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miércoles, 13 de noviembre de 2024

Los esclavos, sombras de la historia de España.

La memoria democrática pasa por alto la experiencia más cruel de nuestro país, que no está ligada a la confrontación política pero cuya negación es uno de los arquitrabes de la ideología española.

En la abolición de la esclavitud convergen tres cuestiones: el interés económico de quienes se benefician, la experiencia social de quienes padecen cautividad y la vertiente moral sobre lo justo, lo humano, lo correcto. Naturalmente, la abolición, en tanto decisión gubernamental o parlamentaria que se traduce en una ley, es en todo momento un asunto político.

En la historia del abolicionismo ha dominado el relato que lo presenta como un movimiento creciente desde finales del siglo XVIII, la Era de las Luces y la Razón, de la proclamación de derechos y la irrupción de los principios liberales, de un nuevo comienzo de la civilización. Seguidores de varias Iglesias cristianas reformadas y defensoras de valores humanos se situaron a la cabeza… en el Reino Unido, pues fue un fenómeno local. En 1807, gracias a un giro en la política del partido whig (más tarde, Liberal), obtuvieron la prohibición del comercio de esclavos en el Atlántico para los barcos y los súbditos británicos. Comenzó una cruzada con el objetivo de extender la supresión de la trata, en la que se empleó la armada y se forzaron acuerdos con diversos países, como España en 1817. El Parlamento británico, bajo presión del lobby financiero, bloqueó la proposición de prohibir a sus bancos participar en el negocio del esclavismo de otros países. El Reino Unido continuó siendo el principal consumidor de artículos producidos por esclavos: algodón para sus fábricas, azúcar para las refinerías y su reexportación tras alcanzar el nivel más elevado de consumo per cápita del mundo.

Cada abolición nacional posee su propia historia. La española tiene en su haber el récord de haber sido el último país en adoptar medidas efectivas para poner fin al comercio transatlántico, en 1866, y de ser la última nación europea en acometer la prohibición de la esclavitud en sus colonias. Fue campeona, también, en relación con el tamaño de los territorios de destino y a su población, en la introducción de africanos esclavizados mientras rigieron tratados internacionales que prohibían ese comercio: entre 1820 y 1866 se desembarcó de manera clandestina en torno a 700.000 africanos. Un negocio de esa magnitud jamás se hubiera podido llevar a cabo sin tejer una tupida red de complicidades administrativas y políticas. Esto último creó un fuerte y temprano valladar ante las propuestas de abolición: el nutrido club de adversarios a la supresión del trabajo forzado. La corrupción económica dejó su impronta y abarcó desde los capitanes generales a los modestos alcaldes de partido de Cuba y Puerto Rico.

Las Cortes españolas conocieron propuestas de abolición desde 1811. Cedieron al clamor contrario en el Gobierno y en los escaños. Hasta 1865 no se autorizó la existencia de una Sociedad Abolicionista. El grueso de los liberales (la corriente de ese nombre en Cádiz y el Trienio Liberal, el Partido Progresista entre 1836 y 1870) no solo se mostró tibio ante la cuestión, sino que en 1837 sacó de su agenda cualquier mención al tema. Dirigentes como Mendizábal o Salustiano Olózaga garantizaron a los hacendados de Cuba la conservación de la esclavitud y de su principal sistema de reemplazo, la trata clandestina. Los conservadores se mostraron defensores acérrimos del statu quo.

