoya y financia el gran fraude que consiste en hacer creer que el sistema de pensiones públicas basado en el reparto es insostenible a causa del envejecimiento de la población, porque depende sólo de la relación entre el número de cotizantes y de pensionistas. Haciéndolo creer, pueden justificar su privatización para utilizar en su beneficio el gran volumen de dinero que mueven las pensiones.
Si bien es es obvio que el envejecimiento de la población influye en la sostenibilidad, es fácil demostrar y está ampliamente comprobado que depende principalmente del incremento de la productividad, del volumen de masa salarial y de cómo se reparte el valor de lo producido. Y, además, si no fuese suficiente con ello, las pensiones públicas siempre se pueden financiar por impuestos generales, lo cual significa que su sostenibilidad depende de una decisión política y no de circunstancias financieras.
Lo que pone en peligro la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas basado en el reparto no es que que haya cada vez más pensionistas en relación con los cotizantes, sino el crecimiento exagerado de las finanzas en perjuicio de la actividad económica real de producción de bienes y servicios, lo que reduce la productividad, y aumenta la precarización del empleo y la desigualdad que disminuyen la masa salarial. Y, además, la negativa de los grandes capitales y patrimonios a sufragar los gastos generales en función de su capacidad de pago y su rechazo de los principios más elementales de equidad y solidaridad.
Los partidos políticos que desean que la totalidad de las personas dispongan de ingresos dignos al dejar de trabajar apoyan el sistema de reparto acompañado de un sistema fiscal justo y progresivo y políticas que combaten el privilegio de las finanzas y la desigualdad. Los que defienden los intereses de la banca y del sistema financiero, defienden con engaños su privatización y los métodos de capitalización porque ponen por delante el beneficio financiero y les da igual que la gente deje de cobrar pensiones o que cobre cantidades miserables.
Como dije al principio, se sabe perfectamente que es así, y por eso el mejor y más seguro sistema de reparto se mantuvo para militares y policías en la dictadura de Pinochet, y todavía está vigente para ellos.
En Estados Unidos han votado a Trump millones de personas que ahora han sido deportadas, van a serlo, están perseguidas, o van a perder su atención sanitaria. En España, cientos de miles de personas con salarios y condiciones de trabajo miserables votarán a un partido como VOX que propone reducir salarios y que acabaría con sus pensiones si gobernase. Al menos, hay que reconocer que la extrema derecha tiene mérito a la hora de engañar a la gente.
miércoles, 25 de junio de 2025
Hay que acabar con los hijos de puta socialistas de mierda»: hablaron los liberales
El pasado domingo se celebró en Madrid un encuentro de economistas y políticos liberales. En realidad, de ultraliberales, libertarios o anarcocapitalistas, como ellos mismos se autodenominan, y entre los que se encontró como artista invitada el inefable presidente argentino Javier Milei.
Lo que más me gusta de estos personajes es lo sinceros y aguerridos que son: se necesitan agallas para ir por medio mundo proponiendo acabar con los hijos de puta de mierda que no piensan como ellos en nombre de la libertad. En las SS no hubieran desentonado.
Y me maravilla también lo cómodos y naturales que se muestran haciendo cosas que a cualquier persona con un mínimo de educación y respeto a los demás le produciría vergüenza ajena, como poco.
Según informan diferentes medios de comunicación, en el Madrid Economic Forum, como se denominó el evento, se gritó fuerte y a menudo. Algo, por cierto, que también delata que estas gentes son mucho más fanáticas que reflexivas. Siempre que habla de economía, Milei lo hace a gritos y con insultos. Y lo mismo hicieron en el Forum madrileño los 7.000 asistentes en varias ocasiones: «Pedro Sánchez, hijo de puta», «Pedro Sánchez, hijo de puta», «Pedro Sánchez, hijo de puta», clamaban a grito pelado los liberales. La versión libertaria de los teoremas de la micro y la macroeconomía. Unos lumbreras.
Debió de ser orgásmico contemplar a personas como el antiguo dirigente de Ciudadanos Albert Rivera, el exvicepresidente de Coca Cola Marcos de Quinto, la expresidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre y la actual Isabel Díaz Ayuso, el periodista Iker Jiménez, o economistas tan mediáticos como Daniel Lacalle o Juan Ramon Rallo desgañitarse para llamar a grito pelado hijo de puta a Pedro Sánchez. Con todas las palabras y sin cobardear, como Ayuso cuando dice que le gusta la fruta.
El argentino ofreció su apoyo, inestimable sin duda, a los liberales españoles para «zurrar a los bandidos», entre los que me encuentro, como modesto economista y ciudadano que no comparte sus ideas. Y, por supuesto, para acabar con «los socialistas de mierda». Aunque no formo parte de ningún partido y no me gusta aplicarme, ni me aplico a mí mismo etiqueta alguna, no me importa ahora, por pura solidaridad, sentirme un socialista más. Si alguien tan inhumano, grosero y mal encarado como Milei considera que los socialistas españoles son unos mierdas, tiro de empatía y me uno a ellos porque, en su boca, los insultos son más bien un reconocimiento que honra a quien lo recibe.
Milei llamó a «pelearse a cara de perro con los políticos corruptos». Sí, lo dijo él, el político que formó parte de una asociación que estafó con la criptomoneda libra, quien se abraza, defiende y admira al convicto y vicioso Donald Trump y a Isabel Díaz Ayuso, la discípula de la liberal Esperanza Aguirre que también se encontraba entre los asistentes (luchando contra la corrupción y la casta, of course).
Por supuesto, los liberales asistentes aprovecharon el encuentro para gritar contra los impuestos. Faltaría más: es de lo que se trata ¡Qué interesante hubiera sido conocer los millones de patrimonio que se acumularon en el Forum y en qué porcentaje provienen de herencias y no del esfuerzo propio! Aunque lo más lamentable de todo eso es que de todos los 7.000 asistentes, una buena parte serían seguramente personas de buena fe que llegan con dificultades a fin de mes. La verdad es que como trileros estos libertarios tienen muchísimo mérito. Casi tanto como Milei de interlocutor con el más allá cuando habla con el alma de sus perros muertos.
Lo que más me gusta de estos personajes es lo sinceros y aguerridos que son: se necesitan agallas para ir por medio mundo proponiendo acabar con los hijos de puta de mierda que no piensan como ellos en nombre de la libertad. En las SS no hubieran desentonado.
Y me maravilla también lo cómodos y naturales que se muestran haciendo cosas que a cualquier persona con un mínimo de educación y respeto a los demás le produciría vergüenza ajena, como poco.
Según informan diferentes medios de comunicación, en el Madrid Economic Forum, como se denominó el evento, se gritó fuerte y a menudo. Algo, por cierto, que también delata que estas gentes son mucho más fanáticas que reflexivas. Siempre que habla de economía, Milei lo hace a gritos y con insultos. Y lo mismo hicieron en el Forum madrileño los 7.000 asistentes en varias ocasiones: «Pedro Sánchez, hijo de puta», «Pedro Sánchez, hijo de puta», «Pedro Sánchez, hijo de puta», clamaban a grito pelado los liberales. La versión libertaria de los teoremas de la micro y la macroeconomía. Unos lumbreras.
Debió de ser orgásmico contemplar a personas como el antiguo dirigente de Ciudadanos Albert Rivera, el exvicepresidente de Coca Cola Marcos de Quinto, la expresidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre y la actual Isabel Díaz Ayuso, el periodista Iker Jiménez, o economistas tan mediáticos como Daniel Lacalle o Juan Ramon Rallo desgañitarse para llamar a grito pelado hijo de puta a Pedro Sánchez. Con todas las palabras y sin cobardear, como Ayuso cuando dice que le gusta la fruta.
El argentino ofreció su apoyo, inestimable sin duda, a los liberales españoles para «zurrar a los bandidos», entre los que me encuentro, como modesto economista y ciudadano que no comparte sus ideas. Y, por supuesto, para acabar con «los socialistas de mierda». Aunque no formo parte de ningún partido y no me gusta aplicarme, ni me aplico a mí mismo etiqueta alguna, no me importa ahora, por pura solidaridad, sentirme un socialista más. Si alguien tan inhumano, grosero y mal encarado como Milei considera que los socialistas españoles son unos mierdas, tiro de empatía y me uno a ellos porque, en su boca, los insultos son más bien un reconocimiento que honra a quien lo recibe.
Milei llamó a «pelearse a cara de perro con los políticos corruptos». Sí, lo dijo él, el político que formó parte de una asociación que estafó con la criptomoneda libra, quien se abraza, defiende y admira al convicto y vicioso Donald Trump y a Isabel Díaz Ayuso, la discípula de la liberal Esperanza Aguirre que también se encontraba entre los asistentes (luchando contra la corrupción y la casta, of course).
Por supuesto, los liberales asistentes aprovecharon el encuentro para gritar contra los impuestos. Faltaría más: es de lo que se trata ¡Qué interesante hubiera sido conocer los millones de patrimonio que se acumularon en el Forum y en qué porcentaje provienen de herencias y no del esfuerzo propio! Aunque lo más lamentable de todo eso es que de todos los 7.000 asistentes, una buena parte serían seguramente personas de buena fe que llegan con dificultades a fin de mes. La verdad es que como trileros estos libertarios tienen muchísimo mérito. Casi tanto como Milei de interlocutor con el más allá cuando habla con el alma de sus perros muertos.
Fuente:
jueves, 10 de abril de 2025
¿Y si lo de Trump no es una simple locura personal?
La opinión que más escucho cuando oigo hablar de Donald Trump, incluso en boca de académicos o gente bien informada, es que está loco.
Es cierto que su comportamiento, tan diferente al de quienes nos hemos acostumbrado a ver como dirigentes y líderes mundiales, induce a pensar así. Es errático, estrambótico, grosero, inculto, mentiroso compulsivo, desvergonzado y chulo, carece de la más mínima empatía con los débiles y alardea de gobernar al país más poderoso del mundo como si fuese su inmobiliaria. Ha reconocido que desea ser un dictador, se salta las decisiones judiciales en su contra, insulta a sus adversarios sin compasión ni mesura y los amenaza, e incluso desprecia y humilla a sus propios socios. Sus ideas son extremistas, presume de religiosidad y valores morales cuando es conocida su relación con prostitutas y antros de todo tipo. Su trayectoria vital y comercial es la de un personaje sin principios ni límites, obsesionado por ganar a cualquiera que se le ponga por delante. Numerosas biografías y documentales lo han puesto de manifiesto y basta verlo en acción para comprobar su forma de ser, y cómo actúa y trata al resto de la gente.
Sin embargo, me temo que es erróneo pensar que lo que está haciendo y lo que hará más adelante es la simple expresión de una locura, de un comportamiento personal aberrante y reaccionario. Puede ser que Trump sea efectivamente un loco, un multimillonario que se puede permitir cualquier capricho y presumir como un pavo real del poder que tiene, siendo, como es, tan ignorante.
Yo tiendo a pensar que lo que está haciendo Donald Trump es mucho más que un comportamiento personal y la mejor prueba de ello es que las acciones que lleva a cabo vienen de lejos, antes de que él incluso aspirase a ser presidente.
He escrito con detalle sobre lo que creo que está ocurriendo y el por qué Trump hace lo que hace en mis dos últimos libros, Más difícil todavía (Deusto 2023) y Para que haya futuro (Deusto 2024), así que resumiré aquí muy brevemente lo que pienso.
Tiendo a pensar, en primer lugar, que Trump no es sino una pieza más de un proceso que viene de más lejos encaminado a desmantelar las democracias y los sistemas de legitimación que, desde los años ochenta del siglo pasado, habían generado la aceptación, por las clases sociales empobrecidas, de los procesos que las han desposeído. La razón o necesidad de hacerlo es sencilla: el nivel de concentración de riqueza y desigualdad alcanzado es tan extraordinario que ya resulta incompatible con la democracia representativa y el debate social transparente. Alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como Martin Wolf lo ha explicado y documentado perfectamente en su libro La crisis del capitalismo democrático (Deusto, 2023).
En segundo lugar, creo que la nueva presidencia de Trump es un momento más de un proceso de desglobalización y proteccionismo que viene de atrás, aunque ahora se produzca, ciertamente, de un modo más exagerado y radical,. Contabilizadas en su sentido más amplio, en el Global Trade Alert se registran casi 59.000 medidas restrictivas del comercio en todo el mundo desde 2009.
Como acabo de recordar en un artículo reciente, Obama ya fue calificado por The Wall Street Journal, como «un presidente proteccionista». Biden no sólo no rectificó las medidas que había adoptado Trump en su primer mandato, sino que incluso las aumentó en algunos casos y, sobre todo, con China. De él se escribió que practicaba «proteccionismo cortés» y «educado» y que su política comercial era «trumpismo con rostro humano», sin «tuits furiosos ni afirmaciones absurdas, pero con aranceles de seguridad nacional».
Es verdad que Trump ha exacerbado la política proteccionista (está por ver hasta dónde llega) pero es un error creer que es sólo «cosa suya».
Me parece que hay que leer bien lo que está haciendo ahora Donald Trump. Cuando muestra pomposamente al mundo que impone aranceles incluso a una isla en donde sólo habitan pingüinos o a países con los que Estados Unidos apenas tiene intercambios, no lo hace porque esté poniendo en marcha una nueva política comercial, sino para mostrar la forma diferente con la que esa potencia con voluntad de seguir siendo imperial va a dirigirse a partir de ahora al mundo. O, mejor dicho, al universo, pues habla de «arancel universal», un término quizá nada casual cuando los grandes capitales tecnológicos están planificando apropiarse del espacio, de otros astros y asteroides, para hacer negocio.
En tercer lugar, lo que más claramente está haciendo Trump es exonerar al capital, en la mayor medida de lo posible, de los costes que inevitablemente va a tener el cambio climático y la desigualdad exagerada que se ha generado en las últimas décadas. Sus declaraciones al respecto pueden parecer rimbombantes, exageradas, increíblemente negacionistas e incluso inhumanas, dado el desprecio con el habla de la pobreza o las medidas que ha tomado en materia medio ambiental, sanitaria y social. Sin embargo, ¿cuánto han tardado las grandes empresas en suspender sus programas de diversidad e inclusión? ¿qué grandes dirigentes empresariales han manifestado su oposición a las medidas de Trump? ¿dónde están las corporaciones que hablaban de capitalismo responsable y con rostro humano? ¿cómo se explica que, sobre la marcha, se estén eliminando todas las buenas intenciones y programas de inversión que hasta hace unos días tenían para combatir el cambio climático? ¿Cómo es posible o se explica que hayan bastado unas cuantas declaraciones y alguna orden ejecutiva de Trump para que ya no lo consideren una amenaza?
Finalmente, también creo que lo que está haciendo Trump se parece mucho, por no decir que es lo mismo, a lo que ya habían comenzado a hacer otros presidentes anteriores y especialmente Biden para hacer frente al declive del imperio estadounidense, aunque es verdad que ahora con estruendo y en medio de insultos y amenazas. No se olvide que fue Biden quien saboteó el gaseoducto Nord Stream, una infraestructura vital para uno de sus grandes aliados, cometiendo un acto que, de haberlo hecho otros, hubiera sido perseguido como terrorista,
Lo que estamos comenzando a ver (cada día con más nitidez y abiertamente) es cómo Estados Unidos trata de salvar sus muebles cuando se agota el modelo que, desde los años ochenta del siglo pasado, le ha permitido vivir endeudándose gratuitamente ante el resto del mundo.
Es patético y daría risa, si no fuese por el sufrimiento humano que viene detrás, ver cómo el gobierno de Estados Unidos hace trampa al contabilizar los saldos exteriores, registrando sólo los comerciales y dejando a un lado los de servicios y capitales, que es donde está hoy día el meollo del comercio internacional. U olvidando que si tiene déficits comerciales con muchos países no es por culpa de estos, como dice Trump, sino porque empresas estadounidenses se fueron a terceros países para ganar más dinero y desde allí exportan lo que podría haber computado como ingresos de exportación de Estados Unidos si se hubieran quedado en su país.
Al acabar la II Guerra Mundial, Estados Unidos tenía más del 80 por ciento del oro que había en el planeta, su PIB era la mitad del conjunto de todos los países, y controlaba el 60 por ciento del comercio mundial y casi el 50 por ciento de las inversiones directas de todo el mundo. Le fue fácil que se aceptara que su moneda actuase de reserva y se pudo garantizar sin problemas su plena convertibilidad en oro.
