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viernes, 8 de diciembre de 2023

_- El juego de la ciencia. MATEMÁTICAS. El sistema diédrico.

_- El sistema diédrico.

-Gaspard Monge, matemático francés amigo de Napoleón, fue el creador del sistema diédrico para la representación plana de objetos tridimensionales.

Nuestro comentarista histórico Francisco Montesinos, que por un problema técnico había quedado marginado de la sección de comentarios durante un tiempo, vuelve con una demostración del teorema de Napoleón, del que hablábamos la semana pasada:

“Sea ABC un triángulo cualquiera, D, E, F los terceros vértices de los triángulos equiláteros construidos respectivamente sobre cada lado y M, N, P sus centros respectivos. Como M = A + D + B/3, N = B + E + C/3 y P = A + C + F/3 es fácil ver con algo de paciencia que (P – M)e^i(pi/3) = N – M, lo cual demuestra el teorema. Para demostrar la segunda parte basta observar que M + N + P = A + B + C y dividir por 3 ambos términos, lo cual es consecuencia inmediata de que también E + F + D = A + B + C. Yo me he situado en un plano afín, que como se sabe es un espacio de puntos del plano asociado a un espacio vectorial. Aunque la belleza de la demostración geométrica del teorema es inigualable, esta que propongo creo que no le va muy a la zaga por su alcance dentro de su simplicidad”.

El teorema de Napoleón
El sistema Monge
Adelaida López señaló oportunamente que entre los matemáticos con los que se relacionaba Napoleón no se puede dejar de mencionar a Gaspard Monge, uno de los padres de la geometría descriptiva y creador del sistema diédrico (también conocido, en su honor, como sistema Monge), que desarrolló en su influyente libro Géometrie descriptive, publicado en 1799. Monge también es conocido, sobre todo entre los economistas, por sus importantes contribuciones a la resolución de problemas de optimización (pero ese es otro artículo).

El sistema diédrico, fundamental en el dibujo técnico, consiste en representar un objeto tridimensional mediante sus proyecciones ortogonales sobre planos que se cortan perpendicularmente. Normalmente, se muestran el alzado o vista fontal, la planta o vista cenital y el perfil o vista lateral, aunque a veces basta con dos vistas (los temibles “monos” de los exámenes de ingeniería). Invito a mis sagaces lectoras/es a reconstruir mentalmente (o con lápiz y papel) los objetos cuyas proyecciones ortogonales se muestran a continuación (las líneas de puntos representan aristas ocultas).

El sistema diédrico.
CARLO FRABETTI
El sistema diédrico.
El sistema diédrico.

Y, para nota, un “mono oral” (la sencilla descripción hace innecesario el dibujo) tomado de un examen de hace sesenta años de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid:

El alzado (vista frontal) de un objeto es un círculo, y su planta (vista cenital) es un cuadrado de lado igual al diámetro del círculo con sus dos diagonales. ¿Qué objeto es?

La retirada de Napoleón
Es bien sabido que una partida de ajedrez es la esquematización de una batalla; pero en el caso del final artístico de la semana pasada, el autor va un paso más allá, pues representa una contienda real. El rey negro es Napoleón. La casilla b1 es Moscú. La diagonal h1-a8 es el río Berézina. La casilla h8 es París. Los caballos blancos representan la caballería cosaca. La dama en h1 es el mariscal Mijaíl Ilariónovich Goleníshchev-Kutúzov. El rey blanco es el zar Alejandro I. Y hay un mate en 14 jugadas que se corresponden con las 14 jornadas de la retirada de Napoleón hasta llegar a París:

1. Cd2+, Ra2
2. Cc3+, Ra3
3. Cdb1+, Rb4
4. Ca2+, Rb5
5. Ca3+, Ra6
6. Cb4+, Ra7
7. Cb5+, Rb8
8. Ca6+, Rc8
9. Ca7+, Rd7
10. Cb8+, Re7
11. Cc8+, Rf8
12. Cd7+, Rg8
13. Ce7+, Rh8
14. Rg2++

Las blancas pueden dar mate en menos jugadas (¿cómo?), pero de este modo solo utilizan la caballería y rinden homenaje a la memorable victoria rusa de 1812 en 14 jornadas.

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sábado, 25 de noviembre de 2023

¿Fue Napoleón un monstruo?: críticas al director de la última película sobre el héroe francés por compararlo con Hitler y Stalin

Joaquín Phoenix como Napoleón.

FUENTE DE LA IMAGEN,ALAMY

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El ganador del Óscar Joaquín Phoenix interpreta a Napoleón Bonaparte en el nuevo largometraje de Ridley Scott.

Era el inicio de su campaña, y el veterano británico disparó una andanada de tiros a las líneas francesas. O mejor dicho, el director Ridley Scott estaba promoviendo su última película, que se estrenará en noviembre.

Napoleón promete ser un relato épico sobre el ascenso del emperador, interpretado por Joaquín Phoenix, que se enfoca en la volátil relación del emperador con su primera esposa Josephine (interpretada por Vanessa Kirby).
Joaquín Phoenix y Vanessa Kirby

FUENTE DE LA IMAGEN,ALAMY

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La película explorará la caótica relación de Napoleón con su esposa Josefina (interpretada por Vanessa Kirby).

Y aunque todavía faltan algunos meses antes de que podamos ver el resultado final, se ha generado una conversación alrededor de la película biográfica, mayoritariamente gracias a comentarios que Scott hizo en una entrevista con la revista de cine Empire:

“Yo lo comparo [a Napoleón] con Alejandro Magno, Adolf Hitler, Stalin”, dijo Scott, cuando explicaba su versión del personaje.

“Escucha, tiene un montón de cosas malas en su haber. Al mismo tiempo, destacó por su valentía, su capacidad de hacer y su dominio. Fue extraordinario”.

¿Qué? ¡Detente! Los franceses no perdieron el tiempo en devolver el fuego y corregir al insolente británico.

"Hitler y Stalin no construyeron nada y sólo provocaron destrucción", dijo a The Telegraph Pierre Branda, director académico de la Fundación Napoléon.

"Napoleón construyó cosas que todavía están en pie hoy", añadió.

Thierry Lentz, de la Fundación Napoléon, dijo en el mismo artículo: "Napoleón no destruyó ni Francia ni Europa. Su legado fue posteriormente celebrado, aceptado y ampliado".

Entonces, ¿cuál es la verdad del asunto? ¿Scott tiene algo en qué apoyarse?

Fulgurante ascenso
Napoleón, un comandante militar brillante, llegó al poder en 1799, durante el período de inestabilidad política que sucedió a la Revolución Francesa.

Sus admiradores dicen que convirtió a Francia en un país más meritocrático de lo que había sido bajo el Antigüo Régimen, anterior a la revolución.

Napoleón centralizó el gobierno, reorganizó la banca, impulsó la educación e instituyó el Código Napoleónico, el cual transformó el sistema legal y se convirtió en modelo para muchos otros países.

Pero también llevó a cabo una serie de guerras sangrientas en Europa buscando establecer un imperio que en su auge se extendía desde la Península Ibérica hasta Moscú.

Hacia 1812, las únicas áreas de Europa que no estaban bajo su control -ya sea a través de mando directo o a través de alianzas- eran Gran Bretaña, Portugal, Suecia y el Imperio Otomano.

Finalmente fue derrotado en 1815 por una alianza de naciones liderada por Gran Bretaña, en la batalla de Waterloo.

Napoleón

Napoleón

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

Napoleón Bonaparte ascendió rápidamente en los rangos militares durante el periodo conocido como "el Terror".



Napoleón y su Código Napoleónico figuraban de manera prominente en las mentes de los británicos de la época, y lo han hecho durante décadas. Los caricaturistas estaban obsesionados con él.

Aparece en el fondo de las novelas de Jane Austen. Por ejemplo en Orgullo y Prejuicio, que se publicó en 1813, aparecen las milicias que iban a repeler una invasión napoleónica.

El gran detective Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, se refiere a su archienemigo, el profesor Moriarty, como el “Napoleón del crimen”. En la novela corta Rebelión en la Granja, de George Orwell -que se publicó en 1945- el cerdo que se convierte en dictador se llama Napoleón.

Pero, ¿es realmente justo referirse a Napoleón como dictador, o equipararlo con otros famosos dictadores?

Dictador, tirano, estadista...
El profesor de historia de la Universidad de Newcastle, en Australia, Philip Dwyer no lo cree. Dwyer escribió una biografía de Napoleón de tres tomos.

“Puedes tener un debate sobre si Napoleón era un tirano o no -yo me inclinaría por el lado de tirano- pero ciertamente, no era un Hitler o Stalin, que fueron dictadores autoritarios que reprimieron a sus propios pueblos de manera brutal, ocasionando millones de muertes”.

Algunos incluso han argumentado que el imperio era un “estado policial” debido al intrincado sistema de informantes secretos que mantenía bajo control a la opinión pública.

“Pero muy pocas personas -un número de aristócratas más o menos involucrados en tramas para derrocar al régimen, algunos de ellos periodistas- fueron ejecutados por su oposición a Napoleón. Si fuera a comparar a Napoleón con alguien. sería con Luis XIV, un monarca absolutista que llevaba a cabo guerras innecesarias que costaban miles de vidas”.

“También es cierto que Napoleón hizo la guerra -debatible si eran necesarias o no- y eso le costó la vida a millones de personas, aunque no sabemos cuántos civiles fueron muertos directa o indirectamente por las guerras”.

La periodista francesa y columnista del Telegraph Anne-Elisabeth Moutet concuerda en que Napoleón no es comparable a Hitler o a Stalin.

“Napoleón no tenía campos de concentración”, le dijo a BBC Culture. “No escogía minorías para masacrarlas. Sí, había una policía intrusiva, pero la gente ordinaria podía vivir la vida como quería y decir lo que quisiera”:

Ridley Scott

Ridley Scott

FUENTE DE LA IMAGEN,REUTERS

Pie de foto,
El director Ridley Scott, de 85 años, es una leyenda del cine con películas tan clásicas en su filmografía como Alien, Blade Runner, Gladiador, entre otras.

Moutet dice que los franceses principalmente ven a Napoleón como un reformador.

“Tenía una mente extraordinaria y fue el instigador del cuerpo legal e instituciones bajo las cuales nos regimos hoy en día”.

“Nos gusta pensar -y no es del todo falso- que muchas personas estaban mucho más felices bajo el gobierno francés que bajo cualquier tipo de leyes feudales que tuvieran antes”:

Sin embargo, Charles Esdaile, profesor emérito de Historia en la Universidad de Liverpool y autor de varios libros sobre Napoleón, incluido Las Guerras de Napoleón: Una historia internacional 1803-1815, tiene una posición diferente:

“Veo a Napoleón como un jefe militar. Un hombre impulsado por su ambición personal que fue absolutamente despiadado. Un hombre que tenía una clara visión del tipo de Francia que necesitaba construir, y de hecho de la Europa que necesitaba construir, para sostener su maquinaria de guerra. Cualquier idea de que él fuera algún tipo de liberador, algún tipo de hombre del futuro, es esencialmente parte de la leyenda napoleónica".

Opina Esdaile que "la maquinaria de propaganda napoleónica era una herramienta muy, muy poderosa para el imperio y exportó una versión de las guerras en las que mucha de la culpa recaía en la pérfida Albión (Inglaterra)”.

