martes, 19 de marzo de 2024

La fiebre pedagógica

Cuando se habla de las competencias que ha de tener un profesor, se hace referencia a las relacionadas con el saber, con el saber hacer, con el saber contar, con el saber sentir y con el saber ser. Las de los dos grupos primeros son objeto de atención preferente en la formación inicial. No es tan frecuente que haya preocupación por las competencias relacionadas con el saber contar, el saber sentir y el saber ser. No se hace gran cosa por la educación emocional de los docentes, por ejemplo

En la reciente obra de Luis Landero, “La última función”, se habla de una competencia que casi nunca se menciona. Me refiero a la fiebre pedagógica. Una competencia que está en el origen de la decisión de ser maestro, en las instancias de formación y en el desarrollo profesional.

Soy un seguidor entusiasta de la obra del escritor extremeño Luis Landero. Cuando veo una nueva novela suya en el escaparate de una librería, de forma irresistible, tengo que ponerme a leerla. Eso me ha sucedido hace unos días con su reciente libro titulado “La última función”.

Hace muchos años me encontré con Landero en su pueblo natal, Alburquerque. Acababa de leer su novela “El guitarrista”. Y recuerdo que le dije:

Me gusta tanto cómo escribes, cómo cuentas la historia, que me importa poco lo que estás contando. Me atrapa con tanta fuerza la forma de decir que casi se me olvida lo que dices.

Agradeció el sincero cumplido con una sonrisa y, si hoy le encontrara de nuevo, tendría que decirle lo mismo de las novelas suyas que he leído desde entonces (no sé si respeto el orden de aparición): “El balcón en invierno”, “Absolución”, “Retrato de un hombre maduro”, “El huerto de Emerson”, “La vida negociable”, “La lluvia fina”, “Una historia ridícula”… Tan cierto es lo que digo que, con alguna de sus obras, no podría repetir el argumento de la trama. Solo podría decir lo mucho que disfruté leyendo y la resistencia a que pasito a paso estuviera llegando al final.

– ¡Qué pena, ya solo me quedan cuarenta páginas, treinta páginas, vente páginas…!

Voy al título del artículo que he tomado de uno de los personajes de la historia que cuenta en “La última función”. Me refiero al maestro Ángel Cuervo, del que dice el autor:

“Enardecido por la fiebre pedagógica, se hizo maestro y ejerció durante muchos años en muchos lugares, ciudades y aldeas y de todos huyó a los pocos cursos porque en ninguno encontró un alumno, un discípulo, ni siquiera uno donde él viese la inconfundible luz del genio”.

¿Qué es la fiebre pedagógica? Me aventuraré a explorar en el concepto. Si tenemos en cuenta que la fiebre corporal es un aumento temporal de la temperatura, podría decirse que, metafóricamente, se trata de una situación enardecida, una calentura del ánimo. Si la fiebre corporal es, además, una parte de la respuesta general del sistema inmunitario del cuerpo, la fiebre pedagógica nos inmunizaría de aquellas reacciones adversas que lastran el optimismo: desafección de las familias, pasividad de los alumnos, insensibilidad de los políticos…

La fiebre está relacionada habitualmente con la estimulación del sistema inmunitario del organismo, ya que ayuda a combatir a determinados organismos que causan enfermedades. Entre las causas más comunes están: Infecciones. trastornos inflamatorios o autoinmunitarios. Eso es. La fiebre pedagógica nos fortalece ante las adversidades de la profesión. Adversidades que pueden proceder de las dimensiones organizativas de la práctica, de las actitudes de los colegas y de las limitaciones de nuestro propia actuación profesional.

Ceo que esa fiebre pedagógica de la que habla Luis Landero es una necesaria actitud del profesional. Una actitud que empieza cuando la elegimos y que se puede mantener cuando la vivimos con pasión. Pienso que el magisterio es una profesión que solo se puede vivir dignamente con pasión.

La fiebre pedagógica nos hace ser creativos, entusiastas, esforzados, emprendedores, resilientes, perseverantes, trabajadores, optimistas, apasionados… Es ese plus de ilusión que se necesita para hacer frente a situaciones complejas que se convierten en retos y desafíos.

La fiebre es molesta, nos desasosiega, nos saca del confort, nos mantiene en tensión, nos estimula y espolea. Y eso es lo que sucede con la fiebre pedagógica.

