domingo, 17 de julio de 2022
_- Olympe de Gouges, la revolucionaria francesa ejecutada en la guillotina por defender los derechos de todos
viernes, 22 de octubre de 2021
Cuál fue el decisivo rol de las mujeres en la Revolución francesa (y el trágico final que sufrieron algunas de ellas)
Los Días de Octubre o La Marcha de Octubre, cuando las mujeres marcharon hasta el palacio de Versalles.
"Maté a un hombre para salvar a 100.000", fue lo que supuestamente dijo Charlotte Corday durante su juicio por el espantoso asesinato del revolucionario Jean-Paul Marat.
Desilusionada por la dirección radical y violenta que estaba tomando el grupo Montagnard, del cual Marat era uno de los líderes, Corday se coló dentro de su casa el 13 de julio de 1793.
Sorprendió a Marat mientras este trabajaba en su bañera y le clavó un cuchillo en el pecho, matándolo instantáneamente.
Su acto de violencia, inmortalizado en la pintura de Jacques-Louis David La muerte de Marat es uno de los más infames del período, ocasionó fuertes reacciones que se propagaron por París y cambió la percepción de las capacidades de las mujeres.
Pero Corday no fue de ninguna forma la única mujer que aprovechó la Revolución francesa como una oportunidad para la acción.
Salones y sociedades
Antes de la revolución, a los ojos de muchos pensadores de la Ilustración, las diferencias biológicas marcaban a las mujeres como seres inferiores a los hombres en el orden natural.
Se esperaba que las mujeres se sometieran a sus padres y maridos.
"La muerte de Marat" del pintor Jacques-Louis David, una de las obras más conocidas del período de la Revolución Francesa.
Y aunque algunas mentes de la época, incluido el filósofo Jean-Jacques Rousseau, pensaban que las mujeres debían tener derecho a una educación, esta debería centrarse en cuidar y educar a los niños ya que las mujeres se diferenciaban de los hombres en sus "derechos naturales".
Sin embargo, a medida que la revolución se extendió por Francia, trayendo ideales de igualdad y fraternidad, las mujeres encontraron formas de participar en todos los aspectos.
Hubo quienes vieron la oportunidad de promover los derechos de las mujeres junto con los de los hombres franceses, como la activista y escritora Olympe de Gouges.
En 1791, de Gouges declaró que "la mujer nace libre y vive en igualdad de derechos con el hombre".
Había mujeres, como Marie-Jeanne Roland y Germaine de Staël, conocidas como sallonières, que organizaban salones donde se fomentaban las ideas revolucionarias y se negociaba el poder político.
Y por supuesto, hubo mujeres que tomaron las armas.
En octubre de 1789, cuando la escasez de harina y el hambre en París generaban un descontento que se convertiría en ira, las mujeres estaban en el centro de la vorágine.
La marcha a Versalles
La ira por la creciente escasez de alimentos llevó a miles de personas a enfrentarse al rey en persona.
Las mujeres desempeñaron un papel fundamental en un evento conocido como los Días de Octubre o la Marcha de Octubre, que impulsó la primera etapa de la revolución hacia un nuevo equilibrio de poder.
En la mañana del 5 de octubre de 1789, muchas mujeres parisinas se manifestaban por el precio del pan en París.
La harina escaseaba y había una sensación cada vez mayor de que se les negaba la comida a los pobres a propósito.
También hubo rumores de que la noche anterior el rey Luis XVI había entretenido a los oficiales con un espléndido banquete.
Pronto, a las manifestantes se les unieron otras mujeres de los mercados cercanos o de la creciente turba que rodeaba al Hôtel de Ville (ayuntamiento) y que había saqueado la armería de la ciudad.
Las conversaciones tuvieron lugar durante toda la noche. Aunque en las primeras horas del 6 de octubre algunos alborotadores lograron acceder al palacio para buscar los aposentos de la reina.
La insurrección fue sofocada rápidamente por las tropas del rey, pero la situación siguió siendo tensa, y el Marqués de Lafayette convención a Luis XVI para que se dirigiera a los manifestantes que todavía estaban surgiendo alrededor del palacio.
La violencia cesó cuando el Rey dijo que él y su familia abandonarían su opulento palacio y se mudarían a París. Una vez allí, estarían bajo el control de la gente.
La Marcha de Octubre demostró el poder y la capacidad de la gente común, el tercer estado o tercer estamento , y lo que es más importante, las mujeres de París.
Louis XVI dejó el Palacio de Versalles junto con el resto de la familia real debido a los sucesos de octubre de 1789.
