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jueves, 27 de julio de 2017

Zizek. Liturgia del gurú. En el éxito de la prosa psicoanalítica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones del Althusser que visitó Granada.

Cuando era muy joven, en 1976, presencié de cerca la llegada de un gurú al que se recibió entonces como he visto que se recibe ahora en Madrid al filósofo Zizek

Era en Granada, en una primavera excitante y convulsa, solo unos meses después de la muerte de Franco. Era el tiempo en el que la dictadura parecía que se debilitaba o se desmoronaba y en el que lo nuevo tardaba tanto en llegar que vivíamos en el aire, en suspenso, en un presente que se desprendía del pasado, pero que no tenía conexión con ningún porvenir verosímil. En Granada, el Hospital Real, entonces la sede de la Facultad de Letras, era un enclave casi extraterritorial de libertad insegura, de una sublevación afiebrada que sin embargo no solía extenderse más allá de los portones de la entrada, del jardín delantero del edificio. Por las calles de la ciudad seguían patrullando las mismas furgonetas grises de la policía. Las noticias sobre detenciones y palizas ahora escaseaban, pero no habían desaparecido. Tampoco había ­desaparecido el miedo. En Vitoria la policía había disparado a bocajarro contra una multitud de trabajadores en huelga y había matado a seis de ellos. Pero en la Facultad de Letras, el gran hospital con bóvedas góticas y patios renacentistas que venía de los tiempos de los Reyes Católicos, los muros estaban llenos de carteles y pancartas de todo tipo de organizaciones políticas radicales, y los días de clase eran más infrecuentes que los de huelgas o asambleas. El derecho de huelga y el derecho de reunión o manifestación no existían, pero los estudiantes abandonábamos las aulas para concentrarnos por centenares en los cruceros y en los patios. La policía observaba a una cierta distancia, las furgonetas grises aparcadas en calles laterales, los antidisturbios rondando el perímetro de la Facultad con los fusiles en la mano, las porras al cinto, las viseras de los cascos levantadas.

Cualquier clase se convertía de pronto en una asamblea. El derecho a fumar en todo momento se ejercía tan apasionadamente, tan sin fatiga ni tregua, como el de debatirlo todo: los programas de enseñanza en la universidad, la disolución inmediata de los cuerpos represivos, la proclamación de la III República, la transición no ya del fascismo a la democracia, sino del capitalismo al comunismo. El porvenir exigía ideas claras, decisiones rápidas, sentido común, concordia. Encerrados y protegidos hasta cierto punto en nuestra Facultad, nosotros vivíamos de abstracciones, repetíamos fantasías y cismas ideológicos de medio siglo atrás. Las diatribas más feroces no sucedían entre partidarios y detractores del régimen de Franco. La inquina mayor era la que se dedicaban entre sí los militantes del Partido Comunista y los de otros grupos más a la izquierda, trotskistas y maoístas. Trotskistas y maoístas estaban unidos en su odio a los “revisionistas” del PC, pero a su vez se detestaban entre sí. Había un sectarismo de catacumbas y de dogmas tan abstrusos como los del cristianismo primitivo, una necesidad idéntica de distinguir entre los puros y los herejes.

Unos y otros escrutaban las Sagradas Escrituras en busca de pasajes favorables que legitimaran sus anatemas y sus excomuniones. Las Escrituras eran el Manifiesto comunista, El capital, el Qué hacer de Lenin, etcétera; pero sobre todo los manuales divulgativos de la época. En 1976, el más leído y estudiado en las universidades española era Conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harne­cker, un breviario tan sencillo y rotundo como el catecismo, o como el Libro Rojo de Mao.

Luego estaba Althusser. Althusser era como un Padre de la Iglesia, un san Agustín o Tomás de Aquino de la Trinidad Sagrada, Marx, Engels, Lenin. Sus dos libros más cuantiosos estaban en los escaparates de todas las librerías: Para leer ‘El capital’, La revolución teórica de Marx. Se corrió la buena nueva de que Althusser venía a Granada a dar una conferencia; a Granada y a nuestra Facultad, donde enseñaban algunos de sus discípulos predilectos en España.

Nunca hubo tanta gente en ninguna asamblea del Hospital Real. Más de mil personas llenábamos uno de los claustros. Los pasillos estaban ocupados por gente de pie. El humo del tabaco acrecentaba el espesor del aire. Entró Althusser acompañado por sus discípulos y, después del gran aplauso, se puso a leer su conferencia. Era un hombre muy pálido, de expresión fúnebre. Leía inclinando la cara hacia el papel, sin levantar la voz, sin variar el tono. Leyó durante una hora una conferencia filosófica, muy abstracta, sin la oratoria de revuelta política que muchos de nosotros habíamos esperado. La conferencia, además, estaba en francés. Un rato antes del comienzo se había repartido unas fotocopias escasas con la traducción. Como una ola invisible, la adoración se convertía en estupor, aunque nadie tuviera la valentía de manifestarlo, de mostrar impaciencia, ni siquiera incomodidad. En un silencio que las bóvedas y los ventanales góticos volvían más eclesiástico, aquella voz mortecina seguía murmurando párrafos en francés que prácticamente ninguno de nosotros comprendía. De pronto, sin énfasis, sin variación de tono, la voz se apagó. Louis Althusser levantó la cara muy pálida, se quitó las gafas con un gesto de fatiga. El aplauso fue tan cerrado y tan sostenido que pareció que temblaba el suelo. Desfilábamos con las cabezas bajas hacia la salida, en un rumor respetuoso, los fieles con un arrobo de recién comulgados, los más o menos escépticos o aburridos eludiendo las miradas para no comprometernos, para no delatarnos.

Más de veinte años después, leyendo las memorias de Althusser, El porvenir es largo, encontré un pasaje en el que hablaba de aquella visita a Granada. El libro entero es una confesión terrible, un testimonio de exasperación y negrura. El gran experto en Marx reconocía haber leído El capital muy superficialmente, sin comprender gran cosa, disimulando su desconocimiento con palabrería, con vaguedades dogmáticas. Lo que recordaba de Granada sobre todo era una antigua sensación de impostura que acentuaban los años, la tiniebla uniforme de la depresión. Sus tratados de marxismo yo no llegué a leerlos nunca, sobre todo por pereza. En el éxito de la prosa compacta, psicoanalítica y pedregosa de Zizek noto alguna huella de las abstracciones de Althusser, quizás un síntoma de un revival más amplio de aquel espesor marrón de los años setenta, ahora amenizado con fuegos de artificio de las redes sociales. Igual que entonces, me intriga la propensión humana a erigir santones y gurús y a encontrar sentido hasta a sus exabruptos más oscuros.

https://cultura.elpais.com/cultura/2017/07/05/babelia/1499269822_607086.html?por=mosaico

domingo, 9 de julio de 2017

Como ganar a la izquierda

Slavoj Zizek
CounterPunch

Una vieja maldición china dice “Que vivas en tiempos interesantes!” – Los tiempos interesantes son tiempos de problemas, confusión y angustia. Y parece que en algunos países “democráticos”, estamos asistiendo últimamente un raro fenómeno que muestra que vivimos en tiempos interesantes: surge un candidato de la “nada” y gana las elecciones. Es un momento de confusión pero, es también la construcción de un movimiento en torno a un nombre - Berlusconi y Macron son un ejemplo.

¿De qué signo es este proceso? Definitivamente no se trata de un movimiento popular que vaya más allá de los partidos tradicionales - por el contrario, las nuevas fuerzas políticas cuentan con el pleno apoyo de establishment social y económico. Su función es ocultar los antagonismos sociales reales – y hacer aparecer una unidad mágica contra lo que algunos denominan la amenaza “fascista”.

Hace décadas, Vaclav Havel fue el primero en dejar escapar este sueño: después de haber sido elegido Presidente, hizo una original sugerencia a Helmut Kohl, “¿Por qué no trabajamos juntos para disolver todos los partidos políticos? ¿Por qué no creamos simplemente el gran partido de Europa ?” Podéis imaginar sonrisa escéptica de Kohl.

Este excepcional fenómeno es una las consecuencias visibles de un reordenación, de largo plazo, del espacio político en Europa. Hasta hace poco, el espacio político estaba dominado por dos Partidos que cubrían todo el cuerpo electoral, un Partido de Centro- Derecha (democristiano, liberal-conservador) y un Partido de Centro- Izquierda (socialista, socialdemócratas), acompañados de partidos más pequeños (ecologistas, neofascistas, etc.).

Ahora, esta surgiendo progresivamente un Partido que representa al capitalismo Global, que por lo general tiene una relativa tolerancia al aborto, los derechos de los homosexuales y de las minorías religiosos o étnicas; se opone a este naciente Partido Globalista un Partido anti-inmigración, que, en su periferia, es acompañado de grupos directamente xenófobos.

Un caso ejemplar es Polonia: después de la desaparición de los ex-comunistas, los principales partidos son; el “anti-ideológico” partido liberal centrista del ex primer ministro Donald Tusk y el partido conservador cristiano de los hermanos Kaczynski.

La pregunta es: ¿cuál de estos dos partidos - conservadores o liberales - tendrá éxito en presentarse como la encarnación de la política pos-ideológica contra aquellos que “todavía están atrapados en los viejos espectros ideológicos”? En los años noventa, los conservadores estaban mejor posicionados; más tarde, los izquierdistas liberales parecían haber ganando terreno.

Este proceso nos lleva de nuevo a Berlusconi y Macron: estos nuevos movimientos surgen de la “nada” cuando ninguno de los viejos partidos - conservadores o liberales- logra imponerse como el nuevo “ extremo centro”. Entonces, el establishment entra en pánico y tiene que inventar un nuevo movimiento, precisamente, con el fin de mantener las cosas como están.

Los nombres de estos respectivos movimientos suenan similares por su “universalidad vacía”, que se ajusta a todos y a todo. ¿Quién no está de acuerdo con “Forza Italia”! o con “La Republique En Marche!”. Ambos nombres designan el sentido abstracto de un movimiento victorioso que va hacia adelante sin especificar la dirección y su objetivo.

Hay, por supuesto, una diferencia obvia entre los dos procesos, acentos diferentes:

Berlusconi entró en escena después de una gran campaña contra la corrupción, que derrumbó toda la configuración política tradicional en Italia (solo los ex comunistas se mantuvieron como fuerza viable) mientras Macron entra en escena contra el “populismo xenófobo” de Le Pen. Su papel esta descrito por algunos de sus partidarios: Marine Le Pen gradualmente ha logrado ser “des-diabolizada”, es decir, ahora se le percibe como un político “normal” (aceptable), entonces la tarea consiste en “re-diabolizarla”, para mostrar que sigue siendo la misma xenófobo y no debe ser tolerada por la sociedad.

Como la operación de re-diabolización es claramente insuficiente: hay que levantar, inmediatamente, un líder surgido de la sociedad civil (Macron es una reacción Le Pen). Precisamente la función de la “diabolización” es para ocultar este enlace y para localizar a un político fuera de nuestro espacio democrático.

Como históricamente, la izquierda ha denunciado la xenofobia, no es de extrañar que con un enemigo diabolizado, la izquierda radical no tenga espacio político ante una imagen diabolizada. En las últimas elecciones en Francia, el escepticismo de la izquierda sobre Macron fue denunciado inmediatamente como un apoyo a Le Pen. Así podemos aventurar la hipótesis que la eliminación de la izquierda fue el verdadero objetivo de la operación, y que el enemigo demonizado consistió en un provechosa estratagema.

Julian Assange escribió recientemente que la elite del Partido Demócrata ha adoptado la consigna “No hemos perdido - Rusia ganó” porque si no lo hicieran, la insurgencia creado por Bernie Sanders, en las recientes elecciones, terminaría ganando al Partido para la izquierda. De la misma manera que los demócratas estadounidenses diabolizan a Trump para deshacerse de Sanders (porque este representa una amenaza para el establishment Demócrata) el establishment francés diaboliza a Le Pen para deshacerse de una potencial radicalización de izquierda.

El Reino Unido es un caso especial, allí uno de los viejos partidos – El Partido Laborista, bajo el liderazgo de Corbyn - está resultando ser la principal amenaza. Así que tal vez, debemos imaginar un nuevo “extremo centro ” anti-Brexit compuesto por el ala Blair del Laborismo, los demócratas liberales y los conservadores anti-Brexit. Todos ellos van a utilizar el Brexit como pretexto, pero en realidad su objetivo es deshacerse del Laborismo de Corbyn. Vivimos efectivamente en tiempos interesantes.

