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sábado, 12 de diciembre de 2020

El socialismo chino y el mito del fin de la historia

Por Bruno Guigue | 29/11/2018 | Economía
Fuentes: Le grand soir
Traducido del francés para Rebelión por Caty R.

En 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se atrevió a anunciar el «fin de la historia». «Con el hundimiento de la URSS, dijo, la humanidad entra en una nueva era. Conocerá una prosperidad sin precedentes». Aureolada con su victoria sobre el imperio del mal, la democracia liberal proyectaba su luz salvadora sobre el planeta asombrado. Desembarazada del comunismo, la economía de mercado debía esparcir sus bondades por todos los rincones del globo, unificando el mundo bajo los auspicios del modelo estadounidense (1). La desbandada soviética parecía validar la tesis liberal según la cual el capitalismo -y no su contrario el socialismo- se adaptaba al sentido de la historia. Todavía hoy la ideología dominante reitera esta idea simple: si la economía planificada de los regímenes socialistas cayó, es porque no era viable. El capitalismo nunca estuvo tan bien y ha conquistado el mundo.

Los partidarios de esta teoría están tanto más convencidos en cuanto que el sistema soviético no es el único argumento que habla en su favor. Las reformas económicas emprendidas por la China popular a partir de 1979, según ellos, también confirman la superioridad del sistema capitalista. ¿Acaso no han acabado los comunistas chinos, para estimular su economía, admitiendo las virtudes de la libre empresa y el beneficio, incluso pasando por encima de la herencia maoísta y su ideal de igualdad?

Lo mismo que la caída del sistema soviético demostraría la superioridad del capitalismo liberal sobre el socialismo dirigista, la conversión china a las recetas liberales parece asestar el golpe de gracia a la experiencia «comunista».

Un doble juicio de la historia, al fondo, ponía el punto final a una competición entre los dos sistemas que atravesaron el siglo XX.

El problema es que esa narración es un cuento de hadas. Occidente repite encantado que China se desarrolla convirtiéndose en «capitalista». Pero los hechos desmienten esa simplista afirmación. Incluso la prensa liberal occidental ha acabado admitiendo que la conversión china al capitalismo es un cuento. Los propios chinos lo dicen y dan argumentos sólidos. Como punto de partida del análisis hay que empezar por la definición habitual del capitalismo: un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción e intercambio. Ese sistema fue erradicado progresivamente en la China popular en el período maoísta (1950-1980) y efectivamente se reintrodujo en el marco de las reformas económicas de Deng Xiaoping a partir de 1979. De esta forma se inyectó una dosis masiva de capitalismo en la economía, pero -la precisión es importante- esa inyección tuvo lugar bajo la impulsión del Estado. La liberalización parcial de la economía y la apertura al comercio internacional muestran una decisión política deliberada.

Para los dirigentes chinos se trataba de incrementar los capitales extranjeros para acrecentar la producción interna. Asumir la economía de mercado era un medio, no un fin. En realidad el significado de las reformas se entiende sobre todo desde un punto de vista político «China es un Estado unitario central en la continuidad del imperio. Para preservar su control absoluto sobre el sistema político, el partido debe alinear los intereses de los burócratas con el bien político común, a saber la estabilidad, y proporcionar a la población una renta real aumentando la calidad de vida. La autoridad política debe dirigir la economía de manera que produzca más riqueza de forma más eficaz. De donde se derivan dos consecuencias: la economía de mercado es un instrumento, no una finalidad; la apertura es una condición de eficacia y conduce a esta directiva económica operativa: alcanzar y superar a Occidente» (2)

Es por lo que la apertura de China a los flujos internacionales fue masiva pero rigurosamente controlada. El mejor ejemplo lo proporcionan las Zonas de Exportación Especiales (ZES). «Los reformadores chinos quieren que el comercio refuerce el crecimiento de la economía nacional, no que la destruya», señalan Michel Aglietta y Guo Bai. En los ZES un sistema contractual vincula a las empresas chinas y las empresas extranjeras. China importa los componentes de la fabricación de bienes de consumo industriales (electrónica, textil, química). La mano de obra china hace el ensamblaje, después las mercancías se venden a los mercados occidentales. Este reparto de las tareas está en el origen de un doble fenómeno que no ha dejado de acentuarse desde hace 30 años: el crecimiento económico de China y la desindustrialización de Occidente. Medio siglo después de las «guerras del opio» (1840-1860) que emprendieron las potencias occidentales para despedazar China, el Imperio del Medio tomó su revancha.

