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jueves, 18 de mayo de 2023

Entrevista a Yayo Herrero «El ecologismo puede trabajar perfectamente con el sindicalismo»

Hablar con Yayo Herrero, una de las intelectuales más respetadas mundialmente en materia de ecofeminismo y ecosocialismo, es difícil. Y lo es no debido a que no sea buena conversadora; al contrario, más bien ocurre que todo el mundo quiere dialogar con ella, y encontrar hueco para sentarnos tranquilamente, debatir y acompañarnos se torna una odisea, especialmente ahora que anda presentando su nuevo libro, Toma de tierra (Caniche, 2023).

Sin embargo, donde hay voluntad el tiempo aparece y, después de múltiples viajes, me recibe alegre, dispuesta a aclarar ideas sobre un problema tan grave como la crisis climática, para la que su obra teórica, activista, y su trabajo de campo guardan múltiples soluciones. Yayo Herrero no necesita presentaciones, pero diremos que es ingeniera, antropóloga, educadora social, ha realizado estudios de postgrado en medio ambiente, educación y globalización, y de sus manos han salido más de dos docenas de libros –entre individuales y colectivos–, múltiples artículos y una labor envidiable en lugares como Ecologistas en Acción o la fundación FUHEM. Como su trabajo es inabarcable en una entrevista, aquí nos centramos en Toma de tierra.

Tengo que decir que me ha gustado mucho el libro, Yayo. Me parece una buena síntesis de tu pensamiento, casi una guía. ¿Por qué este proyecto ahora? ¿De dónde surge?

Antes de este libro, de cosas actuales tenía Ausencias y Extravíos (CTXT, 2021) y luego uno que acabo de terminar, Educar para la sostenibilidad de la vida (Octaedro, 2022), pero tenía pendiente tratar de condensar ideas, y este proyecto me ayudó un montón. El libro surge de una propuesta de Caniche, la editorial, que viene de la mano de Brenda Chávez, una persona a la que admiro y tengo muchísimo cariño. Ella me llamó para sugerirme la posibilidad de un libro de ecofeminismo, pero yo les dije que no me podía poner a hacer un libro entero ahora, y entonces me plantearon que propusiera artículos publicados en lugares de poca difusión, porque ya sabes que muchas veces las revistas académicas, aunque sean de “alto impacto», realmente llegan a muy poquita gente. Lo que hice fue recoger un montón de textos, y Brenda actuó como editora. Es decir, lo que ha hecho es leerlos, hacerme propuestas de quitar cosas… como una tarea de limpieza, y dejar un compendio de aterrizajes de miradas ecofeministas con la intención de que, sobre todo, tengan interés. Yo me lo planteaba no solamente para las personas que manejan estos temas de manera más intelectual o académica, sino para los propios activismos. Y ahora ha sido el momento en el que ha surgido.

Me fascinó el concepto “desnivel prometeico”, que tomas de Günther Anders. Cito la definición: “La distancia que existe entre las acciones de las personas y sus consecuencias monstruosas en un marco absolutamente tecnologizado y presidido por una economía que piensa sólo en términos contables”. Por ejemplo: el piloto que arrojó la primera bomba atómica no se sentía responsable del daño causado. En este sentido, me planteo la disociación que existe entre la gran preocupación social que las encuestas aseguran que hay sobre el cambio climático, y la poca acción al respecto. ¿No vivimos en una suerte de “desnivel prometeico” todo el rato?

Ese es un concepto de su obra La obsolescencia del odio (Pre-Textos, 2019) y a mí me parece tremendamente importante, porque podríamos decir que la historia del desarrollo, del progreso en Occidente, ha sido la historia del alejamiento del lugar donde se actúa y los lugares donde se sufren los efectos; o una distancia enorme entre esa trivialidad de los actos y sus consecuencias monstruosas, y lo que tú estás señalando, en cierto modo, son también consecuencias de esos desniveles prometeicos.

Creo que la tecnología –entre otras cosas– ha hecho que seamos capaces con esos actos triviales de actuar muy lejos, y tener una conducta moral se basa en la capacidad de anticipar las consecuencias de tus actos. Cuando esas consecuencias son muy lejanas y no las vemos, digamos que la posibilidad de tener conductas morales se dificulta tremendamente. Yo no soy capaz de anticipar qué riesgo puede comportar un determinado acto que cometo, y eso obliga a repensar la moral en tiempos en los que aceptar una compra por Internet, o hacer clic y lanzar una cadena de mensajes electrónicos (que parece que son inmateriales), pues esconden sus efectos…

Ahí hay un problema grande. Tiene también relación con lo que Marx llamaba “el fetichismo de la mercancía”, es decir, la desconexión entre aquello que compramos y las relaciones sociales y naturales que lleva dentro lo que compramos. Lo que ocurre es que, en lugar de relacionarnos entre personas para gestionar las cosas, nos relacionamos directamente con las cosas, sólo a través del dinero, y eso elimina todo el marco de relaciones. Yo creo que, efectivamente, ahí hay una parte importante de las dificultades que tenemos para actuar, ¿no? La dificultad de anticipar esas consecuencias.

Vivimos en un delirio de inmortalidad, dices en tu libro, y esto está relacionado con la crisis climática. Me pregunto si podemos recuperar algún tipo de espiritualidad (religiosa o no) que nos conecte con la mortalidad, con la naturaleza a la que ahora consideramos una exterioridad, con los demás seres vivos… Creo que hay una especie de pecado original en la cultura occidental. Podríamos hablar del momento en que comienza a nacer un pensamiento dual que separa la naturaleza de la cultura, y entendiendo también como naturaleza los cuerpos vulnerables, necesitados, mortales, en los que transcurre la vida humana. A partir de esa ruptura surge un delirio, una fantasía de individualidad y una especie de lo que he llamado (y no sólo yo) “lógica antropológica extraterrestre”, como si los seres humanos flotáramos por fuera y por encima de la naturaleza y nos relacionáramos con ella desde la exterioridad, desde la superioridad y la instrumentalidad.

Yo soy una persona poco religiosa, no soy creyente, pero tengo claro que una parte importante de las transformaciones que necesitamos pasa por adquirir otro sentido vital diferente. Yo lo llamo “la sensación de pertenencia a la trama de la vida”, que es una forma de convertirnos en seres transcendentes, sólo que ya no es una transcendencia individual… saltando por encima de nuestra mortalidad, o intentando saltar por encima de los límites físicos de la Tierra, o por encima de las relaciones de interdependencia que tenemos con otros seres humanos, sino que transcendemos en el momento en el que sabemos que, al morir nuestro cuerpo, nuestras partículas van a terminar siendo árbol, planta, pluma, tierra, o acabarán en el fondo del mar. No sé si a eso le llamaría espiritualidad, pero, desde luego, para mí esa conciencia de pertenencia a la trama de la vida otorga sentido vital y, al menos a mí, me permite mirar la muerte de forma distinta. Es una creencia a la vez material y no material, intangible. Me parece que adquirir esa identidad terrícola es un paso necesario para poder reinsertar nuestra especie dentro de la trama de la vida. La tienen otras culturas, la ha tenido la nuestra antes de esa brutal separación, y creo que es imprescindible.

Varias veces hablas de la necesidad de “seguridad”, pero dices que este concepto se ha asociado a “la defensa nacional, el blindaje de fronteras o la criminalización de quienes son diferentes”. ¿Qué es la seguridad desde el punto de vista ecofeminista? ¿Por qué es necesaria en una época en que proliferan los discursos belicistas?

Yo creo que una vida segura es aquella que se puede vivir sin tener miedo a saber si se va a poder comer, si se va a poder mantener la vivienda, sin tener miedo a la soledad no deseada, o al sufrimiento de las personas que quieres, ¿no? Sin tener miedo a respirar para no enfermar, a comer alimentos que te pueden envenenar. Por tanto, yo llamaría seguridad al proceso que permite garantizar condiciones básicas de la existencia para todas las personas desde la conciencia de que vivimos en un entorno translimitado y en pleno cambio climático. Es decir, que vivimos en un momento de inevitable contracción material, en medio de un cambio climático –como señala el último informe del IPCC– cada vez más desbocado, y en ese marco hemos de conseguir que todas las vidas puedan aspirar a ser vidas buenas.

Para mí la seguridad es eso. ¿Qué es lo que sucede? Pues que, en este momento, la seguridad es básicamente el blindaje de las élites. Un blindaje que es político, económico, y también militar. Y se llama seguridad a procesos que tienen que ver con pagar e invertir cantidades ingentes de dinero para estar armados hasta los dientes y defendernos de amenazas reales o supuestas. Por eso a mí me horroriza que, cuando vemos lo que está pasando en las fronteras, lo que se haga para justificar esa atrocidad, ese asesinato, sea apelar a la seguridad.

En lugar de tratar a las personas más desposeídas, precarizadas y expulsadas, a las personas que son literalmente saqueadas, ellas y sus territorios, desde una perspectiva ética y política, lo que se hace es convertirles en una amenaza y entonces hacer un abordaje de la emigración o de la pobreza como si fuera un problema securitario. Creo que ese enfoque de la seguridad es un enfoque terrible y que lo que hace es naturalizar todo un marco de privilegios. Utilizando la palabra privilegio en su sentido semántico del diccionario: un privilegio es lo que alguien tiene porque otros no lo tienen. El privilegio es lo que tú tienes precisamente porque has arrebatado la posibilidad de que otros lo tengan.

Planteas reformular el derecho, desde los Derechos Humanos al derecho internacional (ampliar el asilo) o incluso la Constitución. Sobre esta última, argumentas una noción del territorio como tejido vivo (no un decorado), en conexión con otros, y hecho de relaciones sociales y vínculos. Me ha llamado la atención porque este debate no está (creo) sobre ninguna mesa, o al menos es minoritario.

Nosotras en Ecologistas en Acción hicimos el ejercicio de leer decenas de constituciones de países para ver cómo abordaban cuestiones básicas, como los más estrictos derechos humanos, los derechos de la naturaleza, los derechos colectivos… ver qué tipo de tratamiento les daban. Y nos encontramos con que variaba. Había constituciones que despuntaban por la incorporación de las condiciones de ser seres ecodependientes e interdependientes, pero la mayor parte no eran conscientes de esto. ¿Por qué nos parecía importante mirar esto? Porque, al fin y al cabo, el derecho se ha convertido en aquello que permite regular y organizar la vida. Las constituciones son documentos que tienen los países para organizar la vida en común. Es verdad que luego muchos de esos textos constitucionales quedan en papel mojado. Por ejemplo: la Constitución española recoge como principio orientador el derecho a la vivienda mientras que aterriza de una forma muy concreta el derecho a la propiedad. Ambos son derechos constitucionales, pero tienen una calidad o una prioridad radicalmente diferente.

Desde mi punto de vista, el derecho, como la educación o la forma de entender la sanidad, es el resultado de correlaciones de fuerzas. Yo no conozco ningún país que, en su función de control y de coerción, haya regalado derechos que protegieran la vida de las personas. Nunca. Cualquier derecho ha sido siempre el resultado de un proceso de lucha y de organización sociales que a veces han conseguido ganar… Por eso tenemos sanidad pública, educación, que no son perfectas, pero no hay que olvidar que han sido victorias del esfuerzo colectivo. Sucede que, cuando esa correlación de fuerzas no opera, el derecho, lejos de ser un instrumento que protege la vulnerabilidad, se transforma en todo lo contrario, en instrumento para la coerción, como es el caso de la Ley Mordaza, o en instrumento que sirve para blindar el saqueo, como es el caso de toda la arquitectura de la impunidad, que es económica y jurídica, y que blinda los privilegios de las multinacionales, por ejemplo, en los tratados de libre comercio. Es por eso que me parece muy importante que la organización social y aquellas personas que están gobernando las instituciones y que tienen una vocación de servicio público hagan hincapié en el tema del derecho.

