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lunes, 3 de julio de 2023

_- Los diez pensadores que más influyen en la izquierda


_- La izquierda vive momentos complicados. Hay quien dice que le cuesta encontrar un lugar en el mundo que se avecina, atomizado y posfordista, un relato con el que cautivar a las masas en un futuro cada vez más individualista y conspiranoico, escéptico ante las utopías y muy integrado en el dogma económico dominante. Para su supervivencia necesita imaginación e ideas. Con el fin de sondear el caldo de cultivo intelectual en el que vive la izquierda actual y del que tendrá que surgir la futura, hemos pedido a 37 personas expertas de diferentes ámbitos (la política, la edición, el periodismo o la academia) que voten por los que creen que son los pensadores, vivos o muertos, que más influyen hoy en día.

Imaginación e ideas: ¿a dónde va la izquierda?
La encuesta realizada por Ideas ha arrojado los que podrían ser sus referentes más importantes. Por este orden, los 10 más votados fueron: Karl Marx, Judith Butler, Antonio Gramsci, Thomas Piketty, Michel Foucault, Hannah Arendt, Simone de Beauvoir, Jürgen Habermas, Karl Polanyi y Walter Benjamin. Podría ser otra lista, pero es esta la que ha surgido y da una idea del ambiente intelectual de la izquierda en la tercera década del siglo XXI. A las puertas se quedan nombres que bien podrían estar dentro: Noam Chomsky, Nancy Fraser, John Maynard Keynes, Chantal Mouffe, Ernesto Laclau, Mariana Mazzucato, Simone Weil, Silvia Federici, David Harvey, Donna Haraway, o Slavoj Zizek, entre otras decenas que fueron mencionados por el jurado.

1. Karl Marx

Tréveris, Alemania, 1818-Londres, 1883. Su vasta obra influye en diversos campos del saber, en ella está el fundamento teórico de las corrientes socialistas y comunistas. Obras fundamentales: El manifiesto comunista (1848, con Engels) y El capital (1867).

POR CLARA RAMAS SAN MIGUEL
Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense y responsable de la edición crítica de ‘El 18 Brumario de Luis Bonaparte (Akal)’ de Karl Marx “Un fantasma recorre Europa...” Las icónicas líneas iniciales de El manifiesto comunista describen la propia presencia de Marx, que no cesa de retornar incluso después de muerto: del marxismo al posmarxismo, del siglo XIX al XXI.

El joven Marx había descubierto que los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa quedarían incompletos si se limitaban a democratizar al poder político. Como ya había intuido Kant, las libertades políticas sin autonomía material y económica son vacías. La gran apuesta de Marx será pensar las condiciones de una autonomía efectiva: democratizar la economía.

El proyecto al que dedica su vida, El capital, es una crítica de la economía política o capitalismo. Descubre que en paralelo a conquistas políticas y formales subsiste una dependencia económica para la mayor parte de la población; que el capitalismo, por su propia dinámica, produce niveles crecientes de desigualdad. Descubre que la ley del mercado se impone como una ley de hierro al margen de la soberanía de pueblos y parlamentos, produciendo sociedades atomizadas que buscan reagruparse con fórmulas en ocasiones autoritarias. Descubre, en fin, que, lejos de satisfacer necesidades humanas, el capitalismo solo obedece a imperativos de valorización y acumulación creciente: como si, por así decirlo, el capital tomara vida propia y las personas y la naturaleza fueran solo su herramienta.

Marx es un pionero. Los avances y retrocesos del movimiento obrero inspirado por él han dado la medida para el Estado de bienestar y sus debates sobre redistribución, justicia social y políticas públicas. Vislumbra la actual crisis ecológica y plantea la cuestión del trabajo de cuidados que ocupará al feminismo. Insta a buscar formas de reproducción social no dependientes del trabajo asalariado, como la actual renta básica. Así, abre el campo no solo de las ciencias humanas, la sociología y la economía crítica, sino también de los debates sociales, ecologistas, feministas y poscoloniales contemporáneos.

Nuestra historia es para Marx la historia de la necesidad. El fantasma mencionado por Marx es una pregunta que nos sigue asediando en 2023: cómo alcanzar el reino de la libertad.

2. Judith Butler

Cleveland, EE UU, 1956. Con su cuestionamiento de las nociones tradicionales de género, ha hecho importantes aportaciones a la teoría queer. Obra fundamental: El género en disputa (1990).

POR PAUL B. PRECIADO
Filósofo.
Su último libro es ‘Dysphoria mundi’ (Anagrama).

Sería posible afirmar que Butler es no sólo le feministe más influyente del siglo XX, sino y, frente aquellos que consideran el feminismo como un pensamiento menor, le filósofe de izquierda más relevante de finales del siglo XX y de principios del siglo XXI, aquelle que opera, junto con Angela Davis, como pensadore bisagra, prefigurando las formas de activismo y de subjetividad política por venir. Descendiente de una familia judía diezmada en el Holocausto, Butler va a prestar atención a cómo los procesos de naturalización de la identidad (racial, de género, sexual…) esconden violentos proyectos políticos de normalización y purificación social. Simone de Beauvoir afirmó que “no se nace mujer”, Gayle Rubin y Joan Scott analizaron el género como el efecto de una construcción social, pero será Butler quien proponga una explicación de cómo se lleva a cabo esa construcción. Para Butler la identidad de género se construye “performativamente”: no es una esencia o una naturaleza, sino una práctica, algo que “hacemos” y no algo que “somos”. La relación entre anatomía y performance de género depende de la repetición de actos lingüísticos y corporales cuya función es preservar la estabilidad del régimen heterosexual y binario.

Encarnando su propio pensamiento, Butler ha conseguido recientemente un cambio de identidad legal como persona de género no binario en el Estado de California. Habitamos en un mundo butleriano: la proliferación de políticas queer que buscan destituir las normas en lugar de integrarse en la sociedad heterosexual dominante; la reapropiación performativa de las injurias “marica”, “bollera” o del estigma de la violación en los movimientos NiUnaMenos y MeToo; la demanda de reconocimiento de aquellos cuerpos que “importan” menos que otros en nuestras sociedades poscoloniales, central en los movimientos Black Lives Matter y Trans Lives Matter; las políticas drag queen y drag king —que en su versión más pop han llegado hasta drag race— y que utilizan la performance para desplazar los códigos normativos de género… El pensamiento vivo de Butler constituye el proyecto más ambicioso para la izquierda contemporánea: un feminismo antipatriarcal, antirracista, ecologista y no binario expandido que permita una reescritura ética total del contrato democrático.

En este artículo se han mantenido los géneros gramaticales empleados por quien lo escribe.

3. Antonio Gramsci

Cerdeña, Italia, 1891-Roma, 1937. Fue uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, encarcelado por el fascismo; su concepto de hegemonía cultural es central en la política actual, y no solo para la izquierda. Obra fundamental: Cuadernos de la cárcel.

POR ÍÑIGO ERREJÓN
Político, doctor en Ciencia Política y líder de Más País.

Antonio Gramsci es un pensador político que se pone periódicamente de moda. Los analistas lo citan para parecer sofisticados, los vendedores de marketing político aderezan sus platos con él, las derechas lo nombran como en una excursión traviesa en el campo intelectual del adversario para demostrar sus pérfidas intenciones y las izquierdas lo usan para parecer contemporáneas o sofisticadas, para un roto y un descosido, a menudo citándolo más que leyéndolo.

Gramsci es el pensador fundamental para entender por qué mandan los que mandan y por qué obedecen los que obedecen. Para el sardo, en las sociedades modernas el poder de los grupos rectores descansa en última instancia en la coerción, la capacidad de obligar, pero se ejerce principal y cotidianamente por medio del consentimiento, la capacidad de persuadir de que su mando es lo normal y al mismo tiempo de desalentar, neutralizar o dispersar las alternativas. Este dominio no es un engaño que haya que desenmascarar —por ejemplo intentando que la gente “abra los ojos” y entienda que “vota contra sus propios intereses”—, sino una forma de poder, la hegemonía, que debe ser comprendida como históricamente cierta. En primer lugar por aquellos que quieren desafiarla, para construir explicaciones e identificaciones alternativas que partan del terreno y el sentido común dado.

La hegemonía es así esa construcción política por la cual un grupo, clase o sector es capaz de ejercer la “dirección intelectual y moral” determinando las metas, los valores y las palabras que gobiernan la percepción del mundo de su época. Al hacer eso, sus intereses particulares aparecen como los intereses generales del conjunto social, la mayoría del cual encuentra mejores expectativas y razones para el consentimiento que para la contestación. Esta forma de poder político se extiende y blinda principalmente por los canales aparentemente “no políticos” —el ocio, la cultura, la comunicación, el consumo— que reproducen y naturalizan una manera de ver el mundo y su consiguiente reparto de roles.

Cuando afirma que una idea es “históricamente verdadera” en la medida en que “se convierta concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universal”, nos está señalando, contra todo esencialismo pero también contra toda melancolía, que los alineamientos políticos no están predeterminados, sino que dependen de una disputa estética, moral e intelectual que está siempre abierta, lo cual es garantía de libertad. Y de esperanza.

4. Thomas Piketty

Clichy, Francia, 1971. El economista puso en primer término del debate el problema de la desigualdad y la redistribución de la renta en el capitalismo actual. Obra fundamental: El capital en el siglo XXI (2013).

POR JOAQUÍN ESTEFANÍA
Es periodista y autor de ‘Revoluciones’ (Galaxia Gutenberg).
El todopoderoso exrector de la Universidad de Harvard y exsecretario del Tesoro de EE UU Larry Summers pidió públicamente el Premio Nobel de Economía para el joven científico social francés Thomas Piketty, cuando en el año 2013 apareció su libro El capital en el siglo XXI. No tenía precedentes: a un francés y a un joven. Piketty había conseguido, con su novedoso aparato estadístico de carácter histórico, lo que no habían logrado sus colegas de primera fila (entre ellos, varios premios Nobel) al estudiar el fenómeno de la desigualdad creciente en el mundo. Lo que está en peligro, sentenció Piketty, es la democracia. Vendió centenares de miles de ejemplares de un libro tan denso.

Desde ese año Piketty profundizó mucho más en el fenómeno. Sus investigaciones se pueden resumir en los siguientes puntos: 1) rendimientos superiores del capital al crecimiento económico aumentan la desigualdad; 2) con la excepción del periodo de hegemonía de la revolución keynesiana (nacimiento del Estado de bienestar y políticas contra la Gran Depresión), la desigualdad es una tendencia a largo plazo desde el siglo XIX, con los distintos tipos de capitalismo que se han desarrollado (comercial, financiero, tecnológico…); 3) no hay otro método para combatirla que las políticas distributivas a través del gasto público y ello requiere de grandes impuestos (incluso confiscatorios) a los más ricos, y 4) la cohesión social, los valores de la meritocracia y de la justicia social están en peligro con concentraciones extremas de la riqueza como las que existen.

Un economista templado ideológicamente, más bien socialdemócrata, sin veleidades revolucionarias callejeras en su primera juventud, alejado de las principales teorías de Marx y Engels sobre la lucha de clases, sin embargo ha acabado escribiendo un libro que compendia sus principales artículos, al que ha titulado ¡Viva el socialismo! porque entiende que sigue vigente en la historia la batalla por las ideas.

5. Michel Foucault

Poitiers, Francia, 1926-París, 1984. Sus contribuciones investigan la naturaleza del poder y cómo interacciona con la sexualidad, la salud mental o las minorías a través de la historia. Obras fundamentales: Historia de la locura (1961), Vigilar y castigar (1975).

