La traducción al castellano de la biografía de la legendaria soprano wagneriana escrita por Ingeborg Solbrekken ofrece un admirable testimonio de superación frente a las mentiras oficiales acerca de una cantante descomunal
El 2 de febrero de 1935, una soprano noruega llamada Kirsten Flagstad (Hamar, 1895 - Oslo, 1962) causó furor en su debut, cantando Sieglinde de La valquiria de Wagner, en la Metropolitan Opera de Nueva York. “Una cantante para nosotros totalmente desconocida ha provocado el éxtasis entre el público con su maravillosa voz”, afirmó entonces la gran Geraldine Farrar durante la retransmisión radiofónica. En los seis años siguientes, hasta abril de 1941, Flagstad se convirtió en su máxima estrella e incluso en su tabla de salvación económica. Cantó en casi 250 representaciones de las principales óperas de Wagner (desde El holandés errante hasta Parsifal) junto a Fidelio de Beethoven. Y fue bautizada por la crítica como “La voz del siglo”.
El 22 de enero de 1951, esa misma soprano noruega regresó al Met, tras casi una década de ausencia, para cantar su mítica interpretación de la princesa irlandesa en una función de Tristán e Isolda, de Wagner. Sin embargo, su actuación fue recibida con duras protestas, sonoros abucheos, cartas insultantes y hasta amenazas de lanzarle ácido durante la actuación. La representación exigió estrictas medidas de seguridad, con las luces ligeramente atenuadas y agentes de policía por todas partes. Pero Flagstad volvió a incendiar el teatro neoyorquino con su voz y tuvo que salir a saludar hasta en veinte ocasiones tras la caída del telón.
Entre una y otra actuación había mediado la Segunda Guerra Mundial, pero también una terrible campaña de desprestigio. Esta paradoja de una artista tan querida y odiada ha inspirado la biografía, de 2021, de la escritora y dramaturga noruega Ingeborg Solbrekken (Etnedal, 62 años), Kirsten Flagstad. La voz del siglo, que la editorial Fórcola acaba de publicar en español. Se trata de su cuarto libro en noruego sobre su legendaria compatriota, tras La voz (2003), Locura y juicio: el caso de traición contra Kirsten Flagstad y Henry Johansen (2007) y Conspiración contra Kirsten Flagstad. La persecución del Estado noruego a una estrella mundial (2016).
La biografía tiene trazas de novela policiaca, pero también está minuciosamente documentada. La autora parte de las principales publicaciones previas sobre la cantante, como su autobiografía redactada por Louis Biancolli, en 1952, o la memoria personal que publicó su pianista y estrecho colaborador, Edwin McArthur, en 1965. E incluye la documentación recopilada por el crítico noruego Torstein Gunnarson. Pero también consigue desmontar toda la campaña contra ella a través de las cartas declaradas “confidenciales” por el Ministerio de Asuntos Exteriores noruego.
Flagstad había debutado en el Festival de Bayreuth, en el verano de 1934, en una edición extremadamente politizada por los nazis. Pero después consiguió centrar su exitosa carrera lejos de su influencia, entre Nueva York y Londres. No obstante, sus problemas comenzaron tras la ocupación de Noruega por el Tercer Reich. La soprano actuó incesantemente en funciones de ópera y en conciertos benéficos por toda Norteamérica, aunque cantar Wagner se convirtió en un problema. El embajador noruego en Estados Unidos, Wilhelm von Munthe af Morgenstierne, consideró su concierto en Washington, del 27 de noviembre de 1940, como un acto hostil y una traición, al no incluir canciones noruegas. Fue la chispa de una campaña contra ella que se agravó después de regresar a su país, en mayo de 1941, mientras seguía controlado por los nazis.
Solbrekken engancha al lector narrando todas las particularidades que rodearon estos acontecimientos. Lo hace con cada tema del libro por medio de breves apartados y pequeñas digresiones. Un discurso fluido que no elude múltiples temas colaterales, como la trama de cada ópera o el interés de los ideólogos nazis hacia Noruega como origen de la raza germánica. Tampoco elude el retrato psicológico de la cantante. Kirsten era una artista tan descomunal para la música como diminuta para la empatía. Lo demuestra su fría relación tanto con su madre Maja, como con su hermana Karen-Marie y su hija Else. Pero también hacia las pocas personas en quien confiaba, como el pianista Edwin McArthur y el actor Bernard Miles.
