El sistema universitario español está entre los 11 primeros del mundo en publicaciones científicas. Pero, lamentablemente, se está comenzando a cumplir algo sobre lo que desde las propias universidades se lleva tiempo avisando: su riesgo de caída en alguno de los ránquines globales. La parte optimista es que ese descenso se reduce a la pérdida este año tan solo de dos universidades en el top 500 y top 1000 del conocido ranking de Shanghái (ARWU, por sus siglas en inglés). Una situación que, por cierto, está ocurriendo en muchos países occidentales que ven relegadas a sus universidades en estas clasificaciones internacionales por la incorporación de un creciente número de universidades chinas, cada vez mejor dotadas financieramente.
La pesimista es que, de no cambiar pronto nuestro marco presupuestario y regulatorio, la salida de centros españoles continuará irremediablemente y repercutirá negativamente en nuestra reputación a nivel internacional. De hecho, ya es sorprendente que, con un gasto público en educación universitaria en porcentaje de PIB del orden de un 32% menor que la media de países de la UE (según datos de Eurostat de 2019), hayamos logrado en los últimos años situar entre 10 y 12 universidades públicas en el top 500 mundial, y hasta 40 el pasado año en el top 1000 (si incluimos la única privada que aparece en él).
Basándonos en el ARWU, ninguna de nuestras universidades se puede calificar en términos globales de calidad sobresaliente (top 100), si bien sí merecen ser reconocidas internacionalmente como de notable calidad (top 500) o de calidad internacional reconocida (top 1000). Y en este punto conviene recordar, una vez más, que en el mundo hay unas 20.000 universidades.
Por más que algunas voces se empeñen en lo contrario, la universidad pública española presenta en su desempeño, en atención a los recursos con los que cuenta, unos resultados más que dignos. En realidad, y pese al descenso, el sistema universitario español es tremendamente eficiente. Y si no somos más eficaces –que no eficientes– es por las rigideces que el actual marco regulatorio introduce en el desempeño de nuestras actividades, acentuadas por la escasez de financiación.
Mientras que en muchos países de nuestro entorno la respuesta a la primera gran crisis del presente siglo fue aumentar la dotación presupuestaria a sus universidades y dotarlas de un mayor margen de maniobra en su regulación, España redujo su financiación incluso más que la caída del PIB. Es posible que esa desafortunada decisión explique por qué hemos sido de los últimos países en superar esa quiebra económica.
La Universidad española está desde hace una década insuficientemente financiada y, claramente, por debajo de la mayoría de la de los países de nuestro entorno europeo; así lo ha señalado recientemente el Observatorio sobre Financiación Universitaria de la European University Association (EUA). En este contexto, resulta muy difícil poder abordar adecuadamente los retos a los que debemos dar respuesta. Para tratar de paliar la situación, la propia Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) refleja explícitamente la voluntad de alcanzar en gasto público en la universidad pública, al menos, el 1% del PIB del conjunto del país. Por desgracia, lo hace sin detallar bien ni el cómo ni el cuándo.
Por otro lado, es una realidad incuestionable que nuestra universidad pública está muy envejecida como consecuencia de las severas limitaciones a la contratación durante los últimos años, que ha minorado la deseada y necesaria incorporación de profesorado joven y solo ha facilitado una oferta de plazas –digámoslo claramente– que, además de reducida, es muy poco atractiva por sus débiles condiciones retributivas y de expectativas de estabilidad y progreso en la carrera académica.
12.500 docentes investigadores de la universidad públicay un buen número de investigadores del CSIC se jubilarán durante la próxima década. Nuestras universidades no han dispuesto de las herramientas para seguir la dinámica de otros sistemas universitarios europeos y de los países más avanzados, que han contado con muchos más medios y un marco favorable para atraer, captar y retener talento, tanto joven como sénior. Basta ver las condiciones de las ofertas de contratación que hacen algunas de las universidades de nuestro entorno, en cuyos campus conviven jóvenes doctorandos y doctores –con claras expectativas de incorporación en condiciones muy dignas– y, a su vez, profesorado veterano que prorroga voluntariamente su vida laboral bastante por encima de la edad habitual de jubilación académica (algunos años más por encima de los setenta). El único condicionante es que su desempeño académico (docente, investigador o de transferencia) continúe siendo valioso para la institución.
Nada menos que 12.500 docentes investigadores de la universidad pública española y un buen número de investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) se jubilarán durante la próxima década. Y entre ellos se encuentran buena parte de los que desarrollan una importante producción científica y actividades de transferencia que vienen contribuyendo –junto al conjunto de sus compañeros y compañeras de las comunidades universitarias– a sostener una posición digna de nuestras universidades en los ránquines internacionales.
Si queremos frenar la curva descendente que hemos iniciado es el momento de considerar la posible ampliación voluntaria de la edad de jubilación, que vienen demandando algunos de estos profesores y profesoras, e investigadores e investigadoras (entre ellos varios premios nacionales, investigadores altamente citados, y ex rectores), hasta al menos los 72 años (edad a la que, por cierto, ya pueden actualmente optar otros colectivos, como magistrados, jueces, notarios o registradores). Con más razón, si cabe, cuando lo que se propone es que el ahorro de clases pasivas que supondría la prórroga por la ampliación en la edad de jubilación se revierta en la incorporación de jóvenes, manteniendo durante un par de años más las aportaciones académicas de los sénior, que se sumarían a las de los jóvenes que se fuesen incorporando.
Se necesita un compromiso real con la mejora de la financiación de las universidades Un reciente informe del BBVA Research señala que apostar por el talento sénior y crear sinergias con los jóvenes contribuye a una mayor productividad y crecimiento económico en beneficio de todos y, no olvidemos, que en España ya hay una tasa de actividad de la población de entre 65-69 años que está del orden de 19 puntos por debajo de la media de la de la OCDE. Tengámoslo muy en cuenta.
En el momento actual, es evidente que se necesita un compromiso real con la mejora de la financiación de las universidades. Con los recursos adecuados, y siempre con una buena rendición de cuentas, podríamos mejorar nuestro sistema de becas y ayudas al estudio para, así, preservar la igualdad de oportunidades; también frenaríamos la pérdida de talento externo y retendríamos el propio, que lo hay, y muy bueno, en nuestros campus.
Revertir el riesgo de pérdida de relevancia internacional de nuestras universidades y, sobre todo, lograr que estas sean cada vez mejores en su servicio a la sociedad, solo tiene un camino que es apostar por el que ha sido el principal motor de desarrollo social, económico y tecnológico de Occidente en los últimos años: la Universidad.
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