Mostrando entradas con la etiqueta J. Robert Oppenheimer. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta J. Robert Oppenheimer. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de marzo de 2024

‘Oh, weh!’, dijo Einstein.

Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Estaría bien que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones no se contara como fruto de lo inevitable.

Cuenta la leyenda que cuando a Albert Einstein le informaron de que Estados Unidos acababa de lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima exclamó Oh, weh!, que viene a querer decir algo así como ¡Qué horror! Puede que si le hubiera tocado enterarse del premio Oscar para la película Oppenheimer hubiera exclamado algo parecido.

Se sabe que Einstein, que aparece en la película en una secuencia tan enigmática, para bien, como poco esclarecedora, para mal, no estaba al corriente del programa nuclear estadounidense. Quien pasa por ser una de las mentes más brillantes de la historia de la humanidad sostenía con ahínco que la única solución para la política internacional era la unidad mundial. Qué poco caso hacemos a las personas inteligentes, la unidad mundial nunca ha estado más lejos del programa, si tan siquiera logramos unidad dentro de los países. Se sabe que en un programa de televisión de 1950 sí expresó una advertencia clara: “Desarrollar la bomba de hidrógeno como hace Estados Unidos, cuyo presidente persigue ese fin, obliga a avisar de que el envenenamiento radiactivo de la atmósfera causaría la aniquilación de la vida humana sobre la tierra. Bajo el carácter aparentemente inexorable se nos hace creer que cada paso aparece como la inevitable consecuencia del que se ha dado antes. Pues el final, cada vez más claro, será la aniquilación general”.

Es obvio que este discurso fue ignorado, la guerra ha vuelto a ser un recurso. Y los países poderosos siguen presentando como inevitable no solo el uso y fabricación de la bomba, sino la amenaza persistente y el efecto disuasorio. Tenemos actualmente al mando de naciones fuertes a hombres que pasarán a la historia como asesinos y eso es permitido y aplaudido por una gran parte de sus ciudadanías, que tienden a confundir el patriotismo con la tolerancia al crimen. En este sentido, a uno le gustaría percibir que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones sucesivas no fuera contada como fruto de lo inevitable. Carecería de sentido desvincularla del ascenso del ultranacionalismo y del racismo que encumbraron a Hitler y a los líderes que se asociaron con él tanto en Europa como en Asia. Pero la bomba también estableció las relaciones políticas futuras.

En la segunda parte de la película de Nolan, donde quizá no es tan acelerado ni tan abrumador el avance de la anécdota, se repasa el modo en que el Gobierno de Estados Unidos persiguió hasta la humillación pública al científico Oppenheimer. Sus evidentes llamamientos al desarme y a la pacificación no se correspondían ya con los intereses de unos líderes y una industria armamentística que harían del miedo y la amenaza su gran negocio. Asusta que caiga en la superficialidad la lectura de la película Oppenheimer, que se disfrute solo como la audacia de un hombre por superar a los rivales bélicos, como un reto heroico triunfante, otro más. La precipitación en las descripciones de su vida personal impiden ahondar en la espiritualidad que lo acosaba enfrentándole a su propia actividad profesional. Es ahí, en esa contradicción, donde la expresión de Einstein cobra toda su magnitud.

En un mundo en el que se adora sin reparos cada avance tecnológico, ajenos todos a las consecuencias, convendría no olvidar la medida humana. Nos hemos alejado de nosotros mismos. Y en las películas también.

 David Trueba 

miércoles, 7 de febrero de 2024

"Einstein es el padre, Turing es el hijo, pero él es el espíritu santo": quién era John von Neumann, el genio olvidado del siglo XX

 Jhon von Neumann

21 enero 2024, 04:42 GMT

"En este mundo solo hay dos tipos de personas: Jancsi von Neumann y el resto de nosotros".

Así -cuenta el escritor chileno Benjamín Labatut- describió el físico húngaro Eugene Wigner a su compatriota Von Neumann, el matemático que protagoniza su última novela, MANIAC.

En "Un verdor terrible" -el libro que lo hizo conocido a nivel mundial a partir de su selección como finalista del Booker Prize International 2021- Labatut ya se había adentrado en las oscuridades y paradojas de la ciencia y los científicos del siglo XX.

Pero en su última obra, titulada con las siglas de la computadora que creó Von Neumann (Mathematical Analyzer Numerical Integrator and Automatic Computer), todos los avances científicos de las últimas décadas parecen darse cita en un solo cerebro, el del matemático húngaro.

Von Neumann participó en el proyecto Manhattan, que desarrolló la bomba nuclear; es considerado junto a Alan Turing el padre de la computación; fue uno de los creadores de la Teoría de los Juegos y de la estrategia detrás de la Guerra Fría, y, sin embargo, su nombre pasa desapercibido para una gran mayoría.

El matemático, quien durante su exilio en Estados Unidos cambió el Jancsi de su nacimiento por un mucho más americano John, es definido por el autor chileno como "un tipo de una enorme complejidad".

Y para adentrarse en él, Labatut hace lo que nunca había hecho: recurre a muchos para hablar de uno (además de Wigner, otras 14 personas describen etapas de la vida de John Von Neumann).

"A mí, en realidad, no me gusta la chorrera de voces, realmente no lo disfruto", le dijo a BBC Mundo desde Chile antes de participar en el HAY Festival de Cartagena, que se realiza en esa ciudad colombiana entre el 25 y el 28 de enero.

¿Por qué, entonces, el personaje de Von Neumann necesitaba "esa chorrera de voces"?

Porque Von Neumann requiere algo distinto.

Los milagros que han descubierto otros científicos, por lo general, se circunscriben a un área.

Son genios en la física o en la matemática, descubrieron un monstruo dentro de una ecuación, abrieron nuestra visión del mundo hacia un ámbito específico.

Pero Von Neumann es único, en el sentido de que prácticamente no hay área de la ciencia moderna que no haya tocado con su pensamiento, y muchas de sus ideas siguen teniendo impacto.

Tú hablas con gente que está estudiando la forma en que se comunican las células con cáncer y están aplicando ecuaciones de Von Neumann, un matemático puro.

Yo en realidad hubiese querido usar un narrador, porque me interesan más las ideas que las técnicas de la novela clásica. Y, sin embargo, acá era imposible.

Es una lección medio sacada del libro anterior, en el que el matemático Alexander Grothendieck dice que mientras más complejo es un objeto, más puntos de vista son necesarios para verlo.

En el caso de Von Neumann eso se aplica al 100%.

Es algo tan colosal que la única manera de no amarrarlo, de no disminuirlo con una perspectiva autoritaria única, simplista, era el coro.

Al comienzo de la novela, tú -que apelas a la ficción- lo defines como "el hombre más inteligente del siglo XX", mientras que su biógrafo Ananyo Bhattacharya -que escribe desde la no ficción- lo llama "el hombre del futuro". ¿De qué manera su inteligencia es superior a todas las demás?

Hay dos aspectos fundamentales.

El primero es la velocidad... una velocidad incomparable... inhumana.

Von Neumann construyó el primer computador moderno, que se convirtió en la base de todos los computadores, y estos de alguna manera nos han dado una perspectiva similar a la que él tenía sobre las cosas: esa capacidad inmediata, el cómputo, el cálculo.

Su mente es sinónimo de computar.
Benjamín Labatut

FUENTE DE LA IMAGEN,JUANA GÓMEZ

Pie de foto,
Benjamín Labatut

Benjamín Labatut nació en 1980 en Rotterdam, Países Bajos.

Lo segundo es la abstracción y la lógica.

Von Neumann era capaz de tomar algo y verlo en aspectos lógicos, y eso te permite cosas maravillosas.

Por ejemplo, se sienta y dice, "bueno, cómo tendría que funcionar cualquier organismo que se replique a sí mismo", sea mecánico o biológico, y pone las ecuaciones en el papel.

Y tú puedes ver en su texto el funcionamiento del ARN y del ADN, más o menos 10 años antes de que supiéramos de ellos.

Entonces, para mí eso sigue siendo profundamente misterioso, que la lógica matemática nos muestre estas cosas.

Dices que parece que no hay ámbito que no haya tocado, su biógrafo lo llama "el Einstein olvidado" y en la película "Oppenheimer", de Christopher Nolan, es el gran ausente. Si estuvo en todo, ¿C ñómo es que su nombre parece perdido?

