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viernes, 7 de julio de 2023

_- Occidente saca tarjeta roja a Jürgen Habermas

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Jürgen Habermas, el mayor filósofo vivo de Alemania y seguramente de Europa, es una de las nuevas víctimas de la guerra en Ucrania y también una muestra de los alcances del clima político intolerante y autoritario imperante en su país. En efecto, bastó que publicara un muy cauteloso artículo sugiriendo que el gobierno alemán debía promover la apertura de negociaciones con Moscú tendientes a poner punto final a los horrores de la guerra -repito: negociaciones, no una rendición incondicional de Ucrania- para que la rusofobia y el espíritu de la Guerra Fría cultivado con esmero por los corruptos generalotes de la OTAN, los opulentos burócratas de la Unión Europea y los grandes medios de comunicación y la dirigencia política alemana removieran por completo la voz del filósofo del “espacio público”, esa engañosa entidad que fuera objeto de largos años de reflexión habermasiana. *

Desde mediados de febrero nada se sabe de él, condenado al ostracismo por lo que aparentemente es un pecado imperdonable: su mesurada crítica al belicismo que se ha apoderado del gobierno alemán y que es alimentado sin cesar por Washington.

En su alegato en favor de la negociación en Ucrania (así se denomina su artículo) Habermas califica en duros términos a Vladimir Putin por su violación de la legalidad internacional. Su análisis de la guerra omite por completo el examen de la génesis del conflicto: la decisión de Estados Unidos y los gobiernos europeos que hoy conforman su indigno protectorado de desplazar las tropas y equipos de la OTAN hacia las fronteras de Rusia. Omite también en su nota discurrir sobre el legítimo derecho a la seguridad nacional que le cabe a este país, periódicamente invadido por sus voraces vecinos entre los cuales los propios alemanes. Lo mismo hace en relación a las consecuencias del golpe de estado abiertamente patrocinado por la Administración Obama en 2014 que terminó por instalar en el gobierno a una coalición virulentamente rusofóbica -que hoy reivindica y abraza abiertamente al nazismo- y que no dejó ni un solo día de atacar con artillería pesada a las regiones donde habita la minoría rusófona del sur de Ucrania.

Tampoco incluye Habermas en su alegato referencia alguna a los documentos oficiales del gobierno de Estados Unidos que, desde comienzos de 1992, recomiendan acosar a Rusia con todo tipo de sanciones para impedir a cualquier precio la concreción de un acuerdo Moscú-Berlín-París que habría cimentado la construcción de una Europa autónoma en materia económica y militar. Mucho menos se refiere al infame documento de la Corporación Rand, un discreto think tank del Pentágono, de febrero del 2019 en el cual se recomienda la instalación de armas letales en la frontera entre Ucrania y Rusia para provocar una respuesta militar de Moscú además de toda una parafernalia de sanciones destinadas a “sobre-extender y desequilibrar a Rusia”. En pocas palabras, Habermas no parece haber comprendido en su exhortación que lo que hay es una guerra que Estados Unidos y sus aliados europeos están librando contra Rusia, y que para comodidad y seguridad de Washington se libra bien lejos, en Ucrania.

Lo anterior no ha sido dicho para descalificar por completo la actitud de Habermas -mucho más digna que la de buena parte de la intelectualidad progresista o de izquierda europea, ganada por el “otanismo”- sino para subrayar que la involución autoritaria que hoy padece Alemania y buena parte de Europa hace que baste un muy cauteloso llamado a la cordura y la negociación (como también lo vienen haciendo personajes tan disímiles como Noam Chomsky y Henry Kissinger) para que, en el enrarecido clima ideológico prevaleciente, se condene al ilustre filósofo al ostracismo. La “caza de brujas” y la censura practicada sin anestesia contra quienes se oponen a la guerra y a la alocada escalada militar que promueve Washington crece día a día y cobra cada vez más víctimas. Recordemos esta enseñanza de la historia: en el marco de un capitalismo crecientemente fascistizado, toda disidencia se convierte en una imperdonable herejía.

* Este artículo fue publicado en Süddeutsche Zeitung, 15/2/2023. Pocos días después fue reproducido en castellano por la revista Nueva Sociedad, accesible en:


lunes, 3 de julio de 2023

_- Los diez pensadores que más influyen en la izquierda


_- La izquierda vive momentos complicados. Hay quien dice que le cuesta encontrar un lugar en el mundo que se avecina, atomizado y posfordista, un relato con el que cautivar a las masas en un futuro cada vez más individualista y conspiranoico, escéptico ante las utopías y muy integrado en el dogma económico dominante. Para su supervivencia necesita imaginación e ideas. Con el fin de sondear el caldo de cultivo intelectual en el que vive la izquierda actual y del que tendrá que surgir la futura, hemos pedido a 37 personas expertas de diferentes ámbitos (la política, la edición, el periodismo o la academia) que voten por los que creen que son los pensadores, vivos o muertos, que más influyen hoy en día.

Imaginación e ideas: ¿a dónde va la izquierda?
La encuesta realizada por Ideas ha arrojado los que podrían ser sus referentes más importantes. Por este orden, los 10 más votados fueron: Karl Marx, Judith Butler, Antonio Gramsci, Thomas Piketty, Michel Foucault, Hannah Arendt, Simone de Beauvoir, Jürgen Habermas, Karl Polanyi y Walter Benjamin. Podría ser otra lista, pero es esta la que ha surgido y da una idea del ambiente intelectual de la izquierda en la tercera década del siglo XXI. A las puertas se quedan nombres que bien podrían estar dentro: Noam Chomsky, Nancy Fraser, John Maynard Keynes, Chantal Mouffe, Ernesto Laclau, Mariana Mazzucato, Simone Weil, Silvia Federici, David Harvey, Donna Haraway, o Slavoj Zizek, entre otras decenas que fueron mencionados por el jurado.

1. Karl Marx

Tréveris, Alemania, 1818-Londres, 1883. Su vasta obra influye en diversos campos del saber, en ella está el fundamento teórico de las corrientes socialistas y comunistas. Obras fundamentales: El manifiesto comunista (1848, con Engels) y El capital (1867).

POR CLARA RAMAS SAN MIGUEL
Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense y responsable de la edición crítica de ‘El 18 Brumario de Luis Bonaparte (Akal)’ de Karl Marx “Un fantasma recorre Europa...” Las icónicas líneas iniciales de El manifiesto comunista describen la propia presencia de Marx, que no cesa de retornar incluso después de muerto: del marxismo al posmarxismo, del siglo XIX al XXI.

El joven Marx había descubierto que los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa quedarían incompletos si se limitaban a democratizar al poder político. Como ya había intuido Kant, las libertades políticas sin autonomía material y económica son vacías. La gran apuesta de Marx será pensar las condiciones de una autonomía efectiva: democratizar la economía.