También fue una esposa abnegada que, en realidad, había regresado a Noruega por petición de su marido, Henry Johansen, un empresario oportunista que colaboraba con los nazis. Pero la soprano se mantuvo firme y nunca actuó en la Noruega ocupada, pues limitó sus apariciones públicas durante la guerra a Estocolmo y Zúrich. De todas formas, el diplomático Morgenstierne, convertido en el auténtico villano del libro, consiguió tejer una red oficial de bulos y calumnias en torno a ella como simpatizante de Hitler. Flagstad vivió un terrible calvario, después de 1945, que destrozó su prestigio, su salud y sus finanzas. Se la asoció con un movimiento clandestino nazi, denominado El anillo económico, y no solo le embargaron sus bienes, sino que le negaron un pasaporte y su marido murió en prisión sin poderse despedir de él.
Hasta 1947 no pudo volver a cantar en los grandes escenarios de ópera, pero tuvo que enfrentarse, en adelante, a una opinión pública contaminada por infundios acerca de su colaboración con el nazismo. En Noruega terminó siendo declarada oficialmente “muerta” por las autoridades y la familia real se desentendió de ella. Un acoso misógino, según subraya Solbrekken, que no padecieron otros artistas masculinos con vínculos mucho más claros con el Tercer Reich. El estrés que le produjeron tantos insultos y protestas durante sus actuaciones derivó en un brote de psoriasis cada vez más grave y en episodios de depresión y ansiedad. El libro también retrata algunos desahogos, como su afición por el alcohol y los naipes. Siempre viajaba con un maletín que contenía petacas de martini, coñac y whisky, aunque nunca bebía antes de cantar. Y solía realizar complejos solitarios con dos barajas durante los descansos de las representaciones y conciertos.
Pero el libro dedica bastantes páginas a su evolución vocal. A sus primeros pasos como cantante de ópera, de los 25 a los 35 años, desde el repertorio ligero y la ópera cómica hasta los dramas wagnerianos. Una época en que su voz creció ostensiblemente en volumen y color, al tiempo que se ensanchaban sus músculos y se rasgaban sus vestidos. Pero también recopila múltiples testimonios y opiniones de críticos de la época. A destacar el apartado dedicado al experto wagneriano Ernest Newman, que describió en The Sunday Times la pureza y calidez de su voz, tras escuchar su debut londinense en 1936, como un brillante y claro sol incidiendo en la nieve. Un crítico que admiró la peculiaridad de su instrumento, con un registro grave y medio de una calidad exquisita, y unos potentes agudos que brillaban como una radiante luz blanca. Pero que también atacó la parquedad psicológica de sus interpretaciones wagnerianas como Isolda y Brünnhilde.
Tampoco faltan comentarios acerca de sus mejores grabaciones. Es el caso de sus registros en directo, desde 1935 hasta 1941, junto al tenor Lauritz Melchior, con quien no se llevaba bien, o bajo la batuta de Wilhelm Furtwängler, desde 1937 hasta 1952, que fue siempre su director predilecto. Y hay un jugoso apartado acerca de su legendaria grabación de Tristán e Isolda de EMI/Warner Classics donde actuó como mediadora entre Furtwängler y el productor Walter Legge. Precisamente a raíz de esa grabación se explican los problemas que tuvo con el do sobreagudo en su madurez, tanto en Tristan e Isolda como en Sigfrido y El ocaso de los dioses, y la necesidad de reforzarlo en estudio con la voz de otras sopranos.
A pesar de ello, su voz siguió impresionando hasta el final. Resulta impagable el testimonio que recoge Solbrekken del asistente de producción de Decca, Erik Smith, durante la grabación de El oro del Rin, en el otoño de 1958. De esa venerable anciana con un sombrero gracioso que tejía chalecos para todo el mundo y que, cuando tenía que cantar el personaje de Fricka, dejaba las agujas y cubría a la mismísima Filarmónica de Viena con su fabuloso chorro de voz. El ingeniero Gordon Parry también recuerda que apagó algunos los micrófonos de las voces para equilibrar la mezcla y el director George Solti rememora esa increíble voz que siempre flotaba por encima de la orquesta y podía cabalgar sobre la cresta de la ola sonora.
Las grabaciones fueron el verdadero testamento de Flagstad. Su relación con Noruega remontó en sus últimos años con su nombramiento, en 1958, como primera directora de Den Norske Opera. Pero nunca quiso una tumba, pues en su testamento pidió ser incinerada y que no se conservasen sus cenizas. La edición española de Javier Jiménez se beneficia de abundantes y explicativas notas adicionales con códigos QR que permiten acceder a páginas web y a numerosas grabaciones disponibles en YouTube. El libro se abre con un prólogo de Fernando Fraga y a la ágil traducción de Lotte K. Tollefsen le faltó una revisión técnica que hubiera evitado algunos errores como traducir el referido “do sobreagudo”, que utiliza Wagner en Isolda y Brünnhilde, como “do sostenido”, cuando paradójicamente esa nota siempre es natural.