Con el paso del tiempo, sin embargo, los países que habían sido casi totalmente destruidos en la guerra comenzaron a resurgir y sus industrias se hicieron potentes, expandiendo su producción y exportaciones. El dólar se vino abajo y, como ha recordado Yanis Varoufakis en un artículo reciente, Nixon dio un golpe de mano brutal en 1971. A mi juicio, muchísimo más duro y dañino que el que estos días está dando Trump y que tanta gente está calificando como «el mayor golpe de la historia al comercio internacional».
Nixon devaluó primero el dólar y luego acabó con su convertibilidad en oro, obligando así a que su moneda se utilizara sin necesidad de que la economía de Estados Unidos lo respaldase, no ya con el metal precioso, sino con producción o inversiones. ¿Se imaginan que tuvieran en su casa una máquina que emitiera un billete verde que casi todo el mundo quisiera tener en sus manos para comerciar? ¿Quién sería capaz de resistirse a semejante privilegio y no endeudarse constantemente, mientras pudiera imprimirlo sin limitación alguna? Por eso cuentan que los dirigentes de Estado Unidos decían a los demás países: el dólar es nuestra moneda, pero es vuestro problema.
A pesar de ello, ni siquiera así se pudo resolver la crisis estructural que se venía produciendo y que constituía un peligro existencial para el capitalismo (entre otras razones, por la existencia alternativa y amenazante de la antigua Unión Soviética). Los conflictos se multiplicaban, los trabajadores tenían cada vez más fuerza y los salarios se disparaban, la producción en masa ya no se vendía, la inflación subía y el beneficio caía … Se venía abajo el edificio que había permitido que Estados Unidos se consolidara como la gran potencia que dominaba el mundo.
Otro presidente republicano, Ronald Reagan, se encargó de tomar medidas y adoptó otra también mucho más brutal y lesiva para el resto de las economías que las actuales de Donald Trump: la Reserva Federal disparó los tipos de interés (llegaron al 20 por ciento en1981), hundiendo la producción, multiplicándose el desempleo y la deuda, y provocando deliberadamente una crisis generalizada.
Una vez más, Estados Unidos se sacudió el polvo de su espalda y descargó sobre los demás todo el peso de los problemas que había producido el régimen sobre el que se basaba su poderío, para conservarlo a partir de entonces de otro modo.
Repito que la bravuconería vacía de Trump, sus declaraciones tan burdas, la forma tan científicamente inconsistente de hacer las propuestas y la renuncia a tener presente ni uno solo de sus potenciales efectos adversos, puede llevar a considerar que nos encontramos ante un histrión cuya locura se ha desatado. Yo mismo tengo a veces la tentación de simplificar mi pensamiento y creer que es eso lo único que tengo por delante.
Hoy mismo leo a un comentarista brillantísimo de la política estadounidense, Roger Senserrich, afirmar que «las élites económicas de Estados Unidos estaban atónitas ante la escala del desastre».
Es posible que lleve razón, pero me cuesta mucho trabajo creer que todo lo que hace Trump se pueda llevar a cabo en contra del poder económico. Lo que veo, más bien, es que a su alrededor han estado y están las personas más ricas del mundo, las que han permitido con su financiación extraordinariamente generosa que llegue a presidente. Las mismas que pusieron el dinero para que la Fundación Heritage elaborase el Proyecto de Transición Presidencial 2025 que Trump está llevando a cabo casi letra a letra y que comenté justo hace un año en un artículo que titulé La extrema derecha viene para quedarse.
Puede ser que yo me esté equivocando y vea más cosas de las que hay, pero lo que me dicen los análisis que vengo realizando desde hace años es que nos encontramos ante un fenómeno de largo alcance. A mi juicio, lo que sucede es que Estados Unidos está tratando de reasentarse para enfrentarse a un planeta al que sabe que ya no va a poder dominar como exclusiva potencia imperial. Se asume que el poderío creciente e imparable de China va a conformar un mundo nuevamente bipolar y Estados Unidos va a romper violentamente el tablero, una vez más, para obligar a que las economías y sus gobiernos reasignen posiciones estratégicas a su alrededor en la condición más debilitada posible y en beneficio estadounidense. Una estrategia que, en lo económico, debería concluir con un proceso generalizado de reubicación de capitales e industrias en Estados Unidos, como única forma de asegurar su hegemonía.
En principio, yo no veo obstáculos insalvables para que eso pueda producirse, siempre y cuando:
a) Aisle lo más posible a China y al bloque que inevitablemente se formará en su entorno, y los obligue a iniciar una escalada armamentista que deteriore sus capacidad tecnológica e industrial.
b) Debilite hasta el extremo a Europa y la haga desaparecer aún más del mapa como operador estratégico y competidor comercial.
c) Mantenga suficientemente a raya a Rusia, y
d) Si encuentra (de ahí Panamá o Groenlandia) nuevas fuentes de ventaja competitiva y geoestratégica.
Dicho eso, creo que hay que señalar también las grandes dificultades a las que se enfrenta hoy día el intento de salvaguardar la supremacía de Estados Unidos. Entre otras:
a) Es un proceso que necesita medio plazo para dar resultados y a corto puede ser tan traumático que puede producir perturbaciones globales inusitadas, con daños tan grandes que ni siquiera Estados Unidos pueda evitar.
b) Llevar este proceso de reajuste de la mano de la extrema derecha para avanzar en el desmantelamiento de las democracias que se extiende por todo el mundo es un arma de doble filo, una auténtica bomba de efecto perverso y retardado de consecuencias muy peligrosas. Al fin y al cabo, las democracias son un elemento de contención del conflicto. El totalitarismo, por el contrario, lo crea y la polarización generalizada puede estallar, con consecuencias incalculables, antes de que Estados Unidos logre redefinir el terreno de juego que más le conviene y reforzar suficientemente su economía.
c) La situación interna de Estados Unidos puede hacerse explosiva y cualquier cosa puede suceder allí en cualquier momento.
d) Estados Unidos cada vez tiene menos posibilidad de imponerse sobre China en términos económicos o tecnológicos y, seguramente, también en financieros. La opción que le queda es la militar, y no hay que decir mucho sobre los riesgos que eso conlleva cuando se está hablando de potencias nucleares.
En resumen, si lo que estamos viendo es el comportamiento de un loco que se enfrenta a todos, lo más posible es que antes o después se revierta la situación; al menos, lo suficiente como para evitar la crisis inevitable que llevaría consigo la guerra comercial y el desmoronamiento económico que se producirá si no se frena cuanto antes a Trump.
Si mi hipótesis es acertada, lo que vamos a ver será algo más y mucho peor. Será lo mismo que ya se produjo en ocasiones anteriores: una tabula rasa, la generación deliberada de una gran crisis económica y de la democracia que permita que todo cambie para que no se modifique lo que se busca preservar, el dominio de una potencia en declive acelerado, e incluso en riesgo de extinción si no reacciona, ante un bloque rival en ascenso y con fortaleza creciente. Tengo dudas, pero si tuviera que apostar lo haría por esta segunda hipótesis.
Sobre cómo se podría actuar ante todo esto, especialmente en Europa, trataré de escribir en los próximos días.
Es cierto que su comportamiento, tan diferente al de quienes nos hemos acostumbrado a ver como dirigentes y líderes mundiales, induce a pensar así. Es errático, estrambótico, grosero, inculto, mentiroso compulsivo, desvergonzado y chulo, carece de la más mínima empatía con los débiles y alardea de gobernar al país más poderoso del mundo como si fuese su inmobiliaria. Ha reconocido que desea ser un dictador, se salta las decisiones judiciales en su contra, insulta a sus adversarios sin compasión ni mesura y los amenaza, e incluso desprecia y humilla a sus propios socios. Sus ideas son extremistas, presume de religiosidad y valores morales cuando es conocida su relación con prostitutas y antros de todo tipo. Su trayectoria vital y comercial es la de un personaje sin principios ni límites, obsesionado por ganar a cualquiera que se le ponga por delante. Numerosas biografías y documentales lo han puesto de manifiesto y basta verlo en acción para comprobar su forma de ser, y cómo actúa y trata al resto de la gente.
Sin embargo, me temo que es erróneo pensar que lo que está haciendo y lo que hará más adelante es la simple expresión de una locura, de un comportamiento personal aberrante y reaccionario. Puede ser que Trump sea efectivamente un loco, un multimillonario que se puede permitir cualquier capricho y presumir como un pavo real del poder que tiene, siendo, como es, tan ignorante.
Yo tiendo a pensar que lo que está haciendo Donald Trump es mucho más que un comportamiento personal y la mejor prueba de ello es que las acciones que lleva a cabo vienen de lejos, antes de que él incluso aspirase a ser presidente.
He escrito con detalle sobre lo que creo que está ocurriendo y el por qué Trump hace lo que hace en mis dos últimos libros, Más difícil todavía (Deusto 2023) y Para que haya futuro (Deusto 2024), así que resumiré aquí muy brevemente lo que pienso.
Tiendo a pensar, en primer lugar, que Trump no es sino una pieza más de un proceso que viene de más lejos encaminado a desmantelar las democracias y los sistemas de legitimación que, desde los años ochenta del siglo pasado, habían generado la aceptación, por las clases sociales empobrecidas, de los procesos que las han desposeído. La razón o necesidad de hacerlo es sencilla: el nivel de concentración de riqueza y desigualdad alcanzado es tan extraordinario que ya resulta incompatible con la democracia representativa y el debate social transparente. Alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como Martin Wolf lo ha explicado y documentado perfectamente en su libro La crisis del capitalismo democrático (Deusto, 2023).
En segundo lugar, creo que la nueva presidencia de Trump es un momento más de un proceso de desglobalización y proteccionismo que viene de atrás, aunque ahora se produzca, ciertamente, de un modo más exagerado y radical,. Contabilizadas en su sentido más amplio, en el Global Trade Alert se registran casi 59.000 medidas restrictivas del comercio en todo el mundo desde 2009.
Como acabo de recordar en un artículo reciente, Obama ya fue calificado por The Wall Street Journal, como «un presidente proteccionista». Biden no sólo no rectificó las medidas que había adoptado Trump en su primer mandato, sino que incluso las aumentó en algunos casos y, sobre todo, con China. De él se escribió que practicaba «proteccionismo cortés» y «educado» y que su política comercial era «trumpismo con rostro humano», sin «tuits furiosos ni afirmaciones absurdas, pero con aranceles de seguridad nacional».
Es verdad que Trump ha exacerbado la política proteccionista (está por ver hasta dónde llega) pero es un error creer que es sólo «cosa suya».
Me parece que hay que leer bien lo que está haciendo ahora Donald Trump. Cuando muestra pomposamente al mundo que impone aranceles incluso a una isla en donde sólo habitan pingüinos o a países con los que Estados Unidos apenas tiene intercambios, no lo hace porque esté poniendo en marcha una nueva política comercial, sino para mostrar la forma diferente con la que esa potencia con voluntad de seguir siendo imperial va a dirigirse a partir de ahora al mundo. O, mejor dicho, al universo, pues habla de «arancel universal», un término quizá nada casual cuando los grandes capitales tecnológicos están planificando apropiarse del espacio, de otros astros y asteroides, para hacer negocio.
En tercer lugar, lo que más claramente está haciendo Trump es exonerar al capital, en la mayor medida de lo posible, de los costes que inevitablemente va a tener el cambio climático y la desigualdad exagerada que se ha generado en las últimas décadas. Sus declaraciones al respecto pueden parecer rimbombantes, exageradas, increíblemente negacionistas e incluso inhumanas, dado el desprecio con el habla de la pobreza o las medidas que ha tomado en materia medio ambiental, sanitaria y social. Sin embargo, ¿cuánto han tardado las grandes empresas en suspender sus programas de diversidad e inclusión? ¿qué grandes dirigentes empresariales han manifestado su oposición a las medidas de Trump? ¿dónde están las corporaciones que hablaban de capitalismo responsable y con rostro humano? ¿cómo se explica que, sobre la marcha, se estén eliminando todas las buenas intenciones y programas de inversión que hasta hace unos días tenían para combatir el cambio climático? ¿Cómo es posible o se explica que hayan bastado unas cuantas declaraciones y alguna orden ejecutiva de Trump para que ya no lo consideren una amenaza?
Finalmente, también creo que lo que está haciendo Trump se parece mucho, por no decir que es lo mismo, a lo que ya habían comenzado a hacer otros presidentes anteriores y especialmente Biden para hacer frente al declive del imperio estadounidense, aunque es verdad que ahora con estruendo y en medio de insultos y amenazas. No se olvide que fue Biden quien saboteó el gaseoducto Nord Stream, una infraestructura vital para uno de sus grandes aliados, cometiendo un acto que, de haberlo hecho otros, hubiera sido perseguido como terrorista,
Lo que estamos comenzando a ver (cada día con más nitidez y abiertamente) es cómo Estados Unidos trata de salvar sus muebles cuando se agota el modelo que, desde los años ochenta del siglo pasado, le ha permitido vivir endeudándose gratuitamente ante el resto del mundo.
Es patético y daría risa, si no fuese por el sufrimiento humano que viene detrás, ver cómo el gobierno de Estados Unidos hace trampa al contabilizar los saldos exteriores, registrando sólo los comerciales y dejando a un lado los de servicios y capitales, que es donde está hoy día el meollo del comercio internacional. U olvidando que si tiene déficits comerciales con muchos países no es por culpa de estos, como dice Trump, sino porque empresas estadounidenses se fueron a terceros países para ganar más dinero y desde allí exportan lo que podría haber computado como ingresos de exportación de Estados Unidos si se hubieran quedado en su país.
Al acabar la II Guerra Mundial, Estados Unidos tenía más del 80 por ciento del oro que había en el planeta, su PIB era la mitad del conjunto de todos los países, y controlaba el 60 por ciento del comercio mundial y casi el 50 por ciento de las inversiones directas de todo el mundo. Le fue fácil que se aceptara que su moneda actuase de reserva y se pudo garantizar sin problemas su plena convertibilidad en oro.
Con el paso del tiempo, sin embargo, los países que habían sido casi totalmente destruidos en la guerra comenzaron a resurgir y sus industrias se hicieron potentes, expandiendo su producción y exportaciones. El dólar se vino abajo y, como ha recordado Yanis Varoufakis en un artículo reciente, Nixon dio un golpe de mano brutal en 1971. A mi juicio, muchísimo más duro y dañino que el que estos días está dando Trump y que tanta gente está calificando como «el mayor golpe de la historia al comercio internacional».
Nixon devaluó primero el dólar y luego acabó con su convertibilidad en oro, obligando así a que su moneda se utilizara sin necesidad de que la economía de Estados Unidos lo respaldase, no ya con el metal precioso, sino con producción o inversiones. ¿Se imaginan que tuvieran en su casa una máquina que emitiera un billete verde que casi todo el mundo quisiera tener en sus manos para comerciar? ¿Quién sería capaz de resistirse a semejante privilegio y no endeudarse constantemente, mientras pudiera imprimirlo sin limitación alguna? Por eso cuentan que los dirigentes de Estado Unidos decían a los demás países: el dólar es nuestra moneda, pero es vuestro problema.
A pesar de ello, ni siquiera así se pudo resolver la crisis estructural que se venía produciendo y que constituía un peligro existencial para el capitalismo (entre otras razones, por la existencia alternativa y amenazante de la antigua Unión Soviética). Los conflictos se multiplicaban, los trabajadores tenían cada vez más fuerza y los salarios se disparaban, la producción en masa ya no se vendía, la inflación subía y el beneficio caía … Se venía abajo el edificio que había permitido que Estados Unidos se consolidara como la gran potencia que dominaba el mundo.
Otro presidente republicano, Ronald Reagan, se encargó de tomar medidas y adoptó otra también mucho más brutal y lesiva para el resto de las economías que las actuales de Donald Trump: la Reserva Federal disparó los tipos de interés (llegaron al 20 por ciento en1981), hundiendo la producción, multiplicándose el desempleo y la deuda, y provocando deliberadamente una crisis generalizada.
Una vez más, Estados Unidos se sacudió el polvo de su espalda y descargó sobre los demás todo el peso de los problemas que había producido el régimen sobre el que se basaba su poderío, para conservarlo a partir de entonces de otro modo.
Repito que la bravuconería vacía de Trump, sus declaraciones tan burdas, la forma tan científicamente inconsistente de hacer las propuestas y la renuncia a tener presente ni uno solo de sus potenciales efectos adversos, puede llevar a considerar que nos encontramos ante un histrión cuya locura se ha desatado. Yo mismo tengo a veces la tentación de simplificar mi pensamiento y creer que es eso lo único que tengo por delante.