El proyecto al que dedica su vida, El capital, es una crítica de la economía política o capitalismo. Descubre que en paralelo a conquistas políticas y formales subsiste una dependencia económica para la mayor parte de la población; que el capitalismo, por su propia dinámica, produce niveles crecientes de desigualdad. Descubre que la ley del mercado se impone como una ley de hierro al margen de la soberanía de pueblos y parlamentos, produciendo sociedades atomizadas que buscan reagruparse con fórmulas en ocasiones autoritarias. Descubre, en fin, que, lejos de satisfacer necesidades humanas, el capitalismo solo obedece a imperativos de valorización y acumulación creciente: como si, por así decirlo, el capital tomara vida propia y las personas y la naturaleza fueran solo su herramienta.

Marx es un pionero. Los avances y retrocesos del movimiento obrero inspirado por él han dado la medida para el Estado de bienestar y sus debates sobre redistribución, justicia social y políticas públicas. Vislumbra la actual crisis ecológica y plantea la cuestión del trabajo de cuidados que ocupará al feminismo. Insta a buscar formas de reproducción social no dependientes del trabajo asalariado, como la actual renta básica. Así, abre el campo no solo de las ciencias humanas, la sociología y la economía crítica, sino también de los debates sociales, ecologistas, feministas y poscoloniales contemporáneos.

Nuestra historia es para Marx la historia de la necesidad. El fantasma mencionado por Marx es una pregunta que nos sigue asediando en 2023: cómo alcanzar el reino de la libertad.

2. Judith Butler

Cleveland, EE UU, 1956. Con su cuestionamiento de las nociones tradicionales de género, ha hecho importantes aportaciones a la teoría queer. Obra fundamental: El género en disputa (1990).

POR PAUL B. PRECIADO
Filósofo.
Su último libro es ‘Dysphoria mundi’ (Anagrama).

Sería posible afirmar que Butler es no sólo le feministe más influyente del siglo XX, sino y, frente aquellos que consideran el feminismo como un pensamiento menor, le filósofe de izquierda más relevante de finales del siglo XX y de principios del siglo XXI, aquelle que opera, junto con Angela Davis, como pensadore bisagra, prefigurando las formas de activismo y de subjetividad política por venir. Descendiente de una familia judía diezmada en el Holocausto, Butler va a prestar atención a cómo los procesos de naturalización de la identidad (racial, de género, sexual…) esconden violentos proyectos políticos de normalización y purificación social. Simone de Beauvoir afirmó que “no se nace mujer”, Gayle Rubin y Joan Scott analizaron el género como el efecto de una construcción social, pero será Butler quien proponga una explicación de cómo se lleva a cabo esa construcción. Para Butler la identidad de género se construye “performativamente”: no es una esencia o una naturaleza, sino una práctica, algo que “hacemos” y no algo que “somos”. La relación entre anatomía y performance de género depende de la repetición de actos lingüísticos y corporales cuya función es preservar la estabilidad del régimen heterosexual y binario.

Encarnando su propio pensamiento, Butler ha conseguido recientemente un cambio de identidad legal como persona de género no binario en el Estado de California. Habitamos en un mundo butleriano: la proliferación de políticas queer que buscan destituir las normas en lugar de integrarse en la sociedad heterosexual dominante; la reapropiación performativa de las injurias “marica”, “bollera” o del estigma de la violación en los movimientos NiUnaMenos y MeToo; la demanda de reconocimiento de aquellos cuerpos que “importan” menos que otros en nuestras sociedades poscoloniales, central en los movimientos Black Lives Matter y Trans Lives Matter; las políticas drag queen y drag king —que en su versión más pop han llegado hasta drag race— y que utilizan la performance para desplazar los códigos normativos de género… El pensamiento vivo de Butler constituye el proyecto más ambicioso para la izquierda contemporánea: un feminismo antipatriarcal, antirracista, ecologista y no binario expandido que permita una reescritura ética total del contrato democrático.

En este artículo se han mantenido los géneros gramaticales empleados por quien lo escribe.

3. Antonio Gramsci

Cerdeña, Italia, 1891-Roma, 1937. Fue uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, encarcelado por el fascismo; su concepto de hegemonía cultural es central en la política actual, y no solo para la izquierda. Obra fundamental: Cuadernos de la cárcel.

POR ÍÑIGO ERREJÓN
Político, doctor en Ciencia Política y líder de Más País.

Antonio Gramsci es un pensador político que se pone periódicamente de moda. Los analistas lo citan para parecer sofisticados, los vendedores de marketing político aderezan sus platos con él, las derechas lo nombran como en una excursión traviesa en el campo intelectual del adversario para demostrar sus pérfidas intenciones y las izquierdas lo usan para parecer contemporáneas o sofisticadas, para un roto y un descosido, a menudo citándolo más que leyéndolo.

Gramsci es el pensador fundamental para entender por qué mandan los que mandan y por qué obedecen los que obedecen. Para el sardo, en las sociedades modernas el poder de los grupos rectores descansa en última instancia en la coerción, la capacidad de obligar, pero se ejerce principal y cotidianamente por medio del consentimiento, la capacidad de persuadir de que su mando es lo normal y al mismo tiempo de desalentar, neutralizar o dispersar las alternativas. Este dominio no es un engaño que haya que desenmascarar —por ejemplo intentando que la gente “abra los ojos” y entienda que “vota contra sus propios intereses”—, sino una forma de poder, la hegemonía, que debe ser comprendida como históricamente cierta. En primer lugar por aquellos que quieren desafiarla, para construir explicaciones e identificaciones alternativas que partan del terreno y el sentido común dado.

La hegemonía es así esa construcción política por la cual un grupo, clase o sector es capaz de ejercer la “dirección intelectual y moral” determinando las metas, los valores y las palabras que gobiernan la percepción del mundo de su época. Al hacer eso, sus intereses particulares aparecen como los intereses generales del conjunto social, la mayoría del cual encuentra mejores expectativas y razones para el consentimiento que para la contestación. Esta forma de poder político se extiende y blinda principalmente por los canales aparentemente “no políticos” —el ocio, la cultura, la comunicación, el consumo— que reproducen y naturalizan una manera de ver el mundo y su consiguiente reparto de roles.

Cuando afirma que una idea es “históricamente verdadera” en la medida en que “se convierta concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universal”, nos está señalando, contra todo esencialismo pero también contra toda melancolía, que los alineamientos políticos no están predeterminados, sino que dependen de una disputa estética, moral e intelectual que está siempre abierta, lo cual es garantía de libertad. Y de esperanza.

4. Thomas Piketty

Clichy, Francia, 1971. El economista puso en primer término del debate el problema de la desigualdad y la redistribución de la renta en el capitalismo actual. Obra fundamental: El capital en el siglo XXI (2013).