Mismos derechos
También hubo quienes solicitaron al gobierno derechos más particulares.
En marzo de 1792, Pauline Léon se dirigió a la Asamblea Legislativa en nombre de las mujeres parisinas para sugerir que se formara una milicia femenina para defender sus hogares en medio de una creciente violencia contrarrevolucionaria.
Aunque fue finalmente rechazada, su petición fue firmada por más de 300 mujeres.
Léon no era ajena a la lucha armada. Había marchado a la Bastilla en julio de 1789 llevando su propia pica.
Pero al igual que con otras mujeres, la participación de Léon no se limitó a disturbios y manifestaciones.
En 1793, junto con la actriz Claire Lacombe, fundó la Sociedad de Mujeres Republicanas Revolucionarias, una organización de corta duración que presionó por el derecho de las mujeres a contribuir a la revolución.
El Club Patriótico de Mujeres, una de las muchas sociedades conformadas por mujeres durante la Revolución Francesa.
No fue de ninguna forma la única sociedad de ese tipo, ya que los clubes sociales y los salones revolucionarios se convirtieron en centros importantes, aunque con misiones distintas.
Por ejemplo, aunque se recuerda con razón a Marie-Jeanne Roland como una mujer influyente de la revolución, no era una defensora de los derechos políticos de las mujeres ya que sentía que todavía eran más afectivas en sus roles domésticos y detestaba el comportamiento radical de los sans-culottes (la mayoría de la gente de clase trabajadora de París).
También estaban las que hoy podríamos llamar "aliados masculinos", como el intelectual y aristócrata Marie-Jean Caritat, Marqués de Condorcet.
En julio de 1790 publicó un artículo en un periódico en el que sostenía que los millones de mujeres de Francia debían gozar de los mismos derechos que los hombres.
El artículo causó sensación al abordar el sentimiento al abordar el sentimiento generalizado de que las mujeres no poseían a misma capacidad que los hombres para la racionalidad o el sentido de la justicia.
Al contrario, Condorcet desafió a los críticos a "mostrar una diferencia natural entre hombres y mujeres en las que legítimamente podría basarse en la exclusión".
A su vez, el artículo de Condorcet inspiró al Círculo Social, uno de los clubes sociales más progresistas de la París revolucionaria, que lanzó una campaña por los derechos de la mujer entre 1790 y 1791.
Olympe de Gouges, fue la autora de la "Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana".
Ambiciones obstaculizadas
Pero el periodo de la revolución que le dio a las mujeres ese sentido de progreso social no duraría mucho.
A pesar de su presencia en el centro de muchas facciones y salones, la opinión predominante seguía siendo que las mujeres podían servir mejor a la causa actuando como "madres republicanas", responsables de enseñar a sus hijos a honrar y amar a la República y apoyar a la nueva sociedad que estaba siendo tallada.
Una y otra vez, los críticos insistieron en que la naturaleza determinaba roles diferentes para hombres y mujeres.
Estas divisiones y objetivos divergentes, tanto entre individuos como entre clases de mujeres, y reflejados en e movimiento en general, obstaculizaron cualquier posibilidad de progreso real.
En mayo de 1793, las mujeres fueron desterradas de los procedimientos gubernamentales y poco después se les prohibió formar asambleas políticas.
El asesinato por Corday de Marat en julio se convirtió en un punto de inflexión para el gobierno revolucionario. Y en octubre de 1793, todos los clubes de mujeres fueron prohibidos.
La cuestión de si la Revolución francesa promovió los derechos de las mujeres sigue siendo un tema polémico entre los historiadores de hoy.
Se otorgaron algunos derechos sociales a las mujeres: las nuevas leyes de sucesión, por ejemplo, significan que, independientemente del género, los hijos pueden heredar la riqueza de los padres por igual.
Marie-Jeanne Roland llegó a tener peso político en la Francia revolucionaria.
Hubo otro paso adelante para la condición jurídica de las madres solteras y sus hijos. Mientras que una nueva ley permitió otorgar igualdad de condiciones para hombres y mujeres en el divorcio.
Pero cuando Napoleón llegó al poder, los ideales de la "maternidad republicana" perseveraron.
Aunque la revolución fue sin duda una época de gran debate sobre el estatus y los derechos de las mujeres de todas las clases sociales, la revolución no cambió mucho en términos de su capacidad para contribuir a una democracia francesa.
