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jueves, 7 de marzo de 2024

_- Franco y la 2ª G.M.

Fotografía difundida en España por la Agencia Efe de la entrevista de Francisco Franco con Adolf Hitler en Hendaya (Francia) el 23 de octubre de 1940.
_- Derrotados los fascismos, Franco, que había tratado de navegar entre el Eje y los aliados, buscó desesperadamente perpetuar su dictadura. Lo consiguió.

Se acerca el final de la II Guerra Mundial y un Franco temeroso de las consecuencias de su comunión con nazis y fascistas todavía confía en el milagro alemán. De hecho, hasta cuatro meses antes del estrepitoso derrumbe del Tercer Reich, Franco no abandonó la esperanza de que las armas hitlerianas se impusieran, incluso mágicamente, a sus enemigos.

El embajador de España en Gran Bretaña, Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, se entrevistó con el dictador al que servía para hacerle ver que, dado el exitoso avance del desembarco aliado en Normandía [D-Day: 6 de junio de 1944], eran necesarios cambios a favor del viento. “No corra tanto, Alba”, le dijo Franco, “el desembarco puede aún resultar una trampa. Conozco los efectivos del Eje –sigo muy de cerca las operaciones– y me faltan [la situación de] alrededor de 80 divisiones que creo veremos aparecer por algún sitio en cualquier momento”. Y le repitió lo que les confió a los firmantes del conocido como Manifiesto de los Veintisiete, del otoño de 1943, 17 procuradores en Cortes y otras diez personas con relevancia social, entre ellos numerosos militares de alta graduación, que le solicitaban la neutralidad formal y la prometida restauración monárquica: el führer posee armas secretas potentísimas, un fantasioso ‘rayo cósmico’, que garantizan la victoria del Eje. Como su ilusa convicción de que los Estados Unidos no tardarían en adoptar el ideario falangista.

De las tres partes del conflicto mundial, el Eje, los aliados y España, Franco era quien más deseaba que España entrara en guerra: la situación económica y financiera era desesperada, la hambruna generalizada extendía el desánimo por toda la sociedad y las peleas y discrepancias entre las ‘familias’ del Régimen amenazaban gravemente la estabilidad del Nuevo Estado aún a medio instaurar. Así lo prueba la carta que envió Franco a Mussolini el 15 de agosto de 1940, requisada en Roma por el ejército de los Estados Unidos, en la que pide a su colega dictatorial ayuda que le permita incorporarse activamente al conflicto: “A la aportación que España hizo al establecimiento del nuevo orden, con nuestros años de dura lucha, ofrece una más al prepararse a tomar un lugar en la contienda contra los enemigos comunes. En este sentido hemos solicitado de Alemania los elementos indispensables a la acción, impulsando preparativos y haciendo todos los esfuerzos para mejorar en lo posible la situación de abastecimiento. Por todo ello comprenderéis la urgencia en escribiros para pediros vuestra solidaridad en estas aspiraciones para el logro de nuestra seguridad y grandeza con la reciprocidad más absoluta de nuestro apoyo para vuestra ‘espansión’ [sic] y vuestro futuro”. Il Duce del Fascismo y Capo del Governo Italiano contestó aplaudiendo su decisión –“su carta no me ha sorprendido. Siempre he pensado que desde que empezó la guerra, ‘Vuestra’ España, es decir, la España de la Revolución falangista, no habría podido permanecer neutral y que finalmente de la neutralidad pasaría a la no beligerancia [estatus recién adquirido] y finalmente a la intervención. Si esto no ocurriera, España se alejaría de la historia europea, sobre todo de la historia del mañana que será determinada por las dos potencias victoriosas del Eje”, pero dándole largas a sus peticiones: “Su situación económica interna no empeorará si usted pasa de la no beligerancia a la intervención”.

Hitler y Mussolini preveían, tras una declaración de guerra de Franco a Gran Bretaña, la toma de Gibraltar como inicio de la Operación Félix –establecer bases en el protectorado español de Marruecos, el Sahara español y en Canarias y, posteriormente, en las Azores y las Madeira tras invadir Portugal desde Galicia–, pero las necesidades económicas y armamentísticas de España eran tan desorbitadas como las pretensiones imperiales de Franco. Lo que, unido a la grave situación de Italia en Grecia, los Balcanes y el Mediterráneo oriental y la inminencia de la Operación Barbarroja de invasión de la Unión Soviética, aplazó sine die la entrada de España en la guerra.

A los aliados, en fin, tampoco les convenía la entrada de España en la guerra, pues añadía a los ya demasiado extensos frentes de batalla el segundo territorio mayor de la Europa occidental, por lo que se conformaban con el estatus de España y con presionar para conseguir concesiones. Entre estas, restringir las facilidades portuarias a los navíos italianos y alemanes y las exportaciones a Alemania de wolframio y otras materias primas estratégicas, etc. Algunas de gran calado, como excluir la cesión de bases y el territorio español como territorio de paso y, en septiembre de 1942, la sustitución al frente del ministerio de Asuntos Exteriores del germanófilo Ramón Serrano Suñer por Francisco Gómez-Jordana, anglófilo y partidario de la no intervención.