POR JOAQUÍN ESTEFANÍA
Es periodista y autor de ‘Revoluciones’ (Galaxia Gutenberg).
El todopoderoso exrector de la Universidad de Harvard y exsecretario del Tesoro de EE UU Larry Summers pidió públicamente el Premio Nobel de Economía para el joven científico social francés Thomas Piketty, cuando en el año 2013 apareció su libro El capital en el siglo XXI. No tenía precedentes: a un francés y a un joven. Piketty había conseguido, con su novedoso aparato estadístico de carácter histórico, lo que no habían logrado sus colegas de primera fila (entre ellos, varios premios Nobel) al estudiar el fenómeno de la desigualdad creciente en el mundo. Lo que está en peligro, sentenció Piketty, es la democracia. Vendió centenares de miles de ejemplares de un libro tan denso.

Desde ese año Piketty profundizó mucho más en el fenómeno. Sus investigaciones se pueden resumir en los siguientes puntos: 1) rendimientos superiores del capital al crecimiento económico aumentan la desigualdad; 2) con la excepción del periodo de hegemonía de la revolución keynesiana (nacimiento del Estado de bienestar y políticas contra la Gran Depresión), la desigualdad es una tendencia a largo plazo desde el siglo XIX, con los distintos tipos de capitalismo que se han desarrollado (comercial, financiero, tecnológico…); 3) no hay otro método para combatirla que las políticas distributivas a través del gasto público y ello requiere de grandes impuestos (incluso confiscatorios) a los más ricos, y 4) la cohesión social, los valores de la meritocracia y de la justicia social están en peligro con concentraciones extremas de la riqueza como las que existen.

Un economista templado ideológicamente, más bien socialdemócrata, sin veleidades revolucionarias callejeras en su primera juventud, alejado de las principales teorías de Marx y Engels sobre la lucha de clases, sin embargo ha acabado escribiendo un libro que compendia sus principales artículos, al que ha titulado ¡Viva el socialismo! porque entiende que sigue vigente en la historia la batalla por las ideas.

5. Michel Foucault

Poitiers, Francia, 1926-París, 1984. Sus contribuciones investigan la naturaleza del poder y cómo interacciona con la sexualidad, la salud mental o las minorías a través de la historia. Obras fundamentales: Historia de la locura (1961), Vigilar y castigar (1975).

POR ELIZABETH DUVAL
Es filósofa y escritora, su último libro es ‘Melancolía’ (Temas de Hoy).
Preguntado por Foucault, Deleuze resaltaba el vínculo insoslayable del pensador con su presente: las formaciones históricas interesaban a Foucault porque señalaban el lugar de donde se salía, donde se había estado confinado; no le interesaban los griegos, sino la relación de su tiempo con la locura, con los castigos, con el poder, con la sexualidad. Si me preguntaran a mí, abstrayéndome de las necesidades de la clarificación, creo que de lo primero de lo que hablaría sería de la belleza. Intentaría que nos desvinculáramos de la jerga (la biopolítica, la arqueología, el poder disciplinario, lo discursivo) y pudiéramos leer con ojos nuevos las páginas de Las palabras y las cosas sobre Las meninas, de Velázquez. Querría que la consecuencia se pareciera a sentir con otra mirada la relación que se despliega en el cuadro. Y propondría un Foucault menos caricaturizable que el que nos ofrecen sus amigos y sus enemigos.

Foucault no es tanto un enciclopedista de la sexualidad como un arqueólogo de relaciones y estructuras. Sus textos no nos encierran entre insoportables cadenas de poder y dominación, en las cuales incluso la rebeldía estaría ya codificada, sino que nos ofrecen todas las posibilidades de la crítica y el análisis. Si nadie como él expuso tan claramente la relación entre el saber y el poder, también pocos ofrecieron tantas herramientas para darnos cuenta de su presencia, para reflexionar. Hay críticos injustos que han buscado en un Foucault tardío una teoría que traiciona la liberación para someterse al neoliberalismo del porvenir: confunden la defensa de las instituciones con la legitimación de sus injusticias. Debemos recordar la lección que él extraía de El Anti Edipo (Deleuze y Guattari): no hay que enamorarse del poder o de la tristeza militante. En ningún pasado hay tanta potencia como en el desenterrado por el francés.

6. Hannah Arendt

Linden-Limmer, Alemania, 1906-Nueva York, 1975. Pensó sobre el totalitarismo, la violencia, la revolución, la acción política y acuñó el término “banalidad del mal”. Obras fundamentales: Los orígenes del totalitarismo (1951) y Eichmann en Jerusalén (1963).

POR FERNANDO VALLESPÍN
Es catedrático de Ciencia Política y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es coautor de ‘Populismos’ (Alianza). Arendt no es de izquierdas. Ni de derechas, claro. Su gran atractivo reside precisamente en eso, en ser inclasificable. De hecho, le hubiera horrorizado verse en esta lista. O en cualquier otra. ¿Qué pinta aquí entonces? ¿Qué pudo motivar que tan amplio grupo de personas la hayan votado? Lo más probable es por su entusiasmo por todo lo que oliera a revueltas populares, por su espíritu rebelde, o por sus elogios a Rosa Luxemburgo o Walter Benjamin, o sus críticas al colonialismo y totalitarismo. Pero no nos engañemos, su único compromiso es con la libertad, que ella encuentra siempre realizada en esos momentos extraordinarios en los que un determinado orden social queda puesto en entredicho y se da entrada a la libre discusión ciudadana. Su ideal es el aristotélico, la polis como lugar de encuentro donde intercambiar opiniones, debatir las diferencias y buscar una solución conjunta a los problemas que nos afectan a todos. Por eso alabó la revolución americana, hasta que la nueva república se acabó sustentando sobre una sociedad crecientemente privatizada y sujeta a los imperativos de los grandes intereses económicos y el valor del consumo. Y criticó la francesa y la bolchevique porque, al poner la “cuestión social” en el centro, se dejaron llevar por la “pasión por la compasión” e instauraron estados más atentos a una ingeniería social guiada por la mera funcionalidad inherente a los dictados de la economía y su gestión. No es ya la comunicación abierta y la libre deliberación lo que decide cómo hemos de vivir, sino las necesidades de reproducción del sistema. Su contrafáctico podrá sonar extravagante, pero a través suyo fluye una crítica de una riqueza sin igual, el propio de alguien que no se casa ni con unos ni con otros. La democracia bien entendida no es de derechas ni de izquierdas. Arendt tampoco.

7. Simone de Beauvoir

París, 1908-1986. Es una de las principales teóricas del feminismo en el siglo XX, también enmarcada en el movimiento existencialista y en la creación literaria. Obra fundamental: El segundo sexo (1949)

POR LUNA MIGUEL
Es poeta, escritora y editora. Su último ensayo es ‘Caliente ‘(Lumen).
Simone de Beauvoir está a una tote bag de ser traicionada. O no.