Publicada por https://www.counterpunch.org/
Traducción Emilio Pizocaro

sábado, 18 de febrero de 2017

La larga sombra de Trump se proyecta sobre Europa. Despertar para seguir soñando.

Slavoj Zizek
Página/12

En este artículo el notable ensayista esloveno analiza las causas y consecuencias del triunfo electoral del magnate inmobiliario estadounidense y cómo puede alterar el mapa político en Europa, en particular las cruciales elecciones francesas dentro de tres meses, donde un derechista conservador como Fillon enfrenta a una populista de extrema derecha, Marine Le Pen.

Un par de días antes de la asunción de Donald Trump, Marine le Pen fue vista sentada en el Café Trump Tower de la Quinta Avenida, como si esperara ser llamada por el presidente entrante. Si bien no se realizó ninguna reunión, lo que sucedió pocos días después de la asunción parece un efecto secundario de esa fallida reunión: el 21 de enero, en Koblenz, los representantes de los partidos populistas de derecha europeos se reunieron bajo el lema de Libertad para Europa. El encuentro fue dominado por Le Pen, quien llamó a los votantes de toda Europa a “despertar” y seguir el ejemplo de los votantes estadounidenses y británicos; predijo que las victorias del Brexit y de Trump desencadenaría una ola imparable de “todos los dominós de Europa”. Trump dejó claro que “no apoya un sistema de opresión de los pueblos”: “2016 fue el año en que el mundo anglosajón despertó. Estoy seguro de que 2017 será el año en el que la gente de Europa continental se despierte.”

¿Qué significa despertar aquí? En su interpretación de los sueños, Freud relata un sueño bastante aterrador: un padre cansado que pasaba la noche al lado del ataúd de su joven hijo, se duerme y sueña que su hijo se acerca a él en llamas, dirigiéndose a él con este horrible reproche: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” Poco después, el padre se despierta y descubre que, debido a la vela derribada, el paño del sudario de su hijo muerto efectivamente se incendió. El humo que olió mientras dormía se incorporó al sueño del hijo en llamas para prolongar su sueño. ¿Fue así que el padre despertó cuando el estímulo externo (humo) se volvió demasiado fuerte para ser contenido dentro del escenario del sueño? ¿No era más bien el anverso?: el padre primero construyó el sueño para prolongar su sueño, es decir, para evitar el desagradable despertar; sin embargo, lo que él encontró en el sueño –literalmente la pregunta ardiente, el espectro espeluznante de su hijo reprochándole– era mucho más insoportable que la realidad externa, así que el padre despertó, escapó a la realidad externa. ¿Por qué? Para seguir soñando, para evitar el insoportable trauma de su propia culpa por la dolorosa muerte del hijo. ¿Y no es lo mismo con el despertar populista? Ya en la década de 1930, Adorno comentó que el llamado nazi “Deutschland, erwache! (“¡Alemania despierta!”) significaba exactamente lo contrario: ¡seguir nuestro sueño nazi (de los judíos como el enemigo externo arruinando la armonía de nuestras sociedades) para que uno pueda continuar a durmiendo! ¡Dormir y evitar el rudo despertar, el despertar de los antagonismos sociales que atraviesan nuestra realidad social! Hoy la derecha populista está haciendo lo mismo: nos llama a nosotros a “despertar” a la amenaza de los inmigrantes para que podamos seguir soñando, es decir, ignorar los antagonismos que atraviesan nuestro capitalismo global.

El discurso inaugural de Trump era, por supuesto, la ideología en su estado más puro, un mensaje simple y directo que se basaba en toda una serie de inconsistencias bastante obvias. Como dicen, el diablo mora en los detalles. Si tomamos el discurso de Trump en su forma más elemental, puede sonar como algo que Bernie Sanders podría haber dicho: “Hablo por todos aquellos trabajadores olvidados, descuidados y explotados que trabajan duro, soy su voz, conmigo tienes poder ...”

Sin embargo, a pesar del evidente contraste entre estas proclamaciones y los primeros nombramientos de Trump (¿cómo puede el secretario de Estado de Trump, Rex Tillerson, director ejecutivo de Exxon Mobil, ser la voz de los trabajadores explotados?), hay una serie de pistas que dan una giro específico a su mensaje. Trump habla de “élites de Washington”, no de capitalistas y grandes banqueros. Habla de la desvinculación del rol del policía mundial, pero promete la destrucción del terrorismo musulmán, la prevención de las pruebas balísticas norcoreanas y la contención de la ocupación china de las islas del mar de China meridional... así que lo que estamos obteniendo es el intervencionismo militar global ejercido directamente en nombre de los intereses estadounidenses, sin la máscara de derechos humanos y democracia. En los años sesenta, el lema del movimiento ecológico era “Piensa globalmente, actúa localmente”. Trump promete hacer exactamente lo contrario: “Piensa localmente, actúa globalmente”.

Hay algo hipócrita en los liberales que critican el eslogan “América primero”, como si esto no fuera lo que más o menos todos los países están haciendo, como si Estados Unidos no jugara un papel global precisamente porque le venía bien a sus propios intereses ... Pero el subyacente mensaje de “América primero” es triste: en el siglo americano, América se resignó a ser sólo uno entre los países. La ironía suprema es que los izquierdistas que durante mucho tiempo criticaron la pretensión de ser el policía global pueden comenzar a anhelar los viejos tiempos cuando, con toda hipocresía incluida, Estados Unidos impuso normas democráticas al mundo.

Pero lo que hace que el discurso inaugural de Trump sea interesante (y eficiente) es que sus inconsistencias reflejan las inconsistencias de la izquierda liberal. Hay que repetir una y otra vez que la derrota de Clinton fue el precio que ella tuvo que pagar por neutralizar a Bernie Sanders. Ella no perdió porque se movió demasiado a la izquierda, sino precisamente porque era demasiado centrista y de esta manera no logró capturar la rebelión anti-establishment que sostuvo tanto a Trump como a Sanders. Trump les recordó la realidad medio olvidada de la lucha de clases, aunque, por supuesto, lo hizo de una manera populista distorsionada. La rabia anti-establishment de Trump fue una especie de retorno a lo que fue reprimido cuando la política de la izquierda liberal moderada se centró en temas culturales “políticamente correctos”. Esta izquierda obtuvo de Trump su propio mensaje pero al revés. Por eso la única manera de responder a Trump habría sido apropiarse plenamente de la rabia contra el establishment y no descartarlo como primitivismo de basura blanca.

La reacción liberal predominante al discurso de asunción de Trump estaba predeciblemente llena de visiones apocalípticas bastante simples - basta mencionar que el anfitrión de MSNBC Chris Matthews detectó en él “un fondo Hitleriano”. Esta visión apocalíptica es típicamente acompañada por la comedia: la arrogancia de la izquierda liberal explota en su forma más pura el nuevo género de programas de talk shows en clave de humor político (Jon Stewart, John Oliver ...) que en su mayoría promulgan la pura arrogancia de la élite intelectual liberal. Pero el aspecto más depresivo del período post-electoral en Estados Unidos no son las medidas anunciadas por el Presidente electo, sino la forma en que la mayor parte del partido Demócrata está reaccionando a su histórica derrota: la oscilación entre los dos extremos, el horror al Gran Lobo Malo llamado Trump y el anverso de este pánico y fascinación, la renormalización de la situación, la idea de que nada extraordinario ocurrió, que es sólo otro revés en el intercambio normal entre presidentes republicanos y demócratas: Reagan, Bush, Trump... En este sentido, Nancy Pelosi hace referencia repetidamente a los acontecimientos de hace una década. Para ella, la lección es clara: “el pasado es un prólogo. Lo que funcionó antes funcionará de nuevo. Trump y los republicanos se sobreponen, y los demócratas tenemos que estar listos para aprovechar la oportunidad cuando lo hagan.” Tal postura ignora totalmente el verdadero significado de la victoria de Trump, las debilidades del partido Demócrata que la posibilitaron y la reestructuración radical de todo el espacio político que anuncia esta victoria. En Europa occidental y oriental, hay señales de una reorganización a largo plazo del espacio político. Hasta hace poco, el espacio político estaba dominado por dos partidos principales que se dirigían a todo el cuerpo electoral, un partido de centro-derecha (democratacristiano, liberal-conservador, popular ...) y un partido de centro-izquierda, (Socialdemócrata ...), con partidos más pequeños dirigiéndose a un electorado limitado (ecologistas, libertarios, etc.). Ahora cada vez hay más de un partido que representa el capitalismo global como tal, generalmente con relativa tolerancia hacia el aborto, los derechos de los homosexuales, las minorías religiosas y étnicas, etc.; en oposición a ese partido, hay otro partido populista anti-inmigrante cada vez más fuerte que va acompañado de grupos neofascistas directamente racistas en sus márgenes.

De manera que la historia de Donald y Hillary continúa: en su segunda entrega, los nombres de la pareja se cambian por los de Marine le Pen y Francois Fillon. Ahora que François Fillon fue elegido candidato de la derecha para las próximas elecciones presidenciales francesas y con la certeza (casi total) de que en la segunda vuelta de las elecciones la elección será entre Fillon y Marine le Pen, nuestra democracia alcanzó su (hasta ahora) punto más bajo. Si la diferencia entre Clinton y Trump era la diferencia entre el establishment liberal y la rabia populista de derecha, esta diferencia se redujo al mínimo en el caso de Le Pen versus Fillon. Si bien ambos son conservadores culturales, en materia de economía Fillon es puramente neoliberal mientras que Le Pen está mucho más orientada a proteger los intereses de los trabajadores. En resumen, dado que Fillon representa la peor combinación en la actualidad –el neoliberalismo económico y el conservadurismo social–, uno está seriamente tentado a preferir a Le Pen.

El único argumento para Fillon es uno puramente formal: representa formalmente la Europa unida y una distancia mínima de la derecha populista, aunque, en cuanto al contenido, parece ser peor que le Pen. Así que él representa la inmanente decadencia del establishment mismo –aquí es donde terminamos después de un proceso largo de derrotas y de retiros. En primer lugar, la izquierda radical tuvo que ser sacrificada por estar fuera de contacto con nuestros nuevos tiempos posmodernos y sus nuevos “paradigmas”. Luego la izquierda socialdemócrata moderada fue sacrificada por estar también fuera de contacto con las necesidades del nuevo capitalismo global. Ahora, en la última época de este triste relato, la derecha liberal moderada (Juppé) fue sacrificada como desprovista de valores conservadores que hay que enrolar si nosotros, el mundo civilizado, queremos derrotar a le Pen.

Cualquier semejanza con la vieja historia anti-nazi de cómo primero observamos pasivamente cuando los nazis en el poder sacaron a los comunistas, luego a los judíos, luego a la izquierda moderada, luego al centro liberal, incluso a los conservadores honestos... es puramente accidental. La reacción de Saramago –abstenerse de votar– es aquí obviamente lo UNICO apropiado para hacer. La Polonia de hoy ofrece un caso más en esta dirección, sirviendo como una fuerte refutación empírica a la predominante izquierda liberal de rechazo al populismo autoritario como política contradictoria que está condenada al fracaso. Si bien esto es cierto en principio –a largo plazo, todos estamos muertos, como lo expresó J. M. Keynes–, puede haber muchas sorpresas en el (no tan) corto plazo.

La visión convencional de lo que espera a los Estados Unidos (y posiblemente a Francia y los Países Bajos) en 2017, es un gobernante errático que promulga políticas contradictorias que benefician principalmente a los ricos. Los pobres perderán, porque los populistas no tienen esperanza de restablecer puestos de trabajo manufactureros, a pesar de sus promesas. Y la afluencia masiva de migrantes y refugiados continuará, porque los populistas no tienen planes para abordar las causas fundamentales del problema. Al final, los gobiernos populistas, incapaces de un gobierno efectivo, se desmoronarán y sus líderes se enfrentarán o bien al juicio político o no podrán ser reelectos. Pero los liberales estaban equivocados. PiS (Derecho y Justicia, el partido gobernante-populista) se ha transformado de una nulidad ideológica en un partido que ha logrado introducir cambios impactantes con velocidad y eficiencia récord. Ha promulgado las mayores transferencias sociales en la historia contemporánea de Polonia. Los padres reciben un beneficio mensual de 500 zloty ($ 120) por cada niño después de su primer hijo o por todos los niños de las familias más pobres (el ingreso promedio mensual neto es de aproximadamente 2.900 zloty, aunque más de dos tercios de los polacos ganan menos). Como resultado, la tasa de pobreza ha disminuido en un 20-40 por ciento y en un 70-90 por ciento entre los niños. La lista sigue: En 2016, el gobierno introdujo la medicación gratuita para las personas mayores de 75 años. El salario mínimo ahora supera lo que los sindicatos habían buscado. La edad de jubilación se ha reducido de 67 para hombres y mujeres a 60 para mujeres y 65 para hombres. El gobierno también planea alivio fiscal para los contribuyentes de bajos ingresos.

