_- Fuentes: Counterpunch [Imagen: Napoleon en Santa Helena, acuarela de František Xaver Sandmann]
La Revolución francesa no fue un mero acontecimiento histórico, sino un proceso largo y complejo en el que se pueden identificar diferentes estadios. Algunos de esos estadios fueron de naturaleza contrarrevolucionaria, por ejemplo la “revuelta aristocrática” al inicio de la Revolución. Dos fases, sin embargo, fueron sin lugar a dudas revolucionarias.
La primera fase fue “1789”, la revolución moderada que acabó con el “Ancien Régime” [Antiguo Régimen], con su absolutismo real y su feudalismo, el monopolio de poder de la monarquía y los privilegios de la nobleza y la Iglesia. Entre los logros importantes de “1789” se incluye también la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la igualdad de todos los varones franceses ante la ley, la separación de Iglesia y Estado, un sistema parlamentario basado en un derecho a voto limitado y, por último, pero no menos importante, la creación de un Estado francés “indivisible”, centralizado y moderno. Una nueva Constitución promulgada oficialmente en 1791 consagró estos logros, que suponen un importante paso adelante en la historia de Francia.
El Ancien Régime de la Francia anterior a 1789 había estado íntimamente unido a la monarquía absoluta. Por otra parte, bajo el sistema revolucionario de “1789” se suponía que el rey iba a encontrar un papel cómodo dentro de la monarquía constitucional y parlamentaria, pero no sucedió así debido a las intrigas de Luis XVI y de este modo en 1792 surgió un nuevo tipo de Estado radicalmente diferente, una República. “1789” fue posible gracias a las violentas intervenciones del “populacho” parisino, los llamados “sans-culottes”, pero su resultado fue obra sobre todo de una clase moderada de personas que pertenecían casi exclusivamente a la alta burguesía, la clase media alta. Sobre las ruinas del Ancien Régime, que había servido a los intereses de la nobleza y la Iglesia, esos caballeros erigieron un Estado que se suponía estaba al servicio de los acaudalados burgueses. En un principio estos caballeros encontraron su espacio político en el “club” o partido político embrionario de los Feuillants y más tarde en el de los girondinos, nombre que reflejaba el lugar de procedencia de sus principales componentes, un contingente de miembros de la burguesía de Burdeos, el gran puerto situado a las orillas del estuario del Gironda, cuya riqueza se debía no solo al comercio de vino sino también, y sobre todo, al de esclavos. Estos caballeros de provincias nunca se sintieron en casa en París, la guarida de los leones revolucionarios, los sans-culottes, y de los respetables aunque todavía más radicales revolucionarios conocidos como jacobinos.
La segunda fase revolucionaria fue “1793”, que fue la revolución “popular”, radical, igualitaria, con derechos sociales (incluido el derecho al trabajo) y unas reformas socioeconómicas relativamente exhaustivas que se reflejaron en una constitución promulgada en el año revolucionario I (1793) y que nunca entró en vigor. En esta fase, que incorporó el famoso Maximilien Robespierre, la revolución se orientó hacia lo social y estaba dispuesta a regular la economía nacional y, por lo tanto, a limitar en cierta medida la libertad individual “pour le bonheur commun”, es decir, a beneficio de toda la nación. Como se mantuvo el derecho a la propiedad privada, “1793” se podría describir en la terminología contemporánea más como una “socialdemocracia” que como verdaderamente “socialista”.