En realidad, la figura de la filósofa lleva siendo influyente y polémica desde su juventud. Lo explica Wolfram Eilenberger en El fuego de la libertad, un ensayo en el que cruza su vida con las de otras pensadoras del siglo XX. El retrato que hace de ella es el más desesperante: la describe altiva, un tanto pija, adicta a la atención. La mismísima Simone Weil se burló de esa supuesta frivolidad en toda su cara, cuando ambas estudiaban en la Sorbona y debatían sobre la guerra. De Beauvoir no tuvo reparos en narrar tal desencuentro ideológico en unas memorias: “Mirándome de arriba abajo, me dijo: ‘Ya se ve que nunca has tenido hambre”.

Más allá de lo que unes y otres puedan opinar sobre esa fama, lo cierto es que la obra de De Beauvoir demuestra que su mainstrificación no riñe con la contundencia de sus ideas. Por eso mismo —y precisamente porque hoy su libro más célebre es esa bárbara enciclopedia sobre la feminidad, tantas veces mentada, pero tan poco leída y reducida al eslogan— se ha vuelto urgente equilibrar la balanza y prestar atención a la amplitud de sus investigaciones, a través de obras más ocultas e irónicamente peor editadas en nuestro país.

Un ejemplo: ¿Hay que quemar a Sade?, una finísima lectura de la crueldad, y una defensa de la reparación frente a eso que hoy llamaríamos cancelación.

Otro ejemplo: El pensamiento político de la derecha, que fue publicado en su origen como artícu­lo para un número especial de Les Temps Modernes, donde distintos intelectuales reflexionaron bajo la premisa de que la izquierda francesa se desmembraba. En vez de lloriquear, De Beauvoir prefirió centrarse en el análisis del resentimiento de la burguesía. Para ella era más útil entender a sus contrarios que disparar a sus afines.

Es esta lucha por el entendimiento de las contradicciones del mundo lo que mantiene vigente a Simone de Beauvoir; lo que nos hace necesitar el estudio de su filosofía, al tiempo que celebramos la multiplicación de su rostro en bolsas de tela violeta.

Parafraseando a la pensadora: profesarle una simpatía demasiado fácil sería traicionarla.

En este artículo se han mantenido los géneros gramaticales empleados por quien lo escribe.

8. Jürgen Habermas

Düsseldorf, Alemania, 1929. Miembro de la Escuela de Frankfurt y exponente de la teoría crítica, ha trabajado sobre los mecanismos de la comunicación y de la democracia. Obra fundamental: Teoría de la acción comunicativa (1981).

POR CRISTINA LAFONT
Es filósofa, catedrática de Filosofía de la Northwestern University de Chicago, autora de ‘Democracia sin atajos’ (Trotta).
Habermas es indudablemente un pensador de izquierdas si por ello entendemos alguien comprometido con la lucha política por la justicia social, la igualdad y la emancipación. También lo es por proceder de la tradición marxista occidental tal y como fue apropiada y transformada por la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Sin embargo, su manera de entender la lucha política es quizás lo que más distancia su pensamiento del marxismo ortodoxo y lo que explica su compromiso inquebrantable con la democracia radical. Para Habermas, ni la teoría social es capaz de discernir la dirección histórica en la que se han de desarrollar las luchas políticas por la emancipación ni el teórico social tiene el derecho a imponer sus preferencias políticas a los afectados escudándose en una autoproclamada autoridad epistémica. Su obra ejemplifica un “giro democrático” en la medida en que la teoría crítica ya no busca defender un proyecto político particular, sino crear las condiciones sociales en las que diversos proyectos políticos pueden ser debatidos, aceptados o rechazados por los ciudadanos mismos en el ejercicio democrático de autodeterminación política. La legitimidad de las luchas políticas depende por ello de la posibilidad de un debate público inclusivo en el que los afectados puedan denunciar las injusticias y amenazas existentes de modo efectivo para persuadir al resto de la ciudadanía a que se una a su causa política. Proteger y posibilitar una esfera pública política inclusiva es la condición necesaria para toda batalla política emancipatoria, sea nacional, supranacional o global. En este momento histórico en que la democracia está gravemente amenazada en todas partes, la obra de Habermas así como sus intervenciones como intelectual público en debates políticos claves de las últimas cinco décadas ofrecen una fuente de inspiración permanente, así como herramientas teóricas indispensables para los movimientos democráticos de izquierdas contemporáneos.

9. Karl Polanyi

Viena, Austria, 1886-Pickering, Canadá, 1964. Criticó con dureza los efectos negativos del dominio de la economía independizada sobre la sociedad. Obra fundamental: La gran transformación (1944).

POR CÉSAR RENDUELES
Es sociólogo y ensayista, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, su último libro es ‘Contra la igualdad de oportunidades’ (Seix Barral).

Karl Polanyi publicó su único ensayo, La gran transformación, a punto de cumplir los 60. Generacionalmente es cercano a Gramsci o Lukács, del que fue amigo íntimo, pero su obra no empezó a recibir la atención masiva de los críticos del neoliberalismo hasta finales del siglo XX. Polanyi pensaba que la sociedad de mercado es una anomalía antropológica que ha tenido consecuencias catastróficas. Los mercados en las sociedades precapitalistas estaban sometidos a regulaciones dirigidas a contener los efectos destructivos de una competición social generalizada. La mercantilización de recursos materiales necesarios para la subsistencia humana —como la tierra, los alimentos o el agua— es históricamente insólita. De hecho, Polanyi pensaba que el proyecto del mercado libre autorregulado era una más de las utopías decimonónicas, como los falansterios. Era una utopía en el sentido de que era irrealizable, pues colisionaba con características duraderas de cualquier sociedad humana. La materialización de ese proyecto utópico requirió de monstruosas ortopedias políticas que forzaron a la gente a someterse al mercado. Por eso, Polanyi creía que no existía ninguna oposición entre mercado libre y Estado represivo: al revés, el crecimiento del Estado en el siglo XIX fue la respuesta a las necesidades del laissez-faire. Y el estallido de las tensiones acumuladas por ese proyecto quimérico habría sido la causa de la gran crisis de principios del siglo XX: guerras mundiales, autoritarismo, la Gran Depresión… Polanyi defendió que los proyectos de mercantilización producían “contramovimientos”: reacciones sociales dirigidas a recuperar la soberanía política arrebatada por el mercado y cuyo sentido político podía ser democratizador o autoritario y elitista, como en el caso del fascismo. Por todo ello, Polanyi se ha convertido en un referente a la hora de analizar tanto la restauración neoliberal de los últimos 40 años —a menudo acompañada de agresivas intervenciones estatales— como el modo en que la descomposición del neoliberalismo está degenerando en movimientos políticos neoautoritarios.