El movimiento ecologista ha tratado de transformarlo todo, pero a la vez ha puesto mucho énfasis y se ha peleado por modificar pequeños artículos en leyes, que se han modificado por introducir otras nuevas, porque el derecho, al final, incluso cuando no es respetado, sigue otorgando la posibilidad de que haya gente que se organice alrededor de la reivindicación de algo que es legítimo. Igual que, cuando el derecho se transforma en injusto, es lo que te coloca en la disposición de desobedecer algo que, siendo legal, desde el punto de vista de la justicia, de la ecodependencia y la interdependencia, no es legítimo.

En relación con la anterior pregunta: ¿deberíamos resignificar o reapropiarnos de los conceptos de patria y familia? Teniendo en cuenta esas relaciones de eco e interdependencia. Hay sectores que abogan por no regalárselos a la derecha.

Yo nunca he necesitado para nada la noción de patria. Tengo un tremendo amor por el territorio en el que vivo y por la gente que lo habita, que son mis vecinos y vecinas, tanto cuando vivía en Madrid como ahora que vivo en Cantabria. En general, tengo un tremendo amor por esa gran Tierra y esa trama de la vida que nos acoge, pero no he necesitado nunca vincularme a un concepto de patria que recoja una delimitación perfecta de un territorio y que sirva para marcar quienes están dentro y quienes están fuera. Yo sé que hay gente que está tratando de resignificarlo porque creen que es un concepto que no se le debe dejar solamente a aquellas personas que tienen visiones autoritarias o excluyentes, pero yo no lo sé resignificar y las resignificaciones que he escuchado me han resultado huecas y no creo que hayan llegado a calar prácticamente en casi nadie.

Y la idea de familia… más que retocar o reivindicar la familia, creo que es importante atender a los análisis feministas que se han hecho. La familia ha constituido la gran corporación del patriarcado, y la familia, de la que resaltamos nociones de amor, altruismo o generosidad, muchas veces cumple una función de socialización básica, pero no sobre relaciones de altruismo, sino de miedo, de imposición, especialmente sobre las mujeres, pero también sobre esos sujetos que no correspondían a las sexualidades normativas, o al rol que la familia asignaba. Creo que hay muchísimas personas que están tratando la resignificación de esa idea de familia, en maternidades diferentes, basadas en relaciones de una naturaleza distinta.

En mi experiencia, la familia es un entorno en el que he obtenido mucha seguridad de la buena, pero conozco muchas familias y espacios donde también el sentimiento de culpabilidad por no hacer lo que se espera es brutal, y se transforman en lugares tremendamente duros y hostiles para mucha gente. Por tanto, creo que todas esas relaciones de filiación tienen que ser muy revisadas y, de hecho, el feminismo lo hace de una forma intensa. No nos olvidemos de que incluso el neoliberalismo, que supuestamente destaca la individualidad por encima de todo, lo hace en la forma de estar el individuo en el espacio público, pero no reivindica esa individualidad con respecto a los espacios de reproducción social, y apela constantemente a los valores de la familia precisamente para eximirse de las obligaciones y la responsabilidad que las comunidades y las sociedades tienen contraídas con cada uno de los sujetos que forman parte de ellas.

Hablas del trabajo como “potencia del ser”. No pides su abolición, como Giuseppe Rensi; o te centras en el daño emocional que causa, como Simone Weil. Sí que denuncias una suerte de “vivisección” del trabajo, alienante y separado del resto de la vida social. Éste es un debate importante, porque además sabemos que muchos trabajos van a desaparecer por motivos climáticos; un caso: ya no se puede pescar tanto. ¿Qué trabajos se deberían desempeñar según un criterio estricto de sostenibilidad? Y, siguiendo el razonamiento de tu libro, ¿qué conflictos puede haber con el sindicalismo? Por ejemplo, cuando ciertos trabajadores denuncian despidos de empleos insostenibles.

Cuando yo hablo del trabajo y digo que es la potencia del ser, cosa que, por cierto, retomo de una gran amiga, Laura Mora, profesora de Derecho Laboral en la Universidad de Castilla-La Mancha, no me estoy refiriendo al empleo, al trabajo alienado y asalariado, sino a la enorme cantidad de tareas que hay que hacer para que la vida se sostenga. La vida humana… hay que trabajar para sostenerla, tienes que interactuar con los bienes fondo de la naturaleza para producir todo aquello que hace falta. Los bienes de la naturaleza no son asimilables y aprovechables de forma directa por los seres humanos. No comemos ciclo del agua, ni nos movemos con el petróleo metido debajo de la tierra o movemos un coche poniéndolo al sol, sino que hay que hacer muchas cosas para que esos bienes fondo de la naturaleza se traduzcan en servicios, en bienes, en productos que sirvan para satisfacer la vida humana. Además, hace falta una enorme cantidad de tareas y de tiempo y dedicación para que una criatura recién nacida sobreviva sus primeros años de vida, para que la gente mayor que no puede vivir sola sobreviva, a eso me refiero: no se puede no trabajar. Si no se sostiene, la vida no es posible.

Por lo tanto los trabajos que precisamos son los que hemos denominado “socialmente necesarios”; es decir, trabajos que sirven para sostener las vidas: producción de alimentos que no envenenen ni a la tierra ni a los cuerpos; cierta producción de bienes en la industria, de forma que el cierre de ciclos y esa economía espiral de la que habla Alicia Valero sea posible; o trabajos relacionados con el cuidado; o con una movilidad y un transporte que tiene que ser mucho menor, a ser posible no mecanizado y, cuando sea mecanizado, electrificado, público y colectivo. Esto es, hablamos fundamentalmente de trabajos que sirven para producir cosas que satisfacen necesidades, y con criterios del menor consumo de materiales posible, y de la mayor justicia y escalabilidad a todas las personas. Parte de esos trabajos se hace en el mercado y otra parte se hace en los hogares. Y ese trabajo que se hace en los hogares no es denominado trabajo, por eso yo reivindico que eso se llame trabajo, que el trabajo no es sólo el empleo.

Hay empleos, por el contrario, que no solamente no son socialmente necesarios, sino que son socialmente indeseables, porque destruyen la naturaleza; o consumen bienes finitos que precisamos para lograr transiciones que sean justas y alcancen a los 8.000 millones de personas que somos en este planeta; o son trabajos que explotan; o que crecen a partir del deterioro, o sea, que son trabajos de resolver los propios desastres que organiza el modelo.

Ahí creo que el ecologismo puede trabajar perfectamente con el sindicalismo; ya lo está haciendo, de hecho. Hay algunos sindicatos, como CGT, o la mayoría sindical vasca, que desde hace tiempo vienen dialogando con el ecologismo. Y ahí hay una cosa clave, que es lo que tú decías: hay sectores que se van a contraer, y tienen el riesgo de desaparecer, no porque se hayan puesto en marcha políticas ecologistas, sino porque la propia bulimia y extralimitación del sistema hacen imposible que se sostengan a la escala que hemos tenido. Hablamos del turismo de masas, de la automoción, de una parte importante de la industria… Como ecologista que además ha sido sindicalista creo que la mayor responsabilidad que tenemos en estos momentos es anticipar esas situaciones precisamente para proteger a todas las personas que trabajan en esos sectores. Y partiendo de un criterio básico: que no es lo mismo proteger sectores, que proteger personas. El objetivo es proteger personas.

lunes, 17 de abril de 2023

Reseña del último libro de Yayo Herrero, Educar para la sostenibilidad de la vida. Una mirada ecofeminista a la educación.

Una educación ecofeminista que ponga en el centro la vida es urgente y necesario.

Qué es lo que, en última instancia, y desde el principio, necesitamos los seres humanos para estar vivos? Los dispositivos electrónicos, las redes sociales virtuales y nuestra adicción a ellas, el consumismo o la excesiva acumulación de capital son necesidades ficticias o secundarias que el sistema capitalista nos ha creado. En cambio, preguntamos aquí por la condición indispensable para que surja y se desarrolle la vida y, por consiguiente, en tanto que seres vivos, los humanos.

Yayo Herrero, antropóloga, ingeniera técnica, educadora social, profesora, investigadora y activista ecofeminista española, nos recuerda nuestra entera dependencia de la naturaleza y de nuestras interrelaciones sociales en su libro Educar para la sostenibilidad de la vida. Una mirada ecofeminista a la educación. En él, la autora reivindica la necesidad y urgencia, dentro de la actual situación de crisis ecológica y social, de una educación ecofeminista que ponga en el centro la vida, y en la cual los individuos se reconozcan como seres vulnerables, interdependientes y ecodependientes.

Ante el escenario de emergencia planetaria, donde la vida está en peligro: pérdida de biodiversidad, alteración de los ecosistemas, deforestación, cambio climático, acidificación de océanos, escasez de recursos, etc., Yayo nos invita a repensar nuestro sistema económico, político-social y cultural para sustituirlo por otro viable que, por el contrario, proteja y sostenga la vida. Poner a esta en el centro, por tanto, “significa comprometerse con la satisfacción de las necesidades de todas las personas y con el cuidado de todas las formas de vida en un planeta translimitado, parcialmente agotado y en proceso de cambio” (p. 34). Para que esto sea posible, la autora propone la introducción de la conciencia ecofeminista en la educación formal, con dos retos principales por delante: acabar con el analfabetismo ecológico y lograr una pedagogía basada en la ética del cuidado.

Todas las vertientes y versiones del movimiento ecofeminista tienen en común la crítica a la lógica tradicional e imperante en nuestras sociedades de dominación y explotación tanto hacia la naturaleza, contrapuesta a la cultura y a la razón por occidente, como hacia las mujeres, subordinadas a los hombres en el sistema patriarcal. Todas ellas denuncian la mercantilización de la naturaleza y de los cuerpos considerados menos valiosos. El ecofeminismo entiende, además, que esta lógica violenta es transversal a las diferentes formas de dominación que existen, tales como el machismo, el racismo, el clasismo y el especismo.

Yayo Herrero remite al mecanicismo propio de la modernidad, el cual consideraba la naturaleza como una máquina perfecta y predecible, para comprender la legitimación y normalización de su manipulación y explotación en tanto que objeto a conquistar y someter, al servicio del progreso. La racionalidad instrumental de occidente ha derivado en una cultura antropocéntrica y androcéntrica, donde unas vidas y unos cuerpos valen más que otros o donde el valor de algunos se vuelve monetario. No obstante, a pesar de que en el siglo XX la ciencia descubriera y evidenciara que la naturaleza no es realmente un mecanismo sujeto a leyes deterministas, sino más bien un sistema complejo y vivo, existe aún un desfase entre este paradigma y nuestro sistema político, económico y social. Además, habitamos, o más bien expoliamos, el planeta como si este no tuviera límites biofísicos y sus recursos fueran inagotables. Si dependemos de la naturaleza y esta tiene límites, entonces no podremos crecer exponencialmente tal y como pretende el sistema capitalista extractivista.

Esta desatención y descuido de nuestro único hogar tiene que ver con la invisibilización de la reproducción de la vida en favor de la obsesión por la producción económica. Aquella, sin embargo, es la condición sine qua non para que se pueda dar la segunda: la producción y el cuidado de la vida, escribe Yayo, “no se realiza en la fábrica o en la oficina; se realiza en la naturaleza y a partir de los trabajos cíclicos que garantizan las condiciones de existencia y que son realizados sobre todo por mujeres” (p. 82). La autora denuncia, junto con las críticas ecofeministas, que, tradicionalmente, la división del trabajo del sistema patriarcal ha impuesto y reservado exclusivamente a las mujeres la atención y el cuidado de la vida y de los cuerpos vulnerables.

Yayo Herrero sugiere en este libro la inaplazable revisión de las fantasías del capitalismo y del antropocentrismo insostenibles que nos están llevando al colapso ecosocial para crear, desde una perspectiva ecofeminista, una cultura de la no violencia y del no dominio. Para ello, la educación debe empezar a cuestionarse la cosmovisión a la que ella misma contribuye, y deconstruirse y reconstruirse para velar por la sostenibilidad de la vida, haciendo hincapié en nuestra dependencia tanto del medio natural como de las relaciones interpersonales. En este punto, Yayo arroja luz y esperanza con una propuesta educativa ecofeminista que tenga como pilares la alfabetización ecológica, por un lado, y el reconocimiento y valorización del cuidado de sí, de las demás y del planeta en su conjunto, por otro. En palabras de la autora: “Una educación que incorpore la mirada ecofeminista puede ayudar a recomponer lazos rotos con la tierra y entre las personas. Puede orientar hacia la adquisición de una consciencia «terrícola», de un sentido de pertenencia a esa compleja y sorprendente trama de la vida de la que formamos parte” (p. 35).