POR ELIZABETH DUVAL
Es filósofa y escritora, su último libro es ‘Melancolía’ (Temas de Hoy).
Preguntado por Foucault, Deleuze resaltaba el vínculo insoslayable del pensador con su presente: las formaciones históricas interesaban a Foucault porque señalaban el lugar de donde se salía, donde se había estado confinado; no le interesaban los griegos, sino la relación de su tiempo con la locura, con los castigos, con el poder, con la sexualidad. Si me preguntaran a mí, abstrayéndome de las necesidades de la clarificación, creo que de lo primero de lo que hablaría sería de la belleza. Intentaría que nos desvinculáramos de la jerga (la biopolítica, la arqueología, el poder disciplinario, lo discursivo) y pudiéramos leer con ojos nuevos las páginas de Las palabras y las cosas sobre Las meninas, de Velázquez. Querría que la consecuencia se pareciera a sentir con otra mirada la relación que se despliega en el cuadro. Y propondría un Foucault menos caricaturizable que el que nos ofrecen sus amigos y sus enemigos.

Foucault no es tanto un enciclopedista de la sexualidad como un arqueólogo de relaciones y estructuras. Sus textos no nos encierran entre insoportables cadenas de poder y dominación, en las cuales incluso la rebeldía estaría ya codificada, sino que nos ofrecen todas las posibilidades de la crítica y el análisis. Si nadie como él expuso tan claramente la relación entre el saber y el poder, también pocos ofrecieron tantas herramientas para darnos cuenta de su presencia, para reflexionar. Hay críticos injustos que han buscado en un Foucault tardío una teoría que traiciona la liberación para someterse al neoliberalismo del porvenir: confunden la defensa de las instituciones con la legitimación de sus injusticias. Debemos recordar la lección que él extraía de El Anti Edipo (Deleuze y Guattari): no hay que enamorarse del poder o de la tristeza militante. En ningún pasado hay tanta potencia como en el desenterrado por el francés.

6. Hannah Arendt

Linden-Limmer, Alemania, 1906-Nueva York, 1975. Pensó sobre el totalitarismo, la violencia, la revolución, la acción política y acuñó el término “banalidad del mal”. Obras fundamentales: Los orígenes del totalitarismo (1951) y Eichmann en Jerusalén (1963).

POR FERNANDO VALLESPÍN
Es catedrático de Ciencia Política y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es coautor de ‘Populismos’ (Alianza). Arendt no es de izquierdas. Ni de derechas, claro. Su gran atractivo reside precisamente en eso, en ser inclasificable. De hecho, le hubiera horrorizado verse en esta lista. O en cualquier otra. ¿Qué pinta aquí entonces? ¿Qué pudo motivar que tan amplio grupo de personas la hayan votado? Lo más probable es por su entusiasmo por todo lo que oliera a revueltas populares, por su espíritu rebelde, o por sus elogios a Rosa Luxemburgo o Walter Benjamin, o sus críticas al colonialismo y totalitarismo. Pero no nos engañemos, su único compromiso es con la libertad, que ella encuentra siempre realizada en esos momentos extraordinarios en los que un determinado orden social queda puesto en entredicho y se da entrada a la libre discusión ciudadana. Su ideal es el aristotélico, la polis como lugar de encuentro donde intercambiar opiniones, debatir las diferencias y buscar una solución conjunta a los problemas que nos afectan a todos. Por eso alabó la revolución americana, hasta que la nueva república se acabó sustentando sobre una sociedad crecientemente privatizada y sujeta a los imperativos de los grandes intereses económicos y el valor del consumo. Y criticó la francesa y la bolchevique porque, al poner la “cuestión social” en el centro, se dejaron llevar por la “pasión por la compasión” e instauraron estados más atentos a una ingeniería social guiada por la mera funcionalidad inherente a los dictados de la economía y su gestión. No es ya la comunicación abierta y la libre deliberación lo que decide cómo hemos de vivir, sino las necesidades de reproducción del sistema. Su contrafáctico podrá sonar extravagante, pero a través suyo fluye una crítica de una riqueza sin igual, el propio de alguien que no se casa ni con unos ni con otros. La democracia bien entendida no es de derechas ni de izquierdas. Arendt tampoco.

7. Simone de Beauvoir

París, 1908-1986. Es una de las principales teóricas del feminismo en el siglo XX, también enmarcada en el movimiento existencialista y en la creación literaria. Obra fundamental: El segundo sexo (1949)

POR LUNA MIGUEL
Es poeta, escritora y editora. Su último ensayo es ‘Caliente ‘(Lumen).
Simone de Beauvoir está a una tote bag de ser traicionada. O no.


En realidad, la figura de la filósofa lleva siendo influyente y polémica desde su juventud. Lo explica Wolfram Eilenberger en El fuego de la libertad, un ensayo en el que cruza su vida con las de otras pensadoras del siglo XX. El retrato que hace de ella es el más desesperante: la describe altiva, un tanto pija, adicta a la atención. La mismísima Simone Weil se burló de esa supuesta frivolidad en toda su cara, cuando ambas estudiaban en la Sorbona y debatían sobre la guerra. De Beauvoir no tuvo reparos en narrar tal desencuentro ideológico en unas memorias: “Mirándome de arriba abajo, me dijo: ‘Ya se ve que nunca has tenido hambre”.

Más allá de lo que unes y otres puedan opinar sobre esa fama, lo cierto es que la obra de De Beauvoir demuestra que su mainstrificación no riñe con la contundencia de sus ideas. Por eso mismo —y precisamente porque hoy su libro más célebre es esa bárbara enciclopedia sobre la feminidad, tantas veces mentada, pero tan poco leída y reducida al eslogan— se ha vuelto urgente equilibrar la balanza y prestar atención a la amplitud de sus investigaciones, a través de obras más ocultas e irónicamente peor editadas en nuestro país.

Un ejemplo: ¿Hay que quemar a Sade?, una finísima lectura de la crueldad, y una defensa de la reparación frente a eso que hoy llamaríamos cancelación.

Otro ejemplo: El pensamiento político de la derecha, que fue publicado en su origen como artícu­lo para un número especial de Les Temps Modernes, donde distintos intelectuales reflexionaron bajo la premisa de que la izquierda francesa se desmembraba. En vez de lloriquear, De Beauvoir prefirió centrarse en el análisis del resentimiento de la burguesía. Para ella era más útil entender a sus contrarios que disparar a sus afines.

Es esta lucha por el entendimiento de las contradicciones del mundo lo que mantiene vigente a Simone de Beauvoir; lo que nos hace necesitar el estudio de su filosofía, al tiempo que celebramos la multiplicación de su rostro en bolsas de tela violeta.

Parafraseando a la pensadora: profesarle una simpatía demasiado fácil sería traicionarla.

En este artículo se han mantenido los géneros gramaticales empleados por quien lo escribe.

8. Jürgen Habermas

Düsseldorf, Alemania, 1929. Miembro de la Escuela de Frankfurt y exponente de la teoría crítica, ha trabajado sobre los mecanismos de la comunicación y de la democracia. Obra fundamental: Teoría de la acción comunicativa (1981).

POR CRISTINA LAFONT
Es filósofa, catedrática de Filosofía de la Northwestern University de Chicago, autora de ‘Democracia sin atajos’ (Trotta).
Habermas es indudablemente un pensador de izquierdas si por ello entendemos alguien comprometido con la lucha política por la justicia social, la igualdad y la emancipación. También lo es por proceder de la tradición marxista occidental tal y como fue apropiada y transformada por la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Sin embargo, su manera de entender la lucha política es quizás lo que más distancia su pensamiento del marxismo ortodoxo y lo que explica su compromiso inquebrantable con la democracia radical. Para Habermas, ni la teoría social es capaz de discernir la dirección histórica en la que se han de desarrollar las luchas políticas por la emancipación ni el teórico social tiene el derecho a imponer sus preferencias políticas a los afectados escudándose en una autoproclamada autoridad epistémica. Su obra ejemplifica un “giro democrático” en la medida en que la teoría crítica ya no busca defender un proyecto político particular, sino crear las condiciones sociales en las que diversos proyectos políticos pueden ser debatidos, aceptados o rechazados por los ciudadanos mismos en el ejercicio democrático de autodeterminación política. La legitimidad de las luchas políticas depende por ello de la posibilidad de un debate público inclusivo en el que los afectados puedan denunciar las injusticias y amenazas existentes de modo efectivo para persuadir al resto de la ciudadanía a que se una a su causa política. Proteger y posibilitar una esfera pública política inclusiva es la condición necesaria para toda batalla política emancipatoria, sea nacional, supranacional o global. En este momento histórico en que la democracia está gravemente amenazada en todas partes, la obra de Habermas así como sus intervenciones como intelectual público en debates políticos claves de las últimas cinco décadas ofrecen una fuente de inspiración permanente, así como herramientas teóricas indispensables para los movimientos democráticos de izquierdas contemporáneos.

9. Karl Polanyi

Viena, Austria, 1886-Pickering, Canadá, 1964. Criticó con dureza los efectos negativos del dominio de la economía independizada sobre la sociedad. Obra fundamental: La gran transformación (1944).

POR CÉSAR RENDUELES
Es sociólogo y ensayista, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, su último libro es ‘Contra la igualdad de oportunidades’ (Seix Barral).

Karl Polanyi publicó su único ensayo, La gran transformación, a punto de cumplir los 60. Generacionalmente es cercano a Gramsci o Lukács, del que fue amigo íntimo, pero su obra no empezó a recibir la atención masiva de los críticos del neoliberalismo hasta finales del siglo XX. Polanyi pensaba que la sociedad de mercado es una anomalía antropológica que ha tenido consecuencias catastróficas. Los mercados en las sociedades precapitalistas estaban sometidos a regulaciones dirigidas a contener los efectos destructivos de una competición social generalizada. La mercantilización de recursos materiales necesarios para la subsistencia humana —como la tierra, los alimentos o el agua— es históricamente insólita. De hecho, Polanyi pensaba que el proyecto del mercado libre autorregulado era una más de las utopías decimonónicas, como los falansterios. Era una utopía en el sentido de que era irrealizable, pues colisionaba con características duraderas de cualquier sociedad humana. La materialización de ese proyecto utópico requirió de monstruosas ortopedias políticas que forzaron a la gente a someterse al mercado. Por eso, Polanyi creía que no existía ninguna oposición entre mercado libre y Estado represivo: al revés, el crecimiento del Estado en el siglo XIX fue la respuesta a las necesidades del laissez-faire. Y el estallido de las tensiones acumuladas por ese proyecto quimérico habría sido la causa de la gran crisis de principios del siglo XX: guerras mundiales, autoritarismo, la Gran Depresión… Polanyi defendió que los proyectos de mercantilización producían “contramovimientos”: reacciones sociales dirigidas a recuperar la soberanía política arrebatada por el mercado y cuyo sentido político podía ser democratizador o autoritario y elitista, como en el caso del fascismo. Por todo ello, Polanyi se ha convertido en un referente a la hora de analizar tanto la restauración neoliberal de los últimos 40 años —a menudo acompañada de agresivas intervenciones estatales— como el modo en que la descomposición del neoliberalismo está degenerando en movimientos políticos neoautoritarios.

10.  Walter Benjamin

Berlín, 1892-Portbou, España, 1940. Reflexionó sobre la historia, la crítica literaria o el arte. Obra fundamental: Tesis sobre la filosofía de la historia (1940).

POR MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN
Es politóloga. Es coautora de ‘Populismos’ (Alianza editorial).
Se suele mostrar a Walter Benjamin con un mosaico de ocupaciones: crítico literario, ensayista, traductor, filósofo. Hannah Arendt lo describió como ese flâneur o caminante que “sin ser poeta, pensaba poéticamente”. La dialéctica de la historia de este escritor fabuloso, marxista heterodoxo, lo hace imposible de encerrar en una sola categoría. La tensión entre lo material y el mundo de las ideas, entre el espíritu y su proyección tangible habita su obra y su pensamiento, conectados entre sí por la misma tensión poética del joven Baudelaire en su célebre poema Correspondencias: “Por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos / que lo observan atentos con familiar mirada”. El pensador, como el rapsoda parisiense, se envuelve en la realidad fragmentada —los restos arqueológicos, la memoria de piedra de un pasado lejano— para otorgarle significados. En Benjamin, la búsqueda de sentido adquirirá, como en Arendt, un brillo metafórico inusual, aquel que le permite “en forma poética, manifestar el carácter único del mundo”.

