Mostrando entradas con la etiqueta Daniel Innerarity. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Daniel Innerarity. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de junio de 2025

_- Algo hemos hecho mal para que ascienda la ultraderecha

Tribuna Innerarity 29/05/25


_- El extremismo no habría llegado a una posición tan relevante si la forma en que se hace política no le fuera tan favorable

En la política se producen a veces constelaciones que favorecen a un actor que no ha hecho nada para merecerlo. No es posible que la ultraderecha haya conquistado una posición tan relevante si no fuera porque las condiciones en las que se practica hoy la política le han resultado muy favorables. Algo hemos tenido que hacer los demás para que los autoritarios hayan alcanzado una posición política que ellos mismos eran incapaces de conseguir. Si en buena parte del espacio público ha terminado por imponerse el marco de la extrema derecha, su modo de concebir los asuntos políticos, sus disposiciones emocionales, no es por su capacidad estratégica, ni porque hayan formulado unas ideas especialmente atractivas sino por desidia o torpeza de los demás.

El ruido en torno a las extremas derechas les ha favorecido y puede seguir haciéndolo si no actuamos con inteligencia. Nuestro griterío coincide con su silencio porque mientras callan no hacemos otra cosa que hablar de ellos. Se ha producido la paradoja de que cuando mejor les va es cuando callan, y que obtienen su peor valoración cuando tienen que hacer explícito su programa de gobierno, por ejemplo, tras la esperpéntica moción de censura de Tamames. Les viene bien el silencio y el modo incógnito, esa supuesta novedad que aparentan representar. El hecho de que se hayan colocado en el centro del debate sin que se les interrogue sobre sus propuestas concretas es debido, sobre todo, a errores ajenos. Tal vez yo contribuya a alimentar esa contradicción, pero lo hago para hablar de nosotros y no tanto de ellos.

Diversas circunstancias han provocado una perturbación de las coordinadas políticas que ha favorecido a la extrema derecha. Se han producido algunos cambios asombrosos que confieren una cierta credibilidad, por ejemplo, que ultrarricos resulten fiables cuando hablan en nombre de los trabajadores, que una parte de la casta lidere el combate contra la casta, que el reproche a las élites improductivas haya pasado de la izquierda a la derecha y ahora sea esta quien parece representar mejor la crítica a los parásitos. Especialmente inaudita es la apelación a la democracia por parte de la ultraderecha, hasta el punto de presentarse a sí mismos como el partido de la evidencia democrática. Que la extrema derecha hable en nombre de la democracia no es algo nuevo, pero sí que esa apropiación sea tan ampliamente aceptada. Podemos interpretarlo como pura demagogia, pero también como el resultado de haberse beneficiado de la desnaturalización del concepto y la práctica democrática. Más allá de la capacidad de la extrema derecha para hacerse con la lengua del adversario, habría que interrogarse sobre la manera como ha evolucionado la política contemporánea y hasta qué punto esa evolución desvela nuestra propia inconsistencia. La atención de los medios (no solo de las redes o los pseudomedios) a la polémica y el choque es el espacio que requieren provocadores como Donald Trump, cuyo histrionismo gozaría de mucha menos atención si la información no tuviera ese carácter de confrontación adictiva. La extrema derecha es una ideología que se alimenta del desprecio hacia la política, de manera que no solo el hecho de que la política se haga mal sino la descripción dramatizada de sus deficiencias favorece a quienes viven de su descrédito.

Para explicar por qué sobre ciertos temas la extrema derecha ha impuesto su manera de concebirlos es inevitable hablar sobre nuestra involuntaria colaboración, tanto en la derecha como en la izquierda. Este favor no pretendido puede realizarse adoptando el marco de los extremistas con la intención de neutralizar su empleo y lo que se consigue es que el marco se imponga sin perjudicar a quienes viven de él. Lo paradójico es que también sus más encarnizados antagonistas les presten inestimables servicios cuando plantean una forma de combate que corresponde exactamente con lo que más les conviene, extremista, sin transacciones posibles, de tosca contraposición.

