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viernes, 16 de mayo de 2025

El pasado nazi del que los padres nunca quisieron hablar con sus hijos

Margarethe Gräser

Hans Gräser, un alemán de 79 años, descubrió al vaciar la casa de sus progenitores documentos reveladores de la vinculación familiar con el régimen de Hitler. No es el único al que le ha pasado.

El silencio aceptado en el seno de muchísimas familias alemanas tras la II Guerra Mundial ha marcado a la sociedad de un país que tuvo que aprender a vivir con su historia. ¿Cómo explicar a los hijos los terribles crímenes que se cometieron durante el nazismo? Los Mitläufer, como se llama a los alemanes que se dejaron llevar por la corriente nazi sin resistir, fueron la gran mayoría del pueblo alemán.

Después de la guerra, nadie quería plantearse la cuestión de qué hubiera ocurrido si no se hubieran dejado llevar. Los padres no hablaron con los hijos, sino, en todo caso, con los nietos. Sin embargo, aún ahora, 80 años después del final de la II Guerra Mundial, es difícil hablar sobre ello, aunque nadie duda de que sin esos millones de Mitläufer, ni Hitler, ni sus acólitos hubieran estado en condiciones de cometer un genocidio —en torno a seis millones de judíos murieron durante el Holocausto— de aquella magnitud.

El tema resurge cuando al vaciar el piso de abuelos o padres, algunas familias descubren documentos ocultos en el fondo de un armario. En el caso de Hans Gräser, él sí sabía del pasado nazi de su padre en las SS, pero no mucho más. Por eso no pudo evitar sorprenderse al encontrar una serie de documentos que desconocía cuando a finales del año pasado su madre, de 101 años, se mudó a una residencia y hubo que desalojar su casa en Heidelberg.

“Nunca había visto estos documentos. Ni el carnet de pertenencia a las SS, ni el informe de desnazificación…”, explica en su casa mientras hojea los papeles esparcidos en una mesa entre los que se encuentra, por ejemplo, el Ahnenpass, que documentaba el linaje ario, o la Cruz al Mérito de Guerra firmada por el Führer. “Me enteré entonces de que había sido miembro del partido nazi”, indica sobre lo que encontró en uno de los cajones del escritorio de su padre. “Yo sabía que estuvo en Riga [capital de Letonia]. También que fue juez del Tribunal Regional. Pero mi padre no me contó qué hizo en Riga durante la II Guerra Mundial. Eso es lo que siempre dicen, que los padres no hablaban con los hijos”, comenta.

El carnet de pertenencia a las SS de Hans Gräser Gräser, de 79 años, es historiador especializado en la época medieval. Para él fue complicado pensar que su padre estuvo en Riga desde 1941 hasta 1944 como parte de la maquinaria nazi y nunca llegó a hablar con él de ese tema. En esa zona se cometieron asesinatos en masa como la masacre de Rumbula, donde fueron asesinados cerca de 25.000 judíos. Por eso, cuando descubrió ahora que su padre se salió de las Reiter-SS (unidades a caballo) en 1939 al entrar en la Wehrmacht, como se denominó a las Fuerzas Armadas de la Alemania nazi, no entiende por qué lo ocultó.

“Las SS siempre se consideraron una élite. Y en ese sentido puede ser que dijera que no quería saber nada del partido nazi, que le parecía demasiado vulgar”, elucubra sobre los motivos de su padre, que murió en 2009 con casi 99 años y nunca habló de ello.

“Parece que solo se dedicaba a cosas civiles. Pero claro, todo el mundo allí, aunque no disparara, tenía que saber lo que estaba pasando”. Para Gräser es “difícil” enfrentarse a este pasado. ¿Cómo preguntarle a un padre si vio o estuvo implicado en alguno de esos terribles crímenes?

Con su madre habló en algunos momentos sobre esa época. “Pero siempre me ha sorprendido lo naíf que es”, reconoce. “Mi madre, que no se enteró de los crímenes cometidos durante el Tercer Reich hasta el final, no se interesó en absoluto por el tema y lo reprimió por completo”, añade.

Margarethe-Gräser en su etapa en las Juventudes Hitlerianas Su madre, Margarethe Gräser, vive ahora en una residencia de ancianos en la ciudad de Weinheim, donde reside su hija. Ella tenía 22 años cuando terminó la guerra y estaba embarazada de su primer hijo, Hans, al que llamó como su marido, porque en septiembre de 1945 no sabía si seguía vivo o no. El niño es producto del último permiso que recibieron los soldados en las Navidades de 1944, momento que aprovecharon para casarse. “Casi todos mis compañeros de colegio habían nacido en septiembre como yo”, recuerda Hans como una curiosidad de la posguerra.

“En las primeras Navidades después de la guerra fue la primera vez que le permitieron escribir una carta desde la cárcel”, explica Margarethe Gräser, sentada en su habitación de la residencia. “Fue ahí cuando supimos seguro que estaba vivo y que estaba en cautiverio estadounidense”, añade. Desde ese momento, su marido, que estaba en un campo especial de altos cargos nazis, tuvo permitido escribir una carta al mes hasta su liberación en julio de 1946. Las cartas llegaban con restos de polvos que usaban los estadounidenses para comprobar que no hubiera mensajes ocultos.

En esa época, ella se había trasladado a vivir con su familia a la antigua casa de su abuela en el centro de Heidelberg, después de que los estadounidenses ocuparan su vivienda en Tauberbischofsheim. “A ellos no les interesaba nuestro piso en Heidelberg porque era muy antiguo y no había calefacción central”, recuerda Margarethe Gräser.

Le cuesta remontarse en el tiempo. Ella era una niña cuando Hitler ascendió al poder en 1933. Recuerda su tiempo en la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas, cuya pertenencia fue obligatoria a partir de 1936. “Me gustaba formar parte de un grupo de tantas chicas porque solo tenía hermanos. Me gustaba cantar con ellas, hacer deporte y cosas así. La verdad es que viví esa época de forma positiva”.

Después estuvo en el obligatorio Servicio de Trabajo del Reich (RAD), donde las jóvenes ayudaban principalmente en el cuidado del ganado y del campo. Recuerda poco de esos años, pero sí que tuvo la suerte de estar en zonas tranquilas. Tampoco sabe cómo se enteró del final de la contienda y asegura que no supo “de las atrocidades de la guerra” hasta que terminó. Le cuesta hacer memoria. “Ha pasado mucho tiempo”, se excusa.

“De alguna manera, no queríamos creerlo. Mi marido probablemente sabía más al respecto”, reconoce. “El florecimiento de Alemania durante el nazismo, por así decirlo, fue visto como algo bueno en comparación con la época anterior, cuando Alemania atravesaba un tiempo muy malo. Nosotros no sabíamos nada de los crímenes que se cometieron. Los que lo vivieron eran, creo, muy reservados y cautelosos a la hora de hablar de ello. Y en los periódicos, por supuesto, siempre se publicaban solo cosas buenas”, añade.

El departamento jurídico nazi reunido en Riga, con Hans Gräser a la derecha Si bien tras la guerra, muchos alemanes escondieron su pasado nazi, la familia Gräser siempre fue consciente del suyo. “Él contaba un poco de su paso por Berlín o Riga”, indica su viuda. “Eran más bien cosas formales, lo que hacía como jurista. No le interesaba mucho la política. Como funcionario, tuvo que entrar en una organización nacionalsocialista y entró en las SS”, confiesa.

Su familia leyó sus recuerdos de esa época en unas memorias que escribió cuando se jubiló. A lo largo de 200 páginas rememora, por ejemplo, cómo en 1932 escuchó por primera vez a Hitler en un mitin en Karlsruhe. “Por su contenido, me impresionó poco, predominaba la polémica burda, pero fui testigo de la fuerza sugestiva con la que se caldeaban los ánimos de los oyentes”, detalló.

En 1938 se mudó a Berlín. “Las SS tenían tareas especiales en Berlín. Al menos la mitad del servicio consistía en formar una guardia de honor en los actos en los que participaba el Führer, en servicios de vigilancia, en desfiles y similares”, escribió. “Por supuesto, en otoño de 1938 tuve que viajar con mi unidad al congreso del partido en Núremberg para desfilar ante el Führer”, relató Hans Gräser padre.