Existe la extendida creencia de que la esclavitud fue abolida en suelo español en 1836 o 1837, según se cite. Constituye una fake news precursora de la actual. El Consejo Real, precedente del Consejo de Estado, fue consultado en la primera fecha sobre la petición de varios esclavos negros residentes en Madrid que solicitaban ser declarados libres. El Consejo recomendó que así se hiciera. En su lugar, el Gobierno dispuso que no se concedieran pasaportes a los esclavos para pasar a la metrópoli con sus dueños. En 1837 se debía debatir en las Cortes una proposición del ministro de Gracia y Justicia suprimiendo la esclavitud en suelo peninsular. Admitida a trámite, nunca se debatió, pues entre tanto el Parlamento acordó excluir a las “provincias de ultramar” del marco de la Constitución española y de su representación política, con discursos basados en la diferencia de razas y el peligro que suponía la libertad o el reconocimiento de derechos a los libertos. El capitán general de Puerto Rico acordó que los esclavos que viajaran con sus amos quedarían en libertad al pisar suelo español. Las autoridades cubanas adoptaron una medida semejante en 1861. En 1866 se extendió la prohibición mediante un decreto. Estas disposiciones ignoraron a los esclavos que ya residían en España.

La abolición llegó en medio de disputadas luchas políticas. Y siguió un procedimiento gradual, tan dilatado que consumió 16 años —una generación, hubiera sostenido Ortega—. En 1870 se aprobó una ley por la que los nacidos de mujer esclava serían libres, aunque debían permanecer bajo potestad de los dueños de sus madres mientras estas siguieran en esclavitud, hasta cumplir los 18 años, y trabajar para aquellos desde la edad que fuera habitual hacerlo. Se daba la libertad a los que tuvieran cumplidos 60 o más años. En marzo de 1873, en medio de una monumental crisis política —la proposición se había llevado por delante el trono de Amadeo de Saboya—, se aprobó la abolición de la esclavitud en Puerto Rico. Unos 30.000 cautivos fueron liberados. En proporción a los habitantes de la isla, equivalía a la actual población de Madrid con respecto a la de España. La ley obligaba a los libertos a contratarse obligatoriamente durante los cuatro años siguientes y retrasaba el reconocimiento de sus derechos. Las Cortes aprobaron instalar en las paredes del Congreso de los Diputados una losa de mármol con la siguiente leyenda: “Este día famoso, fue rota la cadena del esclavo”. El diputado que lo propuso recordó al clásico que había dicho: “La vida de los muertos consiste en la memoria de los vivos”. Sigue pendiente la ejecución de ese acuerdo. La conmemoración en 2023 de los 150 años de la ley pasó desapercibida mientras se despertaba la absurda discusión de si había tenido esclavos, si su trato había sido humano o, incluso, si nuestro país había poseído colonias.

En 1880 se acordó la abolición gradual para Cuba: el esclavo era llamado “patrocinado” sin cambiar su estatus; el sistema tendría una duración de ocho años y a partir del cuarto se sortearían las emancipaciones. En 1886, de forma vergonzante, con una enmienda a la ley de presupuestos, se autorizó al Gobierno a anticipar dos años la supresión del patronato. Fue acordado tres meses después mediante Real Decreto.

La memoria democrática pasa por alto la experiencia más extensa, cruel y humanamente comprometida de la historia de España. No está unida a relatos de confrontación política, los atraviesa y su negación es uno de los arquitrabes de la ideología española. Los nombres de los beneficiarios de la trata y de la esclavitud conforman una escogida relación muy presente en la alta sociedad y el empresariado español del siglo XIX. Sus descendientes han constituido una pléyade de los negocios, la aristocracia y el mundo de la política y la cultura hasta nuestros días. El abolicionismo es un recordatorio del nervio moral de una España olvidada. Es, ante todo, la evidencia práctica de la persistencia de la esclavitud en nuestro país hasta finales del siglo XIX. Quizás ha llegado el momento de reconocer esta deuda y pensar en las reparaciones por principio moral y justicia retributiva.