Tomar consciencia de nuestra vulnerabilidad, proteger la naturaleza, sabiéndonos ecodependientes, y las relaciones sociales, comprendiendo nuestra interdependencia con el resto de humanos, abogando, por tanto, por una ética del cuidado, forma parte, todo ello, de la tarea y la lucha que competen a la educación hoy en día, más que nunca. Asimismo, en el libro se plantea el deber de la educación formal por incluir la reflexión crítica y el debate sobre las categorías hegemónicas y la ideología capitalista dominante que nos abocan al colapso; del mismo modo, tiene la tarea de contribuir al decrecimiento y al desmantelamiento de la visión cosificadora de la naturaleza y de los seres vivos. En definitiva, todas las áreas de conocimiento “deben ayudar a retejer los vínculos rotos entre las personas y la trama de la vida” (p. 63).

Según Yayo, la dificultad y exigencia con que tiene que enfrentarse la educación para llevar a cabo dicha transición hacia un mundo sostenible pasan por el esfuerzo y el acuerdo de toda la ciudadanía por comprender y querer que tales cambios se produzcan. A juicio de la autora, la educación ha de tener en cuenta tres principios fundamentales: el principio de suficiencia, distinguiendo las necesidades de los caprichos y aprendiendo a vivir con menos en medio de una crisis ecosocial; el principio del reparto, comprendiendo la necesidad de una redistribución justa de la riqueza en un mundo físicamente limitado; y el principio de cuidado, entendiendo la importancia de cuidar del resto de vidas y desfeminizando las tareas asociadas a los cuidados.

En esta obra, de lectura obligatoria en los tiempos que corren, se parte de la idea de que todas las personas tienen el derecho y la obligación de conocer su dependencia de la naturaleza, la red de interrelaciones sociales, así como su responsabilidad para con estas. La educación tiene, por tanto, para Yayo, un compromiso con la protección y el cuidado de la vida en sus distintas manifestaciones, formando sujetos que tienen o tendrán un deber político para crear y conservar modelos de vida sostenibles. Sin embargo, aunque comience, por fin, a haber propuestas y leyes educativas, como la actual LOMLOE, que intentan adecuarse a las demandas que exige su contexto, escribe Yayo, tiene que acompañarse de una materialización real y de un cambio profundo. Entre las pautas educativas que sugiere la autora para tal cometido se encuentra el desarrollo de la introducción de la historia invisibilizada de quienes han mantenido y mantienen la vida en pie, la concienciación de nuestra dependencia ecosocial y de la necesidad de cuidarnos mutuamente, la educación en la cooperación, la enseñanza y aprendizaje de hábitos de vida sostenible, así como el desarrollo de personalidades empáticas con la tierra y con el resto de vidas.

Los centros educativos se encargan, o al menos deberían, del cuidado y cooperación mutuos. De acuerdo con Yayo, “la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación” (p. 95), y es precisamente gracias a la cooperación como se puede salvar y sostener entre todas. Por eso, cuidar el planeta significa cuidarnos a nosotros mismos como especie; aquel podrá sobrevivir a la crisis climática por sí solo, pero nosotros, sin la debida actuación, decrecimiento y revalorización de la vida en su conjunto, no. La mirada de Yayo Herrero acierta, a partir de un análisis preciso e imprescindible, a mostrarnos un posible e inexcusable camino para intentar, al menos, salvar aquello que nos mantiene vivos. Sin duda, cabe agradecer a la autora este gran trabajo en momentos en los que es tan importante repensar nuestras acciones y deberes como los sujetos sociales y ecodependientes que somos.

Fuente: 

viernes, 14 de abril de 2023

"La sociedad occidental se ha construido sobre la peligrosa fantasía de que los seres humanos pueden vivir ajenos a los límites de la naturaleza"


Yayo Herrero

FUENTE DE LA IMAGEN,GENTILEZA HAY FESTIVAL

Pie de foto,

Yayo Herrero es una de las voces más influyentes del ecofeminismo.

¿Cómo se sostiene la vida humana?
Es una pregunta clave para revelar las contradicciones del modelo económico occidental, según Yayo Herrero, antropóloga española y experta en educación ambiental y desarrollo sostenible.

Coautora de una veintena de libros y autora de cinco, Herrero es una de las voces más influyentes del ecofeminismo.

"El modelo económico occidental se ha constituido como si la humanidad estuviera por encima de la naturaleza", afirma.

Y no solo el modelo de crecimiento desconoce que el planeta tiene límites, según la antropóloga.

También se invisibiliza a todo un sector de la población, en su mayoría mujeres, sin cuyas tareas de cuidado no sería viable la vida en nuestros "cuerpos vulnerables y finitos".

Yayo Herrero habló con BBC Mundo sobre qué es el ecofeminismo, cuáles son los peligros de la tecnolatría y por qué urge repensar las ciudades y el modelo económico ante la emergencia climática.

¿Por qué dices que estamos viviendo en un momento de guerra contra la vida?

Decimos que estamos en guerra contra la vida porque sobre todo el ámbito económico, y el político a su servicio, se han constituido muchas veces como si la humanidad estuviera por fuera y encima de la naturaleza.

Es un modelo económico que no conoce límites. Es incapaz de considerar en su racionalidad que el planeta Tierra en el que vivimos tiene límites físicos que ya están traspasados.

Sin embargo, somos conscientes de que nuestro cuerpo es un 65% agua. Necesitamos agua absolutamente para todo lo que es preciso tener para estar vivos, desde los alimentos hasta fabricar un par de pantalones vaqueros.

Por otro lado, todo lo que construimos lo hacemos con minerales de la Tierra que son extraídos pero no son producidos por los seres humanos.

Somos seres insertos en una trama de la vida extremadamente compleja, que es la que se ocupa de regular el clima, del ciclo del agua, de que los minerales en el suelo se puedan convertir en cuerpo vivo vegetal, que es la forma en la que se incorpora la energía a las cadenas de lo vivo.

Es decir, no hay economía sin naturaleza, como no hay tecnología sin naturaleza.

Y sin embargo, una persona puede salir de una Facultad de Ciencias Económicas habiendo estudiado una asignatura a veces simplemente optativa, que se llama economía ambiental o economía de la naturaleza. Y sale convencida esta persona titulada de que la naturaleza es un subconjunto dentro del campo de estudio económico y no más bien la economía un subconjunto dentro de la trama de la vida.

"Somos seres insertos en una trama de la vida extremadamente compleja".

¿Esa falta de reconocimiento de que somos parte de la trama de la vida es a lo que te refieres cuando afirmas que "la sociedad occidental fue construida en base a una fantasía"?

La cultura occidental es prácticamente una de las únicas culturas del mundo que han establecido una especie de falso abismo, de muro ontológico entre los seres humanos y el resto del mundo vivo, como si fuéramos cosas distintas.

Las culturas de los pueblos originarios y las culturas campesinas, en cambio, tienen una mirada mucho más arraigada en la tierra y en los cuerpos, son culturas tremendamente biocéntricas.

Para la cultura occidental el mundo de las ideas era donde se situaba la razón. Como si la razón pudiera estar completamente desvinculada de la materialidad de la tierra y de los cuerpos.

Esto tomó luego cuerpo político muy pronto en Occidente y vemos, por ejemplo, cómo la democracia ateniense considera que el sujeto político es un hombre, un varón que debate, dialoga y fruto de esos diálogos establece cuál es el interés común y cuáles son las leyes que permiten que se organice la polis, dejando fuera a esclavos y esclavas, que son los que se encargan de sembrar, de cultivar, de extraer piedra y dejando fuera también a las propias mujeres a las que se sitúa en el ámbito doméstico.

Así, desde mi punto de vista, es como se construye el patriarcado.

Es decir, el patriarcado es una fantasía de la individualidad que consiste en pensar que los seres humanos, sobre todo algunos seres humanos, podemos vivir desvinculados del territorio, emancipados de nuestro propio cuerpo, como si nuestro propio cuerpo no necesitara atenciones, afectos y cuidados simplemente para poder sobrevivir. Y emancipados también del resto de las personas.

La sociedad occidental se ha construido sobre una peligrosa fantasía: la de que los seres humanos, gracias a su capacidad de razonar y conocer, podían vivir ajenos a la organización y límites de la naturaleza y a las necesidades derivadas de tener cuerpo.

Solo unos cuantos individuos -mayoritariamente hombres- pueden vivir como si flotasen por encima de los cuerpos y de la naturaleza, y lo hacen gracias a que, en espacios ocultos a la economía y a la política, otras personas, tierras y especies, se ocupan de sostenerles con vida.

Yayo Herrero en el Festival Hay en Colombia: "Una transición ecológica justa es evidentemente un cambio a mejor para todo el mundo".

Estamos en una emergencia climática, como advierte una y otra vez la ONU, y algunos ponen toda la esperanza en la tecnología. ¿Es esta "tecnolatría", como la has llamado, otra fantasía?

La ciencia y la tecnología que nacieron en Occidente son muy herederas de esa fantasía de la individualidad, de la vocación de terminar de emancipar al hombre con mayúsculas, al hombre blanco, de una tierra a la que se percibía como llena de constricciones para lo que se llamaba progreso.

Newton, por ejemplo, formula las leyes de la mecánica diciendo que el universo en realidad es una gran maquinaria, de la cual es posible conocer las leyes que la organizan y así poder de alguna manera, dominarla y someterla.

Digamos que la ciencia que nace en Occidente de la mano de Descartes, de Newton, de Bacon, es un proyecto de dominio, un proyecto de sometimiento de la naturaleza y de sus secretos.

Por eso, cuando nuestros sistemas económicos se configuran, se configuran basados en esa ciencia y en una tecnología que tiene como principal función conseguir que sea efectivo ese dominio y este sometimiento: perforar cada vez más rápido, extraer cada vez más deprisa, talar cada vez de una forma más veloz.

Pero como decías el planeta tiene límites…

Hemos llegado a un momento en el que se ha producido ya lo que llamamos el punto álgido del petróleo. En 2006, la Agencia Internacional de la Energía, que no es nada sospechosa de ecologismo radical, reconoció que se había alcanzado ese límite de extracción.

Igualmente alcanzamos los puntos más altos de extracción de minerales como el litio, el cobre, el platino, el neodimio, el disprosio, el cobalto, es decir, minerales que son absolutamente imprescindibles ahora mismo para poder intentar sustituir un petróleo que declina.

Para construir aerogeneradores o placas solares hacen falta minerales que son extraídos sobre todo en los países del sur global. Pero se ponen al servicio todavía de los intereses de los centros de dominio, de poder y de control, que son países mayoritariamente del norte global, donde también en su interior se producen profundas desigualdades.

Claro, cuando miramos simplemente la transición a las energías renovables que requieren minerales y luego nos ponen delante que la solución al auto de motor de combustión es pasar al auto eléctrico, la pregunta que nos hacemos es ¿con qué minerales?, porque el vehículo eléctrico no se fabrica de la nada, necesita los mismos minerales.

Y no solamente eso, sino la propia economía digital, la digitalizacion de la vida que requiere la fabricación de computadoras, pantallas, cableados, satélites, fibra óptica, el despliegue de las tecnologías 5G, vuelve a necesitar de nuevo los mismos minerales.

La carrera por los codiciados "minerales del futuro" que pueden crear gigantescas fortunas e influir en la seguridad nacional de los países

"El auto eléctrico no se fabrica de la nada, necesita los mismos minerales".

Lo que tenemos delante de la cara y nos lo plantea la propia comunidad científica hoy es que si miramos los minerales que se declaran que quedan y lo comparamos con lo que se pretende hacer con ellos las cuentas no salen.

O salen si el beneficio es solamente para algunos sectores enriquecidos que, protegidos por el poder económico, el poder político y el poder militar, consiguen que todo el acaparamiento de recursos declinantes, escasos que quedan en la Tierra, vaya a su servicio.

