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viernes, 8 de noviembre de 2024

_- Quienes no quieren impuestos para sostener al Estado, piden ahora que les ayude

_- La Comunidad Valenciana está sufriendo una desgracia que nos tiene conmocionados a todos los españoles. Además de sentirnos solidarios emocionalmente, muchas personas prestamos ayuda material de la manera en que podemos. Pero con ella no es suficiente. Ni tan siquiera con la que están proporcionando algunas empresas, organizaciones no gubernamentales, fundaciones o colectivos de todo tipo. Es imprescindible que el Estado intervenga y proporcione los recursos extraordinarios que precisa una catástrofe extraordinaria.

Así lo ha entendido el gobierno de la Generalitat valenciana que acaba de solicitar al central 31.402 millones de euros, más de lo que representa su presupuesto anual. Una cantidad enorme de dinero que incluso puede que ni siquiera sea suficiente para que se recupere allí la normalidad, la vida económica y el patrimonio que han perdido miles de valencianos.

Sin embargo, los dirigentes valencianos, como todos los de PP y Vox, no paran de decir que hay que reducir la financiación del Estado bajando los impuestos y poniendo en práctica esa idea allí donde gobiernan.

Y así es como se da una triste coincidencia. Bajo el mandato de quienes ahora reclaman al gobierno central la mayor ayuda solicitada en cualquier momento por una comunidad autónoma, la Comunidad Valenciana será la autonomía que más dinero deje de ingresar en 2024 por la reducción de impuestos como el tramo autonómico del IRPF o el de Sucesiones y Donaciones. En total, 495 millones de euros por esos conceptos, según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef), y a los que hay que añadir los que también perderá por la reducción de otros impuestos, como el que recae sobre bienes inmuebles (IBI), o de algunas tasas municipales.

El gobierno de la derecha y extrema derecha valencianas que recurre ahora al Estado lleva meses desmantelándolo y quitándole recursos, porque el Estado no es sólo el gobierno central, sino también el conjunto de las administraciones territoriales y entre ellas las valencianas.

El PP y Vox piden ahora dinero al Estado a quien no desean financiar; solicitan militares, bomberos, policías, sanitarios, servicios y personal de emergencias… cuando están dedicando cada día que pasa menos recursos para mantener sus servicios o pagarles su sueldo. No se olvide: para la derecha y la extrema derecha valencianas una unidad de emergencias es «un chiringuito» que eliminaron, como primera medida, cuando comenzaron a gobernar.

Si la derecha y la extrema derecha hicieran todo esto, desmantelar servicios públicos esenciales, para ahorrar o por simple ignorancia o incompetencia hasta se les podría perdonar. Lo que no tiene perdón es que lo hagan para beneficiar a un puñado de grandes empresas privadas, a la banca y a las personas más ricas que son los únicos que, de verdad, se benefician cuando se bajan los impuestos y se deja de financiar al Estado en la medida de lo necesario para el conjunto de la sociedad

martes, 5 de noviembre de 2024

Vivienda: la izquierda se manifiesta contra sí misma

La presencia de dirigentes políticos de izquierdas que ocupan o han ocupado cargos en el gobierno en las manifestaciones por la vivienda que se llevaron a cabo hace unos días resulta un tanto surrealista.

Esas personas y sus organizaciones respectivas han sido responsables del deterioro que en los últimos años ha sufrido el ejercicio del derecho que reconoce el artículo 47 de la Constitución Española: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada».

No digo que la cada vez mayor dificultad de acceso a la vivienda por los grupos de población de menos renta haya sido provocada por la izquierda que viene gobernando en España desde 2018, o en periodos anteriores con Rodríguez Zapatero. Entre otras cosas, porque lo mismo o peor ocurrió cuando gobernó el Partido Popular y, además, en otros muchos países del mundo, incluso en mayor medida.

Tampoco digo que me parezca mal que esos dirigentes promuevan, apoyen y asistan a las manifestaciones. Simplemente digo que eso representa manifestarse contra ellos mismos si, al mismo tiempo, no explican el por qué de su fracaso a la hora de mejorar el derecho de acceso a la vivienda.

Es ingenuo pedir que la izquierda pueda resolver cualquier problema mientras gobierna cuando los problemas son de extraordinaria magnitud, como en este caso, requieren disponer de un poder real que no se tiene, o mucho tiempo por delante para que las decisiones que se adopten den frutos positivos. Las barbaridades que durante tanto tiempo se han cometido en política de suelo y vivienda en España no se pueden revertir ni en una, ni quizá en dos o tres legislaturas. Pero sí se puede hacer algo más que es muy importante, puesto que es un inexcusable punto de partida para no errar en la inmediatez: diseñar estrategias y políticas adecuadas a medio y largo plazo, lograr acuerdos y alianzas sociales para poder llevarlas a cabo y, sobre todo, explicar a la población la naturaleza real del problema, sus causas, las dificultades o barreras que hay que superar para resolverlo y, quizá lo más importante, el por qué no se puede avanzar en la dirección deseada. Es decir, hacer pedagogía, informar, comunicar y lograr que la ciudadanía pueda ser partícipe, cooperadora y cómplice.

Casi todo esto último es lo que yo creo que no está haciendo la izquierda.

Se está equivocando en la estrategia. En el caso del POSE, de forma garrafal. Dedicarse a pedir solidaridad a los arrendadores o conceder bonos de alquiler que no van a bajar los precios sino quizá a subirlos, resulta no sólo frustrante, sino hasta patético.

A su izquierda, creo que se comete el error de empeñarse en corregir la actuación del mercado, cuando este es muy rígido a causa de la concentración, de la gran presencia de fondos de inversión especulativos y del tipo de vivienda que se ha construido. Y también, el de limitarse a hacer planteamientos puramente moralistas, como el que desarrollaba Alberto Garzón, máximo dirigente de Izquierda Unida hasta hace poco, en un reciente artículo periodístico.