En Berlín también vivió la Noche de los Cristales Rotos, como se conocen los sucesos del 9 al 10 de noviembre de 1938, cuando miles de negocios, sinagogas y hogares judíos fueron atacados por las SS y casi 100 judíos fueron asesinados.

La carta de liberación de Hans Gräser del 20 de julio de 1946. Su nombramiento como juez del Tribunal Regional de Berlín llegó al año siguiente, casi a la vez que fue llamado a filas, por lo que nunca llegó a ejercer realmente el cargo en la capital alemana. Al entrar a formar parte de la Wehrmacht dejó las SS, donde había llegado a ocupar el cargo de Rottenführer (líder de sección).

Vivió la rendición de Varsovia, estuvo en la Batalla de Francia y tras una lesión, acabó en 1941 asignado al departamento jurídico en la oficina del Reichskommissariat Ostland en Riga, donde, según él mismo cuenta, se ocupaba de todos los asuntos no penales. En los últimos meses de la contienda resultó herido por metralla en el frente oriental. Esas heridas le acabaron salvando la vida, probablemente, porque fue evacuado al oeste de Alemania.

Junto con estas memorias, en las que omite cualquier mención a los crímenes cometidos por los nazis, su hijo tiene ahora también el escrito que adjuntó su padre en el informe de desnazificación exigido por los Aliados para poder ser rehabilitado. En él relata los cargos que tuvo y dónde estuvo hasta su detención el 9 de mayo de 1945 y pide ser calificado como Mitläufer. Trabajó como jardinero en un cementerio en Heidelberg hasta que en 1949 volvió a ser juez.

Este nombramiento hizo que años después su nombre apareciera en el llamado Libro marrón en el que la República Democrática Alemana (RDA) denunciaba a casi 1.800 líderes económicos, políticos, generales y almirantes de la Bundeswehr y altos funcionarios por sus vínculos reales o supuestos con el régimen nazi. El Gobierno federal alemán desestimó el libro como “obra de propaganda comunista”. Sin embargo, Hans Gräser al ver su nombre ofreció prejubilarse, pero sus superiores no vieron motivo para su dimisión y siguió en su puesto.

¿Cuánto omitió de su historia? Es difícil de saber. Su familia quiere solicitar ahora al Archivo Federal de Alemania todos los documentos que haya para ver si lo que hay sobre él es lo mismo que ya saben o hay algo más. Ellos son de los alemanes que quieren saber. No todos quieren.

miércoles, 19 de marzo de 2025

_- No solo fue el terror: los nazis ganaron la batalla cultural en un año casi sin críticas

Quema de libros en la Alemania nazi de 1933.
_- Quema de libros en la Alemania nazi de 1933.

Para los nacionalsocialistas todo era política: convirtieron desde el teatro hasta el cine la pintura o la literatura en instrumentos de propaganda y antisemitismo.

En el delirio de la destrucción de Europa tuvo su peso un relato de tipo etnográfico de finales del siglo I, escrito por Cornelio Tácito y titulado Origine et situ Germanorum (Sobre el origen y la situación de los alemanes, conocido popularmente como Germania). Empieza así: “Germania en su conjunto está separada de los galos, los recios y los panonios por los ríos Rin y Danubio, de los sármatas y los dacios por el mutuo miedo y las montañas: lo demás lo rodea el Océano, abrazando extensas penínsulas e inmensos espacios de islas, habiendo sido conocidos hace poco ciertas gentes y sus reyes, a los que la guerra puso al descubierto”.

Ese viejo cuaderno de tiempos de los romanos se convirtió en “el talismán del Tercer Reich”, según Christopher Whitton, profesor de Clásicas de Cambridge. Con la apropiación cultural de un elemento tan concreto como los escritos de Tácito, los nazis se arrogaron el derecho a reconvertir la débil Alemania que surgió de los escombros de la Primera Guerra Mundial en la tercera reencarnación del Sacro Imperio Romano Germánico (el primer Reich fue en el siglo X, y el segundo surgió en 1871).

Ya en 1928, de la mano del ideólogo Alfred Rosenberg, los nacionalsocialistas fundaron una “Liga de Combate para la Cultura Alemana”, que preparó el camino de control de la cultura cuando los nazis llegaran al poder. Y así fue. A partir del 30 de enero de 1933, el presidente alemán Paul von Hindenburg nombró canciller de Alemania a Adolf Hitler, él y sus acólitos pusieron en marcha una especie de blitzkrieg (ataque relámpago) propagandístico para irradiar su ideología a través de todos y cada uno de los estamentos culturales y artísticos del país.

Berlin'The Eternal Jew', una exposición antisemita en Berlín, en 1938. Bettmann (Bettmann Archive)
 
De hecho, una de las primeras víctimas mortales del nazismo fue un actor de teatro, un tipo guapo, popular y comunista llamado Hans Otto. Al poco de que el partido de Hitler controlara el Gobierno central, se dio orden de no renovarle el contrato en el Teatro Estatal Prusiano, de manera que Otto pasó a la clandestinidad hasta que fue arrestado por las tropas de asalto en un pequeño café del barrio de Schönenberg, en Berlín. De allí se lo llevaron al cuartel general de la SA y la Gestapo, donde le golpearon y después lo tiraron por una ventana. Así lo explica Michael H. Kater en La cultura en la Alemania nazi (Siglo XXI, 2025).

Kater, profesor emérito de la universidad de York en Toronto, demuestra que los primeros pasos del gobierno nazi en el campo de la cultura estaban claramente planificados. Sus objetivos fueron diluir y aniquilar toda influencia de la República de Weimar (1918-1933) y presentar y extender la cosmovisión nacionalsocialista por todos los rincones del país. Se organizaron para hacerlo, además, en forma de distracción y entretenimiento para la ciudadanía y sin alarmar al resto de países europeos.

Y lo consiguieron. Para Kater, la verdadera institución de la nueva cultura se inició en verano del 33, cuando un cambio legislativo mandó crear una “liga de la cultura judía” para controlar y erradicar parcialmente lo que se consideraba cultura “judía” anterior a 1933. A la literatura racista anterior a ese año, en cambio, se le permitió continuar, y de hecho se fomentó, especialmente tras la puesta en marcha de una Cámara de Cultura del Reich bajo el mando del ministro de Propaganda Joseph Goebbels, que controló las principales actividades culturales y artísticas. “A partir de entonces, los creadores culturales alemanes tuvieron que dejarse guiar por la censura estatal y la autocensura”, explica Kater en conversación por correo electrónico.

Adolf Hitler


En Berlín de 1933, los viandantes saludan a Hitler, mientras da el discurso de victoria de las elecciones de 1933. Photo 12 (Universal Images Group via Getty Images)

Un nuevo imaginario

El mandato de Goebbels fue expandir la gran “cultura”, una suerte de elixir vital de la Volksgemeinschaft (la comunidad nacional). Dentro de ese marco, “los contenidos podían ser verdades, verdades a medias o francas mentiras, según conviniera a la política nazi”, explica Kater, autor de otros libros como Las juventudes hitlerianas (Kailas, 2016).

Pero para que ese nuevo tipo de cultura arraigara debía liquidarse primero las formas culturales anteriores, y la consigna fue purgar todo rastro de Weimar. Esto es, todo rastro del movimiento Bauhaus, del expresionismo, cubismo o dadaísmo, descolgando de los museos las pinturas de Paul Klee, de Kandinsky, y desprogramando películas como Berlín, sinfonía de una gran ciudad o Metrópolis, obras de teatro de Bertolt Brecht, o conciertos de Kurt Weill.

Adolf Hitler

Adolf Hitler saluda en 1933 a las juventudes sajonas a las afueras de Erfurt, Alemania. Hulton Archive (Getty Images)

Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, “se culpó a los judíos de haber causado la decadencia nacional, lo que la extrema derecha alemana asoció cada vez más con el auge del modernismo (”Cultura de Weimar”), reflexiona Haker.

Así, el nuevo imaginario cultural despreciaba lo relacionado con lo urbano y lo industrial, repudiando lo complejo, lo ambiguo o lo abstracto, un verdadero trabajo de demolición contra las formas, colores y sonidos de Weimar y su impronta experimental, de libertad y tolerancia, según Kater.

