Asumiendo la no existencia de piedras filosofales que resuelvan nuestros extravíos, se trataba en este caso –más que de dar aventuradas respuestas- de buscar las buenas preguntas. O al menos de desbrozar caminos. Así que César Rendueles, Manuel Cruz y Daniel Innerarity, tres de los nombres más activos e inquietos del pensamiento en español, aceptaron la invitación de EL PAÍS para hablar de todo y de nada. Esta conversación se desarrolló recientemente en Burgos, tras la intervención de los tres autores en el II Foro de la Cultura. Una de las conclusiones de la charla: todo va demasiado deprisa en nuestras sociedades de hoy.
Pregunta. Entonces… ¿cultura… o culturas?
Manuel Cruz. Yo estoy de acuerdo en lo de culturas, en plural. Y a veces la cultura no es que esté viciada por una lógica mercantil, sino que responde además a una lógica de subalternidad. Se habla siempre del creador, y la izquierda a lo más que llega es a reclamar que el máximo de gente tenga acceso a la obra de ese creador. Y ahí se entrecruzan los conceptos de obra de arte y de autoridad. Hay que revisar ese vínculo.
César Rendueles. Tendemos a hablar de la cultura en términos de prácticas profesionales, y despreciamos una riquísima cultura amateur, y esto tiene que ver con la precarización. O nos olvidamos de prácticas estéticas o artesanales no estrictamente culturales pero que rondan ese territorio, como pueden ser algunas manifestaciones deportivas. En los periódicos hay cosas que salen en las páginas de Cultura cuando deberían salir en las de Consumo, y en cambio algunas de Deportes podrían ir en Cultura.
Daniel Innerarity. La cultura ya no se puede entender como un mundo de espacios contenedores. Como pasa en la universidad, las mejores ideas suelen surgir entre chispazos, entre espacios que se están peleando y colaborando y una excesiva especialización trae cosas normalmente poco interesantes.
M. C. Suele darse una identificación entre cultura y saber… y eso nos lleva a las academias. O sea, el saber como aquello de lo que hay academia, y si no, no es saber. Y pienso si ahí no ha habido un retroceso en planteamientos que se llegaron a hacer pero que no han tenido más recorrido, pienso en aquello que Vázquez Montalbán defendía como subcultura.
P. Que un rapero improvise durante 24 horas rimando letras y poniéndoles música, para algunos es subcultura. Para otros es cultura con mayúsculas. Y por cierto: ¿no creen que esos mensajes improvisados –lo mismo que el replanteamiento crítico de ideas y situaciones mediante la filosofía- pueden estar interesando tanto a la gente más joven porque los dos se enfrentan a los mensajes estáticos, oficiales?
D. I. Hay un libro muy interesante de Von Kleist, aunque de título horrible, Sobre la formación de nuestro pensamiento a medida que se habla. Trata de que, en el fondo, no hay pensamiento allí donde no se da un cierto bricolaje personal. Vivimos en un mundo atravesado de discursos oficiales, prácticas institucionales y lugares comunes. En esos circuitos mecánicos hay que introducir elementos de reflexividad, y por lo tanto de apropiación. Pensar es tener un interruptor. E interrumpir.
P. Sí, pero para eso de pensar por uno mismo hace falta silencio y tiempo, justo lo que empieza a faltar. Más bien hay ruido y prisa.
C. R. Totalmente. Y enlazando con lo de antes: yo desconfío de la espontaneidad. Y creo que si alguna fuerza tienen la filosofía y el pensamiento racional es esa capacidad de someter esa espontaneidad. Y efectivamente, hay un ruido de fondo que nos inunda, es como una rueda de hámster…
P. ¿Se llama inercia?
C. R. Sí, la inercia simbólica y social que nos rodea.
M. C. A la gente le hace gracia que el filósofo piense de las cosas concretas… en el fondo espera que el filósofo vea en ellas más cosas de las que uno ve. Pero por otro lado creo que la gente necesita también esquemas teóricos, elementos que le organicen un poco el mundo.
D. I. Hacen falta mapas, referencias a la totalidad…
M. C. Sí, y otra cosa: el tiempo ha desaparecido. Ya no funcionamos con tiempo, sino con una sucesión de instantes de los que se espera la máxima intensidad.
D. I. Decía Wittgenstein que si los filósofos formáramos una secta y tuviéramos una expresión que nos desvelara como tales, una clave que marcara esa pertenencia, sería precisamente “tómate tu tiempo”…
C. R. Los espacios culturales privilegiados, al menos en las dos últimas décadas, han sido muy refractarios a los espacios de desconexión. A mí me alarma lo poco que se habla de las bibliotecas, unas instituciones milenarias que funcionan particularmente bien. Y resulta que lo único que dicen de ellas los programas culturales de los partidos políticos es que su problema es de conectividad. ¡Cuando justamente es al revés, son espacios de desconexión que funcionan muy bien! Y lo mismo está pasando en la Universidad, donde los espacios académicos que implican pausa y perspectiva son demonizados.