Hoy mismo leo a un comentarista brillantísimo de la política estadounidense, Roger Senserrich, afirmar que «las élites económicas de Estados Unidos estaban atónitas ante la escala del desastre».
Es posible que lleve razón, pero me cuesta mucho trabajo creer que todo lo que hace Trump se pueda llevar a cabo en contra del poder económico. Lo que veo, más bien, es que a su alrededor han estado y están las personas más ricas del mundo, las que han permitido con su financiación extraordinariamente generosa que llegue a presidente. Las mismas que pusieron el dinero para que la Fundación Heritage elaborase el Proyecto de Transición Presidencial 2025 que Trump está llevando a cabo casi letra a letra y que comenté justo hace un año en un artículo que titulé La extrema derecha viene para quedarse.
Puede ser que yo me esté equivocando y vea más cosas de las que hay, pero lo que me dicen los análisis que vengo realizando desde hace años es que nos encontramos ante un fenómeno de largo alcance. A mi juicio, lo que sucede es que Estados Unidos está tratando de reasentarse para enfrentarse a un planeta al que sabe que ya no va a poder dominar como exclusiva potencia imperial. Se asume que el poderío creciente e imparable de China va a conformar un mundo nuevamente bipolar y Estados Unidos va a romper violentamente el tablero, una vez más, para obligar a que las economías y sus gobiernos reasignen posiciones estratégicas a su alrededor en la condición más debilitada posible y en beneficio estadounidense. Una estrategia que, en lo económico, debería concluir con un proceso generalizado de reubicación de capitales e industrias en Estados Unidos, como única forma de asegurar su hegemonía.
En principio, yo no veo obstáculos insalvables para que eso pueda producirse, siempre y cuando:
a) Aisle lo más posible a China y al bloque que inevitablemente se formará en su entorno, y los obligue a iniciar una escalada armamentista que deteriore sus capacidad tecnológica e industrial.
b) Debilite hasta el extremo a Europa y la haga desaparecer aún más del mapa como operador estratégico y competidor comercial.
c) Mantenga suficientemente a raya a Rusia, y
d) Si encuentra (de ahí Panamá o Groenlandia) nuevas fuentes de ventaja competitiva y geoestratégica.
Dicho eso, creo que hay que señalar también las grandes dificultades a las que se enfrenta hoy día el intento de salvaguardar la supremacía de Estados Unidos. Entre otras:
a) Es un proceso que necesita medio plazo para dar resultados y a corto puede ser tan traumático que puede producir perturbaciones globales inusitadas, con daños tan grandes que ni siquiera Estados Unidos pueda evitar.
b) Llevar este proceso de reajuste de la mano de la extrema derecha para avanzar en el desmantelamiento de las democracias que se extiende por todo el mundo es un arma de doble filo, una auténtica bomba de efecto perverso y retardado de consecuencias muy peligrosas. Al fin y al cabo, las democracias son un elemento de contención del conflicto. El totalitarismo, por el contrario, lo crea y la polarización generalizada puede estallar, con consecuencias incalculables, antes de que Estados Unidos logre redefinir el terreno de juego que más le conviene y reforzar suficientemente su economía.
c) La situación interna de Estados Unidos puede hacerse explosiva y cualquier cosa puede suceder allí en cualquier momento.
d) Estados Unidos cada vez tiene menos posibilidad de imponerse sobre China en términos económicos o tecnológicos y, seguramente, también en financieros. La opción que le queda es la militar, y no hay que decir mucho sobre los riesgos que eso conlleva cuando se está hablando de potencias nucleares.
En resumen, si lo que estamos viendo es el comportamiento de un loco que se enfrenta a todos, lo más posible es que antes o después se revierta la situación; al menos, lo suficiente como para evitar la crisis inevitable que llevaría consigo la guerra comercial y el desmoronamiento económico que se producirá si no se frena cuanto antes a Trump.
Si mi hipótesis es acertada, lo que vamos a ver será algo más y mucho peor. Será lo mismo que ya se produjo en ocasiones anteriores: una tabula rasa, la generación deliberada de una gran crisis económica y de la democracia que permita que todo cambie para que no se modifique lo que se busca preservar, el dominio de una potencia en declive acelerado, e incluso en riesgo de extinción si no reacciona, ante un bloque rival en ascenso y con fortaleza creciente. Tengo dudas, pero si tuviera que apostar lo haría por esta segunda hipótesis.
Sobre cómo se podría actuar ante todo esto, especialmente en Europa, trataré de escribir en los próximos días.
lunes, 7 de abril de 2025
¡A buena hora van a defender los intereses de España!
El presidente Trump ha revocado el permiso imperial para que Repsol exporte petróleo de Venezuela y ha anunciado que impedirá que invierta en aquel país alrededor de 1.590 millones en nuevos yacimientos.
Inmediatamente, el gobierno de España, presidido por el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y el Partido Popular han salido en defensa de la empresa con un mismo argumento.
El ministro de Asuntos Exteriores ha dicho: «El Gobierno de España va a defender los intereses de Repsol y de cualquier empresa española». El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, no se ha quedado a la zaga: «Vamos a defender nuestros intereses».
Tiene guasa la cosa, porque Repsol es de todo menos una empresa española desde que los gobiernos de ambos partidos presididos, primero, por Felipe González y luego por José María Aznar, la vendieron al capital extranjero.
Repsol era una de nuestras joyas empresariales, de propiedad pública -de todos los españoles- y muy rentable. Constituida en 1986 agrupando a diversas empresas, obtuvo ese mismo año beneficios brutos de 29.117 millones de pesetas y 57.455 millones un año después.
En 1989, el gobierno de González inició su privatización vendiendo el 26% del capital y el de Aznar la terminó de vender por completo en 1997. Desde entonces, su capital ha ido pasando de mano en mano, pero siempre hacia cada vez más capitales extranjeros. Incluso las empresas rusas Gazprom y Lukoil (por cierto, con el apoyo del entonces Rey Juan Carlos I, según se supo) estuvieron a punto de hacerse con su control.
Actualmente y según fuentes de la propia Repsol sus accionistas institucionales proceden de diferentes países en estos porcentajes: Estados Unidos (33%), Reino Unido (24%), Francia (12%), Alemania (5%), España (5%), resto de Europa (12%) y resto del mundo (9%).
¿Qué intereses de España dicen el gobierno de Pedro Sánchez y el Partido Popular que defienden ahora cuando se refieren a Repsol, después de haberla privatizado?
El PSOE y el PP actuaron contra los intereses españoles cuando vendieron, mejor dicho, cuando malvendieron nuestras grandes empresas públicas y a Repsol en particular.
Primero, prácticamente la regalaron al capital privado a cambio de migajas para los españoles en general y de prebendas y sueldos millonarios para un buen número de exministros y antiguos altos cargos de esos partidos y del PNV que se enriquecieron a costa de todos los españoles (una relación de todos ellos aquí). Ahora, se presentan como patriotas que defienden los intereses de España cuando se trata de una empresa que ellos decidieron que dejara de ser propiedad de los españoles.
No se puede tener la cara más dura.
Inmediatamente, el gobierno de España, presidido por el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, y el Partido Popular han salido en defensa de la empresa con un mismo argumento.
El ministro de Asuntos Exteriores ha dicho: «El Gobierno de España va a defender los intereses de Repsol y de cualquier empresa española». El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, no se ha quedado a la zaga: «Vamos a defender nuestros intereses».
Tiene guasa la cosa, porque Repsol es de todo menos una empresa española desde que los gobiernos de ambos partidos presididos, primero, por Felipe González y luego por José María Aznar, la vendieron al capital extranjero.
Repsol era una de nuestras joyas empresariales, de propiedad pública -de todos los españoles- y muy rentable. Constituida en 1986 agrupando a diversas empresas, obtuvo ese mismo año beneficios brutos de 29.117 millones de pesetas y 57.455 millones un año después.
En 1989, el gobierno de González inició su privatización vendiendo el 26% del capital y el de Aznar la terminó de vender por completo en 1997. Desde entonces, su capital ha ido pasando de mano en mano, pero siempre hacia cada vez más capitales extranjeros. Incluso las empresas rusas Gazprom y Lukoil (por cierto, con el apoyo del entonces Rey Juan Carlos I, según se supo) estuvieron a punto de hacerse con su control.
Actualmente y según fuentes de la propia Repsol sus accionistas institucionales proceden de diferentes países en estos porcentajes: Estados Unidos (33%), Reino Unido (24%), Francia (12%), Alemania (5%), España (5%), resto de Europa (12%) y resto del mundo (9%).
¿Qué intereses de España dicen el gobierno de Pedro Sánchez y el Partido Popular que defienden ahora cuando se refieren a Repsol, después de haberla privatizado?
El PSOE y el PP actuaron contra los intereses españoles cuando vendieron, mejor dicho, cuando malvendieron nuestras grandes empresas públicas y a Repsol en particular.
Primero, prácticamente la regalaron al capital privado a cambio de migajas para los españoles en general y de prebendas y sueldos millonarios para un buen número de exministros y antiguos altos cargos de esos partidos y del PNV que se enriquecieron a costa de todos los españoles (una relación de todos ellos aquí). Ahora, se presentan como patriotas que defienden los intereses de España cuando se trata de una empresa que ellos decidieron que dejara de ser propiedad de los españoles.
No se puede tener la cara más dura.
martes, 1 de abril de 2025
Malos tiempos
Dijo Montesquieu en El espíritu de las leyes que la corrupción de cada régimen político empieza casi siempre por la de los principios.
No me gustaría que el gobierno que actualmente tiene España terminara hundido bajo el peso de los principios que parece se empeña en desmoronar, pero a veces me temo lo peor.
El artículo 134.3 de la Constitución establece: «El Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior». Y en el apartado 4 señala que «si la Ley de Presupuestos no se aprobara antes del primer día del ejercicio económico correspondiente, se considerarán automáticamente prorrogados los Presupuestos del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos».
En contra de ese mandato explícito, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, afirma que no presentará proyecto alguno porque, sin tener mayoría asegurada, sería «una pérdida de tiempo».
No creo que haya que ser un reputado jurista para entender que esto último es una desobediencia explícita de lo que dice la Constitución. Al menos, a mí me lo parece, aunque someto mi opinión a cualquier otro criterio mejor fundado que el mío.
Por otro lado, el artículo 24 de la Constitución establece: «Todas las personas tienen derecho (…) a la presunción de inocencia».
Sin embargo, la vicepresidenta primera del Gobierno, ministra de Hacienda, vicesecretaria general del PSOE y secretaria general del PSOE de Andalucía, María Jesús Montero afirma: «Qué vergüenza (…) que la presunción de inocencia esté por encima de la declaración de una mujer».
Imagino que la decisión del presidente Sánchez se valorará en su momento en el Tribunal Constitucional (una magistratura, por cierto, que tanto el Partido Popular como el PSOE han ido conformando desde que se creó con evidente fraude de ley, porque la Constitución no estableció mayorías cualificadas para que se repartieran los puestos en función del resultado electoral prevaleciente, sino para que estuviese formado por juristas de garantizada independencia, lo que no es el caso, cuando la elección de los magistrados responde a cuotas de partido). Sobre las palabras de la ministra, por el contrario, no habrá pronunciamiento legal alguno, me imagino. Lo que ha recibido son los aplausos de sus compañeras y compañeros de militancia.
A mí me cuesta decirlo, pero lo digo porque es lo que pienso: ese tipo de decisiones y opiniones son incompatibles con la democracia y el respeto a las leyes. Si la Constitución dice que hay que presentar el Proyecto de Presupuestos, hay que presentarlo y, en el caso de que no se aprueben, se sigue luchando por mantener de la mejor manera posible el proyecto que se desea llevar a cabo desde el gobierno. Y la opinión de la vicepresidenta y ministra me parece que es una aberración, puro combustible para alimentar la expansión de la extrema derecha y el rechazo a las ideas progresistas y a las instituciones democráticas. Su fundamento (hay que creer siempre a las mujeres porque siempre dicen la verdad) es un principio que no se sostiene en la experiencia, ni en la razón, ni en lo que sabemos a ciencia cierta sobre la naturaleza humana y nuestras sociedades. Tratar de cimentar la lucha por la igualdad en la demolición de los principios más elementales de ley, el sentido común y la convivencia me parece una tarea no sólo inútil, sino incluso peligrosa porque alienta reacciones simétricas de la misma naturaleza, viscerales e igualmente contrarias a la democracia y la razón, sectarias y, por tanto, enemigas de esa «salud contagiosa» que Alberto Moravia decía que es el sentido común.
Malos tiempos. Y lo peor, al menos para mí, es que los están sembrando también quienes yo esperaba que iban a mejorarlos.
No me gustaría que el gobierno que actualmente tiene España terminara hundido bajo el peso de los principios que parece se empeña en desmoronar, pero a veces me temo lo peor.
El artículo 134.3 de la Constitución establece: «El Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior». Y en el apartado 4 señala que «si la Ley de Presupuestos no se aprobara antes del primer día del ejercicio económico correspondiente, se considerarán automáticamente prorrogados los Presupuestos del ejercicio anterior hasta la aprobación de los nuevos».
En contra de ese mandato explícito, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, afirma que no presentará proyecto alguno porque, sin tener mayoría asegurada, sería «una pérdida de tiempo».
No creo que haya que ser un reputado jurista para entender que esto último es una desobediencia explícita de lo que dice la Constitución. Al menos, a mí me lo parece, aunque someto mi opinión a cualquier otro criterio mejor fundado que el mío.
Por otro lado, el artículo 24 de la Constitución establece: «Todas las personas tienen derecho (…) a la presunción de inocencia».
Sin embargo, la vicepresidenta primera del Gobierno, ministra de Hacienda, vicesecretaria general del PSOE y secretaria general del PSOE de Andalucía, María Jesús Montero afirma: «Qué vergüenza (…) que la presunción de inocencia esté por encima de la declaración de una mujer».
Imagino que la decisión del presidente Sánchez se valorará en su momento en el Tribunal Constitucional (una magistratura, por cierto, que tanto el Partido Popular como el PSOE han ido conformando desde que se creó con evidente fraude de ley, porque la Constitución no estableció mayorías cualificadas para que se repartieran los puestos en función del resultado electoral prevaleciente, sino para que estuviese formado por juristas de garantizada independencia, lo que no es el caso, cuando la elección de los magistrados responde a cuotas de partido). Sobre las palabras de la ministra, por el contrario, no habrá pronunciamiento legal alguno, me imagino. Lo que ha recibido son los aplausos de sus compañeras y compañeros de militancia.
A mí me cuesta decirlo, pero lo digo porque es lo que pienso: ese tipo de decisiones y opiniones son incompatibles con la democracia y el respeto a las leyes. Si la Constitución dice que hay que presentar el Proyecto de Presupuestos, hay que presentarlo y, en el caso de que no se aprueben, se sigue luchando por mantener de la mejor manera posible el proyecto que se desea llevar a cabo desde el gobierno. Y la opinión de la vicepresidenta y ministra me parece que es una aberración, puro combustible para alimentar la expansión de la extrema derecha y el rechazo a las ideas progresistas y a las instituciones democráticas. Su fundamento (hay que creer siempre a las mujeres porque siempre dicen la verdad) es un principio que no se sostiene en la experiencia, ni en la razón, ni en lo que sabemos a ciencia cierta sobre la naturaleza humana y nuestras sociedades. Tratar de cimentar la lucha por la igualdad en la demolición de los principios más elementales de ley, el sentido común y la convivencia me parece una tarea no sólo inútil, sino incluso peligrosa porque alienta reacciones simétricas de la misma naturaleza, viscerales e igualmente contrarias a la democracia y la razón, sectarias y, por tanto, enemigas de esa «salud contagiosa» que Alberto Moravia decía que es el sentido común.
Malos tiempos. Y lo peor, al menos para mí, es que los están sembrando también quienes yo esperaba que iban a mejorarlos.
lunes, 31 de marzo de 2025
Los dirigentes europeos están jugando con fuego. Por Juan Torres López

Fuentes: Ganas de escribir
El anuncio de que debe haber un kit de supervivencia en los hogares europeos es la última desvergüenza de los burócratas que gobiernan Europa. Por ahora, y no la única.
Al mismo tiempo, financian informaciones en los medios para que hablen de reclutamiento y sobre cómo hacer frente individualmente a una guerra, o difunden informes de servicios de inteligencia, como el alemán, asegurando que pronto se va a producir un ataque ruso a la OTAN.
No explican, sin embargo, para qué querría atacar Putin a algún país europeo, qué ganaría con eso, o cuándo ha dicho que pudiera o deseara hacerlo. Deliran y les vale todo, con tal de hacer creer a la población que la guerra es inminente e inevitable y que la única solución es aumentar el gasto militar, su negocio.