Porque los chinos aprendieron la lección de una historia dolorosa, «esta vez la liberalización del comercio y las inversiones es competencia de la soberanía de China y están controladas por el Estado. Lejos de ser los enclaves que solo benefician a un puñado de «compradores», la nueva liberalización del comercio fue uno de los principales mecanismos que han permitido liberar el enorme potencial de la población» [3]. Otra característica de esta apertura, a menudo desconocida, es que beneficia esencialmente a la diáspora china, que entre 1985 y 2005 poseía el 60 % de las inversiones acumuladas, frente al 25 % por los países occidentales y el 15 % por Singapur y Corea del Sur. La apertura al capital «extranjero» fue en primer lugar un asunto chino. Movilizando los capitales disponibles, la apertura económica creó las condiciones de una integración económica asiática de la que la China popular es la locomotora industrial.

Decir que China se convirtió en «capitalista» después de haber sido «comunista» indica, pues, una visión ingenua del proceso histórico. Que haya capitalistas en China no convierte el país en «capitalista», si se entiende con esta expresión un país donde los dueños de capitales privados controlan la economía y la política nacionales. En China es un partido comunista con 90 millones de afiliados, que irriga al conjunto de la sociedad, el que tiene el poder político. ¿Hay que hablar de sistema mixto, de capitalismo de Estado? Es más conforme a la realidad, pero todavía insuficiente. Cuando se trata de clasificar el sistema chino, el apuro de los observadores occidentales es evidente. Los liberales se dividen en dos categorías: los que reprochan a China que siga siendo comunista y los que se alegran de que se haya hecho capitalista. Unos solo ven «un régimen comunista y leninista» disfrazado, aunque ha hecho concesiones al capitalismo ambiental [4]. Para otros China se ha vuelto «capitalista» por la fuerza de las cosas y esa transformación es irreversible.

Sin embargo algunos observadores occidentales intentan captar la realidad con más sutileza. Así Jean-Louis Beffa, en una publicación económica mensual, afirma directamente que China representa «la única alternativa creíble al capitalismo occidental». «Después de más de 30 años de un desarrollo inédito, escribe, ¿no es hora de concluir que China ha encontrado la receta de un contramodelo eficaz al capitalismo occidental? Hasta ahora no había surgido ninguna solución alternativa y el hundimiento del sistema comunista en torno a Rusia en 1989 consagró el éxito del modelo capitalista. Pero la China actual no lo suscribe. Su modelo económico híbrido combina dos dimensiones que saca de fuentes opuestas. La primera procede del marxismo leninismo, está marcada por un poder controlado del partido y un sistema de planificación vigorosamente aplicado. La segunda se refiera más a las prácticas occidentales, que se centra en la iniciativa individual y en el espíritu emprendedor. Cohabitan así el control del PCC sobre los negocios y un sector privado abundante» [5].

Este análisis es interesante pero vuelve a las dos dimensiones -pública y privada- del régimen chino, puesto que es la esfera pública, obviamente, la que está al mando. Dirigido por un poderoso partido comunista, el Estado chino es un Estado fuerte. Controla la moneda nacional, incluso la deja caer para estimular las exportaciones, lo que Washington le reprocha de forma recurrente. Controla casi la totalidad del sistema bancario. Vigilados de cerca por el Estado, los mercados financieros no desempeñan el papel desmesurado que se arrogan en Occidente. Su apertura a los capitales, por otra parte, está sometida a condiciones draconianas impuestas por el Gobierno. En resumen, la conducción de la economía china está en la férrea mano de un Estado soberano y no en la «mano invisible del mercado» querida por los liberales. Algunos se lamentan. Un liberal autorizado, un banquero internacional que enseña en París revela que «la economía china no es una economía de mercado ni una economía capitalista. Tampoco un capitalismo de Estado, porque en China es el propio mercado el que está controlado por el Estado» [6]. Pero si el régimen chino tampoco es un capitalismo de Estado, ¿entonces es «socialista», ya que es el propietario de los medios de producción o al menos ejerce el control de la economía? La respuesta a esta pregunta es claramente positiva.