José Antonio Piqueras es catedrático de Historia de la Universitat Jaume I y director de la Cátedra UNESCO de Esclavitudes y Afrodescendencia. Autor de Negreros y El antiesclavismo en España y sus adversarios (Catarata, 2021 y 2024).

jueves, 4 de agosto de 2022

_- Una historia de la esclavitud moderna española


_- Hace unos días finalicé la lectura de Negreros. Españoles en los tráficos y en los capitales esclavistas 
(Madrid, Los Libros de Catarata, 2021), cuyo autor es José Antonio Piqueras. Estamos ante un libro denso e intenso, lleno de personajes que, en muchos casos, se encuentran entrelazados entre sí. Es una historia de la esclavitud moderna española, centrada en el periodo que va de finales del siglo XVIII a finales del XIX y relacionada con el despegue del capitalismo. Está conectada con lo ocurrido en otros países, como Gran Bretaña, EE.UU., Francia, Países Bajos o Portugal, pero sin olvidarse, entre otros, de países latinoamericanos como Brasil, Venezuela o Argentina, o las por entonces todavía colonias españolas de Cuba y Puerto Rico.

En todos esos países o colonias se conocieron situaciones cambiantes en torno a la esclavitud, si bien cobró importancia el caso de Gran Bretaña, que a partir de 1807 tomó un camino contrario a la trata de personas esclavas, dedicándose a perseguir, apresar y enjuiciar a quienes se dedicaban a ella en las aguas del océano Atlántico. Eso no óbice para que su sistema económico -lo que no debe olvidarse- formara parte de la canalización de los capitales que circulaban y se generaban en torno a esa actividad, así como sus empresas se dedicaran a la compra de materias primas (sobre todo, el algodón) y de productos para el consumo europeo (como el azúcar, el tabaco o el café). Y tampoco debemos perder de vista la constatación, una vez más, de que en la historia del capitalismo, en gran medida en sus orígenes, la trata de personas y su utilización como mano de obra de esclava fue una de las principales fuentes de acumulación de capital.

En el libro se menciona a muchas personas, que son situadas en sus entornos familiares y en los consiguientes entrelazamientos matrimoniales que se fueron dando entre ellas. Se alude también, por supuesto, a las redes de intereses económicos y políticos que se fueron desplegando a lo largo de esos años, tanto en los lugares donde está presente la esclavitud de una forma directa como en la propia metrópoli española. Aparecen, así, inversores de las expediciones, capitanes de barco, comerciantes, compradores, cargos públicos de la isla, militares, políticos de la metrópoli… Fue frecuente un trasiego de ida y vuelta entre la Península y América por una parte de esos personajes. Y no faltó la corrupción sistémica que involucró a numerosas personas a base de mordidas, participaciones directas o encubiertas, etc.

En el caso español el circuito de la trata hizo uso del tradicional comercio triangular iniciado principalmente a partir del siglo XVII: barcos que salían con productos europeos hacia la costas africanas, donde se trocaban por personas esclavas con destino a América, para finalmente regresar con productos americanos, trabajados, a su vez, con mano de obra indígena y/o esclavizada. En otros casos las expediciones salían de la propia Cuba, e incluso de EEUU, en un viaje de ida y vuelta intercontinental. Cobraron, así, importancia puertos como los de La Habana, Santiago de Cuba, Cádiz, La Coruña, Nueva York, Charleston o Boston; factorías comerciales ubicadas a lo largo de las costas de Sierra Leona, Benin, Angola o Mozambique; centros financieros como los de Nueva York, Londres o Barcelona; o ingenios azucareros que se ubicaron a lo largo y ancho del oeste y el centro de Cuba.

Se ha estimado que desde 1819 participaron en el caso español entre 2.000 y 2.500 barcos para tales menesteres, de los cuales hay constancia de unos 350 apresados por los barcos británicos y llevados algunos de sus responsables a juicio en tribunales especiales ubicados en Sierra Leona y La Habana. Fueron, pues, centenares de miles las personas llevadas forzosamente al continente americano, en especial al área del Caribe y en mayor medida a la isla de Cuba.