Hay que dejar ya de disimular y es imprescindible que, por cualquier vía en la que sea posible, digamos a los dirigentes de la Comisión Europea, a los parlamentarios y a los líderes de los partidos que el objetivo de prepararse para la guerra contra Rusia es una auténtica locura. La mejor forma de provocarla.
Hay que decirles que si Europa se ha quedado ahora desnuda, cuando los Estados Unidos de Trump ha girado en su posición estratégica, es porque los dirigentes europeos no han promovido nunca una auténtica política de defensa, sino que se han limitado a propiciar que el gasto militar sea lo mismo que para ellos es Europa, un negocio para las grandes empresas y bancos. Exactamente lo mismo que se proponen hacer ahora. No buscan defendernos. Se inventan un enemigo para justificar el gasto multimillonario del que sólo se aprovecharán, ganando aún más dinero con recursos públicos, los mismos de siempre.
Hay que decírselo: son los dirigentes de la Unión Europea los que está creando las condiciones para que la guerra se produzca si siguen por este camino. Exactamente lo mismo que sucedió cuando, siguiendo a Estados Unidos, apoyaron la estrategia de acorralamiento a Rusia que terminó con lo que todo el mundo sensato vaticinaba que iba a suceder.
Ya he explicado en otros dos artículos (aquí y aquí) que es imposible que, con el programa de rearme que se proponen llevar a cabo, se defienda realmente a Europa o se consiga más seguridad frente a cualquier tipo de amenaza. De hecho, en lugar de disipar las que pudieran existir, hará que aumenten y aparezcan otras nuevas.
No se puede creer que los dirigentes europeos busquen de verdad lo que dicen: crear un auténtico ejército europeo. No pueden buscar eso de veras, como aseguran, porque -para formar un ejército europeo- lo que principalmente se necesitaría no es más dinero sino, sobre todo, que exista un único «mando», una única autoridad, una verdadera unión política, una Europa federal. Y esta es una aspiración a la que hace tiempo renunciaron para dejar a Europa reducida a ser un mercado único que ni siquiera ha sido capaz de generalizar el uso de su propia moneda. No van por ese camino: bastó ver a Macron ofreciendo a los demás países la bomba nuclear de Francia pero reservándose para sí la decisión de cuándo y cómo usarla. O a los líderes europeos dejándose convocar y liderar para fijar estrategias por el único país que se ha salido de la Unión.
Y tampoco se puede creer que sea aumentando aún más el gasto militar como se disiparía la amenaza que pueda suponer Rusia. Los países de la Unión Europea en su conjunto ya realizamos el segundo mayor gasto militar del planeta -350.000 millones de dólares- tras Estados Unidos -968.000 millones- y por delante de China -235.000 millones. Aumentando sin cesar las armas no se ha conseguido la paz. El peligro de guerra con Rusia se eliminaría si se le da el lugar que debería corresponderle en las instituciones y los acuerdos internacionales y si se negocia y se respeta, si no se provoca ni acosa, y si se cumplen los acuerdos que se firman, lo cual -hay que decirlo- no es lo que ha hecho la Unión Europea, ni sus diferentes países, por su cuenta, como miembros de la OTAN.
No exculpo a Rusia bajo el liderazgo de Putin de todo lo que ha sucedido y sucede. Ni mucho menos. Sólo escribo esto porque las cosas son como son, porque me importan y les hablo a quienes me representan y gobiernan y porque creo que tengo la obligación moral de decirles que vienen actuando desde años como auténticos pirómanos y con una doble moral que avergüenza e indigna.
Para defender a Europa, empecemos por construirla como algo más que un mercado, como un bastión de democracia y derechos humanos y con las herramientas y políticas comunes que generan cohesión, bienestar e identidades, valores y sueños compartidos.
No explican, sin embargo, para qué querría atacar Putin a algún país europeo, qué ganaría con eso, o cuándo ha dicho que pudiera o deseara hacerlo. Deliran y les vale todo, con tal de hacer creer a la población que la guerra es inminente e inevitable y que la única solución es aumentar el gasto militar, su negocio.
Hay que dejar ya de disimular y es imprescindible que, por cualquier vía en la que sea posible, digamos a los dirigentes de la Comisión Europea, a los parlamentarios y a los líderes de los partidos que el objetivo de prepararse para la guerra contra Rusia es una auténtica locura. La mejor forma de provocarla.
Hay que decirles que si Europa se ha quedado ahora desnuda, cuando los Estados Unidos de Trump ha girado en su posición estratégica, es porque los dirigentes europeos no han promovido nunca una auténtica política de defensa, sino que se han limitado a propiciar que el gasto militar sea lo mismo que para ellos es Europa, un negocio para las grandes empresas y bancos. Exactamente lo mismo que se proponen hacer ahora. No buscan defendernos. Se inventan un enemigo para justificar el gasto multimillonario del que sólo se aprovecharán, ganando aún más dinero con recursos públicos, los mismos de siempre.
Hay que decírselo: son los dirigentes de la Unión Europea los que está creando las condiciones para que la guerra se produzca si siguen por este camino. Exactamente lo mismo que sucedió cuando, siguiendo a Estados Unidos, apoyaron la estrategia de acorralamiento a Rusia que terminó con lo que todo el mundo sensato vaticinaba que iba a suceder.
Ya he explicado en otros dos artículos (aquí y aquí) que es imposible que, con el programa de rearme que se proponen llevar a cabo, se defienda realmente a Europa o se consiga más seguridad frente a cualquier tipo de amenaza. De hecho, en lugar de disipar las que pudieran existir, hará que aumenten y aparezcan otras nuevas.
No se puede creer que los dirigentes europeos busquen de verdad lo que dicen: crear un auténtico ejército europeo. No pueden buscar eso de veras, como aseguran, porque -para formar un ejército europeo- lo que principalmente se necesitaría no es más dinero sino, sobre todo, que exista un único «mando», una única autoridad, una verdadera unión política, una Europa federal. Y esta es una aspiración a la que hace tiempo renunciaron para dejar a Europa reducida a ser un mercado único que ni siquiera ha sido capaz de generalizar el uso de su propia moneda. No van por ese camino: bastó ver a Macron ofreciendo a los demás países la bomba nuclear de Francia pero reservándose para sí la decisión de cuándo y cómo usarla. O a los líderes europeos dejándose convocar y liderar para fijar estrategias por el único país que se ha salido de la Unión.
Y tampoco se puede creer que sea aumentando aún más el gasto militar como se disiparía la amenaza que pueda suponer Rusia. Los países de la Unión Europea en su conjunto ya realizamos el segundo mayor gasto militar del planeta -350.000 millones de dólares- tras Estados Unidos -968.000 millones- y por delante de China -235.000 millones. Aumentando sin cesar las armas no se ha conseguido la paz. El peligro de guerra con Rusia se eliminaría si se le da el lugar que debería corresponderle en las instituciones y los acuerdos internacionales y si se negocia y se respeta, si no se provoca ni acosa, y si se cumplen los acuerdos que se firman, lo cual -hay que decirlo- no es lo que ha hecho la Unión Europea, ni sus diferentes países, por su cuenta, como miembros de la OTAN.
No exculpo a Rusia bajo el liderazgo de Putin de todo lo que ha sucedido y sucede. Ni mucho menos. Sólo escribo esto porque las cosas son como son, porque me importan y les hablo a quienes me representan y gobiernan y porque creo que tengo la obligación moral de decirles que vienen actuando desde años como auténticos pirómanos y con una doble moral que avergüenza e indigna.
Para defender a Europa, empecemos por construirla como algo más que un mercado, como un bastión de democracia y derechos humanos y con las herramientas y políticas comunes que generan cohesión, bienestar e identidades, valores y sueños compartidos.
Fuente:
jueves, 13 de marzo de 2025
Hay esperanza para Europa, pero no está en las armas
Los dirigentes europeos, con el eco de todos los grandes medios de comunicación y del poder financiero, se empeñan en decirnos que Europa debe multiplicar sus presupuestos para gastos militares como única forma de tener seguridad y autonomía y, además, que eso ha de hacerse reduciendo el Estado de Bienestar.
A mi juicio, están completamente equivocados por tres razones principales.
Europa también ha generado inseguridad para sí misma
En primer lugar, porque confunden, o engañan, cuando hablan sobre el origen de la inseguridad y la naturaleza de las amenazas. Los dirigentes europeos no hacen un balance autocrítico de lo que ha ocurrido en los últimos años. Se empeñan en culpar a Rusia de la situación actual, cuando la propia Unión Europea y Estados Unidos han contribuido a provocarla, incumpliendo sus compromisos de no expansión de la OTAN y generando una verdadera e innecesaria amenaza existencial para Rusia. Producirían risa, si no fuesen por lo dramático de la situación en la que estamos, las declaraciones de Macron advirtiendo de que Putin se propone invadir a toda Europa (cuando no han parado de decir que Rusia que su derrota militar ante Ucrania no sólo era posible, sino segura; incluso diciendo que había tenido que sustituir los carros de combate por burros).
No voy a negar que Europa se enfrenta a amenazas exteriores, pero no son todas las que nos ponen en peligro. La política insensata, belicista, antieuropea, seguidista frente a Estados Unidos, provocadora y pirómana que han seguido sus dirigentes también ha creado enemigos y se ha convertido en un riesgo para la propia Unión Europea.
Más gasto militar no asegura más defensa ni autonomía estratégica
En segundo lugar, los dirigentes europeos se equivocan porque es materialmente imposible que Europa pueda lograr seguridad y autonomía por la vía de aumentar sus presupuestos militares.
En un artículo que acabo de publicar señalo las razones que justifican mi opinión.
– Para disponer de un ejército capaz de enfrentarse hoy día a cualquier amenaza bélica hace falta disponer de una base industrial potente y un sistema de investigación, innovación y desarrollo avanzado e independiente. Europa no los tiene, en el grado necesario, porque las políticas neoliberales que ha aplicado en los últimos años han desmantelado su industria y la han dejado en situación de gran dependencia.
– Para tener garantías militares de disuasión y defensa suficientes frente a sus supuestos enemigos militares, Europa necesitaría un presupuesto militar mucho más elevado, no ya del que ahora tiene, sino del extraordinario que sus dirigentes afirman que van a disponer en un futuro inmediato. Sobre todo, cuando lo previsto es que este último lo pongan en marcha los diferentes países y no la Unión Europea en su conjunto.
– En cualquier caso, para garantizar su seguridad y disponer de autonomía estratégica, lo que necesita Europa no es más dinero para presupuesto militar. Si fuera un solo país, sería la segunda potencia militar mundial, tras Estados Unidos y con 3,5 veces más gasto militar per capita que China. Sin embargo, ese ya elevado presupuesto militar conjunto (aumentado en un 30% en los últimos tres años) más el de Estados Unidos (entre ambos, casi el 55% del total mundial en 2023, según SIPRI) no ha sido capaz de rebajar la inseguridad y el peligro. Por el contrario, los ha aumentado, según reconocen los propios dirigentes europeos cuando afirman que ahora estamos más en peligro que nunca.
Si de fuerza militar se tratara, lo que necesitaría Europa, en todo caso, serían sinergias, más cooperación, vertebración e integración cuando hicieran falta, inversiones coordinadas y complementarias… En suma, un Ejército europeo y no una suma de milicias.
– Para que un ejército sea efectivo como instrumento de defensa frente a un enemigo exterior es necesario que tenga una única bandera, que responda a intereses colectivos que lo respaldan y apoyan, que exista un fuerte lazo nacional y de pertenencia entre la ciudadanía y las instituciones que la lleve a sentirse protegida por un ejército al que considera suyo, al que apoya y está dispuesta a financiar con su esfuerzo y sacrificio. Europa no tiene nada de eso porque las políticas neoliberales que ha aplicado han producido desafecto, alejamiento y rechazo de la ciudadanía a sus instituciones, como demuestra el avance de las fuerzas de extrema derecha, nutridas, precisamente, de la inseguridad y descontento que eso genera.
– Es un auténtico despropósito y un insulto a la razón y a la inteligencia de la ciudadanía europea que sus dirigentes afirmen que Europa gozará de seguridad y autonomía defensiva aumentando su gasto militar mientras permiten que en nuestro suelo haya 38 bases militares de Estados Unidos con más de cien ojivas nucleares (en realidad, es muy posible que muchas más) que pueden destruir varias veces a todas las naciones europeas si se aprieta un botón en Washington.
O la Unión Europea apuesta por seguir arrendando su defensa a Estados Unidos y entonces se somete a sus dictados (como reclama con razón Donald Trump), o quiere ser de verdad autónoma militarmente y entonces no se permite que el presidente de Estados Unidos siga teniendo la llave del destino no ya militar, sino existencial de toda Europa.
No es verdad que el mayor gasto militar requiera desmantelar el Estado de Bienestar
Diferentes políticos, economistas, periodistas y líderes de opinión vienen diciendo en los últimos días que, para financiar el necesario rearme europeo, es preciso reducir el gasto social: «recortar el Estado de bienestar para construir un Estado de guerra», según decía un artículo reciente de Financial Times.
Esa afirmación es, sencillamente hablando, un engaño que desmienten la teoría económica, los hechos y la historia.
Desgraciadamente, la historia humana está plagada de escaladas armamentistas y guerras, hoy día muy bien documentadas, y, por tanto, es fácil conocer cómo se financiaron y cuál fue el resultado de las diferentes vías utilizadas para ello. Como también se saben perfectamente las desventajas económicas de todo tipo que tiene el gasto militar frente al civil.
En la historia contemporánea, casi siempre han sido financiadas con una combinación de fuentes: impuestos, deuda, ayuda exterior, sobreexplotación de recursos naturales, aportaciones del gran capital privado, o mediante comercio ilegal o mafioso. De entre ellas, sobresalen los impuestos y la deuda y por eso se puede decir que ningún rearme ni guerra tienen buenos resultados económicos (salvo, claro está, para los ganadores si se aprovechan de su victoria para saquear a los vencidos y compensar sus costes).
Por el contrario, reducir el gasto para financiar la defensa o la guerra, en detrimento de los impuestos o la deuda, es un despropósito económico, político y social.
No conviene económicamente porque a menor gasto (por supuesto, incluido el social) hay menos demanda productiva y eso debilita a la economía, cuya fortaleza es fundamental para soportar el gasto militar y el esfuerzo bélico, si la guerra llega a producirse. Es una rémora política porque la menor producción de bienes y servicios civiles merma el apoyo ciudadano y deslegitima a los gobiernos que deben llevar a cabo la escala armamentista. Y reducir el gasto social es también un pesadísimo lastre social en momentos de amenaza o conflictos bélicos porque crea pobreza, exclusión, descontento y rechazo al sacrificio y al patriotismo, cuando se comprueba que estos se hacen recaer desigualmente sobre la población.
Cuando se oye hablar de financiar a los ejércitos conviene informarse para no dejarse engañar. Y quizá no hay mejor vía para ello que conocer lo que hizo el presidente Roosevelt cuando tuvo que declarar el estado de guerra ante la amenaza nazi y el ataque japonés a Pearl Harbor en 1941: introdujo un impuesto general sobre la renta con un tipo que en 1944 fue del 91%, pidió préstamos masivos y multiplicó el gasto público por diez. En solo cuatro años gastó más dinero (en dólares de aquel momento) que desde que se fundó su país, 152 años atrás.
Naturalmente, un estado de guerra que obligó a multiplicar por cuarenta y dos el gasto militar produjo grandes sufrimientos a la población. Pero, al revés de lo que se proponen hacer los dirigentes europeos, los repartió equitativamente y no sólo no detuvo sino que siguió llevando a cabo políticas de bienestar: aumentó el salario mínimo y prohibió el trabajo infantil, comenzaron a pagarse cheques de jubilación y aumentó la cobertura de las ayudas por desempleo y a la pobreza, se multiplicó la construcción de viviendas públicas asequibles, se tomaron medidas contra la discriminación racial en el trabajo, se racionaron alimentos y combustibles para asegurar el suministro a toda la población, se impulsaron las ayudas para educación o vivienda a veteranos de guerra… En lugar de disminuir la fuerza del New Deal que puso en marcha frente a la Gran Depresión de 1929, lo continuó y fortaleció. Todo eso hizo posible que la pobreza bajara entre 15 y 20 puntos porcentuales de 1940 a 1944, justo en esos años dramáticos de guerra e ingente gasto militar.