La nueva cultura, en cambio, llamaba a celebrar la pureza y la belleza clásica, impulsando lo nítido, lo simple, el imaginario del campo y la aldea, el aire limpio de las montañas —entre los nazis se vivió una auténtica obsesión con los Alpes— y las muy diversas representaciones de la virtud, el idílico pasado, la fuerza de la familia, la humildad y la laboriosidad.

Esos nuevos valores se vieron pronto reflejados en libros con títulos como La voz de la conciencia, Los últimos jinetes, Rebeldes por honor o La vida sencilla. Una de las novelas de mayor éxito en 1933 fue El pueblo sin espacio, de Hans Grimm, publicada años atrás, en la que se narra los riesgos de la mezcla racial. “La lectura de textos que hablaban de vecinos extranjeros supuestamente hostiles pasó a ser un pasatiempo habitual entre los alemanes”, subraya Kater.

Joseph Goebbels

Joseph Goebbels da un mitin durante la ceremonia de quema de libros en la casa de la ópera de Berlín, el 11 de mayo de 1933. ullstein bild Dtl. (ullstein bild via Getty Images)

Para la élite nazi, todo producto cultural tenía valor político, fuera el teatro, el cine, la pintura, la escultura, la arquitectura, la literatura, la música o el baile. En los estamentos culturales se fue suprimiendo la representación de la población judía y se alentó la lealtad por delante de cualquier otra virtud, sincronizando todas las organizaciones culturales y artísticas bajo su ideología. De esa manera, los contratos, las subvenciones y la financiación estatal llovían —o no— en función de la fidelidad al nuevo Gobierno.

El control fue férreo. Se intentó imponer una nueva moda social haciendo circular piezas bailables alemanas con instructores de danza, con la ayuda de músicos de las tropas de asalto nazi. Y también se creó un nuevo tipo de música —lo más alejada posible de la locura negra del jazz que triunfó en la época de Weimar— fomentada a base de concursos de jóvenes que animaban a componer melodías que “se pudieran silbar por la calle”. Así fue como, por ejemplo, surgió la canción Alta noche de estrellas claras, compuesta por Hans Baumann, el bardo de las Juventudes Hitlerianas.

La obsesión artística venía de lejos y tenía tintes personales. Hitler tenía una cierta querencia por las artes, de joven trató de ser pintor, adoraba el cine, que le gustaba ir al teatro y le encantaba verse rodeado de actores y actrices. Pero en el campo de la literatura era otra cosa: en su biblioteca abundaban sobre todo historias de detectives o relatos de escenario rústico “como las aparatosas narraciones sobre el Salvaje Oeste estadounidense que había escrito el autor alemán Karl May, nacido en Sajonia”, relata Kater.

Berlin

Hitler muestra el arte "purgado" de Alemania, en una exposición nacional de arte alemán, a los jefes de misiones extranjeras en Berlín y a su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels (izquierda), en 1939. Bettmann (Bettmann Archive)

Calendario de opresión

De forma fulminante, a lo largo de 1933 se aprobaron diversas iniciativas legislativas para acabar con todo vestigio de democracia y libertad en las actividades sociales, culturales y artísticas del país. Para empezar, tras arder en llamas el Parlamento el 27 de febrero, se declaró el estado de emergencia, se suspendió la libertad de expresión, de prensa y de derecho de reunión, y se arrogó el poder de arrestar opositores políticos sin cargo alguno, disolver organizaciones y censurar periódicos.

El 23 de marzo se aprobó la Ley para la rectificación de la Nación y el Reich —más conocida como Ley Habilitante—, que permitió a Hitler proponer y firmar leyes sin consultar al parlamento. El 7 de abril se firmó la Ley de restauración del Servicio Civil Profesional Civil que promulgaba que se podía despedir a los funcionarios de orientación política dudosa, judíos o carentes de “inclinaciones correctas”. Se trataba de marginar a los artistas sospechosos empleados por distintas instituciones estatales del nivel municipal, regional o nacional.

En junio, Hitler otorgó al Ministerio de Propaganda de Goebbels facultades de supervisión adicionales que se arrebataron de las carteras de Exteriores o Interior, mientras los críticos literarios se apuntaron a suprimir las obras de comunistas, socialdemócratas o cristianos confesionales como Karl Marx, Sigmund Freud o Erich Maria Remarque. También se destruyeron libros que se referían a la emancipación de las mujeres, el pacifismo o la sexualidad (en diciembre de 1933 ya habían desaparecido de la circulación 1.000 títulos).

Hitler and Joseph Goebbels

Hitler y Joseph Goebbels viendo una pintura robada a los italianos. Photo 12 (Universal Images Group via Getty Images)

El 14 de julio se promulgó la Ley de Cinematografía del Reich y se inició el control temático y organizativo de las películas. Se fundó además una nueva Academia de Cine bajo la dirección de un actor llamado Wolfgang Liebeneiner, descrito por Goebbels como “joven, moderno, resuelto y fanático”.

En septiembre se puso en marcha una organización centralizada de artistas, escritores, periodistas en cámaras o Kammern específicas para cada disciplina: literatura, periodistas, trabajadores radiofónicos, artistas de teatro, músicos y personas dedicadas a las artes visuales. Con el tiempo, la afiliación a estas cámaras se volvió obligatoria y a los judíos se les prohibió inscribirse. Y en octubre se aprobó una nueva ley para regular la prensa en la que se impuso un registro de editores y reporteros “racialmente puros”, prohibiendo a los periódicos publicar información que pudiera debilitar la fuerza del Reich.

“Jungla darwinista”

Kater subraya que en este meteórico proceso de “recambio” cultural tuvo un papel importante el ultranacionalista Rosemberg y su Liga, que a finales de la década de los años veinte ya entablaba una lucha abierta contra la literatura de Weimar y contra los contenidos liberales de la prensa urbana como Frankfurter Zeitung.

Y esa escalada salvaje de recorte de libertades a favor del autoritarismo y el matonismo tuvo su reflejo en la competitiva pugna entre Rosenberg y Goebbels por conseguir el título de líder cultural máximo (ganando este último la contienda).

La cultura en la Alemania nazi recoge lo que Ian Kershaw, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield, revela en Hitler. La biografía definitiva (Península, 2019): la manera de gobernar personalizada de Hitler fomentaba las iniciativas radicales que provenían de abajo, ofreciéndoles respaldo siempre que estuvieran de acuerdo con las metas que él antes había definido a grandes rasgos.

Nazis

Quema de libros en la Alemania nazi de 1933. Universal History Archive (Universal Images Group via Getty Images) 

Así, se promovía una competencia feroz en todos los niveles del régimen, entre instituciones nazis, entre grupos rivales, entre bandos de estos mismos grupos y, finalmente, entre los individuos de esos bandos. En esa “jungla darwinista” del Tercer Reich, el salvaje camino hacia el poder y el ascenso consistía en prever la voluntad del Führer y, sin esperar indicaciones, tomar la iniciativa para impulsar los presuntos objetivos y deseos de Hitler.

De esa manera se propulsó un proceso de radicalización en espiral, imposible de detener. Una radicalización que, según Kershaw, tuvo su expresión extrema durante la guerra en diversos aspectos: la escalada de terror en el ámbito judicial, la rapidez de las primeras victorias relámpago, la ferocidad infundida por los nazis en la campaña oriental, la sórdida brutalidad con la que se trató a los prisioneros de guerra soviéticos, y, sobre todo, la persecución de los judíos.

Kater, autor de otras obras como The Nazi Party (1983), Doctors Under Hitler (1989) o Composers of The Nazi Era (2000), explica que una de las cosas que más le ha sorprendido en sus investigaciones “es la aparentemente fácil conversión de los medios culturales en instrumentos de propaganda, y la ausencia de cualquier crítica contemporánea al respecto”.

sábado, 30 de noviembre de 2024

‘El ministro de propaganda’: miente como Goebbels, que mucho o algo queda.



Joachim Lang cuenta uno de los capítulos más trascendentes de la historia universal de la infamia. Y esa barbarie puede volver a ocurrir: están pasando cosas en el mundo tan inquietantes como siniestras.