Esto implica y convierte la guerra contra la naturaleza también en una guerra contra los derechos de las personas, porque plantea dinámicas de profundo extractivismo y convierte amplias zonas del planeta, que históricamente fueron durante las colonias utilizadas como grandes minas y grandes vertederos, al servicio de los colonizadores en una especie de neocolonialismo.

Las convierte en zonas de sacrificio, por eso es muy importante mirar críticamente toda la promesa tecnológica.

Pero muchos aseguran que sin tecnología no saldremos de la emergencia climática…

Claro que necesitamos tecnología. Necesitamos una transición a energías renovables. Necesitamos pensar en una agronomía que sea capaz de producir alimentos sin envenenar ni a las personas ni a la tierra.

Necesitamos otros modelos de transporte, electrificados cuando tengan que ser motorizados. Pero hemos de darnos cuenta que esto hay que hacerlo en un marco de límites.

Por tanto el transporte debiera ser público y colectivo. Por tanto la producción de alimentos debiera ser con una base agroecológica.

La transición energética debe ser en un contexto de mucho, mucho, mucho menos gasto de energía y además, un contexto justo.

Un contexto que haga que aquellas personas que no tienen lo suficiente y que necesitan más puedan tener lo que necesitan para vivir con dignidad, mientras que otras personas que tenemos mucho más de lo que nos corresponde tendremos que aprender o nos tendrán que obligar básicamente a aprender a vivir con menos.

La clave es entender que ninguna solución a ninguno de los problemas que tenemos es una solución estrictamente tecnológica ni puede ser una solución que descanse sobre un mayor uso de energía, mayor uso de minerales, esa es un poco la clave.

"La transición energética debe de ser en un contexto de mucho, mucho menos gasto de energía".

Tal vez algunos lectores se pregunten por qué hace falta una mirada de ecofeminismo, cuando ya tenemos la mirada ecologista y la mirada feminista.

El ecofeminismo es un diálogo ante ambos movimientos, y yo creo que es un diálogo que lo que hace es amplificar el poder y la potencia de cada uno de ellos por separado.

Desde el ecologismo a veces nos hemos planteado la defensa de la naturaleza como si estuviéramos defendiendo algo externo a las propias personas, mientras que desde el feminismo defendíamos el derecho a que todas las vidas puedan vivirse con dignidad.

El ecofeminismo lo que hace es razonar sobre un concepto que a mí me parece muy potente, que es el de la sostenibilidad de la vida humana.

El ecofeminismo pregunta, ¿cómo se sostiene la vida humana? y reconocemos que para sostener la vida humana hay dos dependencias, y una es la dependencia de la naturaleza.

No hay seguridad posible para la vida humana si no hay una naturaleza que funcione acorde no a lo que les gustaría a los humanos, sino a sus propios ritmos que vienen de una evolución de 3.800 millones de años.

A la vez, un cuerpo humano vivo no se sostiene si nadie lo cuida. Los primeros años de vida son inviables sin cuidados. Los últimos años de existencia pasan a veces en una situación de tremenda dependencia.

Los seres humanos necesitamos otras personas alrededor para que la vida literalmente sea viable.

No existe ningún sujeto completamente independiente. Somos interdependientes.

Lo que sucede es que a lo largo de la historia quienes mayoritariamente se han ocupado de forma no libre del trabajo de cuidados y de la atención a las personas han sido mujeres.

Y digo que se han ocupado de forma no libre, porque ha sido un trabajo impuesto por el patriarcado. Y además esas tareas han sido sistemáticamente invisibilizadas.

Si la naturaleza hiciera una huelga y las mujeres hicieran una huelga en cuidados, el mundo se caía en dos días. Sería imposible poder sostener la vida.

Por eso tiene sentido poner esto en diálogo y además hacerlo desde el punto de vista no solamente de decir estos trabajos importan, sino estos trabajos importan y no los vamos a hacer solas, porque es responsabilidad del conjunto social y también de los hombres hacerse corresponsables del mantenimiento de la vida.

Las tareas de cuidado en la sociedad "han sido sistemáticamente invisibilizadas".

Mencionabas en una de tus charlas cómo el modelo extractivista impacta principalmente en las mujeres.

El extractivismo suele suponer una invasión de muchos hombres extraños en los territorios, que empiezan a trabajar en las minas, se abren nuevas tiendas, se abren locales. Hay un consumo muy generalizado del alcohol en los lugares donde trabajan los mineros.

Y esa presencia de muchos hombres extraños en el lugar y con altos consumos de alcohol y vidas tremendamente violentadas suele tener un fuerte impacto sobre las mujeres que se ven violentadas, aumentan los casos de abuso sexual y violación.

No obstante, no hay solamente un impacto en términos de victimismo, sino que cuando miramos quiénes están resistiendo, lo que vemos es que son muchísimas mujeres articuladas comunitariamente las que hacen un trabajo de denuncia, de fuerza.

Las mujeres están teniendo una tremenda fuerza en la lucha contra las causas del cambio climático.

El extractivismo supone la llegada de hombres extraños a los territorios, con altos consumos de alcohol. Esto "suele tener un fuerte impacto sobre las mujeres".

En las ciudades vivimos apartados de la naturaleza, pero consumiendo grandes cantidades de recursos. ¿Vivimos en otra fantasía?

Las ciudades, sobre todo las ciudades grandes, se han construido gracias a la disponibilidad de una cantidad enorme de petróleo y de energía relativamente barata.

Yo ahora vivo en un pueblo muy pequeño en el norte de España, pero la mayor parte de mi vida la he vivido en Madrid, que es una ciudad grande en donde las personas se mueven decenas de kilómetros para poder hacer su vidas.

Yo suelo decir que en Madrid no se produce nada que sirva para estar vivo. Es decir, ni el alimento que comemos ni la energía que utilizamos.

Todos los productos que sirven para mantener la vida tienen que ser traídos en camiones desde fuera de la ciudad. Pero es más, todos los residuos que generamos, lo que llamamos basura, tienen que ser sacados de la ciudad.

Recuerdo una vez una huelga de trabajadores y trabajadoras de la limpieza del Ayuntamiento de Madrid y en una semana la ciudad se venía abajo, era impresionante ver los cúmulos de porquería, cómo proliferaron las ratas.

Menciono Madrid porque es la ciudad que mejor conozco. Pero pensemos que hay una cantidad enorme de ciudades con un tamaño absolutamente descomunal.

Tokio, la misma Bogotá, Lagos, toda el área metropolitana de Londres, París, son ciudades inmensas en donde no se produce nada y que son tremendamente vulnerables a la deficiencia o a la dificultad del acceso a la energía.

El modelo de ciudad tiene que ser completamente revisado.

"Yo suelo decir que en Madrid no se produce nada que sirva para estar vivo".

¿Cómo puede cambiarse ese modelo?

Solemos decir que por de pronto hay que establecer una moratoria para que las ciudades no crezcan más.

Y luego repensar bien el planeamiento urbano, el suministro de alimentos, la energía y el transporte dentro de las ciudades, con el fin de generar ciudades multicéntricas, es decir, no ciudades que tienen centro y unas periferias, sino hacer de la escala barrial, de la escala más próxima una especie de construcción de pequeñas ciudades dentro de las ciudades.

También pensar en la agricultura urbana, pensar en cómo los edificios pueden ser aislados o pueden ser protegidos para necesitar mucha menos energía fósil.

Hay que pensar cómo reconfigurar las ciudades para que la gente no necesite moverse tanto en transporte motorizado para hacer su vida cotidiana. Yo, por ejemplo, tengo muchas ganas de visitar ahora que estoy en Colombia el proyecto de las manzanas de cuidados en Bogotá.

Es un proyecto que sale de la municipalidad y que se está poniendo en marcha pensando en acercar todo lo que las personas necesitan a donde viven. Hay mucho trabajo por hacer.

"Hay que pensar cómo reconfigurar las ciudades para que la gente no necesite moverse tanto en transporte motorizado para hacer su vida cotidiana".

¿Qué reflexión final te gustaría dejar a quienes leen esta nota?

La reflexión que me gustaría dejar sobre todo es que si nos paramos a pensar un momento, si frenamos un poco la actividad frenética de todos los días, no es difícil entender que formamos parte de una trama de la vida que tiene límites.

Y no es difícil entender que no estamos en el mejor de los mundos posibles, hay enormes desigualdades, hay enormes violencias.

Si pensamos en lo que sería necesario para hacer una transición ecológica que sea justa, estamos pensando en un mundo en el que la vida sea digna, a lo mejor más sencilla pero digna para todo el mundo, que quienes no tienen lo suficiente tengan lo que necesitan y eso pasa por que quienes tenemos más de lo que necesitamos pues aprendamos a vivir con menos.

Una transición ecológica justa es evidentemente un cambio a mejor para todo el mundo. Puede que haya algunos sectores tremendamente privilegiados y muy enriquecidos que tengan que renunciar a parte de lo muchísimo que les sobra.

Pero cuando pensamos en gente que con tal de mantener toda su riqueza es capaz de sacrificar la vida de otras, yo lo que creo es que también las sociedades tienen que aprender a defenderse de ese tipo de personas que anteponen no ya su bienestar o su supervivencia, sino su enriquecimiento personal por encima del resto del conjunto de todo lo vivo.

Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Cartagena, un encuentro de escritores y pensadores que se realizó en esa ciudad colombiana del 26 al 29 de enero.

jueves, 30 de diciembre de 2021

_- Prólogo de ‘Ausencias y extravíos’ de Yayo Herrero. El capitalismo extraterrestre y los monstruos del desamor



_- Empecemos por el final, que en un libro es siempre —en el orden de la gestación y en el de la relevancia— el título. Ausencias y extravíos, rubro de la obra de Yayo Herrero que el lector tiene entre las manos, es un felicísimo hallazgo, hasta el punto de que podría dar nombre a un poemario, si es que aceptamos la definición de Vladimir Nabokov según la cual la poesía «no es la disciplina de los pensamientos abstractos sino de las imágenes concretas». Cada una por su cuenta, las palabras «ausencia» y «extravío» fecundan y hacen germinar docenas de imágenes concretas que se arraciman en largos recorridos luminosos que enhebran la emoción, el peligro y la tradición. Por paradójico que parezca, «ausencia» es uno de los términos más llenos de cosas del diccionario: está lleno, de hecho, de todas las cosas que se pierden, que se han perdido, que ya no vemos, y por eso, tal y como sugiere el conocido soneto de Lope de Vega, la ausencia no es un descanso, como la muerte, sino que «se siente» y «duele» tan radicalmente que es difícil representarse un vínculo más poderoso con el mundo que el de su repentina desaparición.

En cuanto al «extravío», prolonga, de entrada, el campo semántico de la «ausencia», casi a modo de un pleonasmo, pues no en vano hablamos, por ejemplo, de «cosas extraviadas» o de «extraviar el camino». Ahora bien, el verbo «extraviar» y el sustantivo «extravío» no se limitan a sustituir sin más a sus vocablos afines «perder» y «pérdida»; de uno a otro se produce un desplazamiento —de lo material a lo moral— que interpela inmediatamente a la imaginación, si se quiere, en otra zona del alma, más tormentosa y comprometida: «extravío» implica, sí, la idea de des orientación ética y mental y, por extensión, de locura, demencia y desatino. Se pierde el reloj, se extravía el sentido. Que el título utilice el plural en ambos casos (Ausencias y extravíos), hace las «ausencias», por así decirlo, más tangibles y los «extravíos» menos abstractos; cada ausencia tiene su nombre propio, cada extravío su propio camino.

Ahora bien, el libro, al enlazar ambos términos por esa ligera conjunción «y», genera una nueva imagen, en la que los «extravíos» no se limitan a existir al lado de las «ausencias» sino que son su consecuencia. De manera concomitante, como por una sombra retrospectiva que el «extravío» proyecta sobre su causa, ésta —la «ausencia»— adopta de pronto una figura nueva. Yayo Herrero, en efecto, nos habla de «ausencias» cuya particularidad y peligro, al contrario de lo que ocurre con las amorosas, reside en que no «se sienten», en que no nos producen dolor y en que, precisamente por eso, ni siquiera las percibimos como «ausencias»: el extravío, finalmente, consiste en que la ausencia misma se ha ausentado y extraviado, con su materialidad aparejada, lejos del horizonte de nuestra percepción. El libro —y de ahí su potencia poética— se propone hacernos sentir dolorosamente estas ausencias como única vía para rescatar del extravío la cordura común.