No trato de hacer, ni mucho menos, una defensa de estos últimos como motores de las economías (el PIB de Estados Unidos se duplicó en ese periodo y el programa de gasto masivo de Roosevelt fue la base de su inmenso poder imperial en la posguerra). Simplemente, quiero señalar que afrontar una escalada de gasto militar como la que pretenden los dirigentes europeos, sin reforzar la equidad y dinamitando la cohesión social y el bienestar es una vía suicida que traerá la consolidación de la extrema derecha y mucha más inseguridad y quizá nuevas guerras en Europa.
La Unión Europea está haciendo el ridículo y paga los platos rotos
El discurso de las dirigentes europeos es mentiroso, catastrofista y amenazante. Busca generar miedo en la población, exagerando las amenazas y mintiendo, como he dicho, sobre su verdadera naturaleza, para que se acepten sin rechistar sus propuestas. Ya lo hicieron en la crisis originada a partir de 2007-2008. Amenazaban con el colapso total de las economías si no se aplicaban cuantiosos recortes del gasto social y resultó, como muchos advertimos, que fueron sus políticas de austeridad las que, en realidad, provocaron su derrumbe. Decían que no había dinero para bienestar, cuando lo hubo y dieron sin límite billones de euros a los bancos privados y a las grandes empresas. Ahora tratan de hacer lo mismo.
Europa no se puede dejar envolver por el discurso de sus dirigentes. Hay razones de sobra para mostrar que se han equivocado provocando a Rusia y luego creyendo que sería posible vencerla militarmente y mediante sanciones económicas. Una estrategia que ha hundido en la miseria y en el dolor a Ucrania y que ha tenido dos vencedores, el país invasor y Estados Unidos, en detrimento de Europa que es quien está pagando de verdad los platos rotos. Es normal que Trump y Putin se esté mofando de todos ellos en su propia cara.
Hay esperanza si se apuesta por la paz
No es verdad, como dicen los dirigentes europeos, que nuestra alternativa sea involucrarnos cada día más en la política de amenazas, dejarnos llevar por el cántico de los belicistas, aumentar el gasto militar y prepararnos para la guerra.
La Unión Europea puede ser, por el contrario, un bastión de sensatez y de luz en los tiempos de oscuridad en los que vivimos si asumiera otros principios fundamentales, quizá como los siguientes:
– La tregua y el fin de la guerra es el objetivo primordial cuando ya se ha desatado. La Unión Europea debe apoyar el camino que lleve a conseguirlos, vengan de donde vengan y lo antes posible.
– La paz sólo puede basarse en la ausencia de amenazas. Europa tendría que asumir sus errores pasados, entender que los acuerdos deben respetarse y que no se puede acosar a ningún país. La mejor contribución que la Unión Europea puede hacer ahora a la paz es reconocer que contribuyó a quebrarla, tal y como hoy día es sabido a través de multitud de testimonios de líderes políticos o diplomáticos.
– Hay que poner sobre la mesa nuevos acuerdos de desmilitarización permanente. Europa debería liderar la apuesta por suscribir los que impulsen la desmilitarización y pongan freno al incremento salvaje del gasto militar. Empezando por la necesaria reconsideración del papel de la OTAN que ha actuado como detonante y aceleradora de conflictos más que como instrumento de la paz.
– La paz a la que aspiremos no puede ser la de los cementerios ni podemos creer que será completa. La paz siempre es imperfecta y seguramente limitada, el resultado de acuerdos frágiles, difíciles y casi siempre en la cuerda floja. Por ello, lo mejor que hay que hacer para alcanzarla y asegurarla es sostener los principios que la rijan sobre una base de respeto mutuo, bienestar y progreso de los pueblos.
– La mejor forma de fortalecer a la Unión Europea y de garantizar su seguridad es lo que hasta ahora no viene sucediendo: la prioridad de sus instituciones debe ser proporcionar mejores niveles de vida a su ciudadanía y reforzar la democracia, liberándose de la influencia de los grupos de interés y de los poderes en la sombra que antidemocráticamente dictan sus decisiones. Hay que impulsar una revisión de los tratados europeos que impulsan las políticas que mantienen a «Europa encadenada», como ha escrito Sami Naïr en su último libro.
– La Unión Europea debe ser realista, pragmática e inteligente. Debería darse cuenta de lo que realmente está ocurriendo en el mundo: el ocaso del imperio estadounidense que sustituyó al británico. Por eso, el haberse dejado caer ciegamente en brazos de los Estados Unidos de Biden (y antes de otros presidentes, aunque ahora en medio de una guerra) ha sido un gravísimo error histórico. Donald Trump no es un loco, ni un pollo sin cabeza, como ingenuamente se quiere hacer creer. Lidera, con mucha más decisión, aunque de forma más desvergonzada, inhumana e ilegal, eso sí, la misma estrategia que Biden: lograr retrasar lo más posible ese colapso creando condiciones que favorezcan la reindustrialización de su economía, incentiven la vuelta de miles de empresas actualmente deslocalizadas y permitan que el dólar siga siendo la moneda de referencia mundial. Cuanto más desconcierto genere, mayor sea la incertidumbre y más debilite al resto de las economías, más fácilmente podría lograr su objetivo.
Por eso, la seguridad y autonomía que debe buscar la Unión Europea no es la militar, sino la económica y la política. Justo las que perderá si apuesta sólo por el rearme
Europa está a tiempo y tiene ante sí una oportunidad única. Salvo un milagro impensable a estas alturas, sus actuales dirigentes no van a saber aprovecharla, suponiendo que tuvieran voluntad de ello y no fueran meros empleados de la industria militar y financiera donde están los únicos beneficiarios de la estrategia de rearme que están defendiendo.
Europa necesita otros principios y también otra clase dirigente. No caerán del cielo, sino que vendrán de donde ha venido siempre el impulso que ha traído paz, democracia, libertad y progreso a las sociedades modernas, de la ciudadanía, de la gente corriente.
Sí, efectivamente; he dicho que vendrán porque tengo la completa seguridad de que, antes o después, la razón de la paz se impondrá sobre la brutalidad de la guerra. Y si logramos que eso sea un empeño generalizado y vibrante, también estoy seguro de que eso ocurriría más pronto que tarde.
A mi juicio, están completamente equivocados por tres razones principales.
Europa también ha generado inseguridad para sí misma
En primer lugar, porque confunden, o engañan, cuando hablan sobre el origen de la inseguridad y la naturaleza de las amenazas. Los dirigentes europeos no hacen un balance autocrítico de lo que ha ocurrido en los últimos años. Se empeñan en culpar a Rusia de la situación actual, cuando la propia Unión Europea y Estados Unidos han contribuido a provocarla, incumpliendo sus compromisos de no expansión de la OTAN y generando una verdadera e innecesaria amenaza existencial para Rusia. Producirían risa, si no fuesen por lo dramático de la situación en la que estamos, las declaraciones de Macron advirtiendo de que Putin se propone invadir a toda Europa (cuando no han parado de decir que Rusia que su derrota militar ante Ucrania no sólo era posible, sino segura; incluso diciendo que había tenido que sustituir los carros de combate por burros).
No voy a negar que Europa se enfrenta a amenazas exteriores, pero no son todas las que nos ponen en peligro. La política insensata, belicista, antieuropea, seguidista frente a Estados Unidos, provocadora y pirómana que han seguido sus dirigentes también ha creado enemigos y se ha convertido en un riesgo para la propia Unión Europea.
Más gasto militar no asegura más defensa ni autonomía estratégica
En segundo lugar, los dirigentes europeos se equivocan porque es materialmente imposible que Europa pueda lograr seguridad y autonomía por la vía de aumentar sus presupuestos militares.
En un artículo que acabo de publicar señalo las razones que justifican mi opinión.
– Para disponer de un ejército capaz de enfrentarse hoy día a cualquier amenaza bélica hace falta disponer de una base industrial potente y un sistema de investigación, innovación y desarrollo avanzado e independiente. Europa no los tiene, en el grado necesario, porque las políticas neoliberales que ha aplicado en los últimos años han desmantelado su industria y la han dejado en situación de gran dependencia.
– Para tener garantías militares de disuasión y defensa suficientes frente a sus supuestos enemigos militares, Europa necesitaría un presupuesto militar mucho más elevado, no ya del que ahora tiene, sino del extraordinario que sus dirigentes afirman que van a disponer en un futuro inmediato. Sobre todo, cuando lo previsto es que este último lo pongan en marcha los diferentes países y no la Unión Europea en su conjunto.
– En cualquier caso, para garantizar su seguridad y disponer de autonomía estratégica, lo que necesita Europa no es más dinero para presupuesto militar. Si fuera un solo país, sería la segunda potencia militar mundial, tras Estados Unidos y con 3,5 veces más gasto militar per capita que China. Sin embargo, ese ya elevado presupuesto militar conjunto (aumentado en un 30% en los últimos tres años) más el de Estados Unidos (entre ambos, casi el 55% del total mundial en 2023, según SIPRI) no ha sido capaz de rebajar la inseguridad y el peligro. Por el contrario, los ha aumentado, según reconocen los propios dirigentes europeos cuando afirman que ahora estamos más en peligro que nunca.
Si de fuerza militar se tratara, lo que necesitaría Europa, en todo caso, serían sinergias, más cooperación, vertebración e integración cuando hicieran falta, inversiones coordinadas y complementarias… En suma, un Ejército europeo y no una suma de milicias.
– Para que un ejército sea efectivo como instrumento de defensa frente a un enemigo exterior es necesario que tenga una única bandera, que responda a intereses colectivos que lo respaldan y apoyan, que exista un fuerte lazo nacional y de pertenencia entre la ciudadanía y las instituciones que la lleve a sentirse protegida por un ejército al que considera suyo, al que apoya y está dispuesta a financiar con su esfuerzo y sacrificio. Europa no tiene nada de eso porque las políticas neoliberales que ha aplicado han producido desafecto, alejamiento y rechazo de la ciudadanía a sus instituciones, como demuestra el avance de las fuerzas de extrema derecha, nutridas, precisamente, de la inseguridad y descontento que eso genera.
– Es un auténtico despropósito y un insulto a la razón y a la inteligencia de la ciudadanía europea que sus dirigentes afirmen que Europa gozará de seguridad y autonomía defensiva aumentando su gasto militar mientras permiten que en nuestro suelo haya 38 bases militares de Estados Unidos con más de cien ojivas nucleares (en realidad, es muy posible que muchas más) que pueden destruir varias veces a todas las naciones europeas si se aprieta un botón en Washington.
O la Unión Europea apuesta por seguir arrendando su defensa a Estados Unidos y entonces se somete a sus dictados (como reclama con razón Donald Trump), o quiere ser de verdad autónoma militarmente y entonces no se permite que el presidente de Estados Unidos siga teniendo la llave del destino no ya militar, sino existencial de toda Europa.
No es verdad que el mayor gasto militar requiera desmantelar el Estado de Bienestar
Diferentes políticos, economistas, periodistas y líderes de opinión vienen diciendo en los últimos días que, para financiar el necesario rearme europeo, es preciso reducir el gasto social: «recortar el Estado de bienestar para construir un Estado de guerra», según decía un artículo reciente de Financial Times.
Esa afirmación es, sencillamente hablando, un engaño que desmienten la teoría económica, los hechos y la historia.
Desgraciadamente, la historia humana está plagada de escaladas armamentistas y guerras, hoy día muy bien documentadas, y, por tanto, es fácil conocer cómo se financiaron y cuál fue el resultado de las diferentes vías utilizadas para ello. Como también se saben perfectamente las desventajas económicas de todo tipo que tiene el gasto militar frente al civil.
En la historia contemporánea, casi siempre han sido financiadas con una combinación de fuentes: impuestos, deuda, ayuda exterior, sobreexplotación de recursos naturales, aportaciones del gran capital privado, o mediante comercio ilegal o mafioso. De entre ellas, sobresalen los impuestos y la deuda y por eso se puede decir que ningún rearme ni guerra tienen buenos resultados económicos (salvo, claro está, para los ganadores si se aprovechan de su victoria para saquear a los vencidos y compensar sus costes).
Por el contrario, reducir el gasto para financiar la defensa o la guerra, en detrimento de los impuestos o la deuda, es un despropósito económico, político y social.
No conviene económicamente porque a menor gasto (por supuesto, incluido el social) hay menos demanda productiva y eso debilita a la economía, cuya fortaleza es fundamental para soportar el gasto militar y el esfuerzo bélico, si la guerra llega a producirse. Es una rémora política porque la menor producción de bienes y servicios civiles merma el apoyo ciudadano y deslegitima a los gobiernos que deben llevar a cabo la escala armamentista. Y reducir el gasto social es también un pesadísimo lastre social en momentos de amenaza o conflictos bélicos porque crea pobreza, exclusión, descontento y rechazo al sacrificio y al patriotismo, cuando se comprueba que estos se hacen recaer desigualmente sobre la población.
Cuando se oye hablar de financiar a los ejércitos conviene informarse para no dejarse engañar. Y quizá no hay mejor vía para ello que conocer lo que hizo el presidente Roosevelt cuando tuvo que declarar el estado de guerra ante la amenaza nazi y el ataque japonés a Pearl Harbor en 1941: introdujo un impuesto general sobre la renta con un tipo que en 1944 fue del 91%, pidió préstamos masivos y multiplicó el gasto público por diez. En solo cuatro años gastó más dinero (en dólares de aquel momento) que desde que se fundó su país, 152 años atrás.
Naturalmente, un estado de guerra que obligó a multiplicar por cuarenta y dos el gasto militar produjo grandes sufrimientos a la población. Pero, al revés de lo que se proponen hacer los dirigentes europeos, los repartió equitativamente y no sólo no detuvo sino que siguió llevando a cabo políticas de bienestar: aumentó el salario mínimo y prohibió el trabajo infantil, comenzaron a pagarse cheques de jubilación y aumentó la cobertura de las ayudas por desempleo y a la pobreza, se multiplicó la construcción de viviendas públicas asequibles, se tomaron medidas contra la discriminación racial en el trabajo, se racionaron alimentos y combustibles para asegurar el suministro a toda la población, se impulsaron las ayudas para educación o vivienda a veteranos de guerra… En lugar de disminuir la fuerza del New Deal que puso en marcha frente a la Gran Depresión de 1929, lo continuó y fortaleció. Todo eso hizo posible que la pobreza bajara entre 15 y 20 puntos porcentuales de 1940 a 1944, justo en esos años dramáticos de guerra e ingente gasto militar.
No trato de hacer, ni mucho menos, una defensa de estos últimos como motores de las economías (el PIB de Estados Unidos se duplicó en ese periodo y el programa de gasto masivo de Roosevelt fue la base de su inmenso poder imperial en la posguerra). Simplemente, quiero señalar que afrontar una escalada de gasto militar como la que pretenden los dirigentes europeos, sin reforzar la equidad y dinamitando la cohesión social y el bienestar es una vía suicida que traerá la consolidación de la extrema derecha y mucha más inseguridad y quizá nuevas guerras en Europa.
La Unión Europea está haciendo el ridículo y paga los platos rotos
El discurso de las dirigentes europeos es mentiroso, catastrofista y amenazante. Busca generar miedo en la población, exagerando las amenazas y mintiendo, como he dicho, sobre su verdadera naturaleza, para que se acepten sin rechistar sus propuestas. Ya lo hicieron en la crisis originada a partir de 2007-2008. Amenazaban con el colapso total de las economías si no se aplicaban cuantiosos recortes del gasto social y resultó, como muchos advertimos, que fueron sus políticas de austeridad las que, en realidad, provocaron su derrumbe. Decían que no había dinero para bienestar, cuando lo hubo y dieron sin límite billones de euros a los bancos privados y a las grandes empresas. Ahora tratan de hacer lo mismo.
Europa no se puede dejar envolver por el discurso de sus dirigentes. Hay razones de sobra para mostrar que se han equivocado provocando a Rusia y luego creyendo que sería posible vencerla militarmente y mediante sanciones económicas. Una estrategia que ha hundido en la miseria y en el dolor a Ucrania y que ha tenido dos vencedores, el país invasor y Estados Unidos, en detrimento de Europa que es quien está pagando de verdad los platos rotos. Es normal que Trump y Putin se esté mofando de todos ellos en su propia cara.
Hay esperanza si se apuesta por la paz
No es verdad, como dicen los dirigentes europeos, que nuestra alternativa sea involucrarnos cada día más en la política de amenazas, dejarnos llevar por el cántico de los belicistas, aumentar el gasto militar y prepararnos para la guerra.