“No era Francia para nada, eran todos declarándole la guerra a Francia. Esta poderosa leyenda napoleónica continúa operando hasta el día de hoy. Napoleon es una presencia viva. Continua operando desde más allá de la tumba, moldeando la manera en la que lo vemos”, concluye el historiador.

Hitler y Stalin en una caricatura

Hitler y Stalin en una caricatura

FUENTE DE LA IMAGEN,GETTY IMAGES

Pie de foto,

Para los expertos, el legado de Hitler y de Stalin fue de destrucción y muerte, mientras que Napoleón construyó cosas que aún hoy persisten. Aquí el líder Nazi y el líder Soviético en una caricatura de 1939.


Pero Esdaile también rechaza las comparaciones con Stalin o Hitler:

“Napoleón tenía muchas fallas y era un personaje detestable pero la ideología racial que caracterizó al régimen Nazi simplemente nunca estuvo allí”.

“Napoleón no fue culpable de genocidio. Napoleón no cae en purgas completas. Para ser justos con Napoleón, el número total de presos políticos en el curso de su reinado es relativamente limitado. Compararlo a él con Hitler y con Stalin es una tontería histórica”.

Por supuesto, Ridley Scott es un titán de la industria de las películas -dirigió Blade Runner, Gladiator, Thelma y Louise, Alien, entre otras- que ha estado en el negocio lo suficiente como para saber promocionar una película.

Es totalmente factible que supiera que los comentarios de Hitler y Stalin fueran a generar publicidad y que lo haya hecho por esa razón. 

martes, 13 de diciembre de 2022

Piedra de Rosetta: la batalla entre Jean-Francois Champollion y Thomas Young por descifrarla (sin la que no conoceríamos la historia del Antiguo Egipto)

Indudablemente era una de las civilizaciones más grandiosas del planeta y sus impresionantes monumentos eran prueba de su magnificencia.
Pero sus secretos estaban ocultos.

La historia del Antiguo Egipto se la había llevado el viento del olvido.
Quizás las voces labradas en sus vestigios podrían contarla, pero por siglos los expertos habían intentado descifrar el código en vano.
Al final, una piedra y una batalla entre dos mentes brillantes ayudaron a resolver el misterio.
Fue un duelo en el que estaba tanto el orgullo personal como el nacional en juego, entre un genio de las lenguas francés, Jean-Francois Champollion, y un célebre polímata británico, Thomas Young.

La piedra
En su campaña para conquistar el Mediterráneo oriental y amenazar el dominio británico en India, Napoleón Bonaparte invadió Egipto en 1798.
El país había estado prácticamente cerrado a los europeos durante siglos, y su civilización perdida asombró a los franceses.
4.500 años después de su construcción, la gran pirámide de Giza seguía siendo la edificación más alta del mundo. (Batalla de las Pirámides, de Antoine-Jean Gros)
En julio de 1799, mientras excavaban cerca de la ciudad de Rosetta (hoy Rashid) en el delta del Nilo, se toparon con un hallazgo único.
Una piedra con tres tipos de inscripciones: los misteriosos jeroglíficos antiguos en la parte superior, un texto desconocido en el centro (que después se llamaría egipcio demótico) y, en la parte inferior, griego antiguo.

Además de soldados, Napoleón había llevado un ejército de 167 eruditos, incluidos anticuarios, artistas y lingüistas, que reconocieron su valor.
Ese octubre, el propio Napoleón, recién regresado de Egipto, le dijo al Instituto Nacional de París que la piedra era "un medio para adquirir cierta información de este, hasta ahora, lenguaje ininteligible".
El idioma griego era conocido, así que sabiendo qué decía la milenaria escritura, hallarían claves para entenderla.
La piedra de Rosetta, con jeroglíficos, egipcio demótico y griego antiguo.
La piedra de Rosetta, con jeroglíficos, egipcio demótico y griego antiguo. FUENTE DE LA IMAGEN.

Esa roca prometía desentrañar la antigua cultura de Egipto.
Pero hubo problemas.

La guerra
El primero fue el vicealmirante de la Marina Real británica, Horatio Nelson.
En la Batalla del Nilo en agosto de 1798, Nelson había atacado a la flota francesa en Alejandría y la había hecho trizas, atrapando a los franceses en Egipto.
Después de tres años de asedio, los británicos finalmente los expulsaron, y todo lo que le "pertenecía" a Francia pasó a manos de Gran Bretaña y sus aliados.
Incluida la piedra de Rosetta.
Los franceses, sin embargo, habían hecho copias.
Los mejores lingüistas en París ya estaban tratando de descifrarla, sin éxito.

Pero, entre tanto, en las provincias, un niño prodigio crecía alentado por su hermano mayor para que cultivara su don con los idiomas.
Fue su obsesión por saber cuál era el origen del mundo lo que lo llevó desde niño a estudiar idiomas antiguos. (Champollion el Jóven, por Madame de Rumilly)
Aunque eran demasiado pobres para una educación privilegiada, a los 13 años, Champollion ya había aprendido seis lenguas antiguas.

El griego
La inscripción griega en la piedra de Rosetta indicaba que era propaganda del 285º faraón de Egipto, Ptolomeo V.
Cuando la encargó en 196 a.C., la civilización egipcia había existido durante 3.000 años, pero sus días de gloria estaban en el pasado.
Tras una serie de invasiones, había sido conquistada en 332 a.C. por Alejandro Magno, quien se hizo faraón, trajo su propio gobierno y convirtió al griego en el idioma de los gobernantes.
Su presencia era resentida.
Desesperado, Ptolomeo V erigió tabletas de piedra en los templos, proclamando sus virtudes y subrayando que él era el faraón legítimo.
Pasarían 19 siglos antes de que una de ellas consiguiera por fin parte de su propósito: revivir la gloria de su civilización.

El británico
Young era una brillante personalidad de la Ilustración, con contribuciones notables a los campos de la visión, la luz, la mecánica de sólidos, la energía, la fisiología y la armonía musical.

Thomas Young (1773-1829) usó su teoría ondulatoria de la luz para explicar los colores de películas delgadas.
Cuando en 1814 asumió el reto de descifrar al Antiguo Egipto, aparte de su intelecto, prestigio y riqueza, tenía la ventaja de que la piedra de Rosetta estaba en el Museo Británico.
Traducirla antes que los franceses era cuestión de honor.
Pero el problema de Young y Champollion era que nadie sabía realmente qué eran los jeroglíficos.
¿Símbolos o letras que representaban los sonidos de un idioma hablado?

Los jeroglíficos
Los símbolos comunican ideas, pero no son un lenguaje: no se pueden leer de la misma manera que el texto de un libro.
Por siglos el pensamiento europeo reflejaba el de los antiguos griegos y romanos, quienes le atribuían a Egipto la invención de la escritura, como un regalo de los dioses, pero creían que los jeroglíficos eran símbolos impenetrables de la antigua sabiduría egipcia.
Afirmaban que eran signos conceptuales, en los que, por ejemplo, un pictograma de un halcón representaba la rapidez.
Algunos estudiosos habían aventurado conjeturas útiles, como el clérigo inglés Abbé Barthélemy, quien supuso -correctamente- en 1762 de que unos "paquetes de símbolos" atados por una cuerda -que los soldados franceses más tarde llamaron 'cartuchos'- podían contener los nombres de reyes o dioses.

En los cartuchos, una cuerda anudada rodea el nombre del faraón, protegiéndolo para la eternidad (y evitando una lectura equívoca).
Pero el consenso, en ese momento, era que los jeroglíficos eran símbolos silenciosos.

Matemáticas
La última frase escrita en griego en la piedra de Rosetta alentó a los posibles descifradores:
"Este decreto se inscribirá en una estela de piedra dura en caracteres sagrados y nativos y griegos...".
En otras palabras, las tres inscripciones eran equivalentes en significado.
Young abordó los ilegibles textos como un código que debía descifrarse con el poder de la lógica y el análisis numérico.
El método era sencillo: si contaba las veces que aparecía una palabra en griego -por ejemplo Ptolomeo- y encontraba grupos de símbolos que aparecieran un número similar de veces, podría ir dilucidando un alfabeto, unas palabras y unas frases.
Champollion adoptó un enfoque completamente diferente.

Copto
Había logrado el sueño de ir a París a estudiar lenguas orientales con el principal lingüista del país, Silvestre de Sacy, quien ya había tratado de desvelar el enigma de la piedra de Rosetta.
Ptolomeo escrito en la piedra de Rosetta, en jeroglífico, demótico y griego.
Y aunque el maestro lo desalentó, alegando que los jeroglíficos eran encarnaciones de ideas y entenderlas era tan monumentalmente difícil que, de poderse lograr, tomaría una vida entera, Champollion no desistió.
Estaba convencido de que los jeroglíficos conformaban palabras, y las palabras debían pronunciarse.
Como lingüista, pensaba que revelaría su significado a través del estudio de las lenguas antiguas de Egipto.
Así que se propuso aprender el último idioma conocido hablado en la época de los jeroglíficos: el copto.
El copto hablado descendía del idioma del antiguo Egipto, pero el escrito no era jeroglífico; era alfabético, como el griego y el latín.
Si los jeroglíficos estaban conectados al copto, eran la escritura de un idioma, no símbolos místicos vagos.

Cartuchos
En vez de colaboradores, Young y Champallion se volvieron rivales en una competencia a los ojos del mundo, con partidarios y opositores.
En esos jeroglíficos, algo llamaba la atención: aquellos cartuchos con los nombres de faraones a veces contenían los mismos elementos en el mismo orden pero podían ser verticales u horizontales y, lo que era aún más confuso, podían estar escritos de derecha a izquierda o viceversa.
Young notó que, en esos casos, eran un reflejo: como si escribieras 'HOLA' y 'ALOH'... entonces, ¿cómo saber en qué dirección se leía un texto?
Dos cartuchos con los mismos elementos en el mismo orden pero en diferentes direcciones.
Iguales pero al revés. La clave estaba en la cabeza del felino.
Descubrió que dependía de la dirección de las caras de los animales.
Además, trató de hacer coincidir las letras 'p, t, o, l, m, e, s' en Ptolmes, la ortografía griega de Ptolomeo, con los jeroglíficos en el cartucho con el nombre del gobernante y tras aplicar la misma técnica al nombre de una reina ptolemaica, Berenice, obtuvo un "alfabeto" jeroglífico tentativo.
Eran avances significativos que el polímata británico comenzó a publicar.

Sedición
Champollion también iba progresando en su tarea, pero con más dificultad, pues debía preocuparse por ganarse la vida.
En 1815 presentó su diccionario de copto para su publicación, pero su antiguo maestro, Sacy, lo bloqueó: era un poderoso enemigo que además de sentir animosidad personal y envidiarlo, también resentía sus afinidades republicanas.
Ese mismo año, la derrota en la batalla de Waterloo llevó al fin de Napoleón y la efímera República Francesa.
En el torbellino político, Champollion fue declarado culpable de sedición contra la Corona, removido de su trabajo en la Universidad de Grenoble y exiliado a la casa de su padre.

Libreta de jeroglíficos de Champollion. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES

Entre tanto, Young acumulaba conocimientos, descubriendo los jeroglíficos para palabras como dios, rey, Isis, sacerdote... pero eso no significaba que pudiera leerlas.