Porque es como el Espíritu Santo, es la tercera persona divina que está en todos lados y en ninguna parte. No es fácilmente comprensible.

Si tú le tratas de explicar a un niño lo que es el Espíritu Santo no lo va a entender. Luego le dices, el padre y el hijo, y eso sí lo entiende.

En esta trinidad, el padre es Albert Einstein y, considerando hacia donde va el siglo XXI, el hijo podría ser Turing. Pero el espíritu santo es Von Neumann.

Es alguien que opera a todo nivel, y por ende es tan grande que es invisible, pero está metido en cada uno de los aspectos del mundo moderno.
Oppenheimer y Von Neumann

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, y Von Neumann, en 1952.

También hay que reconocer que nuestra comprensión es limitada. No tenemos las herramientas intelectuales para entender la mayor parte de sus aportes.

Yo escribí cientos de páginas, porque quise tocarlo todo, y era imposible. No sé cuántas tuve que sacar por razones obvias: yo -y la mayoría de la gente- no comprendemos la matemática pura, pero lo que hizo él en matemática pura también fue colosal.

Por ejemplo, a los 14 años hace una investigación con un matemático, y ese matemático le dedica el resto de su carrera a desarrollar el área que Von Neumann había inventado en un paper en el colegio.

Eso pasa una y otra vez. Llega, toca un área y sigue adelante. Y luego la gente tiene que empezar a tratar de ver qué fue lo que nos mostró.

En el libro aparece la primera mujer de Von Neumann diciendo que, en temas prácticos era un inútil. ¿Cómo se inserta una inteligencia "inhumana" en el mundo cotidiano?

Yo creo que la mejor forma de entender a Von Neumann es empezar a analizar su "progenie", y el mejor ejemplo que tenemos ahora son sistemas como el ChatGPT, que manejan toda la información del mundo, pero no entienden nada.

Es un tipo de inteligencia que está desacoplada de cosas que a los demás nos parecen obviedades. No es que sean ignorantes, sino que no tienen ninguna experiencia en los aspectos más básicos de la existencia, los más esenciales.

Es una suerte de compromiso... o un sacrificio.

O sea, si tú eres un tremendo deportista, que le has tenido que dedicar hasta el último segundo de tu vida a cultivar tu cuerpo, vas a tener huecos en otros lados.

Es lo que ocurre con la inteligencia de Von Neumann: cuando se afila hasta ese punto, cuando se vuelve tan cortante, interactúa con un área de la realidad cada vez más pequeña.

Y la maravilla de la inteligencia humana es la generalidad, que sirve para lavar platos, para abrazar, para saber cómo apartarte en la calle cuando viene alguien caminando, para entender al otro de estas formas tan intuitivas que nos permiten coexistir con millones y millones de personas.

Esta cotidianidad que vivimos los que no somos genios es un preciosidad continua, a la que no tenemos que prestarle mucha atención para poder operar.

Pero a una persona que tiene sobredesarrollada la razón, una capacidad de abstracción brutal, le va a ser muy difícil ir a un cumpleaños, celebrar la Navidad o cocinarse el desayuno.

Es lo que mismo que hemos aprendido ahora que estamos desarrollando sistemas o robots para que hagan estas cosas, y nos damos cuenta de que lo más difícil no es que le apunten a un avión en la estratósfera, sino que sepan recoger una taza de la mesa.
Eisenhower y Von Neumann

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,
El presidente de EE.UU. Dwight Eisenhower le entrega en 1956 la "Medalla de la Libertad" a Von Neumann.

En una entrevista con BBC Mundo hace dos años, citaste una frase de Von Neumann que dice que la ciencia es algo útil para cualquier propósito, pero indiferente ante todo. ¿Se trata entonces de una inteligencia amoral, o es que categorías como moral e inmoral, ético o no ético, no tienen sentido cuando las aplicamos a una mente como la de suya?

No, los criterios de moralidad y de ética tienen sentido siempre.

Von Neumann no es amoral, para nada. El problema es otro. El problema es qué puede ver del mundo una mente como la suya.

Lo que nosotros nos deberíamos preguntar, ante personas como él, es qué son capaces de ver de la realidad que nosotros no somos capaces.

Porque todos creemos que vemos el mundo más o menos igual, pero no es necesariamente así.

Y es algo que no solo aplica a gente como él.

Cuando uno estudia a los grandes maestros del pensamiento oriental, por ejemplo, las perspectivas que tienen sobre la realidad no son las mismas que tiene uno, no ven al individuo ni la conciencia de la misma manera.

Una de las primeras cosas que uno aprende cuando se pone a meditar en serio es que tú tienes un mecanismo instalado en la cabeza que te presenta todo en categorías de cosas buenas o malas, lindas o feas.

Y esos juicios morales no es que no sean importantes, pero te muestran solo un ámbito.

Los grandes maestros morales de Occidente -Cristo, Nietzche, Kant- nos han enseñado una forma de ser humano.

Pero hay momentos en que uno tiene que apagarlos, apagar a Cristo, a Kant, no continuamente, pero tiene que poder ver el mundo sin esos filtros.

Ponerse en la cabeza de otras formas de ser humano es tan fundamental como ver el mundo, por ejemplo, desde la matemática o la física.
 
Dyson presenta una serie de metáforas fundamentales como esa donde dice que el invento más creativo y el más destructivo de la humanidad surgen básicamente en el mismo instante y se potencian el uno al otro.

Por supuesto que no son coincidencias.

Es algo profundamente misterioso, que yo no sé si surge de lo humano o es algo que está un poco codificado en cómo opera la realidad.

Lo estamos viendo ahora con la inteligencia artificial. La gente está contemplando milagros, un mundo como nunca hemos conocido, y al mismo tiempo la extinción de la humanidad.

Ese tipo de balances son los que a mí me atraen, porque no tienen ninguna respuesta sencilla, jamás; son una contradicción en su esencia.

Y la literatura para mí es eso; es uno de los aspectos que los humanos hemos creado para lidiar con la paradoja, para abrazarla, que es lo único que uno puede hacer.

Yo en libros me ocupo de la ciencia, su lenguaje y sus metáforas para interactuar con lo que me parece más fundamental, que es el misticismo, el estudio del misterio, para el cual no hay ningún camino seguro y del cual uno no sale igual si se acerca mucho.

Y no elijo a los científicos porque están locos; lo hago porque es gente que se ha atrevido a abrazar con las dos manos lo que quema, lo que arde, lo que te rompe la cabeza en mil pedazos.

Porque nuestras cabezas están construidas de forma muy frágil, y el cerebro no está hecho para soportar la contradicción.
Jhon von Neumann

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

John von Neumann encontró refugio en Estados Unidos y ayudó a otros científicos como él a escapar del nazismo en Europa.

En tu ensayo "La piedra de la locura" dices que la irrupción de lo nuevo es un proceso traumático que solo nos deja temblando, y que quizás la única respuesta es encontrar nuevas historias en los escombros que dejó el colapso de las grandes narrativas. MANIAC cierra justamente con la inteligencia artifical. Quiero preguntarte cómo nos enfrentamos a este nuevo fenómeno.

Solamente hay un camino posible cada vez que el ser humano se enfrenta a un límite: matar o morir.

No solo desarrollamos estos pequeños semidioses de la racionalidad, sino que al mismo tiempo desarrollamos toda nuestra materia oscura, que es lo más importante. No hay que olvidar eso.

Estos mecanismos que estamos creando son profundamente poderosos y misteriosos, pero los grandes saberes del ser humano son todos inconscientes.

Lo que te mantiene a ti vivo, lo que nos mantiene como fenómeno humano, todo eso brota del inconsciente y eso siempre va a ser un misterio para el individuo.

No importa cuánto avancen la ciencia o los algoritmos, siempre vamos a ser un misterio para nosotros mismos, y los demás siempre van a ser un misterio para nosotros.

¿Entonces, cuáles son las herramientas con que sondeamos la oscuridad? No puede ser solo la ciencia. Y yo veo un rebrote de todo a mi alrededor.

Cuando gente que tiene 70 años te empieza a decir "Benjamín, qué tal si nos tomamos unos honguitos en la montaña" es porque las personas, incluso las más conservadoras, entienden que llegó la hora de cultivar cosas que se han dejado de lado.

No vamos a salvarnos solamente con la razón. Porque nunca lo hemos hecho. Eso es una ignorancia absoluta, es no entender cómo funcionan las cosas.