La Unión Europea puede ser, por el contrario, un bastión de sensatez y de luz en los tiempos de oscuridad en los que vivimos si asumiera otros principios fundamentales, quizá como los siguientes:
– La tregua y el fin de la guerra es el objetivo primordial cuando ya se ha desatado. La Unión Europea debe apoyar el camino que lleve a conseguirlos, vengan de donde vengan y lo antes posible.
– La paz sólo puede basarse en la ausencia de amenazas. Europa tendría que asumir sus errores pasados, entender que los acuerdos deben respetarse y que no se puede acosar a ningún país. La mejor contribución que la Unión Europea puede hacer ahora a la paz es reconocer que contribuyó a quebrarla, tal y como hoy día es sabido a través de multitud de testimonios de líderes políticos o diplomáticos.
– Hay que poner sobre la mesa nuevos acuerdos de desmilitarización permanente. Europa debería liderar la apuesta por suscribir los que impulsen la desmilitarización y pongan freno al incremento salvaje del gasto militar. Empezando por la necesaria reconsideración del papel de la OTAN que ha actuado como detonante y aceleradora de conflictos más que como instrumento de la paz.
– La paz a la que aspiremos no puede ser la de los cementerios ni podemos creer que será completa. La paz siempre es imperfecta y seguramente limitada, el resultado de acuerdos frágiles, difíciles y casi siempre en la cuerda floja. Por ello, lo mejor que hay que hacer para alcanzarla y asegurarla es sostener los principios que la rijan sobre una base de respeto mutuo, bienestar y progreso de los pueblos.
– La mejor forma de fortalecer a la Unión Europea y de garantizar su seguridad es lo que hasta ahora no viene sucediendo: la prioridad de sus instituciones debe ser proporcionar mejores niveles de vida a su ciudadanía y reforzar la democracia, liberándose de la influencia de los grupos de interés y de los poderes en la sombra que antidemocráticamente dictan sus decisiones. Hay que impulsar una revisión de los tratados europeos que impulsan las políticas que mantienen a «Europa encadenada», como ha escrito Sami Naïr en su último libro.
– La Unión Europea debe ser realista, pragmática e inteligente. Debería darse cuenta de lo que realmente está ocurriendo en el mundo: el ocaso del imperio estadounidense que sustituyó al británico. Por eso, el haberse dejado caer ciegamente en brazos de los Estados Unidos de Biden (y antes de otros presidentes, aunque ahora en medio de una guerra) ha sido un gravísimo error histórico. Donald Trump no es un loco, ni un pollo sin cabeza, como ingenuamente se quiere hacer creer. Lidera, con mucha más decisión, aunque de forma más desvergonzada, inhumana e ilegal, eso sí, la misma estrategia que Biden: lograr retrasar lo más posible ese colapso creando condiciones que favorezcan la reindustrialización de su economía, incentiven la vuelta de miles de empresas actualmente deslocalizadas y permitan que el dólar siga siendo la moneda de referencia mundial. Cuanto más desconcierto genere, mayor sea la incertidumbre y más debilite al resto de las economías, más fácilmente podría lograr su objetivo.
Por eso, la seguridad y autonomía que debe buscar la Unión Europea no es la militar, sino la económica y la política. Justo las que perderá si apuesta sólo por el rearme
Europa está a tiempo y tiene ante sí una oportunidad única. Salvo un milagro impensable a estas alturas, sus actuales dirigentes no van a saber aprovecharla, suponiendo que tuvieran voluntad de ello y no fueran meros empleados de la industria militar y financiera donde están los únicos beneficiarios de la estrategia de rearme que están defendiendo.
Europa necesita otros principios y también otra clase dirigente. No caerán del cielo, sino que vendrán de donde ha venido siempre el impulso que ha traído paz, democracia, libertad y progreso a las sociedades modernas, de la ciudadanía, de la gente corriente.
Sí, efectivamente; he dicho que vendrán porque tengo la completa seguridad de que, antes o después, la razón de la paz se impondrá sobre la brutalidad de la guerra. Y si logramos que eso sea un empeño generalizado y vibrante, también estoy seguro de que eso ocurriría más pronto que tarde.
miércoles, 26 de febrero de 2025
Dolor, mucha pena y rabia seca
Cuando era pequeño y vivía en Jaén, debía tener siete u ocho años, entre los niños que entonces eran mis amigos y vecinos se decía que cerca de nuestra casa vivían «los judíos», un matrimonio a quien, según ordenaban los mayores, no se debía visitar. Eran años en los que la dictadura consideraba que los comunistas, masones y judíos eran los enemigos de España.
Un día, el mejor de mis amigos de entonces y yo nos acercamos al piso donde vivían «los judíos». Se había corrido la voz de que tenían televisión, un aparato que ninguno de nosotros había visto nunca, y allí nos presentamos. Nos abrieron sin preguntar y nos acomodaron. Ahora creo que sabían perfectamente a lo que íbamos porque nada más entrar y sin apenas decirnos nada nos sentaron justo enfrente de la pantalla. No recuerdo con precisión qué fue lo que vi la primera vez que contemplé un televisor. Juraría que era una película «del Oeste», como se decía entonces. Con nitidez, sólo recuerdo que, para disimular el blanco y negro, tenía una especie de hoja de plástico que le daba algunos tonos que podrían pasar por coloridos. No recuerdo las imágenes porque dediqué preferentemente mi atención a tratar de descubrir en qué se diferenciaban esas personas, «los judíos», de nosotros o de mis padres y demás conocidos de entonces. Naturalmente, no encontré disparidad alguna, salvando que el marido llevaba lo que más tarde supe que era la kipá. Mi memoria no me da para recordar su color, como tampoco sus facciones, ni las de su mujer. Permanece en mi mente, eso sí, su sonrisa de agrado y acogedora.
Se que fuimos varios días más, pero sólo conservo bien el recuerdo del primero. Y me viene ahora también a la memoria que, por aquellos días, el gran amigo que me había acompañado a casa de «los judíos» me dejó de hablar durante bastante tiempo porque mantuve una breve conversación en el parque con un chico gitano que jugueteaba entre nosotros con su bicicleta. «Con los gitanos no se habla», me dijo, y yo no le hice caso. Pronto fue también cuando descubrí que había algo peor que ser judío en la España patriótica y católica de mi infancia. Y pronto comencé a ser libre y a llevar mi vida por donde yo creía que debía ir y no por donde se me dijera. Una conducta que me ha dado algún que otro disgusto pero que repetiría mil veces, si mil veces volviese a nacer.
Más tarde, conocí, no sabría decir si más a través de novelas que por libros de historia, el devenir doloroso del pueblo judío, los avatares trágicos de su expulsión en España, la persecución en tantos lugares y, por fin, el Holocausto.
Todo eso, el haber comprobado desde pequeño que no había razón alguna para demonizar a quien generosamente me ofrecía su casa y lo que pude aprender de tantos otros testimonios, me llevó a sentir siempre un afecto especial por el pueblo judío, admiración por su herencia de esfuerzo y tesón, y un respeto singular por el dolor acumulado por tantas generaciones perseguidas y asesinadas.
Durante muchos años, cuando pensaba en ese pueblo me venían a la mente frases como la que leí, no se bien cuándo, de Santiago Kovadloff, un gran filósofo argentino: «Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y ha convertido sus pesares en materia de esperanza». O en el testimonio de Mauricio Wiesenthal: «La cultura judía no es un gueto sino un firmamento de fe y de vida, de oración, de memoria y de libertad (…). El judaísmo es el fundamento de la civilización europea».
En los últimos años y sobre todo desde sus crímenes recientes contra el pueblo palestino, contemplo a Israel y al pueblo judío de otro modo. ¿Qué diferencia hay entre lo que hace su gobierno en Gaza y lo que el nazismo hizo con millones de judíos inocentes? ¿Cómo puede llevar a cabo una auténtica limpieza étnica con otro pueblo el que tantas persecuciones ha sufrido? ¿Cómo puede generar tanto dolor injusto el pueblo que tanto ha llorado sufriendo injusticias?
Cada declaración de Netanyahu o sus aliados sube de tono respecto a la anterior. A un crimen sigue otro más inhumano, detrás de cada agresión viene otra más sangrante. ¿Cómo es posible que se haya producido esa mutación?
¿Dormirán serenos su sueño eterno los judíos víctimas inocentes del nazismo cuando sepan que el pueblo al que con orgullo pertenecieron lleva a cabo un genocidio en suelo palestino, lleno ahora, como entonces, de la sangre inocente de miles de mujeres, hombres y menores?
Siento dolor y pena. Y rabia también. No sólo cuando oigo a Netanyahu bramar de odio y a Donald Trump decir que expulsará a los palestinos de su tierra para construir hoteles y residencias de lujo, sino aún más cuando retruena en mis oídos el silencio cobarde y cómplice de tantas autoridades y líderes mundiales. Sin el cual, no estaría ocurriendo lo que ocurre.
Publiqué el año pasado un libro que titulé Para que haya futuro con el que quería transmitir esperanza y mi íntima y fuerte convicción en que la bondad y la inteligencia de los seres humanos permite construir un mundo de libertades y en paz.
No puedo negar que al levantarme cada día pienso en lo difícil que me resulta mantener ese convencimiento. Pero no me voy a dejar vencer. No voy a arrodillarme ante el mal, ni me va a doblegar la inhumanidad. Es verdad que puedo hacer muy poco, casi nada; sólo, si acaso, no callarme y unirme a quienes no se callan. Y no me callaré. Hago lo poco puedo, transmitir a quien quiera leerme mi demanda, mi grito doloroso, aunque siempre esperanzado: ¡Dejen ya de matar y abandonen la violencia como único lenguaje! ¡Basta ya!
Un día, el mejor de mis amigos de entonces y yo nos acercamos al piso donde vivían «los judíos». Se había corrido la voz de que tenían televisión, un aparato que ninguno de nosotros había visto nunca, y allí nos presentamos. Nos abrieron sin preguntar y nos acomodaron. Ahora creo que sabían perfectamente a lo que íbamos porque nada más entrar y sin apenas decirnos nada nos sentaron justo enfrente de la pantalla. No recuerdo con precisión qué fue lo que vi la primera vez que contemplé un televisor. Juraría que era una película «del Oeste», como se decía entonces. Con nitidez, sólo recuerdo que, para disimular el blanco y negro, tenía una especie de hoja de plástico que le daba algunos tonos que podrían pasar por coloridos. No recuerdo las imágenes porque dediqué preferentemente mi atención a tratar de descubrir en qué se diferenciaban esas personas, «los judíos», de nosotros o de mis padres y demás conocidos de entonces. Naturalmente, no encontré disparidad alguna, salvando que el marido llevaba lo que más tarde supe que era la kipá. Mi memoria no me da para recordar su color, como tampoco sus facciones, ni las de su mujer. Permanece en mi mente, eso sí, su sonrisa de agrado y acogedora.
Se que fuimos varios días más, pero sólo conservo bien el recuerdo del primero. Y me viene ahora también a la memoria que, por aquellos días, el gran amigo que me había acompañado a casa de «los judíos» me dejó de hablar durante bastante tiempo porque mantuve una breve conversación en el parque con un chico gitano que jugueteaba entre nosotros con su bicicleta. «Con los gitanos no se habla», me dijo, y yo no le hice caso. Pronto fue también cuando descubrí que había algo peor que ser judío en la España patriótica y católica de mi infancia. Y pronto comencé a ser libre y a llevar mi vida por donde yo creía que debía ir y no por donde se me dijera. Una conducta que me ha dado algún que otro disgusto pero que repetiría mil veces, si mil veces volviese a nacer.
Más tarde, conocí, no sabría decir si más a través de novelas que por libros de historia, el devenir doloroso del pueblo judío, los avatares trágicos de su expulsión en España, la persecución en tantos lugares y, por fin, el Holocausto.
Todo eso, el haber comprobado desde pequeño que no había razón alguna para demonizar a quien generosamente me ofrecía su casa y lo que pude aprender de tantos otros testimonios, me llevó a sentir siempre un afecto especial por el pueblo judío, admiración por su herencia de esfuerzo y tesón, y un respeto singular por el dolor acumulado por tantas generaciones perseguidas y asesinadas.
Durante muchos años, cuando pensaba en ese pueblo me venían a la mente frases como la que leí, no se bien cuándo, de Santiago Kovadloff, un gran filósofo argentino: «Pertenezco a un pueblo y a una cultura que no se ha resignado a darle la última palabra al dolor y ha convertido sus pesares en materia de esperanza». O en el testimonio de Mauricio Wiesenthal: «La cultura judía no es un gueto sino un firmamento de fe y de vida, de oración, de memoria y de libertad (…). El judaísmo es el fundamento de la civilización europea».
En los últimos años y sobre todo desde sus crímenes recientes contra el pueblo palestino, contemplo a Israel y al pueblo judío de otro modo. ¿Qué diferencia hay entre lo que hace su gobierno en Gaza y lo que el nazismo hizo con millones de judíos inocentes? ¿Cómo puede llevar a cabo una auténtica limpieza étnica con otro pueblo el que tantas persecuciones ha sufrido? ¿Cómo puede generar tanto dolor injusto el pueblo que tanto ha llorado sufriendo injusticias?
Cada declaración de Netanyahu o sus aliados sube de tono respecto a la anterior. A un crimen sigue otro más inhumano, detrás de cada agresión viene otra más sangrante. ¿Cómo es posible que se haya producido esa mutación?
¿Dormirán serenos su sueño eterno los judíos víctimas inocentes del nazismo cuando sepan que el pueblo al que con orgullo pertenecieron lleva a cabo un genocidio en suelo palestino, lleno ahora, como entonces, de la sangre inocente de miles de mujeres, hombres y menores?
Siento dolor y pena. Y rabia también. No sólo cuando oigo a Netanyahu bramar de odio y a Donald Trump decir que expulsará a los palestinos de su tierra para construir hoteles y residencias de lujo, sino aún más cuando retruena en mis oídos el silencio cobarde y cómplice de tantas autoridades y líderes mundiales. Sin el cual, no estaría ocurriendo lo que ocurre.
Publiqué el año pasado un libro que titulé Para que haya futuro con el que quería transmitir esperanza y mi íntima y fuerte convicción en que la bondad y la inteligencia de los seres humanos permite construir un mundo de libertades y en paz.
No puedo negar que al levantarme cada día pienso en lo difícil que me resulta mantener ese convencimiento. Pero no me voy a dejar vencer. No voy a arrodillarme ante el mal, ni me va a doblegar la inhumanidad. Es verdad que puedo hacer muy poco, casi nada; sólo, si acaso, no callarme y unirme a quienes no se callan. Y no me callaré. Hago lo poco puedo, transmitir a quien quiera leerme mi demanda, mi grito doloroso, aunque siempre esperanzado: ¡Dejen ya de matar y abandonen la violencia como único lenguaje! ¡Basta ya!
Juan Torres López
jueves, 13 de febrero de 2025
Luces largas para cambiar la realidad. Entrevista en Tempos Novos a Juan Torres López catedrático de economía en la Universidad de Sevilla.
Entrevista de Manoel Marbeitos para la revista Tempos Novos, publicada en noviembre de 2024
En las últimas décadas hemos asistido a una intensa concentración de la riqueza y el poder, que han disparado la desigualdad, al tiempo que a un vaciamiento de la democracia y un ascenso de las fuerzas de extrema derecha. No estamos ante una situación nueva pero sí que presenta ciertas particularidades y rasgos característicos, como por ejemplo la crisis climática, sobre los que quisiéramos que girara una parte relevante de esta entrevista.
– ¿Debemos, como defienden los defensores del sistema actual, dejar que las cosas “sigan su ritmo” pues así se resolverán los problemas actuales?, ¿es realista pensar que estos (cambio climático, desigualdad, deterioro del bienestar, crisis financieras…) se irán resolviendo por si solos?, por qué?
Creer que ese tipo de problemas se van a resolver mediante una especie de autorregulación del sistema es una quimera. La experiencia, no nuestras preferencias o ideología, sino la realidad, la ciencia, nos han demostrado claramente que son las lógicas que guían y soportan al sistema las que los provocan. Por tanto, mientras estas no se modifiquen, ese tipo de problemas no sólo no desaparecerán o disminuirán, sino que irán en aumento.
-Un planteamiento de dejar que los problemas se resuelvan por sí mismo, ¿no entra en contradicción con la propia esencia de lo que es el capitalismo: cambio constante y transformación?