“1793” fue obra de Robespierre y los jacobinos, especialmente de los jacobinos más fervorosos, un grupo al que se conocía con el nombre de la Montagne [Montaña] porque se sentaban en los bancos situados en la zona más alta de la Asamblea. Eran revolucionarios radicales, la mayoría de origen pequeño burgués o de clase media baja, cuyos principios eran tan liberales como los de la alta burguesía. Pero también querían satisfacer las necesidades elementales de las personas plebeyas parisinas, especialmente de los artesanos, que eran mayoría entre los sans-culottes. Estos sans-culottes eran hombres corrientes que vestían pantalones largos en vez de los cortos ajustados (“culottes”, en francés) que se complementaban con medias de seda y que eran la vestimenta típica de los aristócratas y burgueses prósperos. Los sans-culottes fueron las tropas de asalto de la Revolución, uno de cuyos logros fue la toma de la Bastilla. Robespierre y sus jacobinos radicales los necesitaban como aliados en su lucha contra los girondinos, los revolucionarios moderados de la burguesía, pero también contra los contrarrevolucionarios de la aristocracia y la Iglesia.
La revolución radical fue un fenómeno parisino en muchos sentidos, una revolución hecha en, por y para París. No es de extrañar que la oposición proviniera sobre todo de fuera de esta ciudad, más concretamente de la burguesía de Burdeos y de otras ciudades de provincia que ejemplificaban los girondinos, y del campesinado. Con “1793” la revolución se convirtió en una especie de conflicto entre París y el resto de Francia.
La contrarrevolución, personificada por los aristócratas que había huido del país (los émigrés), sacerdotes y campesinos sediciosos de la Vendée y otros lugares en provincias, fue hostil tanto a “1789” como a “1793” y quería nada menos que la vuelta al Ancien Régime. En la Vendée los rebeldes lucharon por el rey y la Iglesia. La burguesía adinerada, por su parte, estaba en contra de “1793” pero a favor de “1789”. A diferencia de los sans-culottes parisinos, esta clase no tenía nada que ganar y sí mucho que perder del progreso revolucionario radical en la dirección señalada por los montagnards y su constitución de 1793 que promovía el igualitarismo y el estatismo, esto es, la intervención del Estado en la economía. Pero la burguesía también se oponía a una vuelta al Ancien Régime, que habría vuelto a poner al Estado al servicio de la nobleza y la Iglesia. “1789”, en cambio, ponía al Estado francés al servicio de la burguesía.
El objetivo y en muchos sentidos también el resultado de “Termidor”, el golpe de Estado de 1794 que acabó con el gobierno revolucionario y a la vida de Robespierre, fue una vuelta atrás a la revolución burguesa moderada de 1789, pero con una república en lugar de una monarquía constitucional. La “reacción termidoriana” dio lugar a la constitución del año III que, como ha escrito el historiador francés Charles Morazé, “garantizó la propiedad privada y el pensamiento liberal, y abolió todo lo que pareciera empujar la revolución burguesa hacia el socialismo”. La modernización termidoriana de “1789” produjo un Estado que con toda justicia se ha descrito como “república burguesa” (république bourgeoise) o “república de propietarios” (république des propriétaires).
Se creó así el Directorio, un régimen extremadamente autoritario camuflado bajo una fina capa de barniz democrático en forma de asambleas legislativas cuyos miembros se elegían en base a un sufragio muy limitado. El Directorio tuvo enormes dificultades para sobrevivir ya que estaba dividido entre, a la derecha, una Escila monárquica que anhelaba volver al Ancien Régime, y, a la izquierda, una Caribdis de jacobinos y sans-culottes deseosos de volver a radicalizar la revolución. Estallaron varias rebeliones monárquicas y (neo)jacobinas, y en cada ocasión fue la intervención del ejército la que tuvo que salvar el Directorio. Uno de estos levantamientos fue ahogado con sangre por un general ambicioso y popular llamado Napoleon Bonaparte.