El maestro Ángel Cuervo se siente impulsado febrilmente a cultivar lo que considera un don especial que tiene un alumno, en este caso Tito Gil (Ernestito Gil), protagonista de la obra de Landero, cuya prodigiosa voz le ha de llevar a singulares cotas de éxito. El maestro es quien descubre la veta del valor (tiene “mirada sagaz”), quien ayuda a cultivarla, quien guía, tutoriza y sostiene a sus alumnos…

“¿Qué habría sido de Mozart si un padre o un maestro no hubieran visto en él desde el principio el resplandor de la grandeza (que a veces, por cierto, solo emite débiles, casi imperceptibles señales, nada fáciles de captar) y hubieran abonado el entorno para que aquella semilla creciera saludable y robusta? Y cuántas otras no se habrían agostado al faltarles el sustento de alguien que las cuidase hasta que pudieran valerse por sí solas! Sí, él sabría percibir al talentoso, al elegido, entre la rutina de los días y la grisura de la multitud. Esa sería su cualidad: la mirada capaz de penetrar en los secretos mejor guardados de las almas. Y entonces se convertiría en su guía, en su tutor, y su nombre aparecería junto a él, si no en un álbum de cromos, sí al menos en los libros de historia. Así de humilde y así de ambicioso era su empeño”, dice Landero.

La gloria del maestro se esconde bajo los clamores del éxito del discípulo. Su tarea consiste en descubrir los destellos del genio y cultivarlos de forma inteligente para que se desarrollen con plenitud.

“Y de pronto llegó Tito a la escuela. Algo de su viejo ideal renació en él. He aquí que el destino ponía al fin en sus manos, ya en el crepúsculo de sus días, la oportunidad de cumplir su viejo afán y darle algún sentido a su vana existencia. Quizá fue un gesto de desesperación, de orgullo, de despecho, pero el caso es que reconoció en Tito los signos de la grandeza, la semilla del genio. Aquella voz y el talento natural que tenía para usarla y acompañarla con los ademanes y gestos idóneos, ya fueran serios o jocosos, sin tener la menor noticia de lo que era el teatro anunciaban al actor de renombre, o al orador llamado a sugestionar y mover a las masas con solo la alquimia de su voz”.

Una vez descubierto el filón de la genialidad, el maestro Ángel Cuervo se encarga de la guía y la tutela de su discípulo. Y actúa de forma exigente y rigurosa. “Lo tomó bajo su magisterio”, dice de forma lapidaria Luis Landero.

“Le hizo aprender de memoria poemas, monólogos dramáticos y piezas oratorias, que Tito retenía con gran facilidad, y no solamente se los hacía recitar en clase sino que, convertido en su representante lo llevaba a actuar en los espectáculos más o menos culturales que se celebraban en nuestro pueblo y en otros vecinos, como si fueren de gira, y con ocho años dio en solitario su primer concierto de rapsoda”.

Quien se dedica a la tarea de la enseñanza ha de tener esa fiebre pedagógica que impulsa a una acción comprometida y desafiante, que cultiva el optimismo, que da fuerza en las adversidades, que impulsa la esperanza y potencia el amor. La fiebre pedagógica espolea a quien la padece, estimula, ilusiona, da fuerza, aviva la creatividad, impulsa a buscar nuevos recursos, facilita la perseverancia, multiplica las fuerzas, aviva la fe en los resultados y hace disfrutar del éxito de los alumnos y de las alumnas. “Ángel Cuervo, dice el autor extremeño, estuvo durante años aguardando los éxitos de su tutelado y murió poco después con el convencimiento de que su vida no había sido del todo vana”.

Hay circunstancias que hacen desaparecer la fiebre pedagógica como si se tratase de un mal que nos aqueja. Su desaparición evita las molestias de la fiebre, nos instala en la comodidad y el conformismo. La rutina que es el cáncer de las instituciones, el cansancio, la pérdida de la ilusión, los fracasos reiterados, los jefes tóxicos, la desidia, la desilusión, el fatalismo son las secuelas de esa pérdida.

Me duele ver a jóvenes recién salidos de las Facultades de Educación que ya han perdido o que nunca han tenido esa fiebre pedagógica que les haría disfrutar de la tarea y les haría entusiastas y dinámicos emprendedores. Me duele verlos ya quemados sin que hayan visto siquiera el humo.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2024/03/02/la-fiebre-pedagogica/

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