PiS hace lo que Marine le Pen también promete hacer en Francia: una combinación de medidas anti-austeridad –transferencias sociales que ningún partido de izquierda se atreve a considerar– más la promesa de orden y seguridad que afirma identidad nacional y promete lidiar con la amenaza de inmigrantes. ¿Quién puede superar esta combinación que aborda directamente las dos grandes preocupaciones de la gente común? Podemos discernir en el horizonte una situación extrañamente pervertida en la que la “izquierda” oficial está imponiendo la política de austeridad (al tiempo que aboga por los derechos multiculturales, etc.), mientras que la derecha populista lleva a cabo medidas antiausteridad para ayudar a los pobres (continuando con la agenda xenófoba nacionalista) –la última figura de lo que Hegel describió como el verkehrte Welt, el mundo del revés.

¿Y si Trump se mueve en la misma dirección? ¿Qué pasaría si su proyecto de proteccionismo moderado y grandes obras públicas, combinado con medidas de seguridad anti-inmigrantes y una nueva pervertida paz con Rusia, funciona de alguna manera? El idioma francés utiliza el llamado “ne” expletivo después de ciertos verbos y conjunciones; También se denomina “no negativo” porque no tiene valor negativo en sí mismo, sino que se usa en situaciones en las que la cláusula principal tiene un significado negativo (negativa o negativa negada), es decir, como expresiones de miedo, advertencia, duda y negación. Por ejemplo: Elle a peur qu’il ne soit malade (ella tiene miedo de que él esté enfermo). Lacan observó cómo esta negación superflua representa perfectamente la brecha que separa nuestro verdadero deseo inconsciente de nuestro deseo consciente: cuando una esposa tiene miedo de que su marido esté enfermo, bien puede preocuparse de que no esté enfermo (deseando que esté enfermo). ¿Y no podríamos decir exactamente lo mismo acerca de los liberales de izquierda horrorizados por Trump? Ils ont peur qu’il ne soit une catastrophe. (Ellos temen que sea una catástrofe. Lo que realmente temen es que no sea una catástrofe.)

Uno debería liberarse de este falso pánico falso, del temor a que la victoria Trump sea el último horror que nos hizo apoyar Hillary a pesar de todas sus obvias deficiencias. Las elecciones de 2016 fueron la derrota final de la democracia liberal, más precisamente, de lo que podríamos llamar el sueño de la izquierda (Fukuyama), y la única manera de derrotar realmente a Trump y redimir lo que vale la pena salvar en la democracia liberal es realizar una división sectaria del cadáver principal de la democracia liberal –en definitiva, cambiar el peso de Clinton a Sanders–. Las próximas elecciones deberían ser entre Trump y Sanders. Los elementos del programa para esta nueva Izquierda son relativamente fáciles de imaginar. Trump promete la cancelación de los grandes acuerdos de libre comercio apoyados por Clinton, y la alternativa de izquierda a ambos debería ser un proyecto de nuevos acuerdos internacionales diferentes. Los acuerdos que establecieran el control de los bancos, los acuerdos sobre normas ecológicas, sobre los derechos de los trabajadores, la asistencia sanitaria, la protección de las minorías sexuales y étnicas, etc. La gran lección del capitalismo global es que los Estados nacionales por sí solos no pueden hacer el trabajo, sólo una nueva política internacional puede quizás frenar el capital global.

Un viejo izquierdista anticomunista me dijo una vez que lo único bueno de Stalin fue que realmente asustó a las grandes potencias occidentales, y uno podría decir lo mismo de Trump: lo bueno de él es que realmente asusta a los liberales. Después de la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales aprendieron la lección y se centraron también en sus propias deficiencias, lo que les llevó a desarrollar el Estado del Bienestar –¿podrán nuestros liberales de izquierda hacer algo similar?

Para concluir volvamos a Marine le Pen. En un momento, ella definitivamente dio en la tecla: 2017 será el momento de la verdad para Europa. Sola, aplastada entre Estados Unidos y Rusia, tendrá que reinventarse o morir. El gran campo de batalla de 2017 estará en Europa, y en juego estará el núcleo mismo del legado emancipatorio europeo.

* Filósofo y crítico cultural esloveno. Su última obra es Contragolpe absoluto (Editorial Akal). Traducción: Celita Doyhambéhère.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/18082-despertar-para-seguir-sonando

martes, 15 de septiembre de 2015

La lógica de los pequeños capitales: filosofía y sociología del populismo

Este texto recoge la conferencia pronunciada en el seminario “Los retos del populismo en las sociedades democráticas”, celebrado en Sevilla el día 20 de marzo y coordinado por el profesor de Sociología de la Universidad de Sevilla Juan Martín Sánchez. En el seminario participó también el profesor de Filosofía de la Universidad de Alcalá Germán Cano Cuenca.

José Luis Moreno Pestaña

Teoría de la realidad y efecto de la teoría en la realidad La discusión sobre el populismo, con la referencia central del pensador argentino Ernesto Laclau, se ha instalado en el debate político español. Nos enfrentamos así a un espectacular efecto de teoría y ello en dos sentidos: por una parte, una teoría hasta hace poco relativamente desconocida, y de acceso intelectual difícil, se ha abierto un espacio dentro de audiencias amplias: las de ciertas capas del partido Podemos y la de los analistas que, con menor o mayor acrimonia o simpatía, juzgan necesario invocar el populismo para desenmascarar o definir al partido o cuando menos a sus dirigentes. El segundo efecto de teoría transcurre por otros senderos: cómo se articula la teoría de Ernesto Laclau con las prácticas políticas efectivas en la organización Podemos. Y ello tanto en su gestión interna como en su actividad política externa. Indudablemente la articulación de una teoría con unas prácticas puede realizarse con modos diversos: la práctica puede reflejar o inspirar, más o menos, una teoría; la teoría puede resguardar una práctica que, en lo concreto, poco tiene que ver con ella o con algunas partes de ella. Este segundo análisis, a mi entender el más interesante, no puedo abordarlo aquí.

Me centraré en discutir dos aspectos de la teoría de Laclau y lo haré comparándola con otras aportaciones sobre los usos del pueblo y el populismo: fundamentalmente ciertos aspectos de la visión de Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron y Claude Grignon. Las aportaciones de los dos últimos son polémicas con las del primero: incluso ellas dos pueden diferenciarse. Los contrastes de este artículo considerarán las de los tres en sus rasgos comunes, los de una sociología de la dominación y la resistencia.

Laclau parte de un sólido conocimiento histórico y sociológico del populismo, aunque en su pensamiento cabe distinguir argumentaciones en distintas vertientes. Una deriva de la comparación de diversas figuras históricas del populismo: el peronismo, la Turquía de Kemal Ataturk, la política de posguerra del Partido Comunista Italiano, la China de Mao, etc. Un segundo tipo de argumentación, paradójicamente el más popular, no consiste en comparar parecidos y diferencias entre coyunturas históricas sino en la elaboración de una teoría populista de inspiración lacaniana. Esta teoría comprende, a la vez, una explicación del conjunto de los procesos populistas y una guía para la acción.

En la explicación de los procesos populistas destacan, en mi opinión, dos rasgos. Primero: cuáles son las condiciones sociales y políticas del populismo. Segundo: cómo la teoría populista puede ayudar a producir tales condiciones sociales, para lo cual nos propone una teoría de los significantes flotantes. Ese discurso se ha generalizado entre las elites del partido y los comentaristas del mismo, lo cual crea de por sí un efecto sociológicamente fundamental. En un programa de la televisión La Tuerka, conducido por Pablo Iglesias, uno de los contertulios (Enric Juliana) se disculpaba por no dominar la jerga de Laclau, lo cual, con mayor o menor consistencia y donaire discursivo, conseguían los otros contertulios: los miembros de Izquierda Unida Alberto Garzón y Manuel Monereo, los dirigentes de Podemos Íñigo Errejón y Carolina Bescansa y el intelectual argentino Jorge Alemán. ¿Cuál es ese efecto? Una normalización teórica del partido y del análisis del mismo lo cual refuerza el valor empírico de la teoría de Ernesto Laclau: ésta se convierte en verdad porque muchos ajustan su comportamiento a la misma o leen sus comportamientos desde la misma.

En mi acercamiento a la teoría de Laclau me centraré más o menos en estos dos aspectos, que reformularé como sigue: discutir cuáles las condiciones sociales del populismo en política y cuál es la teoría de lo preformativo que propone el populismo de Laclau. Lo primero, grosso modo, alude al problema del pueblo en política. Lo segundo, al modo de constituir el pueblo por medio del discurso. Ambos problemas, obviamente, se encuentran vinculados. Condiciones sociales de producción de un acontecimiento y prácticas políticas de discusión y definición del mismo se encuentran entrelazadas por un continuo. Laclau no consideraría suficiente esta salvedad ya que como señala “la distinción entre un movimiento y su ideología no sólo es imposible, sino también irrelevante; lo que importa es la determinación de las secuencias discursivas a través de las cuales un movimiento o una fuerza social llevan a cabo su acción política global” (Laclau, 2012). En mi opinión sí cabe diferenciarlas. Un movimiento permite varias descripciones posibles y cada una de ellas no sólo configura el movimiento de una particular manera: también describe mejor o peor su realidad sociológica. Si solo contribuyese a construir la realidad, la teoría habría que valorarla por sus efectos políticos. Yo sostengo que no, que también cabe valorarla por su pertinencia objetiva, por su poder para describir con mayor riqueza la realidad del movimiento social. Pero ya en esta reflexión incluyo los dos problemas a los que me voy a enfrentar: cuál es lo popular en el populismo y cómo se relaciona la teoría con dicho pueblo.

La indeterminación del pueblo: Laclau y Gramsci
Una de las tesis centrales de Laclau es que los discursos populistas se encuentran políticamente mal definidos porque la realidad resulta ambigua. Es decir, la indefinición populista tiene, por así decirlo, un fundamento material ya que la realidad se encuentra disponible para diversos tipos de operaciones: el populismo es “un acto performativo dotado de una racionalidad propia, es decir, que el hecho de ser vago en determinadas situaciones es la condición para construir significados políticos relevantes” (Laclau, 2012). ¿En qué consiste esa racionalidad? En primerísimo lugar en considerar que el pueblo puede constituirse política exclusivamente en la simplificación de una oposición, lo cual exige a) simplificar al pueblo b) simplificar a los contendientes del pueblo. La tarea de un dirigente populista consiste en darle nuevos significados a los problemas del pueblo de modo que éste los perciba de otra manera: fundamentalmente como problemas vinculados entre sí o equivalentes.

Así se produce la hegemonía.
Cuidado porque el venerable concepto de Antonio Gramsci adquiere aquí un significado relativamente nuevo. Gramsci vinculaba la hegemonía con la capacidad de la clase obrera para conseguir aliados. La hegemonía, la dirección, se diferencia de la dominación, esto es, de la capacidad para someter a otros grupos por la violencia y la coerción. Un grupo social puede estar dominado pero no dirigido: caso de una clase social que se supedita a otra por miedo. Un grupo social puede encontrarse dominado y dirigido: una clase social que teme a sus dirigentes pero que además asume que estos merecen serlo, que constituyen un referente normativo.1

Como la palabra tiene un origen griego, me permito un ejemplo procedente de la Antigüedad clásica. En un primer momento, en la Atenas del siglo V a.n.e., la palabra democracia (etimológicamente, como sabemos todos, poder del pueblo) tenía un sentido polémico: poder del pueblo era el poder de una parte, los pobres, sobre el resto y los enemigos de la democracia tendían a hacer valer ese carácter sectario de la dominación. Esos pobres, nos explica Jenofonte, tenían un perfil de clase más o menos preciso: son “los más pobres entre los ciudadanos”. Esos pobres, nos aclara Aristóteles, incluyen un conjunto de profesiones pero no otras: agricultores, artesanos, soldados, obreros y comerciantes.