Finalmente se resolvieron los problemas por medio de un golpe de Estado que tuvo lugar el 18 brumario del año VIII, el 9 de noviembre de 1799. Para evitar perder su poder a manos de los monárquicos o de los jacobinos la burguesía adinerada de Francia entregó su poder a Napoleon, un dictador militar en el que podían confiar y era popular. Se esperaba que el general corso pusiera el Estado francés a disposición de la alta burguesía y eso es exactamente lo que hizo. Su tarea principal fue eliminar la doble amenaza que había acuciado a la burguesía. El peligro monárquico y, por lo tanto, contrarrevolucionario, se neutralizo por medio del “palo” de la represión, pero aún más por medio de la “zanahoria” de la reconciliación. Napoleon permitió a los aristócratas que se había marchado volver a Francia, recuperar sus propiedades y disfrutar de los privilegios que su régimen concedió generosamente no solo a los ricos burgueses sino a todos los propietarios. Napoleon también reconcilió a Francia con la Iglesia por medio de la firma de un concordato con el papa.
Para librarse de la amenaza (neo)jacobina y evitar que la revolución se volviera a radicalizar Napoleon recurrió sobre todo a un instrumento que ya habían utilizado los girondinos y el Directorio: la guerra. En efecto, cuando recordamos la dictadura de Napoleon no pensamos tanto en acontecimientos revolucionarios que se desarrollaron en la capital, como ocurrió entre los años 1789 y 1794, sino en una serie interminable de guerras que se libraron lejos de París y en muchos casos más allá de las fronteras de Francia. No es una casualidad, porque las llamadas “guerras revolucionarias” sirvieron para el objetivo fundamental de los paladines de la revolución moderada, incluidos Bonaparte y quienes le apoyaba: consolidar los logros de “1789” e impedir tanto una vuelta al Ancien Régime como una repetición de “1793”.
Con su política del terror (que se conoció como la Terreur, “el terror”) Robespierre y los montagnards habían tratado no solo proteger la revolución sino también radicalizarla, lo que significó que “internalizaron” la revolución dentro de Francia, antes que nada en el corazón de esta, su capital, París. No es casual que la guillotina, la “cuchilla revolucionaria”, símbolo de la revolución radical, se instalara en medio de la Plaza de la Concordia, es decir, en medio de la plaza que estaba en medio de la ciudad situada en medio del país. Para concentrar sus propias energías y las de los sans-culottes en la internalización de la revolución Robespierre y sus camaradas jacobinos se opusieron (a diferencia de los girondinos) a las guerras internacionales, puesto que las consideraban un desperdicio de las energías revolucionarias y una amenaza para la revolución. A la inversa, la serie interminable de guerras que se libraron después, primero bajo los auspicios del Directorio y luego de Bonaparte, supusieron una externalización de la revolución, una exportación de la revolución burguesa de 1789. Al mismo tiempo sirvieron en el ámbito interno para impedir una nueva interiorización o radicalización de la revolución a la 1793.
La guerra, el conflicto internacional, sirvió para liquidar la revolución, el conflicto interno, el conflicto de clase. Esto se hizo de dos maneras. En primer lugar, la guerra hizo que los revolucionarios más fervientes desaparecieran de la cuna de la revolución, París. Una enorme cantidad de jóvenes sans-culottes salieron de la capital para luchar en tierras extranjeras (y a menudo para no volver nunca), en un primer momento como voluntarios, pero en seguida como reclutas. A consecuencia de ello en París solo quedaron unos pocos luchadores varones para llevar a cabo acciones revolucionarias fundamentales, como la toma de la Bastilla, pero demasiados pocos para repetir los éxitos de los sans-culottes entre 1789 y 1793, como demostró claramente la derrota de las insurrecciones jacobinas bajo el Directorio. Bonaparte perpetuó el sistema del servicio militar obligatorio y la guerra perpetua. «Fue él», escribió el historiador Henri Guillemin, «quien envió a los potencialmente peligrosos jóvenes plebeyos lejos de París e incluso a Moscú, para gran alivio de los burgueses acaudalados [gens de bien]».
En segundo lugar, las noticias de las grandes victorias generaron orgullo patriótico entre los sans-culottes que se habían quedado en casa, un orgullo que iba a resarcir el menguante entusiasmo revolucionario. Así, con una pequeña ayuda de Marte, el dios de la guerra, se pudo desviar la energía revolucionaria de los sans-culottes y del pueblo francés en general hacia otros canales menos radicales en términos revolucionarios. Esto reflejaba un proceso de desplazamiento en el que el pueblo francés, incluidos los sans-culottes parisinos, fue perdiendo gradualmente su entusiasmo por la revolución y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, no solo entre los franceses, sino con otras naciones. En vez de eso los franceses adoraron cada vez más al becerro de oro del chovinismo francés, de la expansión territorial hasta las fronteras supuestamente “naturales” de su país, como el Rin, y de la gloria internacional de la «gran nación», y después del 18 Brumario, de su gran líder y pronto emperador: Bonaparte.
Así se puede entender también la reacción ambivalente de los extranjeros ante las guerras y conquistas de Francia en aquel momento. Aunque algunos, como las élites del Ancien Régime y el campesinado, rechazaban la Revolución francesa en su conjunto y otros, sobre todo los jacobinos locales como los “patriotas” holandeses, la acogieron con entusiasmo, muchas personas vacilaban entre la admiración por las ideas y los logros de la Revolución francesa, y la aversión por el militarismo, el chovinismo sin límites y el imperialismo implacable de Francia después del Termidor, durante el Directorio y bajo Napoleon.
Muchas personas no francesas se debatían entre la admiración y la aversión que sentían simultáneamente por la Revolución francesa. En otras tarde o temprano el entusiasmo inicial dio paso a la desilusión. Los británicos, por ejemplo, dieron la bienvenida a “1789” porque consideraron que esta revolución moderada era la importación a Francia del tipo de monarquía constitucional y parlamentaria que ellos mismos habían adoptado un siglo antes durante la llamada Revolución Gloriosa. William Wordsworth evocó ese sentimiento en los versos siguientes: “La felicidad absoluta en aquel amanecer era estar vivo, / pero ser joven era el mismo cielo”.
Sin embargo, después de “1793” y del Terror que le acompañó muchos británicos observaron con aversión lo que sucedía al otro lado del Canal de la Mancha. El libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France [Reflexiones sobre la revolución en Francia], publicado en noviembre de 1790, se convirtió en la Biblia contrarrevolucionaria no solo en Inglaterra sino en todo el mundo. A mediados del siglo XX George Orwell escribiría que “para el inglés medio la Revolución francesa no significa más que una pirámide de cabezas cortadas”. Lo mismo se podría decir de prácticamente todas las personas no francesas (y muchas francesas) hoy en día.
Así pues, para acabar con la revolución en la propia Francia, Napoleon la secuestró de París y la exportó al resto de Europa. Con el fin de impedir que la poderosa corriente revolucionaria excavara y ahondara su propio canal (en París y el resto de Francia), primero los termidorianos y luego Napoleon hicieron que sus turbulentas aguas desbordaran las fronteras de Francia, inundaran toda Europa y de este modo se convirtieran en aguas vastas, aunque poco profundas y tranquilas.
Napoleon Bonaparte era la opción perfecta, incluso simbólicamente, para alejar la revolución de su cuna parisina, para acabar con lo que en muchos sentidos era un proyecto de los jacobinos y sans-culottes pequeñoburgueses de la capital, y, a la inversa, para consolidar la revolución moderada que tanto gustaba a los burgueses. Napoleon había nacido en Ajaccio, la ciudad de provincias francesa más alejada de París. Además, era “un hijo de la alta burguesía corsa [gentilhommerie corse]”, es decir, descendiente de una familia que se podría describir como alta burguesía pero con pretensiones aristocráticas o como nobleza menor pero con un estilo de vida burgués. En muchos sentidos la familia Bonaparte pertenecía a la alta burguesía, la clase que en toda Francia había logrado alcanzar sus ambiciones gracias a “1789” y que más tarde, ante las amenazas tanto de la izquierda como de la derecha, trató de consolidar este triunfo por medio de una dictadura militar. Bonaparte personificaba a la alta burguesía de provincias que siguiendo el ejemplo de los girondinos quería una revolución moderada, materializada en un Estado, a ser posible democrático, pero autoritario en caso necesario, que le permitiera potenciar al máximo su riqueza y su poder. Las experiencia del Directorio había demostrado los defectos que en este sentido tenía una república con unas instituciones relativamente democráticas, por lo que la burguesía finalmente buscó la salvación en una dictadura.
La dictadura militar que sustituyó a la “república burguesa” post-termidoriana apareció en escena como un deus ex machina en Saint-Cloud, un pueblo a las afueras de París, el “18 brumario del año VIII”, es decir, el 9 de noviembre de 1799. Este paso político decisivo para liquidar la revolución fue al mismo tiempo un paso geográfico para alejarse de París, del hervidero de la revolución y de la guarida de los revolucionarios jacobinos y sans-culottes. Además, el traslado a Saint-Cloud fue un paso pequeño aunque significativo simbólicamente respecto al ámbito rural, mucho menos revolucionario, cuando no contrarrevolucionario. Da la casualidad de que Saint-Cloud se encuentra en el camino que va de París a Versalles, lugar residencia de los monarcas absolutistas de la época prerrevolucionaria. El hecho de que un golpe de Estado que daba paso a un régimen autoritario tuviera lugar ahí era el reflejo topográfico del hecho histórico de que, tras el experimento democrático de la revolución, Francia volvía al camino hacia un nuevo sistema absolutista similar al sistema cuyo“sol” había sido Versalles. Pero esta vez el destino era un sistema absolutista presidido por un Bonaparte en vez de por un Borbon y, lo que es mucho más importante, un sistema absolutista al servicio de la burguesía en vez de al servicio de la nobleza.
Imagen: Una caricatura británica del golpe de Estado de Saint-Cloud realizada por James Gillray.
La dictadura de Bonaparte fue ambivalente respecto a la revolución. Con su llegada la poder la revolución estaba terminada, incluso liquidada, al menos en el sentido de que ya no habría más experimentos igualitarios (como en “1793”) ni más esfuerzos por mantener una fachada republicano-democrática (como en “1789”). En cambio se mantuvieron e incluso se consagraron los logros esenciales de “1789”.
Entonces, ¿Napoleon fue un revolucionario o no? Estaba a favor de la revolución en el sentido de que estaba en contra de la contrarrevolución monárquica y como dos negaciones se anulan mutuamente, un contrarrevolucionario es automáticamente un revolucionario, n’est-ce pas? Pero también se puede decir que al mismo tiempo Napoleon estaba contra la revolución: apoyaba la revolución moderada y burguesa de 1789, asociada a los Feuillants, girondinos y termidorianos, pero estaba en contra de la revolución radical de 1793, obra de los jacobinos y sans-culottes. La historiadora francesa Annie Jourdan cita en su libro La Révolution, une exception française? [La Revolución, ¿una excepción francesa?] a un comentarista alemán contemporáneo que se había dado cuenta de que Bonaparte “nunca fue sino la personificación de una de las diferentes fases de la revolución”, como escribió en 1815. Esa fase era la revolución moderada y burguesa, “1789”, la revolución que Napoleon no solo iba a consolidar en Francia sino que iba a exportar al resto de Europa.
Napoleon eliminó las amenazas tanto monárquicas como jacobinas, pero prestó otro servicio importante a la burguesía. Consiguió que se consagrara legalmente el derecho a la propiedad, piedra angular de la ideología liberal que tanto apreciaban los burgueses, y demostró su devoción hacia este principio volviendo a autorizar la esclavitud, que todavía se consideraba una forma legítima de propiedad. En efecto, Francia había sido el primer país en abolir la esclavitud, en concreto en la época de la revolución radical, bajo los auspicios de Robespierre, el cual la había abolido a pesar de la oposición de sus antagonistas, los girondinos, que supuestamente eran unos caballeros moderados, precursores de Bonaparte como paladines de la causa de la burguesía y de su ideología liberal que ensalzaba la libertad, aunque no para las personas esclavas.
“La burguesía encontró en Napoleon un protector y a la vez un amo”, escribió el historiador Georges Dupeux. El corso fue sin lugar a dudas un protector e incluso un gran paladín de la causa de los burgueses acaudalados, pero nunca fue su amo. En realidad, desde el principio al final de su carrera “dictatorial” fue un subordinado de los dueños de la industria y las finanzas de la nación, los mismos caballeros que ya controlaban Francia en la época del Directorio, la “république des propriétaires” [república de los propietarios], y que le habían confiado la gestión del país en su nombre.
Desde el punto financiero, se hizo depender no solo a Napoleón sino a todo el Estado francés de una institución que era (y ha seguido siendo hasta nuestros días) propiedad de la élite del país, aunque esa realidad se ocultara aplicando una etiqueta que daba la impresión de que era una empresa estatal, el Banque de France, el banco nacional. Sus banqueros recaudaron dinero de la burguesía acaudalada y lo pusieron a disposición de Napoleón a un tipo de interés relativamente elevado. Napoleon lo utilizó para gobernar y armar a Francia, para librar una guerra interminable y, por supuesto, para desempeñar el papel de emperador con mucha pompa y circunstancia.
Napoleon no fue sino el mascarón de proa de un régimen, una dictadura de la alta burguesía, un régimen que supo ocultarse tras una coreografía fastuosa al estilo de la antigua Roma que primero recordó, un tanto modestamente, a un consulado y posteriormente a un imperio jactancioso.
Volvamos al papel que desempeñó la interminable serie de guerras emprendidas por Napoleon, unas aventuras militares que se emprendieron por la gloria de la “grande nation” y de su gobernante. Ya hemos visto que esos conflictos sirvieron en primer lugar para liquidar la revolución radical en la propia Francia. Pero también permitieron a la burguesía acumular más capital que nunca. Los industriales, comerciantes y banqueros consiguieron unos enormes beneficios suministrando al ejército armas, uniformas, comida, etc. Las guerras fueron muy beneficiosas para los negocios y las victorias proporcionaron unos territorios que contenían valiosas materias primas o podían servir de mercados para los productos acabados de la industria de Francia. Eso benefició a la economía francesa en general, pero sobre todo a su industria, cuyo desarrollo se aceleró así considerablemente. Por consiguiente, los industriales (y sus socios de la banca) pudieron desempeñar un papel cada vez más importante dentro de la burguesía.
Bajo Napoleon el capitalismo industrial, que iba a ser típico del siglo XIX, empezó a vencer al capitalismo comercial, que durante los dos siglos anteriores había sido la tendencia económica. Vale la pena señalar que la acumulación de capital comercial en Francia había sido posible sobre todo gracias al comercio de esclavos, mientras que la acumulación del capital industrial tenía mucho que ver con la casi ininterrumpida sucesión de guerras libradas primero por el Directorio y después por Napoleon. En ese sentido Balzac tenía razón al afirmar que “detrás de cada gran fortuna sin un origen aparente subyace un crimen olvidado”.
Las guerras de Napoleon estimularon el desarrollo del sistema industrial de producción y supusieron al mismo tiempo la sentencia de muerte para el antiguo sistema artesanal a pequeña escala en el que los artesanos trabajaban de forma tradicional y no mecanizada. Por medio de la guerra la burguesía bonapartista no solo hizo que los sans-culottes (que eran sobre todo artesanos, comerciantes, etc.) desaparecieran físicamente de París, sino que también hizo que desaparecieran del panorama socioeconómico. Los sans-culottes habían desempeñado un papel fundamental en el drama de la revolución, pero debido a las guerras que liquidaron la revolución (radical), ellos, que habían sido las tropas de asalto del radicalismo revolucionario, salieron del escenario de la historia.
