El debate constituyente sensu stricto empezó el 5 de mayo de 1978 en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados. En dicho día se hizo la primera y única evaluación a lo largo de todo el iter constituyente de la Constitución en su conjunto y de su lugar en la historia constitucional española. Y en dicha evaluación hubo un acuerdo unánime en que el reconocimiento del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones” y la compatibilidad de su ejercicio con el principio de unidad política del Estado sería la cuestión decisiva en la que se decidiría el éxito o el fracaso del texto constitucional. Sin resolver este problema la democracia española no podría operar establemente.
Hubo también un acuerdo prácticamente unánime acerca de la incorporación del artículo 155 como “traducción casi literal de un precepto de la Constitución alemana”, con la finalidad de “solucionar casos hipotéticos que nadie desea que se produzcan y que probablemente no se producirán” (Pérez Llorca). De la misma manera que en Alemania no se ha hecho uso nunca del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, en España se daba por supuesto que ocurriría lo mismo. De ahí que no hubiera prácticamente debate acerca del artículo 155. Implícitamente, el constituyente reconocía que la aplicación, en su caso, del artículo 155 supondría una quiebra en la “Constitución Territorial”, que evidenciaría el fracaso de la Constitución.
Esta es la situación en que nos encontramos. La aplicación del artículo 155 de la Constitución en sí misma y muy especialmente de la forma en que se hizo, delegando la gestión de la Constitución territorial en la fiscalía general del Estado, la Audiencia Nacional, la Sala Segunda del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con la composición que en ese momento tenían cada uno de estos órganos, ha dejado fuera de la misma al nacionalismo catalán de manera directa y al nacionalismo vasco de manera indirecta. Formalmente la Constitución sigue intacta, pero materialmente no garantiza que la sociedad española pueda tener confianza en que puede hacer una síntesis política de sí misma que le permita autogobernarse.
Y es así porque los nacionalismos vasco y catalán únicamente pueden operar en el sistema político español mediante la negociación política con los partidos de ámbito estatal. Y en el momento en que la gestión de la Constitución territorial se desplaza al Poder Judicial, la negociación política se hace imposible. La ejecutoria de la presidencia de Mariano Rajoy es la mejor prueba de ello. A pesar de que dispuso de una mayoría absoluta y del control de casi todas las Comunidades Autónomas y capitales de provincia y de que en las elecciones catalanas de otoño de 2010 CiU obtuvo 62 escaños, que le permitieron gobernar en solitario, no hubo el más mínimo intento por parte del Gobierno de la Nación de negociar una salida a la situación que se había generado a raíz de la STC 31/2010 sobre la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya. El resultado fue el que fue: el 155 como punto de llegada.
Esa misma ejecutoria de Mariano Rajoy en el Gobierno es la que han seguido Pablo Casado y Alberto Núñez Feijóo, acompañados de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, de las asociaciones de jueces y fiscales y de muy buena parte de los miembros de los altos cuerpos de la Administración del Estado. Evitar cualquier tipo de negociación con los nacionalismos catalán y vasco con la amenaza constante de acudir a los tribunales.
El nacionalismo vasco es siempre mayoritario en todas las elecciones que tienen lugar en la Comunidad Autónoma. El nacionalismo catalán suele serlo en las elecciones autonómicas, aunque no en las generales y municipales. Ninguno de ellos tiene fuerza suficiente para constituir un Estado independiente, pero sí la tienen para impedir que el Estado español pueda gobernarse democráticamente sin su concurso de manera indefinida. Por eso, mientras el Estado español no estuvo constituido democráticamente, es decir, antes de la Segunda República, el sistema político español podía operar sin el concurso activo de los nacionalismos catalán y vasco, aunque cada vez con más dificultad en la segunda mitad de la Primera Restauración. En todo caso, desde que España no puede no estar constituida democráticamente, ya no es posible. O se impone una dictadura militar o no es posible. Y dado que una dictadura militar no puede contemplarse como posibilidad en este momento, no queda otra alternativa que contar con los nacionalismos para que el país pueda ser gobernado.
De esto fueron plenamente conscientes los constituyentes de 1978. De ahí la doble exigencia de que ninguna “nacionalidad” pudiera imponerle al Estado un Estatuto de Autonomía con el que éste no estuviera de acuerdo, ni de que el Estado pudiera imponerle a la “nacionalidad” un Estatuto que no estuviera refrendado por los destinatarios del mismo. Los ciudadanos en referéndum tenían la última palabra sobre la norma a través de la cual ejercerían su derecho a la autonomía. Negociación entre el Parlamento de la Nacionalidad y las Cortes Generales más referéndum era la fórmula de la integración de la “nacionalidad” en el Estado. Este fue el “invento” del constituyente del 78. A dicho invento puso fin el Tribunal Constitucional primero y la aplicación del artículo 155 después.
Desde entonces España opera con base en una Constitución desordenada, que se mantiene por inercia, pero que cada vez cuenta con menos aceptación. Y en la que cada vez resulta más difícil ver alguna salida de futuro.
Javier Pérez Royo,
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