Después del régimen de los Treinta Tiranos en Atenas, ya en el siglo IV a.n.e., cualquiera que quisiera hacerse oír se consideraba demócrata y la cuestión ya consistía en el tipo de democracia: si una democracia con mayor o menor poder de la Asamblea del Pueblo, de los Jurados populares, del sorteo o de la elección, con mayores o menores liturgias (suerte de impuestos que pagaban los ricos: o más que impuestos, dones obligatorios que los ricos hacían a la comunidad), etc. Dado el efecto legitimador de la referencia al pasado, cuando se quería defender una ley, unos y otros, se resguardaban en la patrios politeia (la Constitución de los ancestros)2. La democracia se convertía en una idea hegemónica y la cuestión consistía en llenarla de un contenido u otro resaltando -o inventando- uno de los aspectos de la realidad histórica. Una parte de las elites, por tanto, había acabado aceptando la presencia del pueblo en la vida política y ya no estaba permitido referirse a modelos duros de desigualdad natural: todo cuanto se hacía debía contar con el pueblo.

¿Quién dirigía la sociedad?
Una primera argumentación, que llamaré gramsciana, sostendría: una alianza de clases entre una fracción de las élites aristocráticas y el pueblo, con un mayor o menor presencia de una y otro. Las clases, en este tipo de análisis de la realidad, son fundamentales: el bloque que configuran permite diversos conflictos y los competidores pelean por ver si la democracia que defienden se parece más o menos a la (siempre imaginada: el conocimiento histórico era bastante menos que preciso...) “Constitución de los ancestros”.

Pasaré ahora a una lectura que podría inspirarse en Ernesto Laclau. La palabra democracia, cuyo significado no se encuentra muy claro, se convierte en emblema del debate político. Una parte ha conseguido convertirlo en significación universal (como “significante flotante” según la, en mi opinión insufrible, jerga lacaniana) de la buena política, de la única política decente, sobre la que cabe discutir. ¿En qué se diferencia esta interpretación de la de Gramsci? La del comunista italiano insistiría en las raíces sociológicas del poder del pueblo mientras que la de Laclau acentuaría que la cuestión clave consistía en producir la identidad del pueblo por medio del concepto democracia, unificando demandas difícilmente compatibles: por ejemplo el respeto de los ricos (como parte del pueblo, porque los ricos, si son patriotas atenienses, son del pueblo de Atenas) o, por el contrario, la presencia de los más pobres en el gobierno de la ciudad, con todas las consecuencias económicas que de ello se derivan: los sueldos que versa Atenas por participar, el privilegio de la marina de guerra (Platón hablaba de una “democracia de los remeros”), las liturgias por las que los ricos subvencionaban, fiscalizados por los tribunales, obras públicas de la ciudad, etc.

Laclau insiste en el aspecto no sociológico del concepto. El pueblo se dice de muchas maneras y si deseamos identificar sus componentes esenciales siempre nos equivocamos. Es el problema del marxismo y de Gramsci, que aún considera que la clase obrera (o, en nuestro ejemplo, podemos suponer que los pobres en Atenas) debía jugar un rol dirigente para que esa hegemonía fuese progresista. Lo importante no es el significado del término democracia, sino que un discurso político había conseguido nuclear a toda Atenas como una democracia, sin importar demasiado las raíces sociales de dicho grupo. Gramsci, nos señala Laclau, tiene aún resabios esencialistas porque cree en la misión histórica de la clase obrera: “Para Gramsci, la esencia última de la instancia articuladora -o la voluntad colectiva- es siempre lo que él llama una clase fundamental de la sociedad” (Laclau, 2014). Volviendo a nuestro ejemplo: cabría decir, a lo Gramsci, que en Atenas solo habría poder del pueblo si los pobres se encuentran presentes en la dirección de la sociedad.

¿Cabría pensar que existe democracia si la misma fuera solamente el resultado del reparto del poder entre las viejas fracciones aristocráticas, sin que ninguna de ellas se aliase con el pueblo de los comerciantes y los obreros, sin que incorporase sus demandas y sus perspectivas?
A corto plazo, respondería Laclau, podría funcionar; a medio y largo no. Una articulación entre experiencias sociales demasiado separadas únicamente puede funcionar mediante la indefinición y la demagogia. En ese caso, el referente global quedaría demasiado vacío de contenido social, un poco como le sucedió a Juan Domingo Perón al alcanzar el poder: la alianza social comprendía sectores tan dispares -que Perón había manejado con su indefinición- que, una vez que la política debió concretarse, acabó estallando la mentada alianza.

Una lectura sociológica del pueblo
Por tanto, la constitución del pueblo admite márgenes de tolerancia entre sectores sociales disímiles y demandas políticas antagónicas. Esos márgenes tienen, pese a todo, un límite. De nuevo, pues, lo social impone condiciones para la articulación política, algo que Laclau describe pero teoriza con escasa profundidad. Al hilo de lo cual, introduciré ahora la perspectiva de Pierre Bourdieu. De éste retendré por ahora un aspecto fundamental de la discusión: cómo se relacionan las descripciones sociales de las clases con su realidad histórica.

Bourdieu comparte con Laclau una tesis crítica con el marxismo y podríamos imaginar que ambos caminarían un trecho de la mano, un buen trecho. El sociólogo francés denomina error teoricista a lo que Laclau llama esencialismo: la creencia de que una posición social específica conlleva, automáticamente, una acción unificada en tanto que grupo. Lo último supone un trabajo simbólico permanente, de acción política, de construcción de discurso, de representación de los intereses del grupo, de unificación del mismo. Ahora bien, ese trabajo simbólico “tiene tantas posibilidades de lograrse cuanto más próximos en el espacio social están los agentes que quiere juntar, unificar, constituir en grupo” (Bourdieu, 1996: 132). La posición del pueblo ateniense, de aquellas fracciones a las que se denominaba como tal, pudieron ser constituidas como demos y aliadas no sin tensiones a una fracción de las elites ya que efectivamente se encontraban socialmente próximos. Podemos pensar que su cercanía con las elites se fraguaba en las abundantes aventuras militares: el pueblo de Atenas aprendía a diferenciar a los patriotas de los que deseaban convertirlos, con tal de acabar con la democracia, en una colonia de Esparta o de los Persas. Por supuesto, otras operaciones políticas, dada la realidad sociológica, se encontraban presentes y disponibles. No existía un único modelo de definición de la realidad. Pero no cualquier operación: resultaba difícil llamar demócrata a quien pretendía un gobierno donde solo los 400 más ricos de Atenas pudieran participar en político.

Centrémonos en lo diferente, en lo específico de Bourdieu respecto de Laclau3: tanto el pueblo, como las elites, son realidades internamente divididas, según ciertas coordenadas sociales. La magia de las palabras, para no ser una mixtificación, debe tomar en cuenta tales divisiones -que, por supuesto, cambian históricamente-. De lo contrario, esas divisiones se volverían operativas camufladas tras las palabras. Mostraré, muy simplificadamente, las divisiones que Bourdieu observa dentro de las clases populares y de las clases dominantes.

Entre las clases populares, el texto más preciso es “Vous avez dit populaire?”4. Las clases populares se encuentran internamente escindidas por género, por efecto de generación (muy condicionado por el sistema escolar), por posición social en el medio de trabajo (más o menos abierto a contactos con otras clases sociales), por su origen rural o urbano (y reciente o no, en cada uno de los casos) y también por origen étnico. Cuando de un pueblo se trata, deben tenerse en cuenta todas esas divisiones y discernir si el susodicho pueblo las incorpora todas o solo algunas (Bourdieu, 2001: 141).

Esa descripción presupone un mapa de sus divisiones internas, aquellas que Bourdieu considera relevantes (podría debatirse, por ejemplo, la mayor o menor pertinencia del origen étnico, ya sea en general, ya sea en una coyuntura precisa). Ahora bien, para que la actividad simbólica cuaje en la realidad necesitamos conversar con ciertas pautas culturales. Laclau coloca el trabajo simbólico en el centro de la actividad política. Bien, si dialogamos con Bourdieu, para que ese trabajo se comunique con el pueblo debe acomodarse, o no, con las realidades culturales específicas que se derivan de las divisiones internas al llamado “pueblo”.

Política es diálogo entre fracciones de clase diferentes o entre clases diferentes. En ese diálogo existe, para cada grupo social, mercados francos o mercados tensos. ¿Cuáles son francos? Aquellos mercados donde se valoran los recursos que el grupo tiene y que sabe manejar. ¿Cuáles son tensos? Aquellos donde las personas saben que los recursos propios adquieren escasa estima y que deben adaptarse a los recursos de otros. Enric Juliana, en el programa de La Tuerka, sirve para aclarar qué quiere decir Bourdieu. Como no entendía la jerga lacaniano-laclausiana, se fue rápidamente a hablar de algo que conocía bien: el referéndum por la reforma política de 1976 y la canción “Habla pueblo, habla” promocionada por el gobierno. Y concluyó: esto de Podemos, bromeaba, se parece a aquello. Una división generacional y cultural en las fracciones dominadas (por culturales, frente a las dominantes, que son las económicas: utilizo aquí la idea de Bourdieu) de clases medias hacía que el mercado se volviese tenso para Juliana. ¿Cómo lo resolvió? Acudiendo a significados culturales compartidos por su generación. Pero el ejemplo, insisto, se refiere a conflictos entre generaciones relativamente privilegiadas. Ante los mercados tensos, la actitud de los dominados no suele ser la de Juliana, sino la del aislamiento, la sumisión, la imitación servil (ridícula por demasiado correcta) o un silencio que sea, a la vez, rechazo y defensa de otra forma de hablar (Bourdieu, 2001: 144).

Una crítica extendida a la perspectiva sociológica en general, y de Bourdieu en particular, es la de no atender a las razones de los individuos y de remitir a éstas a sus condiciones de existencia. Rancière (1992: 62), en un argumento antisociológico muy socorrido, considera que las ciencias sociales, fatalmente, ignoran a los sujetos y los convierten en ejemplos de otra cosa: de la ideología, las condiciones de existencia o cualquier otra dinámica que les supera. La acusación es absurda: se trata de constatar que los sujetos dominados hablan distinto según los contextos y que para verlos cultivar el estilo y el virtuosismo no debe uno ir a buscarlos dando conferencias; como le pasaría a cualquiera que no estuviese habituado a darlas. Otra cosa, y es el verdadero problema de una política emancipatoria realista, es cómo tejer vínculos entre los mercados francos de las clases populares y los entornos tensos en los que normalmente se desenvuelve el discurso político.

Dentro de las clases dominantes además de las divisiones de género y generación (y la división entre rural y urbano) Bourdieu distingue entre dos formas de dominación: las vinculadas a los recursos económicos y las vinculadas a los recursos culturales. Por tanto, el campo del poder se encuentra siempre en tensión por el dinero o la cultura, lo cual puede favorecer alianzas con los dominados, en las que se dirimen batallas entre los poderosos. Así cuando el gran capital se alía con el pueblo contra el elitismo cultural (caso por ejemplo del apoyo popular a los republicanos estadounidenses)5 o cuando son los intelectuales quienes se vinculan con la clase trabajadora (caso de sectores universitarios en Mayo del 68). Tales alianzas, en la lógica Bourdieu, son intrínsecamente más inestables que las derivadas de acuerdos entre posiciones más próximas en el espacio social.

Volvamos a Laclau: éste no considera en absoluto tales prevenciones porque parte de una idea completamente performativa, creadora, de la actividad simbólica. Esta idea depende de la filosofía del lenguaje del filósofo norteamericano Saul Kripke, tal y como la interpreta Zizek. La diferente teoría de la acción política entre una sociología crítica y la teoría de Laclau entra ahora en una vertiente más específicamente filosófica. La confrontaré con la filosofía del lenguaje que para la sociología nos ofrece Jean-Claude Passeron, inspirándose por su parte en el filósofo Gilles-Gaston Granger.

El poder de los nombres
Antes me preguntaba, ¿hubiera podido constituirse como pueblo una alianza de los remeros de la flota ateniense con una parte de la aristocracia? La posición de Bourdieu parece clara: se encuentran demasiado alejados en el espacio social para que dicha alianza fuese estable. ¿Y la de Laclau? Lo hubiera considerado posible (al menos en una de las versiones de Laclau, quien es complejo y ya he mostrado que comprende el problema) porque el problema de una orientación como la de Bourdieu es quedar presa de un descriptivismo lingüístico. El asunto es algo técnico. Expliquémoslo.