El 2 de febrero de 1935, una soprano noruega llamada Kirsten Flagstad (Hamar, 1895 - Oslo, 1962) causó furor en su debut, cantando Sieglinde de La valquiria de Wagner, en la Metropolitan Opera de Nueva York. “Una cantante para nosotros totalmente desconocida ha provocado el éxtasis entre el público con su maravillosa voz”, afirmó entonces la gran Geraldine Farrar durante la retransmisión radiofónica. En los seis años siguientes, hasta abril de 1941, Flagstad se convirtió en su máxima estrella e incluso en su tabla de salvación económica. Cantó en casi 250 representaciones de las principales óperas de Wagner (desde El holandés errante hasta Parsifal) junto a Fidelio de Beethoven. Y fue bautizada por la crítica como “La voz del siglo”.
El 22 de enero de 1951, esa misma soprano noruega regresó al Met, tras casi una década de ausencia, para cantar su mítica interpretación de la princesa irlandesa en una función de Tristán e Isolda, de Wagner. Sin embargo, su actuación fue recibida con duras protestas, sonoros abucheos, cartas insultantes y hasta amenazas de lanzarle ácido durante la actuación. La representación exigió estrictas medidas de seguridad, con las luces ligeramente atenuadas y agentes de policía por todas partes. Pero Flagstad volvió a incendiar el teatro neoyorquino con su voz y tuvo que salir a saludar hasta en veinte ocasiones tras la caída del telón.
Entre una y otra actuación había mediado la Segunda Guerra Mundial, pero también una terrible campaña de desprestigio. Esta paradoja de una artista tan querida y odiada ha inspirado la biografía, de 2021, de la escritora y dramaturga noruega Ingeborg Solbrekken (Etnedal, 62 años), Kirsten Flagstad. La voz del siglo, que la editorial Fórcola acaba de publicar en español. Se trata de su cuarto libro en noruego sobre su legendaria compatriota, tras La voz (2003), Locura y juicio: el caso de traición contra Kirsten Flagstad y Henry Johansen (2007) y Conspiración contra Kirsten Flagstad. La persecución del Estado noruego a una estrella mundial (2016).
La biografía tiene trazas de novela policiaca, pero también está minuciosamente documentada. La autora parte de las principales publicaciones previas sobre la cantante, como su autobiografía redactada por Louis Biancolli, en 1952, o la memoria personal que publicó su pianista y estrecho colaborador, Edwin McArthur, en 1965. E incluye la documentación recopilada por el crítico noruego Torstein Gunnarson. Pero también consigue desmontar toda la campaña contra ella a través de las cartas declaradas “confidenciales” por el Ministerio de Asuntos Exteriores noruego.
Flagstad había debutado en el Festival de Bayreuth, en el verano de 1934, en una edición extremadamente politizada por los nazis. Pero después consiguió centrar su exitosa carrera lejos de su influencia, entre Nueva York y Londres. No obstante, sus problemas comenzaron tras la ocupación de Noruega por el Tercer Reich. La soprano actuó incesantemente en funciones de ópera y en conciertos benéficos por toda Norteamérica, aunque cantar Wagner se convirtió en un problema. El embajador noruego en Estados Unidos, Wilhelm von Munthe af Morgenstierne, consideró su concierto en Washington, del 27 de noviembre de 1940, como un acto hostil y una traición, al no incluir canciones noruegas. Fue la chispa de una campaña contra ella que se agravó después de regresar a su país, en mayo de 1941, mientras seguía controlado por los nazis.
Solbrekken engancha al lector narrando todas las particularidades que rodearon estos acontecimientos. Lo hace con cada tema del libro por medio de breves apartados y pequeñas digresiones. Un discurso fluido que no elude múltiples temas colaterales, como la trama de cada ópera o el interés de los ideólogos nazis hacia Noruega como origen de la raza germánica. Tampoco elude el retrato psicológico de la cantante. Kirsten era una artista tan descomunal para la música como diminuta para la empatía. Lo demuestra su fría relación tanto con su madre Maja, como con su hermana Karen-Marie y su hija Else. Pero también hacia las pocas personas en quien confiaba, como el pianista Edwin McArthur y el actor Bernard Miles.