Cleopatra
En diciembre de 1821, llegó a Inglaterra otro antiguo artefacto egipcio encontrado en el templo de File que quizás ofrecería más pistas: un obelisco con inscripciones en jeroglíficos y en griego antiguo.
Había sido hallado y comprado por el egiptólogo británico William John Bankes, quien había identificado en él el cartucho de Cleopatra.
Debía haberle dado más ventaja a Young, quien crucialmente ya había demostrado que los signos demóticos eran una derivación de los jeroglíficos, y concluído, correctamente, que la escritura demótica consistía en "imitaciones de los jeroglíficos... mezclados con letras del alfabeto".
Sin embargo, no dio el siguiente paso lógico: entender que la escritura jeroglífica en su conjunto, no solo los cartuchos, podía ser una escritura mixta como la escritura demótica.
Ese fue su gran error y el avance revolucionario que le dio el triunfo a Champollion.
El obelisco de File en el que fue el palacio de William John Bankes: Kingston Lacy, en Reino Unido.
Para cuando llegó el obelisco, Champollion ya había compuesto un "alfabeto" jeroglífico, con el que podía escribir, por ejemplo, el nombre de Cleopatra.
Al comparar lo que él había escrito con el cartucho del obelisco, comprobó que iba por muy buen camino.

Pero la prueba reina sería poder leer nombres de gobernantes sin saber de antemano cuáles eran y en cartuchos anteriores a la llegada de Alejandro Magno, para que los jeroglíficos no tuvieran la huella del griego antiguo.
Y lo logró: en dibujos de los templos de Abu Simbel en Nubia, de los que no se sabía nada, pudo leer el nombre del faraón Ramsés II por primera vez en miles de años.
Tras analizar la abrumadora combinación de signos fonéticos y no fonéticos, en septiembre de 1822 -23 años después de encontrada la piedra de Rosetta- Champollion anunció que había logrado descifrar los antiguos jeroglíficos egipcios.
Y él era la única persona en el mundo que podía leerlos.
Pero le esperaban más batallas por lidiar.

Noé
No sólo la élite educada de Europa se mostró escéptica -y a menudo contraria- sino que su logro lo llevó a un territorio peligroso.
La Iglesia católica había seguido el duelo de Young y Champollion con profunda preocupación.
Papiro contemporáneo del antiguo zodíaco de Dendera, un bajorrelieve egipcio del techo de una capilla dedicada a Osiris en el templo de Hathor. FUENTE DE LA IMAGEN, GETTY IMAGES

La razón era el diluvio de Noé, que los eruditos bíblicos habían fechado en el año 2.349 a.C. y que, según la verdad de la Biblia, había aniquilado a todas las civilizaciones anteriores.
Si los jeroglíficos demostraban que la civilización egipcia existía antes y después del diluvio, las palabras de los faraones socavarían los pilares del cristianismo.
Pero Champóllion tuvo la oportunidad de acallar los temores de la Iglesia cuando declaró que el zodiaco de Dendera, un relieve tallado en el techo de un templo que llegó a París, no era, como habían dicho varios académicos, anterior a Noé.
Aliviados, los religiosos hicieron pública su evaluación: la opinión de un perito librepensador era más valiosa que cualquier otra.

Celos y secretos
Sin embargo, la amarga batalla con sus numerosos críticos, a los que se había unido Young -quien inicialmente aplaudió a Champollion pero después se ofendió pues éste no reconocía su contribución en sus escritos- continuaba.
Los académicos dentro y fuera de Francia lo atacaban constantemente.
Por ellos y por él, tenía que poner a prueba su habilidad en los templos y tumbas del Antiguo Egipto.
Y necesitaba apoyo.
La Iglesia se lo ofreció, con la condición de que nunca revelara ningún hallazgo que contradijera sus enseñanzas.
Aceptó y, con el respaldo de Leopoldo II de Toscana y Carlos X de Francia, reunió un equipo con el que viajó por Egipto, deteniéndose en tantas tumbas y templos como pudo.
En Saqqara, visitó la pirámide más antigua del mundo, pero lo que lo sacudió fue un descubrimiento que le dijo algo increíble sobre la edad del mundo.

Dibujos tomados de la tumba de Menofre y de Eïmei.
Era una tumba y los jeroglíficos revelaron que era de Menofre, un sacerdote real de una dinastía anterior al Diluvio, lo que, según la Biblia, era imposible.
Consternado, varias décadas antes de Charles Darwin, dudó de la fecha de la Creación. Sin embargo no pudo hacer más que consignar su hallazgo en su diario privado y llevarse el secreto a su tumba.
Pero fue al llegar al Valle de los Reyes que finalmente pudo hacer más que leer jeroglíficos: logró empezar a comprenderlos.

La victoria final
A lo largo de su viaje, había leído historias ilegibles e incognoscibles por cientos de años, reviviendo mundos olvidados, gloriosas batallas, elaborados rituales y conocimientos perdidos.
Sin embargo, algo le intrigaba intensamente: por qué la muerte era tan importante para los antiguos egipcios; por qué creaban obras tan fantásticas para ocultarlas.
Y ahí, en el que fue el cementerio real durante casi 500 años, por fin entendió que ese no era un valle de muerte.
Era un valle de renacimiento.
Descubrió la razón de la magnificencia de las tumbas del Antiguo Egipto: los faraones eran los protectores de todos los egipcios en la vida y en la muerte, así que su viaje al más allá era trascendental.
Si los faraones sobrevivían su paso por el inframundo, también lo haría su pueblo.
Por toda la eternidad.
Champollion abrió las puertas de esa gran civilización perdida, y su llave fue la piedra de Rosetta.

*Este artículo se basa en parte en el docudrama "Egipto" de la BBC.

https://www.bbc.com/mundo/noticias-62958968

viernes, 21 de mayo de 2021

_- Napoleon, entre la guerra y la revolución

_- Fuentes: Counterpunch [Imagen: Napoleon en Santa Helena, acuarela de František Xaver Sandmann]


La Revolución francesa no fue un mero acontecimiento histórico, sino un proceso largo y complejo en el que se pueden identificar diferentes estadios. Algunos de esos estadios fueron de naturaleza contrarrevolucionaria, por ejemplo la “revuelta aristocrática” al inicio de la Revolución. Dos fases, sin embargo, fueron sin lugar a dudas revolucionarias.

La primera fase fue “1789”, la revolución moderada que acabó con el “Ancien Régime” [Antiguo Régimen], con su absolutismo real y su feudalismo, el monopolio de poder de la monarquía y los privilegios de la nobleza y la Iglesia. Entre los logros importantes de “1789” se incluye también la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la igualdad de todos los varones franceses ante la ley, la separación de Iglesia y Estado, un sistema parlamentario basado en un derecho a voto limitado y, por último, pero no menos importante, la creación de un Estado francés “indivisible”, centralizado y moderno. Una nueva Constitución promulgada oficialmente en 1791 consagró estos logros, que suponen un importante paso adelante en la historia de Francia.

El Ancien Régime de la Francia anterior a 1789 había estado íntimamente unido a la monarquía absoluta. Por otra parte, bajo el sistema revolucionario de “1789” se suponía que el rey iba a encontrar un papel cómodo dentro de la monarquía constitucional y parlamentaria, pero no sucedió así debido a las intrigas de Luis XVI y de este modo en 1792 surgió un nuevo tipo de Estado radicalmente diferente, una República. “1789” fue posible gracias a las violentas intervenciones del “populacho” parisino, los llamados “sans-culottes”, pero su resultado fue obra sobre todo de una clase moderada de personas que pertenecían casi exclusivamente a la alta burguesía, la clase media alta. Sobre las ruinas del Ancien Régime, que había servido a los intereses de la nobleza y la Iglesia, esos caballeros erigieron un Estado que se suponía estaba al servicio de los acaudalados burgueses. En un principio estos caballeros encontraron su espacio político en el “club” o partido político embrionario de los Feuillants y más tarde en el de los girondinos, nombre que reflejaba el lugar de procedencia de sus principales componentes, un contingente de miembros de la burguesía de Burdeos, el gran puerto situado a las orillas del estuario del Gironda, cuya riqueza se debía no solo al comercio de vino sino también, y sobre todo, al de esclavos. Estos caballeros de provincias nunca se sintieron en casa en París, la guarida de los leones revolucionarios, los sans-culottes, y de los respetables aunque todavía más radicales revolucionarios conocidos como jacobinos.

La segunda fase revolucionaria fue “1793”, que fue la revolución “popular”, radical, igualitaria, con derechos sociales (incluido el derecho al trabajo) y unas reformas socioeconómicas relativamente exhaustivas que se reflejaron en una constitución promulgada en el año revolucionario I (1793) y que nunca entró en vigor. En esta fase, que incorporó el famoso Maximilien Robespierre, la revolución se orientó hacia lo social y estaba dispuesta a regular la economía nacional y, por lo tanto, a limitar en cierta medida la libertad individual “pour le bonheur commun”, es decir, a beneficio de toda la nación. Como se mantuvo el derecho a la propiedad privada, “1793” se podría describir en la terminología contemporánea más como una “socialdemocracia” que como verdaderamente “socialista”.

“1793” fue obra de Robespierre y los jacobinos, especialmente de los jacobinos más fervorosos, un grupo al que se conocía con el nombre de la Montagne [Montaña] porque se sentaban en los bancos situados en la zona más alta de la Asamblea. Eran revolucionarios radicales, la mayoría de origen pequeño burgués o de clase media baja, cuyos principios eran tan liberales como los de la alta burguesía. Pero también querían satisfacer las necesidades elementales de las personas plebeyas parisinas, especialmente de los artesanos, que eran mayoría entre los sans-culottes. Estos sans-culottes eran hombres corrientes que vestían pantalones largos en vez de los cortos ajustados (“culottes”, en francés) que se complementaban con medias de seda y que eran la vestimenta típica de los aristócratas y burgueses prósperos. Los sans-culottes fueron las tropas de asalto de la Revolución, uno de cuyos logros fue la toma de la Bastilla. Robespierre y sus jacobinos radicales los necesitaban como aliados en su lucha contra los girondinos, los revolucionarios moderados de la burguesía, pero también contra los contrarrevolucionarios de la aristocracia y la Iglesia.

La revolución radical fue un fenómeno parisino en muchos sentidos, una revolución hecha en, por y para París. No es de extrañar que la oposición proviniera sobre todo de fuera de esta ciudad, más concretamente de la burguesía de Burdeos y de otras ciudades de provincia que ejemplificaban los girondinos, y del campesinado. Con “1793” la revolución se convirtió en una especie de conflicto entre París y el resto de Francia.

La contrarrevolución, personificada por los aristócratas que había huido del país (los émigrés), sacerdotes y campesinos sediciosos de la Vendée y otros lugares en provincias, fue hostil tanto a “1789” como a “1793” y quería nada menos que la vuelta al Ancien Régime. En la Vendée los rebeldes lucharon por el rey y la Iglesia. La burguesía adinerada, por su parte, estaba en contra de “1793” pero a favor de “1789”. A diferencia de los sans-culottes parisinos, esta clase no tenía nada que ganar y sí mucho que perder del progreso revolucionario radical en la dirección señalada por los montagnards y su constitución de 1793 que promovía el igualitarismo y el estatismo, esto es, la intervención del Estado en la economía. Pero la burguesía también se oponía a una vuelta al Ancien Régime, que habría vuelto a poner al Estado al servicio de la nobleza y la Iglesia. “1789”, en cambio, ponía al Estado francés al servicio de la burguesía.