La única estrategia que podrá permitir que se ejerza el derecho a la vivienda es su desmercantilización en las áreas o modalidades requeridas para satisfacer la necesidad de habitación de la población, dándole prioridad a ese derecho y construyendo las que hagan falta para ello, si hace falta, con la colaboración del sector privado. Dicho de otro modo: no se trata de enfrentarse a los molinos del mercado como quijotes, sino salirse de él, porque está demostrado que este, movido con el exclusivo motor del afán de lucro, no es capaz de satisfacer a la totalidad de la demanda social de un bien de primera necesidad.

Es imprescindible contar con un parque nacional del bien público de la vivienda. No hay otra. Y es muy urgente avanzar en esa línea porque lo que está sucediendo con la vivienda y que expliqué en un artículo anterior, va acompañado de la mercantilización de otros bienes y servicios básicos para la vida humana, como el agua y otros recursos naturales, el conocimiento, los remedios a la salud, la educación y muchos otros.

Se puede justificar la impotencia de la izquierda, pero es injustificable que no sea consciente de ello, no explique el por qué, o que actúe como si el problema que deja sin resolver no fuese con ella.

En este sentido y por último, no puedo dejar de mencionar una última responsabilidad (hoy no toca hablar de los promotores, bancos, y fondos de inversión que se hacen de oro especulando). También creo que la tienen las docenas de miles de personas afectadas que hasta ahora apenas se han dejado notar, no se informan bien, no salen constantemente a la calle para reclamar soluciones y que, para colmo, o no votan o votan a los partidos que aplican políticas que les impiden ejercer sus derechos constitucionales. Por tanto, bienvenidas sean estas movilizaciones que, en cualquier caso, son la condición previa para que dispongan de vivienda todas las personas que la necesiten.

viernes, 1 de noviembre de 2024

Otro No-Premio Nobel de Economía que patina

Un año más, los medios de comunicación anuncian que la Academia Sueca ha concedido el Premio Nobel de Economía, en esta ocasión a Daron Acemoglu, Simon Johnson, ambos profesores del Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Estados Unidos, y a James A. Robinson, de la Universidad de Chicago.

Los tres son extraordinarios académicos, de gran prestigio, y autores de obras de gran influencia, pero eso no quita que ese premio sea un fraude y que el modo en que se concede confunda a la gente, dando a entender que sus autores defienden tesis que deben considerarse científicas y fuera de duda.

Es un fraude porque no puede hacerse mención a Alfred Nobel. Como expliqué en mi libro Econofakes. Las 10 grandes mentiras económicas de nuestro tiempo y cómo condicionan nuestra vida, Nobel conocía perfectamente el desarrollo de la economía de su tiempo y no quiso que esa disciplina fuera honrada con el premio que instituyó. Con toda seguridad, porque era consciente de que se trataba de una rama del saber incapaz de proporcionar verdades científicas como las otras a las que quiso premiar legando para ello su gran fortuna.

El premio lo instauró el Banco de Suecia en 1968, precisamente cuando enfrentaba sus tesis neoliberales a las socialdemócratas del gobierno sueco, tal y como comenzaba a suceder en todos los demás países. Haciendo creer que se trataba de un Premio Nobel, lo que se buscaba era que la gente creyera que las tesis económicas en ascenso que se irían premiando eran verdades científicas que había que acatar como tales, y frente a las cuales, por tanto, no había alternativa.

Es cierto, no podía ser de otro modo si se quería tener algo de credibilidad, que también se ha concedido en varias ocasiones a economistas enfrentados con más o menos matices al paradigma neoliberal. Pero la inmensa mayoría de los premiados son economistas (muy en masculino, por cierto) que defienden las teorías y políticas que han beneficiado a las grandes corporaciones y a las finanzas, produciendo la mayor concentración de riqueza y poder en pocas manos de la historia humana.

El premio de este año se ha concedido a los tres economistas mencionados, según el Banco de Suecia, por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones, por haber demostrado su importancia para la prosperidad de los países, y cómo «las sociedades con un Estado de derecho deficiente e instituciones que explotan a la población no generan crecimiento ni cambios para mejor».

En sus diversas obras, estos tres economistas sostienen la idea de que hay instituciones buenas que son las que motivan a las personas a volverse productivas: la protección de sus derechos de propiedad privada, la aplicación predecible de sus contratos, las oportunidades de invertir y mantener el control de su dinero, el control de la inflación y el intercambio abierto de divisas. Aunque, sin embargo, afirman que no son esas instituciones económicas las fundamentales para determinar si un país es pobre o próspero, puesto que su existencia depende y viene determinada por la política y las instituciones políticas.

La tesis es, sin duda, fundamental, aunque no muy novedosa en realidad, puesto que ya fue intuida o incluso desarrollada por los grandes economistas clásicos, incluso del siglo XVIII, como Adam Smith. Y, desde luego, muy importante a la hora de formular políticas económicas.

¿Por qué dije al principio, entonces, que se trata de un premio que nuevamente vuelve a confundir a la gente, haciéndole creer que la Economía es una ciencia y que los economistas premiados defienden verdades indiscutibles?

Sencillamente, porque las principales tesis que han sostenido Acemoglu, Johnson y Robinson, así como sus resultados y conclusiones de política económica han sido ampliamente criticadas y puestas en duda por otros muchos economistas. Y galardonar a una sola de las interpretaciones da a entender que esa es la versión científica y, por tanto, la que se debería poner en práctica.

Cualquier persona que tenga interés en conocer esas críticas puede encontrarlas fácilmente en internet y yo no puedo dedicar este comentario, necesariamente breve y de actualidad, a desarrollarlas con detenimiento.