Fue este modo de interpretar la historia, su afán por irrigar el materialismo con nociones tomadas de la teología o la mística judía, lo que lo alejó de la ortodoxia marxista. Benjamin huyó del frío cientifismo que lo reducía todo a inducir racionalmente de la infraestructura material una superestructura perfectamente objetivada en la ideología. En su lugar, propuso mirar las obras de arte con ojos sensibles, entenderlas como asideros para continuar, como niños que juegan, metiendo los pies en la arena, incluso como campos de batalla donde, a pesar de su fulgor inconsistente, también podemos leer la historia. Lejos de ser meros subproductos de las relaciones de producción, el poema, la sonata, el cuadro o la escultura aparecen tan reales como la historia misma, afirmando su naturaleza transformadora como instrumentos de emancipación de los “vencidos por la historia”. Fue el intento del que tal vez haya sido el último de los alquimistas del arte, su esfuerzo por escapar del proceso de desencantamiento del mundo al que nos abocaba el frío cientifismo marxista, un vuelo poético y del pensamiento lanzado a las masas y al mundo para fascinar de nuevo a la izquierda en tiempos de oscuridad.

El método y el jurado
La encuesta de IDEAS se realizó pidiendo a 37 expertos de diferentes ámbitos (academia, política, edición, periodismo) que eligieran a los que, a su juicio, son los diez pensadores (de cualquier época) más influyentes en la izquierda hoy en día. Los hemos ordenado en función del número de votos obtenidos.

El jurado estuvo compuesto por: Noelia Adánez, Miguel Aguilar, Jordi Amat, Meritxell Batet, Fernando Broncano, Ramón del Castillo, Caterina Da Lisca, Yolanda Díaz, Jesús Espino, Joaquín Estefanía, Soledad Gallego-Díaz, Lina Gálvez, Beatriz García, Jordi Gracia, Pablo Iglesias, Jorge Lago, Margarita León, José Moisés Martín, Laura Llevadot, Rita Maestre, Eduardo Madina, José María Maravall, Máriam Martínez-Bascuñán, Pilar Mera, Daniel Moreno, Cristina Narbona, Lluis Orriols, Joaquín Palau, Azahara Palomeque, Jaime Pastor, Clara Ramas, César Rendueles, Emmanuel Rodríguez, Clara Serra, Amelia Valcárcel, Fernando Vallespín y Remedios Zafra.

martes, 16 de mayo de 2023

_- HISTORIA. Cuando Hannah Arendt cruzó España.

_- La pensadora alemana huyó de los nazis pasando por la península ibérica, aunque apenas escribió sobre aquella experiencia. Un filósofo del CSIC reconstruye ahora lo que pudo ser el paso de la intelectualIdeal,s76455por la España franquista de los años cuarenta.


Hannah Arendt (1906 -1975) retratada desde Estados Unidos poco después de llegar al país, en 1941.


Aunque la vida de Hannah Arendt ha sido biografiada repetidas veces y también narrativamente recreada y llevada al cine, incluso al cómic, el episodio de su paso por la España de Franco a comienzos del año 1941, en un “viaje de tránsito” que era en realidad de fuga, no había merecido un mínimo interés de los estudiosos. Las dos grandes reconstrucciones biográficas, la de Elisabeth Young-Bruehl y la de Laure Adler, se extienden largamente en el laberinto de trámites que permitieron a una judía de origen alemán y que no se había registrado ante las nuevas autoridades de la Francia de Vichy salir de esa trampa que pronto iba a ser mortal. Pero una vez alcanzada la frontera española de Portbou y una vez traspasada —no era lo mismo—, ambas biógrafas suben de inmediato a Arendt a un tren directo con destino Lisboa, sin una palabra adicional al respecto. Por supuesto, semejante tren no ha existido nunca, y menos que nunca, si se me permite, en el año en cuestión.

El itinerario probable de Arendt, y de su segundo marido, Heinrich Blücher, se compondría más bien de cuatro o cinco enlaces consecutivos: Portbou / Barcelona / Zaragoza / Madrid / Cáceres-estación de Valencia de Alcántara. Y el trasbordo no era en absoluto inmediato. Los billetes de cada trayecto parcial sólo podían adquirirse en la estación de partida y había, además, una enorme demanda de ellos; la frecuencia del tráfico ferroviario era baja e irregular, ya que las infraestructuras habían quedado seriamente dañadas en la reciente guerra y la maquinaria mermada. En este otro escenario, las esperas forzosas en las sucesivas estaciones llegaban a prolongarse varios días, y un trayecto Portbou-Lisboa podía requerir de más de una semana… si todo lo demás iba bien.

De boca o de pluma de Arendt conocíamos sólo dos detalles concretos a propósito de este puñado de días a través de España, de tren en tren. El primer dato es que visitó el cementerio marino de Portbou, en busca infructuosa de la tumba de Walter Benjamin; el lugar le pareció de hecho, dijo, “uno de los más fantásticos y hermosos que haya visto jamás en mi vida”. La segunda noticia es que en su maleta viajaban las Tesis de filosofía de la historia, el manuscrito del amigo que alcanzó Portbou y que no traspasó la frontera. Arendt debía de estar al corriente de que Benjamin había enviado otra copia del preciado texto a Gershom Scholem, pero, así y todo, dadas las incertidumbres de un envío postal a Jerusalén con la guerra mundial ya en curso, la preocupación por la suerte que corriera el manuscrito de su maleta se sumaría a la inquietud que producía cruzar un país amigo de los nuevos amos del continente. Siendo una etapa imprescindible en su larga huida de la cruz gamada, el viaje de tránsito por España no estaba exento de riesgos.

Por una serie de testimonios de fechas relativamente próximas a enero de 1941, a saber: al menos tres de los recogidos por Jacobo Israel Garzón y Alejandro Baer en España y el Holocausto (1939-1945), y también las memorias de Lisa Fittko De Berlín a los Pirineos, es posible enriquecer, con base sólida, algunas otras circunstancias del fragmento español de la biografía de Arendt. La política oficial de España hacia emigrantes y refugiados en tránsito era en aquel momento la que Serrano Suñer dio en trasladar a términos teológicos: “Que pasen por el país como la luz por el cristal”. En las fronteras españolas, Hendaya o Portbou, se interrogaba al viajero, con todo, acerca de la religión que profesaba y en el formulario de entrada quedaba constancia escrita: “Religión: israelita”. Esto comportó en ciertos casos el que un individuo o un grupo de viajeros resultara a su vez rechazado en la frontera portuguesa, pese a tener la documentación en regla; se producía entonces un penoso peregrinaje de vuelta, con pernoctas en calabozos, hasta llegar a Madrid, donde se había habilitado una cárcel para extranjeros con problemas de pasaporte o delitos de no-declaración de divisas. Las personas afectadas quedaban separadas de su equipaje y podían tener que deshacerse de joyas u objetos de valor para afrontar tasas y multas sobrevenidas. Contaban con la ayuda ocasional de Cruz Roja, pero pervivía la amenaza de acabar en un campo de internamiento español (Miranda de Ebro, Nanclares de Oca, Figueras). Arendt sabía sin duda de lo que hablaba cuando en la carta que ya desde Lisboa escribió a su amigo Salomon Adler-Rudel en Londres hacía balance: “Me he quedado aquí varada, junto con mi marido. Desde septiembre tenemos los visados de emergencia [de entrada en EE UU], con los cuales, como apátridas, no podíamos ni salir de allí [Francia] ni atravesar España. Finalmente las cosas han encajado. En términos comparativos no nos ha ido mal. Apenas se nos ha molestado”.

A estos viajeros judíos que escapaban de la persecución racial y de un continente en guerra les impresionaba la miseria de la población española, que saltaba a la vista en las multitudes de niños mendigando por las estaciones y en la profusión de mutilados de guerra ejerciendo de limpiabotas o vendiendo lotería —”hay más en las Ramblas de Barcelona que en todo París”, comentaba uno de ellos—. Ese invierno de 1940-1941 resultó, en efecto, el más dramático de la terrible posguerra, en el límite mismo de la hambruna. Llamaba su atención asimismo la devastación aún patente de las ciudades españolas, en especial en Madrid. Pero en el deprimente panorama, una singular posibilidad de gozo sí se repite en varios testimonios. Son las horas vividas en el Museo del Prado, apenas a 20 minutos de paseo de la estación de Delicias —de la que partía la conexión portuguesa—. Sin ninguna otra base que la coherencia con el conjunto de las circunstancias referidas, cabe por ende la conjetura de que también Arendt tuviera ocasión de contemplar Las meninas o El perro de Goya. Para lo que no hacen falta cábalas es para afirmar que en artículos de la década de los cuarenta, así como en Los orígenes del totalitarismo (1951), la pensadora judía hizo una serie de lúcidas referencias a la guerra civil española y al régimen del general Franco que reflejan bien su singular vocación de comprender sin prejuicios. Tampoco estas alusiones de quien atravesó España hacia la vida y hacia la libertad habían atraído la atención de los estudiosos.

Este es un texto de Agustín Serrano de Haro (Madrid, 1960), científico en el Instituto de Filosofía del CSIC, adaptado a partir de su libro Arendt y España, de Trotta, publicado el pasado 13 de marzo.

jueves, 15 de abril de 2021

Wolfram Eilenberger: “La Iglesia católica no quiere que la filosofía forme parte del currículo académico” El escritor alemán, autor del exitoso ‘Tiempo de magos’, profundiza en su nuevo libro en el valor de la obra de Hannah Arendt, Simone de Beauvoir, Simone Weil y Ayn Rand

“Pienso en la filosofía como en un arte de la vida”, proclama el filósofo, publicista y editor Wolfram Eilenberger (Friburgo, Alemania, 48 años), que defiende que las reflexiones sobre las grandes cuestiones existenciales deben aplicarse en el día a día cotidiano. Es lo que hicieron las pensadoras Simone Weil, Simone de Beauvoir, Hannah Arendt y Ayn Rand en los años treinta, cuando el auge del totalitarismo recorrió Europa. Las cuatro protagonizan su nuevo ensayo, El fuego de la libertad (Taurus), que aborda la compleja dialéctica entre el individuo y la sociedad en momentos de crisis. Eilenberger, que compagina la filosofía con el columnismo deportivo, repite la fórmula de su exitoso ensayo anterior, Tiempo de magos, que entrelazaba la vida y obra de los pensadores Benjamin, Heidegger, Wittgenstein y Cassirer en los años veinte. Ahora se centra en “filósofos que eran mujeres, no mujeres filósofas, que no es lo mismo”, dice durante la entrevista, que el frío y el viento de principios de abril en Berlín obligan a hacer a cubierto, con distancia y ventanas abiertas. Su respuesta a la zozobra fue “estar enteramente en el presente. O, en otras palabras, filosofar”. Los ecos de aquellas reflexiones en años convulsos resuenan en nuestros tiempos de proliferación de populismos, dilemas identitarios, banalización de la política y crisis sanitarias mundiales.

PREGUNTA. ¿Por qué eligió a esas cuatro pensadoras?
RESPUESTA. Me interesan los filósofos que no solo proclaman sus ideas, sino que las encarnan, que hacen de la filosofía el motor de su vida. Pienso en la filosofía como en un arte de la vida. En tiempos de crisis, estamos forzados a entender lo que la filosofía puede hacer por nuestras vidas. Sus biografías están muy influidas por la guerra y el totalitarismo. Pero lo más importante es que pensaban sobre el mismo problema: ¿Cuál es mi relación con otros seres humanos? Están entre las más interesantes, subestimadas y casi olvidadas por la historia de la filosofía.

P. El libro se centra en la tensión entre individuo y colectividad, que vuelve a estar vigente con la pandemia. Perdemos libertades individuales por el bien común. ¿Cómo equilibrar ambas necesidades?
La egocracia no resiste las plagas
R. No hay una respuesta clara. La pandemia es un punto de partida para que reevaluemos cómo vivimos con otros seres humanos y cuáles son nuestras obligaciones con ellos. Nuestra generación vivió en un tiempo de individualismo, algunos lo llaman neoliberalismo. Nos enseñaron nuestros padres, la sociedad y la política que cada uno de nosotros somos lo más importante del mundo. Y que no somos responsables de otras personas. Pero solo por el hecho de respirar vemos que nuestra existencia tiene un impacto en otros. Y eso es algo que nos cuesta reconocer, individualmente y también políticamente.