El objetivo y en muchos sentidos también el resultado de “Termidor”, el golpe de Estado de 1794 que acabó con el gobierno revolucionario y a la vida de Robespierre, fue una vuelta atrás a la revolución burguesa moderada de 1789, pero con una república en lugar de una monarquía constitucional. La “reacción termidoriana” dio lugar a la constitución del año III que, como ha escrito el historiador francés Charles Morazé, “garantizó la propiedad privada y el pensamiento liberal, y abolió todo lo que pareciera empujar la revolución burguesa hacia el socialismo”. La modernización termidoriana de “1789” produjo un Estado que con toda justicia se ha descrito como “república burguesa” (république bourgeoise) o “república de propietarios” (république des propriétaires).

Se creó así el Directorio, un régimen extremadamente autoritario camuflado bajo una fina capa de barniz democrático en forma de asambleas legislativas cuyos miembros se elegían en base a un sufragio muy limitado. El Directorio tuvo enormes dificultades para sobrevivir ya que estaba dividido entre, a la derecha, una Escila monárquica que anhelaba volver al Ancien Régime, y, a la izquierda, una Caribdis de jacobinos y sans-culottes deseosos de volver a radicalizar la revolución. Estallaron varias rebeliones monárquicas y (neo)jacobinas, y en cada ocasión fue la intervención del ejército la que tuvo que salvar el Directorio. Uno de estos levantamientos fue ahogado con sangre por un general ambicioso y popular llamado Napoleon Bonaparte.

Finalmente se resolvieron los problemas por medio de un golpe de Estado que tuvo lugar el 18 brumario del año VIII, el 9 de noviembre de 1799. Para evitar perder su poder a manos de los monárquicos o de los jacobinos la burguesía adinerada de Francia entregó su poder a Napoleon, un dictador militar en el que podían confiar y era popular. Se esperaba que el general corso pusiera el Estado francés a disposición de la alta burguesía y eso es exactamente lo que hizo. Su tarea principal fue eliminar la doble amenaza que había acuciado a la burguesía. El peligro monárquico y, por lo tanto, contrarrevolucionario, se neutralizo por medio del “palo” de la represión, pero aún más por medio de la “zanahoria” de la reconciliación. Napoleon permitió a los aristócratas que se había marchado volver a Francia, recuperar sus propiedades y disfrutar de los privilegios que su régimen concedió generosamente no solo a los ricos burgueses sino a todos los propietarios. Napoleon también reconcilió a Francia con la Iglesia por medio de la firma de un concordato con el papa.

Para librarse de la amenaza (neo)jacobina y evitar que la revolución se volviera a radicalizar Napoleon recurrió sobre todo a un instrumento que ya habían utilizado los girondinos y el Directorio: la guerra. En efecto, cuando recordamos la dictadura de Napoleon no pensamos tanto en acontecimientos revolucionarios que se desarrollaron en la capital, como ocurrió entre los años 1789 y 1794, sino en una serie interminable de guerras que se libraron lejos de París y en muchos casos más allá de las fronteras de Francia. No es una casualidad, porque las llamadas “guerras revolucionarias” sirvieron para el objetivo fundamental de los paladines de la revolución moderada, incluidos Bonaparte y quienes le apoyaba: consolidar los logros de “1789” e impedir tanto una vuelta al Ancien Régime como una repetición de “1793”.

Con su política del terror (que se conoció como la Terreur, “el terror”) Robespierre y los montagnards habían tratado no solo proteger la revolución sino también radicalizarla, lo que significó que “internalizaron” la revolución dentro de Francia, antes que nada en el corazón de esta, su capital, París. No es casual que la guillotina, la “cuchilla revolucionaria”, símbolo de la revolución radical, se instalara en medio de la Plaza de la Concordia, es decir, en medio de la plaza que estaba en medio de la ciudad situada en medio del país. Para concentrar sus propias energías y las de los sans-culottes en la internalización de la revolución Robespierre y sus camaradas jacobinos se opusieron (a diferencia de los girondinos) a las guerras internacionales, puesto que las consideraban un desperdicio de las energías revolucionarias y una amenaza para la revolución. A la inversa, la serie interminable de guerras que se libraron después, primero bajo los auspicios del Directorio y luego de Bonaparte, supusieron una externalización de la revolución, una exportación de la revolución burguesa de 1789. Al mismo tiempo sirvieron en el ámbito interno para impedir una nueva interiorización o radicalización de la revolución a la 1793.

La guerra, el conflicto internacional, sirvió para liquidar la revolución, el conflicto interno, el conflicto de clase. Esto se hizo de dos maneras. En primer lugar, la guerra hizo que los revolucionarios más fervientes desaparecieran de la cuna de la revolución, París. Una enorme cantidad de jóvenes sans-culottes salieron de la capital para luchar en tierras extranjeras (y a menudo para no volver nunca), en un primer momento como voluntarios, pero en seguida como reclutas. A consecuencia de ello en París solo quedaron unos pocos luchadores varones para llevar a cabo acciones revolucionarias fundamentales, como la toma de la Bastilla, pero demasiados pocos para repetir los éxitos de los sans-culottes entre 1789 y 1793, como demostró claramente la derrota de las insurrecciones jacobinas bajo el Directorio. Bonaparte perpetuó el sistema del servicio militar obligatorio y la guerra perpetua. «Fue él», escribió el historiador Henri Guillemin, «quien envió a los potencialmente peligrosos jóvenes plebeyos lejos de París e incluso a Moscú, para gran alivio de los burgueses acaudalados [gens de bien]».

En segundo lugar, las noticias de las grandes victorias generaron orgullo patriótico entre los sans-culottes que se habían quedado en casa, un orgullo que iba a resarcir el menguante entusiasmo revolucionario. Así, con una pequeña ayuda de Marte, el dios de la guerra, se pudo desviar la energía revolucionaria de los sans-culottes y del pueblo francés en general hacia otros canales menos radicales en términos revolucionarios. Esto reflejaba un proceso de desplazamiento en el que el pueblo francés, incluidos los sans-culottes parisinos, fue perdiendo gradualmente su entusiasmo por la revolución y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, no solo entre los franceses, sino con otras naciones. En vez de eso los franceses adoraron cada vez más al becerro de oro del chovinismo francés, de la expansión territorial hasta las fronteras supuestamente “naturales” de su país, como el Rin, y de la gloria internacional de la «gran nación», y después del 18 Brumario, de su gran líder y pronto emperador: Bonaparte.

Así se puede entender también la reacción ambivalente de los extranjeros ante las guerras y conquistas de Francia en aquel momento. Aunque algunos, como las élites del Ancien Régime y el campesinado, rechazaban la Revolución francesa en su conjunto y otros, sobre todo los jacobinos locales como los “patriotas” holandeses, la acogieron con entusiasmo, muchas personas vacilaban entre la admiración por las ideas y los logros de la Revolución francesa, y la aversión por el militarismo, el chovinismo sin límites y el imperialismo implacable de Francia después del Termidor, durante el Directorio y bajo Napoleon.

Muchas personas no francesas se debatían entre la admiración y la aversión que sentían simultáneamente por la Revolución francesa. En otras tarde o temprano el entusiasmo inicial dio paso a la desilusión. Los británicos, por ejemplo, dieron la bienvenida a “1789” porque consideraron que esta revolución moderada era la importación a Francia del tipo de monarquía constitucional y parlamentaria que ellos mismos habían adoptado un siglo antes durante la llamada Revolución Gloriosa. William Wordsworth evocó ese sentimiento en los versos siguientes: “La felicidad absoluta en aquel amanecer era estar vivo, / pero ser joven era el mismo cielo”.

Sin embargo, después de “1793” y del Terror que le acompañó muchos británicos observaron con aversión lo que sucedía al otro lado del Canal de la Mancha. El libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France [Reflexiones sobre la revolución en Francia], publicado en noviembre de 1790, se convirtió en la Biblia contrarrevolucionaria no solo en Inglaterra sino en todo el mundo. A mediados del siglo XX George Orwell escribiría que “para el inglés medio la Revolución francesa no significa más que una pirámide de cabezas cortadas”. Lo mismo se podría decir de prácticamente todas las personas no francesas (y muchas francesas) hoy en día.

Así pues, para acabar con la revolución en la propia Francia, Napoleon la secuestró de París y la exportó al resto de Europa. Con el fin de impedir que la poderosa corriente revolucionaria excavara y ahondara su propio canal (en París y el resto de Francia), primero los termidorianos y luego Napoleon hicieron que sus turbulentas aguas desbordaran las fronteras de Francia, inundaran toda Europa y de este modo se convirtieran en aguas vastas, aunque poco profundas y tranquilas.

Napoleon Bonaparte era la opción perfecta, incluso simbólicamente, para alejar la revolución de su cuna parisina, para acabar con lo que en muchos sentidos era un proyecto de los jacobinos y sans-culottes pequeñoburgueses de la capital, y, a la inversa, para consolidar la revolución moderada que tanto gustaba a los burgueses. Napoleon había nacido en Ajaccio, la ciudad de provincias francesa más alejada de París. Además, era “un hijo de la alta burguesía corsa [gentilhommerie corse]”, es decir, descendiente de una familia que se podría describir como alta burguesía pero con pretensiones aristocráticas o como nobleza menor pero con un estilo de vida burgués. En muchos sentidos la familia Bonaparte pertenecía a la alta burguesía, la clase que en toda Francia había logrado alcanzar sus ambiciones gracias a “1789” y que más tarde, ante las amenazas tanto de la izquierda como de la derecha, trató de consolidar este triunfo por medio de una dictadura militar. Bonaparte personificaba a la alta burguesía de provincias que siguiendo el ejemplo de los girondinos quería una revolución moderada, materializada en un Estado, a ser posible democrático, pero autoritario en caso necesario, que le permitiera potenciar al máximo su riqueza y su poder. Las experiencia del Directorio había demostrado los defectos que en este sentido tenía una república con unas instituciones relativamente democráticas, por lo que la burguesía finalmente buscó la salvación en una dictadura.

La dictadura militar que sustituyó a la “república burguesa” post-termidoriana apareció en escena como un deus ex machina en Saint-Cloud, un pueblo a las afueras de París, el “18 brumario del año VIII”, es decir, el 9 de noviembre de 1799. Este paso político decisivo para liquidar la revolución fue al mismo tiempo un paso geográfico para alejarse de París, del hervidero de la revolución y de la guarida de los revolucionarios jacobinos y sans-culottes. Además, el traslado a Saint-Cloud fue un paso pequeño aunque significativo simbólicamente respecto al ámbito rural, mucho menos revolucionario, cuando no contrarrevolucionario. Da la casualidad de que Saint-Cloud se encuentra en el camino que va de París a Versalles, lugar residencia de los monarcas absolutistas de la época prerrevolucionaria. El hecho de que un golpe de Estado que daba paso a un régimen autoritario tuviera lugar ahí era el reflejo topográfico del hecho histórico de que, tras el experimento democrático de la revolución, Francia volvía al camino hacia un nuevo sistema absolutista similar al sistema cuyo“sol” había sido Versalles. Pero esta vez el destino era un sistema absolutista presidido por un Bonaparte en vez de por un Borbon y, lo que es mucho más importante, un sistema absolutista al servicio de la burguesía en vez de al servicio de la nobleza.