P. ¿Temen que el estudio de las humanidades acabe muriendo de muerte lenta al no ser vistas como saberes útiles?
D. I. Totalmente. En el mundo de la investigación filosófica, la rentabilidad que se nos exige es una rentabilidad pensada con criterios de las ciencias de la naturaleza.
C. R. Se está uniformizando muchísimo la producción científica, cada vez es más difícil desarrollar investigaciones un poco marginales o arriesgadas. Se busca el rendimiento inmediato. Todo esto es una catástrofe.
D. I. Vivimos en una sociedad que no está muy interesada en replantearse la cuestión de qué significa que algo sea útil. Es una cuestión que incomoda.
M. C. ¿Utilidad? Mira, es muy normal que cualquier persona de la calle te diga de los políticos: “¡Bah, es que no quieren otra cosa que el poder!”, como hablando de algo asqueroso. Pero ¿y si en vez de querer el poder quisieran acumular mucho dinero? ¿Es que eso sería mejor?
P. Ahí sale la figura del idiotes aristotélico … la abdicación de muchísima gente ante la política, ¿no?
C. R. Bueno, yo soy más optimista. Cada vez veo más gente consciente de llevar “vidas dañadas”, como decía Adorno. De haber vivido y seguir viviendo una mentira. Y lo veo también en la Universidad. Frente a una inercia heredada del pasado, cada vez veo más gente, sobre todo estudiantes, que hace grandes esfuerzos para vivir de otra manera.
P. En lo referente a cierta lógica de la volatilidad y la obsolescencia programada de las cosas, ¿hasta qué punto ha incidido en ello la apuesta furiosa por el avance tecnólogico/digital? ¿No desemboca eso a veces en la chuchería digital?
C. R. El solucionismo tecnológico es el síntoma de una aceleración consumista, de un consumismo llevado a ámbitos de nuestras vidas que de otra manera sería más difícil comercializar… como el ámbito de las emociones o el de la información. Así que, por ejemplo, sistemáticamente buscamos una especie de ídolo en las tecnologías digitales ¡como si fueran las únicas tecnologías que hay!
M. C. Ojalá que lo tecnológico fuera una chuchería, pero no lo es. Eso que llamamos el complejo científico-técnico no para de crecer.
P. “Un mundo de todos y de nadie”, escribió Daniel Innerarity…
D. I. Bueno, pero hay formas de desaceleración que son muy emancipadoras. Yo creo, por ejemplo, que no responder el correo electrónico o el tuit o el whatsapp de forma inmediata es una fuente de ganancia de racionalidad. Las cosas que se hacen inmediatamente se hacen mal. Evitar los automatismos y no estar sujetos a la lógica de lo inmediato es liberador.
C. R. Hay una larga tradición de reaccionarios de izquierda, como Benjamin o Pasolini, que fueron premonitorios, con una enorme capacidad para vislumbrar hacia dónde nos llevaba el desarrollismo brutal. Y creo que el pensamiento ecologista y eco-socialista sí que está planteando algunos desafíos políticos urgentes en esa dirección.
TRES MOSQUETEROS PARA PENSAR
César Rendueles (Gerona, 1975). Sociólogo y doctor en Filosofía, enseña actualmente Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus ensayos recientes destacan Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (2013) y Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (2015). Rendueles fue uno de los fundadores, en 2002, del movimiento social y cultural de izquierdas Ladinamo.
Daniel Innerarity (Bilbao, 1959). Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador IKERBASQUE en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Entre sus obras destacan La democracia del conocimiento (Premio Euskadi de Ensayo 2012), La sociedad invisible (Premio Espasa de Ensayo 2004) o La transformación de la política (Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Ensayo de 2003). Fue número 2 en las listas de la coalición navarra Geroa Bai en las elecciones generales del pasado 20 de diciembre.
Manuel Cruz (Barcelona, 1951). Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid). Algunos de sus principales ensayos son Las malas pasadas del pasado (Premio Anagrama de Ensayo 2005), Amo, luego existo (Premio Espasa de Ensayo 2010) y Ser sin tiempo, que acaba de publicar en Herder Editorial. Es diputado independiente por el PSC-PSOE en el Congreso.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/11/25/actualidad/1480078930_220108.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s
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domingo, 4 de diciembre de 2016
miércoles, 24 de junio de 2015
El regreso del activismo militante
Pepe Gutiérrez-Álvarez
A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo –se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de “grupos sectarios”…
La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.
Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".
Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.
La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.
Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la “revolución de los claveles”, así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo “por las buenas”, mediante las mayorías legales y la negociación.
Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los “reformistas” del “antiguo régimen”. Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.
Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como “modernidad”, desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha “modernidad” en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.
Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de “profesional” al “activista”- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los “principios” del 15-M era aquella de “!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡”.
Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como “mano de obra barata” para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La “profesionalidad” de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de “servir al pueblo”. La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.
Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que “no les fallaría”. Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA. Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que “se la jugaron” entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron “la alegría de la lucha”. Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la “profesionalización”. Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del “modelo activista”, es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del “fin de la historia”.
Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.
Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.
Estamos asistiendo a muchas cosas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos “clásico”, al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.
Notas
1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)
2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo.
En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán –que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.
A lo largo de los años ochenta del pasado siglo, la militancia que había dado al traste con el continuismo franquista entró aclaradamente en decadencia, tirando por tierra la base social de cualquier cambio. Durante décadas, las diversas derechas pudieron llevar a cabo sus planes, logrando en la economía lo que el franquismo no había logrado. Este panorama está cambiando en los últimos tiempos. Desde las estancias gubernamentales y afines, los militantes comenzaron a ser descritos como resistencialistas, como un personal que persistían en viejas batallas ya superadas: no era lo mismo –se decía- hacerlo contra la dictadura que hacerlo con una democracia que estaba dando tan buena vida al país. En un principio la crítica era por lo general benevolente, luego ya se hablaba de “grupos sectarios”…
La situación ha cambiado en los últimos tiempos, ahora la tendencia era descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos, tal como expresaba el profesor Manuel Cruz (1), que lamentaba los efectos de la corrupción a la que añadía otro motivo la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Una imagen que el autor sitúa al margen de factores tan drásticos como la de la polarización de la riqueza a favor de los más ricos, de los que en la situación anterior estaban ganando la lucha de clases, el segundo factor, tal como lo expresa Naomi Klein, es lo que lo cambia todo. Nunca en la historia el atraso de la conciencia en relación a las necesidades humanas ha sido tan abismal, la mayor derrota cultural de la izquierda desde 1789 llegó justo en el momento en que la mancipación resultaba más necesaria y posible que nunca.
Desde la aceptación de la derrota, Cruz que conoció -y olvidó- otras inquietudes (2), pasa a describir el surgimiento de una nueva clase política del 78 como una mera exigencia objetiva sin mayor precisión. Describe un periplo en el que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".
Pero a mí entender, hay algunas cosas más que considerar.
La militancia fue la mayor herencia de las internacionales obreras que entre nosotros había dado lugar a un movimiento obrero que, básicamente, soñaba conectar las reformas democráticas y sociales más básicos para convertir a los trabajadores y trabajadoras en personas con derechos, entre ellos el de poder soñar.
Fue esta militancia la que prosiguió con la resistencia en sus diferentes ramas (a veces enfrentadas), en condiciones francamente terribles, disuasorias. El que daba el paso sabía a lo estaba expuesto. Sin embargo, dicha resistencia fue creciendo hasta hacerse irreversible después de la “revolución de los claveles”, así hasta convertirse en la parte central de la función. La gente ocupó los sindicatos, las asambleas, las entidades vecinales y la calle. Los cines, los teatros, las librerías, se politizaron. Conceptos como obrero, socialismo, marxismo, anarquismo, etc., aparecían por doquier. El sueño oscilaba entre el ideal (el socialismo, democrático por supuesto) con lo posible: una democracia socialmente avanzada. Pero, cuando este movimiento desde abajo en el que emergían hasta las voces más apartadas como la de los jubilados, fue invitado a callar y desalojar las calles, el gran argumento fue que se quería lo mismo que antes, solo que ahora se trataba de hacerlo “por las buenas”, mediante las mayorías legales y la negociación.
Por supuesto, no fue así. Hubo una resistencia que, a pesar de sus retrocesos, mantuvo el pulso hasta el referéndum sobre la OTAN, ganado por el voto del miedo, tan presente durante la Transición como advertencia por parte de los “reformistas” del “antiguo régimen”. Al final, la mayoría se atrincheró en la vida privada y poco más, una parte sustancial se recicló en las instituciones incluyendo las sindicales, y una minoría siguió y se trató de románticos o sectarios, más o menos. No había donde ir, después de haber sobrevivido la larga noche del franquismo, se impuso el sentimiento general de más vale pájaro en mano, mejor no complicarse la vida. Para muchos jóvenes que vinieron después, cosas como los derechos sociales (que habían costado sangre, sudor y lágrimas), eran cosas ya establecidas, de siempre, fuera de cuestión.