En Hegemonía y estrategia socialista Ernesto Laclau, entonces con Chantal Mouffe, hablaba de la relativa indeterminación de los elementos ideológicos y de la necesidad de un determinado marco discursivo que les impone su sentido. La idea tiene dos partes:

-Contra el marxismo ortodoxo se rechaza que haya elementos intrínsecamente progresistas o reaccionarios y se subraya la capacidad de todo significado para ser incluido en marcos sociales antagónicos.

-No existe por tanto ninguna lucha social privilegiada pues cualquiera puede modular los significantes flotantes en una versión progresista o reaccionaria. La lucha obrera, por tanto, pierde así su posición predilecta para el revolucionario o, simplemente, el reformador social.

Slavoj Zizek (1992: 125-127) retomó con aprobación la teoría de Laclau-Mouffe y la emparentó con la teoría de los nombres propios de Saul Kripke. El filósofo norteamericano, en la lectura de Zizek, consideró que los nombres no significan por alguna cualidad intrínseca. La mesa no es mesa porque refiera a un conjunto de objetos que contienen ciertas características. La mesa es mesa porque alguien decidió bautizarla así. No existe ningún conjunto de características que puedan quedar recogidas en el nombre mesa y podría habérselas llamado de otro modo. En la posición descriptivista existe una vinculación entre el significante y el significado: según Kripke no existe ninguna, sino la simple arbitrariedad de una manera de nombrar el mundo. Zizek, y siguiéndolo Laclau (2014), introducen una nueva distinción: el objeto existe única y exclusivamente por el orden de la significación -o del significante flotante-. Ya no es cuestión de cómo bautizamos al objeto, que era la posición de Kripke, sino que solo existe el objeto por el proceso en el que se le denomina. El pueblo, por tanto, podría ser cualquiera: ¿los aristócratas y los comerciantes aliados podrían haberse llamado poder del pueblo?

Laclau no va tan lejos. Para que la nominación se produzca deben existir prácticas comunes: “Nuestra noción de discurso implica la articulación de las palabras y las acciones, de manera que la función de fijación nodal nunca es una mera operación verbal, sino que está inserta en prácticas materiales que pueden adquirir fijeza institucional” (Laclau, 2014).

Con la teoría de Kripke se ha encontrado también Jean-Claude Passeron cuando intentaba analizar el estatuto de los nombres utilizados por la sociología. Si se trata de nombres comunes, podemos dar de ellos una descripción definida de los comportamientos de los objetos: por ejemplo, el sistema capitalista es tal o cual cosa y eso hace que el capitalismo en España, inevitablemente, arrostrará tal o cual dinámica. La economía española es una especie dentro de un género (“el capitalismo”) y, conforme se desarrolla, se comportará como corresponde al sistema de coordenadas del capitalismo. Frente a ello se encontraba la propuesta de Kripke, insistiendo en que ningún objeto del mundo puede ser descrito dentro de un sistema de coordenadas completo, que nos informe de su actuación. Por tanto debemos mostrarlo, señalar cómo se comporta, porque en él existen propiedades que ninguna teoría puede captar. La oposición entre los nombres de lo social según sean comunes o propios tiene consecuencias evidentes: para los nombres comunes, si tenemos la buena teoría, sabremos cómo se conducirán (ya sean los obreros o los mercados); para quienes apuestan porque solo existen nombres propios, existen solo realidades de obreros y de mercados porque así los hemos bautizado y debemos estudiarlos específicamente en cada momento.

Gilles-Gaston Granger suavizó las oposiciones de Saul Kripke. En primer lugar, cuestionó que los nombres propios puedan reducirse exclusivamente a mostrar la realidad. Un nombre propio, entre los humanos, se acompaña de apellidos y estos tienen la función de ubicar al individuo dentro de un marco de clasificación. Estos marcos de clasificación, por lo demás, dependen de modelos sociales y culturales. Jean-Claude Passeron (Grignon y Passeron, 1989: 102-103) ha mostrado cómo los individuos dominan más sus redes familiares en los ambientes rurales que en los urbanos. Sirva lo dicho para recordar que la fascinación por nombres propios, imposibles de definir, es muy del gusto del imaginario romántico, de un individuo tan rico como inagotable: los campesinos se saben parte de estructuras que les sobrepasan, simplemente, porque su vida depende en buena medida de las relaciones con éstas. En segundo lugar, los nombres propios pueden ser insertados parcialmente en sistemas de coordenadas que expliquen algunas partes de sus rasgos: Cleón, el demagogo ateniense, fue un individuo que era comerciante, que defendía el imperialismo, que desconfiaba de la gente distinguida y su elocuencia en la asamblea. Tucídides, al hablarnos de Cleón, no pretende que Cleón fuese exclusivamente un demagogo. Era otras muchas cosas pero, entre ellas, tenía las propiedades de no ser un aristócrata y de tener modales que chocaban a la élite ateniense: eso nos informa de una nueva generación política en la democracia, distinta del estilo olímpico de la anterior simbolizada por Pericles. (Tucídides, obviamente, no hablaba así pero su propósito es claro.) Entre los nombres propios y los nombres comunes existen continuidades (Granger, 1982: 34-35): Cléon es él, pero además emblema teórico de una generación política.

Teorizando esto, Passeron6 define a la sociología como una ciencia de semi-nombres propios: no son objetos puramente específicos, que solo nos cabría señalar. Pueden ser incluidos en un sistema de coordenadas que permita compararlos con otros objetos pero siempre sabiendo que se trata de casos singulares (de los cuales nunca tendremos una versión completa), que jamás logramos incluir en una teoría general que nos explique, como si fueran variables de un sistema formal, las transformaciones de los conceptos. No vale hablar de clase social independientemente de sus empleos concretos: hay que utilizar el concepto con razonamientos de investigación que permiten comprender cómo se separan los comportamientos, por determinaciones sociales, en la escuela, el trabajo o el consumo; después debe establecerse la coherencia que existe entre tales diferencias y si conviene o no hablar de una clase social. Ahora bien, si pretendemos sostener que alguien esencialmente es un obrero porque cumple determinadas propiedades y eso hace que se acabará comportando de tal manera pretendemos que estamos ante nombres completamente comunes.

La posición de Laclau puede oscilar entre dos polos: si adopta la retórica radical antidescriptivista, podemos crear al pueblo como queramos. Si adopta la posición matizada, que hace depender la nominación de las prácticas comunes, entonces no cabe cualquier nombre ni cabe agrupar a la gente de cualquier manera. Solo podemos agruparla en lo que nos permite el menú de prácticas específicas que permiten, y eso es básico, varias posibilidades.

En su importante balance de la tradición socialista, escrito con Chantal Mouffe (Laclau, Mouffe, 1987: 53-55), la posición dominante parece ser la primera.7 El problema de la tradición socialista, nos explicaban allí, consiste en que incluso las corrientes que no concebían el marxismo como una ciencia, seguían aseverando la determinación de la economía. Sucede que no existe determinismo alguno, aunque sea limitado, porque en toda estructura resulta imposible una descripción previsora del comportamiento de los agentes. Por tanto, la lógica política es creación, porque no necesita contenerse ante ninguna determinación estricta. Me parece que esta posición tiene un problema importante. Evidentemente, la determinación estadística no funciona con necesidad completa. Se establecen ciertas condiciones iniciales, vistas las cuales, es probable que se produzca un acontecimiento. Carl Hempel (1996: 316) aseguraba que, en historia, disponemos de esbozos de explicaciones, nunca de explicaciones completas. Ahora bien que las condiciones iniciales de un acontecimiento histórico no impongan su comportamiento con una lógica de hierro no quiere en absoluto decir que no impongan nada. Laclau y Mouffe piensan en la determinación estricta. Dado que no la encuentran (y es un problema de una epistemología discutible), volatilizan las condiciones iniciales y presumen que todo puede producirse al albur de la lógica política.

En lo que a Bourdieu respecta, ciertas versiones de su teoría pueden hacer pensar en un modelo de descripción donde todos los individuos encuentran la categoría sociológica necesaria y suficiente que explica su comportamiento dentro de la arquitectura global de las transformaciones del sistema (sin duda la querencia filosófica de Bourdieu por Leibniz influye al respecto). Pero en conjunto, Bourdieu fue absolutamente consciente del carácter provisional de una ciencia social empírica y de la inutilidad de las grandes construcciones metafísicas sobre lo social. La posición de Passeron con su teoría de los seminombres propios (susceptibles de comparación pero siempre dependientes de contextos que no caba definir completamente) ofrece una elaboración teórica mucho más reflexiva: para la sociología y, me parece, para una filosofía de la interacción, en los individuos históricos, entre lo común y lo original. Nos ayuda a situar en un continuo graduado las descripciones históricas mostrando el proceso por el que un nombre propio tiende a ser común: los campesinos que dependen de su parentela saben situarse dentro de esta, con las obligaciones que ello supone, mucho más que las clases medias urbanas y de trayectoria individualizada.

Las revueltas populares no se confunden con las revueltas
Esta idea tiene gran importancia política. Porque no todas las revueltas antagonistas son revueltas populares, por mucho que las constituyamos discursivamente como pueblo: pueden ser revueltas entre elites que permitan un contacto parcial entre una fracción y la clases populares, pero que puede ser un contacto efímero. Los conflictos de las generaciones universitarias o de las generaciones políticas pueden enfundarse en reivindicaciones populistas, pero el pueblo (en cualquiera de sus fracciones) raramente se encuentra concernido. Cuando lo esté, si tiene que aclimatarse a las palabras con las que (una fracción dominada) de los dominantes significan al pueblo, se encontrará mil veces más perdido que Enric Juliana. (O tal vez no: puede comprender mejor a Lacan que los que estudian psicoanálisis: debe demostrarse que eso pasa aunque seguramente pasa muy raramente.)

Bourdieu hablaba de mercados internos a la clase y de mercados externos a la clase. La dominación se muestra en que con determinados recursos raramente se puede ascender en mercados externos. Sin embargo, en los mercados internos a la clase, por decirlo con Claude Grignon (Grignon y Passeron, 1989: 125), la gente tiene haberes, formas de hacer las cosas, que los dominantes no poseen. Cualquier estrategia de producción del pueblo debe dotarse de mecanismos para detectar esos haberes, para incentivarlos, para evitar que se desperdicien por los filtros de los juegos entre las elites y sus debates; para permitir, en suma, que comprendamos su utilidad para la política, la conciencia lúcida que pueden crear y que consigamos arbitrar prácticas que les ayuden a habituarse a la política, a convertir sus perspectivas en elemento dentro del debate democrático. El pueblo que se invoca allí donde solo se juegan conflictos entre las elites es otra cosa: es un pretexto para el conflicto entre fracciones del campo del poder (polo cultural versus el polo económico) o entre generaciones entre los campos culturales: los mejores que han sido maltratados por las elites apalancadas, por los peores. Puede que en esa partida jueguen algunos miembros del pueblo.

Siempre habrá una teoría para defender, como indica Passeron (Grignon y Passeron, 1989: 106) a propósito de Rancière, que los proletarios pueden dedicar sus noches a prepararse para escritores -o, por extensión, para dirigentes distinguidos-. Pasar, evidentemente, pasa, pero menos que entre los estudiantes de Literatura de Princeton o Granada. Los pequeños haberes de los que disponen normalmente los dominados no son fáciles de convertir en recursos literarios; cuando se adquieren, las redes de capital social no ayudan precisamente a publicar. Por tanto, ante la incertidumbre de tamaña inversión, esos casos (los que estudia Rancière en La nuit des proletaires) suelen ser excepcionales, y una política que se guíe por ellos se imagina popular, pero no lo es. Solo representa a aquellos que han conseguido, en situaciones extraordinarias, reconvertir los pequeños capitales en grandes (recursos literarios o políticos). A menudo sus historias resultan de coyunturas tan improbables que quedan muy unidas a sus nombres propios: solo cabe mostrarlas. En poco ayudan a proponer una tonalidad más inclusiva en la vida política.