Además, Churchill, primer ministro británico desde mayo de 1940, aseguró la neutralidad española mediante el soborno de una treintena de generales, a los que pagó trece millones de dólares entre 1940 y 1943 a través de uno de los financieros del golpe de estado del 18 de julio de 1936, el contrabandista mallorquín Juan March, “el último pirata del Mediterráneo”, quien ocultó a los sobornados la procedencia del dinero, haciéndoles creer que procedía de una iniciativa de banqueros e inversores españoles que querían evitar a España la ruina y el horror de otra guerra. Cuando Franco se reunió con Hitler en Hendaya, el 23 de octubre de 1940, llevaba en el bolsillo la prohibición terminante de la influyente Junta de Defensa Nacional de entrar en la guerra.

style="font-size: large;"> El protocolo secreto Hitler-Franco
No obstante, a Franco no le quedó más remedio que someterse en Hendaya a los designios ‘hitlerianos’. El dictador alemán ya se lo había hecho saber unas semanas antes de reunirse con su homólogo español, a través de Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores y concuñado de Franco: el 17 de septiembre de 1940 lo convocó en la Cancillería de Berlín para hacerle saber que España había de declarar la guerra a Gran Bretaña para dar comienzo a la Operación Félix. Lo que quedó plasmado en el llamado protocolo secreto de Hendaya, por el que Franco se comprometía a entrar inmediatamente en guerra si había un ataque enemigo a Portugal o España. Aunque a las tres semanas, en vista de que los aliados no emprendían tal ataque, Hitler decidió que España entrara ya en guerra. Así se lo comunicó a Serrano el 19 de noviembre, esta vez convocado a la residencia del führer en Berchtesgaden, el Nido del Águila. El ministro español pudo obtener una prórroga de “unos pocos meses” para que llegaran a España las importaciones de trigo norteamericano y canadiense pendientes de los navicerts, permisos de navegación, británicos.

El protocolo secreto adscribía a España al Pacto Tripartito y tras él Franco consideraba que España era aliada de la Alemania nazi. Con la astucia política que le era característica y le valió para perpetuarse en el poder, navegó entre las presiones de Hitler y de sus mandos militares enviando al frente oriental alemán la División Azul, hasta 46.000 soldados voluntarios: jóvenes falangistas, otros pronazis o anticomunistas, sospechosos para la dictadura que así limpiaban su historial político o policial y familiares de republicanos que eludían su destino, la pena de muerte o largas condenas de prisión, si un hijo se alistaba –caso del cineasta Luis García-Berlanga, aunque, además tuvieron que pagar en sobornos 650.000 pesetas (obtenidas de la venta de una fábrica de electricidad y una gran finca) para salvar a su padre del paredón y de la cárcel–, a los que Hitler, con su exquisito lenguaje diplomático habitual, consideraba “una banda de andrajosos”, aunque los admiraba: “Son extraordinariamente valientes, duros para las privaciones”.

El documento firmado por ambos dictadores fue hecho público en 1946 por los norteamericanos –procedente de los documentos nazis incautados, mientras que la copia española se había hecho desaparecer de los archivos de la dictadura– era un trágala abusivo. Ignoraba las condiciones españolas para entrar en guerra –además de “facilitar la asistencia militar y otras requeridas [”el apoyo económico de España también será necesario“] para llevar adelante la guerra”, el “cumplimiento de una serie de demandas territoriales nacionales: Gibraltar, Marruecos Francés, la parte de Argelia colonizada y habitada predominantemente por españoles (Orán) y, además, la ampliación de Río de Oro, provincia del sur saharaui, y de las colonias del Golfo de Guinea”, según el memorándum “altamente secreto” que el embajador alemán en Madrid, Eberhard von Stohrer, envió el 8 de agosto de 1940 a Berlín– y exigía la entrega de las islas Canarias y las posesiones en Guinea.

La posición de España ante el conflicto pasó de la estricta neutralidad cuando las tropas alemanas invadieron Polonia, el 1 de septiembre de 1939, desencadenando así la II Guerra Mundial, a la no-beligerancia el 12 de junio de 1940, ante la caída de París el 14 de junio de 1940 –estatus similar al de prebeligerancia declarada por Mussolini en septiembre de 1939 y para los juristas de la época. No beligerancia es el nombre usado, en calidad de excusa, para perpetrar la violación de las leyes de la neutralidad y en la esperanza de poder cometer actos de naturaleza bélica, escapando a las consecuencias del estado de beligerancia” (Edwin Montefiore Borchard, 1941)– hasta la definitiva y peculiar de ‘neutralidad vigilante’ –o “neutralidad benevolente” con los aliados (Unión Soviética excluida, naturalmente), expresión acuñada por el historiador Carlton J. H. Hayes, embajador en España de los Estados Unidos de. 1942 a 1945–, adoptada en 1944 ante el inequívoco transcurso de la guerra, a pesar de las citadas bravatas de Franco a Alba.

“Tres guerras” para caminar sobre el alambre
Si Franco había ganado la guerra –aunque no lo verbalizaría hasta el 27 de septiembre de 1953, cuando el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, le informó que había firmado los Acuerdos con los Estados Unidos con el embajador James Clement Dunn: “He ganado la guerra de España… Tengo la conciencia tranquila y puedo descansar”– lo cierto es que, con el fin de la II Guerra Mundial, perdía la larga posguerra. Además del protocolo secreto de Hendaya, los norteamericanos habían confiscado otro documento comprometedor en poder de los nazis: el protocolo también secreto firmado el 10 de febrero de 1943, cuando los Estados Unidos ya habían entrado en guerra, por el ministro español de Asuntos Exteriores, Francisco Gómez-Jordana y el embajador nazi en España, Helmuth von Moltke, por el que España se comprometía a entrar en guerra junto al Eje cuando los aliados pusieran “pie en la península Ibérica o en territorios españoles fuera de la Península, es decir, en el Mediterráneo, Océano Atlántico y en África”. Protocolo que sorprendió a los estadounidenses, pues el presidente Roosevelt ya había garantizado a Franco de que los aliados no pisarían nuca suelo español, como lo habían demostrado en la Operación Torch, el desembarco aliado en el norte de África en noviembre de 1942, que respetó escrupulosamente el Protectorado español en Marruecos. Quizá Franco autorizara la firma como un brindis al sol ‘hitleriano’, confiando ingenuamente que por su carácter de “alto secreto” nunca sería conocido por los aliados.

