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viernes, 17 de enero de 2025

_- El gobierno de los millonarios. Por vez primera, los dueños de inmensos monopolios, digitales o no, han llegado directamente al poder político para defender sus intereses

_- Uno. Hace muchos años, a mediados del siglo XIX, el multifacético pensador de Tréveris, un tal Karl Marx, llevado de su acendrado espíritu crítico, sostuvo que los gobiernos eran los consejos de administración de los intereses de la burguesía en su conjunto. Quizá cuando fue escrita esa frase respondía o reflejaba buena parte de la realidad, pero con el paso del tiempo y la evolución de las luchas sociales y políticas acabó perdiendo virtualidad. Sólo tenemos que pensar que a mediados del XIX no existía el sufragio universal —las mujeres tenían vetado el derecho al voto y para los hombres todavía funcionaba el voto censitario, esto es el de los pudientes—. Los partidos obreros no habían nacido y las formaciones conservadoras y/o liberales únicamente representaban a las clases propietarias, por lo que aquel dicho o reflexión pudo tener sentido. Luego, con la extensión del sufragio a partir de la II Guerra Mundial, y la aparición de los partidos de izquierda a finales del siglo XIX, la situación empezó a cambiar, y, con el tiempo, estos partidos alcanzaron los gobiernos y ya no se podía sostener que representasen los intereses de la burguesía.

Dos. A partir de entonces, los partidos políticos, aunque encarnasen diferentes intereses económicos en función de las clases y sectores en que está dividida la sociedad, no eran una simple nomenclatura mimética de esas clases o sectores, pues las personas no piensan y actúan sólo por apetencias económicas. Por el contrario, les motiva una mayor variedad de causas e impulsos: creencias religiosas y actitudes morales; concepciones ideológicas; sentimientos identitarios; estructuras culturales o costumbres ancestrales. De ahí que, como señala nuestra Constitución en su artículo 6, “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Tan fundamental que sin ellos no existe democracia ni nada que se le parezca. Por eso vengo insistiendo desde hace muchos años en que el ataque sistemático, venga o no a cuento, a los partidos, a los políticos, a la política no son más que acometidas contra la democracia. Desde luego, supone una actitud bien diferente la crítica concreta y razonada sobre decisiones políticas o comportamientos individuales a la genérica descalificación de partidos o políticos como si fuesen una “clase” o “casta” con intereses propios, versión que se ha ido extendiendo como la lepra con gran daño a la democracia.

Tres. Ahora bien, una vez superada la representación estamental, propia del Antiguo Régimen, de base material agraria, y constituidas las naciones a partir de la Revolución Francesa, los partidos políticos se fueron erigiendo en la representación esencial de las democracias como cuerpo intermedio entre la ciudadanía y el poder político. Al tiempo, se fueron creando nuevas instituciones, como las que conforman los diferentes poderes del Estado, los propios medios de comunicación y, al calor de la revolución industrial, las organizaciones sindicales y patronales. Todas ellas con la finalidad, entre otras, de evitar la excesiva concentración del poder en sus diferentes formas y de ir logrando un sano equilibrio en el funcionamiento del sistema. Un proceso que ha venido desarrollándose en las democracias, más o menos avanzadas, que hemos conocido hasta el presente. Unas democracias, por cierto, cuya base material o física, mueble o inmueble, han sido en esencia los objetos, las manufacturas propias de esa revolución industrial con su correspondiente “propiedad de los medios de producción”, adecuada al capitalismo. Sin embargo, lo anterior está empezando a cambiar de forma acelerada como consecuencia de los efectos de la revolución digital si, por ejemplo, somos conscientes de que dicha mutación —inteligencia artificial y otras— todavía está en su más tierna infancia. Y, sin embargo, ya está teniendo consecuencias notables en el funcionamiento de nuestra vida política, ya que su materia prima no son los objetos, sino nosotros mismos y la rapiña de nuestros datos.