Ya lo decía (el poeta chileno) Nicanor Parra: somos un injerto de ángel y bestia. Y hay que saber cuándo estar con el ángel y cuándo con la bestia.

Hemos tenido descuidada a la bestia y solamente la asociamos a lo destructivo.

Sin embargo, está ahí, nos habita, somos nosotros. Y mucho tiempo encerrada en el departamento le hace muy mal. Hay que sacarla para fuera.

Volviendo a Von Neumann: después de leer y escribir sobre su vida y su trabajo, ¿sientes que sabes más o menos de él?

Mira, la razón por la cual la literatura se me ha vuelto algo muy feliz es porque llevo todo lo lejos que puedo mi limitada comprensión.

Como no se me han dado las matemáticas -lo que yo veo como un regalo divino-, estoy muy limitado a las palabras, a lo que pueda entender el lenguaje.

Y he hecho una educación bastante prolija de lo irracional.

Desde ese punto de vista, Von Neuman es uno de los santos de mi altar. Y tengo cada vez más. Con cada libro voy coleccionando otro.

Las perspectivas que te puede dar gente así sobre ti mismo y sobre el mundo son realmente un regalo.

Yo no trato de entender a Von Neumann. Yo lo que quiero es ser infectado, poseído, quiero que parte de su espíritu se cuele dentro del mío.

Si no, no sirve escribir. Si es solamente un ejercicio de redacción, para eso hago una biografía.

Hay que comerse un pedacito de Von Neumann como en la misa. Así se te mete dentro del ADN.

martes, 23 de enero de 2024

Los átomos y la alegría de vivir.

Para Epicuro, el cuerpo y el alma se extinguen al morir, esparciéndose en el vacío los átomos que agrupados los formaban, de modo que no hay nada más allá de la muerte salvo la reagrupación de los átomos.

Epicuro
Retrato de Demócrito obra de Johannes Moreelse, 1630, conservado en el Museo Central de Utrecht.
Muchos grandes pintores recrean la imagen de Demócrito riendo, sin embargo, fue Epicuro el primero que relacionó los átomos con la alegría de vivir. La historia de esta extraña concordancia, tan sorprendente este tórrido verano cuyo colofón ha sido la tremenda película sobre Oppenheimer, seguramente la inició Zenón de Elea al poner de manifiesto que ni el espacio ni el tiempo podían dividirse infinitamente. El atlético héroe Aquiles jamás alcanzaría a la parsimoniosa tortuga.

Primero Leucipo y luego Demócrito concluyeron que con la materia debería suceder lo mismo, y lo mínimo en que se podía dividir se denominaría átomo. Y, lógicamente, tiene que haber un vacío en el que se muevan esos átomos. El tiempo permite que estos generen paso a paso o, mejor, golpe a golpe entre ellos, todo lo que llamamos mundo. Estamos entre 400 y 500 años antes de Cristo.

Un siglo más tarde, Epicuro estableció una relación pasmosa: los átomos permitían alcanzar la ansiada alegría de vivir. Al morir, el cuerpo y el alma se extinguen esparciéndose en el vacío los átomos que agrupados los formaban; no hay nada más allá de la muerte salvo la reagrupación de los átomos dando lugar a nuevas cosas en danza perpetua de la naturaleza. Mucho menos hay premios o castigos. Conclusión: no hay que temer a la muerte sino al dolor y, por lo tanto, a vivir que son dos días, dicho todo esto en unas 42 obras escritas de mayor o menor extensión. Al parecer, porque se perdieron casi todas. Hasta que llegó Tito Lucrecio Caro un par de siglos después con su grandioso poema de 7.400 versos: De rerum natura, aunque también se perdió (lo perdieron), pudo llegar íntegro a nosotros.

Poggio halló ‘De rerum natura’, lo copió y lo tradujo apropiadamente. La imprenta hizo el resto y la ciencia renació El físico matemático italiano Lucio Russo publicó en 1996 La revolución olvidada, cómo la ciencia nació en 300 a. C. y por qué tuvo que renacer. Demuestra, con todo rigor científico, que la ciencia griega y la tecnología romana del siglo V estaban preparadas para dar lugar a la ciencia moderna incluidos el uso del vapor y la electricidad. El historiador estadounidense Stephen Greenblatt ganó el Premio Pulitzer en 2011 con The Swerve (en español se tradujo como El giro) sosteniendo que lo que hizo renacer la ciencia 1.000 años después de que se extinguiera fue la recuperación del poema de Lucrecio.

Tras la caída de Constantinopla, al esparcirse por Europa, los monjes romanos más ilustrados vieron horrorizados que el latín de las copias de los textos clásicos era un desastre. Se desató una noble cacería de obras ilustres y uno de los más afortunados ojeadores fue Gianfrancesco Poggio. Encontró De rerum natura, lo copió y tradujo apropiadamente. La imprenta de Gutenberg hizo el resto, es decir, que llegara a sabios inquietos como Bruno, Galileo, Copérnico, Kepler, seguidos por muchos más. Y la ciencia renació.

El paréntesis de 1.000 años se debió a que las mentes más brillantes de Europa se dedicaron a poner en pie la religión única y verdadera, oficializada por las monarquías, pero de fundamentos poco razonables: Dios era uno y a la vez tres; el más cercano a nosotros nació de una Virgen; su sacrificio para salvarnos se conmemoraba con la extraña transustanciación; el sufrimiento era inevitable e incluso loable en el valle de lágrimas que es la vida, ya vendría la recompensa, si se daba el caso, después de la muerte; y cosas así.

La formidable teología que construyeron era opuesta de raíz a lo que se desprendía de De rerum natura: el universo no tiene creador y todo es resultado de los movimientos y agrupaciones de los átomos que suceden al azar sin causa (aunque pueda sorprender, Lucrecio no era ateo, pues el poema empieza invocando a Venus); el universo no se generó para los humanos y por eso no son únicos; las sociedades humanas y las especies animales no empezaron siendo tranquilas y felices, sino que hubieron de entablar batallas por la supervivencia; el alma muere, no hay vida más allá de la muerte; todas las religiones son supersticiones organizadas e inevitablemente crueles; no hay ángeles, demonios y fantasmas; entender la naturaleza de las cosas genera profundo asombro y bienestar; el mayor objetivo de la vida humana es aumentar el placer y disminuir el dolor; los deseos inalcanzables y el miedo a la muerte son los principales obstáculos para alcanzar la felicidad, pero pueden superarse ejercitando la razón. 

Sería interminable describir, ni siquiera enumerar, los desarrollos científicos y tecnológicos desprendidos del conocimiento de los átomos y sus núcleos, desde la medicina hasta las comunicaciones. Incluso la paz global alcanzada (hasta ahora la más prolongada) es gracias a la disuasión nuclear. Pero permítaseme antes del posible vilipendio, recordar un pasaje entrañable en mi vida.

Hace años, cuando mi padre, según sus palabras, estaba listo, me pidió que hiciera lo necesario para que lo incineraran. No quería convertirse en un pingajo. Averigüé que el cementerio de Sevilla tenía lo apropiado para ello. Su reacción cuando se lo dije no se me olvidará jamás: sonrió ampliamente. Ni él ni yo habíamos leído a Lucrecio.

Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Física Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Es autor de ‘Urania y Erató. Un divertimento sobre la relación entre la ciencia y la poesía’ (Renacimiento, 2022).

viernes, 27 de octubre de 2023

Oppenheimer y Japón

Visitors pay in front of the cenotaph dedicated to the victims of the atomic bombing at the Hiroshima Peace Memorial Park in Hiroshima

Acto de recuerdo en memoria de las víctimas de Hiroshima el pasado 6 de agosto, en el 78º aniversario del lanzamiento  

Las heridas que dejaron las dos bombas atómicas siguen abiertas en un país que siempre ocultó y marginó a las víctimas de la radiación, quienes recordaban un pasado que había empeño en olvidar a toda costa


Oppenheimer, la película de Christopher Nolan, se ha convertido en uno de los grandes éxitos cinematográficos del momento, una buena opción para las tardes de verano. La película es larga y exhaustiva si vamos con la expectativa de conocer una historia más, sin mayores pretensiones que evadirnos de la rutina cotidiana. En cambio, nos parecerá que no sobra ni el más mínimo detalle, e incluso se nos hará corta, si nos interesa en detalle la vida de este físico, considerado el padre de la bomba atómica; el contexto y circunstancias históricas y las consecuencias y repercusiones de su trabajo. A través del proceso de descrédito mediante juicio sumarísimo, amañado y sin pruebas, al que se vio sometido Oppenheimer, y que desembocó en su exilio académico, por su libertad de expresión contra el poder establecido y sus simpatías con el partido comunista, se puede constatar una vez más cómo se comportan incluso los colegas más próximos ante este tipo de situaciones: reminiscencias del experimento de Milgram.