En el libro se mencionan también las localidades originarias de donde fue saliendo a lo largo de esos años esa minoría de españoles: vascos, cántabros, gallegos, catalanes, andaluces… 
Formaron parte de esa minoría enriquecida a los que se conoció como indianos. Menos, como negreros, entre otras cosas para evitar la mala prensa y la pérdida de honor que esa denominación suponía. Y por nombrar a unos pocos, entre los más destacados estuvieron los hermanos Cuesta Manzanal, Juan Madrazo, Antonio Frías, Carlos Drake del Castillo, Juan José Zangróniz, Pedro Blanco, Juan Manuel Manzanedo («el hombre más rico de España»), Antonio López y López…

Hay unos pasajes del libro, los referidos al último de los nombrados, que pueden ilustrar lo que fue esa realidad: «el futuro marqués de Comillas dista de figurar entre los grandes negreros de la trata. Ese lugar corresponde a Joaquín Gómez, Juan José Zangróniz, Juan Zulueta, Pedro Blanco, Pedro y Santiago Cuesta Manzanal, Domingo Aldama, Juan Madrazo, Antonio Frías, Bernardo Martínez de Pinillos, los O’Farrill, y tantos otros» (p. 199).

Y es que el cántabro Antonio López y López, con la ayuda de su hermano Claudio en los primeros momentos, pasó de ser un humilde tendero a adquirir varios ingenios en Cuba, 
que eran trabajados por centenares de esclavos. A mediados del siglo XIX decidió regresar a la Península, sin perder de vista lo que había sembrado en la isla. Empezó a invertir en empresas de navegación ubicadas en Alicante, Barcelona y Cádiz, y luego decidió instalarse en la capital catalana. Con el paso de los años, nombramiento de senador vitalicio incluido, «recibió de Alfonso XII en 1878 el titulo de marqués de Comillas. 

En 1881 el rey le otorgó la Grandeza de España de primera clase [que conllevó su nombramiento como senador vitalicio]. Al fallecer en 1883, el antiguo comerciante de tienda en Santiago de Cuba, que anunciaba en la prensa local su voluntad de comprar esclavos, presidía el banco Hispano Colonial, el Banco de Crédito Mercantil, la Compañía General de Tabacos de Filipinas, la Compañía Transatlántica de España y la compañía de seguros La Previsión. Era vicepresidente de la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España. Levantó los astilleros de Matagorda [en la Bahía de Cádiz] y grandes fincas rústicas en varias provincias. Era el empresario-financiero-industrial- más importante del país. Había comprado el palacio Moja en Barcelona y había hecho construir el palacio Sobrellano y una villa en Comillas, El Capricho, a Antonio Gaudí». Ya fallecido, su hijo Claudio fue quien dio vida a la famosa Universidad Pontificia de Comillas, elitista donde las haya y entregada para su gestión a la Compañía de Jesús (pp. 199-200).

Y un añadido/inciso, por mi parte, sobre este personaje: es el mismo al que le erigieron estatuas con el fin de perpetuar su memoria como modelo hombre de negocios, intrépido y triunfador. Una, la de Barcelona, fue retirada en 2018 por decisión del Ayuntamiento, después que se reconociera que sus méritos estaban basados, como los de tantos otros negreros, en la trata y explotación de personas esclavas. Otra de las estatuas está ubicada en su localidad natal de Comillas, donde continúa levantada, sin que exista voluntad de reconocer la historia oscura que se esconde tras el personaje.