P. En tiempos de crisis como este, la ciencia aporta soluciones: vacunas, tratamientos, test. ¿Cómo puede ayudar la filosofía?
R. Los políticos invitan a un filósofo y esperan que les diga qué tiene que hacer. Y eso es una catástrofe para los políticos, para las expectativas que se generan, y para los propios filósofos. La verdad es que no sabemos qué hay que hacer. Es una vergüenza que en el campo de la ética aplicada los filósofos asuman ese papel porque les da poder. Nunca ha sido bueno para los filósofos dar consejo a gente poderosa. Si me preguntas qué hacer, no soy la persona adecuada, porque la filosofía no consiste en eso. Pero si nos encontramos con una experiencia que nos desconcierta o nos asusta, estas cuatro pensadoras pueden darnos ejemplos de cómo pensar y vivir en tiempos de desesperación.

P. Si las trasladamos al presente, ¿Cómo responderían? ¿Weil se ofrecería voluntaria para probar la vacuna? ¿Rand sería una negacionista antivacunas?
R. A Weil la veríamos ahora en Lesbos en un campo de refugiados trabajando con gente sin vacunar y sin vacunar ella misma. Rand estaría en las calles con estos querdenker [el movimiento alemán de protesta contra las restricciones de la pandemia] y antivacunas que dicen que obligarnos a llevar mascarilla es el primer paso para un Estado totalitario. La persona que más se parecería hoy a Weil es Greta Thunberg. Tiene la misma actitud inconformista y la misma madurez.

P. ¿Y Arendt y De Beauvoir?
R. Arendt escribiría artículos diciendo “Mira, entiendo que esta es una situación crítica pero no podemos dar al Estado este poder absoluto de decirnos cuándo podemos salir de casa o hacer esto o aquello. Si empezamos así podemos caer por una pendiente resbaladiza”. De Beauvoir iría a fiestas ilegales y trataría de vivir la vida, y básicamente negaría la situación. Hablo de la época en la que las describo en el libro.

P. Eran todas muy jóvenes.
R. Me interesa describir a los filósofos cuando desarrollan su pensamiento, no cuando ya han llegado a él. Cuando ya son iconos no es tan interesante. En este libro trato de entenderlas en su desarrollo inicial para comprender qué significa embarcarse en la filosofía y qué supone en tu vida. Sus preguntas, sus pasiones, son las nuestras.

P. Vivimos un auge del populismo: Trump, Bolsonaro, Orbán. ¿Con qué herramientas protege la filosofía a los ciudadanos ante la simplificación del lenguaje político?
R. El populismo crea un colectivo fantasmático, al que se le conceden ciertos derechos de los que se priva a los que no pertenecen a él, y aparece un líder que se presenta como la encarnación del movimiento. Hay que preguntarse: ¿Qué clase de colectivo es ese? ¿Qué tipo de valores representa? ¿y quién es la persona que dice representarlo? Si sigues estos pasos estás prácticamente vacunado contra el populismo. Tienes que ser intelectualmente capaz de hacerlo, pero también valiente.

P. Le damos muchas vueltas a la cuestión de la identidad y del nacionalismo. ¿Cree que España tiene un problema con eso?
R. Tuve un profesor en España que me dijo: “El problema alemán es la historia. El problema español es España”. Ante el franquismo, la gente luchó por mantener su lengua, su cultura, su tradición. Creo que ahora nadie niega el acceso a esas tres cosas. Todo lo demás es secuestrar la política identitaria y llevarla a una esfera dominada por la economía y el lado oscuro del nacionalismo. Cataluña es un caso claro. Si fuera menos poderosa económicamente no tendríamos ese problema. No se puede argumentar que la cultura catalana esté en peligro. Es un movimiento populista.

P. Suele decir que damos por supuesta la democracia. ¿Cuál es la principal amenaza?
R. La cuestión ecológica. La pandemia nos muestra las restricciones que tendremos que sobrellevar si queremos abordarla con éxito. Quizá en el futuro el individuo no tendrá tanta libertad. Quizá podamos abordarlo con medidas democráticas. ¿Pero y si no es así? La segunda amenaza es la inteligencia artificial. Algoritmos que tomen decisiones por nosotros de forma que no tengamos responsabilidad política. Si combinas ambas cosas resulta un mundo muy distinto.

P. Tres de las protagonistas del libro eran judías. ¿Qué supuso para Europa la pérdida de la tradición judía en los años treinta?
R. En términos de la historia intelectual de mi país, nunca nos recuperamos de las pérdidas de los años treinta. Si piensas en la historia de la filosofía, nada de lo que ocurrió después de los años cuarenta en EE UU sería posible sin los pensadores judíos que emigraron y construyeron otra cultura filosófica.

P. Heidegger decía que solo se puede hacer filosofía en griego o en alemán. ¿Cree que cada lengua conlleva una forma distinta de pensar?
R. Sí, por dos vías. Si tienes una larga tradición de filosofía en una lengua son más naturales para ti las palabras, los conceptos. Las lenguas conceptualizan el mundo de forma diferente. No deberíamos subestimar el poder de las lenguas para ver el mundo de la forma en que lo vemos, y por eso es una vergüenza que un filósofo que se presente a un puesto académico deba hacerlo en inglés. Es una gran pérdida no poder expresarse en el propio idioma.

P. ¿Por qué cree que la filosofía está cada vez más arrinconada en el sistema educativo?
R. La Iglesia católica no quiere que la filosofía forme parte del currículo académico. En Alemania es una asignatura opcional y a veces ni siquiera se ofrece. Donde hay rivalidad con la Iglesia, la filosofía siempre pierde. No tiene sentido porque no hay una oposición entre teología, religión y filosofía. Las tres tienen el mismo deseo: encontrarte en un mundo que es demasiado complicado de entender. La filosofía puede ser una parte de tu vida diaria. La filosofía no es una disciplina académica más, responde a una necesidad de hacernos preguntas que están en el centro de nuestra existencia.

jueves, 4 de marzo de 2021

_- Yanis Varoufakis: En defensa de Ken Loach

_- Así que hemos llegado a esto: Ken Loach está siendo objeto de una campaña de difamación alentada por quienes no se detendrán ante nada para proteger las políticas de apartheid de Israel. El mensaje que se envía a las personajes de buena conciencia es sencillo: si no queréis veros tachados de antisemitas, guardad silencio sobre los crímenes contra la humanidad y los ataques a los derechos humanos en tierra palestina. Nos ponen a los demás sobre aviso: si podemos hacerle esto a Ken Loach, un hombre que ha pasado su vida abogando en favor de las víctimas de la opresión, el racismo y la discriminación, imaginaos lo que os haremos a vosotros. Si os atrevéis a apoyar los derechos humanos de los palestinos, afirmaremos que odiáis a los judíos.

El arte de difamar el perfil de un izquierdista se ha ido afinando aún más en los últimos tiempos. Cuando me llamó “motorista marxista” el Financial Times, me confesé gustosamente culpable. Llamarme estalinista, como hacen algunos derechistas nada sofisticados, tampoco logra desatar una crisis existencialista en mi alma, pues sé perfectamente bien que yo sería un estupendo candidato al gulag bajo cualquier régimen estalinista. Pero si me llaman misógino o antisemita, el dolor es inmediato. ¿Por qué? Pues porque conocedor de hasta qué punto estamos todos imbuidos en las sociedades occidentales de patriarcado, antisemitismo y otras formas de racismo, esas acusaciones tocan nervio.

Así pues, resulta una deliciosa ironía que a aquellos de nosotros que hemos hecho los mayores esfuerzos por librar a nuestras almas de la misoginia, el antisemitismo y otras formas de racismo es a quienes más nos duele que nos acusen de estos prejuicios. Somos perfectamente conscientes de la facilidad con la que el antisemitismo puede contagiarse a gente que no es racista en otros aspectos. Entendemos bien su astucia y su fuerza, el hecho, por ejemplo, de que los judíos son el único pueblo acusado a la vez de ser capitalistas y revolucionarios de izquierda. Esta es la razón por la que la acusación estratégica de antisemitismo, cuya finalidad consiste en silenciar y condenar al ostracismo a los que disienten, nos provoca un turbulencia interior. Y esto es que lo que está detrás del desmedido éxito de esas campañas de vilipendio contra amigos míos como Jeremy Corbyn, Bernie Sanders, Brian Eno, Roger Waters y ahora Ken Loach.

‘¿No es síntoma de antisemitismo su crítica exclusivamente de Israel?’, se nos pregunta a menudo. Dejando aparte la ridiculez de la afirmación de que nos hemos dedicado a criticar exclusivamente a Israel, la crítica de Israel no es y no puede ser nunca crítica de los judíos, exactamente igual que la crítica del Estado griego o del imperialismo norteamericano no es una crítica de los griegos o de los norteamericanos. Lo mismo se aplica a la hora de interrogarse sobre la sensatez de haber creado un Estado específicamente étnico. Cuando gente notable, tal es el caso de héroes míos como Hannah Arendt y Albert Einstein, han cuestionado el proyecto sionista de un estado judío en Palestina, resulta ofensivo afirmar que debatir la existencia de Israel significa ser antisemita. La cuestión no es si Arendt y Einstein llevaban o no llevaban razón. La cuestión es si el cuestionamiento de la sensatez de un estado judío en la tierra de Palestina resulta antisemita o no. Está claro que, si bien los antisemitas se opusieron a la fundación del Estado de Israel, no se sigue de ello que sólo los antisemitas se opusieran a la fundación de un Estado judío en Palestina.

Por aportar una nota personal, en 2015, mientras desempeñaba el cargo de ministro de Finanzas de Grecia, un diario griego favorable a la troika pensó que podía hacerme de menos representándome con la figura de Shylock. De lo que estos idiotas no se dieron cuenta es de que mancillar mi imagen asemejándome a un judío era y siguen siendo un timbre de honor. Por hablar también en nombre de amigos ya mencionados denigrados como antisemitas, nos sentimos profundamente halagados cuando un antisemita nos mete en el mismo saco que a un pueblo que ha resistido tan valerosamente el racismo durante tanto tiempo. Mientras un solo judío se sienta amenazado por el antisemitismo, nos prenderemos la estrella de David en el pecho, listos y dispuestos a que se nos cuente como judíos en solidaridad, aunque pueda ser que no seamos judíos. Al mismo tiempo, llevamos la enseña palestina como símbolo de solidaridad con un pueblo que vive en un Estado de apartheid construido por los israelíes reaccionarios, lo cual perjudica a mis hermanos y hermanas judíos y árabes, y atiza las llamas del racismo que, irónicamente, forjan siempre una variedad más acerada de antisemitismo.

Volviendo a Ken Loach, ninguna campaña de calumnias en su contra puede, afortunadamente, tener éxito. No sólo porque la obra y la vida de Ken son prueba del absurdo de la acusación, sino debido también a los valerosos israelíes que corren terribles riesgos al defender el derecho de judíos y no judíos a criticar a Israel. Así, por ejemplo, el grupo de especialistas académicos que ha deconstruído metódicamente la indefendible definición de antisemitismo del IHRA [International Holocaust Remembrance Alliance], que lo equipara a la legítima crítica que comparten muchos israelíes progresistas. O la gente maravillosa que trabaja con la ONG israelí de derechos humanos B’TSELEM para resistirse a las políticas de apartheid de sucesivos gobiernos israelíes. Me siento tan agradecido a ellos como a mi amigo y mentor Ken Loach.

Yanis Varoufakis Co-fundador del Movimiento por la Democracia en Europa (DIEM25), Yanis Varoufakis es diputado y portavoz de este grupo en el Parlamento griego y profesor de economía de la Universidad de Atenas. Es ex-ministro del Gobierno de Syriza, del que dimitió por su oposición al Tercer Memorándum UE-Grecia. Es autor, entre otros, de "El Minotauro Global".