El propósito de Joachim Lang (qué apellido tan ilustre), autor de El ministro de propaganda, es diáfano. Nos cuenta uno de los capítulos más trascendentes de la historia universal de la infamia, causante de 60 millones de muertos y de infinito dolor, pero al final de esta crónica espeluznante y macabra sobre lo que ocurrió hace 85 años, un cartel nos avisa de que aquella barbarie puede volver a ocurrir, de que están pasando cosas en el mundo tan inquietantes como siniestras.

Más información
Los sanguinarios (y humillados) hombres de Hitler

Todo lo que narra esta película es constatable. Pero sería necesario que cada nueva generación recibiera información exhaustiva sobre lo que supuso la Guerra Mundial, que tuviera que frotarse los ojos para constatar que aquello no fue una pesadilla, sino pavorosamente real. Esta película combina las imágenes documentales con actores y actrices que interpretan a Hitler y a su tenebrosa banda. Y no olvida que este hombre y el régimen que impuso fueron adorados o apoyados por la inmensa mayoría del pueblo alemán. O sea, que los votantes no pueden eludir su responsabilidad en aquel infierno.

Y el protagonismo no se centra solo en Hitler, aquel tipo adornado con un bigote (no puede ser casual que Stalin, Franco, Videla, Pinochet, Maduro y otros seres tan poderosos como indeseables se sientan tan guapos en compañía de ese vello facial), especializado en discursos volcánicos a las entusiasmadas masas y en perpetrar el mal a nivel universal, sino también en Joseph Goebbels, su niño mimado por razones transparentes. Era el todopoderoso ministro de propaganda, convencido de que podía convertir el engaño y la mentira en un arte, en el brazo armado del poder, capaz de manipular groseramente la cabeza y el espíritu del que era en aquella época el país más alfabetizado de Europa.
Goebbels Joachim Lang
Robert Stadlober, como Goebbels, en 'El ministro de propaganda'.
Las trolas y los inventos de Goebbels, sus campañas de desinformación, el culto al líder supremo, nacían de un cerebro tan peligroso como desvergonzado, con la única pretensión de ganar siempre y a costa de lo que fuera. Era un cínico, también un iluminado. Y solo tenía un dios llamado Hitler. Y cuando el desastre era inminente no quiso dejar la menor huella. Él y su esposa se suicidaron, al tiempo que se cargaban a sus seis criaturas.

Aunque poseamos múltiples datos sobre aquella época salvaje y sus abyectos protagonistas, conviene no olvidarlos. Esta película no cuenta cosas que ya no supiéramos, pero mantiene el interés. Demuestra que Goebbels fue un maestro en su mezquino oficio. En comerle el cerebro a sus paisanos mediante el control absoluto de los medios de comunicación, el cine, el teatro, la radio, la prensa... Todo el complejo sistema de altavoces magnificando los discursos del jefe.

También hay cositas que hacen ligeramente humano al estratégico bellaco. Al principio nos muestran su tullida pierna, y es capaz de admitir ante su inquietante esposa no solo que tiene una amante, sino que está está enamorado de ella.  Y el Hitler de la película me resulta menos asqueroso que el Hitler real. También imaginaba más joven en la realidad a la esposa de Goebbels. En la película, a pesar del maquillaje, me parece más bien la abuela de esos hijos tan pequeños. Y las imágenes reales, como siempre, aterran. Necesito revisar urgentemente Ser o no ser, la extraordinaria y divertida película de Lubitsch, capaz de hacer reír a los espectadores ridiculizando a los uniformados monstruos.

El ministro de propaganda

Dirección: Joachim Lang.
Intérpretes: Robert Stadlober, Fritz Karl, Franziska Weisz, Dominik Maringer.
Género: biopic. Alemania, 2024.

Duración: 135 minutos.

Estreno: 29 de noviembre.

viernes, 28 de junio de 2024

¿Es el fascismo en Italia realmente algo del pasado como afirma la primera ministra Giorgia Meloni?

Marcha de extrema derecha en Milán en octubre de 2023.

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Pie de foto,Marcha de extrema derecha en Milán en octubre de 2023.

En formación militar se alinean 1.000 hombres. La mayoría van vestidos de negro, algunos con tatuajes en el cuero cabelludo afeitado, en el lugar de Milán donde Sergio Ramelli, un estudiante de extrema derecha, fue asesinado hace casi 50 años por antifascistas.

Un líder llama la atención a su batallón de leales. Grita "camerata" o "hermano de armas" y el nombre de Ramelli, como si pasara lista. Y entonces alzan los brazos derechos rígidos con las palmas hacia abajo.

Es el saludo fascista en el corazón de la segunda ciudad de Italia, y la multitud responde en nombre del muerto con un rugido: "¡Presente! ¡Presente! ¡Presente!".

Estamos en 2024, pero la escena tiene los ecos aterradores de hace un siglo. Aunque puede parecer extraordinario para alguien de fuera –y para mí fue asombroso verlo de cerca–, es algo común en Italia, donde cada año se llevan a cabo conmemoraciones de este tipo.

El actual gobierno de Italia está dirigido por el partido Hermanos de Italia, que tiene raíces en el fascismo de posguerra. Su líder, la primera ministra Giorgia Meloni, ha dicho que su movimiento ha cambiado completamente y está claro que su política no es la del pueblo haciendo el saludo fascista en Milán.

Pero algunos temen que ella y su partido no se hayan alejado lo suficiente de sus orígenes políticos y que lo que antes se consideraba extremo se esté volviendo normal y cotidiano.

Meloni en el cierre de campaña de las elecciones europeas
Meloni en el cierre de campaña de las elecciones europeas

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Meloni se convirtió en la primera mujer en ocupar el cargo político más importante de Italia en octubre de 2022. 

"El fascismo no murió" 

"El fascismo no murió en 1945: fue derrotado militarmente, pero siguió viviendo en la mente de muchos italianos", afirma Paolo Berizzi, periodista del diario italiano La Repubblica.

Berizzi ha vivido bajo protección policial las 24 horas del día durante los últimos cinco años, tras recibir amenazas de grupos extremistas. "Italia nunca se ha reconciliado con su pasado", afirma.

Ha transcurrido más de un siglo desde que el dictador fascista Benito Mussolini, apodado Il Duce, o El Líder, llegara al poder. Su régimen totalitario estuvo marcado por una brutal represión de todos los opositores, campos de concentración e invasiones en el extranjero.

Las leyes antisemitas persiguieron a los judíos y, después de que Mussolini se aliara con Hitler, miles de personas fueron enviadas a morir en Alemania durante el Holocausto. Italia capituló ante los Aliados, se sumió en una guerra civil y Il Duce finalmente fue capturado y asesinado.

La Constitución del país de posguerra prohibió el partido fascista de Mussolini, pero se permitió que el movimiento continuara bajo diferentes formas.

El Movimiento Sociale Italiano, o MSI, fue creado por los partidarios del dictador con el objetivo de revivir el fascismo y luchar contra el comunismo. Los funcionarios del régimen de Mussolini aceptaron puestos de trabajo en instituciones estatales y ningún italiano fue llevado ante tribunales de crímenes de guerra.

Italia
Una reforma en la Constitución de 1952, llamada Ley Scelba, prohibió los grupos con objetivos antidemocráticos o que glorificaran los principios o a los líderes del fascismo o utilizaran la violencia. Pero rara vez se ha invocado.

En Alemania, la ley es clara: hacer el saludo fascista se castiga con hasta tres años de prisión. En Italia, sin embargo, corresponde a los jueces decidir si el gesto es un delito penal: un área gris que en la práctica significa que se sigue usando.

Hombres vestidos de negro en formación militar.
Pie de foto,La procesión con antorchas es organizada en Milán por formaciones de extrema derecha. 

Los Hermanos de Italia de Meloni 

Durante décadas, los políticos neofascistas fueron en gran medida marginados. Pero la decisión del entonces primer ministro Silvio Berlusconi de incorporarlos a su coalición en 1994 marcó el comienzo de su creciente legitimación en la opinión pública.

La primera ministra Georgia Meloni, cuya vida política comenzó en el ala juvenil del MSI y fue el líder nacional del movimiento sucesor, elogió una vez a Mussolini como "un buen político", añadiendo que "todo lo que hizo, lo hizo por Italia". En 2008, Berlusconi la nombró ministra de gobierno.