Puede uno concentrarse en ellos, en los individuos improbables, o en las formas de resistencia social por las que los individuos no aceptan la posición que se les da, se identifican de manera resistente con su posición en el mundo, o se otorgan un objetivo vital revolucionario. Dichas subversiones no acontecen todos los días ni quedan a mano, por igual, de todos los individuos. El populismo quiere ver a esos individuos como nombres propios o, en términos de Rancière (1992: 161), como el resultado un movimiento de subjetivación a todos accesible y que se nos describe con palabras líricas: pero, ¿y si tales rebeldes leían más que la media, venían de una familia con movilidad social descendente y notables recursos culturales? ¿Y si la política fue también un medio para el ascenso social y pagaron con su cuerpo y su radicalismo las ideas radicales de otros mejor situados y que más o menos se escabullían? ¿Todo eso es realismo sociológico grosero que ignora que, ante los nombres propios, solo cabe mostrarlos, maravillarse y celebrarlos como existencias auténticas, expresión de la iluminación revolucionaria del Ser? Al populismo, cuando prescinde de la distancia entre los contextos de las clases populares y los de las clases dominantes, todo eso le fastidia y se quejan amargamente del reduccionismo materialista. Si además parten de una idea pobre de qué es determinación, los ingredientes para el voluntarismo y el nominalismo (todo se puede y todo es pueblo) pueden sazonar cualquier salsa social: los cabreados con la política del Museo Reina Sofía y los afectados con la explotación laboral son equivalentes. ¿Porque aquellos piensan en los problemas de estos, porque los convierten en motivo de su inserción en el campo, porque los trabajadores aprenden a expresarse con su lenguaje, porque pueden incorporar las herramientas culturales para resistir? Sin describir bien esa equivalencia, quién gana y quién pierde simbólicamente con ella, no comprenderemos nada.

Conclusión
Vamos a ir concluyendo. Una práctica es popular si y solo si es capaz de comprender las fronteras entre los pequeños haberes políticos de los ciudadanos más dominados y los grandes. La promoción de las perspectivas que proponen esos haberes, el juego complejo que estos pueden producir en su interacción con los grandes capitales (que permiten enfrentarse discursivamente con los modelos dominantes), el cuidado por no sucumbir a formas de reproducción del capital económico y cultural en capital político, permite imaginar una práctica política antioligárquica: no solo por sus objetivos confesos (¿cuántas prácticas políticas sinceramente antioligárquicas han producido nuevas oligarquías?) sino por los contrapoderes de los que se dota para evitar las propias inercias a la producción de aparato.

Además, una práctica política es popular si es capaz de calibrar el énfasis que otorga a las diversos conflictos. Laclau (2014) habla de equivalencias entre las diferentes demandas. Hace nada he puesto un ejemplo y conviene ahora introducir el asunto conceptualmente. Las equivalencias, recordemos un venerable problema formulado por Platón y Aristóteles, pueden apoyarse en la igualdad aritmética (considerando todos los problemas con idéntico peso) o en la igualdad geométrica (considerando cada problema según la proporción que merece).8 Hablar de equivalencias es utilizar una fórmula descriptivamente muy pobre. Para que existan equivalencias deben volverse mensurables realidades muy diversas y esas equivalencias exigen ajustar proporciones. En el fondo, toda justicia aritmética se apoya en una articulación geométrica que determina qué debe medirse y con arreglo a qué baremo: entonces podemos sumar. Cabe presumir que las reivindicaciones que son más útiles a ciertas formas de capital cobren un lugar desproporcionado en la agenda política. Por lo demás, las equivalencias no pueden hacerse entre todas las insatisfacciones porque al valorarlas debe considerarse qué tipo de capacidades quiere crear una sociedad justa.

Por supuesto, no defiendo un populismo de los pequeños capitales. Los recursos populares, las prácticas culturales que los dominados (y recuerdo: debe precisarle la fracción…) lograsen establecer como distintivas, siempre pueden leerse de dos modos: como un modo de valoración de sus propios recursos pero también como asunción de la dominación. Un ejemplo sencillo, mil veces constatado, es la capacidad para la lucha, a veces física. En primer lugar, esa capacidad para el conflicto puede reproducir una división sexual del trabajo político extraordinariamente opresiva: las mujeres dedicadas a tareas de gestión, los hombres a significarse en las demostraciones públicas. En segundo lugar, tal capacidad puede fundirse con grupos, de origen social más alto, que utilizan dicha violencia para promocionar su radicalismo delirante y universitario.

Por otro lado, pasamos a lo positivo, la insistencia en tareas concretas de resistencia permite que el campo político no quede colonizado por problemas intelectuales o por grescas de los habituales de la vida pública. Además, y es otro envés positivo, los contactos entre grupos sociales diversos permiten asimilaciones de recursos culturales y aperturas de sensibilidad entre personas situadas en espacios sociales diferentes. Lo mismo, la existencia de aspectos políticamente ambiguos, cabe decir de los recursos de los dominantes: en ocasiones reúnen capitales científicos y culturales imprescindibles para la agudización y el estímulo de la conciencia ciudadana; en otras son simples medios de distinción útiles en ciertos mercados muy tensos por la búsqueda, a cualquier precio, de la originalidad.

Laclau lleva razón en señalar que ningún grupo social, por naturaleza, resulta portador de un proyecto esencialmente emancipatorio. En ese sentido, su crítica del marxismo resulta definitiva. Sin embargo, su lógica nominalista de la producción del pueblo olvida que éste no puede originarse en el vacío: para ser popular necesita el concurso de los excluidos del campo político o, en cualquier caso, no limitarse a reflejar las perspectivas de elites (culturales, generacionales) marginadas. Las alianzas de éstas con el pueblo pueden ser de largo recorrido pero también de muy corto. Laclau contempla esa ampliación del radio de integración política y la incluye claramente en sus objetivos democráticos. Para llevarla a cabo la teoría de los significantes flotantes resulta menos útil que un análisis correcto de los sesgos por los que se excluyen o se someten, cuando entran en el campo político, los pequeños capitales. Sin ellos una parte de las competencias políticas quedan abotargadas y virtuales; sin éstas la experiencia de buena parte de los ciudadanos fuera del espacio público. Sin esos ciudadanos excluidos, la referencia al pueblo queda demasiado mutilada para que se deje significar por palabra alguna, por flotantes que fuesen sus aplicaciones.

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Granger, Gilles-Gaston (1982): “A quoi servent les noms propres?”, Langages, nº 66, pp. 21-36.
Grignon, Claude, Passeron, Jean-Claude (1989): Le savant et le populaire. Misérabilisme et populisme en sociologie et en littérature, París, Gallimard-Seuil.
Hansen, Mogens, H. (1993): La démocratie athénienne à l'èpoque de Démosthène, París, Les Belles Lettres.
Hempel, Carl G. (1996): La explicación científica. Estudios sobre filosofía de la ciencia, Paidós, Barcelona.
Laclau, Ernesto (2012): La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Edición Kindle.
Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal (1987): Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI.
Passeron, Jean-Claude (2011): El razonamiento sociológico. El espacio comparativo de las pruebas históricas, Madrid, Siglo XXI.
Rancière, Jacques (1992): Les mots de l'histoire. Essai d'une poétique du savoir, París, Seuil.
Rancière, Jacques (1995): La Mésentente. Politique et philosophie, París, Galilée.
VV.AA. (2014): ¿Qué es el pueblo?, Madrid, Ediciones Casus-Belli.
Zizek, Slavoj (1992): El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI.

Notas:
1 Sigo al respecto a Díaz-Salazar (1991: 229).
2 Sigo en esto a Luciano Canfora (2014), sobre todo la primera parte y a Mogens H. Hansen (1993), sobre todo el capítulo 13.
3 Como de la mayoría de la teoría social crítica contemporánea que prescinde, radicalmente, del análisis de clase: sucede en el mainstream académico de la filosofía política y también en los autores radicales: Judith Butler (2014: 69) por ejemplo, puede hablar de sujeto encarnado en las asambleas pero esas asambleas no jerarquizan los cuerpos según propiedades morfológicas que son también sociales. En las asambleas de Butler sólo participan cuerpos celestes.
4 Cuya traducción española se encuentra disponible en un interesante volumen colectivo (VV. AA, 2014).
5 Es el ejemplo recogido por Thomas Frank (2008).
6 Véase el desarrollo en el capítulo 2 de Passeron (2010).
7 Laclau, en La razón populista, alterna dos explicaciones. Una primera, ontológica, parece señalar que nunca existieron determinaciones: es la teoría de los nombres propios como creación política. Otra, mucho más histórica (véanse los “Comentarios finales” en su libro), señala que esas determinaciones no existen en el capitalismo globalizado. Que las clasificaciones que podamos hacer hoy de los individuos -y que las clases que de allí se deriven- no sean las mismas que hace cincuenta años es una cosa, que no existan principios de determinación de lo social exige otras argumentaciones que Laclau no aborda.
8 Laclau (2014) discute esta cuestión al final de su libro, comentando el uso que hace Rancière de la misma en La Mesentente, sin advertir el problema sociológico y filosófico que se plantea a la cuestión de la equivalencia. La interpretación propuesta por Rancière (1995: 35-37) es peculiar y no procede discutirla aquí. Baste decir algo: Rancière no se da cuenta que la diferencia entre igualdad aritmética y geométrica subyace a la diferencia, presente en la democracia radical ateniense, entre cargos que necesitan especialización (y por tanto se eligen: igualdad geométrica) y otros para los que se supone que cualquiera tiene competencias o puede desarrollarlas (y por tanto se sortean: igualdad aritmética). Igualdad aritmética y geométrica equivalen a los principios aristocráticos y democráticos que configuran, como en cualquier régimen mixto, la democracia ateniense. Sobre estas cuestiones véase el artículo clásico de Castoriadis (1978).
(Artículo publicado en El Viejo Topo, nº 330-331, julio-agosto 2015, pp. 88-98)

domingo, 17 de mayo de 2015

¿Saben aquel que Zizek...? Slavoj Zizek, estrella pop del pensamiento, suele echar mano de los chistes para explicar asuntos más opacos

La lógica de la tríada hegeliana se puede transmitir perfectamente mediante las tres versiones de la relación entre el sexo y las migrañas. Comencemos con la escena clásica: un hombre quiere tener relaciones con su mujer, y ella le contesta: “Lo siento, cariño, pero tengo una terrible migraña, ¡ahora no puedo hacerlo!”. Esta posición de arranque es negada/invertida con el apogeo de la liberación feminista: ahora es la esposa la que exige sexo, y el pobre hombre, cansado, el que contesta: “Lo siento, querida, tengo una terrible migraña...”. En el momento concluyente de la negación de la negación que de nuevo invierte toda la lógica, transformando esta vez el argumento en contra en un argumento a favor, la mujer afirma: “Cariño, tengo una terrible migraña, ¡así que vamos a hacerlo para que se me pase!”. Y uno incluso puede imaginarse un momento bastante depresivo de negatividad radical entre la segunda y la tercera versión: tanto el marido como la mujer sufren migraña, y acuerdan simplemente tomarse una taza de té.

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Así pues, el “populismo” es por definición un fenómeno negativo, un fenómeno arraigado en un rechazo, incluso en una admisión implícita de impotencia. Todos conocemos el viejo chiste acerca de un tipo que ha perdido la llave y la busca debajo de una farola; cuando le preguntan dónde la ha perdido, admite que ha sido en un rincón sin luz. ¿Por qué la busca debajo de la farola, entonces? Porque la visibilidad es mucho mejor. En el populismo siempre hay algo parecido a este truco. Busca las causas de los problemas en los judíos, pues estos son más visibles que los procesos sociales complejos.

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En cuanto introducimos la paradójica dialéctica de la identidad y la similitud cuyo mejor ejemplo son los chistes de los hermanos Marx (“No es extraño que se parezca a X, ¡es que es usted X!”. “Este hombre puede parecer un idiota y actuar como un idiota, pero no se engañe, ¡realmente es un idiota!”) se hace evidente lo rara que resulta la clonación. Supongamos que muere un hijo único muy querido por sus padres, y que estos deciden clonarlo para recuperarlo: ¿no está más que claro que el resultado es monstruoso? El nuevo niño posee todas las propiedades del fallecido, pero esa mismísima similitud hace que la diferencia sea más palpable. Aunque parezca exactamente el mismo, no se trata de la misma persona, por lo que es un chiste cruel, un impostor espeluznante; no es el hijo perdido, sino una copia blasfema cuya presencia no puede dejar de recordarnos ese chiste de los hermanos Marx en Una noche en la ópera: “Todo me recuerda a ti: tus ojos, tu cuello, tus labios... Todo excepto tú”.