La cuestión de la migración es el terreno que les proporciona las mayores ventajas, sobre todo cuando lo presentamos como un “problema” o aceptamos el discurso de “una inmigración ordenada” y damos así a entender que el interior de nuestras sociedades está perfectamente ordenado y solo se perturba por lo que proviene del exterior; quien habla de “integración” suele tener una idea demasiado homogénea de la sociedad e infravalora el pluralismo interior. El modo de hablar de la inmigración (también el de quienes no son abiertamente xenófobos) tiene un efecto sobre los miedos y la hostilidad que se despliegan en la sociedad. La categoría de “extranjeros” beatifica a quienes no lo son, que quedan así eximidos de responsabilidad en materia de inseguridad. La fijación en los delitos pequeños cometidos por los inmigrantes invisibiliza los más grandes, que suelen ser cometidos por los de aquí. Con todo ese campo de cultivo no era difícil que la extrema derecha consiguiera convencer a buena parte de las clases medias de que las evoluciones del capitalismo contemporáneo no son las causas determinantes de su empobrecimiento ni de su malestar identitario, sino los migrantes.

El actual feudalismo tecnológico ha sido preparado por el culto a la eficacia, el pragmatismo despolitizado y la asepsia ideológica, que se ofrecen como soluciones a los fracasos burocráticos. Al prestigio del tecnosolucionismo contribuye un espacio público cuyas narrativas catastrofistas preparan el terreno para la justificación de formas de gobierno autoritarias, de urgencia sin deliberación, y confieren una atención inmerecida a quienes dramatizan el malestar, se ofrecen para proteger a cualquier precio, anuncian soluciones al margen de los procedimientos democráticos y sin respetar las instituciones. Este es el terreno en el que resulta creíble el autoritarismo tecnológico.

El viejo combate entre la izquierda y la derecha ha adoptado hoy un giro inesperado y lo que ahora se confronta es la prisa y la lentitud, el cohete contra la conversación, la rapidez contra la deliberación, el descontrol frente a la regulación. El Estado, los procedimientos y la misma democracia se presentan como instituciones de la lentitud. Se ha extendido aquella convicción de Peter Thiel, el libertario que fundó PayPal con Elon Musk, de que los problemas del mundo contemporáneo no se pueden resolver en el marco de los valores y los procedimientos democráticos. Los autoritarios ya no aparecen como los defensores del pasado sino como quienes prometen un futuro transhumano y posdemocrático. Impera en algunos países un exhibicionismo tecnológico que dice querer superar la pereza burocrática, pero en realidad desprecia los procedimientos democráticos. Si se presenta como democrático es porque considera que la gente quiere eficacia, rendimiento y soluciones inmediatas, algo que la política democrática parece haber dejado de proporcionar. El tecnosolucionismo desafía la reflexión y la rendición de cuentas; configura un entorno político sin un debate significativo ni oportunidades de impugnación. Ha impuesto un ritmo a la política tan rápido porque no pierde el tiempo en tomar en consideración sus efectos sociales y medioambientales. El mantra de que la regulación impide la creatividad es el discurso que necesita para una explotación oportunista de los vacíos legislativos; esa supuesta innovación actúa en el tiempo que discurre entre el descubrimiento de un método para hacer dinero y el momento en el que el Estado consigue elaborar una ley al respecto. Si el aceleracionismo ofrece resultados inmediatos es porque, a diferencia de la deliberación democrática, no pierde el tiempo en recabar la opinión de los afectados por sus decisiones; sin reflexión, debates e inclusión, podemos llegar muy rápido a un sitio despolitizado en el que es seguro que no estaremos todos, especialmente aquellos cuyos intereses no tienen otro medio de hacerse valer.

Daniel Innerarity en catedrático de Filosofía Política (Ikerbasque / Instituto Europeo de Florencia), acaba de publicar en Galaxia-Gutenberg el libro Una teoría crítica de la inteligencia artificial, Premio Eugenio Trías de Ensayo.



Philip Glass - Metamorphosis 1

domingo, 4 de diciembre de 2016

Tres filósofos contra la prisa y el ruido. EL PAÍS reúne a los pensadores César Rendueles, Manuel Cruz y Daniel Innerarity para hablar de las sociedades de hoy.

Asumiendo la no existencia de piedras filosofales que resuelvan nuestros extravíos, se trataba en este caso –más que de dar aventuradas respuestas- de buscar las buenas preguntas. O al menos de desbrozar caminos. Así que  César RenduelesManuel Cruz y Daniel Innerarity, tres de los nombres más activos e inquietos del pensamiento en español, aceptaron la invitación de EL PAÍS para hablar de todo y de nada. Esta conversación se desarrolló recientemente en Burgos, tras la intervención de los tres autores en el II Foro de la Cultura. Una de las conclusiones de la charla: todo va demasiado deprisa en nuestras sociedades de hoy.

Pregunta. Entonces… ¿cultura… o culturas?
Manuel Cruz. Yo estoy de acuerdo en lo de culturas, en plural. Y a veces la cultura no es que esté viciada por una lógica mercantil, sino que responde además a una lógica de subalternidad. Se habla siempre del creador, y la izquierda a lo más que llega es a reclamar que el máximo de gente tenga acceso a la obra de ese creador. Y ahí se entrecruzan los conceptos de obra de arte y de autoridad. Hay que revisar ese vínculo.

César Rendueles. Tendemos a hablar de la cultura en términos de prácticas profesionales, y despreciamos una riquísima cultura amateur, y esto tiene que ver con la precarización. O nos olvidamos de prácticas estéticas o artesanales no estrictamente culturales pero que rondan ese territorio, como pueden ser algunas manifestaciones deportivas. En los periódicos hay cosas que salen en las páginas de Cultura cuando deberían salir en las de Consumo, y en cambio algunas de Deportes podrían ir en Cultura.

Daniel Innerarity. La cultura ya no se puede entender como un mundo de espacios contenedores. Como pasa en la universidad, las mejores ideas suelen surgir entre chispazos, entre espacios que se están peleando y colaborando y una excesiva especialización trae cosas normalmente poco interesantes.

M. C. Suele darse una identificación entre cultura y saber… y eso nos lleva a las academias. O sea, el saber como aquello de lo que hay academia, y si no, no es saber. Y pienso si ahí no ha habido un retroceso en planteamientos que se llegaron a hacer pero que no han tenido más recorrido, pienso en aquello que  Vázquez Montalbán defendía como subcultura.

P. Que un rapero improvise durante 24 horas rimando letras y poniéndoles música, para algunos es subcultura. Para otros es cultura con mayúsculas. Y por cierto: ¿no creen que esos mensajes improvisados –lo mismo que el replanteamiento crítico de ideas y situaciones mediante la filosofía- pueden estar interesando tanto a la gente más joven porque los dos se enfrentan a los mensajes estáticos, oficiales?
D. I. Hay un libro muy interesante de Von Kleist, aunque de título horrible, Sobre la formación de nuestro pensamiento a medida que se habla. Trata de que, en el fondo, no hay pensamiento allí donde no se da un cierto bricolaje personal. Vivimos en un mundo atravesado de discursos oficiales, prácticas institucionales y lugares comunes. En esos circuitos mecánicos hay que introducir elementos de reflexividad, y por lo tanto de apropiación. Pensar es tener un interruptor. E interrumpir.

P. Sí, pero para eso de pensar por uno mismo hace falta silencio y tiempo, justo lo que empieza a faltar. Más bien hay ruido y prisa.
C. R. Totalmente. Y enlazando con lo de antes: yo desconfío de la espontaneidad. Y creo que si alguna fuerza tienen la filosofía y el pensamiento racional es esa capacidad de someter esa espontaneidad. Y efectivamente, hay un ruido de fondo que nos inunda, es como una rueda de hámster…

P. ¿Se llama inercia?
C. R. Sí, la inercia simbólica y social que nos rodea.

M. C. A la gente le hace gracia que el filósofo piense de las cosas concretas… en el fondo espera que el filósofo vea en ellas más cosas de las que uno ve. Pero por otro lado creo que la gente necesita también esquemas teóricos, elementos que le organicen un poco el mundo.

D. I. Hacen falta mapas, referencias a la totalidad…

M. C. Sí, y otra cosa: el tiempo ha desaparecido. Ya no funcionamos con tiempo, sino con una sucesión de instantes de los que se espera la máxima intensidad.

D. I. Decía  Wittgenstein que si los filósofos formáramos una secta y tuviéramos una expresión que nos desvelara como tales, una clave que marcara esa pertenencia, sería precisamente “tómate tu tiempo”…

C. R. Los espacios culturales privilegiados, al menos en las dos últimas décadas, han sido muy refractarios a los espacios de desconexión. A mí me alarma lo poco que se habla de las bibliotecas, unas instituciones milenarias que funcionan particularmente bien. Y resulta que lo único que dicen de ellas los programas culturales de los partidos políticos es que su problema es de conectividad. ¡Cuando justamente es al revés, son espacios de desconexión que funcionan muy bien! Y lo mismo está pasando en la Universidad, donde los espacios académicos que implican pausa y perspectiva son demonizados.