Fuente:
Sidecar NLR, 18 de febrero de 2021
Traducción: Lucas Antón
Temática: cine, cultura,

domingo, 4 de octubre de 2020

Chile y los «dueños del poder real»

Por Carlos Fernández Liria | 30/10/2020 | Opinión

Fuentes: Público [Foto: Centenares de personas celebran en las calles de Valparaíso el resultado del referéndum en Chile por la reforma de la Constitución. REUTERS/Rodrigo Garrido]

A mis alumnos siempre les digo que para comprender en general la historia del siglo XX, para hacerse cargo de la relación entre ciudadanía, democracia y capitalismo, para entender, en suma, las dificultades a las que siempre se ha enfrentado el proyecto político de la Ilustración, desde que la burguesía logró derrotarlo imponiendo su contrarrevolución francesa en 1794, incluso para entender a Carl Schmitt y a Hannah Arendt, o para que Habermas o Savater no te empujen a decir demasiadas tonterías, para todo esto y más, conviene que vean La batalla de Chile (1), la famosa película de Patricio Guzmán.

Este 25 de octubre, el pueblo chileno ha conquistado, por fin, el derecho a romper con el legado de Pinochet. Han pasado casi 50 años desde el golpe de Estado que, en 1973, acabó con la democracia chilena y con la vida de su presidente Salvador Allende. Es verdad que, ya en 1990, Pinochet había aceptado el resultado de las elecciones que él mismo se había visto obligado a convocar, y había traspasado el poder a Patricio Aylwin, que sería así, según nos dice la Wikipedia, el «primer presidente democráticamente elegido» tras la dictadura. Así más o menos se le quiere recordar. La verdad es que este señor, un senador demócrata cristiano, aplaudió, apoyó y vitoreó el golpe de Estado de Pinochet. La verdad es que la democracia cristiana había perdido las elecciones, porque las ganó Allende. Y no estaban acostumbrados a eso. Esa gente trabajó sin descanso para dar cobertura a un golpe de Estado militar que pusiera remedio a tan grave equivocación de los votantes chilenos. Una vez corregido este desliz popular, una vez escarmentado el electorado con miles de torturados, desaparecidos y represaliados, estos vampiros que se autodenominaban cristianos, empezaron a tomar posiciones más equidistantes, distanciándose hipócritamente de la dictadura y preparándose para el futuro que finalmente llegó. En 1990 ganaron por fin las elecciones, que habían perdido en 1970. Y encima, había que celebrarlo como la resurrección de la democracia.

Esto es lo que, en otros sitios, he llamado «la ley de hierro de la democracia en el siglo XX». No la descubrió Habermas, ni tampoco Hannah Arendt, ni mucho menos Fernando Savater. La formuló al desnudo Augusto Pinochet cuando, el 17 de abril de 1989, declaró que «estaba dispuesto a respetar el resultado de las elecciones con tal de que no ganaran las izquierdas». Al contrario de lo que dijo el editorial de El País al día siguiente, tales declaraciones no tenían nada de «pintorescas». Era la lógica Aylwin, la lógica del que finalmente ganó las elecciones, y la lógica general que presidió la democracia durante todo el siglo XX: las izquierdas tuvieron derecho a presentarse a las elecciones, pero no a ganarlas. Lo mismo que ocurrió en España en 1936. Aquí tardamos 40 años en pagar el crimen de haber votado a la izquierda. Y luego hemos cargado con las consecuencias. Tras 40 años de represión no se vuelve a ser el mismo. En 1978 no se devolvió el poder a la República y al Frente popular, sino que se convocaron elecciones y, naturalmente, las ganó la centroderecha, como era de esperar tras cuatro décadas de escarmiento. Lo que pasó en Chile. Tras década y media de torturas, el pueblo ya había sido suficientemente aleccionado: ya no se podía devolver el poder a Allende y a la Unidad Popular, se votó sobre un campo de cadáveres. Y ganaron, por supuesto, los moderados, los mismos demócratas cristianos que habían alentado el golpe de Estado cuando perdieron las elecciones en los años setenta. Jamás se hará un mejor retrato de esta gente que el que hizo la Polla Records: «Hinchado como un cerdo, podrido de dinero, ¡cómo hueles! / Hiciste nuestras casas al lado de tus fábricas / Y nos vendes lo que nosotros mismos producimos / Eres demócrata y cristiano, eres un gusano/ ¡Cristo, Cristo, qué discípulos!»

Esta «ley de hierro de la democracia», antes que Pinochet, ya la había formulado el gran jurista del siglo XX Carl Schmitt, que era un nazi, pero que no tenía un pelo de tonto y, además, precisamente porque era un nazi, no tenía muchas ganas de disimular y de mentir, como no han parado de hacer nuestros apologetas de la democracia y el Estado de derecho (siempre que no ganen las izquierdas, por supuesto). Lo dijo en 1923: «Seguro que hoy ya no existen muchas personas dispuestas a prescindir de las antiguas libertades liberales, y en especial de la libertad de expresión y de prensa. Pero seguro que tampoco quedarán muchas en el continente europeo que crean que se vayan a mantener tales libertades allí donde puedan poner en peligro a los dueños del poder real.» Estaba hablando del parlamentarismo. ¿Quién va a estar en contra del parlamentarismo? Seguro que nadie… ¿pero habrá alguien tan ingenuo de pensar que las libertades parlamentarias se van a mantener si algún día osan legislar contra «los dueños del poder real», contra los poderes económicos, en definitiva? Ah, claro que sí, el 90% de nuestros intelectuales funcionan así, con esa insensata ingenuidad oportunista. Mientras no ganen las izquierdas (o mientras las izquierdas no estén dispuestas a tocar los intereses de los que detentan el poder económico), da gusto declararse progresista y de izquierdas. Si ganan las izquierdas, no tanto, porque entonces te torturan, te matan y te desaparecen.

Esta es la terrible realidad del siglo XX. Así fue todo el rato. Nos lo había advertido un nazi: la democracia se tolera con tal de que no sirva para nada, si no… se acabó lo que se daba. Y nos lo confirmó ese gran filósofo político que fue Augusto Pinochet: los comunistas tenían derecho a presentarse a las elecciones, pero si las ganaban, así lo expresó con todas sus letras, «¡se acabó la democracia!». Y lo más divertido es que luego no ha parado de repetirse que los socialistas y los comunistas nunca hemos tenido respeto por la democracia. Que allí donde hemos gobernado nunca hemos sido democráticos. Que el «socialismo real» nunca fue democrático. Pues sí, eso es cierto, sólo que se podría haber añadido: cuando el socialismo intentó ser democrático, cada vez que intentó llegar al poder mediante unas elecciones, cada vez que intentó conservar todas las garantías constitucionales y trabajar parlamentariamente por el socialismo, siempre vino a ocurrir lo mismo: que un golpe militar acabó con la democracia, el parlamentarismo, la división de poderes y la libertad de expresión. Estos son los límites de la democracia bajo condiciones capitalistas, un paréntesis entre dos golpes de Estado, en el que ganan las derechas (o las izquierdas de derechas).

Hubo una inmensa excepción que confirma la regla. Lo que ocurrió en Europa tras la segunda guerra mundial, lo que se ha venido en llamar «el espíritu del 45» (por recordar la excelente película de Ken Loach). En realidad, la guerra había sido gestionada de forma socialista. Y si el socialismo había permitido ganar la guerra, podía también ganar la paz. Y así pareció que podía ser durante algunas décadas, hasta que, a partir de 1979, Reagan y Thatcher acabaron con ello. El Estado del Bienestar europeo fue, sin duda, un experimento socialista de primer orden. Fue la demostración fáctica innegable de que el socialismo es mucho más compatible con la democracia y el Estado de derecho que el capitalismo y el libre mercado. Hasta que lo asesinaron, el primer ministro de Suecia Olof Palme no dejó de luchar por un modelo económico que hoy en día sería considerado muy a la extrema izquierda del de Unidas Podemos. Un modelo que estaba resultando más exitoso cuanto más se lo radicalizaba.

Pero este éxito no es una excepción a la citada ley de hierro del siglo XX. Es más bien su confirmación a escala más amplia. Para comprobarlo, hay que comenzar por desmentir algunas leyendas. Para empezar, la de que Hitler ganó las elecciones en 1933. No, Hitler nunca ganó las elecciones, como tantas veces se pretende cuando quiere alertarse de los peligros de que ganen las izquierdas. Me limito a citar un espléndido artículo que Andrés Piqueras publicó en este mismo periódico hace ya años: «Hitler fue aupado políticamente y en enero de 1933 nombrado a dedo canciller por la gran industria y Banca alemana (los Bayer, Basch, Hoechst, Haniel, Siemens, AEG, Krupp, Thyssen, Kirdoff, Schröder, la IG Farben o el Commerzbank, entre otros), utilizando para ello la figura del presidente de la República, Hindenburg. Apenas un mes después el nuevo canciller provocó el incendio del Reichstag y acusó a los comunistas de haberlo hecho para conseguir que se dictara el estado de excepción, a partir del cual desató una fulminante represión contra las organizaciones de los trabajadores, cuyos partidos políticos juntos (KPD -comunistas- y SPD –socialistas-) le habían superado con creces (unos 13 millones de votos contra 11 y medio). Ilegalizó al KPD y prohibió toda la prensa y la propaganda del SPD. Después, el 6 de marzo, convocó unas elecciones y entonces ya sí, claro, las ganó». Luego, se autoproclamó Jefe del Estado. En resumen: cuando «los dueños del poder real» vieron que podían perder las elecciones, decidieron recurrir a los nazis, para que les quitaran de encima a esos «comunistas». Y provocaron una guerra mundial, durante la cual, aprovecharon para exterminarlos en campos de concentración, junto a los judíos y a los gitanos.

La otra leyenda que conviene desenmascarar es la de que fueron los aliados comandados por EEUU los que ganaron la segunda guerra mundial. No, ocurre que fueron precisamente los comunistas los que la ganaron en toda Europa. Tanto por el avance de las tropas soviéticas, como por la resistencia interna, que en casi todos los países fue protagonizada por los comunistas. Fueron los comunistas los que salvaron la democracia contra los nazis. Se entiende así que, al acabar la segunda guerra mundial, estaban en muy buenas condiciones para negociar una paz acorde, como hemos dicho, con el «espíritu del 45», que era contundentemente socialista.

De modo que el socialismo, el de verdad, no el que tenemos ahora, dio muy buenos resultados democráticos cuando pudo sostenerse sin guerras ni golpes de Estado. Esta es la tercera leyenda que hay que desmentir, la de que el socialismo «real» siempre ha sido incompatible con la democracia. En la fórmula «socialismo real» no sólo habría que incluir a los países que, como Cuba, lograron defender el socialismo por la fuerza de las armas, sino a los países que, como Chile, lo intentaron por la fuerza de la democracia y fueron castigados por ello acabando con la democracia. Hay varias decenas de casos en el siglo XX que son ejemplos de ello, sin ir más lejos, España en 1936.

Así pues, la historia de Chile puede muy bien instruirnos para sopesar los pilares sobre los que se asienta nuestro propio sistema democrático, y alentarnos a hacer una pregunta crucial: ¿realmente hemos logrado constitucionalizar, es decir, someter a legislación, a los «dueños del poder real», es decir, a los poderes económicos que serían capaces de suspender el orden constitucional y acabar con la democracia si se vieran amenazados por el Parlamento? Muy al contrario, les hemos dado carta blanca introduciendo en nuestra Constitución el artículo 135. Ahora, los golpes de Estado financieros ya no necesitan de los tanques, como dijo Yanis Varoufakis, cuando en 2015 se le forzó a dimitir como ministro de economía. Una historia parecida a la que ocurrió en Alemania en 1990, cuando una insensatez de los votantes había logrado que nombraran ministro de hacienda a Oskar Lafontaine, una inmensa victoria para la izquierda. El sueño no duró ni un mes. El presidente de la Mercedes Benz amenazó con trasladar toda su producción a los EEUU si no se le destituía de ipso facto y en seguida quedó claro quiénes eran «los dueños del poder real». Como decía Carl Schmitt, el nazi, el poder no lo detenta quien lo ejerce, sino quien te puede cesar por ejercerlo.