Me limitaré, pues, a señalar de la forma más sencilla posible las más importantes que se le han hecho, para que cualquier persona entienda que, efectivamente, las tesis de estos tres economistas no son, ni mucho menos, verdades absolutas.

Ha sido criticado que sus estudios se han centrado en las instituciones formales, dejando a un lado expresamente a las informales que tienen que ver con la cultura. De hecho, fue precisamente otro premiado por el Banco de Suecia, Douglas North, quien subrayó que estas últimas (“encarnadas en costumbres, tradiciones y códigos de conducta”) tienen un papel tanto o más importante que las formales para generar desarrollo económico.

Se critica también que estos tres autores establecen una relación de causa-efecto (buenas instituciones producen crecimiento y desarrollo económico) que no demuestran que se dé siempre en el mismo sentido. Se les critica que no presentan ningún argumento concluyente que permita sostener que los resultados finales se lograron porque los Estados establecieron primero derechos de propiedad estables y buena gobernanza, de los que luego brotó el desarrollo. Se les argumenta que las mismas evidencias que aportan podrían usarse para sostener que primero se dispuso de recursos y de ahí pudieron nacer las instituciones. Se ha dicho, por eso que Acemoglu, Johnson y Robinson elaboran su teoría como si las instituciones aparecieran al azar o de la nada.

Por el contrario, muchos economistas han mostrado que es más realista sostener que la relación entre las instituciones políticas y económicas es, en realidad, bidireccional.

También se pone en cuestión su tesis según la cual las instituciones son el resultado de la elección colectiva. Algún economista ha señalado que es difícil aceptar la suposición de que el orden institucional en los regímenes autoritarios, y especialmente en los totalitarios, lo sea.

Se critica también que los economistas premiados este año se hayan centrado casi exclusivamente en subrayar el fuerte impacto beneficioso de las instituciones del capitalismo, soslayando el papel de los fallos del mercado o el papel del sector público para resolverlos y promover el desarrollo, tergiversando en algún caso la historia de algunas economías. Se les ha criticado que sistemáticamente minimizan el papel de la política industrial y de un Estado activo como factor de despegue y progreso económico.

Las derivaciones de política económica de las tesis de estos recién galardonados también han sido cuestionadas. Y, sobre todo, no tener en cuenta que la trasposición de instituciones capitalistas a muchas economías atrasadas (como suelen recomendar el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial) no ha generado precisamente progreso, sino atraso, sufrimiento y miles de muertes innecesarias.

Para no extenderme en este aspecto, me referiré tan solo a la crítica del economista colombiano Guillermo Maya a las propuestas que el recién premiado James Robinson hizo para su país: mantener la propiedad latifundista de la tierra, renunciar a su reparto entre el campesinado para generar producción agraria y, en su lugar, promover su migración a las ciudades para educarse.

La supuesta defensa de las buenas instituciones, como la educación, se traduce en realidad, dice Maya, en mantener el gran latifundio, «la peor institución excluyente en Colombia, cuyos dueños se apropian de los recursos fiscales regionales, mientras pagan ínfimos impuestos, y se apropian de la plusvalía social que generan las obras de infraestructura, al mismo tiempo que “derraman” el costo social del latifundio, en forma de violencia, exclusión social y democracia limitada, sobre la sociedad toda».

No quiero decir, en ningún caso, que el reconocimiento a los tres galardonados sea inmerecido por su trabajo y su obra. Simplemente quiero señalar que, una vez más, el Banco de Suecia se comporta como una institución parcial, ideologizada y al servicio del poder dominante que tiene al mundo en la situación de gran inestabilidad y riesgo en la que está.

martes, 15 de octubre de 2024

Paradojas y limitaciones al medir la productividad

Publicado en Alternativas Económicas, nº 127, septiembre de 2024

El concepto de productividad es uno de los más utilizados en economía y quizá de los más conocidos entre la población por sus implicaciones prácticas.

Me atrevo a pensar que cualquier persona con una mínima formación o cultura general sabe que la productividad es el resultado de dividir la cantidad producida por algún recurso (un trabajador o una máquina, por ejemplo) entre el número de horas necesitadas para producirla. Al definirla así, el diccionario de la Real Academia pone este ejemplo: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora.

También es bien sabido que el incremento de la productividad está directamente relacionado, casi siempre, con la utilización de nuevas técnicas, con el desarrollo tecnológico.

Sin embargo, tan sólo a partir de esas dos ideas que conoce casi todo el mundo aparecen ya algunas paradojas interesantes.

La primera es que el concepto de productividad que se utiliza por economistas y servicios estadísticos para calcular su magnitud y hacer comparaciones no es el que acabo de indicar -cantidad producida (q) dividida por el número de horas (h)-. Para estimarla dividen el Producto Interior Bruto (PIB) entre el número de horas utilizadas para producirlo.

La diferencia es sustancial porque el PIB no registra una cantidad producida (q) sino un valor monetario, es decir, una cantidad producida multiplicada por el precio al que se ha vendido (q*p).

La razón de por qué ocurre esto es muy sencilla.

En un proceso productivo elemental, en el que un trabajador produjese un solo producto y de contenido material, sería factible medir su productividad como cantidad producida dividida por las horas empleadas: 200 ladrillos por hora o doce televisores por hora, como en el ejemplo de la Academia. Pero ¿qué ocurre cuando la producción es de un servicio, de un bien con un alto contenido de recurso inmaterial, o cuando se producen diferentes productos -como en la mayoría de las empresas o en una economía en su conjunto- y se quiere obtener la productividad global?

