Yugoslavia aún era un buen país en 1980 y sus escuelas de verano de física para postgraduados nos gustaban mucho a los jóvenes doctores. El Adriático se extendía ante John, Dora y yo. Aunque nuestros encuentros fueran esporádicos, quizás aquel fuera el tercero, siempre nos caímos bien. Había tres temas en nuestras conversaciones. La preferida de Dora era la situación política en España. La de John era mi trabajo sobre las reacciones entre núcleos pesados. La mía era, evitando en todo lo posible alusión delicada alguna, indagar sobre algunos intríngulis del proyecto Manhattan, de los que sabía que John era uno de los máximos expertos. Quizás alentados por nuestros segundos slivovicas, John se soltó un tanto ante la mirada perdida de Dora. Y al rato de escucharlo absorto hice la pregunta fatal: “¿Cómo era Robert Oppenheimer, John?”. Él apenas apagó su sempiterna sonrisa, pero Dora me miró seria, después sonrió, se levantó y me revolvió el pelo antes de marcharse diciéndome algo así como que era un charming Spanish baby boomer. Pedí excusas a John (Robert Huizenga) y me apenó perder la compañía de su joven esposa (25 años menor que él: otra baby boomer nacida tras la Segunda Guerra Mundial), Dorothy Koeze.
A partir de entonces empecé a indagar sobre el director científico de la primera bomba atómica. Leí mucho sobre él, pero lo que más me interesó fue el testimonio de algunos de sus colaboradores directos y, sobre todo, de los discípulos de aquellos que tenían mi edad más o menos. La mayor fuente de información la obtuve, como es lógico, a lo largo de los 18 años que colaboré con el Instituto Niels Bohr de Copenhague.
Este jueves se estrena la película dedicada a él, que promete ser la revelación cinematográfica de 2023. No me extrañaría que fuera así porque trata de una las personas más singulares del siglo XX por su carácter enigmático y complejo y las circunstancias que le tocó vivir.
Julius Robert Oppenheimer nació en Nueva York en 1904 en el seno de una familia rica de orígenes judíos y alemanes. Posiblemente, lo más notable de su adolescencia fue el diagnóstico que le hicieron por su carácter oscuro: demencia precoz, es decir, esquizofrenia. Siempre fue enormemente generoso a la vez que mezquino y arrogante; enclenque de salud precaria y agresivo hasta llegar al límite de dos intentos de homicidio; pacato de carácter, pero jinete temerario y navegante audaz; odiado e idolatrado; sexualmente confuso al que amaron mujeres de singular inteligencia y fuerte personalidad. Resalto solo esto último e invito a que se indague más sobre Charlotte Riefenstahl, Jean Tatlock y Katherine Puening. La primera lo dejó para casarse, dos veces, con Fritz Houtermans, físico nuclear al que los nazis detuvieron y torturaron acusado de espía soviético y los estalinistas hicieron lo propio acusado de espía nazi. Tatlock fue una comunista y psiquiatra de gran renombre, que acabó suicidándose. Kitty, con la que Oppenheimer tuvo hijos, había sido viuda de un brigadista internacional en España, comunista enardecido, acribillado en el Ebro. Robert siempre negó haber sido comunista, pero su hermano Frank lo fue y él mismo contribuyó decididamente con oratoria y dinero a defender la República española.
Robert Oppenheimer, al final de su vida, en los años sesenta.
Lo último que considero que caracterizó a Oppenheimer fue lo que le respondió a su amigo judío y gran físico Isidor Rabi al comentarle este que del cristianismo le desconcertaba su combinación de sangre y delicadeza: “Justo eso es lo que más me atrae”.
La fisión nuclear
En cuanto los alemanes Strassmann y Hahn sospecharon que habían encontrado fragmentos de un núcleo pesado y Frish y, particularmente, su tía Lise Meitner explicaron el mecanismo de esa fisión nuclear, se intuyó que estaban ante la posible liberación de una energía descomunal. Einstein y, sobre todo, el húngaro Leó Szilárd escribieron al presidente de los Estados Unidos, el progresista Franklin D. Roosevelt, para alertarlo de que los alemanes tenían toda la capacidad científica y tecnológica para desarrollar una bomba atómica que, sin duda, decidiría la victoria nazi en la guerra.