Si las democracias europeas no logran encontrar la vía para constitucionalizar la vida económica, nuestros parlamentos estarán siempre secuestrados y amenazados. Continuaremos viviendo en un nuevo Antiguo Régimen, sometidos al arbitrio de corporaciones privadas, verdaderos poderes feudales, capaces de anonadar cualquier espacio público, a los que la vida parlamentaria no se atreverá a enfrentarse jamás. Una situación premoderna y preilustrada, que indica todo lo contrario de lo que se proclama como soberanía popular. La democracia continuará siendo un paréntesis entre dos golpes de Estado.

(1) . https://www.youtube.com/watch?v=NuQhPEmjUQQ
. https://www.youtube.com/watch?v=lUKR_lKRoQc
. https://www.youtube.com/watch?v=6kF233Ab_HM
Carlos Fernández Liria es Profesor de Filosofía de la UCM. ‘La Filosofía en canal’, https://www.youtube.com/channel/UCBz_dr-JLhp0NDJxNeigqMQ
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/34967/chile-y-los-duenos-del-poder-real/

martes, 9 de junio de 2020

El judío adolescente que Hitler usó como pretexto, Herschel Grynszpan, asesinó en 1938 a un funcionario alemán. Un ensayo explica cómo aquel episodio fue usado para justificar el pogromo nazi de la ‘Noche de los cristales rotos’.

A veces Dios escribe torcido con reglones torcidos. Es lo que viene a la cabeza ante la sorprendente historia de Herschel Grynzspan, el jovencito judío con aspecto de ser incapaz de romper un plato que el 7 de noviembre de 1938 entró en la embajada de la Alemania nazi en París y le pegó dos tiros a un funcionario, ofreciéndole a Hitler, sin querer, el pretexto que buscaba para justificar el gran pogromo de dos días después contra los hebreos alemanes y austriacos conocido como la Noche de los cristales rotos, la Kristallnacht. Grynzspan (Hannover, 1921-?), que contaba 17 años el día que se hizo tristemente célebre, es uno de los personajes más singulares, extravagantes y enigmáticos de la Europa del nazismo y la II Guerra Mundial. Chico insignificante, verdadero don nadie de la historia cuyo único rasgo destacable es que era bueno al pimpón, desató con su chapucera acción —su víctima fue Ernst Vom Rath, un funcionario de segunda fila desafecto al régimen nazi— fuerzas terribles que no podía llegar a imaginar, y acabó él mismo absorbido por el vórtice de maldad más absoluta que ha conocido la humanidad. De Herschel Grynzspan, al hilo de cuyo atentado las brutales SA dejaron las calles del Reich sembradas de vidrios de los comercios judíos devastados y el aire irrespirable con el humo de las sinagogas incendiadas —amén de más de 200 muertos y 20.000 detenidos—, sin duda se puede decir que la lio parda.

Desde que cometió su asesinato y luego después, al desaparecer de la faz de la tierra, seguramente asesinado por los nazis, de los que estaba preso, el joven judío con un aire melancólico y apaleado a lo Sal Mineo ha intrigado y desconcertado a los que han investigado su historia. Ahora, un nuevo libro sobre él, El chivo expiatorio de Hitler (Galaxia Gutenberg, 2020), del historiador Stephen Koch (Sant Paul, Minesota, 1941), revisa su corta vida (a Grynzspan se le pierde el rastro en 1942, cuando estaba en manos de la Gestapo, lo que no es muy alentador) y las circunstancias que la rodearon, tratando de arrojar toda la luz posible en una trayectoria que desemboca en las tinieblas.

El libro de Koch, que no en balde es además novelista, resulta absolutamente absorbente y se lee como una narración policiaca —por no hablar del sugestivo excurso sobre el ménage à trois de Gobbels con su mujer y la actriz Lída Baarová—. El autor retrata magistralmente no solo a Grynzspan y a los demás personajes principales de la historia, sino a una galería de secundarios que incluye políticos franceses, diplomáticos, abogados, al rijoso Goebbels (del que revela un apodo aparte del corriente de “el enano venenoso”, el “Mickey Mouse de Odín”) e, inesperadamente, al mismísimo Adolf Eichmann, el técnico del Holocausto, que habría tenido un papel fundamental en la manipulación nazi del caso del joven judío asesino. Para Koch, que explica que su interés por Grynzspan surgió al investigar la vida de la periodista neoyorquina Dorothy Thompson (que creó un fondo de ayuda a Grynzspan y que le hizo preguntarse, dice, “por qué algunos estadounidenses notables como ella entendieron desde el principio lo que iba a ocurrir con Hitler, y otros, como Charles Lindbergh y Frank Lloyd Wright, se equivocaron completamente"), la historia del joven judío “ha sido casi olvidada, tapada por la propia insignificancia del chico y distorsionada por mitos y fantasías conspiratorias”.

Koch da por absolutamente seguro que Grynzspan fue asesinado por los nazis entre 1942 y 1945 (hoy en día siguen apareciendo noticias sobre su posible supervivencia tras la guerra) y niega categóricamente que hubiera relación sexual alguna entre el joven y su víctima, una hipótesis muy difundida. De hecho, destaca que no se conocían en absoluto, que Grynzspan en su vida social no pasaba de pagafantas y que era virgen.

Para Koch, que sigue minuciosa, detectivescamente, las fuentes históricas, la teoría del crimen pasional (Vom Rath se habría aprovechado de Grynzspan, con dinero o abuso de poder por medio, y este lo habría matado por despecho) la elaboraron los abogados del chico para su defensa —era una forma de alejar el crimen de la esfera política— y luego él mismo, ya en manos de los nazis, la reinventó a fin de evitar el juicio espectáculo al que querían someterlo con vistas, otra vez, a justificar la persecución de los judíos destapando una supuesta conjura del judaísmo internacional contra Alemania. La historia que cuenta el autor es la de un simple muchacho judío alemán de ascendencia polaca refugiado en casa de sus tíos en Francia que se entera de que a su familia la han deportado a Polonia, tras arrebatárselo todo, y que decide realizar un acto que llame la atención del indiferente mundo sobre lo que están haciendo los nazis con su pueblo. Grynzspan no es así más que un jovencito inmaduro, desesperado y confundido, obsesionado con la venganza y con su propia insignificancia, que consuma un churro de atentado y, queriendo ser un nuevo David contra Goliath, se convierte en un peón en las maquinaciones de los nazis. Lo primero que preguntó Hitler al enterarse del atentado es si realmente el perpetrador era judío. No podía creer que le hicieran un regalo semejante.

Grynzspan, un Raskólnikov de vía estrecha, un punto iluminado, narcisista y deseoso de sus minutos de fama, tras sopesar suicidarse en una mísera habitación de hotel, compra por la mañana del día 7 una pequeña pistola de 6,35 mm en una tienda en la que también venden muñecas. El dueño del establecimiento le tiene que enseñar cómo se usa. Con el arma en el bolsillo de una gabardina que le queda grande, el joven entra en la Embajada alemana en la calle Lille fácilmente identificable por la gran bandera con la esvástica. Se cruza sin reconocerlo con el embajador, Johannes Graf Von Welczeck, un gran nazi, y pide a la conserje ver a “algún empleado”, para entregar unos papeles. El que está disponible (no es bueno ser un funcionario diligente) es Vom Rath, de 29 años, soltero, secretario tercero de la embajada y más bien nada afín al régimen. Recibido en el despacho, cuando Vom Rath le pide ver los papeles, Grynzspan saca la pistola, aun con la etiqueta del precio, y dispara cinco veces al funcionario al grito de “¡eres un cerdo alemán y en nombre de los 12.000 judíos perseguidos, aquí tienes tu documento!”. Como otro joven que tampoco era buen tirador y también la lio, Gavrilo Princip -el magnicida de Sarajevo-, Grynzspan tuvo la chamba de colocar bien dos de sus disparos. Uno de ellos causaría la muerte a Vom Rath —aunque Koch sugiere que ya estaba gravemente enfermo, casi moribundo a causa de una tuberculosis— tras una agonía de dos días, que los nazis siguieron con el alma en vilo, esperando perversamente que ocurriese.

Cumplido su propósito, el chico judío se entregó sin resistencia ávido de hacer una declaración tipo el speech de Greenberg / Shyloch en To be or not to be. “La noticia era perfecta para los planes de Hitler”, explica Koch, “el asesinato de París era exactamente lo que el dictador había estado esperando y poco después él y Goebbels empezaron a planear la propaganda para hacer una masiva campaña antisemita que dos noches más tarde se convertiría en la Kristallnacht”. El historiador subraya que ese ataque contra los judíos fue un preludio del Holocausto, lo que arroja una terrible responsabilidad añadida sobre el adolescente asesino. Utilizado por los nazis como pretexto, Grynszpan, que creía ser la mano justiciera de Dios, se convertía en peón de Hitler. Entretanto, transformaron a Vom Rath en un nazi de bandera, cosa que desde luego no era; le ascendieron póstumamente y le dieron un funeral de Estado.

Koch relata cómo en la Francia de 1938, que buscaba la distensión con los nazis, tener que afrontar el caso del crimen resultó una verdadera patata caliente. De hecho, el juicio se fue retrasando (al final nunca lo hubo), mientras nazis y antinazis se enfrentaban por el suceso en la arena internacional. Hitler y Goebbels urdieron la teoría de una gran conspiración de la que el asesinato de Vom Rath era solo la punta del iceberg —y procedieron a desatar su estallido de violencia antisemita, sugerido, apunta Koch, por Eichmann—, mientras que desde el otro bando se destacó la desesperación de los refugiados judíos por lo que estaban haciendo los nazis en el Reich. En el mundo judío, la acción de Grynszpan fue vista en general con espanto: flaco favor hacía dándole motivos a Hitler. Hannah Arendt llegó luego a llamar “psicópata” al joven y a sugerir que podía haber sido un instrumento de la Gestapo. Según Koch, sin embargo, la acción del chico fue un acto absolutamente individual y fortuito del que los nazis se aprovecharon a posteriori.

Cuando los alemanes invadieron Francia, Grynszpan, al que los franceses fueron trasladando de cárcel y que pidió alistarse para combatir, pasó unos meses perdido en la vorágine. Se negó a escapar y finalmente lo capturaron los nazis, que habían enviado a una unidad especial de la Gestapo en su busca. Hitler y Goebbels estaban interesadísimos en él, no solo como asesino de un alemán, sino, destaca Koch, para poder seguir utilizándolo con fines propagandísticos. En vez de cargárselo, lo trataron con cierta consideración (la consideración que podía haber en los lugares que recaló, como los sótanos de la Gestapo en Prinz-Albrecht-Strasse 8, la prisión de Moabit o el campo de Sachsenhausen, donde le llamaban Bube, chavalito), mientras se preparaba su juicio que serviría para volver a justificar la persecución de los judíos. Ese juicio farsa no llegó tampoco a celebrarse. Koch afirma que fue porque Grynszpan, escarmentado y atormentado por la forma en que le habían usado antes, amenazó, muy valientemente, con declararse prostituto y explicar al tribunal que había tenido un lío sexual con Vom Rath. Aunque fuera mentira, los nazis, que lo que querían era llevar al banquillo de los acusados la supuesta conjura del judaísmo mundial, no podían permitirse semejante testimonio público. Ellos querían protocolos de Sión y el chico amagaba con una fantasía gay.