¿Cómo se mide la cantidad exacta producida por una enfermera, un maestro, una investigadora, un policía, un ingeniero informático, un matemático, un directivo de banca, un arquitecto, un asegurador, una publicitaria…?

Además, en el caso de que sea posible calcular exactamente la cantidad producida (doce televisores por hora), no tendría sentido hacer comparaciones, ni a nivel de empresa ni al de actividad, o -mucho menos- al de una economía en su conjunto: ¿tiene sentido decir que un trabajador que produce doce televisores por hora es más productivo que una cirujana que realiza solo una operación al día?

No tiene sentido ni es posible hablar globalmente de la productividad de una empresa que fabrique varios productos distintos o de la de una economía, en la que se producen cantidades relativas a millones de productos. La razón, todo el mundo la sabe: no se pueden sumar peras con manzanas.

Para superar ese escollo es por lo que los economistas hacen la trampa de calcular la productividad como lo que no es, dividiendo el PIB (cantidad producida por su precio) entre el número de horas necesitadas para producirlo.

De ahí surge una segunda paradoja.

Aunque casi todo el mundo sabe que la productividad aumenta cuando hay desarrollo tecnológico y se aplican nuevas técnicas que mejoran la forma de producir, lo cierto es que, en las últimas décadas de revolución tecnológica, la productividad, como dijo Robert Solow, «no aparece en las estadísticas». Todas ellas indican que está disminuyendo.

Hay muchos y buenos estudios empíricos que han tratado de mostrar las razones de por qué ocurre esto último. Entre ellas y por citas solo algunas más importantes: desaceleración global, crisis financieras, variaciones en la composición del trabajo, problemas de medición, menor impacto de las nuevas oleadas de innovación, retardo en sus efectos, concentración del capital que produce grandes diferencias entre empresas, incremento del trabajo no automatizable, disminución en la contribución que el capital hace por trabajador, crisis del comercio internacional o pérdida de eficiencia en la asignación.

A mi juicio, sin embargo, los estudios convencionales eluden el problema fundamental que es mucho más elemental: en el capitalismo actual, es inevitable que la productividad se minusvalore mientras se utilice el PIB como numerador para calcularla

El PIB, como he dicho, es un valor monetario, el valor de las ventas o, si se quiere, un ingreso. Por tanto, cuando se utiliza no se está midiendo, en realidad, la productividad, es decir, la producción de un factor (trabajo o capital) por tiempo empleado, sino el ingreso de cada uno de esos factores. La diferencia es fundamental, entre otras razones, porque ese ingreso no depende sólo de la cantidad, sino también del precio.

Las consecuencias de ello son muchas y tremendas, aunque mencionaré sólo una de ellas. Se suele decir, por ejemplo, que los salarios de determinados empleos son bajos porque los llevan a cabo trabajadores y, sobre todo, trabajadoras poco productivas. La realidad es otra: la productividad así calculada de esos empleos es baja porque el ingreso (salario) es reducido.

La productividad no aparece en las estadísticas con la magnitud que realmente tiene porque el PIB no puede recoger correctamente los componentes que hoy día están añadiendo más valor a los procesos económicos y que son determinantes de los cambios en la productividad: información, conocimiento, digitalización o aprendizaje automático. Una limitación que, además, se refuerza porque el capitalismo de nuestros días multiplica los trabajos y actividades de suma cero que no generan producción (desde las especulativas, hasta la abogacía, pasando por gran parte del comercio financiero y la gestión de activos, hasta la publicidad y el marketing para construir marcas a expensas de otras). La aportación al PIB de empresas o actividades como Googleo, Facebook o WhatsApp se limitan a su ingreso publicitario porque sus «clientes» no pagamos por utilizar su motor de búsqueda, su red o el servicio que proporcionan. Su «cantidad producida» recogida en el PIB a la hora de calcular la productividad está claramente infravalorada.

El uso del PIB produce otro efecto paradójico. Esa magnitud sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria. Por tanto, cuantos más recursos se dediquen, por ejemplo, a combatir las externalidades ambientales negativas, al trabajo voluntario, a los cuidades y la reproducción de la vida… menos productivo se dirá que es el uso general de los recursos. Aunque, al mismo tiempo, se producirá otra paradoja. Sabemos que, cuanto más bienestar creen esas actividades no monetarias, más desahogado y productivo será el trabajo en el resto de actividades de expresión monetaria. Así, se podrá creer que las economías alemana o japonesa son muy productivas gracias al esfuerzo y mérito de sus empleos retribuidos monetariamente, cuando quizá lo sean por la elevada extensión de la actividad no monetaria e invisibilizada que en ellas se lleva a cabo.

Y todo ello con independencia de que la bondad de la productividad que se mide como vengo señalando se basa en otra falacia, cuya falta de fundamento viene demostrándose día a día: aceptar que producir más con menos recursos implica necesariamente un mejor rendimiento, más eficiencia o mayor beneficio o bienestar para las empresas y la economía en general.

En conclusión, es imprescindible replantearse el concepto de productividad y su medición, para recoger todos los insumos de la producción, incorporar todos sus efectos o resultados y utilizar criterios de valoración realistas y no sólo monetarios, generando, para ello, nuevos tipos de datos y registros estadísticos.

Juan Torres López, 

lunes, 16 de septiembre de 2024

La mentira destruye la democracia. Por Juan Torres López

En una entrevista publicada en Le Progrès de Lyon en 1951, el Premio Nobel de Literatura Albert Camus dijo: «La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir. Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa».

Me viene a la cabeza el recuerdo de esa frase al leer unas declaraciones de Donald Trump en las que vuelve a mentir sin disimulo.