La dificultad del pensamiento dominante para nombrar el régimen chino, como vemos, viene de una ilusión contemplada desde hace mucho tiempo: al abandonar el dogma comunista China entraría por fin en el maravilloso mundo del capitalismo ¡Sería estupendo poder decir que China ya no es comunista! Convertida al liberalismo, esta nación entraría en el derecho común. Con la vuelta al orden de las cosas, la capitulación validaría la teología del homo occidentalis. Pero sin duda se ha malinterpretado la célebre fórmula del reformador Deng Xiaoping: «poco importa que el gato sea blanco o negro si caza ratones».

Eso no significa que de igual el capitalismo o el socialismo, sino que se juzgará a cada uno por sus resultados. Se ha inyectado una fuerte dosis de capitalismo en la economía China, controlada por el Estado, porque era necesario estimular el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero China permanece en un Estado fuerte que dicta su ley a los mercados financieros y no al revés. Su élite dirigente es patriota. Incluso aunque conceda una parte del poder económico a los capitalistas «nacionales», no pertenece a la oligarquía financiera globalizada. Adepta a la ética de Confucio, dirige un Estado que solo es legítimo porque garantiza el bienestar de 1.400 millones de chinos.

Además, no hay que olvidar que la orientación económica adoptada en 1979 ha sido posible por los esfuerzos realizados en el período anterior. Al contrario que los occidentales, los comunistas chinos subrayan la continuidad -a pesar de los cambios efectuados- entre el maoísmo y el posmaoísmo. «Muchos tuvieron que sufrir por el ejercicio del poder comunista. Pero la mayoría se adhiere a la apreciación emitida por Deng Xiaoping, el cual tenía alguna razón para querer a Mao Zedong: 70 % positivo y 30 % negativo. Hoy existe una frase muy extendida entre los chinos que revela su opinión sobre Mao Zedong: Mao nos puso de pie, Deng nos hizo ricos. Y esos chinos consideran perfectamente normal que el retrato de Mao figure en los billetes de banco. Todo el apego que todavía hoy tienen los chinos a Mao Zedong se debe a que lo identifican con la dignidad nacional recuperada» [7].

Es cierto que el maoísmo acabó con 150 años de decadencia, de caos y de miseria. China estaba fragmentada, devastada por la invasión japonesa y la guerra civil. Mao la unificó. En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era alrededor de la mitad del de África y menos de tres cuartas partes del de la India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció de forma regular (2,8 % de media anual), el país se industrializó y la población pasó de 552 a 1.017 millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron espectaculares y se erradicaron las principales epidemias. El indicador que resume todo, la esperanza de vida pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Es un hecho indiscutible. A pesar del fracaso del «Gran salto adelante» y a pesar del embargo occidental -que siempre se olvida mencionar- la población china ganó 24 años de esperanza de vida con Mao. Los progresos en materia de educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de población analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980. Finalmente las mujeres chinas -que «sostienen la mitad del cielo», decía Mao- fueron educadas y liberadas de un patriarcado ancestral. 

En 1950 China estaba en ruinas. Treinta años después todavía era un país pobre desde el punto de vista del PIB por habitante. Pero era un Estado soberano unificado, equipado y dotado de una industria naciente. El ambiente era frugal, pero la población estaba nutrida, cuidada y educada como no había estado en el siglo XX.

Esta revisión del período maoísta es necesaria para comprender la China actual. Fue entre 1950 y 1980 cuando el socialismo puso las bases del desarrollo futuro. En los años 70, por ejemplo, China recogía el fruto de sus esfuerzos en materia de desarrollo agrícola. Una silenciosa revolución verde había hecho su camino aprovechando los trabajos de una Academia China de Ciencias Agrícolas creada por el régimen comunista. A partir de 1964 los científicos chinos obtienen sus primeros éxitos en la reproducción de variedades de arroz de alto rendimiento. La restauración progresiva del sistema de riego, los progresos realizados en la reproducción de semillas y la producción de abonos nitrogenados transformaron la agricultura. Como los progresos sanitarios y educativos, esos avances agrícolas hicieron posibles las reformas de Deng que han constituido la base del desarrollo posterior. Y ese esfuerzo de desarrollo colosal solo podía ser posible bajo el impulso de un Estado planificador. La reproducción de las semillas, por ejemplo, necesitaba inversiones imposibles en el marco de las explotaciones individuales [8].

