En 1945, en el seco y soleado suroeste de Estados Unidos, se produjeron dos acontecimientos que alterarían el curso de la historia. Uno fue la prueba Trinity, la primera detonación nuclear del mundo y el momento que llevaría a Robert Oppenheimer a pronunciar una cita del Bhagavad Gita: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». El otro fue la fundación de [la empresa estadounidense de juguetes] Mattel.
La coincidencia de las fechas de estreno de las películas Oppenheimer y Barbie provocó un frenesí entre el público cinéfilo precisamente porque parecen muy opuestas. Y sin embargo, en el fondo, ambas comparten más de lo que muestra la cámara: son historias de Estados Unidos en guerra –-una guerra definida por el éxito de Oppenheimer y sus colegas, y que a su vez define a la muñeca más vendida. El mundo en el que nació Barbie, y del que se convertiría en símbolo y soldado, no existía antes de la primera detonación nuclear en la madrugada del 16 de julio.
Para quienes se encontraban en el emplazamiento de la prueba Trinity, la gravedad de lo presenciado fue evidente desde el primer momento. Como William Laurance, un periodista del New York Times seleccionado por los militares para cubrir el evento, dijo emocionado: «Uno se sentía como si hubiera tenido el privilegio de presenciar el nacimiento del mundo, de estar presente en el momento de la Creación, cuando el Señor dijo: ‘Hágase la luz'». Había dado comienzo la era nuclear.
A partir del Proyecto Manhattan, la guerra, la economía y la relación entre ambas quedarían profundamente alteradas. La consiguiente carrera de armamento nuclear sentaría las bases de la Guerra Fría, dotando a la lucha ideológica entre el capitalismo estadounidense y el comunismo soviético de un peso existencial. Como la amenaza de destrucción mutua asegurada obligaba a las dos superpotencias a abandonar el conflicto directo y competir por el poder de otras maneras, EE.UU. utilizaría cada vez más su economía como arma de guerra.
En 1951, el sociólogo David Reisman publicó un relato ficticio de una campaña de bombardeo estadounidense contra los soviéticos llamada «Operación Abundancia». Apodada «La Guerra del Nylon», la campaña imaginada por Reisman no incluía bombas, sino el bombardeo aéreo del país comunista con medias de nailon, paquetes de cigarrillos, yoyós y kits de peluquería caseros. Era, escribió, «una idea de una simplicidad apabullante: si se permitía al pueblo ruso probar las riquezas de América, no toleraría durante mucho tiempo a unos gobernantes que le ofrecieran tanques y espías en lugar de aspiradoras y salones de belleza”.
En cierto sentido, era la conclusión lógica de una sinergia económica generada durante la Segunda Guerra Mundial y personificada por el Proyecto Manhattan. Con un coste que superaba los dos mil millones de dólares (equivalentes a más de 30.000 millones en la actualidad), el proyecto implicó una colaboración sin precedente entre el ejército y sectores civiles como la manufactura y las instituciones académicas. Este espíritu colaborativo sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y potenció que el incipiente complejo militar-industrial se expandiera rápidamente durante la Guerra Fría.
El aumento vertiginoso del gasto en defensa generó nuevas industrias y puestos de trabajo, impulsando un período de prosperidad y ampliando rápidamente la clase media de EE.UU. Los estadounidenses, que salían de décadas de depresión y racionamiento de guerra, estaban preparados para consumir como nunca antes. Y la siempre presente amenaza de un ataque nuclear generó una actitud defensiva en torno al American Way of Life –una vida caracterizada en gran parte por la posesión de objetos materiales. La “libertad» se convirtió en el derecho a consumir libremente; el consumo se convirtió en un deber patriótico, un medio no sólo de lograr la realización personal, sino también de fortalecer la economía nacional y mantener a raya a los comunistas.
A medida que los estadounidenses con el bolsillo lleno se apresuraban a engalanarse con los lujos del Sueño Americano, las mismas empresas que fabricaban esas riquezas materiales se dedicaban a producir materiales de guerra. Los creadores de bienes de consumo se basaron en la experiencia de la fabricación militar y las innovaciones de los tiempos de guerra inundaron la sociedad de productos de consumo. El plástico, cuya producción se había cuadruplicado durante la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en la savia de una nueva era de producción en masa.
Aprovechando el auge de la posguerra, tanto de materiales de fabricación baratos como de bebés, la industria del juguete estadounidense se disparó. Los niños, más que nunca, se habían convertido en un consumidor demográfico por sí mismos: entre 1939 y 1953, el valor total de la industria creció de 86,7 a 608,2 millones de dólares.