En el coloquio de una charla que impartió el pasado día 5 en el Economic Club de Nueva York, el multimillonario inversor John Paulson intervino para preguntarle sobre el efecto de sus políticas en el déficit fiscal. La respuesta del expresidente republicano fue la siguiente:

«Bueno, acabamos de alcanzar cifras récord que nadie jamás hubiera creído posibles. Tienes razón, más de 2 billones de dólares. Nadie pensó que esa fuera una cifra… Quiero decir, si nos remontamos a cuatro años atrás, nadie pensó que una cifra como esa fuera posible. Es una locura. Es simplemente horrible, en realidad.»

La realidad no es la que dijo Trump. Según la Oficina del Presupuesto, el déficit federal fue de 1,7 billones en 2023. Y, lo que resulta aún más impresionante: ese registro no fue, ni mucho menos, una «cifra récord». Lo cierto es que el déficit en el último año de presidencia de Trump fue de 3,13 billones de dólares, casi el doble que el de 2023.

Aunque este último registro fue alcanzado a causa de la Covid-19, la evidencia es que Trump volvió a engañar a la gente que lo estuviera escuchando o lo haya oído después. Y esa no fue su única mentira en la charla. Dijo que en el último año habían perdido el empleo 1,3 millones de trabajadores, cuando la cifra real es de unos 800.000. Afirmó que su administración había creado 7 millones de empleos, cuando la realidad es que se perdieron 2,7 millones (a diferencia de lo ocurrido en los años de Biden, con casi 16 millones de nuevos empleos). Y, entre otras cosas, dijo que salvó a la industria automotriz mediante aranceles que, en realidad, nunca estableció en ese sector.

Sobre Kamala Harris se extendió en sus mentiras y exageraciones habituales: afirmó que es marxista y que promueve «controles comunistas de precios, confiscación de la riqueza, aniquilación de la energía, el mayor aumento de impuestos jamás realizado, amnistía masiva y ciudadanía para decenas de millones de migrantes que consumirán billones de dólares en beneficios federales y destruirán la Seguridad Social y Medicare».

Sin duda, Trump no es el único político mentiroso de nuestra época, entendiendo el concepto de mentira en su doble sentido estricto: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente; o cosa que no es verdad. Aunque, ciertamente, se ha consagrado como el más compulsivo, con cifras de afirmaciones falsas o engañosas difícilmente superables: 30.573 a lo largo de sus cuatro años de mandato, según el cómputo realizado por The Washington Post.

En España no somos ajenos a este fenómeno que es claramente coincidente con el del vaciamiento progresivo de la democracia, de crisis de sus instituciones y de lo que incluso puede ser todavía peor, desprecio de los principios éticos sobre los que puede y debe sostenerse.

La democracia sirve para que la ciudadanía revele sus preferencias, delibere sobre ellas y pueda decidir con libertad, conocimiento efectivo y en igualdad de condiciones las que se asumen con prioridad al tomar las decisiones. Y lo que a mí me está resultando aterrador es que nos hayamos acostumbrado a convivir entre tanta mentira sin apenas reaccionar y sin pedir cuentas a quienes la utilizan constantemente como arma política. No sé bien si porque la sintamos como un modo más de proteger nuestra ignorancia, prejuicios o intereses, porque nos creamos indefensos e impotentes ante ella y ante los medios tan poderosos que la propagan conscientemente, o por inconsciencia sobre sus efectos devastadores.

Nuestra Constitución declara en su artículo 20.d que reconoce y protege el derecho (fundamental) a recibir «información veraz». ¿No es la mentira un atentado flagrante contra este derecho? ¿No sería hora de que reclamásemos la existencia de un poder o de instrumentos específicos para combatirla y para defender, así, a la democracia? ¿Cómo podemos callar y no hacer nada cuando mienten constantemente quienes dicen ser sus grandes y auténticos valedores?

A la vista está que los actualmente existentes o no funcionan o lo hacen muy deficientemente. La alternativa, el silencio y dejar de hacerlo, es la tiranía, como muy certeramente nos advirtió Camus

Juan Torres López

viernes, 26 de julio de 2024

Industria y gasto militar en la economía de nuestros días. Juan Torres López.

«La guerra es un escándalo. Es el único negocio en el que las ganancias se cuentan en dólares y las pérdidas en vidas. Se lleva a cabo en beneficio de unos pocos, a expensas de muchos» (General Smedley Butler, 1935).

Hace unos días, un lector de la web me pedía que escribiese algo sobre el papel que los gastos militares desempeñan en la vida económica. Pensaba abordar el tema, pero un artículo reciente de Thomas Palley creo que lo hace con mucho más conocimiento y brillantez, así que me voy a limitar a resumir las principales ideas que desarrolla (el artículo en inglés aquí).

Palley parte de considerar al complejo militar-industrial como un sector empresarial más y cuya actividad se puede considerar como un prototipo imitado ampliamente por otros. Sostiene que conocerlo «es fundamental para comprender el capitalismo estadounidense contemporáneo, la política internacional estadounidense y la deriva hacia la Segunda Guerra Fría.»

Comienza Palley su artículo recordando las palabras del presidente Eisenhower en su último discurso de 1961: «Su influencia total –económica, política e incluso espiritual– se siente en cada ciudad, cada cámara estatal, cada oficina del gobierno federal».

A pesar de que su magnitud e influencia no ha dejado de aumentar desde entonces, dice Palley que ninguno de los muchos libros de texto de macro y microeconomía de nivel intermedio y posgrado de su biblioteca hacen mención a este sector.

La magnitud del sector es impresionante. En Estados Unidos (caso que analiza Palley) el gasto en defensa en 2023 (1 billón de dólares) fue mayor que el gasto federal en todas las demás áreas (800.000 millones). En la figura siguiente se compara el gasto de Estados Unidos en 2022 con el de los otros 10 países que más gastaron en defensa en aquel año.