En realidad la China actual es hija de Mao y Deng, de la economía dirigida que la unificó y de la economía mixta que la ha enriquecido. Pero el capitalismo liberal al estilo occidental no aparece en China. La prensa burguesa cuenta con lucidez la indiferencia de los chinos hacia nuestros caprichos. Se puede leer en Les Echos, por ejemplo, que los occidentales «han cometido el error de pensar que en China el capitalismo de Estado podría ceder el paso al capitalismo de mercado». ¿Qué se reprocha en definitiva a los chinos?

La respuesta no deja de sorprender en las columnas de un semanario liberal: «China no tiene la misma noción del tiempo que los europeos y los americanos. ¿Un ejemplo? Nunca una empresa occidental financiaría un proyecto que no fuera rentable. No es el caso de China, que piensa a largo plazo. Con su poder financiero público acumulado desde hace dos decenios, China no se preocupa prioritariamente de una rentabilidad a corto plazo si sus intereses estratégicos lo exigen». Después el analista de Les Echos concluye: «Así es mucho más fácil que el Estado mantenga el control de la economía. Lo que es impensable en el sistema capitalista tal y como lo practica Occidente no lo es en China». ¡No se puede decir mejor! (9).

Obviamente este destello de lucidez es poco habitual. Cambia la letanía acostumbrada según la cual la dictadura comunista es abominable, Xi Jinping es dios, China se desmorona bajo la corrupción, su economía se tambalea, su deuda es abismal y su tasa de crecimiento se halla a media asta. Un escaparate de tópicos y falsas evidencias en apoyo de la visión que dan de China los medios dominantes que pretenden entender a China según categorías preestablecidas muy apreciadas en el pequeño mundo mediático. ¿Comunista, capitalista, un poco de ambos u otra cosa? En las esferas mediáticas pierden los chinos. Es difícil admitir, sin duda, que un país dirigido por un partido comunista haya conseguido en 30 años multiplicar por 17 su PIB por habitante. Ningún país capitalista lo ha conseguido nunca.

Como de costumbre los hechos son testarudos. El Partido Comunista de China no renuncia a su papel dirigente en la sociedad y proporciona su armazón a un Estado fuerte. Heredero del maoísmo, este Estado conserva el control de la política monetaria y del sistema bancario. Reestructurado en los años 90, el sector público sigue siendo la columna vertebral de la economía china, representa el 40 % de los activos y el 50 % de los beneficios generados por la industria, predomina en el 80-90 % en los sectores estratégicos: siderurgia, petróleo, gas, electricidad, energía nuclear, infraestructuras, transportes, armamento. En China todo lo que es importante para el desarrollo del país y para su proyección internacional está estrechamente controlado por el Estado soberano. Un presidente de la República china nunca malvendería al capitalismo estadounidense una joya industrial comparable a Alstom, ofrecida por Macron envuelta en papel de regalo.

Si se lee la resolución final del Decimonoveno Congreso del Partido Comunista Chino (octubre de 2017), se comprueba la amplitud de los desafíos. Cuando dicha resolución afirma que «el Partido debe unirse para alcanzar la victoria decisiva de la edificación integral de la sociedad de clase media, hacer que triunfe el socialismo chino de la nueva era y luchar sin descanso para lograr el sueño chino de la gran renovación del país», hay que tomar esas declaraciones en serio. En Occidente la visión de China está oscurecida por las ideas recibidas. Se imagina que la apertura a los mercados internacionales y la privatización de numerosas empresas hacen doblar las campanas por el «socialismo chino». Nada más lejos de la realidad. Para los chinos esa apertura es la condición del desarrollo de las fuerzas productivas, no el preludio de un cambio sistémico. Las reformas económicas han permitido salir de la pobreza a 700 millones de personas, es decir, el 10 % de la población mundial. Pero se inscriben en una planificación a largo plazo en la que el Estado chino conserva el control. Hoy nuevos desafíos esperan al país: la consolidación del mercado interior, la reducción de las desigualdades, el desarrollo de las energías verdes y la conquista de las altas tecnologías.