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En los primeros tiempos de su gobierno, a Tony Blair le gustaba parafrasear el famoso chiste de La vida de Brian de los Monty Python (“Muy bien, pero, aparte del alcantarillado, la medicina, la educación, el vino, el orden público, la irrigación, las carreteras, el sistema de agua potable y la sanidad pública, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?”) a fin de desarmar a sus críticos con ironía: “Ellos han traicionado el socialismo. Cierto, han traído más seguridad social, han mejorado mucho la asistencia sanitaria y la educación... pero, a pesar de todo eso, han traicionado el socialismo”.

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En un viejo chiste de la difunta República Democrática Alemana, un obrero alemán consigue un trabajo en Siberia; sabiendo que todo su correo será leído por los censores, les dice a sus amigos: “Acordemos un código en clave: si os llega una carta mía escrita en tinta azul normal, lo que cuenta es cierto; si está escrita en rojo, es falso”. Al cabo de un mes, a sus amigos les llega la primera carta, escrita con tinta azul: “Aquí todo es maravilloso: las tiendas están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se puede conseguir es tinta roja”.

¿Y no es esta nuestra situación hasta ahora? Contamos con todas las libertades que queremos; lo único que nos falta es la “tinta roja”: nos “sentimos libres” porque carecemos del lenguaje para expresar nuestra falta de libertad. Lo que esta carencia de tinta roja significa es que, hoy en día, todas las principales expresiones que utilizamos para designar el presente conflicto —“guerra contra el terror”, “democracia y libertad”, “derechos humanos”— son falsas, enturbian nuestra percepción de las cosas en lugar de permitirnos pensar en ellas. La tarea que se nos plantea hoy en día es darles a los manifestantes tinta roja.

Los chistes acerca del presidente croata, Franjo Tudjman, en general muestran una estructura de cierto interés para la teoría lacaniana. Por ejemplo: ¿por qué es imposible jugar al escondite con Tudjman? Porque si se escondiera, nadie se molestaría en buscarlo... He aquí una interesante cuestión libidinal que nos indica que esconderse sólo tiene sentido si alguien pretende encontrarte. El ejemplo supremo nos lo ofrecen Tudjman y su gran familia en un avión que vuela sobre Croacia. Consciente de los rumores de que muchos croatas llevan una vida desdichada y miserable, mientras él y sus compinches amasan una gran riqueza, Tudjman dice: “¿Y si lanzara un cheque por un millón de dólares por la ventanilla? Entonces al menos un croata, el que lo cogiera, sería feliz, ¿no?”. Su aduladora esposa dice: “Pero Franjo, querido, ¿por qué no arrojas dos cheques de medio millón cada uno, y así tendrás a dos croatas felices?”. Su hija añade: “¿Y por qué no cuatro cheques de un cuarto de millón cada uno, y harás felices a cuatro croatas?”. Y así sucesivamente hasta que, al final, su nieto —el proverbial niño inocente que sin darse cuenta suelta la verdad— dice: “Pero, abuelo, ¿por qué simplemente no te tiras tú por la ventanilla, y así todos los croatas serán felices?”.

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En los buenos tiempos del socialismo real, a todos los escolares se les repetía una y otra vez que Lenin leía vorazmente, así como su consejo para los jóvenes: “¡Aprended, aprended, aprended!”. Un chiste clásico de la época del socialismo produce un interesante efecto subversivo utilizando este lema en un contexto inesperado. A Marx, Engels y Lenin se les pregunta qué prefieren, si una esposa o una amante. Marx, cuya actitud en cuestiones íntimas se sabe que era bastante conservadora, contesta: “Una esposa”. Engels, que era un hombre que sabía disfrutar de la vida, por supuesto contesta: “Una amante”. Pero la sorpresa llega con Lenin, que contesta: “Las dos cosas, una esposa y una amante”. ¿Acaso, sin que nadie lo supiera, era muy amante de los placeres sexuales? No, puesto que explica con rapidez: “Así le puedes decir a tu amante que estás con tu mujer, y a tu mujer que estás con tu amante”. “¿Y qué haces en realidad?”. “Me voy a un lugar solitario y aprendo, aprendo, aprendo”.

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En una de sus cartas, Freud se refiere al chiste del recién casado que, cuando sus amigos le preguntan qué aspecto tiene su mujer, si es guapa, contesta: “A mí personalmente no me lo parece, pero es cuestión de gustos”.

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El efecto de lo real aparece en el chiste en el que un paciente se queja a su psicoanalista de que hay un enorme cocodrilo bajo su cama. El psicoanalista le explica que se trata de una alucinación paranoica, y con el tiempo lo acaba curando, con lo que el paciente deja de ver el cocodrilo. Unos meses después, el psicoanalista se encuentra por la calle con un amigo del paciente que veía el cocodrilo y le pregunta si sabe cómo le va, a lo que el amigo contesta: “¿A cuál se refiere? ¿Al que murió porque se lo comió un cocodrilo que estaba escondido debajo de su cama?”.
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/02/27/actualidad/1425057639_993562.html

miércoles, 11 de febrero de 2015

Cambiar ‘hombres de negro’ por historiadores. Lo importante no es calcular la deuda, sino las fuerzas que se desencadenan sin nadie pretenderlo

Filósofos e historiadores aconsejan vivamente abandonar la idea de que hay algo liberador en las experiencias extremas, la creencia de que esas situaciones permiten ver la auténtica realidad o verdad. Olvídense, advierte, preocupado, Slavoj Zizek: esa idea lo que suele llevar dentro es el terror.

Así que hagamos caso a filósofos e historiadores y pensemos cómo alejar a Europa de situaciones extremas, cómo impedir que nuestros técnicos, expertos y economistas vuelvan a calcular mal y a lanzarnos alegremente a esas auténticas verdades que tanto les satisfacen. No es posible renegociar deudas, no entra en nuestros cálculos. Quizás, pero lo realmente importante no es eso, sino si esos expertos son capaces de calcular bien lo que son las dinámicas políticas o si están en las nubes numéricas y no saben nada de cómo se complica la historia, de cómo los movimientos producen fuerzas, de la facilidad con la que se malinterpreta lo que el otro piensa y el conjunto de fuerzas que se desencadena sin que nadie lo espere. De lo fácil, y lo estúpido, que es malinterpretar la dinámica griega y pensar que basta con asustarles un poco. De lo torpe y peligroso que puede resultar hacer caso a los presuntuosos técnicos que creen que no pasaría nada si Grecia saliera del euro, porque ahora sí que es perfectamente posible evitar el contagio a otros países.

Un estudio publicado este año en Estados Unidos demuestra que hasta fines de los setenta las menciones a historiadores y a economistas en los medios de comunicación americanos estaban más o menos empatadas. Incluso se sacaban a relucir citas de psicólogos, sociólogos, antropólogos y demógrafos. Pero en los años ochenta del siglo pasado las cosas empezaron a torcerse y para 2011 las diferencias eran ya abismales. Los economistas barrían y los pobres historiadores casi desaparecían.

Afortunadamente, en los últimos tiempos parece que algunos economistas empiezan a fijarse en los historiadores. Lo hace Thomas Piketty, pero también Kenneth Rogoff, que es catedrático de Economía y de Políticas Públicas en la Universidad de Harvard. Rogoff está empeñado en pedir un plan B para Grecia, una idea que parece sacada de los libros de historia de entreguerras. Rogoff, en un artículo publicado en Project Syndicate, insiste en que no se puede ignorar el significado de la victoria de Syriza y mucho menos olvidar que Estados Unidos creyó que no pasaba nada por dejar que cayera Bear Stearns y pocos meses después tenía entre manos la segunda Gran Depresión.

Mejor que sean políticos versados en historia quienes negocien tanto en Grecia como en la Unión Europea. Tiene razón Alexis Tsipras en negarse a negociar con la troika y en pedir hablar directamente con los jefes de Gobierno (algo que, por lo que parece, iba a suceder de todas formas porque el FMI ya no tiene tantas ganas de protagonismo europeo). La troika (técnicos del FMI, BCE y Comisión Europea), con sus hombres de negro, ha actuado, escribe Der Spiegel, como una especie de barrera entre las decisiones de la Unión Europea y los efectos, demoledores, de esas políticas. Mejor que hablen directamente personas que valoren la importancia de no colocar a nadie ante experiencias extremas y que sepan a qué se refiere Yanis Varufakis, el ministro griego de Finanzas, cuando recuerda que cuando regresa a su casa, tras las rondas de fracasadas negociaciones, se encuentra con un partido nazi que es la tercera fuerza política en su país.

Rogoff comprende que también hay que saber calcular la fuerza de las razones y de la intransigencia de los alemanes, pero, tomando en cuenta todo, le parece más sensato preparar un plan B que incluya concesiones para la parte más débil. Y los más débiles, como es evidente, son los griegos. Lamentablemente, no parecen vislumbrarse, por el momento, las alternativas. Más bien centellea en el aire el látigo del Banco Central Europeo, con un Mario Draghi que, a la hora de la verdad, parece dispuesto a demostrar a Alemania, en la espalda de Atenas, que su decisión de comprar bonos soberanos no es un símbolo de ablandamiento. ¿Y qué mejor demostración que golpear duro a los atenienses?
 8 FEB 2015 
http://elpais.com/elpais/2015/02/06/opinion/1423240352_721637.html

jueves, 29 de mayo de 2014

Zizek: “En la austeridad hay algo de pura superstición”. La estrella de la filosofía actual analiza la crisis de Europa en 'El Sur pide la palabra'. El comunismo ha muerto y el capitalismo está llegando al límite, asegura el esloveno.

“No se preocupe, podemos terminar la entrevista en mi casa”. Slavoj Zizek se moviliza de inmediato para solucionar el problema planteado por la llegada de su hijo adolescente y un amigo al pequeño estudio de Liubliana, donde llevamos dos horas conversando. Pese al tiempo transcurrido miro con desesperación las cuartillas con el cuestionario preparado del que apenas hemos abordado unas pocas preguntas. Zizek (Liubliana, Eslovenia, 1949), filósofo, psicoanalista “lacaniano”, marxista, gran observador del mundo, es famoso por su exuberancia verbal. El suyo es un monólogo torrencial en el que el relato central se desvía continuamente a través de anécdotas, bromas, temas colaterales que le introducen en nuevos territorios. No es casual que la revista Foreign Policy le incluyera en 2012 entre los 100 pensadores globales por “dar voz a una era de absurdeces”.

“Se empeñan en calificarme así, como si fuera un humorista. No. Yo soy una persona muy racional, lo que de verdad me interesa es la ópera y la música clásica”, se queja el filósofo esloveno en su personalísimo inglés. Un idioma que domina, pese al fuerte acento con que lo habla, y gracias al cual se ha metido en el bolsillo al mundo anglosajón, en el que es una celebridad. Zizek ha protagonizado media docena de documentales, dos de ellos (The Pervert’s Guide to Cinema y The Pervert’s Guide to Ideology), dirigidos por Sophie Fiennes, hermana de los famosos actores británicos, han tenido considerable éxito. Es autor también de medio centenar de libros de los temas más variados, el último de los cuales, El Sur pide la palabra. El futuro de una Europa en crisis, en colaboración con el filósofo croata Srecko Horvat, ha editado en España Los Libros del Lince.

PREGUNTA. Si juzgamos por la ausencia de conexiones aéreas, en realidad, la Europa del sur está muy lejos de Eslovenia. Todo lo contrario de lo que ocurre con Alemania, ¿es el síntoma de su dependencia con Berlín?
RESPUESTA. No, no, en absoluto. Somos un país tan pequeño [poco más de dos millones de habitantes], tan insignificante, que no le importamos nada a Alemania. Además, esta conexión comercial y económica con Austria y Alemania ya funcionaba en los tiempos del socialismo. Desde principios de los ochenta, cuando las relaciones económicas con la Comunidad Europea empezaron a aumentar, Eslovenia pasó a ser la máquina exportadora de la antigua Yugoslavia, y por eso para nosotros la independencia no representó un choque económico. Los comunistas eslovenos eran muy pragmáticos.

P. Pero las élites eslovenas estaban deseando huir de los Balcanes, ¿fue ese el principal motor de la independencia?
R. Le contaré una cosa graciosa sobre el pragmatismo de estos comunistas. A finales de los años setenta, la gran sensación del mundo católico fue la historia milagrera de la Virgen de Medjugorje, en Bosnia. Los comunistas de línea dura prohibieron a las agencias de turismo bosnias organizar visitas a Medjugorje porque les parecía una terrible superstición, y qué ocurrió: organizaron las expediciones las agencias italianas. Yugoslavia perdió por ese motivo unos dos o tres mil millones de dólares. Y lo gracioso es que en Eslovenia se encontró también una de esas imágenes milagreras, y los comunistas eslovenos decidieron desarrollar un negocio a cuenta de ello. Construir un hotel, y montar un sitio que atrajera turismo de masas. Pero el sacerdote del lugar se negó rotundamente, porque le pareció pura superstición. Y fue muy criticado por antipatriota.