Su partido, Hermanos de Italia, lleva el mismo logo de la llama de tres colores adoptado por los grupos neofascistas después de la guerra, pero ella ha ido alejando progresivamente a su movimiento de la extrema derecha.

Su retórica contra la "sustitución étnica" de italianos por inmigrantes y un supuesto "lobby LGBT" se ha suavizado desde su elección como primera ministra en 2022. Ahora utiliza un lenguaje más alineado con la derecha europea dominante, que habla de proteger las fronteras e impulsar la tasa de natalidad de Italia.

También abandonó sus críticas a la eurozona, ha establecido relaciones estrechas con líderes desde Washington hasta Bruselas y ha sido franca en su apoyo a Ucrania después de su invasión por parte de Rusia. Pero sus críticos dicen que todavía hace un guiño a sus raíces políticas.

Y eso, creen algunos, hace menos probable que apoye una ofensiva contra los grupos extremistas.

Adolf Hitler y Benito Mussolini en una fotografía en blanco y negro.
Adolf Hitler y Benito Mussolini en una fotografía en blanco y negro.

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Pie de foto,
Adolf Hitler y Benito Mussolini fueron aliados durante la Segunda Guerra Mundial y son las caras del fascismo en Europa.

Muchos sienten que la Ley Scelba debería haberse aplicado en 2021, después de que la sede del principal sindicato de Italia, CGIL, fuera atacada violentamente durante una protesta contra las restricciones de la pandemia de covid por una multitud que incluía a miembros de Forza Nuova, un partido marginal de extrema derecha.

Los manifestantes rompieron ventanas e intentaron entrar por la fuerza en el edificio en una medida que recuerda a la época de Mussolini, cuando los sindicatos eran atacados por turbas con camisas negras.A la derecha de Meloni
Forza Nuova, que existe desde hace más de un cuarto de siglo, está mucho más a la derecha que el partido de la señora Meloni y aboga por un cese total de la inmigración y la salida de Italia de la OTAN y la UE. Sus miembros hablan con afecto de Vladimir Putin.

El partido nunca ha conseguido suficientes votos como para tener diputados al Parlamento, pero su visibilidad en las protestas y las acciones de sus miembros, incluida la violencia contra los inmigrantes, lo convierten junto con otros grupos extremistas en una espina clavada en la política italiana.

En un funeral reciente, el ataúd de un miembro del partido estaba envuelto en una bandera con la esvástica. El cumpleaños de otro funcionario se celebró con una tarta decorada con una esvástica y el lema nazi "Sieg Heil" (saludo a la victoria).

El secretario del partido de derechas italiano Forza Nuova, Roberto Fiore, encabezó durante la pandemia una protesta en Roma que acabó en enfrentamientos con la policía.

El fundador de Forza Nuova, Roberto Fiore, me dice que el partido atacó a la CGIL porque el sindicato había respaldado los certificados de vacunación obligatorios para todos los trabajadores durante la pandemia. "Todos nos consideraban verdaderos luchadores por la libertad, no fascistas que atacaban a un sindicato", afirma.

Le pregunto directamente: "¿Es usted fascista?".

"Si me preguntaran así, probablemente diría que sí", responde, "pero tengo que completar el término y decir que soy un revolucionario. Italia no tiene la inteligencia y el coraje para decir, bueno, está bien, el fascismo era bueno en esto y aquello y tal vez no bueno en otras cosas... Acepto que no rechazo el término fascismo". 

La presencia de Mussolini 

A lo largo de nuestra entrevista, presiono a Fiore sobre la naturaleza criminal del régimen de Mussolini. Niega que haya sido violento y afirma que los campos de internamiento fascistas eran "cosas que suceden en la guerra".

Continúa diciendo que Ucrania debería ser parte de Rusia. Cuando le digo que su partido sería prohibido en países como Alemania, dice: "La libertad es libertad".

En la sede local de Forza Nuova en la ciudad norteña de Verona, las paredes están cubiertas con símbolos racistas y extremistas, desde la bandera confederada de Estados Unidos hasta las de las autoproclamadas Repúblicas Populares prorrusas de Donetsk y Luhansk, junto con pañuelos que llevan las palabras "El poder blanco" y "Somos fascistas: un llamado a las armas".

El líder adjunto del partido, Luca Castellini, me muestra con orgullo un calendario de Mussolini que, según él, es el calendario más vendido en Italia.

El calendario de Mussolini de 2023
En Italia, una de cada cinco personas cree que "Mussolini fue un gran líder que solo cometió algunos errores", según una encuesta del centro estadístico Eurispes de enero de 2020.

También dirige a los Ultras de Verona, fanáticos incondicionales del fútbol. Los estadios italianos han sido durante mucho tiempo caldo de cultivo para el extremismo político. Cuando el club Hellas Verona ascendió hace seis años, Castellini fue filmado gritando jubilosamente a sus seguidores que la persona que había pagado por su éxito y les había regalado la victoria tenía un nombre: "¡Adolf Hitler!".

Los aficionados aplaudieron y comenzaron a cantar: "Somos un equipo fantástico con la forma de una esvástica. ¡Qué bueno ser entrenado por Rudolf Hess!", el segundo de Hitler. Castellini fue expulsado del estadio tras afirmar que un jugador negro nunca podría ser "verdaderamente italiano". 

  "Dios, patria, familia"  

Cuando le pregunto sobre todo esto, dice que felizmente repetiría el mismo canto de Hitler, porque se dictaminó que no fue un crimen. “¿Cómo se sentiría si fuera un descendiente de judíos italianos deportados al Holocausto?”, le pregunto.

“No lo sé, pero las guerras siempre han existido y siempre ha habido muertes", responde. "No es mi problema."

El partido de Meloni se ha distanciado de Forza Nuova. La primera ministra condenó el saqueo del edificio sindical y los dirigentes de Forza Nuova la critican abiertamente por algunas de sus posiciones, incluido su firme apoyo a Ucrania.

Y antes de las elecciones, trató de tranquilizar a sus críticos publicando un mensaje en vídeo en el que decía que la derecha italiana había “consignado el fascismo a la historia” y condenaba enérgicamente la supresión de la democracia y las “ignominiosas leyes antijudías”.

Sin embargo, Meloni no ha renegado por completo de su herencia: todavía utiliza el eslogan de la época fascista "Dios, patria, familia", por ejemplo.

"Hermanos de Italia no es un partido fascista, pero es un heredero ideológico de la tradición posfascista", afirma el periodista Paolo Berizzi. Los grupos extremistas se sienten legitimados por esto, añade Berizzi.

El club de fútbol Hellas Verona celebrando
Los estadios italianos son caldo de cultivo para el extremismo político.

Antes de las elecciones del Parlamento Europeo, los Hermanos de Italia encabezaban las encuestas. Como se esperaba, ellos y otros derechista europeos ganaron terreno, lo que puede consolidar el dominio político de Meloni en su país y su posición como una figura que inspira a otros políticos de derecha y extrema derecha que aspiran a liderar sus propios países.

Sus críticos señalan que ella nunca se ha llamado directamente "antifascista". Pero Nicola Procaccini, miembro del Parlamento Europeo de Hermanos de Italia y uno de los aliados políticos más antiguos de Meloni, insiste en que hay una buena razón para ello.

"Ser antifascista durante el fascismo fue un acto muy valiente, por la libertad y la democracia. Pero ser antifascista durante la democracia a veces ha significado violencia y que muchos jóvenes estudiantes fueran asesinados", dice, refiriéndose a los enfrentamientos, a menudo sangrientos, entre grupos extremistas y los asesinatos cometidos en las décadas de posguerra en Italia.

Procaccini insiste en que Meloni siempre ha condenado el fascismo, pero critica lo que él llama "una obsesión" con el término, que, según él, es usado por la izquierda para alarmar a los votantes antes de las elecciones.

Eso es algo que niegan enérgicamente los opositores en lugares como Bolonia, históricamente el corazón del antifascismo.

En las paredes del ayuntamiento están las fotografías en blanco y negro y los nombres de quienes murieron defendiendo Bolonia del fascismo durante la guerra civil de 1943-45.

Al lado hay otro monumento a las 85 víctimas del peor ataque terrorista de Italia: el atentado con bomba en 1980 en la estación de tren de Bolonia por parte de neofascistas.