El testimonio de Eichmann Grynszpan logró así que no le llevaran los nazis a juicio, que se pospuso (Goebbels se mostró muy contrariado en su diario: hay que ver cómo son estos judíos, escribió). Pero eso fue probablemente, recalca Koch, la sentencia de muerte del joven. Se ha dicho que la Gestapo lo eliminó en verano u otoño de 1942; el autor considera que pudo ser más tarde, pues el propio Eichmann, en su juicio en Jerusalén en 1961 —donde estuvieron como testigos el padre de Grynszpan y uno de sus hermanos— declaró sorprendentemente haberlo visto e interrogado “al final de la guerra”. “Tenía buen aspecto, era menudo, un muchachito”, declaró el genocida. “Lo que pasó después no lo sé. No volví a oír hablar del asunto”. Que la última noticia que tengamos del joven judío sea por la boca de reptil de Eichmann pone un broche final bastante siniestro a su rara y desgraciada historia. “Puede que haya sido en parte héroe y en parte tonto, pero hay algo trágico en su pequeño destino”, cierra por su parte Koch. “Un chico temerario, bobo e intrépido”, que de alguna forma se redimió al no “dejarse utilizar una vez más como arma contra su pueblo”, decidiendo en cambio morir en la oscuridad y la insignificancia de la que había salido, “olvidado y solo”.

https://elpais.com/cultura/2020-05-30/el-judio-adolescente-que-hitler-uso-como-pretexto.html?event_log=fa&o=cerrado

lunes, 27 de enero de 2020

El historiador que cambió la forma de comprender el Holocausto. Se publican en castellano por primera vez las memorias de Raul Hilberg, un investigador esencial para estudiar la Shoah

Madrid 15 ENE 2020 -
Judíos húngaros llegan al campo de exterminio nazi de Auschwitz, en una imagen tomada por las SS en mayo de 1944.

En una carta a su maestro, Hannah Arendt, la autora de Eichmann en Jerusalén, afirmó: “Nadie podrá ya escribir sobre estas cuestiones sin recurrir a él”. Se refería a Raul Hilberg (1926-2007) y a su obra cumbre, La destrucción de los judíos europeos, un ensayo que aportó una nueva visión del Holocausto y en el que este profesor de la Universidad de Vermont (EE UU) estuvo trabajando toda su vida. Su tesis es que para comprender la Shoah es necesario estudiar los mecanismos burocráticos del exterminio, que se debe contar la historia desde el punto de vista de los verdugos y de la administración. Sin embargo, sus ideas no siempre fueron fáciles de asimilar y, pese a que la primera edición data de 1961, no fue publicado en Israel hasta 2012. Se trata de un libro tan insoslayable como incómodo.

Su autobiografía, Memorias de un historiador del Holocausto, que ha publicado recientemente la editorial Arpa en traducción de Àlex Guàrdia Berdiell, permite comprender cómo se gestó su obra magna y las polémicas que provocó un libro que transformó la comprensión del Holocausto. De hecho, nada más leer la primera versión del estudio, que entonces era su tesis doctoral, su tutor le dijo sobre un fragmento concreto: “Esto es muy difícil de digerir. Quítalo”. Cuando Hilberg se negó, su profesor le replicó: “Será tu funeral”. La idea que defendía este historiador, un judío vienés cuya familia huyó por los pelos del nazismo siendo él un niño, era, como explica en sus memorias, “que, administrativamente, los alemanes habían necesitado que los judíos siguieran sus órdenes, que estos habían cooperado en su propia destrucción”.

Aunque muchas de las ideas de Hilberg han entrado a formar parte del acervo sobre el Holocausto, y ya son admitidas por todos los historiadores como parte esencial del conocimiento sobre los crímenes nazis, su teoría de la cooperación de las víctimas, sobre todo a través de los Consejos Judíos, sigue siendo todavía objeto de debate. Cuando se publicó su libro en Israel, en 2012 por parte del Museo del Holocausto, el Yad Vashem, David B. Green escribió en el diario Haaretz: “La aproximación de Hilberg le trajo muy pocos amigos. Su creencia en la responsabilidad colectiva de los alemanes no le hizo muy popular entre los historiadores de Alemania Occidental y su insistencia en que los judíos hicieron muy poco para defenderse y la cooperación de los Consejos Judíos, los Judenräte, que facilitaron el trabajo de los nazis —incluso si pensaban que salvaban vidas—, le convirtieron en un personaje que no era bienvenido ni en Israel ni en los círculos de la diáspora”.

Raul Hilberg, fotografiado en Madrid en 2005.
Raul Hilberg, fotografiado en Madrid en 2005. ULY MARTÍN

Sus memorias reflejan esa lucha contra el mundo, pero también el apoyo que recibió por parte de personalidades como Hugh Trevor-Roper, el historiador británico que escribió el primer libro sobre los últimos días de Hitler con información que obtuvo cuando era agente de inteligencia militar británica en Berlín, y de Claude Lanzmann, el director del monumental documental Shoah. Hilberg es el único historiador que aparece en el filme, muy influido por sus investigaciones. La importancia de los trenes en la película está tomada de La destrucción de los judíos europeos (existe una edición castellana, en Akal, de 1.500 páginas y en traducción de Cristina Piña Aldao).

“El conocimiento de los trenes ha afectado a mi trabajo”, escribe en sus memorias para explicar el principio de su relación con el director francés. “Alemania no solo aprovechó el ferrocarril para mover suministros y tropas, sino también para la llamada Solución Final, que implicaba transportar judíos desde todos los rincones de Europa hasta campos de exterminio y áreas de fusilamiento. El aparato ferroviario no solo era gigantesco; los procedimientos administrativos eran casi incomprensibles. Fui de archivo en archivo estudiando los trenes especiales. Nada más acabar el análisis, Claude Lanzmann me vino a ver a Vermont para comentar la posibilidad de grabar una gran película sobre la catástrofe judía. Me mostró un documento sobre trenes que había encontrado y lo cogí con ímpetu para explicarle los jeroglíficos que lo cifraban. Me dijo que tenía que grabarlo sí o sí, de modo que repetí el desglose ante la cámara”. Lanzmann, un hombre muy poco dado a los elogios, escribió a su vez sobre la obra de Hilberg: “Un faro, un rompeolas, un barco de la historia anclado en el tiempo y en un sentido más allá del tiempo, imperecedero, inolvidable, con el que nada en el curso de la producción histórica ordinaria puede compararse”.

Relación con Hannah Arendt
Sin embargo, con quien Hilberg mantuvo una relación más compleja —por decirlo sin cargar las tintas— fue con la filósofa Hannah Arendt, a quien dedica unos cuantos dardos porque redactó un informe contrario a la publicación de su obra, pese a que luego reprodujo sus tesis en Eichmann en Jerusalén (un ensayo del que acaba de salir una nueva edición en Lumen en traducción de Carlos Ribalta). La idea de Arendt de la “banalidad del mal” no es ajena a la tesis que el historiador trazó a lo largo de décadas de trabajo, estudiando minuciosamente documentos: que la máquina de la burocracia nazi convirtió a todos en responsables, y a la vez a ninguno, que la culpa quedó enterrada bajo toneladas de documentos solo aparentemente banales, aunque al final se encontraban las cámaras de gas y el exterminio de seis millones de personas. En su libro sobre el juicio de Adolf Eichmann, Arendt explica: “Me he basado en la obra de Raul Hilberg, que fue publicada después del juicio, y que constituye el más exhaustivo y el más fundamental estudio sobre la política judía del Tercer Reich”.

Aquel primer tutor de Hilberg tenía solo razón en parte. Es cierto que el libro resultó difícil de digerir, que, como reconoce su propio autor, llegó demasiado pronto, pero también que cambió la forma en que se contempla el acontecimiento más terrible del siglo XX. “En 1948 me había marcado un rumbo y lo seguí sin pensar en el futuro”, escribió. En el siglo XXI, cuando está a punto de conmemorarse el 75 aniversario de la liberación de Auschwtiz, el próximo 27 de enero, su obra se sigue debatiendo y editando, como una aproximación al mal absoluto que se esconde detrás del papeleo.

https://elpais.com/cultura/2020/01/14/babelia/1579022302_584315.html

Más información importante: https://verdecoloresperanza.blogspot.com/2019/11/mito-y-realidad-del-pacto-entre-hitler.html#links

lunes, 21 de noviembre de 2016

NUESTRA MEJOR BRÚJULA. LA COMPASIÓN.

Los dóciles que prefieren seguir la línea de mando eludiendo todo juicio crítico lo hacen por pereza intelectual o incluso por inseguridad en sí mismos.

EL OTRO día pasaron por televisión la película Lo que queda del día, de James Ivory, basada en la novela de Ishiguro. Resulta extraordinario comprobar cuánto va cambiando nuestra mirada con el tiempo. Cuando vi por primera vez este hermoso filme en 1993, fecha de su estreno, me fijé sobre todo en el desencuentro amoroso de sus protagonistas. De la historia me quedó el recuerdo de dos vidas arruinadas por las inseguridades emocionales y por la mezquindad de una sociedad lastrada por un clasismo demoledor y un sistema de servidumbre casi feudal.

En esta ocasión, en cambio, me he topado con el otro gran tema de la película: la responsabilidad moral individual. Lord Darlington, el aristócrata al que el protagonista sirve con veneración, es un hombre esencialmente bueno y, sin embargo, apoya a los nazis y llega a cometer la suprema vileza de despedir a dos criaditas adolescentes porque son judías. Un año más tarde se arrepiente; dentro de su conciencia sin duda siempre hubo un escozor, un desasosiego ante lo que estaba haciendo. Pero ignoró esa llamada ética porque Lord Darlington es un pusilánime, un hombre que venera las jerarquías: él mismo es un producto privilegiado de ese sistema. Cree que Hitler es la nueva autoridad europea y que, por lo tanto, sabe más que él. Y le obedece.

Esta es la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt.
Gentes dóciles que prefieren seguir la línea de mando eludiendo todo juicio crítico. Y lo hacen por pereza intelectual, o por medrar, o por comodidad, por debilidad, por cobardía, incluso por modestia, es decir, por inseguridad en sí mismos. Sea cual sea la causa, los resultados son terribles. El famoso experimento de Milgram de 1963 demostró cómo tendemos a obedecer las órdenes de la autoridad aunque entren en conflicto con nuestra conciencia. A los sujetos se les hacía creer que participaban en un experimento sobre el dolor; supuestamente tenían que propinar descargas eléctricas cada vez más fuertes en otras personas. Escuchaban los gritos de dolor de sus víctimas, sus súplicas para que no siguieran. Pero los instructores les ordenaban continuar y ellos lo hacían. A partir de los 300 voltios, los electrocutados dejaban de dar señales de vida: la descarga podía ser mortal. Ninguno de los participantes se detuvo en el nivel de 300 voltios y el 65% llegaron hasta los 480, una potencia inequívocamente letal. Son unos resultados conocidísimos, pero cada vez que repaso los datos se me ponen los pelos de punta.

Yo misma he sentido esa tendencia a la aceptación acrítica. Con 20 años me consideraba una ignorante (y sin duda lo era) e intentaba aprender de la gente a la que por entonces daba un lugar de autoridad moral: militantes de izquierdas, fundamentalmente del PCE o de otros partidos marxistas más radicales. Muchos de ellos se dejaron la piel en la lucha antifranquista y desde luego parecían admirables, y a veces lo eran. Pero también eran correas de transmisión de un dogmatismo atroz. Me recuerdo, por ejemplo, dando por bueno el primer asesinato de ETA, es decir, la muerte del torturador Melitón Manzanas. O difamando aplicadamente a Solzhenitsin por denunciar el Gulag soviético (había que decir que mentía, que era un derechista repugnante), o llamando gusanos a los críticos de la dictadura cubana. Mientras hacía todo esto, siempre sentí un punto de incomodidad, un rescoldo de angustia en el interior de mi cabeza. Pero lo reprimía, porque creía que ellos, los mayores, sabían más que yo.

Pocos años después fui comprendiendo que esa brasa moral que arde en tu pecho es la única linterna fiable para moverse por las oscuridades de la vida.

A estas alturas ya sé que el único gran valor totalmente seguro es la compasión. Porque todos los otros conceptos sublimes por los que nos movemos pueden ser traicionados. En nombre de la libertad, de la igualdad y de la justicia se han cometido atroces carnicerías. Pero la compasión consiste en ponerse en el lugar del otro, y si haces ese viaje interior no serás capaz de degollar a esa persona. Esforcémonos en escuchar la señal ética y empática de la conciencia, aunque a veces nos llegue muy debilitada: sin duda es nuestra mejor brújula.
Rosa Montero

http://elpaissemanal.elpais.com/columna/nuestra-mejor-brujula/

martes, 20 de septiembre de 2016

Entrevista: “Es importante atender a las fuentes nazis de los escritos de Hannah Arendt”.