10.  Walter Benjamin

Berlín, 1892-Portbou, España, 1940. Reflexionó sobre la historia, la crítica literaria o el arte. Obra fundamental: Tesis sobre la filosofía de la historia (1940).

POR MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN
Es politóloga. Es coautora de ‘Populismos’ (Alianza editorial).
Se suele mostrar a Walter Benjamin con un mosaico de ocupaciones: crítico literario, ensayista, traductor, filósofo. Hannah Arendt lo describió como ese flâneur o caminante que “sin ser poeta, pensaba poéticamente”. La dialéctica de la historia de este escritor fabuloso, marxista heterodoxo, lo hace imposible de encerrar en una sola categoría. La tensión entre lo material y el mundo de las ideas, entre el espíritu y su proyección tangible habita su obra y su pensamiento, conectados entre sí por la misma tensión poética del joven Baudelaire en su célebre poema Correspondencias: “Por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos / que lo observan atentos con familiar mirada”. El pensador, como el rapsoda parisiense, se envuelve en la realidad fragmentada —los restos arqueológicos, la memoria de piedra de un pasado lejano— para otorgarle significados. En Benjamin, la búsqueda de sentido adquirirá, como en Arendt, un brillo metafórico inusual, aquel que le permite “en forma poética, manifestar el carácter único del mundo”.

Fue este modo de interpretar la historia, su afán por irrigar el materialismo con nociones tomadas de la teología o la mística judía, lo que lo alejó de la ortodoxia marxista. Benjamin huyó del frío cientifismo que lo reducía todo a inducir racionalmente de la infraestructura material una superestructura perfectamente objetivada en la ideología. En su lugar, propuso mirar las obras de arte con ojos sensibles, entenderlas como asideros para continuar, como niños que juegan, metiendo los pies en la arena, incluso como campos de batalla donde, a pesar de su fulgor inconsistente, también podemos leer la historia. Lejos de ser meros subproductos de las relaciones de producción, el poema, la sonata, el cuadro o la escultura aparecen tan reales como la historia misma, afirmando su naturaleza transformadora como instrumentos de emancipación de los “vencidos por la historia”. Fue el intento del que tal vez haya sido el último de los alquimistas del arte, su esfuerzo por escapar del proceso de desencantamiento del mundo al que nos abocaba el frío cientifismo marxista, un vuelo poético y del pensamiento lanzado a las masas y al mundo para fascinar de nuevo a la izquierda en tiempos de oscuridad.

El método y el jurado
La encuesta de IDEAS se realizó pidiendo a 37 expertos de diferentes ámbitos (academia, política, edición, periodismo) que eligieran a los que, a su juicio, son los diez pensadores (de cualquier época) más influyentes en la izquierda hoy en día. Los hemos ordenado en función del número de votos obtenidos.

El jurado estuvo compuesto por: Noelia Adánez, Miguel Aguilar, Jordi Amat, Meritxell Batet, Fernando Broncano, Ramón del Castillo, Caterina Da Lisca, Yolanda Díaz, Jesús Espino, Joaquín Estefanía, Soledad Gallego-Díaz, Lina Gálvez, Beatriz García, Jordi Gracia, Pablo Iglesias, Jorge Lago, Margarita León, José Moisés Martín, Laura Llevadot, Rita Maestre, Eduardo Madina, José María Maravall, Máriam Martínez-Bascuñán, Pilar Mera, Daniel Moreno, Cristina Narbona, Lluis Orriols, Joaquín Palau, Azahara Palomeque, Jaime Pastor, Clara Ramas, César Rendueles, Emmanuel Rodríguez, Clara Serra, Amelia Valcárcel, Fernando Vallespín y Remedios Zafra.

jueves, 14 de abril de 2022

La paradoja de Habermas ¿Qué sucede cuando se aplica la Teoría de la Acción Comunicativa a debates actuales?

Dado Ediciones, Madrid, 2021, 333 págs.

A lo largo de la primera mitad de la década transcurrida entre la publicación del primer volumen de la Teoría de la acción comunicativa (1981) y su aplicación a una teoría normativa del Estado de derecho (en Facticidad y validez, de 1992), Habermas publicó una serie de ensayos (recogidos en castellano en el volumen Escritos políticos) en la que se presentaba a sí mismo como heredero de «un movimiento intelectual que va de Kant a Marx». Dejando a un lado la cuestión de esa filiación marxista, no han sido pocos los que han criticado el núcleo de la filosofía habermasiana poniendo el dedo en la llaga de su filiación kantiana. En La paradoja de Habermas, Isabel Gamero recalca que apuntar a una u otra filiación no constituye ninguna crítica significativa. El problema no estaría —no podría estar—, pues, en los autores o tradiciones que hayan podido influir en esta o aquella propuesta, sino en su consistencia y adecuación y, así, del minucioso examen de la filosofía de Habermas ensayado en las páginas que nos ocupan no se desprende nada parecido a una mera constatación de parentesco intelectual, sino justamente lo que el título promete: una paradoja.

La paradoja se deja notar en cada una de las dos partes que integran el libro, pero es en su confluencia donde se hace enteramente manifiesta. La primera de las señaladas partes estudia en detalle las sucesivas reelaboraciones de la concepción habermasiana de la racionalidad comunicativa, mientras la segunda hace lo propio con su concepción del «mundo de la vida». En realidad, ninguna de ambas partes es la primera o la segunda, dado que el texto configura un libro reversible, que puede leerse comenzando por cualquiera de ellas. La lectura desemboca en cualquier caso en una y la misma circularidad: cuando la abstracción del ámbito teórico en el que se articula la racionalidad comunicativa amenaza con osificarse en un esquematismo vacío e inoperante, el autor recurre al ámbito pragmático del mundo de la vida en un intento por dotar a su propuesta de una concreción que, ante los conflictos que tampoco en esta esfera logran eludirse, nos remite de vuelta al formalismo de la racionalidad comunicativa.

Ambas partes siguen un orden cronológico en la presentación de las sucesivas reelaboraciones de sus respectivas nociones, y cada uno de sus cinco primeros capítulos comparte una misma estructura: tras presentar la propuesta de Habermas en cada periodo, las críticas en él cosechadas y las reacciones de Habermas a las mismas, el capítulo se cierra con una recomposición de lugar que hace al tiempo las veces de balance crítico y enlace con el capítulo subsiguiente. La estructura de cada una de las dos partes es simétrica, con cinco capítulos dedicados a la evolución teórica de Habermas, uno a la aplicación de su propuesta a un debate político específico (el aborto, el independentismo) y los dos finales a la formulación de las críticas de la autora. La acertada selección y la ágil exposición de las críticas que Habermas ha ido recibiendo es quizá el principal elemento diferencial entre este texto y otros similares, elemento al que cabría añadir la originalidad con que, en el comentario de réplicas y contrarréplicas, van perfilándose gradualmente los trazos que acabarán dibujando el referido círculo argumentativo.