Emily Clancy dice que es "increíble" que todavía se hagan saludos fascistas en las manifestaciones

Emily Clancy, teniente de alcalde de Bolonia, cree que no estamos abordando la gravedad de estos episodios como deberíamos.

Emily Clancy, teniente de alcalde de esa ciudad, dice que la lucha contra el fascismo sigue siendo profundamente relevante hoy. "La extrema derecha, no sólo en Italia, sino también en todo el mundo, intenta encontrar un chivo expiatorio para las dificultades de la gente, atacando al extranjero o al migrante", afirma.

Hay similitudes con los primeros días del fascismo, dice, señalando "ataques contra la libertad de prensa, la libertad de la comunidad LGBT y la libertad de las mujeres de determinar lo que pueden hacer con sus propios cuerpos".

Le pregunto si ella y su partido están perdiendo frente a la extrema derecha, que está avanzando en todo el mundo. "Creo que es una lucha, no hemos perdido, pero definitivamente tenemos que unirnos y no acostumbrarnos a lo que está sucediendo", responde.

Crimen de apología del fascismo 

¿Y qué pasa con los saludos fascistas que todavía se ven con tanta regularidad en las manifestaciones? "Es increíble que esto suceda", añade, "y que lo que debería verse como un crimen de apología del fascismo sea minimizado como algo nostálgico o un homenaje. No estamos abordando la gravedad de estos episodios como deberíamos".

Sin embargo, el eurodiputado Nicola Procaccini considera que prohibir el gesto sería una "locura" y añade que no es un llamado a reintroducir el fascismo, sino un gesto histórico derivado de la antigua Roma, aunque fue adoptado más tarde por los fascistas. "Vivimos en una cultura de cancelación que no compartimos".

Y así los símbolos siguen vivos, al igual que la creencia entre algunos de que es necesario reescribir la narrativa establecida.

En Predappio, lugar de nacimiento de Benito Mussolini, cada año se celebra una especie de peregrinación en el aniversario de su muerte, en la que los participantes con boinas militares y rosas rojas visitan su tumba.

Susanna Cortinovis, una de las participantes, elogia a Mussolini por introducir los pagos de la seguridad social y de la maternidad. "Si me dices que ser madre, cristiana y pagar mis impuestos significa que soy fascista, entonces sí, soy fascista", dice. "Y saludo a mi manera romana a mi único jefe de Estado".

Muchos países tienen sus nostálgicos, sus revisionistas, sus teóricos de la conspiración, e Italia no es una excepción. El número de devotos de Il Duce es quizás reducido. Pero hay un cruce entre los propagandistas de Mussolini y los neofascistas modernos.

En una sociedad que todavía tolera tales ideas, imágenes y creencias, la pregunta es hasta qué punto esto se está normalizando todo esto, en un momento en el que los partidos de derecha en otras partes de Europa miran a Italia como ejemplo.

"Los fascistas siempre han tenido un deseo de venganza", afirma el periodista Paolo Berizzi. "Y dicen: 'Muy bien, volvemos al poder, no estamos muertos, no hemos desaparecido'. Persiguen una revancha en la historia". 

domingo, 17 de marzo de 2024

‘Oh, weh!’, dijo Einstein.

Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Estaría bien que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones no se contara como fruto de lo inevitable.

Cuenta la leyenda que cuando a Albert Einstein le informaron de que Estados Unidos acababa de lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima exclamó Oh, weh!, que viene a querer decir algo así como ¡Qué horror! Puede que si le hubiera tocado enterarse del premio Oscar para la película Oppenheimer hubiera exclamado algo parecido.

Se sabe que Einstein, que aparece en la película en una secuencia tan enigmática, para bien, como poco esclarecedora, para mal, no estaba al corriente del programa nuclear estadounidense. Quien pasa por ser una de las mentes más brillantes de la historia de la humanidad sostenía con ahínco que la única solución para la política internacional era la unidad mundial. Qué poco caso hacemos a las personas inteligentes, la unidad mundial nunca ha estado más lejos del programa, si tan siquiera logramos unidad dentro de los países. Se sabe que en un programa de televisión de 1950 sí expresó una advertencia clara: “Desarrollar la bomba de hidrógeno como hace Estados Unidos, cuyo presidente persigue ese fin, obliga a avisar de que el envenenamiento radiactivo de la atmósfera causaría la aniquilación de la vida humana sobre la tierra. Bajo el carácter aparentemente inexorable se nos hace creer que cada paso aparece como la inevitable consecuencia del que se ha dado antes. Pues el final, cada vez más claro, será la aniquilación general”.

Es obvio que este discurso fue ignorado, la guerra ha vuelto a ser un recurso. Y los países poderosos siguen presentando como inevitable no solo el uso y fabricación de la bomba, sino la amenaza persistente y el efecto disuasorio. Tenemos actualmente al mando de naciones fuertes a hombres que pasarán a la historia como asesinos y eso es permitido y aplaudido por una gran parte de sus ciudadanías, que tienden a confundir el patriotismo con la tolerancia al crimen. En este sentido, a uno le gustaría percibir que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones sucesivas no fuera contada como fruto de lo inevitable. Carecería de sentido desvincularla del ascenso del ultranacionalismo y del racismo que encumbraron a Hitler y a los líderes que se asociaron con él tanto en Europa como en Asia. Pero la bomba también estableció las relaciones políticas futuras.

En la segunda parte de la película de Nolan, donde quizá no es tan acelerado ni tan abrumador el avance de la anécdota, se repasa el modo en que el Gobierno de Estados Unidos persiguió hasta la humillación pública al científico Oppenheimer. Sus evidentes llamamientos al desarme y a la pacificación no se correspondían ya con los intereses de unos líderes y una industria armamentística que harían del miedo y la amenaza su gran negocio. Asusta que caiga en la superficialidad la lectura de la película Oppenheimer, que se disfrute solo como la audacia de un hombre por superar a los rivales bélicos, como un reto heroico triunfante, otro más. La precipitación en las descripciones de su vida personal impiden ahondar en la espiritualidad que lo acosaba enfrentándole a su propia actividad profesional. Es ahí, en esa contradicción, donde la expresión de Einstein cobra toda su magnitud.

En un mundo en el que se adora sin reparos cada avance tecnológico, ajenos todos a las consecuencias, convendría no olvidar la medida humana. Nos hemos alejado de nosotros mismos. Y en las películas también.

 David Trueba 

jueves, 7 de marzo de 2024

_- Franco y la 2ª G.M.

Fotografía difundida en España por la Agencia Efe de la entrevista de Francisco Franco con Adolf Hitler en Hendaya (Francia) el 23 de octubre de 1940.
_- Derrotados los fascismos, Franco, que había tratado de navegar entre el Eje y los aliados, buscó desesperadamente perpetuar su dictadura. Lo consiguió.

Se acerca el final de la II Guerra Mundial y un Franco temeroso de las consecuencias de su comunión con nazis y fascistas todavía confía en el milagro alemán. De hecho, hasta cuatro meses antes del estrepitoso derrumbe del Tercer Reich, Franco no abandonó la esperanza de que las armas hitlerianas se impusieran, incluso mágicamente, a sus enemigos.

El embajador de España en Gran Bretaña, Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, se entrevistó con el dictador al que servía para hacerle ver que, dado el exitoso avance del desembarco aliado en Normandía [D-Day: 6 de junio de 1944], eran necesarios cambios a favor del viento. “No corra tanto, Alba”, le dijo Franco, “el desembarco puede aún resultar una trampa. Conozco los efectivos del Eje –sigo muy de cerca las operaciones– y me faltan [la situación de] alrededor de 80 divisiones que creo veremos aparecer por algún sitio en cualquier momento”. Y le repitió lo que les confió a los firmantes del conocido como Manifiesto de los Veintisiete, del otoño de 1943, 17 procuradores en Cortes y otras diez personas con relevancia social, entre ellos numerosos militares de alta graduación, que le solicitaban la neutralidad formal y la prometida restauración monárquica: el führer posee armas secretas potentísimas, un fantasioso ‘rayo cósmico’, que garantizan la victoria del Eje. Como su ilusa convicción de que los Estados Unidos no tardarían en adoptar el ideario falangista.