Al convertirse en la primera potencia económica del mundo, la China popular elimina el pretendido «fin de la historia». Envía al segundo puesto a un Estados Unidos moribundo minado por la desindustrialización, el sobreendeudamiento, el desmoronamiento social y el fracaso de sus aventuras militares. Al contrario que Estados Unidos China es un imperio sin imperialismo. Ubicado en el centro del mundo, el Imperio del Medio no necesita expandir sus fronteras. Respetuosa del derecho internacional, China se conforma con defender su esfera de influencia natural. No practica el «cambio de régimen» en el extranjero. ¿No quieren vivir como los chinos? No importa, ellos no pretenden convertirlos. Centrada en sí misma, China no es conquistadora ni proselitista. Los occidentales libran una batalla contra su propio declive mientras los chinos hacen negocios para desarrollar su país. 

En los últimos treinta años China no ha hecho ninguna guerra y ha multiplicado su PIB por 17. En el mismo período Estados Unidos ha emprendido una decena de guerras y ha precipitado su decadencia. Los chinos han erradicado la pobreza mientras Estados Unidos desestabiliza la economía mundial y vive a crédito. En China retrocede la miseria mientras en Estados Unidos avanza. Nos guste o no el «socialismo chino» humilla al capitalismo occidental. Decididamente el «fin de la historia» puede ocultar otro.

Notas :

[1] Francis Fukuyama, La fin de l’Histoire et le dernier homme, 1993, Flammarion.

[2] Michel Aglietta et Guo Bai, La Voie chinoise, capitalisme et empire, Odile Jacob, 2012, p.17.

[3) Ibidem, p. 186.

[4] Valérie Niquet, «La Chine reste un régime communiste et léniniste», France TV Info, 18 octobre 2017.

[5] Jean-Louis Beffa, «La Chine, première alternative crédible au capitalisme», Challenges, 23 juin 2018.

[6] Dominique de Rambures, La Chine, une transition à haut risque, Editions de l’Aube, 2016, p. 33.

[7] Philippe Barret, N’ayez pas peur de la Chine !, Robert Laffont, 2018, p. 230.

[8] Michel Aglietta et Guo Bai, op. cit., p.117.

[9] Richard Hiaut, «Comment la Chine a dupé Américains et Européens à l’OMC», Les Echos, 6 juillet 2018.


Fuente: https://www.legrandsoir.info/le-socialisme-chinois-et-le-mythe-de-la-fin-de-l-histoire.html

lunes, 12 de octubre de 2015

Más progreso sin dejar a nadie atrás. Salud, empleo y seguridad alimentaria son los asuntos que cobran relevancia en la nueva agenda global, cuyo objetivo es reducir la enorme lacra de la desigualdad

A la comunidad de Loma Alta, en la región boliviana del Beni, no ha llegado noticia de las sofisticadas negociaciones que han desembocado esta semana en los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sus habitantes, sin embargo, saben perfectamente de qué se está hablando. Como muchos de los llamados “pueblos originarios” de América Latina, esta población ocupa el vagón de cola de un modelo de progreso desigual, con niveles de desnutrición y mortalidad materno-infantil que multiplican los de las regiones más desarrolladas del país. Su comunidad constituye un microcosmos de los retos del desarrollo en Bolivia y en buena parte del planeta... leer más.

http://elpais.com/elpais/2015/10/05/planeta_futuro/1444057481_569174.html

miércoles, 10 de diciembre de 2014

El capital según Carlos Fuentes. La voluntad política puede ganar la partida al peso de la maldición histórica

En 1865, Karl Marx afirmó que fue leyendo a Balzac como más aprendió sobre el capitalismo y el poder del dinero. En 2014 uno tendería a decir lo mismo: basta con actualizar los autores y los países. En La voluntad y la fortuna, un magnífico lienzo publicado en 2008, pocos años antes de su muerte, Carlos Fuentes hace un retrato edificante del capitalismo mexicano y de las violencias sociales y económicas por las que atraviesa su país, a punto de convertirse en la narconaciónque hoy cubre las primeras planas de los periódicos.