Imagen: Una caricatura británica del golpe de Estado de Saint-Cloud realizada por James Gillray. La dictadura de Bonaparte fue ambivalente respecto a la revolución. Con su llegada la poder la revolución estaba terminada, incluso liquidada, al menos en el sentido de que ya no habría más experimentos igualitarios (como en “1793”) ni más esfuerzos por mantener una fachada republicano-democrática (como en “1789”). En cambio se mantuvieron e incluso se consagraron los logros esenciales de “1789”.

Entonces, ¿Napoleon fue un revolucionario o no? Estaba a favor de la revolución en el sentido de que estaba en contra de la contrarrevolución monárquica y como dos negaciones se anulan mutuamente, un contrarrevolucionario es automáticamente un revolucionario, n’est-ce pas? Pero también se puede decir que al mismo tiempo Napoleon estaba contra la revolución: apoyaba la revolución moderada y burguesa de 1789, asociada a los Feuillants, girondinos y termidorianos, pero estaba en contra de la revolución radical de 1793, obra de los jacobinos y sans-culottes. La historiadora francesa Annie Jourdan cita en su libro La Révolution, une exception française? [La Revolución, ¿una excepción francesa?] a un comentarista alemán contemporáneo que se había dado cuenta de que Bonaparte “nunca fue sino la personificación de una de las diferentes fases de la revolución”, como escribió en 1815. Esa fase era la revolución moderada y burguesa, “1789”, la revolución que Napoleon no solo iba a consolidar en Francia sino que iba a exportar al resto de Europa.

Napoleon eliminó las amenazas tanto monárquicas como jacobinas, pero prestó otro servicio importante a la burguesía. Consiguió que se consagrara legalmente el derecho a la propiedad, piedra angular de la ideología liberal que tanto apreciaban los burgueses, y demostró su devoción hacia este principio volviendo a autorizar la esclavitud, que todavía se consideraba una forma legítima de propiedad. En efecto, Francia había sido el primer país en abolir la esclavitud, en concreto en la época de la revolución radical, bajo los auspicios de Robespierre, el cual la había abolido a pesar de la oposición de sus antagonistas, los girondinos, que supuestamente eran unos caballeros moderados, precursores de Bonaparte como paladines de la causa de la burguesía y de su ideología liberal que ensalzaba la libertad, aunque no para las personas esclavas.

“La burguesía encontró en Napoleon un protector y a la vez un amo”, escribió el historiador Georges Dupeux. El corso fue sin lugar a dudas un protector e incluso un gran paladín de la causa de los burgueses acaudalados, pero nunca fue su amo. En realidad, desde el principio al final de su carrera “dictatorial” fue un subordinado de los dueños de la industria y las finanzas de la nación, los mismos caballeros que ya controlaban Francia en la época del Directorio, la “république des propriétaires” [república de los propietarios], y que le habían confiado la gestión del país en su nombre.

Desde el punto financiero, se hizo depender no solo a Napoleón sino a todo el Estado francés de una institución que era (y ha seguido siendo hasta nuestros días) propiedad de la élite del país, aunque esa realidad se ocultara aplicando una etiqueta que daba la impresión de que era una empresa estatal, el Banque de France, el banco nacional. Sus banqueros recaudaron dinero de la burguesía acaudalada y lo pusieron a disposición de Napoleón a un tipo de interés relativamente elevado. Napoleon lo utilizó para gobernar y armar a Francia, para librar una guerra interminable y, por supuesto, para desempeñar el papel de emperador con mucha pompa y circunstancia.

Napoleon no fue sino el mascarón de proa de un régimen, una dictadura de la alta burguesía, un régimen que supo ocultarse tras una coreografía fastuosa al estilo de la antigua Roma que primero recordó, un tanto modestamente, a un consulado y posteriormente a un imperio jactancioso.

Volvamos al papel que desempeñó la interminable serie de guerras emprendidas por Napoleon, unas aventuras militares que se emprendieron por la gloria de la “grande nation” y de su gobernante. Ya hemos visto que esos conflictos sirvieron en primer lugar para liquidar la revolución radical en la propia Francia. Pero también permitieron a la burguesía acumular más capital que nunca. Los industriales, comerciantes y banqueros consiguieron unos enormes beneficios suministrando al ejército armas, uniformas, comida, etc. Las guerras fueron muy beneficiosas para los negocios y las victorias proporcionaron unos territorios que contenían valiosas materias primas o podían servir de mercados para los productos acabados de la industria de Francia. Eso benefició a la economía francesa en general, pero sobre todo a su industria, cuyo desarrollo se aceleró así considerablemente. Por consiguiente, los industriales (y sus socios de la banca) pudieron desempeñar un papel cada vez más importante dentro de la burguesía.

Bajo Napoleon el capitalismo industrial, que iba a ser típico del siglo XIX, empezó a vencer al capitalismo comercial, que durante los dos siglos anteriores había sido la tendencia económica. Vale la pena señalar que la acumulación de capital comercial en Francia había sido posible sobre todo gracias al comercio de esclavos, mientras que la acumulación del capital industrial tenía mucho que ver con la casi ininterrumpida sucesión de guerras libradas primero por el Directorio y después por Napoleon. En ese sentido Balzac tenía razón al afirmar que “detrás de cada gran fortuna sin un origen aparente subyace un crimen olvidado”.

Las guerras de Napoleon estimularon el desarrollo del sistema industrial de producción y supusieron al mismo tiempo la sentencia de muerte para el antiguo sistema artesanal a pequeña escala en el que los artesanos trabajaban de forma tradicional y no mecanizada. Por medio de la guerra la burguesía bonapartista no solo hizo que los sans-culottes (que eran sobre todo artesanos, comerciantes, etc.) desaparecieran físicamente de París, sino que también hizo que desaparecieran del panorama socioeconómico. Los sans-culottes habían desempeñado un papel fundamental en el drama de la revolución, pero debido a las guerras que liquidaron la revolución (radical), ellos, que habían sido las tropas de asalto del radicalismo revolucionario, salieron del escenario de la historia.

Así, gracias a Napoleon la burguesía de Francia logró librarse de su enemigo de clase, pero resultó ser una victoria pírrica. ¿Por qué? El futuro económico no pertenecía a los talleres y a los artesanos que trabajaban de forma “independiente”, tenían alguna propiedad, aunque solo fueran sus herramientas, y, por tanto, eran pequeños burgueses, sino a las fábricas, a sus propietarios, los industriales, pero también a sus trabajadores, los obreros asalariados y en general muy mal pagados de las fábricas. Este “proletariado” iba a resultar ser un enemigo de clase mucho más peligroso para la burguesía que lo que habían sido los sans-culottes y otros artesanos. Además, el objetivo del proletariado era llevar a cabo una revolución mucho más radical que “1793” de Robespierre. Pero esto iba a ser una preocupación para los regímenes burgueses que iban a suceder al del supuestamente “gran” Napoleon, incluido el de su sobrino, Napoleon III, al que Victor Hugo llamó despectivamente “Napoleon le Petit” [Napoleon el pequeño].

Muchas personas dentro y fuera de Francia, incluidos políticos e historiadores, desprecian y denuncian a Robespierre, los jacobinos y los sans-culottes debido al derramamiento de sangre que se asocia a su revolución radical y “popular” de 1793. Estas mismas personas suelen mostrar una gran admiración por Napoleon, el restaurador de la “ley y el orden” , y salvador de la revolución moderada y burguesa de 1789. Condenan la internalización de la Revolución francesa porque estuvo acompañada del Terror que provocó muchos miles de víctimas en Francia, sobre todo en París, y culpan de estas víctimas a la “ideología” jacobina y/o al supuestamente innato carácter sanguinario del “populacho”. Parecen no darse cuenta (o no querer darse cuenta) de que la externalización de la revolución por parte de los termidorianos y de Napoleon, acompañada de unas guerras internacionales que se prolongaron durante casi veinte años, costó la vida a muchos millones de personas en toda Europa, incluida una enorme cantidad en Francia. Esas guerras fueron una forma de terror mucho mayor y mucho más sangrienta que lo que había sido el Terreur orquestado por Robespierre.

Se calcula que ese régimen de terror costó la vida a aproximadamente 50.000 personas, más o menos el 0,2 % de la población de Francia. El historiador Michel Vovelle, que cita estas cifras en uno de sus libros, se pregunta si es mucho o poco. Es muy poco en comparación con la cantidad de víctimas que provocaron las guerras libradas por la expansión territorial temporal de la grande nation y la gloria de Bonaparte. Solo en la Batalla de Waterloo, la batalla final de la supuestamente gloriosa carrera de Napoleon, y en su preludio (las simples escaramuzas de Ligny y Quatre Bras) murieron entre 80.000 y 90.000 personas. Y lo que es peor, muchos cientos de miles de hombres nunca volvieron de las desastrosas campañas en Rusia. Es terrible, n’est-ce pas? Pero nadie parece hablar nunca del “terror” bonapartista y tanto París como el resto de Francia están repletos de monumentos, calles y plazas que conmemoran las supuestamente heroicas y gloriosas hazañas del más famoso de todos los corsos.

Marx y Engels señalaron que al sustituir la revolución permanente por la guerra permanente dentro de Francia y, sobre todo, en París los termidorianos y sus sucesores “perfeccionaron” la estrategia de terror, es decir, hicieron correr mucha más sangre que en la época de la política de terror de Robespierre. En todo caso, la exportación o externalización por medio de la guerra de la revolución termidoriana de la (alta) burguesía, una actualización de «1789», provocó muchas más víctimas que el intento jacobino de radicalizar o interiorizar la revolución dentro de Francia por medio de la Terreur.

Lo mismo que nuestros políticos y medios de comunicación, la mayoría de los historiadores todavía consideran que la guerra es una actividad estatal perfectamente legítima, y fuente de gloria y orgullo para los vencedores e incluso para nuestros inevitablemente “heroicos” perdedores. Por el contrario, las decenas o cientos de miles e incluso millones de víctimas de la guerra (que ahora se lleva a cabo sobre todo por medio de bombardeos aéreos y, por tanto, de verdaderas masacres unilaterales en vez de guerras) nunca reciben la misma atención y simpatía que las mucho menos numerosas víctimas del “terror”, una forma de violencia que no está respaldada, al menos no abiertamente, por un Estado y que, por lo tanto, se tilda de ilegítima.

Me viene a la memoria la actual “guerra contra el terrorismo”. Por lo que se refiere a la superpotencia que nunca deja de emprender guerras, se trata de una forma de guerra permanente y omnipresente que estimula el chauvinismo irreflexivo y patriotero de los estadounidenses corrientes (¡los sans-culottes estadounidenses!) al tiempo que proporciona a los más pobres de ellos puestos de trabajo como marines. Para gran ventaja de la industria estadounidense, esta guerra perpetua proporciona a las corporaciones estadounidenses acceso a importantes materias primas como el petróleo y viene a ser para los fabricantes de armas y muchas otras empresas, especialmente las que cuentan con amistades en los ámbitos de poder en Washington, una cornucopia de beneficios astronómicos. Son obvias las similitudes con las guerras de Napoleon. ¿Cómo era lo que decían los franceses?: “Plus ça change, plus c’est la même chose” [Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo].