Efectivamente, esa no la esencia solamente del capitalismo, sino de cualquier dimensión de la vida humana y social y me atrevería a decir que de la misma vida, Lo que ocurre, sin embargo, es que ese fluir, ese cambio constante, puede darse en diversas direcciones. La clave está, por tanto, en tratar de incidir para que el cambio permanente y la transformación sin cesar que inevitablemente se está dando a cada momento transcurran por una senda de progreso y bienestar, de paz y armonía.
-Que nos enseñan las ciencias? ¿Acaso los problemas actuales no son fruto de la acción del hombre SUGIERO DE LOS SERES HUMANOS no son problemas universales?, ¿por esta razón, son muy complejos?
Por lo que respecta a la situación en la que se encuentra el planeta y la especie humana, las ciencias (aunque no la económica, precisamente) nos enseñan varias cosas esenciales de las que he tratado de ocuparme en el libro. La primera, quizá la más importante, es que somos precisamente eso, una sola especie, y que los grandes problemas que nos amenazan son de esa clase, no de grupos, espacios limitados, razas o clases. La segunda, que, a pesar de que vivimos en un sistema complejo que tiende al desorden e incluso al caos, podemos incidir en su evolución, siempre que actuemos convenientemente. La tercera, que hay formas diferentes de organizar nuestra vida social, unas más favorables que otras para poder conducir los cambios y enfrentarse al riesgo. Y, posiblemente la más importante, sabemos cuáles son las «trampas evolutivas» que podemos tener por delante y también las mejores estrategias para hacerles frente y superarlas. Desgraciadamente, también nos enseña algo más: la especie humana y su vida en el planeta no es algo que esté garantizado per se. Si contravenimos las leyes de la naturaleza y de la complejidad, nuestro sistema y civilización pueden colapsar e incluso desaparecer del planeta.
-En tu libro “Para que haya futuro” hablas de cambios incrementales (no suponen alteración de las condiciones estructurales) y cambios transformacionales (que las transforman por que afectan a los principios y bases del sistema capitalista). Para llevar a cabo estos últimos no parece que fuera suficiente (un grave error de prácticamente todas las izquierdas) con disponer de los resortes del gobierno y del Estado. ¿Por qué?, ¿qué más hace falta?, ¿una fuente de poder diferente?, ¿la hegemonía de la que habla Gramsci?
Sencillamente, porque la naturaleza de esas condiciones estructurales es tal que para modificarlas se precisa actuar sobre resortes muy plurales y potentes. Para cambiarlas es necesario incidir en la economía, los modos de producir, consumir y repartir, la política, el derecho y las instituciones, la cultura, las creencias, los valores y preferencias, el tipo de relaciones sociales dominantes…y, por supuesto, en los resortes de los que depende la toma decisiones que afectan a todo ello. Por tanto, es imprescindible disponer de una capacidad de convicción, de generar adhesión, de influir, de diseñar estrategias, de imponer voluntades, de vencer resistencias o de hacer que lo que se desea se lleve a cabo muy potente. El poder no consiste en gobernar, aunque esta sea una componente esencial. El poder es, en realidad, la capacidad de operar y modificar todas esas piezas o elementos que he mencionado y de las que depende el orden social y, en general, el tipo de vida que llevamos, en todos los sentidos, los seres humanos.
-En relación con lo anterior también señalas la necesidad de disponer de un relato, de alumbrar el horizonte con luces largas. Algo que sí tuvo el neoliberalismo, lo que le permitió el triunfo. Un triunfo que se apoyó en su capacidad de introducir su lógica por todos los poros del sistema, de tener un relato como está pasando actualmente, por ejemplo, con la emigración. ¿Que necesitan las izquierdas para “cambiar el mundo” ?, un nuevo relato que además sea alternativo? ¿En qué han fallado?
Entre otras cosas, por supuesto, se necesita saber dónde se quiere llegar. Si no sabes a dónde quieres ir, ¿hacia dónde has de dar tus primeros pasos, cuando sales de casa cada mañana? No concibo que la actuación en la inmediatez pueda ser útil, o suficientemente útil, si se carece de una estrategia de futuro que sólo se puede construir y divisar cuando se ponen las luces largas, cuando apunta al horizonte y se decide a dónde se quiere llegar. Por eso creo que actuar, gobernar, sin ese relato de largo plazo, de futuro, de sueño, si se me entiende la expresión, es, en realidad, una patología: la que he llamado en mi libro el presentismo. Me temo que las izquierdas padecen en buena medida esa enfermedad. Han dejado de ver el futuro, de soñar y son esclavas del corto plazo y de la acción inmediata que, con demasiada frecuencia, lleva a confundir lo principal y prioritario con lo accesorio o secundario.
-Una de las muchas razones que explican el triunfo del neoliberalismo es la inmensa concentración de poder que garantiza y legitima el “orden establecido”. ¿No tendrían las izquierdas que empezar por cuestionar ese orden, cuestionarlo y neutralizarlo, generar un orden distinto?, ¿por qué?
Con cuestionarlo retóricamente nunca será suficiente. Es preciso desvelar lo que hay detrás de él, mostrar sus implicaciones, generar una narrativa alternativa y, sobre todo, anticipar el futuro al que se quiere llegar como alternativa y mostrarlo a la gente para que sepa que, efectivamente, no sólo hay un mundo nuevo y alternativo en los sueños, sino en la práctica. Y para ello es preciso construir avanzadillas, anticipar el fututo, crear experiencias que permitan ver que se vive mejor de otro modo y con otras formas de producir y consumir. Dicho para que se me entienda mejor, hasta que las izquierdas no consigan crear esos «prototipos» y la gente los pueda ver con sus ojos, tocar con sus manos y disfrutarlos, no será posible lograr las adhesiones y configurar las amplísimas mayorías que serán necesarias para comenzar a detener el dominio del capital -con el poder tan inmenso que ha acumulado- para avanzar hacia un nuevo mundo.
-Volviendo al principio: tiene la humanidad asegurado su futuro?, no estamos obligados a denunciarlo?, a hacer todo lo posible para que cambie? -Suenan muchas voces de alarma sobre los límites del crecimiento actual. ¿Está llegando la humanidad a un punto de no retorno?
Como señalo en mi libro, hace poco más de un año, en septiembre de 2023, un equipo de científicos mostró que hemos cruzado seis de los nueve procesos que amenazan a la humanidad y, un mes más tarde, un artículo suscrito por más de 15.000 científicos de 163 países decía literalmente: «la vida en el planeta está en peligro». Por tanto, la respuesta a si está asegurado el futuro de la humanidad es rotundamente No. Más bien lo contrario, por el camino que vamos, lo que está asegurado quizá sea la desaparición de la vida humana en el planeta. Aunque, al mismo tiempo, hay que saber que los mismos científicos que nos advierten del riesgo, nos dicen que se sabe lo que habría que hacer para evitarlo. Está, pues, en nuestras manos asegurar el futuro de las generaciones futuras, aunque eso no se va a hacer actuando de cualquier manera. Eso es lo que he tratado de mostrar en el libro.
-A la hora de actuar tú manifiestas que los horizontes no deben ser estrechos pero que se debe dar preferencia a lo prioritario, centrarse en las cuestiones fundamentales dando prioridad a los principios y propuestas que generen acuerdos y consensos amplios, cuasi universales. Los objetivos a perseguir exigen inexcusablemente un cambio en la correlación de fuerzas. Un cambio que debe empezar por desmontar las mentiras que nos han contado como por ejemplo desde el neoliberalismo. ¿Hay que socializar el pensamiento?
Hay que socializar el conocimiento, en el sentido de ponerlo a disposición de toda la especie, no sólo de los privilegiados. Considerarlo y tratarlo como un bien común a todos los seres humanos y procurar que se utilice, por tanto, en beneficio de todos.
El asunto de la mentira tan generalizada, su uso como estrategia de dominación es otra cosa y ahí me gustaría señalar algo que se está olvidando incluso por quienes la usan. Ningún grupo social, incluso ninguna especie animal, puede vivir a base de utilizar información falsa o equivocada. Perece antes o después. ¿Se imaginan que las cebras no dispusieran de información adecuada y que alguien o algo les hiciera creer que el león no es su enemigo y que deben salir corriendo cada vez que se les acerque? ¿Cuánto durarían? La mentira como arma de dominio social no es un arma contra los engañados, sino que antes o después se vuelve contra toda la sociedad, contra toda la especie, Y, por tanto, también contra los que engañan. Combatir la mentira y el engaño es una tarea primordial. Me sorprende, me preocupa y me asusta que las izquierdas sean tan inoperantes y eficaces en ese aspecto.
-Todos los cambios sociales relevantes, que dieron lugar a un nuevo orden, y dejando a un lado las excepciones conocidas, no siempre acabaron bien. Son lentos y no pueden construirse de la nada. Pero las transformaciones fundamentales afectan a todos los órdenes de la vida. ¿Qué se precisa para llevar adelantes estas transformaciones, de dónde deben salir los nuevos recursos del cambio? ¿Por ejemplo, del Estado, de los partidos y los sindicatos actuales?
La evolución de las sociedades, como la de todos los sistemas complejos, no es lineal; da saltos, tiene marchas atrás, a veces involuciona, y cuando avanza no siempre lo hace «limpiamente», es decir, sin cargar con elementos del mundo que va dejando atrás. Todo lo contrario. En realidad, esos fracasos son expresión del avance, deben considerarse experiencias de las que aprender y que habrá que corregir. Tratar de construir el futuro de la nada es la peor y más peligrosa de las ingenuidades en la que puede caer quien se propone cambiar el estado de cosas en el que se encuentra. No es una preferencia, es que sencillamente ni la evolución de la economía, de la sociedad, de la vida en general, no funciona así: no es posible el «adanismo», el hacer tabla rasa y empezar de cero. El mundo nuevo se crea operando en el viejo, tratando de ir modificando las lógicas que lo dominan, las relaciones de fuerzas que lo sostienen, la dirección en que se encamina. La ciencia nos dice que eso se puede conseguir. Es más, sabemos que un pequeño cambio inicial o detonante puede producir transformaciones estructurales de gran envergadura a partir de él. Pero hay que saber diseñarlo, ponerlo en marcha y sostenerlo.
-Finalmente es posible el cambio social a gran escala si no está “en los corazones y en la mente de la gente”?
¿De dónde va a surgir entonces ese cambio? No me parece concebible que la transformación de las sociedades humanas se produzca a partir de otro motor que no sea la propia acción humana, de la desobediencia frente a la opresión y la injusticia, de compartir sueños comunes y de diseñar con luces largas un camino por el que transitar conjuntamente, de la complicidad y de la cooperación, del ir de la mano sintiéndose parte de una misma especie que puede vivir en paz y compartiendo. Sabiendo que si respetamos las leyes de la naturaleza que nos acoge, disponemos de recursos sobrados para que todos sus integrantes podamos disponer de recursos suficientes para asegurarnos el sustento material y las condiciones que nos permitan desplegar con libertad e igualdad de condiciones nuestra personalidad o identidad diversa y diferenciada.
En las últimas décadas hemos asistido a una intensa concentración de la riqueza y el poder, que han disparado la desigualdad, al tiempo que a un vaciamiento de la democracia y un ascenso de las fuerzas de extrema derecha. No estamos ante una situación nueva pero sí que presenta ciertas particularidades y rasgos característicos, como por ejemplo la crisis climática, sobre los que quisiéramos que girara una parte relevante de esta entrevista.
– ¿Debemos, como defienden los defensores del sistema actual, dejar que las cosas “sigan su ritmo” pues así se resolverán los problemas actuales?, ¿es realista pensar que estos (cambio climático, desigualdad, deterioro del bienestar, crisis financieras…) se irán resolviendo por si solos?, por qué?
Creer que ese tipo de problemas se van a resolver mediante una especie de autorregulación del sistema es una quimera. La experiencia, no nuestras preferencias o ideología, sino la realidad, la ciencia, nos han demostrado claramente que son las lógicas que guían y soportan al sistema las que los provocan. Por tanto, mientras estas no se modifiquen, ese tipo de problemas no sólo no desaparecerán o disminuirán, sino que irán en aumento.
-Un planteamiento de dejar que los problemas se resuelvan por sí mismo, ¿no entra en contradicción con la propia esencia de lo que es el capitalismo: cambio constante y transformación?
Efectivamente, esa no la esencia solamente del capitalismo, sino de cualquier dimensión de la vida humana y social y me atrevería a decir que de la misma vida, Lo que ocurre, sin embargo, es que ese fluir, ese cambio constante, puede darse en diversas direcciones. La clave está, por tanto, en tratar de incidir para que el cambio permanente y la transformación sin cesar que inevitablemente se está dando a cada momento transcurran por una senda de progreso y bienestar, de paz y armonía.
-Que nos enseñan las ciencias? ¿Acaso los problemas actuales no son fruto de la acción del hombre SUGIERO DE LOS SERES HUMANOS no son problemas universales?, ¿por esta razón, son muy complejos?
Por lo que respecta a la situación en la que se encuentra el planeta y la especie humana, las ciencias (aunque no la económica, precisamente) nos enseñan varias cosas esenciales de las que he tratado de ocuparme en el libro. La primera, quizá la más importante, es que somos precisamente eso, una sola especie, y que los grandes problemas que nos amenazan son de esa clase, no de grupos, espacios limitados, razas o clases. La segunda, que, a pesar de que vivimos en un sistema complejo que tiende al desorden e incluso al caos, podemos incidir en su evolución, siempre que actuemos convenientemente. La tercera, que hay formas diferentes de organizar nuestra vida social, unas más favorables que otras para poder conducir los cambios y enfrentarse al riesgo. Y, posiblemente la más importante, sabemos cuáles son las «trampas evolutivas» que podemos tener por delante y también las mejores estrategias para hacerles frente y superarlas. Desgraciadamente, también nos enseña algo más: la especie humana y su vida en el planeta no es algo que esté garantizado per se. Si contravenimos las leyes de la naturaleza y de la complejidad, nuestro sistema y civilización pueden colapsar e incluso desaparecer del planeta.
-En tu libro “Para que haya futuro” hablas de cambios incrementales (no suponen alteración de las condiciones estructurales) y cambios transformacionales (que las transforman por que afectan a los principios y bases del sistema capitalista). Para llevar a cabo estos últimos no parece que fuera suficiente (un grave error de prácticamente todas las izquierdas) con disponer de los resortes del gobierno y del Estado. ¿Por qué?, ¿qué más hace falta?, ¿una fuente de poder diferente?, ¿la hegemonía de la que habla Gramsci?
Sencillamente, porque la naturaleza de esas condiciones estructurales es tal que para modificarlas se precisa actuar sobre resortes muy plurales y potentes. Para cambiarlas es necesario incidir en la economía, los modos de producir, consumir y repartir, la política, el derecho y las instituciones, la cultura, las creencias, los valores y preferencias, el tipo de relaciones sociales dominantes…y, por supuesto, en los resortes de los que depende la toma decisiones que afectan a todo ello. Por tanto, es imprescindible disponer de una capacidad de convicción, de generar adhesión, de influir, de diseñar estrategias, de imponer voluntades, de vencer resistencias o de hacer que lo que se desea se lleve a cabo muy potente. El poder no consiste en gobernar, aunque esta sea una componente esencial. El poder es, en realidad, la capacidad de operar y modificar todas esas piezas o elementos que he mencionado y de las que depende el orden social y, en general, el tipo de vida que llevamos, en todos los sentidos, los seres humanos.
-En relación con lo anterior también señalas la necesidad de disponer de un relato, de alumbrar el horizonte con luces largas. Algo que sí tuvo el neoliberalismo, lo que le permitió el triunfo. Un triunfo que se apoyó en su capacidad de introducir su lógica por todos los poros del sistema, de tener un relato como está pasando actualmente, por ejemplo, con la emigración. ¿Que necesitan las izquierdas para “cambiar el mundo” ?, un nuevo relato que además sea alternativo? ¿En qué han fallado?
Entre otras cosas, por supuesto, se necesita saber dónde se quiere llegar. Si no sabes a dónde quieres ir, ¿hacia dónde has de dar tus primeros pasos, cuando sales de casa cada mañana? No concibo que la actuación en la inmediatez pueda ser útil, o suficientemente útil, si se carece de una estrategia de futuro que sólo se puede construir y divisar cuando se ponen las luces largas, cuando apunta al horizonte y se decide a dónde se quiere llegar. Por eso creo que actuar, gobernar, sin ese relato de largo plazo, de futuro, de sueño, si se me entiende la expresión, es, en realidad, una patología: la que he llamado en mi libro el presentismo. Me temo que las izquierdas padecen en buena medida esa enfermedad. Han dejado de ver el futuro, de soñar y son esclavas del corto plazo y de la acción inmediata que, con demasiada frecuencia, lleva a confundir lo principal y prioritario con lo accesorio o secundario.