Cuidado: el prologuista es vago y pedante, la autora no. Yayo Herrero —la conocemos de sobra— no se va por las ramas ni habla de misterios inasibles. Como era de esperar, como era de desear, nos habla una vez más de los cinco elementos, de la Tierra, de los vínculos concretos con las otras criaturas que pueblan el planeta, incluidos los otros seres humanos, y de los peligros que las —nos— amenazan; habla, pues, de la necesidad de «circunspección» o, en su acepción etimológica, de la urgencia de mirar atenta e intensamente a nuestro alrededor, urgencia visual indisociable a su vez de la lucha común y de la impostergable transformación del hogar compartido y sus condiciones de reproducción.

¿Qué ausencias y qué extravíos describe Yayo Herrero en este libro? Nos advierte —en seis capítulos sucesivos— de lo siguiente: si se pierde la gravedad se pierde el equilibrio; si se pierde el miedo se pierde también el valor; si se pierde de vista el horizonte se pierden las matemáticas; si se pierden los vínculos se pierde asimismo el conocimiento; si se pierde la memoria se pierde igualmente la imaginación; y —por último— si se renuncia a la responsabilidad se renuncia al mismo tiempo a la esperanza.

El primer capítulo —Ausencia de gravedad y extravío del equilibrio— resume, a mi juicio, el andamiaje antropológico de todo el libro, pero reclama imperiosa mente todos los demás. Lo resume porque dibuja con trazos muy nítidos, a partir de la experiencia concreta de los viajes espaciales y las cuitas de los astronautas, la locura prometeica de Occidente: la de un ser humano desenganchado de la gravedad terrestre y, por lo tanto, de la corporalidad misma como nudo en el que se cruzan todos los mundos posibles. De los peligros e incertidumbres de esta visión del ser humano —como «alienígena», dirá Yayo Herrero— daré cuenta en la penúltima frase de este prólogo. Ahora me importa llamar la atención sobre el modo en que esa visión, en la interpretación de la autora, convierte precisamente la ausencia en un extravío.

Yayo Herrero se detiene en el capítulo tres, por ejemplo, en la cuestión crucial del infinito y la multiplicación como motores de la rebelión capitalista contra los límites, fuente a su vez de la degradación y zapa de las condiciones de supervivencia de la humanidad. Ahora bien, esta «degradación» material es inseparable de una doble degradación: del conocimiento y de la sensibilidad. Del conocimiento porque —nos dirá en el capítulo cuatro— la ciencia «alienígena», con todas sus maravillas, ha dejado fuera la «inteligencia colectiva», elaborada a partir de trabajos y vínculos socialmente invisibles; una inteligencia colectiva —insiste— que constituye al mismo tiempo su condición olvidada de posibilidad y la única posible curación de sus excesos letales. Me gusta mucho —porque el libro está lleno de detalles narrativos enormemente efectivos— la historia de la comadreja que muerde la Máquina de Dios, esa pequeñez peluda, contingente y viva, capaz de desactivar el proyecto más avanzado de la ciencia mundial: una verdadera —digamos— «toma de tierra», símil eléctrico con el que quiero evocar a un tiempo la idea de «hacer pie», después de haber volado, y la de salvaguarda contra el peligro de la electrocución.

Pero Yayo Herrero se ocupa también —ver el capítulo dos— de la sensibilidad o, si se quiere, de su pérdida. Lo hace a través de la defensa del miedo, cuya potencia articuladora de un espacio común se olvida a menudo. Sin citarlo, Yayo Herrero nos sitúa en lo que Gunther Anders, en su famosa correspondencia con Claude Eatherly, uno de los pilotos de Hiroshima, llamaba «desnivel prometeico» y «agnosia moral». Anders le decía a Eatherly, encerrado en un psiquiátrico militar, que de todos los estadounidenses él era el único que había reaccionado al «extravío» atómico de un modo «moralmente normal y saludable». Dice Yayo Herrero: «Que la violencia machista, la crisis ecosocial, la guerras climáticas o por los recursos, el declive de la energía y materiales, la escasez inducida y la desigualdad brutal que esta genera, que todo tipo de violencia cause miedo me parece sanísimo, la verdad». No sentir miedo en este crepúsculo civilizacional sería —es— una forma de locura y el peor de los errores. El capitalismo nos anestesia a través de psicofármacos y consumo (y del imperativo de la felicidad) o del terror paralizador, umbral de las «doctrinas del shock». Vivimos, pues, entre la indiferencia y el estupor, expuestos como piezas «solteras» —sueltas— a nuestra propia inermidad, víctima y vehículo del extravío destructor. Yayo Herrero, frente a las anestesias y el terror, reivindica el carácter saludable del miedo como la primera condición del valor; la segunda —y dejo aquí el spoiler— tiene que ver con la compañía, con el hecho de sabernos acompañados de otros miedosos capaces de desculpabilizar y politizar nuestro temor: mil miedos coordinados —digámoslo así— componen precisamente eso que los humanos llamamos coraje.

Acabemos ahora por el principio. Conozco a Yayo Herrero desde hace muchos —muchos— años, he aprendido de ella tantas cosas que a veces siento la tentación de firmar algunos de mis textos con su nombre; he admirado y admiro su activismo generoso, su cálida inteligencia y, sobre todo, su carisma pedagógico. Pero si he aceptado redactar estas líneas y las he comenzado hablando de poesía es porque creo que Ausencias y extravíos supone una evolución en la obra de Yayo —ahora no puedo llamarla Herrero— y que esa evolución tiene que ver con la expresión. Yayo siempre apostó por el conocido adagio de Lessing («la máxima claridad es la máxima belleza»), de tal manera que sus conferencias y artículos eran bellos porque eran claros; porque encontramos siempre algo bello en el hecho de comprender bien —incluso de comprender bien el mal y la sombra. Pero tengo la impresión de que en este libro —que recoge y amplía seis textos ya publicados por entregas en CTXT, aun que pensados desde el principio como un entramado o bastidor—, tengo la impresión, digo, de que aquí Yayo ha comprendido que la belleza, al revés, puede aumentar a su vez la claridad. Es como si hubiese soltado un freno; como si ya no se conformara con encajar sus verbos en su activismo sino que encontrara placer —y necesitara ese placer— en explicar con un impulso nuevo lo que siempre ha explicado con rigor geométrico y maestría ingenieril (su primera formación).

Uno siente un particular placer, sí, en leer estos textos porque percibe que han sido escritos con placer. Eso se llama literatura; y la literatura está muy presente en estas páginas. En primer lugar, por la escritura misma, limpia y certera, como siempre, pero gozosamente explorativa, entre líneas, de buenas imágenes e inesperadas serendipias. La literatura está presente asimismo porque Yayo recurre a obras literarias, y no sólo científicas, a fin de sujetar e iluminar mejor sus ideas. Pensemos, por ejemplo, en el uso que hace en el capítulo dos de El bosque infinito, la ambiciosísima novela de Annie Proulx que ningún lector de Yayo debe dejar de leer. O en cómo explora el clásico de Mary Shelley, Frankenstein, en ese último capítulo sobre la responsabilidad y la esperanza: un «monstruo del desamor», llama en acertadísima y bellísima expresión a la desgraciada criatura de una ciencia irresponsable que no se hace cargo de sus propios hijos.

En definitiva, Yayo Herrero —devolvámosle el apellido para terminar profesionalmente— nos ayuda en este libro a comprender el mundo en el que vivimos, sin velos, legañas ni ansiolíticos químicos, pero con frases y argumentos que combinan el aprendizaje más duro y concreto con el placer más sensible y universal: el de las imágenes que Nabokov asociaba a la expresión poética. Plantea así, de la manera más brillante, el dilema que a mí mismo me preocupa desde hace años, y que debería preocuparnos a todos: el de la pérdida de la ética terrestre y la pugna entre terrícolas y alienígenas, de cuyo desenlace depende el destino, e incluso la supervivencia, de la especie humana.

Y ahora he aquí, abruptamente, como anticipé, la penúltima frase de este prólogo, síntesis de toda la obra, sacada de su primer capítulo: «El capitalismo», dice Yayo Herrero, «tiene una lógica extra terrestre»; afirmación a la que sigue esta pregunta inquietante: «¿Puede una sociedad de alienígenas hacerse terrícola?».

O lo que es lo mismo: ¿puede la sociedad capitalista dejar de ser capitalista? Así formulada, la frase suena casi como una pregunta retórica que invita a responder dócil y fatalmente: «no». Pero no. Este —no lo olvidemos— es un libro de Yayo Herrero y no puede acabar mal. Yayo Herrero siempre te encomienda una tarea y te señala una salida; nunca te paraliza. La cita es del primer capítulo y son seis. Concluyo, por tanto, con una última frase, tomada ahora del capítulo final, que trata de lo que aún podemos hacer y de cómo salir, todos juntos y ligeros de equipaje, del atolladero. Así nos apremia: «Responsabilidad y esperanza activa contra los monstruos del desamor».

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viernes, 11 de septiembre de 2020

Vida


Foto: Mariposa, Md. Al Amin

Podemos señalar más o menos con facilidad algo que está vivo, pero no es tan sencillo definir la vida. El agua, el aire, la tierra y el fuego son parte de la vida y la constituyen pero no son vida.

Mirada desde nuestro ombligo, la vida es el período que transcurre entre el nacimiento y la muerte. Mirada en su conjunto, es una tremenda e increíble rareza que dura ya unos 3.800 millones de años.

Maturana y Varela dicen que podemos saber que algo está vivo cuando es capaz de crear, reparar, mantener y modificar su propia estructura tomando sustancias del medio y expulsando lo que le sobra. Esa característica recibe el nombre de autopoiesis, que quiere decir auto-producción. La autopoiesis es la propiedad básica y distintiva de los seres vivos. Cuando no la cumplen es porque están muertos.

La vida surgió en la Tierra hace unos 3.800 millones de años. Primero aparecieron microorganismos anaerobios, que no necesitaban oxígeno. Unos mil millones de años después, aparecieron las cianobacterias que tenían la capacidad de utilizar la luz del sol para su nutrición y producían como residuo el oxígeno. Poco a poco, estas bacterias fueron cambiando la composición del aire, el agua y de la tierra.

La biota –conjunto de los seres vivos– fue creando las condiciones adecuadas para que se dé la vida en la Tierra tal y como la conocemos hoy. Coevoluciona y regula el ambiente. Con estas premisas, James Lovelock y Lynn Margulis formularon la Hipótesis Gaia. A partir de ella, ambos pusieron de manifiesto que lo que la ciencia solía tratar por separado, los seres vivos, los océanos, la atmósfera, el clima, los suelos…, formaba una realidad indivisible.

La vida en su conjunto es un sistema complejo que se autoconstruye y autorregula a partir de intercambios químicos y señales térmicas. Juntos, dice Marcos de Castro, el ambiente y los seres vivos, componen un sistema global que funciona como si se tratase de una entidad viva.

Gaia sería el sistema ecológico global que funciona orgánicamente, integrando a los seres vivientes, las relaciones entre ellos y de ellos con la tierra, el agua y el aire, a partir del “fuego” del sol. Se autorregula mediante una serie de complejos ciclos interdependientes entre sí –agua, carbono, fósforo, nitrógeno…– que funcionan con diferentes ritmos (desde segundos a millones de años) y a diferentes escalas espaciales (microscópicas, regionales o globales).

El sol es el motor de la vida. Es una estrella que se formó hace aproximadamente 4.600 millones de años. Técnicamente, es una enana amarilla, y seguirá siéndolo más o menos otros 5.000 millones más. Después, se convertirá en una gigante roja y engullirá las órbitas actuales de Mercurio, Venus y la Tierra.