Que esto no fuese así, que lo sea cada vez menos, son cosas que también parecer escapar a Manuel Cruz que, en otros textos suyos consagra en el altar conceptos como “modernidad”, desde el cual puede establecer un abismo entre el ayer y el hoy, cuando son los señores los que están ganando la guerra de clases en nombre de dicha “modernidad” en la que cada cual está donde debe, unos arriba, otros abajo.
Desde luego este giro de tendencia en las actitudes políticas de lo que seguimos llamando izquierda -de “profesional” al “activista”- no ha sido un mero cambio de moda. A nadie escapa que uno de los “principios” del 15-M era aquella de “!No somos mercancía en manos de políticos y banqueros¡”.
Dicho de otro modo, el pueblo es tratado como parte del marcado, como “mano de obra barata” para facilitar la competitividad, todo en beneficio de los banqueros a los que los políticos sirven. La “profesionalidad” de estos no es diferente a la de los abogados que trabajan para las empresas, con la diferencia de que los abogados no presumen de “servir al pueblo”. La política se había convertido en una de las artes escénicas (El Roto), interpretaban los papeles que les correspondían en instituciones que quedaban cortadas de cualquier influencia que no fuese la del Gran Dinero. La política se había convertido en la parte más hipócrita de los negocios. La corrupción era como el aceite que lo hacía funcionar, tal que dejó escrito Milton Friedman.
Pero Cruz no abre esta puerta como tampoco lo hace con la del descrédito del bipartidismo. Parece que no ha pasado nada, que la mayoría absoluta del PP que está empobreciendo a marchas forzadas a la población trabajadora sea algo tan natural como los bañadores en verano. Nada que decir sobre la decadencia del PSOE. Del creciente alejamiento capital humano heredado del antifranquismo, así como de los jóvenes a lo que el bendito Zapatero prometió que “no les fallaría”. Jóvenes que no tienen ni de lejos las expectativas que pudieron gozar en su momento los jóvenes filósofos como Cruz y otros tantos que ahora intelectuales orgánicos PRISA. Pero, en el diagnóstico de Manuel Cruz todo parece limitarse a un cambio del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar. Sin embargo, el modelo Ada Colau ya existía. Ella misma se inserta en la continuidad de la militancia integral e idealista de tantas mujeres que “se la jugaron” entra la dictadura sin pensar en más recompensa que la de la propia lucha. No debía de ser poca cosa porque, según Emmeline Pankhurts, la célebre sufragista, lo único que las mujeres tenían que agradecer a los hombres era que estos les descubrieron “la alegría de la lucha”. Para Manuel Cruz esta alegría no se entiende sino es desde la “profesionalización”. Lo único que cambia es el modelo, ahora revestido del “modelo activista”, es más: el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Ignoro en que mundo se desenvuelve la vida del (ya) viejo profesor, pero todo indica que firmó aquello del “fin de la historia”.
Pero la historia ha seguido, y sí ha demostrado algo es que no se puede bajar la guardia ante el egoísmo propietario que no respeta nada, ni a las personas, ni a la naturaleza, ni tan siquiera a sus propias leyes. Es bastante posible que esto resulte lejano al personal instalado, pero lo que no se puede es seguir haciendo es seguir como sí no hubiese nada que hacer. Cómo sí se pudiera seguir confiando en la casta política cuyos mecanismos acaban triturando o expulsando a todos los que entran en el engranaje, ahí está todo el PSOE para demostrarlo como la prudencia los ha convertido en parte del problema.
Pero para Manuel Cruz no hay esperanza. Percibe que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. O sea que, mira por donde, más vale un Felipe conocido que una Ada Colau por conocer, quizás porque de otra manera, los instalados en la apología del presente quedarían en evidencia.
Estamos asistiendo a muchas cosas en muy poco tiempo, y uno de sus signos está siendo el regreso de la militancia, del activismo que se atiene a un código moral digamos “clásico”, al reconocimiento de los desconocidos, la lucha con los perdedores, la ética de los incorruptibles que no aceptan a los que dejan de serlo. Se recupera aquella pasión militante que era la que daba un significado a nuestras vidas, y ha regresado para quedarse, al menos por mucho tiempo.
Notas
1/ De profesión: activista (El País, 06/07/2015)
2/ Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, todos las citas corresponden a este artículo.
En mi biblioteca aparece como introductor de Contra Althusser (Ed. Madrágora, Barcelona, 1975), que recopilaba textos de Mandel, Bensaïd, Brohm, Vincent, Brossat, entre otros destacados intelectuales de la LCR francesa. Manuel aporta un texto propio, El concepto de revolución en Althusser (pp, 9-51) Aparece entre los testigos que trataron y estudiaron con Manuel Sacristán –que murió siendo una conciencia militante- en el Integral Sacristán, el ciclópeo documental de Xavier Juncosa. También es autor de una Historia de la filosofía que desconozco.
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