Así, gracias a Napoleon la burguesía de Francia logró librarse de su enemigo de clase, pero resultó ser una victoria pírrica. ¿Por qué? El futuro económico no pertenecía a los talleres y a los artesanos que trabajaban de forma “independiente”, tenían alguna propiedad, aunque solo fueran sus herramientas, y, por tanto, eran pequeños burgueses, sino a las fábricas, a sus propietarios, los industriales, pero también a sus trabajadores, los obreros asalariados y en general muy mal pagados de las fábricas. Este “proletariado” iba a resultar ser un enemigo de clase mucho más peligroso para la burguesía que lo que habían sido los sans-culottes y otros artesanos. Además, el objetivo del proletariado era llevar a cabo una revolución mucho más radical que “1793” de Robespierre. Pero esto iba a ser una preocupación para los regímenes burgueses que iban a suceder al del supuestamente “gran” Napoleon, incluido el de su sobrino, Napoleon III, al que Victor Hugo llamó despectivamente “Napoleon le Petit” [Napoleon el pequeño].
Muchas personas dentro y fuera de Francia, incluidos políticos e historiadores, desprecian y denuncian a Robespierre, los jacobinos y los sans-culottes debido al derramamiento de sangre que se asocia a su revolución radical y “popular” de 1793. Estas mismas personas suelen mostrar una gran admiración por Napoleon, el restaurador de la “ley y el orden” , y salvador de la revolución moderada y burguesa de 1789. Condenan la internalización de la Revolución francesa porque estuvo acompañada del Terror que provocó muchos miles de víctimas en Francia, sobre todo en París, y culpan de estas víctimas a la “ideología” jacobina y/o al supuestamente innato carácter sanguinario del “populacho”. Parecen no darse cuenta (o no querer darse cuenta) de que la externalización de la revolución por parte de los termidorianos y de Napoleon, acompañada de unas guerras internacionales que se prolongaron durante casi veinte años, costó la vida a muchos millones de personas en toda Europa, incluida una enorme cantidad en Francia. Esas guerras fueron una forma de terror mucho mayor y mucho más sangrienta que lo que había sido el Terreur orquestado por Robespierre.
Se calcula que ese régimen de terror costó la vida a aproximadamente 50.000 personas, más o menos el 0,2 % de la población de Francia. El historiador Michel Vovelle, que cita estas cifras en uno de sus libros, se pregunta si es mucho o poco. Es muy poco en comparación con la cantidad de víctimas que provocaron las guerras libradas por la expansión territorial temporal de la grande nation y la gloria de Bonaparte. Solo en la Batalla de Waterloo, la batalla final de la supuestamente gloriosa carrera de Napoleon, y en su preludio (las simples escaramuzas de Ligny y Quatre Bras) murieron entre 80.000 y 90.000 personas. Y lo que es peor, muchos cientos de miles de hombres nunca volvieron de las desastrosas campañas en Rusia. Es terrible, n’est-ce pas? Pero nadie parece hablar nunca del “terror” bonapartista y tanto París como el resto de Francia están repletos de monumentos, calles y plazas que conmemoran las supuestamente heroicas y gloriosas hazañas del más famoso de todos los corsos.
Marx y Engels señalaron que al sustituir la revolución permanente por la guerra permanente dentro de Francia y, sobre todo, en París los termidorianos y sus sucesores “perfeccionaron” la estrategia de terror, es decir, hicieron correr mucha más sangre que en la época de la política de terror de Robespierre. En todo caso, la exportación o externalización por medio de la guerra de la revolución termidoriana de la (alta) burguesía, una actualización de «1789», provocó muchas más víctimas que el intento jacobino de radicalizar o interiorizar la revolución dentro de Francia por medio de la Terreur.
Lo mismo que nuestros políticos y medios de comunicación, la mayoría de los historiadores todavía consideran que la guerra es una actividad estatal perfectamente legítima, y fuente de gloria y orgullo para los vencedores e incluso para nuestros inevitablemente “heroicos” perdedores. Por el contrario, las decenas o cientos de miles e incluso millones de víctimas de la guerra (que ahora se lleva a cabo sobre todo por medio de bombardeos aéreos y, por tanto, de verdaderas masacres unilaterales en vez de guerras) nunca reciben la misma atención y simpatía que las mucho menos numerosas víctimas del “terror”, una forma de violencia que no está respaldada, al menos no abiertamente, por un Estado y que, por lo tanto, se tilda de ilegítima.
Me viene a la memoria la actual “guerra contra el terrorismo”. Por lo que se refiere a la superpotencia que nunca deja de emprender guerras, se trata de una forma de guerra permanente y omnipresente que estimula el chauvinismo irreflexivo y patriotero de los estadounidenses corrientes (¡los sans-culottes estadounidenses!) al tiempo que proporciona a los más pobres de ellos puestos de trabajo como marines. Para gran ventaja de la industria estadounidense, esta guerra perpetua proporciona a las corporaciones estadounidenses acceso a importantes materias primas como el petróleo y viene a ser para los fabricantes de armas y muchas otras empresas, especialmente las que cuentan con amistades en los ámbitos de poder en Washington, una cornucopia de beneficios astronómicos. Son obvias las similitudes con las guerras de Napoleon. ¿Cómo era lo que decían los franceses?: “Plus ça change, plus c’est la même chose” [Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo].
Con Napoleon Bonaparte la revolución acabó donde se suponía debía acabar, al menos en lo que concernía a la burguesía francesa. Cuando Napoleon irrumpió en escena, la burguesía triunfó. No es casual que en las ciudades francesas a los miembros de la élite social, “les notables” (es decir, los hombres de negocios, banqueros, abogados y otros representantes de la alta burguesía), les guste reunirse en cafés y restaurantes que llevan el nombre de Bonaparte, como observó el brillante sociólogo Pierre Bourdieu.
La alta burguesía siempre ha estado agradecida a Napoleon por los innegables servicios que prestó a su clase. El más importante de estos servicios fue liquidar la revolución radical, la de “1793”, que suponía una amenaza para las considerables ventajas que gracias a “1789” había adquirido la burguesía a expensas de la nobleza y la Iglesia. Por el contrario, el odio que la burguesía sentía por Robespierre, la figura más destacada de “1793”, explica la casi total ausencia de estatuas y otros monumentos, y de nombres de calles y plazas que honren su memoria, aun cuando el hecho de que Robespierre aboliera la esclavitud fue uno de los mayores logros de la historia de la democracia en el mundo.
También se venera a Napoleon más allá de las fronteras de Francia, en Bélgica, Italia, Alemania, etc., y sobre todo lo venera la burguesía acomodada. Sin lugar a dudas se debe a que todos esos países eran sociedades feudales y casi medievales en los que las conquistas de Napoleon permitieron liquidar sus propios Ancien Régimes e introducir la revolución moderada que, como ya había ocurrido en Francia, fue una fuente de considerables mejoras para toda la población (excepto la nobleza y el clero, por supuesto), pero también de privilegios especiales para la burguesía. Probablemente esto explica por qué hoy en Waterloo la estrella indiscutible del espectáculo turístico no es Wellington sino Napoleon, de modo que puede que los turistas que no conocen bien la historia ¡piensen que fue él quien ganó la batalla!
Jacques R. Pauwels es historiador y autor de The Great Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga, París, marzo de 2021. [En castellano se ha publicado, traducido por José Sastre, El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002. Boltxe liburuak publicará próximamente Los mitos de la historia moderna].
Fuente:
https://www.counterpunch.org/2021/05/07/napoleon-between-war-and-revolution/
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