A continuación, Palley resumen los principales enfoques desde los que la economía convencional suele analizar el gasto en defensa:

a) Como un problema de elección en situación de escasez que responde al conocido dilema que planteó Hitler: fabricar armas o producir mantequilla. Es decir, hay que renunciar a una de esas opciones para disponer de la otra, y la producción de armas dependería de los recursos de un país, de las preferencias, y también del gasto militar de otros países.

Muestra Palley que este planteamiento basado en las decisiones racionales de cada país y en la competencia y no cooperación lleva a una carrera armamentística que tiene un resultado subóptimo, es decir, por debajo del correspondiente a la máxima eficiencia. Mientras que el control del gasto basado en decisiones coordinadas puede mejorar la situación de los países y evitar que todos empeoren.

El efecto es paradójico, el aumento del gasto por un país lleva a que los demás tengan que aumentarlo, pero así disminuye constantemente su poder y seguridad.

b) El enfoque macroeconómico del gasto militar del gobierno lo reconoce como un factor que aumenta la demanda y la producción como cualquier otro. Sin embargo, aunque el militar y el no militar producen el mismo estímulo a la producción, en ausencia de necesidad militar, el gasto civil aumenta el bienestar público, mientras que el gasto militar no lo hace y, por el contrario, aumenta la probabilidad de conflictos.

c) Desde otro punto de vista, la economía convencional considera al gasto militar como fuente de innovación y desarrollo técnico. Palley muestra, sin embargo, que este tipo de gasto es también ineficiente como motor de la política científica e industrial. Basar la innovación en el desarrollo de armamentos, lógicamente da lugar a que sus resultados deriven en aplicaciones y usos igualmente militarizados, al menos, durante mucho tiempo. El gasto militar, dice Palley, produce militarismo.

d) Los gastos en defensa son un bien público y debe producirlos el gobierno (Un bien público es aquel cuyo consumo por parte de un sujeto no permite excluir el de otro, de modo que no puede rentabilizarse a través de intercambio de mercado, puesto que nadie pagaría un precio por él, sabiendo que no se le puede excluir del consumo si no paga). Y, además, porque se supone que el Estado es quien debe poseer el monopolio de la violencia. Esto hace que al gasto militar le afecte el mismo tipo de «patologías político-económicas» que pueden afectar a la actividad gubernamental (burocracia, errores de decisión, corrupción…)

e) El sector militar funciona como un monopolio bilateral. El gobierno es el único cliente y los vendedores suelen serlo también porque la producción está muy especializada y concentrada. Por tanto, los precios no serán los eficientes de competencia, sino resultado de las estrategias y la negociación. Economistas de la llamada Escuela de Chicago, la fuente del neoliberalismo académico contemporáneo, demostraron que esta relación lleva a la llamada «captura del gobierno» por parte de las empresas privadas, lo que da lugar a soluciones no óptimas sino ineficientes y contraproducentes. Los vendedores de armamento pueden llegar a tener el control efectivo (legal o ilegalmente) sobre el comprador (el ministerio de Defensa) y sobre los políticos que toman las decisiones sobre el presupuesto. Dice Palley: a los almirantes y generales les gustan las grandes fuerzas armadas, lo que les puede llevar a confabularse con los proveedores militares privados para obtener mayores presupuestos, tergiversando lo que se necesita ante los políticos y el público.

f) El sector militar industrial también puede considerarse como un sistema de planificación. Dice Palley que hacer la guerra requiere planificación en forma de acumulación de recursos militares efectivos, porque los sistemas utilizados por el ejército son complejos y costosos, y requieren un capital significativo.

Sin embargo, Palley sostiene que se trata de un sistema de planificación desarticulado, que ha descarrilado al no haberse tenido en cuenta las advertencias de Eisenhower y no implementar los controles sociopolíticos necesarios.

Después de hacer estas consideraciones a partir del análisis económico convencional, Palley se centra en considerar que el gasto militar es el resultado siempre de una decisión política y analiza que, sin embargo, la posición de los actores involucrados (burócratas del gobierno, militares, vendedores y público o votantes) no están en situación de simetría. Palley sostiene, por tanto, que, para entender el funcionamiento del sector, hace falta un enfoque de economía política.

El objetivo final del sector militar industrial es aumentar la demanda de servicios de guerra y la forma de conseguirlo es la política de captura del gobierno y las alianzas con los decisores políticos, a través de pagos opacos, puertas giratorias, empleando a generadores de opinión, utilizando los medios de comunicación, financiando estudios favorables y equipos de pensamiento, promoviendo la cultura del militarismo, y, en suma, estableciendo como dominantes las narrativas sobre seguridad nacional y geopolítica que llevan a demandar cada vez más gasto militar (guerra contra el terrorismo, choque de civilizaciones…).

Más adelante, Palley analiza una cuestión interesante: se puede conseguir que aumente la demanda de gasto militar si se reduce su coste.

Señala que uno de los medios para conseguirlo es cambiar el tipo de guerra y, en concreto, hacerla «por poderes» o fuera del propio territorio. Es decir, que un país (básicamente Estados Unidos) logre que otros hagan la guerra por él; se apropia de las ganancias económicas que genera sin sufrir los costes. Es lo que típicamente está ocurriendo ahora en Ucrania y antes en otros muchos lugares. O, por otro lado, promoviendo el uso de armas de forma permanente, pero con menor intensidad, para que, en lugar de detener los conflictos, se hagan duraderos y numerosos, aunque con consecuencias a veces imprevistas o no deseadas. Y otro ejemplo algo más singular para lograr que se tenga una percepción de un coste más bajo de la guerra es, simplemente, ocultándolo: Estados Unidos prohibió en 1991 que los medios de comunicación informen de la llegada de soldados muertos en el campo de batalla.