En todo caso, ya había limitado los envíos a Alemania e incrementado las exportaciones a los aliados de wolframio español, que era ambicionado por ambos bandos para su munición artillera y antitanque por su capacidad de endurecimiento del acero. Una medida para paliar los efectos de su larga complicidad, desde el inicio de la Guerra Civil, con sus correligionarios nazis y fascistas. Como, en el plano teórico, fue su extravagante teoría de “las tres guerras” que se desarrollaban simultáneamente: la primera era la del Eje con los aliados, en la que España se declaraba neutral; la segunda, la de Alemania y sus aliados contra la Unión Soviética, en la que España –que el 27 de marzo de 1939 se había adherido al Pacto Anti-Komintern para luchar contra “la amenaza de la Internacional Comunista” – era beligerante de facto, por lo que mandó la División Azul y la tercera, la de los aliados contra los japoneses, a los que de la admiración y amistad iniciales, hasta declararse no-beligerante en ese conflicto, había pasado a tildarlos de “bárbaros orientales” e incluso, en 1945, a mostrarse ante los Estados Unidos patéticamente dispuesto a declarar la guerra a Japón y enviar otra División Azul a luchar en el Pacífico a las órdenes del general McArthur, en esta ocasión por ser “enemigos del cristianismo”.

Buscando reconocimiento con desesperación. 
Un libro reciente, Historia de la Segunda Guerra Mundial sin mitos ni tópicos, de Manuel P. Villatoro e Israel Viana, nos recuerda la carta que Franco escribió a Winston Churchill, el 18 de octubre de 1944, buscando un lugar al sol que más calentaba, las armas victoriosas de los aliados, quizá convencido de las advertencias del duque de Alba.

A Franco le constaban la empatía del primer ministro británico con su régimen –aunque, aficionado a la frases para el mármol, dijo a principios de la guerra: “Todo está ocupado por el ejército alemán, salvo España, que está ocupada por su propio ejército”
– y sus continuados esfuerzos para atemperar la dureza de Washington con la dictadura. Respondía a dos cuestiones prácticas: no dejar el mercado en poder de Francia e impedir la entrada de España en la guerra, y uno ideológico: prefería el régimen franquista a una revolución comunista. En mayo de 1944, Winston Churchill hizo un alegato favorable a España en la Cámara de los Comunes, que la prensa de Londres calificó de “apasionada”; el premier británico subrayó la neutralidad que observaba Franco a pesar de sus simpatías por el Eje; las satisfactorias relaciones comerciales, subrayando el acuerdo sobre el wolframio; el respeto mantenido con los intereses británicos en España; la ausencia de acciones que entorpecieran las operaciones en Gibraltar y en el norte de África… Y reiteró su política de no injerencia e incluso su convencimiento de que España tendría “gran influencia para mantener la paz del Mediterráneo después de la guerra” y que, en fin, “consideraba un error injuriar gratuitamente a Franco”.

Simpatías que, entre otras razones, le llevarían a perder las elecciones de 1945, a pesar de la victoria sobre Hitler, en las que uno de los eslóganes electorales de los carteles laboristas de Clement Attlee era un ominoso: “Votar a Churchill es votar a Franco”, tanto por lo que consideraban su excesiva comprensión del régimen franquista como por su desentendimiento no menos excesivo de las denuncias de la situación española.

Todo ello le pareció a Franco suficiente señal para dirigirle una extensa carta en la que le agradecía su defensa, se quejaba de que “ni la prensa gubernamental ni las radios británicas han cesado de hostilizar periódicamente a España, a su régimen, cuando no a su Caudillo”, hablaba hipócritamente de “la Italia liberada” y centraba su salvavidas en la alianza de los “pueblos más fuertes y viriles” que, “destruida Alemania”, quedaban en Europa: “Inglaterra y España” para enfrentarse a la amenaza soviética, por lo que “convendría que trabajásemos para estrechar las relaciones y hacer posible una acción futura en común”.

Churchill tardó dos meses en contestar y aunque rechazó el borrador preparado por el Foreign Office y dio instrucciones para que se mencionaran en ella los “supremos servicios” que había rendido Franco a la causa británica –“en dos momentos críticos de la guerra. A saber: el momento del derrumbamiento de Francia en 1940 y cuando se produjo la invasión anglo-americana del norte de África, en 1942”–, no dejó de ser contundente: “Le induciría a usted a un serio error si no desvaneciera en su ánimo la idea equivocada de que el Gobierno británico está dispuesto a considerar ninguna agrupación de potencias en Europa occidental, o en cualquier otro punto, basada en hostilidad hacia nuestros aliados rusos o en la supuesta necesidad de defensa contra ellos. La política del Gobierno británica se funda firmemente en el Tratado anglo-soviético de 1942 y considera la permanencia de la colaboración anglo-rusa dentro del armazón de la futura organización mundial, como esencial. Y no solamente a sus intereses, sino también a la futura paz y prosperidad de Europa en su conjunto”.

Ante la amenaza anunciada en la Conferencia de Yalta de los tres grandes aliados, celebrada del 4 al 11 de febrero de 1945 que anunció posteriores medidas “a los pueblos de los Estados europeos liberados o de los Estados europeos que fueron satélites del Eje”, Franco escribió una segunda carta a Churchill, el 25 de febrero, repitiéndole su proposición recibió una contestación tardía, cortés y, de nuevo, negativa.

El diario londinense ‘The Observer’ se hizo eco de la correspondencia: “Hase revelado ahora que Primer Ministro en días recientes ha contestado carta que Franco dirigióle en noviembre. General Franco aparentemente no comprendió bien proyectada unión Occidente misma manera que no comprendió palabras amables acerca de España. Es muy verosímil que interpretólo como pacto anti-Komintern de democracias y apresuróse a ofrecer sus indeseables servicios”, en traducción de la época manifiestamente mejorable.