Con Napoleon Bonaparte la revolución acabó donde se suponía debía acabar, al menos en lo que concernía a la burguesía francesa. Cuando Napoleon irrumpió en escena, la burguesía triunfó. No es casual que en las ciudades francesas a los miembros de la élite social, “les notables” (es decir, los hombres de negocios, banqueros, abogados y otros representantes de la alta burguesía), les guste reunirse en cafés y restaurantes que llevan el nombre de Bonaparte, como observó el brillante sociólogo Pierre Bourdieu.

La alta burguesía siempre ha estado agradecida a Napoleon por los innegables servicios que prestó a su clase. El más importante de estos servicios fue liquidar la revolución radical, la de “1793”, que suponía una amenaza para las considerables ventajas que gracias a “1789” había adquirido la burguesía a expensas de la nobleza y la Iglesia. Por el contrario, el odio que la burguesía sentía por Robespierre, la figura más destacada de “1793”, explica la casi total ausencia de estatuas y otros monumentos, y de nombres de calles y plazas que honren su memoria, aun cuando el hecho de que Robespierre aboliera la esclavitud fue uno de los mayores logros de la historia de la democracia en el mundo.

También se venera a Napoleon más allá de las fronteras de Francia, en Bélgica, Italia, Alemania, etc., y sobre todo lo venera la burguesía acomodada. Sin lugar a dudas se debe a que todos esos países eran sociedades feudales y casi medievales en los que las conquistas de Napoleon permitieron liquidar sus propios Ancien Régimes e introducir la revolución moderada que, como ya había ocurrido en Francia, fue una fuente de considerables mejoras para toda la población (excepto la nobleza y el clero, por supuesto), pero también de privilegios especiales para la burguesía. Probablemente esto explica por qué hoy en Waterloo la estrella indiscutible del espectáculo turístico no es Wellington sino Napoleon, de modo que puede que los turistas que no conocen bien la historia ¡piensen que fue él quien ganó la batalla!

Jacques R. Pauwels es historiador y autor de The Great Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga, París, marzo de 2021. [En castellano se ha publicado, traducido por José Sastre, El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002. Boltxe liburuak publicará próximamente Los mitos de la historia moderna].

Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/05/07/napoleon-between-war-and-revolution/

Esta traducción se puede reproducir libremente 

lunes, 5 de abril de 2021

La constitución de Cádiz de 1812

Uno de los pasajes menos conocidos del proceso social y político que derivó en la Independencia de Hispanoamérica ha sido la convocatoria y discusión de las Cortes de Cádiz (1810-1812), que redactaron la Constitución Política que lleva el nombre de esta ciudad, y que históricamente ha sido llamada “La Pepa”, por haber sido proclamada el 19 de marzo de 1812, día de San José. La Constitución de Cádiz fue la reordenación institucional más liberal del sistema político español, aunque se quedó a medio camino entre el absolutismo y el liberalismo consecuente, llegó tarde para evitar la Independencia, y tal vez la propició con sus medidas discriminatorias contra los americanos, además, tuvo una vida efímera, dada la resistencia de Fernando VII a ver limitados sus poderes.

La Constitución de Cádiz fue la primera constitución política moderna de Hispanoamérica. Lleva el nombre de esa ciudad porque en ella se reunieron, el 24 de septiembre de 1810, los diputados de las Cortes para redactarla debido a que el resto de España se encontraba bajo la ocupación militar francesa. Esta Constitución fue proclamada el 19 de marzo de 1812, y en ella se estableció un sistema político basado en una Monarquía constitucional, división de poderes del Estado, y garantías democráticas como la libertad de opinión, de imprenta, el debido proceso judicial, etc. La Constitución de Cádiz tuvo una vigencia corta, pero su influencia se percibe en las constituciones políticas españolas e hispanoamericanas, posteriores a la Independencia.

La ocupación francesa y la convocatoria a las Cortes de Cádiz
A partir de la ocupación francesa empieza un proceso revolucionario en toda España y América en el que, bajo el ropaje de resistencia al invasor y la defensa de Fernando VII como legítimo rey, se producen sublevaciones populares (como la del 2 de Mayo en Madrid), guerra de guerrillas y el surgimiento de nuevas formas de autogobierno municipal (Juntas) que, en el fondo eran la revolución burguesa española porque implicaban la ruptura del régimen absolutista precedente. Estos sucesos son conocidos en la historia de España como la “Guerra de la Independencia”.

Guerra que se extiende en dos fases. En la primera, el verano-otoño de 1808, en la que diversas ciudades y regiones se insurreccionan contra la ocupación francesa dirigidas por las Juntas de gobierno y fuerzas militares locales, sin coordinación nacional, pero que asestan importantes derrotas a los ocupantes. En la segunda, a partir de noviembre de 1808, hasta enero de 1809, Napoleón en persona asume las operaciones en España y al frente de la Grande Armeé (250.000 soldados) logra consolidar la ocupación.

En un principio el Consejo de Castilla, un organismo tradicional de la monarquía, en agosto de 1808, llama a desconocer las Abdicaciones de Bayona y convoca una reunión de las Cortes Generales, bajo el criterio tradicional del organismo estamental. Pero las Juntas Provinciales, encabezados por la Junta de Sevilla, organismos novedosos y revolucionarios, en choque con el Consejo de Castilla, exigen una convocatoria a Cortes rompiendo el criterio tradicional, y exigiendo que la representación atendiera a criterios demográficos y regionales. De esta manera, el 25 de septiembre de 1808, se instala en Aranjuez la Junta Central Gubernativa del Reino, intentado sostener un gobierno central contra la ocupación. Pero la Junta Central tuvo que moverse a Sevilla ante el avance de Napoleón y luego refugiarse en Cádiz a fines de 1809.

Pese a que el Consejo de Castilla había convocado a las Cortes desde agosto de 1808, y que la Junta Central había ratificado la convocatoria en septiembre de 1809, los vaivenes de la guerra y las disputas internas sobre el carácter de las Cortes y la forma de la representación retardaron su convocatoria formal hasta el 1 de enero de 1810, cuando la Junta Central dio paso a un gobierno constituido bajo el nombre de Consejo de Regencia cuyo contrapeso serían las propias Cortes.

“Desde este momento, españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos de antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o escribir el nombre del que ha venir a representaros en el Congreso Nacional, vuestros destinos no dependen ya de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos”, dice el Consejo de Regencia desde Cádiz.

Esa convocatoria es la que dispara en América el proceso independentista, pues en ella, además de pedir que se enviaran delegados, se exhorta a crear en las capitales virreinales y capitanías generales Juntas de Gobierno con participación de los criollos como iguales en derechos ciudadanos que los peninsulares. Derecho éste que había sido negado hasta ese momento por las leyes de la monarquía absoluta, que había establecido un sistema de castas en las colonias en la que los únicos con plenos derechos políticos lo eran los nacidos en la Península Ibérica. Agudizó el conflicto en las ciudades americanas el hecho de que los virreyes intentaran ocultar la convocatoria del Consejo de Regencia, para no compartir el poder político con las Juntas que se proponían.

Esto motivó las primeras sublevaciones populares que desplazaron por la fuerza a los virreyes y gobernadores (a lo largo de 1810), e impusieron las Juntas de Gobierno criollas, todas jurando en un principio lealtad a Fernando VII y al Consejo de Regencia. Pero las victorias de las Juntas fueron relativas, ya que sectores realistas o absolutistas del ejército se hicieron fuertes en diversas ciudades y regiones, con lo que también se radicalizó el proceso en las ciudades que, un año después (1811), en medio de guerras civiles llevó al poder a sectores más radicales de capas medias que sí proclamaron la independencia completa de España. El estado de guerra civil se mantuvo aún bajo la restauración de Fernando VII (1814).

Un motivo de discordia, lo fue el hecho de que la convocatoria a estas Cortes se basó en el desigual criterio de que cada provincia peninsular tendría dos delegados, mientras que los Virreinatos y Capitanías se les pedía enviar un delegado. Esa resistencia de los españoles peninsulares, incluso los más liberales, a reconocer la completa igualdad a los españoles americanos se va a mantener durante los propios debates de las Cortes de Cádiz y se va a formalizar en la propia Constitución emanada de ellas. Esta actitud reforzará políticamente a los radicales independentistas de este lado del mar y debilitará a los moderados que pudieron sentirse cómodos con una monarquía constitucional.

Las reformas políticas de la Constitución de 1812
Su Artículo 1 define: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, con lo cual deja abierta la posibilidad de salvar la integridad del Estado y evitar la Independencia de Hispanoamérica. Pero, como se ha dicho antes, llegó tarde, pues un año antes de su proclamación ya se había avanzado en la independencia absoluta en lugares como Caracas, Bogotá, Cartagena, México (con Hidalgo, aunque no formalmente), etc. Su Artículo 5 establece que son españoles: “Todos los hombres libres nacidos y avecinados en los dominios de España, y los hijos de éstos”; “los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”; lo cual reconoce a los criollos y mestizos la nacionalidad, pero no a los negros esclavos que eran muchos.

Sin embargo, al fijar la ciudadanía se hicieron las siguientes distinciones: “aquellos españoles que por ambas líneas tienen su origen en los dominios españoles de ambos hemisferios” (Art. 18); “A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que por su talento, aplicación, y conducta, con la condición de de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que están casados con mujer ingenua, y avecinados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio” (Art. 22). Respecto al derecho al voto para escoger diputados se agrega: “Esta base es la población compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles, y de aquellos que hayan obtenido en las Cortes carta de ciudadano…” (Art. 29).

El ejercicio de la ciudadanía se suspendía en casos como, entre otros (Art. 25): “En virtud de interdicción judicial por incapacidad física o moral”; “Por el estado de deudor quebrado, o de deudor de los caudales públicos”; “Por el estado de sirviente doméstico”; “Por no tener empleo, oficio o modo de vivir conocido”; “Por hallarse procesado criminalmente”; “Desde el año mil ochocientos treinta deberán saber leer y escribir…”.

Esta definición de ciudadanía no podía ser satisfactoria para los españoles americanos, tal vez salvo para aristocracia criolla, porque (además de dejar por fuera a las mujeres, algo común en la época para todos los países) dejaba por fuera del ejercicio de la ciudadanía a la mayoría de los mulatos de América, no sólo a los negros esclavos. Algunos autores opinan que esta medida discriminatoria se debía al temor de los liberales españoles de que se vieran rebasados en número de diputados provenientes de América.

En plano político la Constitución de Cádiz avanzó mucho más, como en la limitación de los poderes del Rey, partiendo de los siguientes principios: “La Nación española es libre e independiente, y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona” (Art. 2); “La soberanía reside en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer las leyes”; “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen” (Art. 13); “El Gobierno de la Nación española es una Monarquía moderada hereditaria” (Art. 14); “La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey” (Art. 15); “La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey” (Art. 16); “La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley” (Art. 17).
En algunos aspectos sociales se registraron conquistas democráticas, como por ejemplo en el Capítulo III: se estableció las bases del debido proceso, se prohibió la tortura, la confiscación de bienes, el traspaso a la familia de las sanciones, la inviolabilidad del domicilio, etc. El artículo 339 estableció que “Las contribuciones se repartirán entre todos los españoles con proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno”. El artículo 366 estableció la educación pública para enseñar a “leer, escribir y contar” a los niños. El artículo 371 estableció el principio de la libertad de opinión e imprenta.