Estados Unidos hacía tiempo que se había impregnado de anticomunismo, por lo que se enfrentaba a un dilema con la guerra en Europa desencadenada. Si sus aliados naturales caían en manos del nazismo, su papel en el futuro quedaría desdibujado. Pero quien más ferozmente estaba luchando contra los nazis era la Unión Soviética, por lo que, tras el teatral por falso pacto entre Stalin y Hitler, los rusos se habían convertido en el mejor aliado de la Europa libre y de Estados Unidos. Si los nazis conseguían la bomba atómica, el futuro estaba decidido; pero si los soviéticos los arrollaban, ese futuro, aunque en el sentido opuesto, sería tan distante del espíritu estadounidense como el nazi.
Los primeros cálculos fueron estremecedores: aquello implicaría la tarea de decenas de miles de personas encabezadas por los mejores físicos e ingenieros del país, con una inversión escalofriante y con el Ejército detrás de toda esa organización. El proyecto se denominó Manhattan porque allí estaba la sede del regimiento de ingenieros. El jefe militar de aquella tremenda organización fue fácilmente decidido: el coronel Leslie Groves, que acababa de dirigir la construcción del mayor edificio en planta del mundo, el Pentágono.
El problema era quién dirigiría a los científicos. El dilema era inquietante: por inteligencia, capacidad de liderazgo entre científicos iguales y sobre todo superiores, versatilidad temática, conocimiento personal de los físicos alemanes sin duda implicados en la bomba nazi, y muchas otras características, el candidato ideal era Robert Oppenheimer. Por su tendencia declaradamente comunista, si había algún científico invalidado para el puesto de director científico del proyecto era él mismo. Y ahí intervino la arrolladora personalidad del ya general Groves. Si Oppenheimer era idóneo para dirigir el proyecto, de las posibles consecuencias de su ideología se responsabilizaba él. Uno de los comentarios que hizo Oppenheimer al aceptar, para mayor inquietud de los militares, fue que, si los españoles hubieran resistido un poco más, Franco y Hitler habrían compartido la misma tumba.
Aquella fue una de las mayores hazañas científicas de la historia de la humanidad llevada a cabo en tan solo dos años y medio, pero el resultado fue tan espantoso que se consideró que había supuesto el fin de la física, cuando no el de la ciencia. Los científicos e ingenieros decisivos en el proyecto se sublevaron al ver que el mediocre y artero Truman, sustituto por fallecimiento del inteligente Roosevelt, podía acceder al deseo de los militares y lanzar la bomba sobre población civil no solo desarmada sino derrotada. Alemania estaba destruida desde los cimientos, Hitler hacía meses que se había suicidado y Japón, tras ser arrasada con napalm, solo estaba discutiendo los términos de la rendición.
Oppenheimer, con Albert Einstein en 1950.
Pero estas son historias que sin duda la película de Christopher Nolan nos desvelará con todo rigor y dramatismo, así como reflejará la compleja personalidad de uno de los personajes más decisivos y turbadores del siglo XX.
Oppenheimer y el general Leslie R. Groves, en Alamogordo (Nuevo México), en septiembre de 1945.
Robert Oppenheimer, con sombrero, y el general Leslie Groves (a su lado) examinan junto a otros científicos y militares los restos de una torre arrasada por la primera prueba atómica, en Almogordo, Nuevo México.
GETTY
A veces recuerdo el amable desplante de Dora Huizenga aquel atardecer en el Adriático, así como la infinidad de conversaciones que he tenido con otros físicos nucleares de mi generación baby boomer. Creo que todos, en particular los de carácter progresista, hemos llegado a la misma conclusión que nos atenazará hasta que nos extingamos: si nos hubiésemos enfrentado a la disyuntiva de unirnos o no al terrible proyecto Manhattan, habríamos aceptado participar en él.
Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Física Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Su último libro es La hechicera, el gato y el demonio, de Zenón de Elea a Stephen Hawking: Los doce experimentos imaginados que cambiaron la historia (Debate, 2023)
A veces recuerdo el amable desplante de Dora Huizenga aquel atardecer en el Adriático, así como la infinidad de conversaciones que he tenido con otros físicos nucleares de mi generación baby boomer. Creo que todos, en particular los de carácter progresista, hemos llegado a la misma conclusión que nos atenazará hasta que nos extingamos: si nos hubiésemos enfrentado a la disyuntiva de unirnos o no al terrible proyecto Manhattan, habríamos aceptado participar en él.
Manuel Lozano Leyva es catedrático emérito de Física Atómica y Nuclear de la Universidad de Sevilla. Su último libro es La hechicera, el gato y el demonio, de Zenón de Elea a Stephen Hawking: Los doce experimentos imaginados que cambiaron la historia (Debate, 2023)