También nos cruzamos con personajes pintorescos, con un presidente que se comunica al estilo Coca-Cola y que en último término no es más que un patético arrendatario del poder frente a aquel, eterno, del capital, representado por un multimillonario todopoderoso que se parece mucho al magnate de las telecomunicaciones Carlos Slim, poseedor de la mayor fortuna del mundo. Unos cuantos jóvenes vacilan entre la resignación, el sexo y la revolución. Terminarán siendo asesinados por una mujer bella y ambiciosa que quiere su herencia y no necesita la ayuda de un Vautrin para cometer su crimen, prueba clara de que el nivel de violencia ha subido desde 1820. La transmisión patrimonial —objeto de deseo para todos los que están al margen del círculo familiar privilegiado, y a la vez una fuerza destructora de la personalidad individual para todos los que pertenecen a él— se encuentra en el corazón de la meditación del novelista.

Vemos también la influencia nefasta de los gringos, esos estadounidenses que poseen “el 30% del territorio mexicano” y de su capital, y hacen que la desigualdad sea incluso un poco más insoportable. Las relaciones de propiedad son siempre relaciones complejas, difíciles de organizar de manera pacífica en el marco de una misma comunidad política: nunca es sencillo pagarle la renta a un propietario ni ponerse de acuerdo tranquilamente sobre las modalidades institucionales que rodean esa relación y sobre la continuidad de la situación misma. Pero cuando es un país entero el que le paga rentas y dividendos a otro, aquello se vuelve francamente complicado. A menudo siguen ciclos políticos interminables que alternan fases de ultraliberalismo triunfante, autoritarismo y breves periodos de expropiación caótica, que desde siempre han minado el desarrollo de América Latina.

Y sin embargo el progreso social y democrático sigue siendo posible en el continente. Más al sur, en Brasil, Dilma Roussef acaba de ser reelecta por poco gracias al voto de las regiones pobres y de los sectores sociales más necesitados, que, a pesar de las decepciones y de los rechazos que sufrieron por parte del Partido de los Trabajadores (en el poder desde la elección de Lula en 2002), siguen apegados a los avances sociales de los cuales se han beneficiado y que temían ver suprimidos por el regreso de la “derecha” (en realidad, el partido socialdemócrata, porque en América Latina casi todo el mundo dice ser de izquierda, a condición, al menos, de que no le cueste demasiado caro a las élites).

De hecho, la estrategia de inversión social adoptada por Lula y Roussef, con la creación de la “bolsa familia” (una suerte de ayuda familiar reservada a los más pobres), y sobre todo el incremento del salario mínimo, permitieron una reducción notable de la pobreza en el transcurso de los últimos 15 años. Estos frágiles logros sociales ahora están amenazados por factores internacionales que afectan gravemente a la economía brasileña y la empujan a la recesión (la caída de los precios de las materias primas, particularmente del petróleo; los avatares de la política monetaria estadounidense; la austeridad europea), y sobre todo por las enormes desigualdades que aún lastran al país.

Volvemos a encontrar el peso de la maldición de la historia de la que nos habla Carlos Fuentes. Brasil fue el último país en abolir la esclavitud, en 1888, en un momento en que los esclavos todavía representaban cerca de un tercio de la población, y las clases poseedoras no han hecho nada para revertir esa desigualdad heredada.

La calidad de los servicios públicos y de las escuelas primarias y secundarias abiertas a todos sigue siendo baja. El sistema fiscal brasileño es terriblemente regresivo y a menudo financia gastos públicos que también lo son. Las clases populares pagan impuestos indirectos muy elevados, con tasas que llegan hasta el 30% en el caso de la electricidad, mientras que las grandes herencias pagan un impuesto irrisorio del 4%. Las universidades públicas son gratuitas, pero no benefician más que a una pequeña minoría privilegiada. Con Lula se instauraron tímidos mecanismos de acceso preferencial a las universidades para las clases populares y las poblaciones negra y mestiza (lo cual causó debates interminables sobre los problemas acarreados por la autodeclaración racial en los censos y en los documentos administrativos), pero su presencia en las aulas sigue siendo irrisoria.

Se necesitarán muchos combates más para romper la maldición de la historia y mostrar que la voluntad política puede ganarle a la buena y mala fortuna.

Thomas Piketty, autor de El capital en el siglo XXI (FCE, 2014, presentado ayer en la FIL de Guadalajara, México), es director de estudios en la École de Hautes Études en Sciences Sociales y profesor en la École d'Economie de Paris (piketty.pse.ens.fr).
Fuente: 5 DIC 2014 - El País.