La restauración de Fernando VII y el final de la Constitución de 1812
Retornado a Madrid, en mayo de 1814, Fernando VII ordenó la disolución de las Cortes y la suspensión de la Constitución de 1812. En Hispanoamérica, ese año marcó la contraofensiva del absolutismo español que derivó en la derrota de los sectores más radicales que luchaban por la independencia. La durísima represión desatada por las fuerzas de la restauración, liquidarían las esperanzas de conquistar espacios democráticos bajo una monarquía constitucional española. Con ello se preparó el camino para que Simón Bolívar volviera de su exilio y culminara la Independencia del continente entre 1819 y 1825.

La Constitución de 1812 habría de ver un nuevo resurgimiento en 1820, con un alzamiento militar de las tropas preparadas para marchar a América a aplastar los últimos focos de resistencia independentista, que exigió a Fernando VII someterse a ella. La sublevación inició cerca de Sevilla, el 1 de enero de 1820, dirigida por el general Rafael del Riego, cubrió Andalucía y Galicia, hasta que una explosión popular en Madrid el 7 de marzo, pone en jaque al rey. El día 10 de marzo, éste emite el “Manifiesto del Rey a la Nación”, por el cual proclama: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.

Fernando juró de esta manera someterse a la Constitución de 1812, abriendo un periodo liberal de tres años. Pero era un juramento falso, pues conspiró con los gobiernos más reaccionarios de Europa, agrupados en la Santa Alianza, para acabar con la “monarquía moderada” y restaurar el absolutismo. El 7 de abril de 1823, un ejército francés al mando del Duque de Angulema, y con el apoyo de la Santa Alianza, invadió España y restituyó los poderes conculcados a Fernando. El general del Riego, al igual que otros, moriría ahorcado en noviembre de ese año y con él la Constitución de 1812.

Olmedo Beluche (Fragmento del libro Independencia hispanoamericana y lucha de clases, IV Ed.), sociólogo y analista político panameño, profesor de la Universidad de Panamá y militante del Partido Alternativa Popular.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 27 de marzo 2021-

sábado, 9 de enero de 2021

_- Haití: la primera revolución social victoriosa trazó el camino de la independencia.

_- El 1 de enero de 1804 se proclamó la Independencia de Haití del sistema colonialista francés, marcando un precedente que Hispanoamérica no alcanzaría sino hasta dos décadas después. Haití fue el segundo país independiente del continente americano, después de Estados Unidos, que la había proclamado en 1776, pero el hecho tuvo un alcance social y político más profundo en la isla caribeña que en Norteamérica.

El surgimiento de Haití como Estado nación es un producto diáfano de un proceso de revolución social: la lucha por la libertad contra el modo de producción esclavista del sistema de plantaciones y contra toda forma de racismo.

Justamente por eso la historiografía liberal hispanoamericana ha procurado ignorar la independencia y la revolución haitiana porque lo que más han temido, desde entonces y hasta ahora, es que los sentimientos, las aspiraciones y los métodos que movieron a los sectores sociales más explotados, oprimidos y discriminados de la isla de Saint-Domingue se contagiaran a las clases populares del resto del continente.

En Haití la historia no puede ocultar que, la independencia y la creación del Estado nacional, son el fruto de la lucha de clases, el producto de una profunda revolución social contra el sistema esclavista. La independencia es una consecuencia, cuando queda demostrado que la metrópoli francesa no está dispuesta a tolerar las mínimas garantías democráticas para sus colonias, menos la libertad, la igualdad y la fraternidad que pregonaba.

En la historia hispanoamericana la lucha de clases también fue el motor del que deriva la independencia, pero la historiografía ha logrado ocultar el hecho detrás mitos nacionales, mitos que enmascaran los intereses y el papel jugado por las clases dominantes, deformando los acontecimientos.

El pueblo haitiano ha tenido que pagar una factura muy cara, que le impuso el mundo desde entonces hasta el presente, por haber sido verdadero faro de civilización, libertad, igualdad y fraternidad, y por haber demostrado cuán hipócritas sonaban esos mismos conceptos en boca de los políticos y los ilustrados franceses, salvo el caso muy excepcional de Robespierre, tal vez.

Por esa razón, en el siglo XXI, hay que cuestionar los alegatos disfrazados de republicanismo y laicismo de las élites gobernantes de Francia, para justificar sus políticas racistas y de dominación de pueblos musulmanes provenientes de sus excolonias. Hay que distinguir entra las palabras vacías o llenas de otro contenido, de los hechos concretos. Esa es una lección que deja la historia de Haití.

Independencia o la muerte
La proclama de Independencia de Haití, realizada por Jean Jacques Dessalines, no sólo fija los objetivos de la lucha por la libertad de los “indígenas de Haití” (como él identifica a su pueblo), sino que desnuda la hipocresía con que el Estado francés (los bárbaros, les llama) les mantuvo ilusionados con una igualdad y libertad que nunca hicieron realidad:

“Ciudadanos:
No es suficiente con haber expulsado de vuestro país a los bárbaros que lo han ensangrentado desde hace dos siglos; no es suficiente con haber frenado a las facciones siempre renacientes que os presentaban sucesivamente el fantasma de libertad que Francia exponía ante vuestros ojos. Se necesita un último acto de autoridad nacional: asegurar para siempre el imperio de la libertad en el país que nos vio nacer; arrebatar al gobierno inhumano, que mantiene desde hace tanto tiempo nuestros espíritus en la torpeza más humillante, toda esperanza de someternos. En fin, se debe vivir independiente o morir.

Independencia o la muerte… que estas palabras sagradas nos unan, y que ellas sean el signo de los combates y de nuestra reunión.

… 

Todo nos recuerda las crueldades de ese pueblo bárbaro…
Además víctimas durante catorce años de nuestra credulidad y de nuestra indulgencia; vencidos, no por los ejércitos franceses, sino por la vana elocuencia de las proclamaciones de sus agentes…

Comparada su crueldad con nuestra paciente moderación, su color con el nuestro, el ancho mar que nos separa, nuestro clima vengador, todo nos dice que ellos no son nuestros hermanos, que jamás lo serán, y que si encuentran un asilo entre nosotros serán los maquinadores de nuestros malestares y de nuestras divisiones.

Juramos al universo entero, a la posteridad, a nosotros mismos, renunciar para siempre a Francia, y morir antes que vivir bajo su dominación. Combatir hasta el último suspiro por la independencia de nuestro país” (Dessalines, 1804) .

El cruel sistema esclavista de plantaciones
No puede explicarse la independencia de Haití a partir de un mito nacional precedente porque era un país realmente nuevo en el siglo XVIII, constituido por migrantes franceses y migrantes esclavizados de África, donde eran cazados y encadenados para ser traídos a trabajar en las plantaciones, principalmente azucareras del norte se Saint-Domingue.

La parte occidental de la isla La Española, territorio hoy conocido como Haití, fue cedida por España a Francia mediante el Tratado de Ryswick de 1697. De manera que el Saint-Domingue, colonia francesa tenía poco más de un siglo al momento de la independencia en 1804. Durante ese siglo, Francia asignó a su parte de la isla la tarea de producir azúcar, fundamentalmente, índigo y tabaco. Esa producción organizada bajo el sistema de plantaciones se fundamentó en la explotación de trabajo esclavo.

El profesor Félix Morales, de la Universidad de Panamá, señala en su tesis de Maestría en Historia de América, que los esclavos eran considerados piezas sustituibles de la cadena de producción que, al morir o quedar imposibilitados de trabajar, eran sustituidos por otros importados directamente de África. Morales estima que entre 1764 y 1771 se importaron en promedio 10 a 15 mil esclavos por año; en 1786 llegaron a 28 mil; y a partir de 1887 se superaba la cifra de 40 mil esclavos anuales (Morales Torres, 2017) .

Morales cita una frase de Carlos Marx del primer tomo de El Capital en la que señala: “…en los países de importación de esclavos, es máxima de explotación de estos la de que el sistema más eficaz es el que consiste en estrujar al ganado humano (human cattle) la mayor masa de rendimiento posible en el menor tiempo. En los países tropicales, en los que las ganancias anuales igualan con frecuencia el capital global de las plantaciones, es precisamente donde en forma más despiadada se sacrifica la vida de los negros”.

Hacia 1789, cuando inicia la Revolución Francesa y paralelamente la Revolución Haitiana, la estructura poblacional y social era la siguiente: 30,000 colonos blancos, divididos entre propietarios de grandes y pequeñas plantaciones; 40,000 mulatos o affranchis, ubicados mayormente al sur de la isla, quienes ocupaban un rango intermedio, siendo libres y algunos de ellos propietarios de medianas y pequeñas explotaciones, algunas de las cuales usaban mano de obra esclava; 550,000 esclavos negros, en su mayoría asignados a las plantaciones del norte de la isla.

Para entender los vaivenes del proceso revolucionario en Haití, es conveniente captar dos particularidades: los colonos blancos eran mayoritariamente monárquicos y defensores del Antiguo Régimen, por eso chocaron en diversas ocasiones con las autoridades emanadas de la revolución, y desde París tuvieron que enviar militares para tener control sobre ellos y los propios haitianos; la división de la población racializada entre negros y mulatos, que expresaban clases distintas, también produjo conflictos entre ellos que derivaron en guerras civiles.

Toussaint Louverture, alma, cerebro y brazo de la revolución haitiana
El gran sociólogo haitiano Gerard Pierre Charles, describe con las siguientes palabras a quien llamarían “El Primero de los Negros” o el “Espartaco Negro”:

“Toussaint Bréda, esclavo doméstico de la casa Bréda, que hasta sus 50 años había sido un desconocido, tuvo acceso a los valores de la sociedad criolla, incluso a la filosofía del siglo de las luces, a partir de la lectura de los enciclopedistas. También tuvo acceso al arte de la política y de la guerra. Fue arrastrado, por el extraordinario dinamismo de la sociedad colonial, en plena mutación revolucionaria, a desempeñar un papel político y militar de primer orden. Bajo el nombre de Toussaint Louverture, asumió el liderazgo de 500 000 esclavos que se alzaron en rebelión a partir de 1791, impulsados por las ideas de libertad e igualdad de la revolución francesa. Venció a las tropas españolas y británicas que, en el marco de las rivalidades entre metrópolis, querían adueñarse de aquella próspera Colonia. Logró así restablecer la paz y la prosperidad en un territorio devastado por una década de guerra y luchas sociales.

De esta forma, por su talento político y militar, se impuso a las autoridades de la Francia revolucionaria que lo nombraron general de Francia y gobernador de la Colonia. En 180l, él proclamó su propia Constitución. A través de este acto, rompió con las reglas del Pacto Colonial, estableció relaciones diplomáticas con Inglaterra y Estados Unidos y otorgó a Saint Domingue un estatuto de autonomía” (Charles, s.f.) .