P. Lo que quería preguntarle…
R. Hablo demasiado, perdón, perdón, pregúnteme.
Zizek se excusa con gesto teatral. Va vestido con la informalidad que le caracteriza, aunque esta vez su camiseta “personalizada” encierra nada menos que “su alfabeto”, con los rostros de Buda, Jesús, Lacan. Hegel y Marx entre otros. “Me la hicieron en Corea del Sur”, dice el filósofo que, por atuendo y actitud, es la antítesis del intelectual académico que su currículo proclama. Su pasión por la provocación, como si fuera un niño grande que sigue disfrutando con las travesuras, su celebrado sentido del humor y su habilidad para analizar el cine, la música de Elvis Presley o el capitalismo global en clave psicoanalítica, le han convertido en un conferenciante estrella, que llena aulas universitarias y platós de televisión. Zizek tiene también un pasado político. Fue comunista crítico y candidato liberal-demócrata a la presidencia eslovena tras la independencia.

P. Su libro rezuma decepción con la Unión Europea.
R. Sí, porque la UE no ha sido fiel a sí misma, pero sigo siendo totalmente pro-europeo. Para mí los acontecimientos realmente emancipadores han sido tres: la primera democracia griega, aún con todas sus limitaciones, la cristiandad, con la importante idea del Espíritu Santo que significa que hay una comunidad igualitaria de creyentes, y la Revolución Francesa. Estos son los fundamentos de Europa.

Unos fundamentos que siguen siendo sólidos. “Mire lo que está ocurriendo en Ucrania. Aunque muchos izquierdistas insistan en que Europa está en las últimas, los ucranios no son estúpidos, ni están locos, tampoco se hacen ilusiones, y tienen razón cuando dicen que, con todas sus limitaciones y compromisos, Europa todavía representa valores esenciales: libertad, igualdad, derechos humanos y estado de bienestar”.

Una Europa amenazada desde dentro por los populismos nacionalistas que se presentan como sus defensores, enarbolando un discurso antiinmigración que preocupa al filósofo esloveno. “Y conste que no soy uno de esos estúpidos izquierdistas que creen que hay que abrir las fronteras para que entren millones de africanos. Imagínese lo que ocurriría. Se volvería a reeditar una atroz lucha de clases. Hasta Hollywood lo sabe. Los últimos éxitos globales del cine de Hollywood, como Los juegos del hambre, describen sociedades ‘postcatastróficas” en las que se desarrolla una gigantesca lucha de clases. Pero es indudable que hay una paranoia anti-inmigración”. Y una tentación totalitaria. “[El primer ministro húngaro Viktor] Orbán declaró hace poco que la democracia tal vez funcione en Escandinavia, pero que los húngaros son gente asiática, y necesitan un nuevo sistema autoritario. Y en eso veo una tendencia general, y es que el capitalismo está funcionando con sistemas autoritarios”.

P. Usted ha escrito, sin embargo, “la izquierda necesita una Margaret Thatcher”.
R. Ah, eso lo escribí para provocar a mis amigos. Lo que digo es que la figura de un líder, un maestro, no es necesariamente mala. Un auténtico maestro no es el que da órdenes, sino el que es capaz de enseñarte lo que puedes hacer, el que te habilita con tus propias capacidades. Lo dije de forma intencionadamente provocadora, porque estamos sumidos en una grave crisis y, ¿qué es lo que está haciendo la izquierda? Nada. Carece de alternativa. Incluso esos movimientos espontáneos como el que surgió en España de los ‘indignados’, ¿qué han conseguido? Yo molesto a la izquierda porque digo que es muy fácil ser patéticamente solidarios con concentraciones gigantescas, como las de la plaza de Tahrir. Pero el problema empieza justamente un mes después, o dos a lo sumo, cuando los periodistas se van y las cosas vuelven a la normalidad. ¿Qué cambios percibe entonces la gente? Es muy fácil reunir grandes masas, convocar grandes manifestaciones, pero lo importante son los cambios que se producen. En Grecia al menos han dado un paso más allá con el partido Syriza, que tiene un programa acorde con lo que la gente quiere.

Alexis Tsipras, el joven líder de Syriza colabora con un prólogo en el libro de Zizek, que incluye también una entrevista con el político griego, admirador del fallecido líder venezolano Hugo Chávez. Syriza está integrado por una decena de partidos ecologistas, troskistas, y diversas escisiones del partido comunista griego y del socialista. Una fusión que no augura precisamente estabilidad. “Tienen sus diferencias”, admite Zizek. “Pero lo bueno de Syriza es que al menos han perdido el miedo a hacer cosas radicales. Aunque no lo tienen fácil. Grecia es un país clientelista, con un aparato estatal de dos millones de personas, la policía está corrupta y la mitad de ellos están en Aurora Dorada, esta es la verdad, pero Tsipras es muy consciente de que el primer objetivo es constituir un estado burgués liberal, para que el Estado griego empiece a parecerse a un estado moderno normal”.

La austeridad impuesta por la troika no le ayudará en ese objetivo, opina el filósofo esloveno. “La austeridad, sin un proyecto positivo, no basta. Hay algo de pura superstición en esa medida, hemos hecho algo mal, hagamos lo contrario. Por eso digo que en las élites europeas no hay nadie con la menor visión. La crisis de 2008 no se produjo porque algún Gobierno lunático de izquierdas estuviera gastando de más, fue la crisis de sistemas bancarios liberalizados. Y puedo repetirse en cualquier momento”.

Zizek acaba de llegar de Nueva York, donde ha pasado tres semanas dando conferencias, y, ya instalados en el salón de su casa, donde abundan los ceniceros –su esposa fuma–, bromea sobre el grado de represión que se ejerce allí contra los fumadores. “Ya no solo les expulsan a la calle, ahora les obligan a moverse para no contaminar una zona. Y en California es muchísimo peor aún”. En tiempos de crisis y superpoblación, ¿no sería mejor premiar a gente con un vicio mortal como ése?, bromea Zizek. “Al que demuestre que fuma al menos dos cajetillas diarias, tendrían que darle la medalla al ‘héroe de la estabilidad financiera’. Con cada fumador disminuye el gasto en pensiones, y si hubiera muchos no se necesitarían medidas de austeridad”.

Bromas aparte, Zizek no oculta su preocupación por la pérdida de liderazgo de los Estados Unidos que, “al contrario de lo que piensan todavía muchos izquierdistas, no es el malo de la película”, en muchos de los conflictos que estamos viviendo. “Obama, por ejemplo, ha reaccionado en los temas de Irán o Siria de una forma muy razonable. Pero hay que aceptar que nos acercamos a un mundo multipolar”. Un mundo multipolar en el que la República Popular China tendrá cada vez más voz. “Admiro muchas cosas de los chinos, pero practican el colonialismo económico de forma muchísimo más brutal que el capitalismo occidental”. De Grecia a Zambia, Zizek cuenta asombrado decisiones tomadas por la gran potencia. Desde disolver los sindicatos nada más quedarse con el puerto de El Pireo, a ‘importaron’ trabajadores chinos para hacer funcionar una mina en Zambia, después de prometer que emplearían a gente local.

Es difícil saber qué papel jugará Europa en este nuevo panorama político, porque , “hay, al menos, tres Europas, una Europa tecnocrática, que quiere competir con otros países en términos de capitalismo total (o salvaje), pero si seguimos a esta Europa seremos una parte del centro pero no la más importante. Luego tenemos la Europa nacionalista, anti-inmigración, que es el verdadero peligro, porque solo podría terminar en barbarie. Y, por último, está la tercera Europa, la única que puede salvarnos, y es la Europa reinventada por una nueva izquierda. El escritor conservador T.S. Eliot dice en uno de sus libros que, a veces, para mantener viva una religión se necesita una herejía que provoque una escisión sectaria. Pues Europa necesita ahora una herejía para sobrevivir, una escisión sectaria del legado humanitario europeo que nos separe del cadáver de la vieja Europa. Mi amigo maoísta [el filósofo francés] Alain Badiou dice algo bonito, ‘el siglo XX ha muerto, la izquierda debe comenzar otra vez’. Ya no tenemos que enfrentarnos a esa dicotomía izquierda y derecha. El modelo del siglo XX ya no sirve. Ya no se trata de reinventar la socialdemocracia y su Estado de Bienestar, eso ya no funciona. No sabemos qué es lo que nos salvará pero que hay que trabajar en diferentes sentidos para buscarlo, y no hablo de utopías. Porque el liberalismo como tal está perdiendo Europa, y solo hay dos alternativas, una Europa autoritaria o inventar algo nuevo”.

¿Quién está en condiciones de forjar esa nueva Europa? ¿La izquierda? Parece complicado porque al propio Zizek le parece “la fuerza más conservadora de la sociedad”. Pero el momento histórico que vivimos exige fuerza e imaginación. “Digámoslo claramente, todo el mundo lo ve ya, el capitalismo está llegando a un cierto límite. En primer lugar desde el punto de vista ecológico, ya sabemos que el calentamiento global está ahí, y sabemos que los efectos de cualquier catástrofe natural ya son globales. Solo hay que recordar las enormes implicaciones de las cenizas de aquel volcán islandés. Y eso por el grado de desarrollo que tenemos. Claramente necesitamos una forma internacional de regular todas estas contingencias. Alguna clase de coordinación no capitalista tendrá que ser puesta en marcha. Luego están los problemas económicos. La propiedad intelectual está desapareciendo, es casi un bien comunista, la gente descarga lo que quiere sin tenerla en cuenta. Y es imposible detenerlo, y antes o después será un tremendo problema. Finalmente, hay otra cuestión. Coincidí no hace mucho con Francis Fukuyama, y me decía que la ecología y la biotecnología han dejado obsoleto su libro El fin de la Historia y el último hombre. Porque en esto el capitalismo liberal universal ya no funciona. Con la biotecnología ya no se trata de tener a mano diferentes objetos que nos permiten hacer cosas, sino que ya se insertan en el propio organismo. Estamos llegando a una nueva era. Todo estará integrado. Las gafas de Google, y artilugios que pueden implantarte para controlar tu presión sanguínea u otras cosas, y hasta existe la posibilidad de que el cerebro se conecte a un ordenador al que las personas inválidas puedan dar instrucciones mediante el poder del cerebro. Y los chinos lo siguen muy de cerca, en su caso con la intención de regular física y psicológicamente el bienestar de la población. Olvidemos las bombas, ahora bastaría actuar sobre el cerebro mediante una máquina… Lo que yo digo es que estos nuevos problemas no pueden ser controlados ni mucho menos resueltos con el clásico sistema de poder, con las políticas neoliberales. Se necesita un gobierno global”.

-¿De verdad no quiere tomar nada? Jela Krecic, periodista treintañera, y tercera esposa de Zizek, se asoma un instante por el salón. El apartamento parece amplio y agradable, pero sin lujos, si se exceptúa un enorme televisor de plasma. Desde el patio ajardinado llega el canto de los mirlos. Este es el santuario de Zizek.
-Aquí me gusta pasar el tiempo, trabajando en el ordenador, viendo películas, preparando nuevos proyectos. Con Sophie Fiennes queremos hacer otra guía pervertida, esta vez sobre el amor. Algo muy tradicional. El amor es percibido como patológico si es muy intenso. Hoy lo normal es ser promiscuo. Hasta tal punto estamos obsesionados con la idea moderna de hacer cosas, de ser dinámicos. Pero yo soy un romántico.

P. ¿No le pesa a veces cargar con su personaje de filósofo adorado por las masas, con gran sentido del humor?
R. No, porque soy un solitario. La gente cree que me gusta estar en público, pero mi momento más feliz es cuando acaba la conferencia. Aquí [en Eslovenia] estoy en conflicto con todo el mundo, lo que me gusta es estar en casa, con mi mujer, dos o tres amigos. ¿Conoce usted Islandia? ¡Oh! Es el país donde querría vivir. No parece de este mundo, no hay árboles, ni hierba siquiera, es como otro planeta, como si Dios no hubiera terminado allí la creación.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/14/actualidad/1400065155_826493.html