Además, Churchill y su gobierno ya sabían lo que Franco pensaba en realidad: el duque de Alba, progresivamente antifranquista, se lo transmitió al agregado militar de la embajada británica en Madrid: Franco no sólo no pensaba restaurar la monarquía sino que no concedía importancia a la actitud de los “esclavos de la francmasonería”, como consideraba que eran Churchill y su gobierno y, como era inevitable el enfrentamiento entre norteamericanos y la Unión Soviética cuando se encontraran en Alemania, esta sería rehabilitada y España basaría su futura política exterior en Estados Unidos e ignoraría a un país “corrupto y decadente como era Inglaterra”.

En la subsiguiente Conferencia de San Francisco, fundacional de las Naciones Unidas, del 25 de abril al 26 de junio de 1945, llegó el aislamiento. A Franco no le importó reinar sobre una España arruinada sino perpetuarse en el poder. Ocho años después lo consiguió: el Vaticano y la Casa Blanca lo sacaron a flote, a que respirara entre los gobiernos civilizados; los españoles, no.

Fuente: https://www.eldiario.es/politica/cartas-franco-aliados-salir-aislamiento_129_10951729.html

martes, 16 de mayo de 2023

_- HISTORIA. Cuando Hannah Arendt cruzó España.

_- La pensadora alemana huyó de los nazis pasando por la península ibérica, aunque apenas escribió sobre aquella experiencia. Un filósofo del CSIC reconstruye ahora lo que pudo ser el paso de la intelectualIdeal,s76455por la España franquista de los años cuarenta.


Hannah Arendt (1906 -1975) retratada desde Estados Unidos poco después de llegar al país, en 1941.


Aunque la vida de Hannah Arendt ha sido biografiada repetidas veces y también narrativamente recreada y llevada al cine, incluso al cómic, el episodio de su paso por la España de Franco a comienzos del año 1941, en un “viaje de tránsito” que era en realidad de fuga, no había merecido un mínimo interés de los estudiosos. Las dos grandes reconstrucciones biográficas, la de Elisabeth Young-Bruehl y la de Laure Adler, se extienden largamente en el laberinto de trámites que permitieron a una judía de origen alemán y que no se había registrado ante las nuevas autoridades de la Francia de Vichy salir de esa trampa que pronto iba a ser mortal. Pero una vez alcanzada la frontera española de Portbou y una vez traspasada —no era lo mismo—, ambas biógrafas suben de inmediato a Arendt a un tren directo con destino Lisboa, sin una palabra adicional al respecto. Por supuesto, semejante tren no ha existido nunca, y menos que nunca, si se me permite, en el año en cuestión.

El itinerario probable de Arendt, y de su segundo marido, Heinrich Blücher, se compondría más bien de cuatro o cinco enlaces consecutivos: Portbou / Barcelona / Zaragoza / Madrid / Cáceres-estación de Valencia de Alcántara. Y el trasbordo no era en absoluto inmediato. Los billetes de cada trayecto parcial sólo podían adquirirse en la estación de partida y había, además, una enorme demanda de ellos; la frecuencia del tráfico ferroviario era baja e irregular, ya que las infraestructuras habían quedado seriamente dañadas en la reciente guerra y la maquinaria mermada. En este otro escenario, las esperas forzosas en las sucesivas estaciones llegaban a prolongarse varios días, y un trayecto Portbou-Lisboa podía requerir de más de una semana… si todo lo demás iba bien.

De boca o de pluma de Arendt conocíamos sólo dos detalles concretos a propósito de este puñado de días a través de España, de tren en tren. El primer dato es que visitó el cementerio marino de Portbou, en busca infructuosa de la tumba de Walter Benjamin; el lugar le pareció de hecho, dijo, “uno de los más fantásticos y hermosos que haya visto jamás en mi vida”. La segunda noticia es que en su maleta viajaban las Tesis de filosofía de la historia, el manuscrito del amigo que alcanzó Portbou y que no traspasó la frontera. Arendt debía de estar al corriente de que Benjamin había enviado otra copia del preciado texto a Gershom Scholem, pero, así y todo, dadas las incertidumbres de un envío postal a Jerusalén con la guerra mundial ya en curso, la preocupación por la suerte que corriera el manuscrito de su maleta se sumaría a la inquietud que producía cruzar un país amigo de los nuevos amos del continente. Siendo una etapa imprescindible en su larga huida de la cruz gamada, el viaje de tránsito por España no estaba exento de riesgos.

Por una serie de testimonios de fechas relativamente próximas a enero de 1941, a saber: al menos tres de los recogidos por Jacobo Israel Garzón y Alejandro Baer en España y el Holocausto (1939-1945), y también las memorias de Lisa Fittko De Berlín a los Pirineos, es posible enriquecer, con base sólida, algunas otras circunstancias del fragmento español de la biografía de Arendt. La política oficial de España hacia emigrantes y refugiados en tránsito era en aquel momento la que Serrano Suñer dio en trasladar a términos teológicos: “Que pasen por el país como la luz por el cristal”. En las fronteras españolas, Hendaya o Portbou, se interrogaba al viajero, con todo, acerca de la religión que profesaba y en el formulario de entrada quedaba constancia escrita: “Religión: israelita”. Esto comportó en ciertos casos el que un individuo o un grupo de viajeros resultara a su vez rechazado en la frontera portuguesa, pese a tener la documentación en regla; se producía entonces un penoso peregrinaje de vuelta, con pernoctas en calabozos, hasta llegar a Madrid, donde se había habilitado una cárcel para extranjeros con problemas de pasaporte o delitos de no-declaración de divisas. Las personas afectadas quedaban separadas de su equipaje y podían tener que deshacerse de joyas u objetos de valor para afrontar tasas y multas sobrevenidas. Contaban con la ayuda ocasional de Cruz Roja, pero pervivía la amenaza de acabar en un campo de internamiento español (Miranda de Ebro, Nanclares de Oca, Figueras). Arendt sabía sin duda de lo que hablaba cuando en la carta que ya desde Lisboa escribió a su amigo Salomon Adler-Rudel en Londres hacía balance: “Me he quedado aquí varada, junto con mi marido. Desde septiembre tenemos los visados de emergencia [de entrada en EE UU], con los cuales, como apátridas, no podíamos ni salir de allí [Francia] ni atravesar España. Finalmente las cosas han encajado. En términos comparativos no nos ha ido mal. Apenas se nos ha molestado”.