Cuatro. Uno de estos efectos, que golpea en el corazón de la democracia, consiste en que fuerzas muy poderosas entienden, en virtud del control que tienen de esas tecnologías, que sus instituciones —partidos, sindicatos, elementos del propio Estado o medios de comunicación— son un estorbo, lo que vengo calificando de jibarización de la democracia. Un ejemplo de lo que expongo está sucediendo en EE UU, a partir del triunfo de Trump/Musk. Una primera manifestación ha consistido en el hecho de que, por vez primera de una manera tan obscena, grandes propietarios o gestores de inmensos monopolios, digitales o no, han accedido directamente al poder político y desde él han expresado, nítidamente, sus intereses particulares. Si uno observa los nombramientos de Trump podrá certificar que no pocos de ellos han recaído en millonarios que pertenecen a los mismos sectores económicos de los que se tienen que hacer cargo políticamente, empezando por Musk. En efecto, las líneas maestras que se desprenden de las intenciones de estos poderosos millonarios se podrían resumir en los siguientes epígrafes: de entrada, estamos ante una Administración de Trump/Musk y no del Partido Republicano, que ha quedado abducido por el magnate y sus amiguetes y familiares, sin necesidad de partidos ni de Consejos de Ministros, pues ellos son la fusión, ósmosis o acoplamiento de la economía y la política. Una deriva harto peligrosa cuyo antecedente europeo, a mucho menor escala, fue la Italia de Berlusconi y ya vemos cómo ha terminado. Luego, en la misma línea, ese eslogan que lanzó Musk, o míster X, el día que ganaron las elecciones, dirigiéndose al público: “Ahora vosotros sois los medios de comunicación”; es decir, yo soy la opinión, pues sobran todos los medios tradicionales —periódicos, radios o televisiones—, porque las redes sociales y algoritmos que yo y mis compinches controlamos somos el pueblo y nos sobra todo lo demás. Si cunde el ejemplo, vamos a pasar de la propiedad privada de los medios de producción a la propiedad privada de las conciencias y opiniones, a través de X, Google o TikTok. De ahí que también se pretenda reducir el Estado a su mínima expresión, labor a la que se dedicarán en el futuro Musk y otro millonario cuando declaran que sobran millones de funcionarios y todas las agencias estatales que se dedican a las pocas labores sociales que hay en EE UU. Si estuviesen en Europa se pondrían las botas. En el fondo, un alarde de anarco-liberalismo-nihilismo, que permita de paso una bajada radical de impuestos que acabe con lo que quede de Estado de bienestar, artefacto que, a juicio de sus más eximios teóricos como Milei y compañía es un robo. Para terminar la faena una pasada por el negacionismo medioambiental, pues no hay que preocuparse si nuestro planeta se va al carajo, ya que según la tesis creacionista de Mayor Oreja y otros algún Creador benefactor nos lo repondrá o incluso nos proporcionara uno nuevo. La conclusión final de todo ello no es otra que, si estas teorías y políticas triunfasen, supondría la evaporación de la democracia social que conocemos y, desde luego, no convendría tentar la suerte y creerse esos estrambotes del creacionismo, no vaya a ser que sean un camelo y sólo se salven los que puedan irse a Marte con Musk y sus conmilitones.

domingo, 5 de marzo de 2023

¿Por qué los oligarcas engreídos rigen nuestro mundo?

Hace algunos años —creo que fue en 2015— recibí una lección rápida sobre lo fácil que es convertirse en una persona detestable. Era un orador invitado en una conferencia en São Paulo, Brasil, y mi vuelo de llegada se retrasó mucho. Los organizadores, preocupados de que no llegara a la hora de mi ponencia debido al tristemente célebre tráfico de la ciudad, hicieron arreglos para recogerme en el aeropuerto y llevarme directamente al techo del hotel en helicóptero.

Luego, cuando terminó la conferencia, había un automóvil esperando para llevarme de regreso al aeropuerto. Por un minuto me sorprendí pensando: “¿Qué? ¿Tengo que irme en coche?”.

Por cierto, en la vida real suelo desplazarme casi a todos lados en metro.

En fin, la lección que aprendí de mi momento de mezquindad fue que los privilegios corrompen y generan con mucha facilidad una sensación de que se tiene derecho a ellos. Y, con toda seguridad, parafraseando a lord Acton, los enormes privilegios corrompen enormemente, en parte porque los muy privilegiados por lo general están rodeados de personas que jamás se atreverían a decirles que se están comportando mal.

Por eso no me sorprende el espectáculo de autoinmolación de la reputación de Elon Musk. Fascinado, sin duda… ¿quién no está? Pero cuando un hombre inmensamente rico y acostumbrado no solo a obtener siempre lo que quiere, sino también a ser un ícono venerado, descubre que no solo está perdiendo su aura, sino que además se está convirtiendo en objeto de burlas masivas, por supuesto que reacciona fustigando de manera errática y, en el proceso, empeora aún más sus problemas.