La última parte del artículo de Palley se dedica a presentar al sector militar industrial como una variedad de capitalismo, entendido como una forma de organización institucional de tres lados (el ejército y su burocracia, la industria militar y el sector público) que amenaza la democracia. En él se incluyen, además, diversos complejos: el estrictamente militar, el industrial, el financiero, el de las grandes petroleras y el tecnológico. y a los que, en mi opinión, se podría añadir el mediático. Es, por tanto, un complejo de complejos, o complejo de diversas industrias de creación política. Esto último quiere decir que la política no está ajena a la economía del sector militar industrial, sino que está dentro de él y que sus decisiones económicas están informadas políticamente.

Y señala Palley que una característica esencial de este sector es que resulta inconsistente con la teoría económica dominante y, en particular, con la idea de mercados competitivos que proporcionan soluciones de máxima eficiencia.

Además, este sector no es uno más, sino que ha llegado a dominar al conjunto de la economía por su impacto, porque afecta decisivamente al patrón y a la tasa de crecimiento, a la dirección del desarrollo tecnológico, porque afecta y desplaza a las actividades del sector civil sobre las que actúa el gasto del gobierno, distorsionando, por tanto, la acción de este último y, finalmente, porque incita al militarismo y a la guerra. En algunos casos, cuando implica la producción y uso de armas nucleares, amenaza la existencia de la propia humanidad.

Utiliza Palley una analogía con los ordenadores para explicar el lugar que ocupa el sector militar industrial en el capitalismo contemporáneo. En su opinión, constituye el hardware, mientras que las diferentes modalidades ideológicas desde las que se utiliza serían el software.

Palley señala que no hay que vincularlo sólo con el «neoliberalismo idealizado» que rechaza el gobierno y recela del aumento del gasto público que requiere el sector, sino con el «neoliberalismo del mundo real». Este, dice, es un programa político corporativo que «tiene como objetivo debilitar a los trabajadores, aumentar el poder de las empresas y aumentar la participación en las ganancias a expensas de los salarios» y esto es algo que busca y alimenta el sector militar industrial. Y el auge del militarismo global ha sido también coherente con el aumento del comercio, de la inversión extranjera real, los intercambios transfronterizos, las inversiones de cartera financiera y préstamos financieros, la deslocalización y subcontratación extranjera de producción y el establecimiento de largas cadenas de suministro internacionales.

Finalmente, Palley advierte de la influencia que la creciente militarización de las economías tiene sobre la aparición de lo que llama el «protofascismo» de nuestros días. Tanto por el incremento de los valores autoritarios, de vigilancia y control que lleva consigo, como por la creación de grupos sociales desposeídos por las políticas neoliberales que impulsa.

Thomas Palley resumiendo: «El complejo militar industrial tiene un impacto enorme en la economía y la política. Tuerce la composición de actividad hacia el gasto militar; distorsiona el carácter del progreso técnico, tiene un corrosivo efecto social a través de su captura de la política y el gobierno; distorsiona la comprensión de la sociedad sobre geopolítica y seguridad nacional como parte de la creciente demanda de servicios de guerra; promueve militarismo y aumenta la probabilidad de guerras; y promueve la deriva protofascista.

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viernes, 7 de junio de 2024

Día D, 80 años después Europa de nuevo en guerra

Fuentes: Ganas de escribir

Hoy se celebra el 80 aniversario del Día D, el 6 de junio de 1944, cuando comenzó el desembarco de las tropas aliadas en Normandía y puede que el titular de este artículo parezca exagerado. Yo creo, sin embargo, que es un hecho. Los países que forman parte de la OTAN y algún otro más, encabezados y liderados por Estados Unidos, están ya en guerra con Rusia.

En guerra comercial es evidente que lo estamos. Según la base de datos Castellum, desde que se produjo la invasión de Ucrania se han ejecutado 18.472 sanciones que se unen a de las 2.695 anteriores, por parte de los siguientes países: Estados Unidos (4.490), Canadá (2.952), Suiza, (2.624), Unión Europea (2.005), Francia (1.948) y Reino Unido (1.800).

Una vez que la «operación militar especial», como la llamó el Kremlin, se convirtió en guerra abierta con Ucrania, la utilización de armamento de la OTAN ha sido masiva.

Según el Kiel Institute for the World Economy, desde febrero de 2022, Estados Unidos ha dedicado 69.800 millones de dólares a ayuda militar y 34.200 millones de apoyo presupuestario al gobierno de Ucrania y la Oficina de Presupuesto del Congreso cifra el total aprobado en 175.000 millones de dólares. Europa, por su parte, ha aportado 42 mil millones de euros. Entre ambos, representan el 95% de la ayuda militar recibida y, junto a otros socios de la OTAN, se alcanza el 99%, según reconoce la propia OTAN.

Se quiera o no, la realidad es que la guerra en Ucrania no la libran solamente ese país injustamente invadido y Rusia, sino también los que forman parte de esta última alianza militar.

Es cierto que la intervención militar de la OTAN en la guerra ha sido hasta ahora diluida o edulcorada por la prohibición de utilizar el armamento proporcionado a Ucrania para llevar a cabo ataques dentro del territorio ruso. Pero esto ha cambiado. Ucrania ya ha atacado objetivos militares en territorio ruso con el beneplácito explícito de Estados Unidos y de otros países que también le proporcionan armamento.

Ya no se puede disimular que estamos en guerra. El diario británico The Telegraph acaba de informar hace un par de días que la OTAN está construyendo carreteras que sirvan de corredores para que las tropas de Estados Unidos lleguen a la frontera rusa tras posibles desembarcos en puertos de Italia, Grecia, Turquía, en el sur, y Países Bajos o Noruega, por el norte. Es sabido que varios países han comenzado ya a poner en marcha el servicio militar obligatorio y los líderes europeos ni siquiera utilizan medias tintas ni disimulan cuando dicen que preparan a sus países para entrar en combate. Añádanse a ello las maniobras con decenas de miles de soldados y gran potencia de armamento realizas o previstas, y se tendrá un escenario que no es sino de guerra mucho más que latente.