Los cinco primeros capítulos de la parte dedicada a la racionalidad comunicativa recorren el camino que va de la equiparación inicial de dicha noción con la «situación ideal de habla» –idealización del contexto comunicativo en la que los participantes dejan de lado sus intereses particulares y respetan las normas de inteligibilidad, veracidad y rectitud del diálogo– a la interpretación «postsecular» que Habermas empezara a desarrollar a comienzos del siglo XXI. Se suceden en esta trayectoria diversos intentos de naturalización de la racionalidad comunicativa —mediante una tentativa vinculación, primero, con la psicolingüística chomskiana y, después, de forma más sistemática, con la psicología del desarrollo de Kohlberg—, que terminarán aterrizando en una comprensión «postmetafísica», pragmática, falibilista y más situada de la racionalidad, una comprensión que no logra superar, no obstante, el abismo «entre teoría y vida, entre conceptos universales abstractos e intereses humanos situados» (p. 146) y sigue mostrándose, por tanto, incapaz de ofrecer pauta alguna para la resolución eficaz de disputas concretas.

La de Seyla Benhabib es una de las voces críticas que ha acompañado a Habermas desde sus primeras formulaciones, y precisamente ella nos ofrece una curiosa ilustración de las dificultades del modelo de consenso habermasiano en las últimas páginas de la parte dedicada a la racionalidad comunicativa, en las que se describe el modo en que un ácido artículo publicado por Raymond Geuss en el día del cumpleaños de Habermas acabaría dando lugar a un debate ubicado en las antípodas de la racionalidad comunicativa.

Los cinco primeros capítulos de la parte dedicada al mundo de la vida recogen, por su parte, la abigarrada acumulación de capas superpuestas de sentido —desde las fenomenológicas a las sociológicas, pasando por la discutible asimilación de las certezas wittgensteinianas— con la que Habermas ha pretendido capturar ese lecho compartido, implícito y prerreflexivo, sobre el que se alza toda comprensión. Tal vez la oscilación entre el uso primero en singular, luego en plural y, finalmente, de nuevo en singular de la locución «mundo de la vida» constituya la más sucinta y elocuente expresión de las múltiples dificultades del intento de Habermas de abrirse paso hacia este horizonte mundano de consenso (¿Qué encaje tiene el pluralismo humano en la propuesta de Habermas?; ¿elabora recetas para consensos inclusivos o nos señala la vía hacia su «ciudad ideal»?). Destaca en este punto, a nuestro juicio, la discusión del conato de tamizar lo mejor de la racionalidad moderna y de los mundos de vida tradicionales mediante la identificación de «los recursos que proporcionaban sentido, cohesión y unidad a las formas de vida tradicionales [y la eliminación de] cualquier connotación mítica, religiosa o de autoridad en ellos para continuar con el proyecto emancipador de la Ilustración y su pretensión de universalidad» (p. 221) —una propuesta que morigeraría, ya en el siglo XXI, con la intención de abrir espacio al «diálogo entre religiones» en una «sociedad postsecular».

La paradoja de Habermas ofrece, en fin, un recorrido sinóptico, exhaustivo y de una extraordinaria claridad por la obra de uno de los más influyentes filósofos sociales contemporáneos. A ese recorrido se suma un ponderado análisis de las posibilidades de aplicarla a los debates que hemos de abordar en nuestra enmarañada arena pública.

Asier Arias

https://www.mientrastanto.org/boletin-211/la-biblioteca-de-babel/la-paradoja-de-habermas

domingo, 12 de abril de 2020

Jürgen Habermas. Una biografía del filósofo alemán permite rastrear las grandes polémicas intelectuales del último medio siglo

En noviembre de 2004 Jürgen Habermas viajó a Japón para recibir el Premio Kioto, convocado por una empresa tecnológica y dotado con 800.000 euros. Allí impartió dos conferencias. La primera la dedicó al libre albedrío y la responsabilidad del ser humano. En la segunda atendió el encargo de sus anfitriones: “Por favor, hable de usted mismo”. Era la primera vez que lo hacía en público. Tenía 75 años y estaba a 9.000 kilómetros de su casa. Allí recordó las dolorosas operaciones de paladar a las que fue sometido de niño en su ciudad, Düsseldorf, para tratar de corregir una fisura congénita que marcó para siempre su pronunciación. También recordó la “sensación de vulnerabilidad” que eso le causaba. Luego habló de la otra gran herida que ha marcado su vida, un pasado poco ejemplar del que su familia formó parte: sus padres lo alistaron con 10 años a las juventudes hitlerianas y su progenitor, afiliado al partido nazi, terminó en las cárceles estadounidenses como prisionero de guerra. Por supuesto, habló de aquello que le hizo cambiar la medicina, su primera vocación, por la filosofía: la impresión que le causaron los crímenes descritos en los juicios de Núremberg, la falta de autocrítica de sus compatriotas y el miedo a que Alemania recayera en el delirio que había partido por la mitad la historia de la humanidad.

Como a todos los galardonados, también a Habermas le tocó acuñar una máxima destinada a la juventud. La suya dice: “Nunca te compares con un genio, pero trata siempre de criticar la obra de un genio”. Él se ha pasado la vida poniendo esa frase en práctica. Es lo que se deduce de la lectura de la biografía que le dedicó su discípulo Stefan Müller-Doohm en 2014 y que Trotta acaba de publicar en castellano en versión de Alberto Ciria. El puntilloso Müller-Doohm, que nos habla de la colección de pintura de su maestro o consigna la generosa dotación de cada premio que le otorgan, pasa de puntillas por la intimidad del filósofo, pero a cambio nos permite asistir a las grandes polémicas intelectuales del último medio siglo. En casi todas ha tenido algo que decir Habermas. Se enfrentase al genio que se enfrentase.
Marcha de las Juventudes Hitlerianas en Gummersbach para intervenir en la Línea Sigfrido en 1944. Habermas, en primer plano, con flores en la gorra.
Marcha de las Juventudes Hitlerianas en Gummersbach para intervenir en la Línea Sigfrido en 1944. Habermas, en primer plano, con flores en la gorra. ARCHIVO FOTOGRÁFICO LOCAL DE LA COMARCA DE OBERBERG.

Con Heidegger contra Heidegger
Jürgen Habermas suele recordar que lo que convierte a un sabio en intelectual es la capacidad de irritarse. Él fue lo segundo antes de ser lo primero. En 1953, cuando ultimaba su tesis doctoral sobre Schelling en la Universidad de Bonn bajo la dirección de Erich Rothacker —que en 1933 había pedido el voto para Hitler—, Habermas recibió un regalo de manos de su amigo Karl-Otto Apel: el nuevo libro de su pensador vivo favorito, Martin Heidegger. Se trataba de Introducción a la metafísica, las clases que el autor de Ser y tiempo había impartido en Friburgo en 1935. La reedición no tenía notas aclaratorias y las apelaciones a “la verdad y la grandeza internas de este movimiento [el nacionalsocialismo]” indignaron al doctorando.