En 1955, la aún joven Mattel tomaría dos decisiones que la impulsarían a la vanguardia de la industria. Con una medida que revolucionaría la publicidad de juguetes, la empresa acordó patrocinar el show del Club de Mickey Mouse, promocionando su nombre y sus productos directamente a un público infantil. Y contrataron al ingeniero de Raytheon Jack Ryan, diseñador de los misiles teledirigidos Hawk y Sparrow, como director de investigación y desarrollo. Contratado por “experiencia en la era espacial”, Ryan permanecería en la empresa durante veinte años, desarrollando una serie de juguetes perdurables como la muñeca Chatty Cathy y los coches de colección Hot Wheels. Pero el diseño por el que más se le conoce –cuyo nombre figura en los títulos de la mayoría de sus obituarios– es el de la muñeca Barbie.
Aunque Ryan realizaría importantes mejoras en la construcción de Barbie, su esbelta figura rubia fue modelada a imitación de la muñeca alemana Bild Lilli, un objeto humorístico para adultos que había llamado la atención de la cofundadora de Mattel, Ruth Handler, en un viaje a Europa. El personaje de Lilli en el que se basaba dicha muñeca procedía de una tira cómica creada para el número inaugural de Bild, un tabloide de extrema derecha fundado en Alemania Occidental en 1952 y tan dedicado a la lucha contra el comunismo que las autoridades de Alemania Oriental crearían su propio tabloide para contrarrestar la propaganda de Bild.
Lilli era una creación esencialmente capitalista, una cazafortunas que se las arreglaba en el mundo de la posguerra seduciendo a hombres ricos. Su apariencia era parte integrante de este objetivo. A menudo aparece dibujada en diversos estados de desnudez; por ejemplo, sujetando un periódico sobre su cuerpo desnudo y acompañada del diálogo «nos peleamos y se llevó todos los regalos que me había hecho». Aunque los creadores de Barbie eliminaron este trasfondo (y finalmente esa muñeca dejó de producirse), el cuerpo de Lilli, producto de las condiciones socioeconómicas en las que fue creada, permanecería intacto.
Lilly representaba el tipo de chica que podías conseguir si eras rico. Personificaba –como personaje y como producto– un consumismo que se alineaba con los objetivos políticos estadounidenses en Alemania Occidental. Desde 1948 Alemania Occidental había estado recibiendo asistencia estadounidense bajo el Plan Marshall, una iniciativa que pretendía revitalizar las economías de la Europa Occidental diezmadas por la guerra. El plan estaba diseñado, al menos parcialmente, para limitar y socavar el poder soviético en la región, asegurando el atractivo del capitalismo para sus habitantes. En un lenguaje paralelo al de Reisman en Operación Abundancia, el político republicano que pronto sería Secretario de Estado, John Foster Dulles, declaró en referencia a la necesidad del Plan: «La única manera en que se puede reunificar Alemania es creando unas condiciones en el oeste de Europa que sean tan atractivas, que susciten tal atracción en el este, que los soviéticos sean incapaces de mantener el control de la Alemania del Este”.
En 1959, el año del lanzamiento de Barbie, Estados Unidos necesitaba más que nunca reafirmar su supremacía económica. En 1948 seguía siendo la única potencia nuclear del mundo y disfrutaba de las prebendas de una floreciente economía posbélica, mientras que la URSS se estaba recomponiendo de la destrucción causada por la ocupación nazi. Pero a finales de la década de los 50 los soviéticos lograron una serie de éxitos científicos y económicos sin equivalente en EE.UU. Preocupado por si dicho éxito hacía al modelo soviético más atractivo para el mundo en vías de desarrollo, el entonces presidente Eisenhower se puso a la cabeza de una ofensiva psicológica para socavarlo.
Las dos naciones organizaron una especie de intercambio cultural en 1959 –una Exposición Nacional Estadounidense en Moscú y una Exposición Soviética en Nueva York– supuestamente con la intención de fomentar la comprensión y colaboración mutuas. Pero el verdadero objetivo de EE.UU., que no puso límite a sus exhibiciones de coches, moda, innovaciones domésticas y otros, era ilustrar a los ciudadanos de la URSS sobre la abundancia de consumo que estaba teniendo lugar en el capitalismo americano. Esta exhibición, esperaban los estadounidenses, vendería a los soviéticos el sueño americano y les convencería de que su propio gobierno –y el sistema económico que representaba– les estaba fallando.