De las tres partes del conflicto mundial, el Eje, los aliados y España, Franco era quien más deseaba que España entrara en guerra: la situación económica y financiera era desesperada, la hambruna generalizada extendía el desánimo por toda la sociedad y las peleas y discrepancias entre las ‘familias’ del Régimen amenazaban gravemente la estabilidad del Nuevo Estado aún a medio instaurar. Así lo prueba la carta que envió Franco a Mussolini el 15 de agosto de 1940, requisada en Roma por el ejército de los Estados Unidos, en la que pide a su colega dictatorial ayuda que le permita incorporarse activamente al conflicto: “A la aportación que España hizo al establecimiento del nuevo orden, con nuestros años de dura lucha, ofrece una más al prepararse a tomar un lugar en la contienda contra los enemigos comunes. En este sentido hemos solicitado de Alemania los elementos indispensables a la acción, impulsando preparativos y haciendo todos los esfuerzos para mejorar en lo posible la situación de abastecimiento. Por todo ello comprenderéis la urgencia en escribiros para pediros vuestra solidaridad en estas aspiraciones para el logro de nuestra seguridad y grandeza con la reciprocidad más absoluta de nuestro apoyo para vuestra ‘espansión’ [sic] y vuestro futuro”. Il Duce del Fascismo y Capo del Governo Italiano contestó aplaudiendo su decisión –“su carta no me ha sorprendido. Siempre he pensado que desde que empezó la guerra, ‘Vuestra’ España, es decir, la España de la Revolución falangista, no habría podido permanecer neutral y que finalmente de la neutralidad pasaría a la no beligerancia [estatus recién adquirido] y finalmente a la intervención. Si esto no ocurriera, España se alejaría de la historia europea, sobre todo de la historia del mañana que será determinada por las dos potencias victoriosas del Eje”, pero dándole largas a sus peticiones: “Su situación económica interna no empeorará si usted pasa de la no beligerancia a la intervención”.

Hitler y Mussolini preveían, tras una declaración de guerra de Franco a Gran Bretaña, la toma de Gibraltar como inicio de la Operación Félix –establecer bases en el protectorado español de Marruecos, el Sahara español y en Canarias y, posteriormente, en las Azores y las Madeira tras invadir Portugal desde Galicia–, pero las necesidades económicas y armamentísticas de España eran tan desorbitadas como las pretensiones imperiales de Franco. Lo que, unido a la grave situación de Italia en Grecia, los Balcanes y el Mediterráneo oriental y la inminencia de la Operación Barbarroja de invasión de la Unión Soviética, aplazó sine die la entrada de España en la guerra.

A los aliados, en fin, tampoco les convenía la entrada de España en la guerra, pues añadía a los ya demasiado extensos frentes de batalla el segundo territorio mayor de la Europa occidental, por lo que se conformaban con el estatus de España y con presionar para conseguir concesiones. Entre estas, restringir las facilidades portuarias a los navíos italianos y alemanes y las exportaciones a Alemania de wolframio y otras materias primas estratégicas, etc. Algunas de gran calado, como excluir la cesión de bases y el territorio español como territorio de paso y, en septiembre de 1942, la sustitución al frente del ministerio de Asuntos Exteriores del germanófilo Ramón Serrano Suñer por Francisco Gómez-Jordana, anglófilo y partidario de la no intervención.

Además, Churchill, primer ministro británico desde mayo de 1940, aseguró la neutralidad española mediante el soborno de una treintena de generales, a los que pagó trece millones de dólares entre 1940 y 1943 a través de uno de los financieros del golpe de estado del 18 de julio de 1936, el contrabandista mallorquín Juan March, “el último pirata del Mediterráneo”, quien ocultó a los sobornados la procedencia del dinero, haciéndoles creer que procedía de una iniciativa de banqueros e inversores españoles que querían evitar a España la ruina y el horror de otra guerra. Cuando Franco se reunió con Hitler en Hendaya, el 23 de octubre de 1940, llevaba en el bolsillo la prohibición terminante de la influyente Junta de Defensa Nacional de entrar en la guerra.

El protocolo secreto Hitler-Franco
No obstante, a Franco no le quedó más remedio que someterse en Hendaya a los designios ‘hitlerianos’. El dictador alemán ya se lo había hecho saber unas semanas antes de reunirse con su homólogo español, a través de Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y concuñado de Franco: el 17 de septiembre de 1940 lo convocó en la Cancillería de Berlín para hacerle saber que España había de declarar la guerra a Gran Bretaña para dar comienzo a la Operación Félix. Lo que quedó plasmado en el llamado protocolo secreto de Hendaya, por el que Franco se comprometía a entrar inmediatamente en guerra si había un ataque enemigo a Portugal o España. Aunque a las tres semanas, en vista de que los aliados no emprendían tal ataque, Hitler decidió que España entrara ya en guerra. Así se lo comunicó a Serrano el 19 de noviembre, esta vez convocado a la residencia del führer en Berchtesgaden, el Nido del Águila. El ministro español pudo obtener una prórroga de “unos pocos meses” para que llegaran a España las importaciones de trigo norteamericano y canadiense pendientes de los navicerts, permisos de navegación, británicos.

El protocolo secreto adscribía a España al Pacto Tripartito y tras él Franco consideraba que España era aliada de la Alemania nazi. Con la astucia política que le era característica y que le valió para perpetuarse en el poder, navegó entre las presiones de Hitler y de sus mandos militares enviando al frente oriental alemán la División Azul, hasta 46.000 soldados voluntarios: jóvenes falangistas, otros pronazis o anticomunistas, sospechosos para la dictadura que así limpiaban su historial político o policial y familiares de republicanos que eludían su destino, la pena de muerte o largas condenas de prisión, si un hijo se alistaba –caso del cineasta Luis García-Berlanga, aunque, además tuvieron que pagar en sobornos 650.000 pesetas (obtenidas de la venta de una fábrica de electricidad y una gran finca) para salvar a su padre del paredón y de la cárcel–, a los que Hitler, con su exquisito lenguaje diplomático habitual, consideraba “una banda de andrajosos”, aunque los admiraba: “Son extraordinariamente valientes, duros para las privaciones”.

El documento firmado por ambos dictadores fue hecho público en 1946 por los norteamericanos –procedente de los documentos nazis incautados, mientras que la copia española se había hecho desaparecer de los archivos de la dictadura– era un trágala abusivo. Ignoraba las condiciones españolas para entrar en guerra –además de “facilitar la asistencia militar y otras requeridas [”el apoyo económico de España también será necesario“] para llevar adelante la guerra”, el “cumplimiento de una serie de demandas territoriales nacionales: Gibraltar, Marruecos Francés, la parte de Argelia colonizada y habitada predominantemente por españoles (Orán) y, además, la ampliación de Río de Oro, provincia del sur saharaui, y de las colonias del Golfo de Guinea”, según el memorándum “altamente secreto” que el embajador alemán en Madrid, Eberhard von Stohrer, envió el 8 de agosto de 1940 a Berlín– y exigía la entrega de las islas Canarias y las posesiones en Guinea.

La posición de España ante el conflicto pasó de la estricta neutralidad cuando las tropas alemanas invadieron Polonia, el 1 de septiembre de 1939, desencadenando así la II Guerra Mundial, a la no-beligerancia el 12 de junio de 1940, ante la caída de París el 14 de junio de 1940 –estatus similar al de prebeligerancia declarada por Mussolini en septiembre de 1939 y para los juristas de la época. No beligerancia es el nombre usado, en calidad de excusa, para perpetrar la violación de las leyes de la neutralidad y en la esperanza de poder cometer actos de naturaleza bélica, escapando a las consecuencias del estado de beligerancia” (Edwin Montefiore Borchard, 1941)– hasta la definitiva y peculiar de ‘neutralidad vigilante’ –o “neutralidad benevolente” con los aliados (Unión Soviética excluida, naturalmente), expresión acuñada por el historiador Carlton J. H. Hayes, embajador en España de los Estados Unidos de. 1942 a 1945–, adoptada en 1944 ante el inequívoco transcurso de la guerra, a pesar de las citadas bravatas de Franco a Alba.