La Tierra y la vida giran alrededor del Sol. Este movimiento organiza el tiempo y el calendario de los seres vivos. Su energía sustenta a casi todas las formas de vida concretas y hace que funcione el sistema en su conjunto.

Si el Sol es la energía, la fotosíntesis es la tecnología básica de lo vivo. A mí, me flipa la fotosíntesis. Es alucinante que en aquella sopa primigenia de células en interacción, de repente, algunas comenzasen a convertir la luz del sol y los minerales muertos en un cuerpo vivo, a la vez que expulsaban, como residuo, el oxígeno a la atmósfera.

Yo, atea, me imagino así la química de la resurrección. En un suelo, la materia orgánica procedente de seres vivos muertos es convertida por los microorganismos en minerales inertes. Y las plantas que fotosintetizan vuelven a convertir lo muerto en cuerpo vivo… Faltan, me parece a mí, muchos poemas sobre la fotosíntesis.

La vida se organiza en red. Los productores primarios fabrican su propio cuerpo que sirve de alimento a los seres herbívoros, que a su vez son la comida de los carnívoros. Los descomponedores se nutren de la muerte de todos los anteriores. Las relaciones entre productores, consumidores (herbívoros y carnívoros) y descomponedores regulan los ciclos en los que se recicla la materia. Van transfiriendo unos a otros la energía del sol, que solo puede ser capturada por los productores primarios. En cada traspaso de energía, se pierde la mayor parte de la misma.

Todos, absolutamente todos los seres, son comidos, vivos o muertos, por otros seres vivos. Podemos estar seguros de que cada partícula que compone la materia de nuestro cuerpo fue antes flor, piedra, arado, lápiz, escarabajo, cañón o mariposa.

Nos cuenta Lynn Margulis que la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación. Las formas de vida se multiplicaron e hicieron más complejas asociándose a otras, no matándolas.

Las células eucariotas –las células más complejas– se formaron a partir de la unión simbiótica entre células procariotas. Los animales y plantas estamos compuestos de células eucariotas, así que, si no se hubiese dado esa unión, la vida probablemente estaría formada sólo por un conglomerado de bacterias.

Lynn Margulis formuló la teoría de la simbiogénesis, que defiende que son las relaciones simbióticas, en mayor medida que las mutaciones genéticas al azar, las responsables de los mayores cambios evolutivos.

La cooperación ha sido una estrategia adaptativa también para muchas especies. Aves que comparten, licaones que cuidan de la prole en común, vampiros de Azada que se donan sangre, palomas torcaces que cazan en bandadas, bonobos que se organizan en sociedades matriarcales pacíficas y usan el sexo para resolver conflictos, aves que se alimentan de los parásitos de algunos mamíferos…

Nosotros mismos, los humanos, estamos habitados por millones de bacterias que cooperan con nosotros. En el trayecto que va desde la boca hasta el ano, en la piel, la nariz, oídos, la vejiga, los conductos urinarios y en la vagina, viven microorganismos que nos echan una mano con la digestión y otras funciones vitales. A cambio, nuestro cuerpo les proporcione hábitat y alimento.

Por supuesto que en la naturaleza se dan relaciones de competencia y lucha encarnizada, pero las relaciones de simbiosis y cooperación son centrales para que la vida se mantenga. Si la literatura científica ha destacado tanto lo de la supervivencia del más fuerte, probablemente ha sido porque son interpretaciones que encajan mejor con una organización social que naturaliza y legitima la competencia y la explotación de todo lo vivo por parte de quien más poder tiene. Quizás, también por eso las redes tróficas hayan sido dibujadas en forma de pirámide, con el ser humano en la cúspide y no en forma de red.

Le preguntaban a Lynn Margulis en una ocasión por qué la simbiogénesis generaba tantas resistencias. Ella contestó riendo que, a muchos, pensar la evolución en términos de cooperación les resultaba femenino de más…

La diversidad es otro pilar de lo vivo. Hay seres unicelulares y otros formados por millones de células interdependientes; los hay que fabrican su propio alimento, mientras que otros lo consiguen en el entorno; pueden respirar oxígeno o envenenarse con él. Unos vuelan, nadan, saltan, van en silla de ruedas o caminan, y otros no se mueven del sitio en el que nacen. Unos se se reproducen mediante el sexo y otros no… La biodiversidad es casi inabarcable a escala humana.

¿Cómo se mantiene Gaia?
Las condiciones vitales se ven constantemente perturbadas por múltiples variables. El proceso que hace que los seres vivos y las relaciones entre ellos y con el medio se mantengan más o menos constantes, se llama homeostasis. Existen mecanismos de realimentación negativa que detecten las perturbaciones y actúan minimizando y amortiguando los cambios, de forma que el conjunto se estabilice volviendo a su situación de equilibrio inicial. Los mares y océanos, por ejemplo, absorben la mayor parte del exceso de calor y la mayor parte del dióxido de carbono procedente de la combustión de las energías fósiles, “tratando” de reestablecer los equilibrios climáticos previos y aminorando la tendencia al calentamiento que causaba la concentración mayor de gases de efecto invernadero.

Sin embargo, si la perturbación es muy grande, los mecanismos de realimentación negativa dejan de funcionar y se disparan otros de realimentación positiva, que agrandan los efectos de la perturbación, alejando mucho más el conjunto del sistema del equilibrio. Un ejemplo son las emisiones de metano que deja escapar el permafrost cuando se descongela a causa del calentamiento global, que aumentan la concentración del gases de efecto invernadero y amplifican el calentamiento.

Cuando las perturbaciones sobrepasan un cierto umbral, pueden originarse una serie de cambios drásticos y en cadena, que, a partir de un momento, denominado punto de bifurcación, conducen a la desorganización y colapso del equilibrio inicial y a la configuración de una nueva situación impredecible, y en la que el azar determina el resultado final.

Kaufmann dice, por ello, que la vida se desenvuelve entre la estructura y la sorpresa. Lo de sorpresa siempre suena sugerente pero cuando nos estamos refiriendo a forzar el cambio de las variables biofísicas a la que nuestra especie está adaptada, la novedades resultan inquietantes.

La vida que prosperó y se ha mantenido en la Tierra durante los últimos miles de millones de años es solar, cíclica, diversa, interconectada y cooperativa.

Los seres humanos somos unos recién llegados a esta aventura planetaria. Cada especie suele durar, de media, unos cinco millones de años y luego desaparece. La nuestra lleva en Gaia unos 200.000 y, nos lo vamos a tener que currar mucho, para alcanzar la esperanza de vida media de otras especies.

La civilización industrial es energívora, petrodependiente, vertiginosa, extractivista, homogeneizadora, generadora de residuos inabarcables y competitiva. La cultura capitalista ha construido una “normalidad” que se da de bruces con la realidad que sostiene la vida. La economía hegemónica es ecológicamente analfabeta y las subjetividades e imaginarios que promueve discurren divorciados de la realidad material del planeta. A las personas que vivimos dentro la burbuja del progreso se nos ha olvidado que somos una especie viva.

Aunque la ciencia nos explica que el universo, la naturaleza y nuestros cuerpos no se comportan como el gran reloj que enunció Newton a finales del XVII, nuestra civilización sigue actuando como si los territorios fuesen sólo almacenes y vertederos a disposición de la parte privilegiada de la humanidad, como si las vacas fuesen máquinas que convierten hierba en carne, los ríos tuberías de agua y la gente mano de obra. Miramos la naturaleza desde arriba y desde fuera, como si fuese una máquina inerte y previsible.

Se pregona que la libertad llega después de superar el reino de la necesidad, pero la necesidad en los seres autopoiéticos y necesitados de cuidados no se supera nunca. Tenemos que aprender a vivir libres sabiéndonos inherentemente eco e interdependientes.

El Progreso, sin embargo, se ha construido sobre la fantasía del despegue prometeico de la naturaleza y de los cuerpos. La negación de nuestra condición de seres de la tierra, vulnerables, y uno a uno finitos, es solo una gran ilusión que termina modificando irreversiblemente el ambiente del que depende su propia supervivencia.

Después de aplicar durante décadas a la naturaleza viva la lógica de las cosas muertas, caemos del guindo. Calentamiento global, pérdida de biodiversidad, superación de la biocapacidad de la tierra, contaminación de suelos, aire y agua, zoonosis, proliferación de enfermedades, pandemias, desigualdades, feminicidios, explotación, expulsiones… El desarrollo en carne viva.

Después de un par de siglos, y sobre todo los últimos decenios, actuando como si la organización material de la vida humana flotase por encima de la tierra y de los cuerpos, se produce un fuerte encontronazo entre lo geopolítico y lo geofísico y se desmorona la base fundamental de la episteme moderna: la falsa distinción entre el orden de lo natural y el de los seres humanos.

Isabelle Stengers se refiere a este momento como la intrusión de Gaia.

Todo cambia, aunque no queramos verlo, a partir de que la emergencia planetaria emerja como sujeto histórico, sin intencionalidad ni finalidad, pero con agencia, interviniendo en todo lo político. Si bien no tiene sentido politizar la ecología, es imprescindible ecologizar la política. Siempre debió ser así. Si los seres de la tierra desconectados de la misma tierra organizan el aire, el agua o el resto de la vida, lo desbaratan todo.

La justicia o el derecho ya no se pueden pensar sin tener en cuenta la irreversible intrusión de Gaia. La mayor habilidad de los negacionistas con poder es hacer creer a la gente que no existe. Mientras, se adaptan ventajosamente a lo que está por venir, desahuciando enormes jirones de vida, también humana. Quienes soñamos con que mañana sea un mundo habitable para todas, tenemos el reto de no eludir esa realidad y tratar incansablemente de salvar la distancia brutal que hay hoy entre el conocimiento científico y la impotencia política.

Se llama magufos a quienes propagan discursos contrarios a la ciencia que no pueden demostrar su validez. Creo que muchas de las visiones de la economía convencional son puras magufadas. La economía se ha convertido en una verdadera religión civil que exige sacrificios humanos, vegetales, animales y minerales y niegan el futuro a la mayor parte de los seres humanos. La vida empezó en una sopa primigenia, pero como dice Naredo, una economía que ha cortado el cordón umbilical con la tierra, la convierte prematuramente en un puré crepuscular.

En psiquiatría y psicología, el delirio es una creencia que se vive con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre lo contrario. Creo que se puede decir que la economía convencional es un delirio. Se empecina en crecer indefinidamente sobre una base física que tiene límites. Apostata de la ciencia. No recula ni reconoce fracaso, a pesar de que esté causando un ecocidio vertiginoso y no haya podido cumplir sus propias promesas de bienestar generalizado.

Es un delirio en guerra con la vida.

No hay ningún organismo vivo en estado libre que no dependa de otros y de su entorno. Son muy pocos los que pueden vivir con el privilegio de ignorarlo, pero este sujeto termina erigiéndose como sujeto universal y tiene el poder de definir la economía, la política, o la cultura…

Son mayoritariamente mujeres –no por esencia, sino por imposición, otros territorios, otros pueblos y otras especies, el conjunto de la vida, en definitiva, quienes soportan las consecuencias ecológicas, sociales y cotidianas de esa supuesta independencia.

No es más que una forma de parasitismo que estruja otras vidas, el suelo, agua y aire, concibiéndolos como algo exterior, subordinado e instrumental que violenta la naturaleza, violenta nuestro cuerpo y el de otros.

La violencia es el negativo de la ternura.
Hemos escuchado mucho en estos tiempos de pandemia que la especie humana es lo peor, que es una plaga, un virus. Yo no lo creo. Los seres humanos son capaces de lo peor y de lo mejor. Guerrean pero también cooperan. Inventaron la bomba atómica pero también la música, la poesía y, a veces, hacen de las caricias un arte.

No somos cada uno de nosotros las células cancerosas: es el comportamiento colectivo que ha generado una civilización patriarcal, capitalista y colonial, la que ha resultado ecocida e injusta. No nos encontramos ante el suicidio de la humanidad sino ante el asesinato de mucha vida a manos de una parte de la humanidad. Es verdad que todas las personas tenemos responsabilidad –y por tanto capacidad de cambiar–, pero son responsabilidades asimétricas. Como decía Silvio Rodríguez, la orden de fuego la dan disidentes de la gente, del sueño y de la vida que no sea virtual.