A estos viajeros judíos que escapaban de la persecución racial y de un continente en guerra les impresionaba la miseria de la población española, que saltaba a la vista en las multitudes de niños mendigando por las estaciones y en la profusión de mutilados de guerra ejerciendo de limpiabotas o vendiendo lotería —”hay más en las Ramblas de Barcelona que en todo París”, comentaba uno de ellos—. Ese invierno de 1940-1941 resultó, en efecto, el más dramático de la terrible posguerra, en el límite mismo de la hambruna. Llamaba su atención asimismo la devastación aún patente de las ciudades españolas, en especial en Madrid. Pero en el deprimente panorama, una singular posibilidad de gozo sí se repite en varios testimonios. Son las horas vividas en el Museo del Prado, apenas a 20 minutos de paseo de la estación de Delicias —de la que partía la conexión portuguesa—. Sin ninguna otra base que la coherencia con el conjunto de las circunstancias referidas, cabe por ende la conjetura de que también Arendt tuviera ocasión de contemplar Las meninas o El perro de Goya. Para lo que no hacen falta cábalas es para afirmar que en artículos de la década de los cuarenta, así como en Los orígenes del totalitarismo (1951), la pensadora judía hizo una serie de lúcidas referencias a la guerra civil española y al régimen del general Franco que reflejan bien su singular vocación de comprender sin prejuicios. Tampoco estas alusiones de quien atravesó España hacia la vida y hacia la libertad habían atraído la atención de los estudiosos.

Este es un texto de Agustín Serrano de Haro (Madrid, 1960), científico en el Instituto de Filosofía del CSIC, adaptado a partir de su libro Arendt y España, de Trotta, publicado el pasado 13 de marzo.

sábado, 9 de mayo de 2015

Hace 70 años la Unión Soviética derrotó al nazismo. Una hazaña histórica que cambió el mundo.

“Hermanos, hoy podemos decir: el alba viene,
ya podemos golpear la mesa con el puño
que sostuvo hasta ayer nuestra frente con lágrimas. (…)
Éste es el canto del día que nace y de la noche que termina”.
Pablo Neruda,
Canto a Stalingrado


Este 9 de mayo de 2015 se cumplen 70 años de la derrota final del ejército nazi, la temible Werhmacht. El hundimiento del III Reich se debió fundamentalmente a la resistencia, primero, y a la contraofensiva después del Ejército Rojo. Desde que en el 22 de junio de 1941 comenzó la invasión alemana hasta la decisiva victoria soviética en Stalingrado (febrero de 1943), la URSS luchó sola; ninguna coalición internacional le ayudó a defenderse. Por eso, sus ciudades fueron arrasadas, sus campos quemados, sus industrias destruidas y su población diezmada por las bombas. El balance de la Batalla de Stalingrado, la más sangrienta batalla terrestre de la historia y decisiva en el curso de la guerra, fue terrible: un millón cien mil muertos soviéticos. Después, vendría la Batalla de Kursk (verano del 43), el mayor combate de tanques jamás conocido. Y finalmente, la Batalla de Berlín donde los soldados soviéticos tuvieron que luchar contra las tropas de élite alemanas casa por casa y manzana por manzana, en el Metro inundado y hasta en el interior del Reichstag a oscuras hasta hacer ondear la bandera roja sobre este emblemático edificio, sede del parlamento. Treinta mil soviéticos perdieron allí la vida.

Tras 1418 días de guerra, el balance final de víctimas civiles y militares, hombres, mujeres y niños, que sufrió la Unión Soviética a consecuencia de la agresión nazi alcanzó la espantosa cifra de 27 millones de muertos. Con este inmenso tributo de vidas humanas y con el heroísmo de sus soldados se logró expulsar de la patria de Lenin a la Werhmacht y se rompió la columna vertebral del Ejército del Este, principio del fin del imperio hitleriano. Al mismo tiempo, se hizo posible la liberación de Europa con el golpe demoledor del Ejército Rojo que llevó su furia luchadora desde las estepas rusas al corazón mismo de la guarida del Führer en Berlín.

Por qué les molesta a algunos celebrar esta victoria histórica
La tragedia provocada en suelo europeo por el odio anticomunista y antisemita, así como por el expansionismo del III Reich (muchos países del continente, como Polonia, Grecia, Yugoslavia, Francia y Países Bajos, fueron invadidos), no puede olvidarse si no queremos que se repita. Una primera medida tomada por los ideólogos del revisionismo ha consistido en atenuar el infame rastro de destrucción del nazismo al tiempo que socavaban con toda clase de mentiras el apoyo popular al socialismo (eso mismo han hecho en España los falsificadores del pasado al negar la dictadura franquista y, en el colmo de la desvergüenza, culpar a la República de la Guerra Civil). Otras medidas similares han sido el silenciar los crímenes nazis en los grandes medios y la rehabilitación de antiguos militantes y dirigentes hitlerianos en el ejército y en la administración pública (algo que durante años vimos en la antigua RFA en contraste con la desaparecida RDA).

En contra de esa ocultación se manifestó en su día el mejor poeta alemán del siglo XX, Bertolt Brecht:

“¡Oh Alemania, pálida madre!
Entre los pueblos te sientas
cubierta de lodo.
Entre los pueblos marcados por la infamia
tú sobresales”.