Hasta qué punto la Exposición consiguió alcanzar sus objetivos continúa siendo objeto de debate. Pero las demandas de consumo eran ciertamente causa de creciente preocupación para los líderes soviéticos. Alrededor de esta época, el gobierno empezó a recoger datos sobre preferencias e inclinaciones de consumo, llegando a crear una partida para consumo familiar con prestaciones para comprar objetos como neveras y televisores. El entonces primer ministro Nikita Kruschof, sin dejar de hacer hincapié en una economía soviética basada en la defensa y la industria pesada, prometió en repetidas ocasiones que el consumo per cápita en la URSS superaría al de Estados Unidos.
“Hagamos que los rusos deseen lo que nosotros tenemos”, escribió el empresario industrial Norman Winston, que actuaba como asesor especial en la Exposición, haciéndose eco una vez más de la lógica de Operación Abundancia. “Que se lo pidan a gritos a sus dirigentes. Y que el clamor sea tan fuerte que exija respuesta. Tal vez entonces los líderes rusos, para mantener contento a su pueblo, desvíen algunas de sus instalaciones de fabricación de armas a la producción de muebles, batidoras eléctricas y casas prefabricadas”.
Lanzada al mercado meses antes de la inauguración de la Exposición Nacional Estadounidense en Moscú, Barbie –y su enorme variedad de ropas y accesorios– era un símbolo oportuno de “lo que tenemos”, un icono del consumo que la exposición se había esforzado tanto en vender. Entre 1959 y 1976 se pusieron a la venta alrededor de 43 juegos de Barbie, 32 conjuntos de mobiliario y 16 vehículos, y en EE.UU. Mattel comercializaría la friolera de 1179 trajes: 656 para Barbie más otros para Ken, Skipper, la prima Francie y otros miembros del universo Barbie. Como dijo [la revista] Business Week en 1961: «No son las muñecas, es la ropa».
Su complejo vestuario, que incluía atuendos como el “conjunto para picnic”, “la compradora urbana” o la “Barbie-coa” (indumentaria para barbacoas) tenía como meta enseñar a las chicas de clase media cómo vestir en determinados lugares, una función en la que hacía hincapié la estrategia de mercadotecnia de Mattel: “[Nuestro objetivo es] convencer a mamá de que Barbie convertirá a su hija en una ‘señorita elegante’ a partir de una niña burda, desaliñada, y posiblemente masculina». Debemos subrayar los detalles de los vestidos y el modo en que pueden enseñar a una niña vulgar a usar complementos». Se trataba, en otras palabras, de una herramienta para producir la próxima generación de consumidores estadounidenses, difundiendo la noción de que la clave de la felicidad era tener más, más, más.
Barbie nunca llegó a estar a la venta en la Unión Soviética. Su debut en Rusia se produciría en 1992, coincidiendo muy de cerca con la disolución de la URSS. Un titular del L.A. Times proclamaba en relación con su llegada: “La jovencitas sueñan con tenerla, los padres con poder pagarla”; su importancia en el imaginario estadounidense como símbolo de la supremacía de EE.UU. no se había visto empañada por el paso del tiempo.
En la actualidad Barbie supone alrededor de una tercera parte de los 5.000 millones de dólares de las ventas anuales de Mattel. Representa, en palabras del antiguo presidente y director ejecutivo de la compañía, Jill Barad, una “marca poderosa a escala mundial”. Con su debut cinematográfico, su espíritu consumista se muestra en todo su esplendor con una serie impresionante de marcas colaboradoras, que van más allá de las evidentes marcas de ropa, de esmalte de uñas o de patines hasta incluir desde productos de bollería hasta cepillos de dientes, pasando por videoconsolas, velas… la lista no tiene fin.
A lo largo de sus 64 años de existencia, el significado político y cultural de la muñeca Barbie ha eludido cualquier interpretación sencilla. Se la ha promocionado como modelo de mujer independiente y vilipendiado como vendedora de estándares de belleza imposibles. Se la ha considerado un icono feminista y tachado de fantasía sexista. Pero una cosa es cierta: Barbie es una capitalista. Su objetivo básico no es empoderar a las niñas ni mantenerlas sometidas a la mirada masculina. Su objetivo es, sobre todo, hacerlas consumir: muñecas, ropa, zapatos, casas de ensueño. Se trata de inculcarles respeto por lo material: en resumen, vender el sueño americano, preservar el American Way of Life.