La vida es una cuestión de relaciones.
Dice Franz De Waal en La edad de la empatía que, salvo un pequeño porcentaje de psicópatas, nadie es emocionalmente inmune al estado de otras personas. La selección natural diseñó nuestro cerebro para que estemos en sintonía con otros cerebros, nos disguste su disgusto y nos complazca su placer. Empatía con todo lo vivo. Con frecuencia nos dicen “preferís los animales a las personas”. De verdad, no es incompatible querer a las personas y también a los animales, a las espigas, a los montes, a los árboles, y al agua…

Sé que el conocimiento, el sabernos vida en sí mismo, no desemboca necesariamente en acción. Igual que tener experiencia de clase no genera automáticamente conciencia de clase, el sabernos parte de una red viva, en sí mismo, no genera conciencia de especie o de pertenencia a la tierra. Pero sin ser condición suficiente, creo que es condición necesaria. El analfabetismo ecológico, más intenso cuanto más especializada es la formación, es un enorme obstáculo para recomponer lazos rotos con la naturaleza y entre las personas.

Cualquier persona debería tener el derecho y la obligación de conocer qué es lo que le permite existir: el sol como motor de la vida, los bosques como pulmones del planeta y bibliotecas de diversidad, la fotosíntesis como “tecnología” central para la existencia, las bacterias,… La autoorganización y la cooperación como estrategias de adaptación y supervivencia, el funcionamiento cíclico en red en todo lo vivo, la existencia de límites, el trabajo de cuidados como una cuestión imprescindible que exige corresponsabilidad.

Enfrentar la crisis ecosocial va a exigir que superemos la fantasía de la individualidad y estimulemos una imaginación, bien asentada en la tierra, los cuerpos y sus necesidades. Una imaginación que nos permita mirar el capitalismo desde fuera, aunque estemos dentro. Este “afuera” puede ser Gaia, como un punto excéntrico desde el que torcer el brazo del dinero. Desde ahí podemos construir una Nueva Cultura de la Tierra.

Podemos, como recuerda Viveiro de Castro, aprender también de los pueblos que nunca fueron modernos porque nunca tuvieron una naturaleza externa y ajena y por tanto no la perdieron ni necesitaron librarse de ella.

Exigirá estimular pedagogías, racionalidades y emociones que favorezcan relaciones simbióticas centradas en la suficiencia y el reparto; que hagan de lo común y el cuidado un principio político y que involucren a todas las personas, tanto en el terreno de los derechos como en el de las obligaciones. Algo parecido a la razón poética de María Zambrano.

La clave es construir comunidad con conciencia de clase, de especie y sentido de pertenencia a la vida.

A fin de cuentas, como dice Galeano, “venimos de un huevo más chico que una cabeza de alfiler, y habitamos una piedra cubierta de agua y rodeada por aire que gira en torno al fuego de una estrella enana amarilla. Hemos sido hechos de luz, de tierra, además de carbono, hidrógeno y mierda y muerte y otras cosas, y al fin y al cabo estamos aquí desde que la belleza del universo necesitó que alguien la viera”.

Yayo Herrero es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social. 

Fuente:
https://ctxt.es/es/20200801/Firmas/33195/vida-yayo-herrero-naturaleza-pandemia-crisis-ser-humano-ecologia.htm

jueves, 3 de septiembre de 2020

_- Entrevista a Yayo Herrero, antropóloga y activista. «No hay economía ni tecnología ni política ni sociedad sin naturaleza y sin cuidados»

_- Por Martín Cúneo | 03/01/2020 | Feminismos
Fuentes: El Salto

Antropóloga, ingeniera, profesora y activista, Yayo Herrero se ha configurado como una de las principales defensoras en España del ecofeminismo, una teoría y una práctica que permite vincular opresiones y entender el mundo combinando las herramientas de la ecología social y el feminismo.

Declararle la guerra a quienes han declarado la guerra a la vida. El ecofeminismo es una teoría o conjunto de teorías que permite vincular diversas opresiones, pero también es un movimiento social, aunque según dice la activista Yayo Herrero, las «etiquetas» no son lo importante, sino «lo que hay de fondo», es decir, «la defensa de la tierra y, por otro lado, un proceso emancipador de mujeres que se presentan y se configuran como agentes clave para defender y proteger la vida».

Yayo Herrero, una de las principales activistas y pensadoras ecofeministas en el Estado español, desgrana en esta entrevista la historia, el presente y el futuro de esta teoría que intenta vincular la ideas del feminismo y la ecología con una única misión: poner en el «centro lo que es necesario para sostener la vida».

¿Qué tiene que ver la ecología con el feminismo?
El vínculo entre la ecología y el feminismo y su potencial diálogo tiene que ver con la pregunta de «qué es lo que sostiene la vida». Y si nos preguntamos qué es lo que sostiene la vida tenemos que reconocer que somos seres radicalmente dependientes de un planeta tierra que tiene límites físicos y somos dependientes, además, de esos bienes fondo de la tierra que no son fabricados ni controlados a voluntad por los seres humanos. Esto quiere decir que no hay economía ni tecnología ni política ni sociedad sin naturaleza.

Pero, por otro lado, los seres humanos también vivimos encarnados en cuerpos, en cuerpos que son vulnerables, en cuerpos que son finitos, en cuerpos que tienen que ser cuidados a lo largo de toda la vida y sobre todo en algunos momentos del ciclo vital, como puede ser la infancia, la vejez, los momentos de enfermedad o toda la vida en algunos casos de diversidad funcional. Lo que sucede es que a lo largo de toda la historia quienes se han ocupado mayoritariamente de los cuerpos vulnerables han sido y son mujeres, y no porque estemos mejor dotadas genéticamente para hacerlo, sino porque vivimos en sociedades que distribuyen de forma no libre, en el momento del nacimiento, en el que se te asigna determinado sexo, la tarea del cuidado.

Cuando nos planteamos qué es lo que sostiene la vida, topamos de forma directa con las reivindicaciones y con las luchas que han mantenido históricamente, desde hace mucho más tiempo el movimiento feminista en su afán de repartir, de desfeminizar los cuidados, de corresponsabilizar al conjunto social de la reproducción cotidiana y generacional de la vida de los seres humanos y las reivindicaciones del ecologismo.

Desde mediados de los 90 hasta ahora se han producido, especialmente en América Latina, pero también en África o India, una serie de luchas ambientales protagonizadas por mujeres. ¿Se puede ser ecofeminista sin saberlo?

La verdad es que asignar la etiqueta de ecofeministas a las luchas sinceramente me da igual. Lo que me interesa es ver lo que hay de fondo y lo que reclaman todas estas luchas. Igual que hay ecologismos que no se reclaman como ecologismos, lo que según Martínez Alier son los ecologismos del sur o los ecologismos de los pobres. Hay muchísimas luchas lideradas por mujeres que no se han reivindicado como ecofeministas, pero en esas luchas sí se presenta, por un lado, la defensa de la tierra y, por otro lado, un proceso emancipador de mujeres que se presentan y se configuran como agentes clave para defender y proteger la vida. En ese sentido, se llamen como se llamen sí que encontramos un nexo y un vínculo y una complicidad con todas esas luchas.

Las madres o incluso las abuelas de estas mujeres habían liderado un movimiento también de defensa de la vida, pero la vida de sus familiares, de sus hijos, de sus nietos desaparecidos por las dictaduras. ¿Qué vínculo hay entre esa generación de defensoras de la vida y las actuales?

Nosotras nos consideramos aprendices y conectadas por una genealogía con todas esas mujeres. Cuando miramos a las Madres de la Plaza Mayo y nos encontramos con mujeres que empiezan a entrar de despacho en despacho en una de las dictaduras más sangrientas que hemos conocido, reclamando la aparición de sus hijos desaparecidos, lo que estamos viendo muchas veces son mujeres que, a partir de la tarea del cuidado, a partir de un rol tradicionalmente despreciado y subordinado como es el de ser madre, de repente son capaces de combatir una dictadura más feroces que hay en el mundo. Muchas de las mujeres que están luchando contra el extractivismo o muchas de las mujeres que están luchando por respirar un aire que se pueda respirar son también mujeres que están confrontando con intereses muy importantes poniendo en el centro lo que es necesario para sostener la vida. Hay un hilo de continuidad en todas esas formas de defensa de lo que es importante para continuar vivos y vivas.

Para una comunidad afectada por una mina o por un accidente como el de Bhopal parece bastante claro para qué puede servir el ecofeminismo, pero una sociedad urbana ¿en nos puede ayudar esta mirada del mundo?

La sociedades occidentales y urbanas también tienen una parte importante de luchas que son ecofeministas o que tienen rasgos de ecofeminismo. Por ejemplo, es impresionante, cómo hemos encontrado conexiones importantes y una sintonía importante con todos los movimientos en defensa de la vivienda. Defender tu vivienda es lo más parecido a defender el territorio próximo en el marco de la sociedad urbana, porque defender tu vivienda no es defender solamente las paredes donde cocinas, duermes o mantienes relaciones sexuales, sino también es defender un espacio que te conecta con el territorio próximo, es mantener los vínculos vecinales, mantener la pertenencia al barrio en el que estás. Pero, además, tenemos luchas que tienen que ver con la calidad del aire, que tienen que ver con detener las olas de calor, por ejemplo, que se producen en el entorno urbano con el cambio climático.

También dentro del espacio semiurbano estamos conociendo algunas luchas contra el extractivismo, por ejemplo, la plataforma contra la mina de cobre que está pegada a Santiago de Compostela, las minas de litio en Cáceres… todas esas luchas son luchas que se conectan con las otras y que están mayoritariamente protagonizadas por mujeres. En esas plataformas hay montones de mujeres. Si a esto le añadimos todo lo que tiene que ver con la contaminación química, los productos que son disruptores endocrinos o alteradores hormonales que afectan en mayor medida al cuerpo de las mujeres y, cuando no, afectan a las personas más pequeñas o a las más mayores, que son cuidadas mayoritariamente por mujeres, vemos que en realidad hay muchas luchas.

Además, y por encima de eso, poder solidarizarnos con las mujeres que luchan contra los extractivismos en el sur global, que luchan contra la incidencia de un sistema y un modelo extractivista brutal capitalista y depredador, racista y colonial, depende mucho del cambio de los hábitos de consumo y las miradas. Aquí depende de frenar el TTIP, depende de frenar el CETA, el TiSA y depende de poner freno a esas políticas también muchas veces protagonizadas por empresas del Ibex35 que están masacrando la vida de otras mujeres. No hay solidaridad feminista sin esos movimientos aquí que tratan también de frenar y proteger lo que hay allí.

Con esta defensa que se hace de la figura de la «madre coraje», de la mujer defensora de la vida y de sus hijos, del medioambiente y de la salud, ¿no se enquistan estos roles que el patriarcado reserva a las mujeres?

Claramente. Si el planteamiento es darle palmaditas a las mujeres en las espaldas -«¡Qué bien cuidáis la vida!»- sin que se produzca ningún tipo de proceso emancipador, sobre todo sin que se produzca una corresponsabilidad en el cuidado de los cuerpos que sean asumidas por personas, por hombres, por mujeres, que se definan como se definen, que no las asumen las instituciones, si no las asumen las comunidades, pues estamos haciendo una política de defensa de la vida, pero que sigue con cargo fundamentalmente al cuerpo de las mujeres. Es decir, esa redistribución de las obligaciones que comporta tener cuerpo y ser especie, esa desfeminización del trabajo de cuidados sobre cuerpos sobre todo femininos es absolutamente clave.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ecofeminismo/entrevista-yayo-herrero-econom%C3%ADa-tecnolog%C3%ADa-pol%C3%ADtica-sociedad-naturaleza-cuidados

lunes, 13 de abril de 2020

«El aislamiento ha sido el desencadenante para reconocer la interdependencia»

Yayo Herrero es una de las principales voces del ecofeminismo. Hablamos con ella para analizar la situación en la que nos encontramos y los retos que habría que afrontar en los próximos meses para que, después del coronavirus, afrontemos la crisis económica y social de una manera diferente a como lo hicimos en 2008.