Otro fenómeno, nada nuevo, que podemos observar en esta película es el sempiterno silencio y olvido que recae sobre las mujeres. Toda la película gira en torno a Oppenheimer, Albert Einstein (¿deberíamos hablar más de Mileva Maric y menos de Einstein?)y otros físicos varones, con una marcada mirada androcéntrica. La figura de Lise Meitner, científica que descubrió la fisión nuclear que hizo posible la creación de la bomba atómica; la de Elda Emma Anderson, primera persona en obtener una muestra pública de uranio, y las de otras científicas no aparecen y ni siquiera se las menciona. Seguimos sin rescatar a importantes mujeres de la ciencia y la cultura que pueden servir como referentes a futuras generaciones.

En el otro extremo del mundo, en Japón, hay una gran oposición a que la película llegue a las pantallas por considerarse irrespetuosa con las víctimas de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Una actitud más que comprensible teniendo en cuenta que las heridas siguen abiertas y que no han pasado aún ni dos generaciones. Todos los 6 de agosto vemos en los medios de comunicación el respetuoso y sentido homenaje que Japón rinde en Hiroshima a sus víctimas, que hasta hace muy poco han seguido muriendo por las devastadoras consecuencias del bombardeo. Para conocer el horror de la bomba atómica de primera mano nada mejor que leer el testimonio de Pedro Arrupe (1907-1991), bilbaíno de nacimiento, Yo viví la bomba atómica. Considerado el héroe español de Hiroshima, estaba diciendo misa en esa ciudad en el mismo momento en que cayó la bomba, y allí siguió socorriendo a las víctimas, al pie de la destrucción, con muy pocos medios pero auxiliado por sus conocimientos como doctor en Medicina. En Japón, el fenómeno social y el consiguiente revuelo que ha causado esta película, junto con la taquillera Barbie, se ha denominado Barbenheimer.

Qué duda cabe de que ambas bombas causaron una de las mayores tragedias humanas de la historia, arrasando todo a su paso y devastando la vida y los sueños de millones de personas y de familias. También es cierto que siempre hay que ver más allá de la información cotidiana y profundizar en los hechos con el fin de esclarecerlos y arrojar luz para que no vuelvan a repetirse. Lo que no es tan conocido es el hecho de que Japón siempre ha ocultado y marginado —les negaron los cuidados más básicos y fueron tratados como apestados— a las víctimas (hibakusha) de la radiación, que quedaron muertos en vida con heridas y enfermedades crónicas, físicas y mentales; situación considerada como “paz negativa” por  el científico noruego Johan Galtung. A menudo se cancelan sibilinamente documentales sobre el tema o eventos u homenajes a estas víctimas. Recordaban un pasado que Japón se empeñaba en olvidar a toda costa, al menos a corto plazo, y eran incómodas para sus objetivos más inmediatos: resurgir de sus cenizas cual ave fénix y demostrar al mundo el milagro japonés que se llevó a cabo en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964.

Y como en cada empresa titánica y descomunal que emprende el ser humano, siempre hay que pagar un precio, siempre se deja algo por el camino. Y el milagro japonés no fue una excepción. Millares de familias crecieron con un padre ausente que trabajaba de sol a sol y que vivía en la empresa; millares de trabajadores fallecieron por el colapso cerebral que acarrea trabajar a destajo sin descanso alguno y por un mal entendido amor a la patria. Esta enfermedad tiene un nombre en japonés: karoshi, literalmente, muerte por exceso de trabajo, algo quizá tan antiguo como la vida sobre la tierra y que nunca ha dejado de producirse. De hecho, la mayoría de las muertes en el actual Japón se producen por dicha causa o por el suicidio (80 personas al día) al que aboca semejante callejón sin salida.

Robert Oppenheimer también pagó su precio. El precio de expresar libre y públicamente sus opiniones y dilemas morales sobre las armas nucleares. El precio de la envidia al convertirse en el científico más famoso y recibir honores y cargos importantes tras la Segunda Guerra Mundial.

Elena Gallego Andrada es profesora del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad Sofía de Tokio y traductora.

https://elpais.com/opinion/2023-09-02/oppenheimer-y-japon.html

martes, 10 de octubre de 2023

En busca de la hegemonía militar y cultural Barbie y la era nuclear


Stills from ‘Barbie’ and ‘Oppenheimer’

Stills from ‘Barbie’ and ‘Oppenheimer’ | Photo Credit: Warner Bros. and Universal Pictures

En 1945, en el seco y soleado suroeste de Estados Unidos, se produjeron dos acontecimientos que alterarían el curso de la historia. Uno fue la prueba Trinity, la primera detonación nuclear del mundo y el momento que llevaría a Robert Oppenheimer a pronunciar una cita del Bhagavad Gita: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». El otro fue la fundación de [la empresa estadounidense de juguetes] Mattel.

La coincidencia de las fechas de estreno de las películas Oppenheimer y Barbie provocó un frenesí entre el público cinéfilo precisamente porque parecen muy opuestas. Y sin embargo, en el fondo, ambas comparten más de lo que muestra la cámara: son historias de Estados Unidos en guerra –-una guerra definida por el éxito de Oppenheimer y sus colegas, y que a su vez define a la muñeca más vendida. El mundo en el que nació Barbie, y del que se convertiría en símbolo y soldado, no existía antes de la primera detonación nuclear en la madrugada del 16 de julio.

Para quienes se encontraban en el emplazamiento de la prueba Trinity, la gravedad de lo presenciado fue evidente desde el primer momento. Como William Laurance, un periodista del New York Times seleccionado por los militares para cubrir el evento, dijo emocionado: «Uno se sentía como si hubiera tenido el privilegio de presenciar el nacimiento del mundo, de estar presente en el momento de la Creación, cuando el Señor dijo: ‘Hágase la luz'». Había dado comienzo la era nuclear.

A partir del Proyecto Manhattan, la guerra, la economía y la relación entre ambas quedarían profundamente alteradas. La consiguiente carrera de armamento nuclear sentaría las bases de la Guerra Fría, dotando a la lucha ideológica entre el capitalismo estadounidense y el comunismo soviético de un peso existencial. Como la amenaza de destrucción mutua asegurada obligaba a las dos superpotencias a abandonar el conflicto directo y competir por el poder de otras maneras, EE.UU. utilizaría cada vez más su economía como arma de guerra.

En 1951, el sociólogo David Reisman publicó un relato ficticio de una campaña de bombardeo estadounidense contra los soviéticos llamada «Operación Abundancia». Apodada «La Guerra del Nylon», la campaña imaginada por Reisman no incluía bombas, sino el bombardeo aéreo del país comunista con medias de nailon, paquetes de cigarrillos, yoyós y kits de peluquería caseros. Era, escribió, «una idea de una simplicidad apabullante: si se permitía al pueblo ruso probar las riquezas de América, no toleraría durante mucho tiempo a unos gobernantes que le ofrecieran tanques y espías en lugar de aspiradoras y salones de belleza”.

En cierto sentido, era la conclusión lógica de una sinergia económica generada durante la Segunda Guerra Mundial y personificada por el Proyecto Manhattan. Con un coste que superaba los dos mil millones de dólares (equivalentes a más de 30.000 millones en la actualidad), el proyecto implicó una colaboración sin precedente entre el ejército y sectores civiles como la manufactura y las instituciones académicas. Este espíritu colaborativo sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y potenció que el incipiente complejo militar-industrial se expandiera rápidamente durante la Guerra Fría.

El aumento vertiginoso del gasto en defensa generó nuevas industrias y puestos de trabajo, impulsando un período de prosperidad y ampliando rápidamente la clase media de EE.UU. Los estadounidenses, que salían de décadas de depresión y racionamiento de guerra, estaban preparados para consumir como nunca antes. Y la siempre presente amenaza de un ataque nuclear generó una actitud defensiva en torno al American Way of Life –una vida caracterizada en gran parte por la posesión de objetos materiales. La “libertad» se convirtió en el derecho a consumir libremente; el consumo se convirtió en un deber patriótico, un medio no sólo de lograr la realización personal, sino también de fortalecer la economía nacional y mantener a raya a los comunistas.