La suerte que le cupo a François Dominique Toussaint fue la de esclavo doméstico, lo que le permitió eludir la peor forma de explotación esclava en las plantaciones, lo que conllevaba al agotamiento físico y mental. De manera que, gracias a esa forma más “benigna” de esclavitud pudo acceder a la lectura y a una formación cultural que le estaba vedada a la mayoría.

En 1776, a los 33 años, edad madura para entonces pudo acceder a su emancipación como hombre libre, convirtiéndose él mismo en propietario agrícola que a su vez explotaba hasta 13 esclavos, uno de los cuales era J. J. Dessalines, quien proclamaría posteriormente la independencia de Haití (Lamrani, 2019) . Evidentemente su actitud como amo no fue severa como la de otros, lo que le permitió ponerse a la cabeza del movimiento antiesclavista y que, quienes como Dessalines habían trabajado para él, se convirtieran en sus lugartenientes.

Tan pronto estalló en París el proceso revolucionario, la literatura y la información sobre la misma llegó y tuvo sus repercusiones en Saint-Dominge. Uno de esos documentos que tuvo gran impacto entre los haitianos fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789.

El primer impacto en la isla sucedió el 28 de octubre de 1790, cuando 350 mulatos acudieron a la Asamblea de Puerto Príncipe a exigir iguales derechos, los cuales estaban encabezados por Vincent Ogé. Esta manifestación fue duramente reprimida por los colonos blancos, pagando con su vida Ogé y decenas de los participantes. Primera prueba de que los llamados “Derechos del Hombre” no valían para los hombres negros.

El estallido decisivo ocurrió el 14 de agosto de 1791, en el marco de una ceremonia religiosa en Bois Caiman, se produce una masiva sublevación de esclavos dirigida por Dutty Boukman, Geaorge Biassou y Jean F. Papillon. La rebelión destruyo decenas de plantaciones y asesinó a más de 2,000 blancos. A ellos se sumó Toussaint, primero como médico, y luego como ayudante de Biassou.

Pronto Toussaint destacó en el combate por su valentía e inteligencia, lo que le permitió desarrollar un sistema de ataque al enemigo por el que adquirió el sobrenombre con el que fue conocido “Loverture” – “La Apertura”.

A raíz de la ejecución de Luis XVI, el 21 de enero de 1793, España intervino en la guerra civil de Saint-Domingue, ofreciendo apoyo a los rebeldes, lo cual fue aceptado por Toussaint, quien se había convertido en la cabeza visible de la revolución. El 29 de agosto de 1793, Toussaint proclamó: “Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Trabajo para que existan. Únanse, hermanos, y combatan conmigo por la misma causa. Desarraiguen conmigo el árbol de la esclavitud” (Lamrani, 2019) .

Maximilien Robespierre, quien era miembro de la sociedad de los “Amigos de los Negros”, propuso y fue aprobado la abolición de la esclavitud en Francia y sus colonias, el 4 de febrero de 1794. “A partir del momento en que en uno de sus decretos, ustedes habrán pronunciado la palabra “esclavo”, habrán pronunciado a la vez su deshonor y el derrocamiento de su Constitución”, Robespierre(Lamrani, 2019) .

Otorgada la ciudadanía y la libertad mediante ese decreto a los esclavos de Haití, la república francesa envió al general Lavaux a negociar con Toussaint para que rompiera con España y se sumara al bando francés para lo cual se le otorgó el cargo de general. Toussaint aceptó, cambió a favor de la república, combatió a los españoles expulsándolos del lado francés de la isla y obligándolos a firmar un tratado de paz en 1795. Tres años más tarde repetiría el mismo éxito contra los invasores ingleses. Lo que le valió el nombramiento de gobernador de Saint-Domingue.

La perfidia de la Francia republicana
Había que socavar la autoridad del gran líder haitiano para reemplazarlo por un títere. Para lo cual el Directorio, en 1798, envió al general Hédouville para fomentar la división entre Toussaint, que controlaba el norte la isla, y el general André Rigaux, mulato y propietario de haciendas, que controlaba el sur. Produciéndose una guerra civil entre 1799 y 1800, hasta que finalmente Toussaint logró expulsar a Rigaux.

El 2 de julio de 1801, Toussaint y la Asamblea General de Saint-Domingue proclaman una constitución política en la que se establece un régimen autonómico, pero no la independencia de Francia.

Por el artículo tercero se declaró “No puede haber esclavos en este territorio”; el cuarto elimina cualquier discriminación de raza para acceder a un empleo; y quinto consagra la verdadera igualdad al declarar que “No hay otra distinción que las virtudes o talentos” (Lamrani, 2019) .

Pero Toussaint cometió el error de seguir confiando en la República francesa, y envió el texto de la constitución a Napoleón Bonaparte para obtener su aprobación. En vez de ello, lo que hizo Napoleón fue enviar a su cuñado el general Leclerc, con más de 20,000 soldados para aplastar el gobierno de Toussaint, el cual desembarcó en Cap el 29 de enero de 1802 exigiendo la rendición de la guarnición. Paralelamente, el 20 de mayo de 1802, el mismísimo Napoleón Bonaparte mediante decreto restauró la esclavitud.

Los militares franceses utilizaron contra Toussaint todos los métodos desarrollado por los imperios para someter a sus colonias: crímenes de lesa humanidad contra la población civil, sobornar a los subalternos para que algunos le traicionaran, y aparentemente cayeron en esa trampa Rigo, Petion y Dessalines inclusive. Napoleón llegó a enviar a los hijos de Toussaint, que estudiaban en Francia, con un supuesto mensaje halagador hacia su persona, a ver si lograba controlarlo.

Como Leclerc no podía asestar la derrota militar que quería, propuso a Toussaint un acuerdo de paz, mediado por una carta de Napoleón reconociendo los “servicios rendidos al pueblo francés” y proclamarlo entre “los más ilustres ciudadanos”, etc., y la promesa de no restaurar la esclavitud. Toussaint aceptó el acuerdo que incluía preservar a su estado mayor y retirarse a la población de Ennery.

Los militares franceses no cumplieron y empezaron a acosarlo hasta que, en junio de 1802, fue arrestado con toda su familia y deportado a Francia, donde permaneció bajo arresto hasta 7 de abril de 1803, cuando falleció. Tenía 60 años de edad.

Finalmente, la independencia
El cuñado de Napoleón, el general Leclerc pagó con su vida sus crímenes contra el pueblo haitiano, no a manos de ningún combatiente, sino gracias a la fiebre amarilla que lo mató en 1802 en isla Tortuga, Haití. Advirtiendo la traición de los franceses a sus compromisos y no deseando la vuelta atrás, tanto los negros como los mulatos, encabezados por J. J. Dessalines y Henri Christophe, unieron sus fuerzas en una reunión secreta conocida como “Convención de Arcahaie”, en mayo de 1803, se sublevaron, dando inicio a la Guerra de Independencia.

Tuvieron a su favor la guerra de Gran Bretaña contra Francia, lo que impidió a estos últimos enviar tropas a la isla. En octubre de 1803 Dessalines tomó Puerto Príncipe y el 19 de noviembre de ese año asestó la derrota a los franceses en la batalla de Vertiers, diez días después las tropas derrotadas abandonaron la isla.

La independencia definitiva sería proclamada unas semanas después, el 1 de enero de 1804. El gobierno francés tardaría varias décadas en reconocer su independencia lo que finalmente hizo exigiendo una indemnización para resarcir a los colonos blancos esclavistas que habían sido expropiados y expulsados de la isla.

Se había cumplido el vaticinio de Toussaint: “Al derrocarme, sólo se ha derrocado en Santo Domingo el tronco del árbol de la libertad de los negros; volverá a crecer porque sus raíces son profundas y numerosas”.

El apoyo de Haití a la independencia hispanoamericana
Haití independiente prestó apoyo consecuente a la lucha por la independencia hispanoamericana. El propio Francisco de Miranda durante su fallida expedición libertadora a Venezuela, recaló previamente en el puerto de Jacmel, en febrero de 1806, en donde recibió apoyo de Alexander Petion.

Posteriormente, en 1815, durante su exilio en Jamaica, Simón Bolívar le escribe a Petion pidiéndole apoyo, y este le recibe en enero de 1816, con cuya ayuda Bolívar dirigió la conocida Expedición de Los Cayos. En la que el apoyo incluyó la participación de hasta 1,000 haitianos para tomar el oriente de Venezuela.

Se dice que Petion entregó no solo armas, dinero y sodados a Bolívar, sino también la espada símbolo de la libertad de Haití, y que lo hizo con una condición:

“Pido a Usted, que cuando llegue a Venezuela, su primera orden sea la Declaración de los Derechos del Hombre y la libertad de los esclavos… y para que pueda cumplir con esa misión, le hace entrega del símbolo de la emancipación de Haití: es la "Espada Libertadora de Haití", la misma que empuñó durante la guerra contra los franceses, la que utilizó Miranda en sus dos fallidos intentos por libertar a su Patria, y la que en 1807 le permitió instaurar una República en el sur y oeste de Haití de la que fue nombrado presidente vitalicio…” (Morales Torres, 2017) .

Bolívar solo cumplió parcialmente este compromiso, pues decretó al llegar la libertad de los esclavos que se sumaran al Ejército Libertador, pero no de todos los esclavos. Aunque liberó a los esclavos de sus haciendas familiares, nunca se emitió un decreto general, seguramente para no confrontar a los latifundistas criollos. Hay controversia respecto a las razones por las cuales, diez años después, consumada la independencia hispanoamericana, Simón Bolívar no invitó al Congreso Anfictiónico de Panamá a la república de Haití.

La injusticia y la perfidia continúan
Así ha sido reiteradamente a lo largo de la historia, cada vez que fuerzas reaccionarias han vuelto a cortar el tronco de la libertad éste vuelve y crece, como predijo Toussaint. En 2004, el imperialismo norteamericano, con apoyo de las “democráticas” Francia y Canadá, con la participación del gobierno de la República Dominicana, que prestó su territorio, repitieron la perfidia fomentando un golpe de Estado contra el presidente Jean B. Aristide, al cual fuerzas de esos países secuestraron y deportaron hasta la República Centroafricana. Golpe sobre el que guardó silencio gran parte del llamado progresismo latinoamericano que, por el contrario, avaló la ocupación de la isla con tropas disfrazadas bajo la bandera de las Naciones Unidas (MINUSTAH), en las que colaboraron soldados de Brasil y Bolivia, entre otros.

El Estado nacional haitiano es formalmente independiente, pero el pueblo haitiano continúa su lucha por la libertad.

Bibliografía
Charles, G. P. (s.f.). Toussaint Louverture. Obtenido de Revista Mexicana de Política Exterior
Dessalines, J. J. (1 de Enero de 1804).DOCUMENTO LA DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE HAITÍ (1804). Obtenido de Dialnet
Lamrani, S. (13 de Junio de 2019).Toussaint Louverture, la dignidad insurrecta. Obtenido de América Latina en Movimiento
Morales Torres, F. A. (2017). Haití : entre la revolución francesa y la revolución de esclavos (1791-1804) . Obtenido de SIBIUP
Olmedo Beluche sociólogo y analista político panameño, profesor de la Universidad de Panamá y militante del Partido Alternativa Popular.

Fuente:
www.sinpermiso.info, 2 de enero 2021