Aquel “curso impregnado de fascismo” lo llevó a enviar un artículo al Frankfurter Allgemeine Zeitung cuyo título lo dice todo: ‘Pensando con Heidegger contra Heidegger’. Uno tenía 63 años, el otro, 24. Más que el desprecio del viejo pensador por el igualitarismo democrático, lo que molestaba al joven era su negativa a la autocrítica y la posibilidad de que ese silencio contaminara su filosofía: “¿Puede interpretarse también el asesinato planificado de millones de personas, del que hoy ya no ignoramos nada, como un error que nos fue deparado como un destino en el contexto de la historia del ser? ¿No es la principal tarea de los que se dedican al oficio del pensamiento la de arrojar luz sobre los crímenes que se cometieron en el pasado y mantener despierta la conciencia sobre ellos?”.

Heidegger tardó dos meses en contestar. Lo hizo en una carta a Die Zeit para aclarar que el movimiento al que se refería no era el nazi, sino el encuentro entre el hombre y la técnica. Sonaba a salida por la tangente, pero cuando en los años ochenta y noventa recriminarle su proximidad al nazismo se convirtió en tendencia, Habermas volvió a la palestra para recordar que su reproche no se dirigía tanto a esa cercanía de 1933 como a su negativa a reconocer su error a partir de 1945. “La discusión acerca del comportamiento político de Martin Heidegger no puede ni debe servir al propósito de una difamación y desprecio sumarios”, escribió en 1991. “Como nacidos después, no podemos saber cómo nos habríamos comportado nosotros en esa situación de dictadura”.

Jürgen Habermas y Theodor W. Adorno en el congreso de sociología en Heidelberg, en abril de 1964.
Jürgen Habermas y Theodor W. Adorno en el congreso de sociología en Heidelberg, en abril de 1964. ARCHIVO PERSONAL DE JÜRGEN HABERMAS

Las dos cabezas del Café Marx
Meses después de aquella polémica, Jürgen Habermas publicó su primer artículo largo en la prestigiosa revista Merkur: ‘La dialéctica de la racionalización’. En él analiza la alienación que generan tanto el trabajo en cadena como el consumo sin freno. Y avisa: de la producción al transporte, pasando por la comunicación o el ocio, la “cultura de las máquinas” terminará dominando nuestra vida. Cada día estaremos más lejos de la naturaleza y del resto de los seres humanos. Hace seis décadas de aquel aviso.

El encontronazo heideggeriano y ese artículo, empezando por el título, provocaron una llamada: Theodor Wiesengrund Adorno quería conocerlo. El coautor de Dialéctica de la Ilustración había vuelto del exilio americano para reconstruir el Instituto de Investigación Social (IIS), que pasaría a la historia de la cultura como Escuela de Fráncfort y a la del humor culto como Café Marx o Gran Hotel Abismo. La primera denominación, que bromeaba con la adscripción materialista de sus miembros, surgió casi a la par que su fundación en 1923. La segunda se debe a Georg Lukács, que describió la influyente escuela como un lujoso hotel colgado sobre un precipicio.

En 1956, Habermas ingresó en el Instituto como ayudante de Adorno y sin sueldo los seis primeros meses. La relación entre ambos fue cordialísima desde el primer momento. Además, a Gretel Adorno, esposa de su nuevo mentor, el recién llegado le recordaba a su amigo Walter Benjamin, que se había suicidado en Port Bou en 1940 mientras huía de la Gestapo. Sin embargo, no todo era armonía. A Max Horkheimer, codirector del IIS, le irrita de tal manera la militancia pacifista y antinuclear del nuevo ayudante que pide a su colega que lo despida. Adorno, que no se doblega, solo se explica tal animadversión porque el veinteañero le recuerda a Horkheimer su propio pasado socialista, del que reniega.

La sombra de la República Democrática Alemana era muy alargada y enrarecía cualquier discusión en la República Federal. Tanto que durante la Guerra Fría Habermas se describe como “anti-anticomunista”. “Yo no soy marxista”, escribe, “en el sentido de que haya creído en el marxismo como si fuera un certificado de patente. Pero el marxismo me dio el estímulo y los medios analíticos para investigar cómo se desarrollaba la relación entre democracia y capitalismo”. Su biógrafo subraya que, lejos de toda intención revolucionaria, a partir de la década de los sesenta se centró en la necesidad de “domesticar” el capitalismo con una democracia garantizada por un Estado de derecho con “rostro social”. Pese a que la relación de Habermas con Fráncfort será un ir y venir —con temporadas en Berlín, el Heidelberg de Gadamer o el Instituto Max Planck de Starnberg—, su figura marcó la segunda generación del Instituto. Era el hombre que encendió la linterna que lo sacó de un túnel tan largo como fascinante: el pesimismo antropológico de la primera.

Con Jacques Derrida el 23 de junio de 2000 en el aula VI de la Universidad Goethe de Fráncfort.
Con Jacques Derrida el 23 de junio de 2000 en el aula VI de la Universidad Goethe de Fráncfort. RALF OESER

Tiempos posmodernos
En 1979, el francés Jean-François Lyotard publicó un “informe sobre el saber” en la sociedad posindustrial cuyo título haría fortuna: La condición posmoderna. Conceptos como conocimiento, libertad y progreso quedaban estigmatizados como grandes relatos destinados a legitimar una autoridad intelectual y política caducas. Tras ellos no habría más que interés y voluntad de poder. Habermas respondió a lo que calificó de pensamiento “neoconservador” con una vehemente defensa de los valores de la razón ilustrada. También él tenía un título afortunado: La modernidad: un proyecto inacabado. En su opinión, sobre la línea antimoderna “francesa” —que lleva de Bataille a Derrida y pasa por Foucault— “pende el espíritu de un Nietzsche redescubierto en los años setenta”.

En 1981, el filósofo de la “esfera pública” termina, con 52 años, su obra más importante, un “monstruo”, en sus propias palabras, “recalcitrantemente académico”: Teoría de la acción comunicativa. En sus dos tomos sintetiza sus investigaciones filosóficas y sociológicas para defender los valores del acuerdo, el consenso y el mutuo entendimiento. No se trata, sostiene, de buscar la verdad al margen de los intereses, sino de rastrear el modo en que las ideas de verdad, libertad y justicia están “constitutivamente insertas” en las estructuras del lenguaje. Los fundamentos de una sociedad no pueden proceder de un más allá metafísico —religioso, político o económico—, sino del lenguaje que comparten sus ciudadanos: “La verdad no existe en singular”. De ahí la fe de Habermas en la democracia deliberativa y en lo que más tarde —frente a la ebriedad nacionalista que conllevó la reunificación alemana— denominará “patriotismo constitucional”, un concepto que terminará extendiéndose por toda Europa.