A medida que los estadounidenses con el bolsillo lleno se apresuraban a engalanarse con los lujos del Sueño Americano, las mismas empresas que fabricaban esas riquezas materiales se dedicaban a producir materiales de guerra. Los creadores de bienes de consumo se basaron en la experiencia de la fabricación militar y las innovaciones de los tiempos de guerra inundaron la sociedad de productos de consumo. El plástico, cuya producción se había cuadruplicado durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en la savia de una nueva era de producción en masa.

Aprovechando el auge de la posguerra, tanto de materiales de fabricación baratos como de bebés, la industria del juguete estadounidense se disparó. Los niños, más que nunca, se habían convertido en un consumidor demográfico por sí mismos: entre 1939 y 1953, el valor total de la industria creció de 86,7 a 608,2 millones de dólares.

En 1955, la aún joven Mattel tomaría dos decisiones que la impulsarían a la vanguardia de la industria. Con una medida que revolucionaría la publicidad de juguetes, la empresa acordó patrocinar el show del Club de Mickey Mouse, promocionando su nombre y sus productos directamente a un público infantil. Y contrataron al ingeniero de Raytheon Jack Ryan, diseñador de los misiles teledirigidos Hawk y Sparrow, como director de investigación y desarrollo. Contratado por “experiencia en la era espacial”, Ryan permanecería en la empresa durante veinte años, desarrollando una serie de juguetes perdurables como la muñeca Chatty Cathy y los coches de colección Hot Wheels. Pero el diseño por el que más se le conoce –cuyo nombre figura en los títulos de la mayoría de sus obituarios– es el de la muñeca Barbie.

Aunque Ryan realizaría importantes mejoras en la construcción de Barbie, su esbelta figura rubia fue modelada a imitación de la muñeca alemana Bild Lilli, un objeto humorístico para adultos que había llamado la atención de la cofundadora de Mattel, Ruth Handler, en un viaje a Europa. El personaje de Lilli en el que se basaba dicha muñeca procedía de una tira cómica creada para el número inaugural de Bild, un tabloide de extrema derecha fundado en Alemania Occidental en 1952 y tan dedicado a la lucha contra el comunismo que las autoridades de Alemania Oriental crearían su propio tabloide para contrarrestar la propaganda de Bild.

Lilli era una creación esencialmente capitalista, una cazafortunas que se las arreglaba en el mundo de la posguerra seduciendo a hombres ricos. Su apariencia era parte integrante de este objetivo. A menudo aparece dibujada en diversos estados de desnudez; por ejemplo, sujetando un periódico sobre su cuerpo desnudo y acompañada del diálogo «nos peleamos y se llevó todos los regalos que me había hecho». Aunque los creadores de Barbie eliminaron este trasfondo (y finalmente esa muñeca dejó de producirse), el cuerpo de Lilli, producto de las condiciones socioeconómicas en las que fue creada, permanecería intacto.

Lilly representaba el tipo de chica que podías conseguir si eras rico. Personificaba –como personaje y como producto– un consumismo que se alineaba con los objetivos políticos estadounidenses en Alemania Occidental. Desde 1948 Alemania Occidental había estado recibiendo asistencia estadounidense bajo el Plan Marshall, una iniciativa que pretendía revitalizar las economías de la Europa Occidental diezmadas por la guerra. El plan estaba diseñado, al menos parcialmente, para limitar y socavar el poder soviético en la región, asegurando el atractivo del capitalismo para sus habitantes. En un lenguaje paralelo al de Reisman en Operación Abundancia, el político republicano que pronto sería Secretario de Estado, John Foster Dulles, declaró en referencia a la necesidad del Plan: «La única manera en que se puede reunificar Alemania es creando unas condiciones en el oeste de Europa que sean tan atractivas, que susciten tal atracción en el este, que los soviéticos sean incapaces de mantener el control de la Alemania del Este”.

En 1959, el año del lanzamiento de Barbie, Estados Unidos necesitaba más que nunca reafirmar su supremacía económica. En 1948 seguía siendo la única potencia nuclear del mundo y disfrutaba de las prebendas de una floreciente economía posbélica, mientras que la URSS se estaba recomponiendo de la destrucción causada por la ocupación nazi. Pero a finales de la década de los 50 los soviéticos lograron una serie de éxitos científicos y económicos sin equivalente en EE.UU. Preocupado por si dicho éxito hacía al modelo soviético más atractivo para el mundo en vías de desarrollo, el entonces presidente Eisenhower se puso a la cabeza de una ofensiva psicológica para socavarlo.

Las dos naciones organizaron una especie de intercambio cultural en 1959 –una Exposición Nacional Estadounidense en Moscú y una Exposición Soviética en Nueva York– supuestamente con la intención de fomentar la comprensión y colaboración mutuas. Pero el verdadero objetivo de EE.UU., que no puso límite a sus exhibiciones de coches, moda, innovaciones domésticas y otros, era ilustrar a los ciudadanos de la URSS sobre la abundancia de consumo que estaba teniendo lugar en el capitalismo americano. Esta exhibición, esperaban los estadounidenses, vendería a los soviéticos el sueño americano y les convencería de que su propio gobierno –y el sistema económico que representaba– les estaba fallando.

Hasta qué punto la Exposición consiguió alcanzar sus objetivos continúa siendo objeto de debate. Pero las demandas de consumo eran ciertamente causa de creciente preocupación para los líderes soviéticos. Alrededor de esta época, el gobierno empezó a recoger datos sobre preferencias e inclinaciones de consumo, llegando a crear una partida para consumo familiar con prestaciones para comprar objetos como neveras y televisores. El entonces primer ministro Nikita Kruschof, sin dejar de hacer hincapié en una economía soviética basada en la defensa y la industria pesada, prometió en repetidas ocasiones que el consumo per cápita en la URSS superaría al de Estados Unidos.

“Hagamos que los rusos deseen lo que nosotros tenemos”, escribió el empresario industrial Norman Winston, que actuaba como asesor especial en la Exposición, haciéndose eco una vez más de la lógica de Operación Abundancia. “Que se lo pidan a gritos a sus dirigentes. Y que el clamor sea tan fuerte que exija respuesta. Tal vez entonces los líderes rusos, para mantener contento a su pueblo, desvíen algunas de sus instalaciones de fabricación de armas a la producción de muebles, batidoras eléctricas y casas prefabricadas”.

Lanzada al mercado meses antes de la inauguración de la Exposición Nacional Estadounidense en Moscú, Barbie –y su enorme variedad de ropas y accesorios– era un símbolo oportuno de “lo que tenemos”, un icono del consumo que la exposición se había esforzado tanto en vender. Entre 1959 y 1976 se pusieron a la venta alrededor de 43 juegos de Barbie, 32 conjuntos de mobiliario y 16 vehículos, y en EE.UU. Mattel comercializaría la friolera de 1179 trajes: 656 para Barbie más otros para Ken, Skipper, la prima Francie y otros miembros del universo Barbie. Como dijo [la revista] Business Week en 1961: «No son las muñecas, es la ropa».

Su complejo vestuario, que incluía atuendos como el “conjunto para picnic”, “la compradora urbana” o la “Barbie-coa” (indumentaria para barbacoas) tenía como meta enseñar a las chicas de clase media cómo vestir en determinados lugares, una función en la que hacía hincapié la estrategia de mercadotecnia de Mattel: “[Nuestro objetivo es] convencer a mamá de que Barbie convertirá a su hija en una ‘señorita elegante’ a partir de una niña burda, desaliñada, y posiblemente masculina». Debemos subrayar los detalles de los vestidos y el modo en que pueden enseñar a una niña vulgar a usar complementos». Se trataba, en otras palabras, de una herramienta para producir la próxima generación de consumidores estadounidenses, difundiendo la noción de que la clave de la felicidad era tener más, más, más.

Barbie nunca llegó a estar a la venta en la Unión Soviética. Su debut en Rusia se produciría en 1992, coincidiendo muy de cerca con la disolución de la URSS. Un titular del L.A. Times proclamaba en relación con su llegada: “La jovencitas sueñan con tenerla, los padres con poder pagarla”; su importancia en el imaginario estadounidense como símbolo de la supremacía de EE.UU. no se había visto empañada por el paso del tiempo.