“Tres guerras” para caminar sobre el alambre
Si Franco había ganado la guerra –aunque no lo verbalizaría hasta el 27 de septiembre de 1953, cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, le informó que había firmado los Acuerdos con los Estados Unidos con el embajador James Clement Dunn: “He ganado la guerra de España… Tengo la conciencia tranquila y puedo descansar”– lo cierto es que, con el fin de la II Guerra Mundial, perdía la larga posguerra. Además del protocolo secreto de Hendaya, los norteamericanos habían confiscado otro documento comprometedor en poder de los nazis: el protocolo también secreto firmado el 10 de febrero de 1943, cuando los Estados Unidos ya habían entrado en guerra, por el ministro español de Asuntos Exteriores, Francisco Gómez-Jordana y el embajador nazi en España, Helmuth von Moltke, por el que España se comprometía a entrar en guerra junto al Eje cuando los aliados pusieran “pie en la península Ibérica o en territorios españoles fuera de la Península, es decir, en el Mediterráneo, Océano Atlántico y en África”. Protocolo que sorprendió a los estadounidenses, pues el presidente Roosevelt ya había garantizado a Franco de que los aliados no pisarían nuca suelo español, como lo habían demostrado en la Operación Torch, el desembarco aliado en el norte de África en noviembre de 1942, que respetó escrupulosamente el Protectorado español en Marruecos. Quizá Franco autorizara la firma como un brindis al sol ‘hitleriano’, confiando ingenuamente que por su carácter de “alto secreto” nunca sería conocido por los aliados.

En todo caso, ya había limitado los envíos a Alemania e incrementado las exportaciones a los aliados de wolframio español, que era ambicionado por ambos bandos para su munición artillera y antitanque por su capacidad de endurecimiento del acero. Una medida para paliar los efectos de su larga complicidad, desde el inicio de la Guerra Civil, con sus correligionarios nazis y fascistas. Como, en el plano teórico, fue su extravagante teoría de “las tres guerras” que se desarrollaban simultáneamente: la primera era la del Eje con los aliados, en la que España se declaraba neutral; la segunda, la de Alemania y sus aliados contra la Unión Soviética, en la que España –que el 27 de marzo de 1939 se había adherido al Pacto Anti-Komintern para luchar contra “la amenaza de la Internacional Comunista” – era beligerante de facto, por lo que mandó la División Azul y la tercera, la de los aliados contra los japoneses, a los que de la admiración y amistad iniciales, hasta declararse no-beligerante en ese conflicto, había pasado a tildarlos de “bárbaros orientales” e incluso, en 1945, a mostrarse ante los Estados Unidos patéticamente dispuesto a declarar la guerra a Japón y enviar otra División Azul a luchar en el Pacífico a las órdenes del general McArthur, en esta ocasión por ser “enemigos del cristianismo”.

Buscando reconocimiento con desesperación. 
Un libro reciente, Historia de la Segunda Guerra Mundial sin mitos ni tópicos, de Manuel P. Villatoro e Israel Viana, nos recuerda la carta que Franco escribió a Winston Churchill, el 18 de octubre de 1944, buscando un lugar al sol que más calentaba, las armas victoriosas de los aliados, quizá convencido de las advertencias del duque de Alba.

A Franco le constaban la empatía del primer ministro británico con su régimen –aunque, aficionado a la frases para el mármol, dijo a principios de la guerra: “Todo está ocupado por el ejército alemán, salvo España, que está ocupada por su propio ejército”
– y sus continuados esfuerzos para atemperar la dureza de Washington con la dictadura. Respondía a dos cuestiones prácticas: no dejar el mercado en poder de Francia e impedir la entrada de España en la guerra, y uno ideológico: prefería el régimen franquista a una revolución comunista. En mayo de 1944, Winston Churchill hizo un alegato favorable a España en la Cámara de los Comunes, que la prensa de Londres calificó de “apasionada”; el premier británico subrayó la neutralidad que observaba Franco a pesar de sus simpatías por el Eje; las satisfactorias relaciones comerciales, subrayando el acuerdo sobre el wolframio; el respeto mantenido con los intereses británicos en España; la ausencia de acciones que entorpecieran las operaciones en Gibraltar y en el norte de África… Y reiteró su política de no injerencia e incluso su convencimiento de que España tendría “gran influencia para mantener la paz del Mediterráneo después de la guerra” y que, en fin, “consideraba un error injuriar gratuitamente a Franco”.

Simpatías que, entre otras razones, le llevarían a perder las elecciones de 1945, a pesar de la victoria sobre Hitler, en las que uno de los eslóganes electorales de los carteles laboristas de Clement Attlee era un ominoso: “Votar a Churchill es votar a Franco”, tanto por lo que consideraban su excesiva comprensión del régimen franquista como por su desentendimiento no menos excesivo de las denuncias de la situación española.

Todo ello le pareció a Franco suficiente señal para dirigirle una extensa carta en la que le agradecía su defensa, se quejaba de que “ni la prensa gubernamental ni las radios británicas han cesado de hostilizar periódicamente a España, a su régimen, cuando no a su Caudillo”, hablaba hipócritamente de “la Italia liberada” y centraba su salvavidas en la alianza de los “pueblos más fuertes y viriles” que, “destruida Alemania”, quedaban en Europa: “Inglaterra y España” para enfrentarse a la amenaza soviética, por lo que “convendría que trabajásemos para estrechar las relaciones y hacer posible una acción futura en común”.

Churchill tardó dos meses en contestar y aunque rechazó el borrador preparado por el Foreign Office y dio instrucciones para que se mencionaran en ella los “supremos servicios” que había rendido Franco a la causa británica –“en dos momentos críticos de la guerra. A saber: el momento del derrumbamiento de Francia en 1940 y cuando se produjo la invasión anglo-americana del norte de África, en 1942”–, no dejó de ser contundente: “Le induciría a usted a un serio error si no desvaneciera en su ánimo la idea equivocada de que el Gobierno británico está dispuesto a considerar ninguna agrupación de potencias en Europa occidental, o en cualquier otro punto, basada en hostilidad hacia nuestros aliados rusos o en la supuesta necesidad de defensa contra ellos. La política del Gobierno británica se funda firmemente en el Tratado anglo-soviético de 1942 y considera la permanencia de la colaboración anglo-rusa dentro del armazón de la futura organización mundial, como esencial. Y no solamente a sus intereses, sino también a la futura paz y prosperidad de Europa en su conjunto”.

Ante la amenaza anunciada en la Conferencia de Yalta de los tres grandes aliados, celebrada del 4 al 11 de febrero de 1945 que anunció posteriores medidas “a los pueblos de los Estados europeos liberados o de los Estados europeos que fueron satélites del Eje”, Franco escribió una segunda carta a Churchill, el 25 de febrero, repitiéndole su proposición recibió una contestación tardía, cortés y, de nuevo, negativa.

El diario londinense ‘The Observer’ se hizo eco de la correspondencia: “Hase revelado ahora que Primer Ministro en días recientes ha contestado carta que Franco dirigióle en noviembre. General Franco aparentemente no comprendió bien proyectada unión Occidente misma manera que no comprendió palabras amables acerca de España. Es muy verosímil que interpretólo como pacto anti-Komintern de democracias y apresuróse a ofrecer sus indeseables servicios”, en traducción de la época manifiestamente mejorable.

Además, Churchill y su gobierno ya sabían lo que Franco pensaba en realidad: el duque de Alba, progresivamente antifranquista, se lo transmitió al agregado militar de la embajada británica en Madrid: Franco no sólo no pensaba restaurar la monarquía sino que no concedía importancia a la actitud de los “esclavos de la francmasonería”, como consideraba que eran Churchill y su gobierno y, como era inevitable el enfrentamiento entre norteamericanos y la Unión Soviética cuando se encontraran en Alemania, esta sería rehabilitada y España basaría su futura política exterior en Estados Unidos e ignoraría a un país “corrupto y decadente como era Inglaterra”.

En la subsiguiente Conferencia de San Francisco, fundacional de las Naciones Unidas, del 25 de abril al 26 de junio de 1945, llegó el aislamiento. A Franco no le importó reinar sobre una España arruinada sino perpetuarse en el poder. Ocho años después lo consiguió: el Vaticano y la Casa Blanca lo sacaron a flote, a que respirara entre los gobiernos civilizados; los españoles, no.

Fuente: https://www.eldiario.es/politica/cartas-franco-aliados-salir-aislamiento_129_10951729.html