La tercera semana de confinamiento comenzó con medidas más restrictivas para intentar aliviar la presión sobre el sistema sanitario. Un sistema que se ha visto desbordado de mil maneras. Todo el Estado, todo el sistema, se encuentra en una situación similar. Hasta el 9 de abril sólo podrán salir a trabajar aquellas personas que lo hagan en sectores estratégicos. Yayo Herrero cree que es necesario plantear unas nuevas políticas sociales y económicas más próximas a lo sociocomunitario, que permitan, entre otras cosas, una redistribución de la riqueza (para evitar que las capas sociales menos favorecidas no sean las que paguen los platos rotos de la crisis económica derivada del coronavirus). Opina que la situación actual ha puesto de manifiesto cómo los trabajos de cuidados, invisibilizados y poco valorados habitualmente, se han vuelto esenciales para sostener el confinamiento.

Parece que la crisis sanitaria está rompiendo ciertas costuras del sistema. ¿Cómo ve la situación?

La crisis sanitaria de la Covid-19 tiene lugar en un marco fuertemente tensionado. La salida de la crisis de 2008 se basó en políticas de austericidio, recortes de servicios públicos, rescate y mantenimiento de las estructuras financieras. En muchos casos, a costa de una precarización de la mayor parte de la gente. Por un lado, el importante desmantelamiento de la red de servicios públicos: sanidad, educación, dependencia; y por otro, la fragilización del trabajo. Las condiciones laborales, que ya eran frágiles, se deterioraron mucho más.

Antes de las crisis de la Covid-19 éramos un país con altas tasas de desempleo, con gran cantidad de trabajos de baja calidad, personas que tienen trabajo pero son pobres, fuerte crisis habitacional con la generación de la burbuja. Ahora, tenemos un modelo económico que, estructuralmente, es tremendamente dependiente. Dependiente de energía del exterior, de materiales y alimentos, y basado en monocultivos como el turismo que son tremendamente frágiles.

La crisis llega en este marco estructural. Por delante nos encontramos que las emergencias no son sólo las sanitarias. Hemos declarado la emergencia climática, todas las proyecciones del IPCC dicen que nuestras economías se resentirán por la influencia del cambio climático. Y esta es una crisis económica que era anunciada ya desde hace tiempo.

Esto es importante tenerlo en cuenta para analizar y tratar de presionar para ver qué tipo de políticas públicas se ponen en marcha para afrontar esta crisis sanitaria. Si la salida es similar a la de 2008, pero partiendo de un punto más precario, mucho más frágil, podemos encontrarnos una situación de empobrecimiento generalizado y precarización aún mayor. Y, sobre todo, cuando los discursos de ideología ultraderechista, o neofascista, van calando en algunos sectores de la población que cada vez tiene más miedo, o que pretende blindar de alguna manera su propia situación identificando un enemigo que es el otro, lo que está fuera, ante el que debe defender.

¿No cree que habremos aprendido algo respecto a 2008?
Ahora mismo no lo parece. Desde la UE se han hecho discursos grandilocuentes sobre cuántos millones de euros se iban a invertir en medidas sociales. Pero, cuando rascas un poco, ves que buena parte de estas medidas son más bien de impulso y sustentación del sistema financiero. Dar dinero a los bancos para que tengan liquidez para prestar a la gente para que salga por la vía del endeudamiento. No da la impresión, a nivel Europeo, que el 2008 haya dejado un aprendizaje interesante, al menos desde el punto de vista de las condiciones de vida de las personas. Quizás desde otros puntos de vista, desde los intereses de los grandes capitales, sí; no les salió tan mal y por eso pretenden reeditarlo.

Y ¿en el ámbito más local?
Si miras dentro del mismo gobierno, traslucen tensiones importantes. Una parte que quiere mantener un poco el pacto de estabilidad, el déficit, la dinámica algo más neoliberal de fortalecimiento financiero; y otra parte del gobierno que presiona para intentar sacar adelante medidas como la mejora de las condiciones de los ERTE, o la prohibición del despido a partir de ahora por causa del coronavirus. O algunas medidas que esperamos como la suspensión de alquileres, aunque sea con una pequeña protección a los propietarios que tengan alquilada la casa y sea su único ingreso. Sin estar satisfecha y siendo bastante crítica, por supuesto me planteo qué pasaría en esta circunstancia si tuviéramos un gobierno completamente neoliberal.

A pesar de las tensiones, ¿diría que la sociedad está viendo que los servicios públicos se han convertido en algo esencial?
Este es de los grandes aprendizajes de las últimas semanas. Tengo la sensación de que una parte importantísima de la sociedad, diría mayoritaria, de repente es consciente de la importancia de tener un sistema sólido de salud pública que hace que cualquier persona, venga de donde venga y tenga lo que tenga, disfrute del derecho y la posibilidad de ser dignamente atendida en un hospital. Independientemente de que en este momento, la lógica de recortes haga que se esté teniendo que hacer en unas condiciones tremendamente precarias.

Hay una explosión de reconocimiento, de agradecimiento, hacia todas las personas que trabajan en el ámbito de la sanidad pública, y no sólo: cuidadoras, trabajadoras domésticas, reponedores de supermercado, carretillas, transportistas… de repente nos damos cuenta de que una buena parte de los trabajos, que por cierto, están mayoritariamente feminizados y que han sido absolutamente precarios, despreciados, mal vistos y desprotegidos, cuando llega el momento de afrontar una cosa de estas, son los que no pueden dejar de funcionar.

¿Trataremos estos trabajos de otra manera a partir de ahora?
Creo que probablemente sí. Para mucha gente lo que vendrá será diferente de lo que había antes. Ver, de repente, este frenazo económico evidenciará la fragilidad de todo el sistema económico y el hecho de que nuestras vidas dependen de un cúmulo de relaciones poco sólidas, precarias, muy basadas en la lejanía. Que cuando caen o se desploman se nos llevan a todos por delante.

Es muy interesante también, creo, en sociedades tan atomizadas como nuestras, sobre todo en los ámbitos urbanos, ver cómo precisamente, la orden de aislarnos, de tener que encerrarnos y mantener la distancia social, ha sido el desencadenante para que mucha gente empiece a mirar por las ventanas, los balcones, empiece a conocer por el nombre a sus vecinos, a preocuparse un poco por otras personas que están en el exterior de sus casas. Teniendo la conciencia de que preocuparte de otras personas hará también que otros se preocupen por ti. Es un reconocimiento de la interdependencia muy fuerte.

Esta situación parece haber dejado claro que la interdependencia es mucho mayor de lo que parecía antes …

Absolutamente. Son sociedades que están hiperconectadas por arriba, en lo económico y político y, sin embargo, en los últimos años se han atomizado mucho por la base. Estamos en un momento de convulsión en el que muchas personas, de manera intuitiva, se ven obligadas a reconectarse rápidamente por pura supervivencia, material y emocional.

Vemos cómo el frenado tan brutal de la economía se lleva por delante las ocupaciones, la normalidad tal cual la conocíamos y, al mismo tiempo, paradójicamente, hace que la atmósfera sea respirable, que el agua sea más clara, que se reduzcan las emisiones. Y revela, yo creo, el gran problema civilizatorio que tenemos: una economía que, cuando crece, destruye las posibilidades de seguir viviendo de forma digna, y cuando decrece, como ahora, con la lógica de poder que hay, cae violentamente sobre las personas más pobres y vulnerables. Y creo que esta doble tensión también puede hacer que muchas personas sean más conscientes de que salir de aquí requiere cambios profundos en nuestras maneras de organizar la economía, la política y la vida.

Parece que la crisis sanitaria tiene que ver con la ingesta de animales salvajes, en este caso, el pangolín. ¿Hay relación entre esto y un sistema económico que empuja a las personas a buscar estas formas de alimentación?

Hay que ser cauta. Debemos leer bastantes más estudios antes de sacar conclusiones precipitadas. Dicho esto, lo que sí me parece absolutamente clave es el hecho de que la cadena alimentaria y las atrocidades que se cometen en ella, son un factor de riesgo en la salud importantes. Sabemos ya mucho sobre la presencia de pesticidas, de productos contaminantes, alteradores hormonales y endocrinos en algunos productos alimenticios.

Ahora, por ejemplo, todo lo que sale con el pangolín. Pero recordemos la encefalitis espongiforme que transmitían las vacas. Hablábamos de vacas que habían sido alimentadas con restos de proteína animal. Obviamente saltarse y el alterar ciclos y dinámicas naturales en muy poco tiempo genera distorsiones y consecuencias que no sabemos por dónde vendrán.

Me parece interesante, según he ido viendo, varios artículos en diversas publicaciones europeas sobre la incidencia que tiene la pérdida de biodiversidad en la transmisión más acelerada del virus y en la llegada de estos virus a las cadenas más altas de las redes tróficas, es decir, que la desaparición de la biodiversidad hace que cada vez haya menos especies interpuestas entre los virus y mamíferos. Eso sí que aumenta la expansión de los virus y pandemias.

También hay otros artículos que hablan de que la expansión del virus ha sido más dura en los lugares que previamente tenían un nivel de contaminación más fuerte. Algunos de los investigadores a los que he preguntado me han dicho que todavía tienen que hacer estudios, pero obviamente, si tienes un virus que afecta en mayor medida a personas que tienen patologías previas o afecciones cardiorrespiratorias, y vivimos en ciudades donde la gente respira durante años aire sucio, nos coloca en una situación de mayor riesgo ante virus y pandemias. Que, además, aumentarán debido al cambio climático.

¿Qué cree que deberíamos aprender de esta crisis socialmente?

Creo que si asumimos que esta situación de emergencia no es coyuntural, sino que es una nueva normalidad, que es lo que nos está diciendo la comunidad científica queramos o no queramos escucharla, necesitaríamos actuar en ejes diferentes, empezando por apostar de manera clara por un principio de suficiencia.

Aprender a vivir con lo necesario. Todo el mundo. Esto supone un cambio en los modelos productivos, en los estilos de vida y de consumo absolutamente radical. Por lo tanto, tenemos que cambiar la cultura del reparto. Para que personas que están en situaciones tremendamente vulnerables, empobrecidas y precarias puedan vivir con lo necesario, hay que abordar la redistribución de la riqueza, de los tiempos y de los trabajos que hacen falta para mantener nuestra especie. Mira la cantidad de trabajo de cuidados que se ha revelado como necesario a partir de esta crisis.

Y, finalmente, también hay una política pública basada en la precaución, en la cautela y el cuidado. Parece fácil pero es radicalmente incompatible con la lógica que defiende que hay que correr cualquier riesgo o sacrificar cualquier cosa con tal de que la economía crezca. Este principio del cuidado, desde la lógica del reparto y la justicia para que todos tengan suficiente, supone una manera de abordar la política pública y la economía que está en las antípodas de las que tenemos en el momento actual.

Al igual que el sistema sanitario se ha visto tensionado, el educativo también… ¿Qué respuesta puede dar el sistema?

Tengo la sensación de que por la urgencia y la rapidez con la que ha sucedido todo esto, parte de lo que está pasando cayó directamente sobre el profesorado, que está asumiendo la situación como puede. Estoy viendo un compromiso brutal para intentar atender, hacerse cargo de una situación que ha caído a plomo. Y luego, están las familias. Se dice que el virus afecta igual a todos y que no conoce de clases. El virus probablemente no, pero sus consecuencias son marcadamente diferentes en función de la posición de clase, de si eres gitana o paya, de la edad que tengas.

Cuando vives en una casa de 120 metros, tienes una buena conexión de wifi, una familia que te puede resolver una duda o te puede ayudar a organizar el cuadrante de tareas, estás en mucho mejores condiciones que si vives en una casa de 40 metros, no tienes conexión y, además, tu familia no te puede echar un cable. Y por si fuera poco tienes un profesorado que se encuentra confinado en casa y a su vez tiene hijos, y que lidia con ello como puede.

Fuente:
https://catalunyaplural.cat/es/el-aislamiento-ha-sido-el-desencadenante-para-que-las-sociedades-atomizadas-reconozcan-la-interdependencia/