-Una de las muchas razones que explican el triunfo del neoliberalismo es la inmensa concentración de poder que garantiza y legitima el “orden establecido”. ¿No tendrían las izquierdas que empezar por cuestionar ese orden, cuestionarlo y neutralizarlo, generar un orden distinto?, ¿por qué?
Con cuestionarlo retóricamente nunca será suficiente. Es preciso desvelar lo que hay detrás de él, mostrar sus implicaciones, generar una narrativa alternativa y, sobre todo, anticipar el futuro al que se quiere llegar como alternativa y mostrarlo a la gente para que sepa que, efectivamente, no sólo hay un mundo nuevo y alternativo en los sueños, sino en la práctica. Y para ello es preciso construir avanzadillas, anticipar el fututo, crear experiencias que permitan ver que se vive mejor de otro modo y con otras formas de producir y consumir. Dicho para que se me entienda mejor, hasta que las izquierdas no consigan crear esos «prototipos» y la gente los pueda ver con sus ojos, tocar con sus manos y disfrutarlos, no será posible lograr las adhesiones y configurar las amplísimas mayorías que serán necesarias para comenzar a detener el dominio del capital -con el poder tan inmenso que ha acumulado- para avanzar hacia un nuevo mundo.
-Volviendo al principio: tiene la humanidad asegurado su futuro?, no estamos obligados a denunciarlo?, a hacer todo lo posible para que cambie? -Suenan muchas voces de alarma sobre los límites del crecimiento actual. ¿Está llegando la humanidad a un punto de no retorno?
Como señalo en mi libro, hace poco más de un año, en septiembre de 2023, un equipo de científicos mostró que hemos cruzado seis de los nueve procesos que amenazan a la humanidad y, un mes más tarde, un artículo suscrito por más de 15.000 científicos de 163 países decía literalmente: «la vida en el planeta está en peligro». Por tanto, la respuesta a si está asegurado el futuro de la humanidad es rotundamente No. Más bien lo contrario, por el camino que vamos, lo que está asegurado quizá sea la desaparición de la vida humana en el planeta. Aunque, al mismo tiempo, hay que saber que los mismos científicos que nos advierten del riesgo, nos dicen que se sabe lo que habría que hacer para evitarlo. Está, pues, en nuestras manos asegurar el futuro de las generaciones futuras, aunque eso no se va a hacer actuando de cualquier manera. Eso es lo que he tratado de mostrar en el libro.
-A la hora de actuar tú manifiestas que los horizontes no deben ser estrechos pero que se debe dar preferencia a lo prioritario, centrarse en las cuestiones fundamentales dando prioridad a los principios y propuestas que generen acuerdos y consensos amplios, cuasi universales. Los objetivos a perseguir exigen inexcusablemente un cambio en la correlación de fuerzas. Un cambio que debe empezar por desmontar las mentiras que nos han contado como por ejemplo desde el neoliberalismo. ¿Hay que socializar el pensamiento?
Hay que socializar el conocimiento, en el sentido de ponerlo a disposición de toda la especie, no sólo de los privilegiados. Considerarlo y tratarlo como un bien común a todos los seres humanos y procurar que se utilice, por tanto, en beneficio de todos.
El asunto de la mentira tan generalizada, su uso como estrategia de dominación es otra cosa y ahí me gustaría señalar algo que se está olvidando incluso por quienes la usan. Ningún grupo social, incluso ninguna especie animal, puede vivir a base de utilizar información falsa o equivocada. Perece antes o después. ¿Se imaginan que las cebras no dispusieran de información adecuada y que alguien o algo les hiciera creer que el león no es su enemigo y que deben salir corriendo cada vez que se les acerque? ¿Cuánto durarían? La mentira como arma de dominio social no es un arma contra los engañados, sino que antes o después se vuelve contra toda la sociedad, contra toda la especie, Y, por tanto, también contra los que engañan. Combatir la mentira y el engaño es una tarea primordial. Me sorprende, me preocupa y me asusta que las izquierdas sean tan inoperantes y eficaces en ese aspecto.
-Todos los cambios sociales relevantes, que dieron lugar a un nuevo orden, y dejando a un lado las excepciones conocidas, no siempre acabaron bien. Son lentos y no pueden construirse de la nada. Pero las transformaciones fundamentales afectan a todos los órdenes de la vida. ¿Qué se precisa para llevar adelantes estas transformaciones, de dónde deben salir los nuevos recursos del cambio? ¿Por ejemplo, del Estado, de los partidos y los sindicatos actuales?
La evolución de las sociedades, como la de todos los sistemas complejos, no es lineal; da saltos, tiene marchas atrás, a veces involuciona, y cuando avanza no siempre lo hace «limpiamente», es decir, sin cargar con elementos del mundo que va dejando atrás. Todo lo contrario. En realidad, esos fracasos son expresión del avance, deben considerarse experiencias de las que aprender y que habrá que corregir. Tratar de construir el futuro de la nada es la peor y más peligrosa de las ingenuidades en la que puede caer quien se propone cambiar el estado de cosas en el que se encuentra. No es una preferencia, es que sencillamente ni la evolución de la economía, de la sociedad, de la vida en general, no funciona así: no es posible el «adanismo», el hacer tabla rasa y empezar de cero. El mundo nuevo se crea operando en el viejo, tratando de ir modificando las lógicas que lo dominan, las relaciones de fuerzas que lo sostienen, la dirección en que se encamina. La ciencia nos dice que eso se puede conseguir. Es más, sabemos que un pequeño cambio inicial o detonante puede producir transformaciones estructurales de gran envergadura a partir de él. Pero hay que saber diseñarlo, ponerlo en marcha y sostenerlo.
-Finalmente es posible el cambio social a gran escala si no está “en los corazones y en la mente de la gente”?
¿De dónde va a surgir entonces ese cambio? No me parece concebible que la transformación de las sociedades humanas se produzca a partir de otro motor que no sea la propia acción humana, de la desobediencia frente a la opresión y la injusticia, de compartir sueños comunes y de diseñar con luces largas un camino por el que transitar conjuntamente, de la complicidad y de la cooperación, del ir de la mano sintiéndose parte de una misma especie que puede vivir en paz y compartiendo. Sabiendo que si respetamos las leyes de la naturaleza que nos acoge, disponemos de recursos sobrados para que todos sus integrantes podamos disponer de recursos suficientes para asegurarnos el sustento material y las condiciones que nos permitan desplegar con libertad e igualdad de condiciones nuestra personalidad o identidad diversa y diferenciada.
lunes, 6 de enero de 2025
El PSOE andaluz como arquetipo de la izquierda contemporánea
Me apetece comenzar el año escribiendo sobre la actualidad del PSOE de mi tierra porque creo que este partido (tan importante para Andalucía) se ha convertido en un arquetipo, es decir, en una representación modélica o ejemplar, de lo que le ocurre a la izquierda contemporánea.
El PSOE de Andalucía gobernó bien durante cuatro décadas y dirigió una transformación social sin precedentes. Aunque, como es lógico, esta no fuese perfecta, ni se diera (al menos, en mi opinión) en la dirección que hubiera sido más deseable, lo cierto es que, de la mano del PSOE, Andalucía alcanzó las cotas más elevadas de bienestar de toda su historia.
Sólo por esa razón, la militancia, el propio Partido y todos sus dirigentes de antes y después podrían sentirse orgullosos y andar con la cabeza bien alta. Y, sin embargo, deambulan como alma en pena, sintiéndose culpables de lo que no hicieron, ajenos a su propio legado de bien, incapaces de reivindicar como propio el éxito de un ingente cambio histórico y de reivindicarse a sí mismos como su motor principal.
Es cierto que si la izquierda gobierna con coherencia y honradez no hay piedad frente a ella desde los grandes centros del poder y que se recurre a cualquier medio para combatirla y eliminarla; no sólo a la infamia o la mentira sino, como ha sucedido ya muchas veces, a la violencia, el terrorismo o el asesinato. Lo estamos viendo hoy día, no sólo en España sino en todo el mundo.
Sin embargo, no es esto último todo lo que explica que la izquierda termine tan a menudo, por no decir que siempre, fracasando en sus propósitos.
La izquierda fracasa generalmente porque es ella misma la que se autodestruye. Y no sólo porque se pliegue por gusto o traición -como a veces se cree- ante el interés de los poderosos que la persiguen y combaten, o porque baje la guardia y actúe reproduciendo los vicios que deseaba combatir. Es cierto que esto suele ocurrir. Y ha ocurrido en Andalucía en algunos casos, aunque no con la generalidad que ha denunciado falsamente la derecha con el auxilio de magistradas y magistrados más corruptos que las personas decentes a las que han perseguido injustamente. Pero, incluso si eso ocurre, es porque se dan otras circunstancias. Y es aquí donde quizá venga a propósito el ejemplo del PSOE de Andalucía, inmerso estos días en una nueva crisis, no sólo de liderazgo, que es como se presenta.
Tal y como le ocurre a todas las izquierdas de nuestro tiempo, el PSOE andaluz se ha hecho daño a sí mismo justo cuando llevaba a cabo un proceso de transformación y cambio que beneficiaba a la gran mayoría de la sociedad. Y es un arquetipo de la izquierda contemporánea porque su historia reciente muestra modélicamente los procesos que la pueden llevar a la autodestrucción y la insignificancia si no se le pone remedio.
Dos errores de partida lo han provocado, a mi juicio. Uno, dejar que el gobierno lo fuese todo y subordinar el partido a su acción y decisiones; las cuales, lógicamente, no son autónomas ni libres, ni auténticamente propias, pues están supeditadas a la coyuntura, a la correlación de fuerzas de cada momento y a la presión de los poderes reales.
El problema que ocasiona ese error es que obliga a convertir al partido en una estructura cesarista y cuya dinámica se pliegue a cada instante a las prioridades de quien dirige el gobierno. La consecuencia es que la organización deja de tener vida propia; ni piensa, ni influye, ni decide cuando o donde hay gobierno, o si lo que se dirime se considera asunto de este último.
El segundo error es gobernar sin ciudadanía, sin conformar un sujeto social protagónico y cómplice que sirva de soporte para tomar decisiones y de contrapoder frente a la agresión que no cesa.
Lo que está ocurriendo en los últimos meses en el PSOE andaluz es el resultado de esos procesos.
Es patético escuchar que lo que necesita una organización de 44.000 militantes es simplemente cambiar a la persona que los dirija y contemplar a una milicia de ese calado dar por bueno y deseable que sea el secretario general del PSOE y presidente del gobierno, Pedro Sánchez, quien la elija («Pedro Sánchez elegirá al líder del PSOE de Andalucía en las próximas horas», dice el titular de Diario de Sevilla).
No puede haber un buen futuro para una organización política de esa magnitud que se deja llevar así y se anestesia para no sentir el dolor de tener que pensar y decidir por sí misma, haciéndose responsable colectivamente y de la mano de su entorno social.
En lugar de llevar a ebullición el cerebro y el alma de 40.000 afiliados para que el futuro congreso sea un renacer colectivo y una fuente de proyectos, propuestas y liderazgos enraizados, lo único que se busca es un jefe o una jefa (esto último, no sé si en el mejor o en el peor de los casos).
El PSOE de Andalucía, tan necesario, se autodestruye, como la izquierda en general, cuando deja de ser un actor colectivo y cuando no piensa ni sueña, cuando no se dedica a levantar banderas y diseñar proyectos que respondan al sentir común de la gente, y cuando no es ejemplar; si se desentiende de la sociedad a quien supuestamente sirve y se convierte en un aparato que se alimenta a sí mismo para alimentar a quienes viven de él disfrutando de dinero y privilegios que nunca hubieran obtenido estando al margen de su estructura.
El PSOE de Andalucía gobernó bien durante cuatro décadas y dirigió una transformación social sin precedentes. Aunque, como es lógico, esta no fuese perfecta, ni se diera (al menos, en mi opinión) en la dirección que hubiera sido más deseable, lo cierto es que, de la mano del PSOE, Andalucía alcanzó las cotas más elevadas de bienestar de toda su historia.
Sólo por esa razón, la militancia, el propio Partido y todos sus dirigentes de antes y después podrían sentirse orgullosos y andar con la cabeza bien alta. Y, sin embargo, deambulan como alma en pena, sintiéndose culpables de lo que no hicieron, ajenos a su propio legado de bien, incapaces de reivindicar como propio el éxito de un ingente cambio histórico y de reivindicarse a sí mismos como su motor principal.
Es cierto que si la izquierda gobierna con coherencia y honradez no hay piedad frente a ella desde los grandes centros del poder y que se recurre a cualquier medio para combatirla y eliminarla; no sólo a la infamia o la mentira sino, como ha sucedido ya muchas veces, a la violencia, el terrorismo o el asesinato. Lo estamos viendo hoy día, no sólo en España sino en todo el mundo.
Sin embargo, no es esto último todo lo que explica que la izquierda termine tan a menudo, por no decir que siempre, fracasando en sus propósitos.
La izquierda fracasa generalmente porque es ella misma la que se autodestruye. Y no sólo porque se pliegue por gusto o traición -como a veces se cree- ante el interés de los poderosos que la persiguen y combaten, o porque baje la guardia y actúe reproduciendo los vicios que deseaba combatir. Es cierto que esto suele ocurrir. Y ha ocurrido en Andalucía en algunos casos, aunque no con la generalidad que ha denunciado falsamente la derecha con el auxilio de magistradas y magistrados más corruptos que las personas decentes a las que han perseguido injustamente. Pero, incluso si eso ocurre, es porque se dan otras circunstancias. Y es aquí donde quizá venga a propósito el ejemplo del PSOE de Andalucía, inmerso estos días en una nueva crisis, no sólo de liderazgo, que es como se presenta.
Tal y como le ocurre a todas las izquierdas de nuestro tiempo, el PSOE andaluz se ha hecho daño a sí mismo justo cuando llevaba a cabo un proceso de transformación y cambio que beneficiaba a la gran mayoría de la sociedad. Y es un arquetipo de la izquierda contemporánea porque su historia reciente muestra modélicamente los procesos que la pueden llevar a la autodestrucción y la insignificancia si no se le pone remedio.
Dos errores de partida lo han provocado, a mi juicio. Uno, dejar que el gobierno lo fuese todo y subordinar el partido a su acción y decisiones; las cuales, lógicamente, no son autónomas ni libres, ni auténticamente propias, pues están supeditadas a la coyuntura, a la correlación de fuerzas de cada momento y a la presión de los poderes reales.
El problema que ocasiona ese error es que obliga a convertir al partido en una estructura cesarista y cuya dinámica se pliegue a cada instante a las prioridades de quien dirige el gobierno. La consecuencia es que la organización deja de tener vida propia; ni piensa, ni influye, ni decide cuando o donde hay gobierno, o si lo que se dirime se considera asunto de este último.
El segundo error es gobernar sin ciudadanía, sin conformar un sujeto social protagónico y cómplice que sirva de soporte para tomar decisiones y de contrapoder frente a la agresión que no cesa.
Lo que está ocurriendo en los últimos meses en el PSOE andaluz es el resultado de esos procesos.
Es patético escuchar que lo que necesita una organización de 44.000 militantes es simplemente cambiar a la persona que los dirija y contemplar a una milicia de ese calado dar por bueno y deseable que sea el secretario general del PSOE y presidente del gobierno, Pedro Sánchez, quien la elija («Pedro Sánchez elegirá al líder del PSOE de Andalucía en las próximas horas», dice el titular de Diario de Sevilla).
No puede haber un buen futuro para una organización política de esa magnitud que se deja llevar así y se anestesia para no sentir el dolor de tener que pensar y decidir por sí misma, haciéndose responsable colectivamente y de la mano de su entorno social.
En lugar de llevar a ebullición el cerebro y el alma de 40.000 afiliados para que el futuro congreso sea un renacer colectivo y una fuente de proyectos, propuestas y liderazgos enraizados, lo único que se busca es un jefe o una jefa (esto último, no sé si en el mejor o en el peor de los casos).
El PSOE de Andalucía, tan necesario, se autodestruye, como la izquierda en general, cuando deja de ser un actor colectivo y cuando no piensa ni sueña, cuando no se dedica a levantar banderas y diseñar proyectos que respondan al sentir común de la gente, y cuando no es ejemplar; si se desentiende de la sociedad a quien supuestamente sirve y se convierte en un aparato que se alimenta a sí mismo para alimentar a quienes viven de él disfrutando de dinero y privilegios que nunca hubieran obtenido estando al margen de su estructura.
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