Como siempre que actúa la OTAN, la operación se viste como estrategia defensiva; ahora, para responder «en caso de una invasión rusa de la OTAN». A pesar de que, a diferencia de lo que siempre había advertido que haría en Ucrania, Rusia ha señalado que nunca tendría interés alguno en ir más allá. No tendría ningún sentido.

La situación es muy peligrosa porque, lo mismo que los dirigentes europeos se equivocaron cuando decían que las sanciones acabarían con la economía rusa en unos meses, se van a equivocar de nuevo en el plano militar: no se le puede ganar una guerra a una potencia nuclear sin que se produzca una destrucción mutua. Y, para una guerra convencional de desgaste (seguramente, el objetivo de Estados Unidos para empantanar a Europa y beneficiarse del negocio de la guerra), Rusia estará siempre mucho mejor preparada que Europa, al menos a corto y medio plazo.

La Unión Europea se ha dejado caer en brazos de Estados Unidos, y esta potencia imperial ha conseguido lo que necesitaba: romper cualquier posible alianza estratégica entre Europa y Rusia, y hacer a los países europeos dependientes militar y económicamente. Es lo que necesita para que así no le pongan dificultades en su plan de enfrentamiento estratégico con China. Algo que inevitablemente se va a producir como consecuencia del declive de Estados Unidos como potencia y del auge, paralelo, de China.

Los mapas que transcribo abajo del mencionado Instituto Kiel reflejan cuáles son los países que proporcionan armamento a Ucrania. Ahí se ve claramente que no es un conflicto global, de Rusia contra el mundo, como se quiere hacer creer.

Justo ochenta años después del Día D, es Europa la que está de nuevo en guerra. Todavía de facto, a falta un detonante material y de su declaración subsiguiente como tal para que lo esté también formalmente. Una guerra desgraciada en la que Europa ha caído al cometer tres pecados de los que no sólo no se quiere hablar, sino que se persigue a quien los ponen sobre la mesa: haber contribuido a provocarla, no haberla sabido evitar y, finalmente, haberse involucrado materialmente en ella. Tres pecados que se resumen en uno capital: haber renunciado a la paz, como ideal y como práctica.

domingo, 19 de mayo de 2024

_- (Gracias) Milei por visitar España: le hemos visto el plumero a los libertarios

_- El viaje del presidente argentino, Javier Milei, a España es el mejor retrato posible para mostrar quién es realmente, qué forma tiene de hacer política y qué intereses defiende esa nueva legión de políticos y economistas que se consideran a sí mismos paladines de la libertad, garantes únicos de los derechos individuales y máximos defensores de la competencia y el capitalismo de libre empresa. Es de agradecer.

Milei viaja invitado por Vox, un partido de extrema derecha, defensor de dictaduras como la de Franco y que rechaza la Constitución, oponiéndose a bastantes de sus contenidos esenciales. Un partido que no lucha por la libertad pues persigue, desprecia e insulta a quien no tiene sus ideas y que considera enemigos a quienes tenemos principios y valores diferentes. Un partido que no acepta la democracia desde el momento en que declara ilegítimo al gobierno formado por sus adversarios tras elecciones libres y con suficiente mayoría parlamentaria. Y un partido que, en el terreno económico, defiende medidas que se ha demostrado hasta la saciedad que producen mayor concentración de la renta en los más ricos y pobreza, peor funcionamiento de las economías y más deuda y destrucción de empresas porque benefician a las grandes empresas y a los bancos y fondos de inversión que viven justamente de eso.

Prueba de ello es que, además de reunirse con la extrema derecha, Milei sólo lo haga además con grandes poderes económicos. No con los empresarios, como se ha dicho, no con pequeñas y medianas empresa, con la empresa familiar o representantes de autónomos o microempresas. Ni, por supuesto, con representantes de trabajadores.

Milei se ha retratado con este viaje a España: muestra sin disimulo cuál es su posición política y su relación con la democracia y las libertades, y señala también con la misma claridad para quién trabaja y los intereses que defiende. No el general sino el de las grandes empresas con quien se reúne y que hoy día representan la deriva del capitalismo hacia la ineficiencia y el despilfarro, la especulación y el rentismo.

Milei lo ha dejado claro: en política defiende el totalitarismo, y en economía el capitalismo de oligopolios y de amiguetes que ganan dinero gracias a su influencia y poder político. Por eso es muy de agradecer su visita.

Como decimos en mi tierra, gracias a esta visita de Milei, se les ha visto el plumero a los economistas y políticos libertarios y a las organizaciones y medios desde los que difunden sus ideas.


P. D. : Aunque he colgado esta página del catedrático Juan Torres López, después del comportamiento mostrado por Milei, tengo que declarar que no le puedo dar las gracias a ese personaje impresentable que ya ha insultado a varios presidentes y al Papa. Nombra a una terraplanista como secretaria en Ciencias... y dice consultar con su perro muerto para tomar decisiones, decisiones tomadas que empobrecen más a su pueblo y enriqueces más, a su costa, a los privilegiados. Es terrible que personajes así gobierne un país rico y poderoso, culto y humanitario. Espero y deseo que el pueblo argentino lo expulse del gobierno lo antes posible... Por el bien del pueblo argentino y de todos los pueblos del mundo. De personajes así no podemos esperar nada bueno...

"España pide que Milei se disculpe después de que el líder argentino llamara "corrupta" a la esposa del presidente del gobierno"