“Hannah Arendt … en vez de formular expresamente posiciones tan controvertidas como las de esos autores [en que realmente se inspira] –lo que la habría expuesto a una probable reprobación—, Hannah Arendt supo transmitir su visión de manera indirecta. Procedimiento harto más persuasivo, y cuya eficacia ha contribuido por mucho, luego de los años 80 –tras la derrota política del marxismo en Europa—, al deslizamiento de una fracción de la izquierda culturalista y postmoderna hacia posiciones prontas a tomar en préstamo buena parte de sus conceptos y de su potencial pretendidamente revolucionario a autores de la extrema derecha alemana de los años 30, de Heidegger a Gehlen, pasando por Carl Schmitt. Resulta estupefaciente el espectáculo ofrecido por buena parte de los teóricos de la política, siempre necesitados de valerse de la autoridad de un nombre célebre (…)

“Hannah Arendt es el único escritor político apreciado, a la vez, por doctrinarios de la izquierda más radical –aun tratándose de una autora obviamente antimarxista—, por politólogos liberales –aun cuando convirtió el liberalismo en su blanco—, así como por comunitaristas y autores archiconservadores.”
    El periodista Roger-Pol Droit entrevistó el pasado 16 de septiembre para Le Point al filósofo francés Emmanuel Faye, que acaba de publicar en la editorial Albin Michel un libro fundamental, tan erudito y bien investigado como devastador, sobre la filosofía y la publicística políticas de Hannah Arendt (Arendt et Heidegger. Extermination nazie et destruction de la pensée, París, 2016, 518 pàginas, 29 euros). Tras la breve entrevista concedida a Le Point, reproducimos un extracto del Epílogo del libro de Faye en un Anexo intitulado: “¿Cómo se explica el éxito de Hannah Arendt?”. SP.

Le Point : La figura de Hannah Arendt, su obra, incluso su persona, han terminado por ser objeto de una especie de culto. ¿Por qué y cómo?
    Emmanuel Faye : La celebridad de Arendt es indisociable de su amistad con Heidegger y del escándalo suscitado por su Eichmann en Jerusalem. En tanto que judía, Arendt ha servido útilmente a modo de fianza para Heidegger: según lo expresó Barbara Cassin, “en ella estaba Heidegger sin Heidegger”. Por otra parte, la desgermanización del nazismo y la voluntad de exonerar de toda responsabilidad a los intelectuales más notorios del régimen –como Martin Heidegger, autor en 1933 de una “Profesión de fe a Hitler”, el jurista Carl Schmitt, que escribió en 1935 una justificación de las leyes raciales de Nuremberg, o el sociólogo Arnold Gehlen, que desarrolló en 1940 una concepción racial del hombre— han contribuido lo suyo al éxito de Arendt en Alemania, acompañando a la rehabilitación intelectual de esos autores nazis (incluido Heidegger). En Francia, Hannah Arendt ha venido a substituir, en la teoría política, la referencia a Marx sin que se hayan comprendido suficientemente las dimensiones anti-igualitarias y deshumanizantes de fondo de sus tesis.

¿Cómo se explica usted que los comentaristas y los exégetas hayan pasado esto por alto?
    Los historiadores, Raul Hilberg, autor de La destrucción de los judíos en Europa, o Ian Kershaw, que ha escrito una biografía de referencia sobre Hitler, siempre han sido muy críticos con los trabajos de Hannah Arendt. Es en los ámbitos de la teoría política, de los estudios culturales, y luego, entre los propios filósofos, que su celebridad no ha dejado de crecer a caballo de lecturas demasiado fragmentarias y descontextualizadas. En Francia, la recepción de Arendt fue orquestada a partir de 1972, año en que los jefes de fila del heideggerianismo publicaron La crise de la culture [Originalmente publicado en inglés en 1961 con el título de Between Past and Future].

¿Qué le autoriza a usted a ver de manera tan distinta a Hannah Arendt? ¿Una toma de partido previa? ¿Un método de trabajo?
    Para comprender las intenciones de Arendt, hay que tener en cuenta la versión alemana de sus escritos. Se ve entonces, por ejemplo, que el “estar en común” arendtiano es un falso amigo que lo que hace, en realidad, es traducir el Mitsein [literalmente: el Conser] heideggeriano. Me explico: no se trata, según suele creerse, de defender una sociedad democrática en la que coexistan individualidades libres, sino de promover una concepción orgánica de la comunidad política que no reconoce derecho natural alguno a los excluidos. Entonces se entienden mejor los ataques de Arendt al yo y al libre arbitrio individual, o su negativa a reconocer la legitimidad política de las reivindicaciones de los norteamericanos de origen africano durante las luchas por los derechos civiles en los años 60.

Importa, asimismo, prestar atención a las fuentes nazis de los escritos de Arendt, no solamente en lo tocante a los historiadores, sino también a los sociólogos, a los juristas y a los filósofos. Lo más difícil es romper con el culto del que ella ha sido hecha objeto y tomar en serio sus tesis más inaceptables, como la indiferenciación entre víctimas y verdugos en los campos nazis, o la deshumanización de la humanidad en el trabajo.

¿No es una exageración decir que Arendt quiere destruir la filosofía?
    La propia Hannah Arendt se cuenta entre quienes se han propuesto “desmantelarla”, y ella misma se sitúa “tras la desaparición de la filosofía”. Exactamente como Heidegger después de 1945, Arendt opone a la filosofía lo que ella llama el “pensamiento”. Mi crítica versa sobre el modo en que el pensamiento queda secuestrado cuando Arendt propone a Heidegger como modelo de pensador frente a Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del exterminio de judíos, a quien ella describe como “desprovisto de pensamiento” y carente de motivo alguno. Los estudios recientes, como el del inglés David Cesarini en su biografía de referencia de Eichmann, muestran, al contrario, que éste no fue un mero ejecutor sin pensamiento, sino un antisemita genocida y fanático.

¿Diría usted que todos los que se han visto marcados por el pensamiento de Heidegger –de Levinas a Badiou, pasando por Sartre y Derrida— han de releerse de manera crítica a la luz del lazo que usted establece entre este pensamiento y el asunto del nazismo?
    Hay que distinguir. Levinas, por ejemplo, promueve contra Heidegger una exigencia ética que no puede encontrarse en Arendt. Pero cuando uno descubre, en sus [tardíamente publicados] Cuadernos negros y en algunos de sus cursos de filosofía, con qué radicalidad hizo suyo Heidegger el antisemitismo exterminador de los nacionalsocialistas, se puede legítimamente considerar que las puestas en cuestión están sólo en sus comienzos. Recordemos que Heidegger fue el inspirador de Ahmad Fardid, el ideólogo más importante de la revolución islámica en Irán. De Heidegger también se reclama Alexander Duguin, que busca enfrentar a Rusia con el “Occidente” con argumentos tomados de la “metapolítica” de Heidegger. Y cuando en Francia se ve cómo Alain Badiou pretende renovar lo que él llama la “hipótesis comunista” a partir de la concepción heideggeriana de la comunidad, uno no puede dejar de pensar que está jugando con fuego.


ANEXO: ¿Cómo se explica el éxito de Hannah Arendt? (Un extracto del Epílogo, págs. 516-518)
«¿Cómo es posible que una autora como Arendt, que ha profesado puntos de vista políticos tan aristocráticos y excluyentes como los desarrollados en sus escritos, haya podido ser recibida como una pensadora capaz de refundar el “vivir en común” o, incluso –acabamos de verlo—, como una referencia para repensar los derechos humanos? Sin duda comprenderemos mejor esta contradicción si tomamos consciencia de la forma indirecta de argumentación privilegiada por Arendt, forma que ha contribuido mucho a neutralizar el espíritu crítico de más de un intérprete. He aquí dos ejemplos. En Los orígenes del totalitarismo, sugiere que, al pretender superar las desigualdades naturales que ella considera insuperables, los Estados nacionales, pretendiendo la igualdad, no habrían sino agravado las diferencias y abierto el camino a la radicalización völkisch [populachera]. Asimismo, Arendt da a entender en escritos posteriores –de la Condición del hombre moderno a De la Revolución— que, pretendiendo realizar la igualdad social, la Revolución francesa y los movimientos modernos de emancipación de ella surgidos no habrían hecho sino extender a la sociedad toda el sometimiento de la especie humana a las necesidades de la vida y al imperio ineluctable de la naturaleza. Precipitando el advenimiento de nuestras sociedades de empleados, lo que la democratización social habría hecho es pavimentar el camino del totalitarismo. Esa democratización marcaría el triunfo del hombre trabajador, a quien Arendt se niega a considerar propiamente humano, designándolo con la expresión de homo laborans.

«Se trata de una forma de “chantaje teórico”, merced al cual Arendt nos invita a renunciar, en Los Orígenes del totalitarismo, al principio universal de igualdad y, en la Condición del hombre moderno y, luego, en De la Revolución, a todo proyecto de emancipación económica y social. El caso es que este rechazo de toda política fundada en el principio de una igualdad entendida como derecho natural y favorable a la emancipación humana se retrotrae a determinadas corrientes de ideas. Se pueden mencionar, para los siglos XVIII y XIX ingleses y alemanes, a los contrarrevolucionarios inspirados en las ideas de Burke y, en los primeras décadas del siglo XX alemán, a la galaxia de revolucionarios-conservadores, entre los que Spengler figura como uno de los inspiradores y Moeller van der Bruck como uno de los jefes de fila.

«Sin embargo, en vez de formular expresamente posiciones tan controvertidas como las de esos autores –lo que la habría expuesto a una probable reprobación—, Arendt supo transmitir su visión de manera indirecta. Procedimiento harto más persuasivo, y cuya eficacia ha contribuido por mucho, luego de los años 80 –tras la derrota política del marxismo en Europa—, al deslizamiento de una fracción de la izquierda culturalista y postmoderna hacia posiciones prontas a tomar en préstamo buena parte de sus conceptos y de su potencial pretendidamente revolucionario a autores de la extrema derecha alemana de los años 30, de Heidegger a Gehlen, pasando por Carl Schmitt. Resulta estupefaciente el espectáculo ofrecido por buena parte de los teóricos de la política, siempre necesitados de valerse de la autoridad de un nombre célebre. Cuando la referencia a Marx dejó de ser la referencia dominante, Arendt se convirtió en el nuevo icono de esos teóricos. Los mismos que, unos pocos decenios antes, apelaban a las Tesis sobre Feuerbach como su Biblia, ahora se apoyan en el paradigma arendtiano del vivir en común y de la acción política. Ya no se trata de “transformar el mundo”, sino de propiciar su advenimiento por la vía de la acción común.

«Si Arendt no consigue construir un pensamiento tan articulado como el del autor de El Capital, presenta en política una ventaja federadora que ha contribuido por mucho a su éxito. La estrategia indirecta más arriba descrita le ha permitido, en efecto, hacerse difícilmente vulnerable, no sólo teórica, sino también políticamente. No es cosa fácil atribuirle alguna posición determinada dentro del espectro político. Por eso es hoy, sin duda, Hannah Arendt el único escritor político apreciado, a la vez, por doctrinarios de la izquierda más radical –aun tratándose de una autora obviamente antimarxista—, por politólogos liberales –aun cuando convirtió el liberalismo en su blanco—, así como por comunitaristas y autores archiconservadores.» [1]

Nota: [1] En Francia, y a título de ejemplo, se puede citar a intelectuales tan distintos como Alain Badiou (autor de una apología de Arendt como profeta de la modernidad), Phillipe Raynaud (editor y prologuista de Arendt) y Chantal Delsol (fundadora del Instituto Hannah Arendt).

Emmanuel Faye es profesor de filosofía moderna y contemporánea en la Universidad de Rouen. En 2005 había publicado su gran investigación: Heidegger, l’introduction du nazisme dans la philosophie (París, Albin Michel), traducida al castellano por la Editorial Akal (Madrid, 2009) con el título: Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-35.
 http://www.sinpermiso.info/textos/es-importante-atender-a-las-fuentes-nazis-de-los-escritos-de-hannah-arendt-entrevista