Lo que se pretende encubrir con tales maniobras de distracción de la opinión pública europea y mundial no es otra cosa que la lógica interna del fascismo. Cuando el capitalismo se vio en peligro en su forma liberal, entonces parió de sus entrañas el monstruo del fascismo, primero en Italia con Mussolini (1922) y más tarde con Hitler (1933). Porque, en esencia, el fascismo no es otra cosa que Capitalismo+Militarismo. Eric Hobsbawm calificó oportunamente a los fascistas de (mercenarios) «revolucionarios de la contrarrevolución». Una contrarrevolución que era perjudicial para el pueblo y especialmente para los trabajadores, pero que ‒ como señalaba este historiador británico‒ fue muy rentable para el capitalismo por estas tres razones:
-Porque “eliminó o venció a la revolución social de izquierda”,
-Porque suprimió los sindicatos obreros que (eran los únicos que) limitaban el poder de la patronal,
-Y porque mediante la destrucción del movimiento obrero “contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable (para sus intereses y ganancias) a la Gran Depresión” (Historia del Siglo XX).

Los mismos que ignoran hoy la gran victoria soviética sobre el nazismo, antes ocultaron la revolución china, tergiversaron la derrota de los EEUU en Vietnam, agredieron y bloquearon a Cuba, asesinaron a Allende, y hoy calumnian a diario a los presidentes de Venezuela, Bolivia y Ecuador porque se han atrevido a defender la riqueza de sus pueblos del saqueo de las multinacionales.

La ayuda del franquismo a la agresión nazi
No puedo dejar de añadir una apostilla para hispanos. Es una obviedad, pero conviene repetirla: Franco y los generales golpistas no hubieran ganado la Guerra de España sin la decisiva ayuda militar de Hitler y Mussolini. La península Ibérica sirvió de campo de entrenamiento del ejército nazi, en especial de la aviación cuyos ataques a la población civil comenzaron a experimentarse aquí. Recordemos, por ejemplo, la destrucción de Guernica por la Legión Cóndor comandada por Wolfram von Richthofen, quien llegaría a ser Mariscal de Campo de la Luftwaffe durante la II Guerra Mundial.

En agradecimiento por la ayuda recibida y como testimonio de su compartido anticomunismo, el general Franco envió a Hitler la División Azul*, formada por 50.000 soldados. Algunos detalles de este cuerpo expedicionario fascista son muy reveladores. Se formó a toda prisa el 26 de junio de 1941, sólo unos días (4 días) después de la invasión nazi de la URSS, sus soldados juraron solemnemente “absoluta obediencia al jefe de las Fuerzas Armadas alemanas, Adolf Hitler, en la lucha contra el comunismo”, formaron la 250ª División de Infantería de la Wehrmacht cuyo uniforme y armamento usaron, y recibían doble sueldo (el correspondiente alemán y el de legionario español). Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco y entonces ministro del Interior y de Asuntos Exteriores (a quien en esta fotografía de procedencia alemana vemos junto a Franco y acompañando a los criminales de guerra nazi y dirigentes de las SS Karl Wolff, izq., y Heinrich Himler, centro) dictó sentencia el 24 de junio de 1941 desde el balcón de la sede de Falange en el número 44 de la madrileña calle de Alcalá:
“¡Rusia es culpable! El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa”.

Tras las históricas victorias del Ejército Rojo en Stalingrado y Kursk en 1943, la División Azul volvió a casa derrotada dejando tras sí cerca de 5000 muertos en su ciega obediencia al Führer. Para vergüenza colectiva, todavía muchos pueblos y ciudades de España conservan su nombre en calles y plazas. Mientras, centenares de hombres y mujeres republicanos yacen sepultados en las cunetas por mantenerse leales a la II República y no haber apoyado al fascismo. Dicen los apologistas de la Transición que mejor así para no remover las heridas.

Dejemos hoy a un lado a los antiguos y nuevos encubridores del fascismo y honremos como se merecen a los viejos héroes anónimos que dejaron su vida defendiendo la libertad de la Unión Soviética y de Europa. ¡Feliz aniversario, amigos, compañeros y hermanos amantes de la paz y la libertad en el ancho mundo!
Andrés Martínez Lorca.

*Camarada invierno: Experiencia y memoria de la División Azul (1941-1945). Libro de Xosé Manoel Núñez Seixas Más, Tabúes de la Segunda Guerra mundial.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Trabajando para el enemigo Kim Philby, Arthur Koestler, Josep Pla y Luis Bolín actuaron como agentes durante la Guerra Civil.

18 MAR 2007
España fue, durante la Guerra Civil, un campo de ensayo para probar los servicios de información ante la inminencia de la guerra mundial. La cobertura de los espías de uno y otro bando era, con gran frecuencia, el trabajo como periodistas.

Hace tan sólo cuatro días que el periódico ABC, que se edita en Sevilla, ha publicado con gran alarde tipográfico la traducción de una entrevista realizada por el corresponsal del diario británico London Times al caudillo, al general Franco. En la foto que ilustra el texto del diario, el jefe de las tropas rebeldes que encabeza la guerra contra la República aparece señalando un mapa. Detrás de él, con gesto de concentración, el periodista inglés toma notas en una libreta de esas que caben en el bolsillo de la chaqueta. Se trata de un hombre de treinta y tantos años, vestido con pulcritud. Del bolsillo superior de la chaqueta le asoma un pañuelo colocado con coquetería, eso le da una apariencia de dandi que es muy del gusto de las autoridades de Burgos, porque añade respetabilidad al hecho muy relevante de que un inglés se interese por el caudillo y sus opiniones. El periodista es delgado, de ojos oscuros, de rasgos afilados, y se peina hacia atrás.

Del bolsillo superior de la chaqueta le asoma un pañuelo coqueto; eso es muy del gusto de Burgos, porque enfatiza que un inglés se interese por el Caudillo y sus opiniones

Philby fue reclutado por los servicios soviéticos en Alemania. Luego viajó a España para cubrir la información de la Guerra Civil para el diario conservador 'The Times'

Koestler se ha salvado después de que los franquistas le hayan desenmascarado, pero ha pasado varias semanas en capilla a la espera de ser ejecutado

La entrevista original ha sido publicada hace pocos días en Inglaterra y habrá provocado más de una reacción hilarante en los pocos que están al corriente de que el corresponsal es un agente soviético. La satisfacción de sus jefes debe ser mayor aún al saber que Franco le ha concedido a este hombre la cruz del mérito militar con distintivo rojo. Porque a los responsables de prensa de Franco les gustan sus crónicas equilibradas, bien escritas, y moderadamente favorables a su causa.