Volviendo al libro, todavía hasta la actualidad no ha dejado de mantenerse la presencia de esos personajes a través de lo que fueron sus creaciones materiales (esto es, empresas e instituciones) y, claro está, de quienes las han ido heredando. A modo de ejemplos, es lo que ocurre con personajes como las hermanas Koplowitz, Manuel Soroa, la familia Rato y Rodrigo Rato, Fernando Suárez, los Primo de Rivera, Alejo Vidal-Quadras, José María de Areilza, los hermanos Goytisolo, Joaquín Satrústegui, la familia Terry, la familia Borbón (a través de María Cristina y su consorte Agustín Fernando Muñoz), Eusebio Güell y familia, la familia Ybarra, Antonio Goicoechea…

En el libro se hace mención a un «partido negrero», 
un poderoso grupo de presión formado para que las cosas de la esclavitud, independientemente de la situación legal, siguieran como desde décadas atrás se había conformado. Cobró importancia desde los años centrales del siglo XIX y, entre otras cosas, como se señala en el libro, estuvo en la raíz del asesinato del general Juan Prim. No debemos perder de vista que en 1870 fue cuando se abolió parcialmente la esclavitud en Puerto Rico y que entre las intenciones del general, por entonces jefe de gobierno, estaba acabar con la recién iniciada guerra de independencia en la isla y hasta la concesión de la autonomía. 

Desde los medios de ese «partido negrero» Prim fue víctima de una campaña de prensa lanzada bajo la acusación de querer vender la isla a EEUU (p. 293). A finales de ese año fue víctima de un atentado mortal, en el que estuvo involucrada gente con vínculos con ese grupo de presión, como el general Francisco Serrano o el duque de Montpensier. Pocos años después, con Antonio Cánovas al frente del gobierno, se sobreseyó el caso y fueron puestos en libertad quienes habían estado en prisión como inculpados.

Fue en ese contexto donde surgió un patrioterismo español, 
mezcla de racismo y clasismo desaforado, que, sobre todo desde 1898, fue ganando adeptos en los círculos políticos y militares. Entre los primeros estuvieron Ramiro de Maeztu o Antonio Goicoechea, miembros de los años 30 de la rama fascista monárquica. Y entre los últimos, algunos de los que participaron en el golpe de estado de 1936. Sí, los Sanjurjo, Mola, Cabanellas, Queipo de Llano, Kindelán, Dávila… Y ya para terminar, no podemos olvidarnos de algunas de las personas que mostraron su oposición a la esclavitud, dando con ello muestras de la dignidad que estuvo ausente en quienes participaron en el negocio negrero. 

Una de ellas fue el sevillano José María Blanco White, que estuvo entre los primeros liberales españoles y fue autor del libro Bosquexo del comercio en esclavos. El motivo que le llevó a escribirlo fue llamar la atención «en nombre de las victimas que la codicia de algunos de sus paisanos está arrancando todos los días de la costa de África» (p. 275). Otra de esas personas fue Agustín Argüelles, uno de los redactores de la Constitución de 1812 y el diputado que propuso el fin de la trata de personas esclavos. Objeto de duros ataques por ello, se refirieron a su propósito con el término de «humo filantrópico» (p. 276). Y también está el general Jerónimo Valdés, quien desde su cargo de capitán general de Cuba durante los años de gobiernos progresistas combatió las prácticas ilegales llevadas a cabo y la corrupción existente.

Hace unos años leí otro libro de José Antonio Piqueras, Cánovas y la derecha española. Del magnicidio a los neocon (Barcelona, Península, 2008), con el que no quedé defraudado, sino todo lo contrario, algo que ahora se ha repetido. Mientras estaba leyendo Negreros no paré de dar vueltas al carácter sórdido de lo que se cuenta a lo largo de sus 300 páginas. Y hablo de sordidez en un doble sentido: porque estamos ante la realidad de la forma más extrema y perversa de sometimiento, explotación y degradación llevada a cabo por unos seres humanos sobre otros; y porque, en el caso que nos ocupa, el español, ha estado pasando desapercibida para la gran mayoría, de manera que sus responsables, en cualquiera de los grados que hubieran participado, han pasado y siguen pasando como personas de honor.

(El artículo ha sido publicado en el blog del autor Entre el mar y la meseta: https://marymeseta.blogspot.com/2022/07/negreros-de-jose-antonio-piqueras-un.html).