En la actualidad Barbie supone alrededor de una tercera parte de los 5.000 millones de dólares de las ventas anuales de Mattel. Representa, en palabras del antiguo presidente y director ejecutivo de la compañía, Jill Barad, una “marca poderosa a escala mundial”. Con su debut cinematográfico, su espíritu consumista se muestra en todo su esplendor con una serie impresionante de marcas colaboradoras, que van más allá de las evidentes marcas de ropa, de esmalte de uñas o de patines hasta incluir desde productos de bollería hasta cepillos de dientes, pasando por videoconsolas, velas… la lista no tiene fin.

A lo largo de sus 64 años de existencia, el significado político y cultural de la muñeca Barbie ha eludido cualquier interpretación sencilla. Se la ha promocionado como modelo de mujer independiente y vilipendiado como vendedora de estándares de belleza imposibles. Se la ha considerado un icono feminista y tachado de fantasía sexista. Pero una cosa es cierta: Barbie es una capitalista. Su objetivo básico no es empoderar a las niñas ni mantenerlas sometidas a la mirada masculina. Su objetivo es, sobre todo, hacerlas consumir: muñecas, ropa, zapatos, casas de ensueño. Se trata de inculcarles respeto por lo material: en resumen, vender el sueño americano, preservar el American Way of Life. 

martes, 3 de octubre de 2023

La esquizofrenia, inteligencia, sangre y delicadeza de Robert Oppenheimer.

El responsable científico del ‘proyecto Manhattan’, que desarrolló la bomba atómica, fue una de las personas más singulares del siglo XX por su carácter enigmático y complejo y por las circunstancias que le tocó vivir. Christopher Nolan le dedica su nuevo filme.

Yugoslavia aún era un buen país en 1980 y sus escuelas de verano de física para postgraduados nos gustaban mucho a los jóvenes doctores. El Adriático se extendía ante John, Dora y yo. Aunque nuestros encuentros fueran esporádicos, quizás aquel fuera el tercero, siempre nos caímos bien. Había tres temas en nuestras conversaciones. La preferida de Dora era la situación política en España. La de John era mi trabajo sobre las reacciones entre núcleos pesados. La mía era, evitando en todo lo posible alusión delicada alguna, indagar sobre algunos intríngulis del proyecto Manhattan, de los que sabía que John era uno de los máximos expertos. Quizás alentados por nuestros segundos slivovicas, John se soltó un tanto ante la mirada perdida de Dora. Y al rato de escucharlo absorto hice la pregunta fatal: “¿Cómo era Robert Oppenheimer, John?”. Él apenas apagó su sempiterna sonrisa, pero Dora me miró seria, después sonrió, se levantó y me revolvió el pelo antes de marcharse diciéndome algo así como que era un charming Spanish baby boomer. Pedí excusas a John (Robert Huizenga) y me apenó perder la compañía de su joven esposa (25 años menor que él: otra baby boomer nacida tras la Segunda Guerra Mundial), Dorothy Koeze.

A partir de entonces empecé a indagar sobre el director científico de la primera bomba atómica. Leí mucho sobre él, pero lo que más me interesó fue el testimonio de algunos de sus colaboradores directos y, sobre todo, de los discípulos de aquellos que tenían mi edad más o menos. La mayor fuente de información la obtuve, como es lógico, a lo largo de los 18 años que colaboré con el Instituto Niels Bohr de Copenhague.
Este jueves se estrena la película dedicada a él, que promete ser la revelación cinematográfica de 2023. No me extrañaría que fuera así porque trata de una las personas más singulares del siglo XX por su carácter enigmático y complejo y las circunstancias que le tocó vivir.

Julius Robert Oppenheimer nació en Nueva York en 1904 en el seno de una familia rica de orígenes judíos y alemanes. Posiblemente, lo más notable de su adolescencia fue el diagnóstico que le hicieron por su carácter oscuro: demencia precoz, es decir, esquizofrenia. Siempre fue enormemente generoso a la vez que mezquino y arrogante; enclenque de salud precaria y agresivo hasta llegar al límite de dos intentos de homicidio; pacato de carácter, pero jinete temerario y navegante audaz; odiado e idolatrado; sexualmente confuso al que amaron mujeres de singular inteligencia y fuerte personalidad. Resalto solo esto último e invito a que se indague más sobre Charlotte Riefenstahl, Jean Tatlock y Katherine Puening. La primera lo dejó para casarse, dos veces, con Fritz Houtermans, físico nuclear al que los nazis detuvieron y torturaron acusado de espía soviético y los estalinistas hicieron lo propio acusado de espía nazi. Tatlock fue una comunista y psiquiatra de gran renombre, que acabó suicidándose. Kitty, con la que Oppenheimer tuvo hijos, había sido viuda de un brigadista internacional en España, comunista enardecido, acribillado en el Ebro. Robert siempre negó haber sido comunista, pero su hermano Frank lo fue y él mismo contribuyó decididamente con oratoria y dinero a defender la República española.

Robert Oppenheimer, al final de su vida, en los años sesenta.Robert Oppenheimer, al final de su vida, en los años sesenta.

Oppenheimer fue tan extraordinariamente inteligente que podía aprender idiomas extraños, como el neerlandés o el sánscrito, en meses y asimilar cualquier teoría física por compleja que fuera. Eso fue lo que hizo con la mecánica cuántica cuando sus padres le financiaron una larga estancia en Europa. Aquí conoció al patriarca de esa ciencia, el danés Niels Bohr. Al regreso a Estados Unidos se percató de que nadie en el país tenía noticia de aquella nueva ciencia física y de ambos acabaron diciendo que Bohr era dios y Oppie (Oppenheimer) su profeta en aquella tierra. Pero ahí estaba la esquizofrenia de nuevo. Entre los grandes físicos europeos se impuso el consenso de que las ideas de Oppenheimer eran todas interesantes y sus cálculos, todos incorrectos. Le fallaban las matemáticas y no podía pisar un laboratorio sin estropear algo. Lo primero lo fue arreglando, lo segundo ni lo intentó: llegó a ser un profesor desastroso y un venerado maestro de doctorandos.

Lo último que considero que caracterizó a Oppenheimer fue lo que le respondió a su amigo judío y gran físico Isidor Rabi al comentarle este que del cristianismo le desconcertaba su combinación de sangre y delicadeza: “Justo eso es lo que más me atrae”.

La fisión nuclear
En cuanto los alemanes Strassmann y Hahn sospecharon que habían encontrado fragmentos de un núcleo pesado y Frish y, particularmente, su tía Lise Meitner explicaron el mecanismo de esa fisión nuclear, se intuyó que estaban ante la posible liberación de una energía descomunal. Einstein y, sobre todo, el húngaro Leó Szilárd escribieron al presidente de los Estados Unidos, el progresista Franklin D. Roosevelt, para alertarlo de que los alemanes tenían toda la capacidad científica y tecnológica para desarrollar una bomba atómica que, sin duda, decidiría la victoria nazi en la guerra.

Estados Unidos hacía tiempo que se había impregnado de anticomunismo, por lo que se enfrentaba a un dilema con la guerra en Europa desencadenada. Si sus aliados naturales caían en manos del nazismo, su papel en el futuro quedaría desdibujado. Pero quien más ferozmente estaba luchando contra los nazis era la Unión Soviética, por lo que, tras el teatral por falso pacto entre Stalin y Hitler, los rusos se habían convertido en el mejor aliado de la Europa libre y de Estados Unidos. Si los nazis conseguían la bomba atómica, el futuro estaba decidido; pero si los soviéticos los arrollaban, ese futuro, aunque en el sentido opuesto, sería tan distante del espíritu estadounidense como el nazi.

Los primeros cálculos fueron estremecedores: aquello implicaría la tarea de decenas de miles de personas encabezadas por los mejores físicos e ingenieros del país, con una inversión escalofriante y con el Ejército detrás de toda esa organización. El proyecto se denominó Manhattan porque allí estaba la sede del regimiento de ingenieros. El jefe militar de aquella tremenda organización fue fácilmente decidido: el coronel Leslie Groves, que acababa de dirigir la construcción del mayor edificio en planta del mundo, el Pentágono.