El periodista se llama Harold Adrian Russell Philby, ni más ni menos, aunque sus amigos le conocen por Kim, un apodo que le puso su padre, admirador de Rudyard Kipling y de su personaje Kim de la India, el lugar donde Philby nació.

Philby fue reclutado por los servicios soviéticos al menos hace cuatro años en Alemania. Desde allí ayudó a escapar de la barbarie nazi a muchos judíos. Ahora está en España, desde principios de 1937, cubriendo la información sobre la Guerra Civil para el diario conservador, que es uno de los periódicos que apoyan la rebelión franquista, aunque lo hace con decoro, muy lejos en su tono de las soflamas que otros periódicos de derechas practican para crear una opinión pública que repudia la quema de iglesias y los asesinatos de religiosos que se han producido en la retaguardia republicana en el otoño de 1936, y prefiere ignorar las matanzas sistemáticas que realiza el aparato franquista.

Seducido por Stalin
Philby es uno de los agentes que, después de coquetear con el partido comunista, se han dejado seducir por el aparato de inteligencia de Stalin, sobre todo porque piensa que el mayor peligro para el mundo es el movimiento nazi, y que a ese peligro sólo puede hacerle frente el comunismo. Otro de esos hombres, amigo y reclutado por Philby, es Anthony Blunt, alguien que conoce España. Blunt estuvo recorriendo el país en la primavera de 1936, junto con el poeta escocés Louis McNeice, que está componiendo un poema que comienza con una frase nostálgica, "And I remember Spain", en la que recuerda que un profesor de Cambridge les predijo con aplomo: "Habrá disturbios muy pronto en este país". Blunt lee las crónicas de Philby. Los jefes de ambos reciben las informaciones precisas del agudo analista político que se empeña en indagar en Burgos sobre la presencia de los italianos y alemanes, su capacidad de influencia, el grado de su penetración económica y política.

Su trabajo de periodista-espía ha estado a punto de costarle la vida hace un par de meses. El día 2 de enero, en el frente de Teruel, una granada reventó el coche en el que viajaba con otros tres corresponsales, dos ingleses y un americano. Los otros murieron. Philby apareció en los periódicos de todo el mundo con la cabeza vendada por las leves heridas que sufrió.

Cuando acabe la guerra, este genio de la impostación seguirá su tarea de espía durante una veintena de años, dejando al servicio secreto inglés en manos de los rusos. Entre los franquistas seguirá teniendo un espléndido cartel, gracias sobre todo a Luis Bolín, encargado de las relaciones con la prensa y uno de los consentidos de Franco. Bolín, según muchos, es también agente británico, y debe saber que Philby es espía, aunque no podría creer para quién trabaja realmente su corresponsal favorito, aquél a quien ha recomendado para recibir la medalla que Franco le ha impuesto.

Philby se va a escurrir de la vigilancia. Lo que no ha podido lograr un colega suyo, también periodista, el checo Arthur Koestler. Koestler está ahora a salvo, después de que los franquistas le hayan desenmascarado y de que el propio Bolín le capturara en enero de 1937 en Málaga. Pero ha pasado en capilla varias semanas en la cárcel de Sevilla, a la espera de ser ejecutado. Ha compartido celda con un repugnante personaje, Agapito García Atadell, un chequista al que querían matar tanto los franquistas como los republicanos por los muchos asesinatos que ha cometido y por fugarse con una enorme cantidad de dinero intentando llegar a América. Una denuncia republicana ha facilitado su captura a bordo de un barco en Canarias.

Un mal espía
Arthur Koestler disimulaba mal. No era un buen espía. Era casi un aficionado, entregado, eso sí, con gran entusiasmo, a la causa soviética. Pero sus movimientos en busca de informaciones sobre la presencia italiana en Andalucía provocaron pronto la alarma. La presión internacional le ha salvado la vida. El disfraz de periodista no sólo es idóneo para conseguir informaciones sensibles, sino para provocar reacciones en el mundo. Porque no hay pruebas contundentes de su actividad como espía. Aunque sí la clara convicción de Bolín y de los jueces militares.

En realidad, el trabajo para los espías abunda en España en estos días. En las dos zonas se mueven los agentes secretos extranjeros con soltura. Quizá la representación y la actividad más importante es la de los italianos de Benito Mussolini. Desde los primeros momentos de la rebelión militar, los agentes fascistas estuvieron al corriente de lo que sucedía. Tánger, pero también Ceuta o Melilla, estaban bien controladas por los agentes secretos del Ejército italiano, mientras los alemanes, los franceses y los mismos ingleses, los maestros occidentales en la interceptación de mensajes cifrados, se mantenían casi ignorantes de lo que se estaba preparando. Desde los consulados de Italia en el norte de Marruecos, la información fluyó con abundancia a los cuarteles generales de Roma. Pero no se han conformado con eso los hombres que controla el conde Ciano, yerno de Mussolini. Los servicios secretos fascistas han puesto en marcha, además, grupos de acción que colaboran en ocasiones con los franquistas. Una organización tenebrosa llamada OVRA se ha encargado de asesinar en Francia, por ejemplo, a los hermanos Roselli, dos de los organizadores de los voluntarios de las Brigadas Internacionales. Lo ha hecho con la colaboración de otra organización francesa no menos siniestra, La Cagoule, que presume de tener agentes infiltrados en el seno de esas brigadas.