También fue una esposa abnegada que, en realidad, había regresado a Noruega por petición de su marido, Henry Johansen, un empresario oportunista que colaboraba con los nazis. Pero la soprano se mantuvo firme y nunca actuó en la Noruega ocupada, pues limitó sus apariciones públicas durante la guerra a Estocolmo y Zúrich. De todas formas, el diplomático Morgenstierne, convertido en el auténtico villano del libro, consiguió tejer una red oficial de bulos y calumnias en torno a ella como simpatizante de Hitler. Flagstad vivió un terrible calvario, después de 1945, que destrozó su prestigio, su salud y sus finanzas. Se la asoció con un movimiento clandestino nazi, denominado El anillo económico, y no solo le embargaron sus bienes, sino que le negaron un pasaporte y su marido murió en prisión sin poderse despedir de él.
Hasta 1947 no pudo volver a cantar en los grandes escenarios de ópera, pero tuvo que enfrentarse, en adelante, a una opinión pública contaminada por infundios acerca de su colaboración con el nazismo. En Noruega terminó siendo declarada oficialmente “muerta” por las autoridades y la familia real se desentendió de ella. Un acoso misógino, según subraya Solbrekken, que no padecieron otros artistas masculinos con vínculos mucho más claros con el Tercer Reich. El estrés que le produjeron tantos insultos y protestas durante sus actuaciones derivó en un brote de psoriasis cada vez más grave y en episodios de depresión y ansiedad. El libro también retrata algunos desahogos, como su afición por el alcohol y los naipes. Siempre viajaba con un maletín que contenía petacas de martini, coñac y whisky, aunque nunca bebía antes de cantar. Y solía realizar complejos solitarios con dos barajas durante los descansos de las representaciones y conciertos.
Pero el libro dedica bastantes páginas a su evolución vocal. A sus primeros pasos como cantante de ópera, de los 25 a los 35 años, desde el repertorio ligero y la ópera cómica hasta los dramas wagnerianos. Una época en que su voz creció ostensiblemente en volumen y color, al tiempo que se ensanchaban sus músculos y se rasgaban sus vestidos. Pero también recopila múltiples testimonios y opiniones de críticos de la época. A destacar el apartado dedicado al experto wagneriano Ernest Newman, que describió en The Sunday Times la pureza y calidez de su voz, tras escuchar su debut londinense en 1936, como un brillante y claro sol incidiendo en la nieve. Un crítico que admiró la peculiaridad de su instrumento, con un registro grave y medio de una calidad exquisita, y unos potentes agudos que brillaban como una radiante luz blanca. Pero que también atacó la parquedad psicológica de sus interpretaciones wagnerianas como Isolda y Brünnhilde.
Tampoco faltan comentarios acerca de sus mejores grabaciones. Es el caso de sus registros en directo, desde 1935 hasta 1941, junto al tenor Lauritz Melchior, con quien no se llevaba bien, o bajo la batuta de Wilhelm Furtwängler, desde 1937 hasta 1952, que fue siempre su director predilecto. Y hay un jugoso apartado acerca de su legendaria grabación de Tristán e Isolda de EMI/Warner Classics donde actuó como mediadora entre Furtwängler y el productor Walter Legge. Precisamente a raíz de esa grabación se explican los problemas que tuvo con el do sobreagudo en su madurez, tanto en Tristan e Isolda como en Sigfrido y El ocaso de los dioses, y la necesidad de reforzarlo en estudio con la voz de otras sopranos.
A pesar de ello, su voz siguió impresionando hasta el final. Resulta impagable el testimonio que recoge Solbrekken del asistente de producción de Decca, Erik Smith, durante la grabación de El oro del Rin, en el otoño de 1958. De esa venerable anciana con un sombrero gracioso que tejía chalecos para todo el mundo y que, cuando tenía que cantar el personaje de Fricka, dejaba las agujas y cubría a la mismísima Filarmónica de Viena con su fabuloso chorro de voz. El ingeniero Gordon Parry también recuerda que apagó algunos los micrófonos de las voces para equilibrar la mezcla y el director George Solti rememora esa increíble voz que siempre flotaba por encima de la orquesta y podía cabalgar sobre la cresta de la ola sonora.
Las grabaciones fueron el verdadero testamento de Flagstad. Su relación con Noruega remontó en sus últimos años con su nombramiento, en 1958, como primera directora de Den Norske Opera. Pero nunca quiso una tumba, pues en su testamento pidió ser incinerada y que no se conservasen sus cenizas. La edición española de Javier Jiménez se beneficia de abundantes y explicativas notas adicionales con códigos QR que permiten acceder a páginas web y a numerosas grabaciones disponibles en YouTube. El libro se abre con un prólogo de Fernando Fraga y a la ágil traducción de Lotte K. Tollefsen le faltó una revisión técnica que hubiera evitado algunos errores como traducir el referido “do sobreagudo”, que utiliza Wagner en Isolda y Brünnhilde, como “do sostenido”, cuando paradójicamente esa nota siempre es natural.
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