El problema era quién dirigiría a los científicos. El dilema era inquietante: por inteligencia, capacidad de liderazgo entre científicos iguales y sobre todo superiores, versatilidad temática, conocimiento personal de los físicos alemanes sin duda implicados en la bomba nazi, y muchas otras características, el candidato ideal era Robert Oppenheimer. Por su tendencia declaradamente comunista, si había algún científico invalidado para el puesto de director científico del proyecto era él mismo. Y ahí intervino la arrolladora personalidad del ya general Groves. Si Oppenheimer era idóneo para dirigir el proyecto, de las posibles consecuencias de su ideología se responsabilizaba él. Uno de los comentarios que hizo Oppenheimer al aceptar, para mayor inquietud de los militares, fue que, si los españoles hubieran resistido un poco más, Franco y Hitler habrían compartido la misma tumba.

Aquella fue una de las mayores hazañas científicas de la historia de la humanidad llevada a cabo en tan solo dos años y medio, pero el resultado fue tan espantoso que se consideró que había supuesto el fin de la física, cuando no el de la ciencia. Los científicos e ingenieros decisivos en el proyecto se sublevaron al ver que el mediocre y artero Truman, sustituto por fallecimiento del inteligente Roosevelt, podía acceder al deseo de los militares y lanzar la bomba sobre población civil no solo desarmada sino derrotada. Alemania estaba destruida desde los cimientos, Hitler hacía meses que se había suicidado y Japón, tras ser arrasada con napalm, solo estaba discutiendo los términos de la rendición.
 
OppenheimerOppenheimer, con Albert Einstein en 1950.

Meses antes, los físicos habían propuesto firmemente invitar a Los Álamos, la sede central del proyecto, a científicos rusos y hacer que los resultados de la ciencia fueran, como había sido siempre, patrimonio de la humanidad. El secretismo solo llevaría a una carrera armamentística nuclear global. Del principal inspirador de esta postura, el consagrado Niels Bohr, se dice que fue amenazado por Winston Churchill al sugerir que aquella postura era “mortal”.

Pero estas son historias que sin duda la película de Christopher Nolan nos desvelará con todo rigor y dramatismo, así como reflejará la compleja personalidad de uno de los personajes más decisivos y turbadores del siglo XX.
Oppenheimer y el general Leslie R. Groves, en Alamogordo (Nuevo México), en septiembre de 1945.Oppenheimer y el general Leslie R. Groves, en Alamogordo (Nuevo México), en septiembre de 1945.Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan junto a otros científicos y militares los restos de una torre arrasada por la primera prueba atómica, en Almogordo, Nuevo México. GETTY

A veces recuerdo el amable desplante de Dora Huizenga aquel atardecer en el Adriático, así como la infinidad de conversaciones que he tenido con otros físicos nucleares de mi generación baby boomer. Creo que todos, en particular los de carácter progresista, hemos llegado a la misma conclusión que nos atenazará hasta que nos extingamos: si nos hubiésemos enfrentado a la disyuntiva de unirnos o no al terrible proyecto Manhattan, habríamos aceptado participar en él.

Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Física Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Su último libro es La hechicera, el gato y el demonio, de Zenón de Elea a Stephen Hawking: Los doce experimentos imaginados que cambiaron la historia (Debate, 2023)

viernes, 22 de septiembre de 2023

Prometeo

Resumamos el caso a ser estudiado todos los agostos y preferiblemente todos los días de la vida, mientras ésta perdure.

Resumamos el caso a ser estudiado todos los agostos y preferiblemente todos los días de la vida, mientras ésta perdure 

Fuentes: Rebelión

En la mitología griega, el titán Prometeo entrega el fuego a los humanos, por lo cual Zeus lo encadena y lo condena a que sus vísceras sean eternamente devoradas por un ave.

El brillante y progresista físico Robert Openheimer por encargo del complejo militar industrial de Estados Unidos crea una bomba capaz de incinerar ciudades. Calcinadas las dos primeras, se pronuncia contra la construcción de armas más destructivas, aboga por un acuerdo para impedir su proliferación, y el gobierno lo despoja de su credencial de seguridad, impidiéndole por siempre todo acceso a las investigaciones de su especialidad.

Prometeo es alegoría de lo que los antropólogos llaman héroes culturales: los inventores de civilizaciones. El ave, según unos un águila, según otros un buitre, es emblema de aquellos incapaces de crear cultura, que viven devorando a quien la genera y matando de hambre al resto.

Los mitos se repiten eternamente; tenemos la eternidad para aprender de ellos.

No hay más Dios que quien enciende la llama del conocimiento. Lo único Divino del hombre es la chispa que alumbra lo desconocido.
Las ideas son la fuerza más poderosa, porque iluminan la forma de constituir y operar el poder.

Las civilizaciones son pensamientos materializados.

Intelectual es quien usa la prominencia obtenida en la generación de ideas para intervenir en el debate público.

Idea es intelección viviente; el ave de rapiña devora al pensador y se aprovecha de ella porque es incapaz de crearla.

A cada quien su embriaguez: la del intelectual, ver como su pensamiento mueve voluntades.

Dos atroces rasgos tienen los efectos del conocimiento: que son impredecibles, y que son predecibles.

Trabajar con ideas es tener conciencia de esta dualidad, que convierte la vida en encrucijada.

María Sklodowska de Curie no podía predecir que su descubrimiento de los elementos radioactivos le causaría cáncer. Robert Oppenheimer sabía que la atroz arma que confeccionaba destruiría ciudades y que sus cómplices la perfeccionarían para hacerla capaz de destruir la tierra.

Peca Prometeo por acción al entregar el fuego a quienes lo usarán para el mal y por omisión al callar ante su uso pervertido: todo el que juega a Prometeo pone sus vísceras en riesgo.
 

Situémonos un instante al lado del Titán encadenado, del ave que cotidianamente devora sus entrañas.

Dispensemos el lado demoníaco de Prometeo: es él quien nos convierte en humanos al entregarnos el fuego.

Su llama podría devolvernos a las cavernas, pero sin ella estaríamos todavía en ellas.

De las manos de Leonardo surgen el Cielo y el Infierno.

Se gestan de manera perpetua las ideas, y nadie sabe cuál es la que clausurará el mundo.

Einstein escribió una carta al Presidente de Estados Unidos afirmando que los alemanes preparaban un arma capaz de desintegrar ciudades, e instándolo a construir más pronto otra, para los cual lo urgía a controlar los yacimientos disponibles de uranio.

La única excusa del dador del fuego o de la extinción masiva consiste en que si no lo hace él, otro lo hará.

Pero la excusa del otro es la misma, y así todos devenimos demonios.

Pues siempre en el espíritu prometeico hay algo demoníaco, siempre dudaremos y dudará él de su arrepentimiento.

Prometeo claudicante siempre encontrará cómo venderse a quienes explotan su fuego. Werner von Braun, que asestó contra las ciudades inglesas sus bombas V1 y V2, terminó dirigiendo el programa espacial de Estados Unidos. Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich que con sus campos de millones de trabajadores esclavos prolongó más de dos años la Segunda Guerra Mundial, a fuerza de golpes de pecho fue el único jerarca nazi que purgó condena comparativamente leve y sobrevivió para llevar una vida feliz bien acompañado.

Santos Dumont, el verdadero inventor del aeroplano, se suicidó cuando supo que su invención era empleada para bombardear Rio Grande do Sul.

Calvario ejemplar el de Oppenheimer al recibir cada noche la visita de doscientas mil almas de no combatientes incineradas por el fuego de su intelecto.

Siempre las relaciones son difíciles entre Prometeo y el Poder que su fuego desencadena, el cual sólo se siente seguro encadenándolo todo.

En lo profundo del alma de Prometeo está la soberbia: la que lleva a Adán a probar la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, impide a Giordano Bruno abjurar ante la hoguera de su doctrina de los infinitos mundos habitados, mueve a Galileo a murmurar para sí mismo “Eppur si muove” ante el tazón de plomo fundido. Molesta virtud, sin la cual no seríamos hombres, sino ovejas.

Prometeos tranquilos como Charles Darwin incendian el mundo desde un refugio campestre. Iracundos, como Marx y Engels, lo inflaman desde una buhardilla londinense. Lo que llamamos Historia Universal, en cuanto constante revolución de la existencia, no es más que crónica prometeica.

No debe sentirse tranquilo quien en lugar de jugar con átomos lo hace con palabras o ideas. Un solo adjetivo logra que América sea Nuestra, una sola figura retórica potencia las armas de la crítica como Crítica de las Armas.