Los asesinatos en Francia provocaron la ira del Gobierno galo, que puso en marcha su aparato represivo para acabar con las actividades de las dos organizaciones. Los más conspicuos asesinos se han tenido que venir a España. Por ejemplo, Jean Filliol, al que sus compañeros conocen por el poco simpático apodo de Le Tueur (El Asesino), se ha acogido a la hospitalidad franquista, protegido al principio por Severiano Martínez Anido, director de Seguridad del Gobierno de Burgos, famoso por haber inventado la llamada ley de fugas durante los años veinte que costó la vida a varios cientos de sindicalistas catalanes.

Con la OVRA y La Cagoule ha trabajado un militar español, el comandante Julián Troncoso, que ha protagonizado, junto a los agentes italianos y los terroristas franceses, acciones espectaculares, como el sabotaje de envíos de material bélico a la República y el intento, fallido por poco, de secuestrar un submarino y un destructor republicanos en puertos galos. Los problemas diplomáticos que le ha provocado a Franco esa alianza, que tiene su sede en un chalé en San Sebastián llamado Las Brisas, le han obligado a desmantelarla. Como ha comenzado a desmantelar otra red de espionaje situada también en el país vecino: el Servicio de Información de la Frontera Noreste, SIFNE, que financia el gran empresario catalán Francesc Cambó. En su red, que ha demostrado una eficacia indudable enviando informaciones enormemente precisas sobre barcos que comercian con la República, se desenvuelve con soltura otro periodista, el ampurdanés Josep Pla. Con su boina calada, Pla gasta parte de su tiempo, el que le deja libre la escritura de sus colaboraciones para periódicos franquistas y la redacción de una historia por encargo sobre la República, en apuntar las matrículas de los buques que recalan en Marsella para dirigirse al puerto de Barcelona o al de Alicante. Esa información es importante para intentar apresar los buques o para denunciar su existencia. Los contactos del SIFNE con la OVRA y La Cagoule son conocidos por el Gobierno francés y por el nuevo jefe de los servicios de inteligencia de Franco, el coronel José Ungría, que recela de la autonomía de los catalanes y debe cuidar las relaciones con el Gobierno francés. Aunque nadie hace ascos a maniobras tan rocambolescas como la que se ha puesto en marcha en relación con un grupo independentista catalán, Estat Català, cuyas simpatías hacia el fascismo y el odio al comunismo y el centralismo del Gobierno de Juan Negrín le han hecho dudar en alguna ocasión sobre de qué parte hay que estar en la guerra. El comandante Troncoso ha sido, una vez más, el encargado de enviar el mensaje de que Franco sería generoso con ellos, tras la victoria, si colaboran en complicarle la vida al Gobierno leal en las fronteras pirenaicas, donde tienen un sistema de paso clandestino por el que cobran cantidades elevadas de dinero a los simpatizantes de Franco que quieren huir de la represión republicana.

Los servicios secretos franceses apenas sí tienen medios para conocer la realidad en el lado franquista. Sólo un reducido número de agentes trabaja en el norte de África. Del lado republicano, se conforman con los informes de su Embajada. Los británicos muestran una similar actividad. Los informes de los diplomáticos oficiosos en Burgos, algún colaborador ocasional como Bolín, que realiza tareas dobles recabando datos para los ingleses y buscando apoyos para Franco. Y, sobre todo, el eficiente sistema de control de emisiones de radio, que les permite en ocasiones conocer incluso las informaciones que los agentes soviéticos envían a Moscú.

Los rusos saben de la eficiencia británica en el terreno de la escucha y de sus grandes esfuerzos por desvelar los códigos cifrados, el único sistema realmente seguro de comunicación. De la República, en la que controlan bien los aparatos de seguridad y, sobre todo, gozan de la absoluta obediencia de los comunistas, tienen acceso a cualquier información que deseen. Con el complemento de los corresponsales entregados, su sistema es en realidad el más eficiente. Además, el complejo de propaganda creado por Willy Münzenberg, al que están incorporados hombres de la valía de Otto Katz, cumple las funciones de intoxicación que pretenden engañar no sólo al enemigo directo, sino a todos los actores de la endiablada política europea.

El ascenso de Serrano Súñer
Los agentes alemanes se disfrazan de delegados comerciales de una sociedad llamada Hisma, que dirige un civil llamado Franz Goss. Hispano Marroquí de Transportes, que es el nombre completo de la compañía, se dedica a comprar piritas de hierro y otros minerales estratégicos, como el tungsteno, un elemento fundamental para los blindajes. Sus requerimientos de compra se encuentran a veces con dificultades por los trapicheos de Franco, que tiene que ser sensible a las presiones inglesas para comprar también las piritas. La principal preocupación de los nazis es conocer la correlación de fuerzas en el seno del aparato franquista. Ahora, con el ascenso de Ramón Serrano Súñer, que controla con mano férrea la política en Burgos, sólo les queda alguna inquietud en lo referido a los militares. Una mayoría de ellos son monárquicos a los que no entusiasman ni los rituales fascistas ni la chulería falangista, porque piensan con razón que la fuerza esencial de la rebelión son ellos y no los políticos, cualquiera que sea su inclinación. Cuando comience la guerra europea, esa preocupación se verá justificada. Serrano Súñer no conseguirá meter al país en el conflicto. Los militares conseguirán su objetivo de mantenerse al margen.

Los alemanes están utilizando una nueva forma de cifrado que llegará a su perfección en los próximos meses. Saben de la capacidad inglesa, pero confían en una nueva máquina que ha desarrollado su industria: Enigma es su nombre. Está basada en un modelo que se vende a empresas comerciales, y hay una decena funcionando en España. Pero no son, desde luego, del modelo más sofisticado, que es de uso exclusivo para su ejército. Del cuartel general de Franco ha desaparecido uno de los ejemplares, pero eso no les provoca una gran preocupación, porque se pueden conseguir de manera legal en el mercado.

España es un campo de ensayo para la utilización de las armas nuevas que producen las grandes potencias. Pero también de los sistemas de espionaje que serán decisivos en la próxima guerra. Los rusos y los ingleses serán quienes mejor aprovechen esa experiencia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de marzo de 2007

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