domingo, 17 de marzo de 2024

‘Oh, weh!’, dijo Einstein.

Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Albert Einstein y J. Robert Oppenheimer, en 1947.
Estaría bien que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones no se contara como fruto de lo inevitable.

Cuenta la leyenda que cuando a Albert Einstein le informaron de que Estados Unidos acababa de lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima exclamó Oh, weh!, que viene a querer decir algo así como ¡Qué horror! Puede que si le hubiera tocado enterarse del premio Oscar para la película Oppenheimer hubiera exclamado algo parecido.

Se sabe que Einstein, que aparece en la película en una secuencia tan enigmática, para bien, como poco esclarecedora, para mal, no estaba al corriente del programa nuclear estadounidense. Quien pasa por ser una de las mentes más brillantes de la historia de la humanidad sostenía con ahínco que la única solución para la política internacional era la unidad mundial. Qué poco caso hacemos a las personas inteligentes, la unidad mundial nunca ha estado más lejos del programa, si tan siquiera logramos unidad dentro de los países. Se sabe que en un programa de televisión de 1950 sí expresó una advertencia clara: “Desarrollar la bomba de hidrógeno como hace Estados Unidos, cuyo presidente persigue ese fin, obliga a avisar de que el envenenamiento radiactivo de la atmósfera causaría la aniquilación de la vida humana sobre la tierra. Bajo el carácter aparentemente inexorable se nos hace creer que cada paso aparece como la inevitable consecuencia del que se ha dado antes. Pues el final, cada vez más claro, será la aniquilación general”.

Es obvio que este discurso fue ignorado, la guerra ha vuelto a ser un recurso. Y los países poderosos siguen presentando como inevitable no solo el uso y fabricación de la bomba, sino la amenaza persistente y el efecto disuasorio. Tenemos actualmente al mando de naciones fuertes a hombres que pasarán a la historia como asesinos y eso es permitido y aplaudido por una gran parte de sus ciudadanías, que tienden a confundir el patriotismo con la tolerancia al crimen. En este sentido, a uno le gustaría percibir que la historia de la bomba atómica lanzada sobre Japón en dos ocasiones sucesivas no fuera contada como fruto de lo inevitable. Carecería de sentido desvincularla del ascenso del ultranacionalismo y del racismo que encumbraron a Hitler y a los líderes que se asociaron con él tanto en Europa como en Asia. Pero la bomba también estableció las relaciones políticas futuras.

En la segunda parte de la película de Nolan, donde quizá no es tan acelerado ni tan abrumador el avance de la anécdota, se repasa el modo en que el Gobierno de Estados Unidos persiguió hasta la humillación pública al científico Oppenheimer. Sus evidentes llamamientos al desarme y a la pacificación no se correspondían ya con los intereses de unos líderes y una industria armamentística que harían del miedo y la amenaza su gran negocio. Asusta que caiga en la superficialidad la lectura de la película Oppenheimer, que se disfrute solo como la audacia de un hombre por superar a los rivales bélicos, como un reto heroico triunfante, otro más. La precipitación en las descripciones de su vida personal impiden ahondar en la espiritualidad que lo acosaba enfrentándole a su propia actividad profesional. Es ahí, en esa contradicción, donde la expresión de Einstein cobra toda su magnitud.

En un mundo en el que se adora sin reparos cada avance tecnológico, ajenos todos a las consecuencias, convendría no olvidar la medida humana. Nos hemos alejado de nosotros mismos. Y en las películas también.

 David Trueba 

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