La herida alemana
Desde la llamada “disputa del positivismo” entre Adorno y Popper, Jürgen Habermas no ha dejado de participar en las discusiones académicas de su disciplina, pero la mayoría de sus intervenciones públicas han estado, de un modo u otro, atravesadas por la necesidad de no olvidar una lección: la del Holocausto. De ahí su insistencia en la responsabilidad —que no culpa— colectiva de los alemanes durante la “disputa de los historiadores” de los años ochenta. También sus reservas sobre la participación del Ejército germano en las misiones de la OTAN en los Balcanes durante los noventa. “¿Qué significa para usted hoy ser alemán?”, le preguntó un periodista italiano en 1995. Su respuesta: “Encargarme de que la aleccionadora fecha de 1945 no caiga en el olvido por culpa de la fecha feliz de 1989”.

Max Frisch, Hildegard Unseld, Jürgen Habermas, Martin Walser y Ute Habermas en junio de 1977 en el lago de Costanza, viendo nadar a Siegfried Unseld, director de la editorial Suhrkamp, en la que el filósofo ejercía como asesor.
Max Frisch, Hildegard Unseld, Jürgen Habermas, Martin Walser y Ute Habermas en junio de 1977 en el lago de Costanza, viendo nadar a Siegfried Unseld, director de la editorial Suhrkamp, en la que el filósofo ejercía como asesor. JOACHIM UNSELD

Incluso cuando Peter Sloterdijk da a conocer sus Normas para el parque humano —la superación del humanismo tradicional desde la “antropotécnica” genética—, Habermas se fija en lo que considera “el núcleo fascista de una llamada social-darwinista a la crianza”. En su propia respuesta, Sloterdijk pone el dedo en la misma llaga: “La era de los hijos hipermoralizantes de padres nacionalsocialistas se está extinguiendo”. Con todo, lo terrible para el “hijo moralizante” no fue que esa opinión viniera de alguien nacido en 1947, sino que alguien nacido en 1927 pudiera compartirla. Fue el caso del novelista Martin Walser, íntimo amigo suyo desde los tiempos en que el filósofo era una de las personas más influyentes en la editorial Suhrkamp. Walser aprovechó su discurso de recepción del gran premio de la feria de Fráncfort de 1998 tanto para atacar a los intelectuales que siguen agitando la “maza moral de Auschwitz” como para criticar el monumento al Holocausto que Peter Eisenman proyectaba junto a la Puerta de Brandeburgo, elogiado por Habermas por su carácter abstracto y antimonumental. Cuando este responda a su ya ex-amigo lo hará calificando sus argumentos de “eructos de un pasado indigesto que brotan periódicamente de las tripas de la República Federal”.

En aquel discurso autobiográfico de Kioto, Jürgen Habermas aceptó la etiqueta de “filósofo intelectual”, pero rechazó la de clásico y hasta la trascendencia de su biografía particular. La tarea del intelectual, dijo, no es más que “mejorar el lamentable nivel de discurso de las confrontaciones públicas” y evitar a toda costa el cinismo. Un clásico es otra cosa. “En nuestra disciplina”, explicó, “se denomina clásico a aquel que con su obra permanece como un contemporáneo. El pensamiento de tales clásicos es como un volcán en ebullición que va depositando como escoria las distintas fases de su biografía. Esta imagen nos la imponen los grandes pensadores del pasado cuya obra resiste el cambio de los tiempos. Por el contrario, nosotros, los filósofos contemporáneos, que no somos otra cosa que profesores de filosofía, permanecemos solo como contemporáneos de nuestros contemporáneos”.

Habermas cumplió 90 años el pasado junio convertido en un icono de la cultura mundial al que las enciclopedias, como por resorte, siguen asociando al célebre Instituto de Investigación Social de Horkheimer y Adorno. Tal vez porque no dan crédito a una historia que corre desde hace décadas entre los filósofos. Un profesor estadounidense aterriza en Alemania, se sube a un taxi y dice: “A la Escuela de Fráncfort”. El taxista responde: “¿A cuál de ellas?”.

Jürgen Habermas. Una biografía. Stefan Müller-Doohm. Traducción de Alberto Ciria. Trotta, 2020. 644 páginas. 39 euros (papel) / 23,99 (digital).

https://elpais.com/cultura/2020/04/08/babelia/1586361642_479728.html

martes, 25 de mayo de 2010

Jürgen Habermas, reflexión sobre Europa.


Es largo, pero es importante. Reflexión del filósofo alemán. Para eso sirven los intelectuales, para alumbrar el camino.
Días decisivos: Occidente celebra el 8 de mayo y Rusia el 9 de mayo la victoria sobre la Alemania nacionalsocialista; también aquí, en Alemania, se habla de día de la liberación. Este año, las fuerzas de la alianza que lucharon contra Alemania (con la participación de una unidad polaca) celebraron conjuntamente un desfile de la victoria. En la Plaza Roja de Moscú Angela Merkel estaba justo al lado de Vladímir Putin. Su presencia confirmaba el espíritu de aquella nueva Alemania surgida en la posguerra, cuyas distintas generaciones no han olvidado que también fueron liberadas, a costa de los mayores sacrificios, por el Ejército ruso.
La canciller llegó desde Bruselas, donde había tratado de una derrota de un tipo completamente distinto. La imagen de la conferencia de prensa en la que se anunció la decisión de los jefes de Gobierno de la UE sobre el fondo de rescate común para contrarrestar los ataques al euro traicionaba la convulsa mentalidad no de aquella nueva Alemania, sino de la Alemania de hoy. La chirriante foto muestra las caras petrificadas de Merkel y Nicolas Sarkozy: unos jefes de Gobierno exhaustos que ya no tienen nada que decirse. ¿Acabará siendo esa foto el referente iconográfico del fracaso de una manera de ver Europa que ha marcado su historia durante más de medio siglo?
Mientras que en Moscú Merkel estaba a la sombra de la tradición de la antigua República Federal, este 8 de mayo pasado, en Bruselas, la canciller dejaba tras sí algo distinto: la lucha de semanas de una empedernida defensora de los intereses nacionales del Estado económicamente más poderoso de la UE. Apelando al ejemplo de la disciplina presupuestaria alemana, había bloqueado una acción conjunta de la Unión que habría respaldado a tiempo la credibilidad de Grecia frente a una especulación que buscaba la quiebra del Estado. Una serie de declaraciones de intenciones ineficaces había impedido una acción preventiva conjunta. Grecia como un caso aislado.
Ver en "El País" todo el artículo aquí.