La pregunta más interesante es por qué en la actualidad estamos regidos por ese tipo de personas. Claramente estamos viviendo en la era del oligarca engreído.

Como recientemente señaló Kevin Roose en el Times, Musk todavía tiene muchos admiradores en el mundo de la tecnología. No lo ven como alguien malcriado que hace pataletas, sino como alguien que entiende cómo se debe manejar el mundo, una ideología que el escritor John Ganz llama “bossism”, la creencia de que la gente poderosa no debería tener que dar explicaciones a la gente común y corriente, ni siquiera enfrentar sus críticas. Los adeptos de esa ideología obviamente tienen mucho poder, aun si ese poder todavía no protege a personas como Musk de ser abucheadas en público.

Pero ¿cómo es posible esto?

En realidad, no es una sorpresa que el progreso tecnológico y el creciente producto interno bruto no hayan creado una sociedad feliz e igualitaria. Desde que tengo memoria, tanto el análisis serio como la cultura popular han generado visiones pesimistas del futuro. Pero los críticos sociales, como John Kenneth Galbraith, y los escritores especulativos, como William Gibson, generalmente imaginaban distopías corporativistas que suprimían la individualidad, no sociedades dominadas por plutócratas ególatras y susceptibles que exhibían sus inseguridades a la vista del público.

Entonces, ¿qué sucedió?

Sin duda, parte de la respuesta es la gran concentración de la riqueza entre los más ricos. Antes del fiasco con Twitter, ya muchas personas comparaban a Elon Musk con Howard Hughes en el declive de sus últimos años. Sin embargo, la riqueza de Hughes, incluso calculada en dólares actuales, es trivial en comparación con la de Musk, aun tras la reciente caída de las acciones de Tesla. En términos más generales, los mejores cálculos disponibles afirman que la proporción de la riqueza total en manos del 0,00001 por ciento más rico hoy en día se ha multiplicado casi 10 veces con respecto a hace cuatro décadas. Además, es indudable que la inmensa riqueza de la superélite moderna ha generado mucho poder, incluido el poder de actuar como un niño malcriado.

Más allá de eso, muchos de los supermillonarios, que como clase solían ser en su mayoría reservados, ahora se han vuelto celebridades. El arquetipo del innovador que se enriquece mientras cambia el mundo no es nuevo; se remonta al menos hasta Thomas Edison. Pero las grandes fortunas construidas en el sector de la tecnología de la información convirtieron este relato en un culto en toda regla, repleto de tipos aspirantes a Steve Jobs o parecidos a él.

Sin duda, el culto al genio emprendedor ha jugado un papel importante en la debacle gradual de las criptomonedas. Sam Bankman-Fried de FTX no estaba vendiendo un producto real, ni tampoco se sabe que lo estén haciendo sus antiguos competidores que todavía no se han declarado en bancarrota: después de todo este tiempo, a nadie se le ha ocurrido un uso significativo en el mundo real para las criptomonedas que no sea lavado de dinero. Más bien, lo que Bankman-Fried vendía era una imagen: la del visionario con cabello desprolijo y vestimenta desaliñada que entiende el futuro como la gente normal no puede hacerlo.

Musk no está exactamente en la misma categoría. Sus compañías producen automóviles que en verdad se desplazan y cohetes que en verdad viajan. Pero las ventas y en especial el valor de mercado de sus empresas dependen, al menos en parte, de la fuerza de su marca personal, a la cual parece que no puede dejar de destrozar cada día.

Al final, Musk y Bankman-Fried podrían terminar haciendo un gran servicio público al empañar el mito del genio emprendedor, que tanto daño ha hecho. Pero, por ahora, las gracias de Musk en Twitter están degradando lo que se había convertido en un recurso útil, un lugar al que algunos de nosotros acudíamos para obtener información de personas que realmente sabían de lo que estaban hablando. Y parece cada vez más improbable que esta historia vaya a tener un final feliz.

¡Ah!, y si esta columna hace que me suspendan de Twitter —o si el sitio simplemente muere por la mala gestión—, pueden seguir en Mastodon algunas de las cosas en las que pienso, al igual que las opiniones de un número cada vez mayor de refugiados de Twitter.

Paul Krugman ha sido columnista de Opinión desde 2000 y también es profesor distinguido en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica. @PaulKrugman

https://www.nytimes.com/es/2022/12/22/espanol/opinion/elon-musk-twitter-sam-bankman-ftx.html