El crimen por el cual es condenado el Titán no es tanto la invención del fuego, sino intentar ponerlo a disposición de la totalidad de los humanos para que decidan su manejo.

Todo iba bien con Oppenheimer hasta que decidió que no se debían construir bombas más poderosas, hasta que propuso una organización internacional para que el género humano evitara ser destruido por ellas.

Todo Prometeo atrae buitres disfrazados de herederos.

Tormento de Prometeo recibir a cambio del fuego devoradores de vísceras. Tormento de los buitres que no sabrían subsistir sino devorando entrañas ajenas.

Ahora Prometeo no sólo entrega a los humanos el poder de destruirse, sino también el de crear seres artificiales conscientes destinados a suplantarnos.

Pesado insomnio el de Prometeo. Profundo sueño el de los poderes fácticos que creen dominar a los hombres devorándolos.

“Tengo sangre en las manos”, dice Oppenheimer a Harry S. Truman. “Él no arrojó la bomba, fui yo”, dice el Presidente.

La prisión de Prometeo es la de nosotros y su liberación la de todos.

Mirémonos las manos constantemente.

Por Luis Britto García | 15/08/2023 | Mundo

miércoles, 23 de agosto de 2023

La tragedia de J. Robert Oppenheimer y la actualidad del peligro nuclear


La tragedia de J. Robert Oppenheimer y la actualidad del peligro nuclear
Basada en la biografía titulada American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer (Ed. A. Alfred Knopf, 2005), escrita por Kai Bird y por el difunto Martin Sherwin –biografía galardonada con el Premio Pulitzer–, la película narra el ascenso y caída del joven J. Robert Oppenheimer, reclutado por el gobierno de EE UU durante la segunda guerra mundial para dirigir la construcción y los ensayos de la primera bomba atómica del mundo en Los Álamos, en Nuevo México.

Sus logros en este terreno permitieron que poco después el presidente Harry S. Truman (1945-1953) ordenara utilizar las bombas nucleares para destruir Hiroshima [6 de agosto de 1945] y Nagasaki [9 de agosto de 1945].

En el transcurso de los años de posguerra, Oppenheimer, ampliamente celebrado como “el padre de la bomba atómica”, adquirió una influencia extraordinaria para un científico en las filas del gobierno estadounidense, sobre todo en su calidad de presidente del comité consultivo general de la nueva Comisión de la Energía Atómica (Atomic Energy Commission, AEC).

Sin embargo, su influencia menguó a medida que se acentuó su ambivalencia con respecto al armamento nuclear. En el otoño de 1945, durante una reunión en la Casa Blanca con Truman, Oppenheimer dijo: “Señor presidente, tengo la sensación de que mis manos están manchadas de sangre.” Furioso, Truman declaró más tarde al secretario de Estado adjunto, Dean Acheson [enero de 1949-enero de 1953] que Oppenheimer se había convertido en “un llorón” y que no quería “ver nunca más a ese hijo de puta en este despacho”.

Oppenheimer también estaba preocupado por la carrera de armamentos nucleares que comenzaba y, al igual que numerosos científicos de la especialidad, era partidario de un control internacional de la energía atómica. En efecto, a finales del año 1949, la totalidad del comité consultivo general de la AEC se pronunció en contra del desarrollo de la bomba H por EE UU, si bien el presidente, haciendo caso omiso de esta recomendación, aprobó el desarrollo de la nueva arma y la incorporó al arsenal nuclear estadounidense en plena expansión.

En estas circunstancias, personalidades claramente menos escrupulosas con respecto a las armas nucleares tomaron medidas para apartar a Oppenheimer del poder. En diciembre de 1953, poco después de asumir la presidencia de la AEC, Lewis Strauss, un ferviente defensor del refuerzo del arsenal nuclear de EE UU, ordenó la suspensión de la acreditación de seguridad de Oppenheimer. Con ánimo de defenderse de las implicaciones de deslealtad, Oppenheimer recurrió la decisión y, durante las comparecencias posteriores ante el Consejo de Seguridad del Personal de la AEC, tuvo que hacer frente a preguntas agobiantes, no solo en relación con sus críticas con respecto al armamento nuclear, sino también con sus relaciones, décadas atrás, con personas que habían militado en el Partido Comunista.

Finalmente, la AEC decidió que Oppenheimer representaba un riesgo para la seguridad, una decisión oficial que –añadida a su humillación pública– supuso su expulsión del servicio público y asestó un golpe fatal a su fulgurante carrera.

Está claro que el desarrollo del armamento nuclear ha tenido consecuencias mucho más importantes que la caída de Oppenheimer. Además de matar a más de 200.000 personas y herir a muchas más en Japón, el advenimiento de estas armas ha llevado a países del mundo entero a lanzarse a una feroz carrera de armamentos atómicos. En la década de 1980, al calor de los conflictos entre las grandes potencias, se fabricaron 70.000 bombas nucleares, con el potencial de destruir prácticamente toda vida en el planeta.

Por fortuna se produjo una vasta campaña ciudadana para oponerse a esta carrera hacia el apocalipsis nuclear. Consiguió presionar a los gobiernos reticentes para que firmaran toda una serie de tratados de control de las armas nucleares y de desarme, además de tomar medidas unilaterales con el fin de reducir los peligros nucleares. De este modo, en 2023 el número de armas nucleares ha descendido a 12.500.

No obstante, estos últimos años, ante la fuerte disminución de la movilización ciudadana y el aumento de los conflictos internacionales, el potencial nuclear se ha reavivado notablemente. Las nueve potencias nucleares (Rusia, EE UU, China, Reino Unido, Francia, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte) se esfuerzan actualmente por modernizar sus arsenales nucleares construyendo nuevas instalaciones de producción y mejorando sus armas nucleares.

En 2022, esos gobiernos han invertido cerca de 83.000 millones de dólares en este refuerzo nuclear. Las amenazas públicas de desencadenar una guerra nuclear, como la de Donald Trump, Kim Jong-un y Vladímir Putin, se repiten con mayor frecuencia. Las agujas del reloj del apocalipsis, ideado en 1946 por el Bulletin of the Atomic Scientists, se sitúan ahora a medianoche menos 100 segundos [90 en enero de 2023], el valor más peligroso de su historia.

No es extraño que las potencias nucleares no se muestren muy interesadas en que haya nuevas iniciativas a favor del control de armas nucleares y de desarme. Los dos países que poseen alrededor del 90 % de las armas nucleares del mundo –Rusia (país que posee más que ninguno otro) y EE UU (que le sigue de cerca)– se han retirado de casi todos los acuerdos de este tipo que habían suscrito entre ellos.

Aunque el gobierno de EE UU ha propuesto a Rusia prorrogar el tratado New Start (que limita el número de armas nucleares estratégicas), Putin respondió al parecer, en junio de 2023, que Rusia no participará en negociaciones sobre desarme nuclear con Occidente, añadiendo: “Poseemos más armas de este tipo que los países de la OTAN. Lo saben y siempre tratan de convencernos de negociar su reducción. Que se lo hagan mirar… como dice nuestro pueblo.”

El gobierno chino, cuyo arsenal nuclear, pese a haber crecido notablemente, se sitúa en tercera posición –y todavía bastante lejos–, ha declarado que no ve ninguna razón para participar en conversaciones sobre el control de armas nucleares.

A fin de evitar una catástrofe nuclear inminente, las naciones no nucleares han defendido el tratado de prohibición de las armas nucleares (Treaty on the Prohibition of Nuclear Weapons, TPNW). Adoptado por una mayoría aplastante de países en una conferencia de Naciones Unidas en julio de 2017, el tratado prohíbe desarrollar, ensayar, producir, adquirir, poseer, almacenar y amenazar con utilizar armas nucleares.

El tratado entró en vigor en enero de 2021 y, pese a que todas las potencias nucleares se han opuesto, lo han suscrito 92 países y ratificado 68 de ellos. Brasil e Indonesia lo ratificarán seguramente dentro de poco. Los sondeos demuestran que el TPNW goza de un importante apoyo popular en numerosos países, inclusive en EE UU y otros países de la OTAN. Queda por tanto un rayo de esperanza de que todavía se pueda evitar la tragedia nuclear que hundió a Robert Oppenheimer y que desde hace tiempo amenaza la supervivencia de la civilización mundial.

Artículo original: A l’encontre Traducción: viento sur

Lawrence S. Wittner es profesor emérito de Historia en SUNY/Albany.

Fuente: