Mostrando entradas con la etiqueta artes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta artes. Mostrar todas las entradas

sábado, 24 de diciembre de 2022

El arte y la ciencia de reconocer los errores.

Un grupo de 87 investigadores se retracta sobre las conclusiones de su artículo sobre el origen de la variante ómicron. Así avanza el conocimiento

Se puede argumentar que las noticias científicas son las únicas buenas noticias que aparecen en un periódico. Mientras el mundo cae en un infierno geoestratégico, el precio de la lombarda despega hacia la estratosfera y los poderes del Estado se enzarzan en un altercado con dudoso beneficio para los ciudadanos y para las inauditas partes implicadas, las noticias científicas nos hablan de un telescopio espacial que penetra en el origen del universo, de una inteligencia artificial cada vez más creativa y de la reconstrucción de un paisaje de Groenlandia que desapareció hace dos millones de años. Incluso en los años de plomo de la covid, fue la ciencia la que aportó paliativos y soluciones al problema, y se lo dice uno que se ganó el apodo de “el cenizo de la pandemia” entre sus propios amigos. Para qué quiere uno enemigos.

Pero los investigadores cometen errores, como todo el mundo, y el avance científico depende críticamente de su capacidad para detectarlos y corregirlos. Esta es una de las marcas de agua de la práctica científica, una que los tutores graban a fuego en los estudiantes y doctorandos. Si te has equivocado, reconócelo o te quedas fuera de juego. No estoy hablando de fraudes perpetrados por investigadores de manera consciente y retorcida, sino de genuinos errores que habían pasado inadvertidos en el momento de publicar el trabajo. La retracción de un paper (artículo científico revisado por pares) no hace titulares, pero es una práctica esencial que merece reflexión. Y acabamos de conocer un caso muy ilustrativo que se refiere al origen de ómicron, la variante del coronavirus que ha barrido el planeta este año y que está poniendo al gobierno chino ante la perspectiva de que mueran un millón y medio de personas en los próximos meses.

El trabajo en cuestión iba firmado por 87 investigadores coordinados por Jan Felix Drexler, del Hospital Universitario Charité de Berlín, y se publicó en ‘Science’ el pasado 1 de diciembre. Su tesis central era que los ancestros de ómicron circulaban ya por varios países africanos durante 2021, meses antes de que esa variante se detectara en Botsuana y Sudáfrica y conquistara el mundo desde allí. El resultado reforzaba una de las hipótesis sobre el origen de ómicron: que sus mutaciones se fueron acumulando lentamente mientras circulaba indetectado por unos países africanos donde no abundan los servicios de secuenciación genómica.

En cuanto se publicó el trabajo, los genetistas levantaron una ceja. Eso no cuadraba con lo que ya sabían de la evolución del virus. Cuando el SARS-CoV-2 evoluciona parsimoniosamente mientras circula por una población amplia deja unos rastros inconfundibles en el genoma de las nuevas variantes, y esos rastros no están en ómicron. Kristian Andersen, un evolucionista del Scripps Research de San Diego, California, y otros investigadores publicaron en Twitter esas objeciones. Tenían razón. Las muestras estaban contaminadas, y los 87 autores lo han admitido este miércoles en una retracción pública del ‘paper’.

Sé que esto no parece una columna de Navidad, pero créanme que lo es. En un panorama político irrespirable como el actual, que los científicos reconozcan sus errores con balcones a la calle es un verdadero regalo de Papá Noel.

sábado, 22 de marzo de 2014

Fiebre de saber. El documental 'Particle Fever' es un viaje de descubrimiento de la pasión de los científicos

"Tiene que haber gente que rompa las reglas y se atreva a llegar a las fronteras a las que no ha llegado antes nadie”, dice, entusiasta y serio, con perfecta convicción, el profesor David Kaplan, que habla de los enigmas y las alegrías de la Física con un aire sostenido de asombro, a veces con una expresión de desconcierto. El profesor Kaplan traza números y símbolos matemáticos en una pizarra como si la tiza fuera un pincel y la pizarra un lienzo, y cuando ve las imágenes de los animales pintados hace treinta mil años en la cueva de Chauvet intuye que quienes les dieron forma en la claridad de las antorchas compartían una vocación de conocimiento y maravilla muy semejante a la suya. A lo largo de Particle Fever, el mejor documental científico que he visto en mi vida, la presencia y la voz de David Kaplan lo guían a uno en un viaje de descubrimiento en el que también hay otras voces, otras caras entre ensimismadas y cordiales, las de unos cuantos hombres y mujeres que viven la ciencia como esa vocación apasionada que muchos literatos y artistas consideran privativa de sus oficios.

Particle Fever cuenta una historia que a mucha gente le parecerá de antemano abstrusa o del todo incomprensible: la puesta en marcha, en 2008, del LHC, el gran acelerador de partículas europeo, la máquina más grande y compleja que existe en el mundo, y el proceso de búsqueda que condujo a principios del verano de 2012 al hallazgo del bosón de Higgs, la partícula cuya existencia se había aventurado como una hipótesis medio siglo atrás, la que proveería de masa a todas las demás partículas elementales y confirmaría un modelo inteligible del universo regido por un orden de supersimetría. Uno de los científicos, Savas Dimopoulos, griego nacido en Turquía y expulsado con su familia del país en los años sesenta, mira con asombro a la cámara, alzando los ojos de un iPad, y dice: “Es increíble, pero las leyes que explican el universo caben en una hoja de papel”. Dimopoulos se dedicó a la Física porque cuando era niño asistía a las disputas políticas feroces entre griegos y turcos, y sintió la necesidad de encontrar una forma de verdad que no dependiera de la elocuencia de quien hablara en su defensa. Entre los científicos es más frecuente y más fértil la extranjería que entre los artistas. Savas Dimopoulos, el griego al que los patriotas dejaron sin país, trabaja en un campus universitario de California. En Princeton tiene un puesto de profesor Nima Arkani-Hamed, que le da un aire a David Foster Wallace, y que también escapó de niño con su familia, aunque de una opresión mucho más oscurantista, la de los ayatolás iraníes. En su entrega a la investigación habrá una dosis perdurable de rebeldía contra dogmatismos religiosos que son tan hostiles ahora mismo a la racionalidad y al conocimiento como los que enviaron a Galileo a los calabozos de la Inquisición.

Los artistas contemporáneos más célebres adoptan poses de gurús. Los teóricos de la literatura practican un hermetismo arrogante que no admite más sonrisas que las de la suficiencia. Los físicos, en Particle Fever, van al trabajo en bicicleta, cuentan chistes, declaran sus incertidumbres, expresan una convicción sin cinismo, organizan en los hangares entre cavernosos y catedralicios del CERN espectáculos de hip-hop en los que se las arreglan para encontrar rimas a los términos más difíciles de su vocabulario. Monica Dunford practica el ciclismo, corre maratones, es piragüista, expresa una apetencia parecida a la gula anticipando los millones de nuevos datos que empezarán a fluir en cuanto se produzcan las colisiones a velocidades cercanas a la de la luz entre los dos haces de protones del Gran Acelerador. Dunford es joven, americana, gimnástica. Fabiola Gianotti habla inglés con mucho acento italiano y en vez de entretenerse fuera del trabajo practicando deportes toca sonatas de piano. Cuenta que de adolescente la literatura, la música y el arte le atraían tanto como la ciencia, porque también estimulaban su curiosidad por conocer el mundo y su sentido de la belleza. Se inclinó por la Física sintiendo que le permitía aproximaciones más precisas. Pero para explicar su vocación cita a Dante, y cuando toca el piano encuentra que las reglas de la música —la armonía, la acústica— también pertenecen al ámbito de la física y de las matemáticas.
Fuente; El País. Antonio Muñoz Molina. Babelia.