P. ¿Temen que el estudio de las humanidades acabe muriendo de muerte lenta al no ser vistas como saberes útiles?
D. I. Totalmente. En el mundo de la investigación filosófica, la rentabilidad que se nos exige es una rentabilidad pensada con criterios de las ciencias de la naturaleza.

C. R. Se está uniformizando muchísimo la producción científica, cada vez es más difícil desarrollar investigaciones un poco marginales o arriesgadas. Se busca el rendimiento inmediato. Todo esto es una catástrofe.

D. I. Vivimos en una sociedad que no está muy interesada en replantearse la cuestión de qué significa que algo sea útil. Es una cuestión que incomoda.

M. C. ¿Utilidad? Mira, es muy normal que cualquier persona de la calle te diga de los políticos: “¡Bah, es que no quieren otra cosa que el poder!”, como hablando de algo asqueroso. Pero ¿y si en vez de querer el poder quisieran acumular mucho dinero? ¿Es que eso sería mejor?

P. Ahí sale la figura del idiotes aristotélico … la abdicación de muchísima gente ante la política, ¿no?
C. R. Bueno, yo soy más optimista. Cada vez veo más gente consciente de llevar “vidas dañadas”, como decía Adorno. De haber vivido y seguir viviendo una mentira. Y lo veo también en la Universidad. Frente a una inercia heredada del pasado, cada vez veo más gente, sobre todo estudiantes, que hace grandes esfuerzos para vivir de otra manera.

P. En lo referente a cierta lógica de la volatilidad y la obsolescencia programada de las cosas, ¿hasta qué punto ha incidido en ello la apuesta furiosa por el avance tecnólogico/digital? ¿No desemboca eso a veces en la chuchería digital?
C. R. El solucionismo tecnológico es el síntoma de una aceleración consumista, de un consumismo llevado a ámbitos de nuestras vidas que de otra manera sería más difícil comercializar… como el ámbito de las emociones o el de la información. Así que, por ejemplo, sistemáticamente buscamos una especie de ídolo en las tecnologías digitales ¡como si fueran las únicas tecnologías que hay!

M. C. Ojalá que lo tecnológico fuera una chuchería, pero no lo es. Eso que llamamos el complejo científico-técnico no para de crecer.

P. “Un mundo de todos y de nadie”, escribió Daniel Innerarity…
D. I. Bueno, pero hay formas de desaceleración que son muy emancipadoras. Yo creo, por ejemplo, que no responder el correo electrónico o el tuit o el whatsapp de forma inmediata es una fuente de ganancia de racionalidad. Las cosas que se hacen inmediatamente se hacen mal. Evitar los automatismos y no estar sujetos a la lógica de lo inmediato es liberador.

C. R. Hay una larga tradición de reaccionarios de izquierda, como  Benjamin o Pasolini, que fueron premonitorios, con una enorme capacidad para vislumbrar hacia dónde nos llevaba el desarrollismo brutal. Y creo que el pensamiento ecologista y eco-socialista sí que está planteando algunos desafíos políticos urgentes en esa dirección.


TRES MOSQUETEROS PARA PENSAR
César Rendueles (Gerona, 1975). Sociólogo y doctor en Filosofía, enseña actualmente Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Entre sus ensayos recientes destacan Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (2013) y Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (2015). Rendueles fue uno de los fundadores, en 2002, del movimiento social y cultural de izquierdas Ladinamo.

Daniel Innerarity (Bilbao, 1959). Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador IKERBASQUE en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Entre sus obras destacan La democracia del conocimiento (Premio Euskadi de Ensayo 2012), La sociedad invisible (Premio Espasa de Ensayo 2004) o La transformación de la política (Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Ensayo de 2003). Fue número 2 en las listas de la coalición navarra Geroa Bai en las elecciones generales del pasado 20 de diciembre.

Manuel Cruz (Barcelona, 1951). Catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid). Algunos de sus principales ensayos son Las malas pasadas del pasado (Premio Anagrama de Ensayo 2005), Amo, luego existo (Premio Espasa de Ensayo 2010) y Ser sin tiempo, que acaba de publicar en Herder Editorial. Es diputado independiente por el PSC-PSOE en el Congreso.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/11/25/actualidad/1480078930_220108.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s