Y aunque la revolución tuvo efectos prolongados, no puede verse como un contribuyente directo al sufragio femenino en Francia, un derecho que no recibirían sino hasta 1945.
El precio que pagaron
Tres mujeres terminaron pagando el precio máximo por sus actividades políticas.
Olympe de Gouges
La escritora y activista nació como Marie Gouze, hija de un carnicero autodidacta del sur de Francia. Ella fue en gran parte responsable de la introducción de los derechos de las mujeres a la causa revolucionaria.
Dirigiendo su folleto "Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadanía" a la reina María Antonieta en 1791, Gouze se convirtió en una voz unificadora para las mujeres.
Sus escritos, junto con su relación con el grupo político Girondino, fue también su sentencia de muerte. Fue denunciada como "antinatural" y guillotinada durante El Terror en 1793.
Marie-Jeanne Roland
Fue escritora y anfitriona de un salón burgués clave de París en el que se gestaron por primera vez los ideales revolucionarios.
Obtuvo influencia en el gobierno cuando su esposo, Jean-Marie Roland, se convirtió en Ministro del Interior bajo Luis XVI en 1792.
Ayudó a redactar muchos discursos gubernamentales, incluida una carta de su esposo que criticaba al rey.
Los Roland continuaron ejerciendo su poder e influencia en el centro de la facción girondina.
Marie-Jeanne fue arrestada en mayo de 1793 en lugar de su esposo, quien había huido por temor a su propia detención.
Fue ejecutada por guillotina en noviembre de ese año. Sus últimas palabras fueron "¡Oh, libertad! ¡Qué crímenes se cometen en tu nombre!"
Charlotte Corday, responsable del asesinato de Marat.
Una aristócrata menor, Corday estuvo involucrada en la revolución desde sus primeros días, asistiendo a reuniones políticas e inspirándose en las ideas de la facción girondina.
Sintió que la facción Montagnard era demasiado radical y quería salvar la revolución eliminando a su líder Jean-Paul Marat.
El asesinato de Marat mientras se bañaba fue un punto de inflexión infame en cómo se veían a las mujeres en la revolución.
Corday fue guillotinada en 1793 y sigue siendo un símbolo de las acciones de las mujeres durante el tumulto que se extendió por Francia.
miércoles, 14 de julio de 2021
_- Jóvenes irresponsables y Hoy es el día nacional de Francia, la toma de la Bastilla.
Algunos jóvenes tienen una mezcla de inconsciencia y de irresponsabilidad que difícilmente se puede explicar. Es probable que muchos se sientan arrastrados por esa masa en la que decir o hacer algo razonable merece desprecio, en la que recordar que hay que protegerse del virus es motivo de expulsión. Hay que ser aceptado en el grupo al precio que sea. Probablemente cada uno se comportaría de otra manera en soledad, pero en grupo, hay que seguir las leyes no escritas de la manada.
También ha influido en ese relajamiento el hecho de que se haya autorizado, quizá prematuramente, a liberar del uso de mascarillas en el exterior (aunque se exija cuando no hay distancia). Algunos han confundido el “no hay mascarillas” con el “no hay virus”. Algunos tienden fácilmente a coger el rábano por las hojas.
Un tercer motivo es el efecto estampida. Después de haber estado sometidos a restricciones, el menor resquicio es utilizado como una ocasión de desmadre. Todos hemos sentido la angustia del largo confinamiento. Es comprensible que exista un deseo de romper las cadenas pero, vamos, ya tienen edad nuestros jóvenes para frenar ese impulso con racionalidad y con ética.
La docente y escritora Marta Marco Alario, jefa de estudios adjunta de un Instituto de Enseñanza Media al que pertenecían dos alumnos que hicieron el escandaloso viaje a Mallorca en el que se produjo un contagio masivo, ha escrito una carta llena de indignación y de tristeza en la que les dice a los jóvenes: “Os vais a Mallorca en busca del coronavirus después de que durante meses en el Instituto, nos hayamos dejado la vida para que no os contagiéis y no contagiéis a vuestras familias”.
Reproduzco algunos párrafos de esa carta que está llena de tristeza y decepción. Sería bueno que la leyesen muchos jóvenes y muchos padres y madres.
“Hasta donde pueda llegar mi testimonio desde este rinconcillo os contaré que este viaje lamentable no tiene nada que ver con el Instituto (y puedo afirmar que con ninguno)…
Han jugado a ser adultos viajando a kilómetros de sus hogares para, no nos engañemos, cogerse una cogorza detrás de otra lejos de padres/madres.
Recoge la noticia de prensa, sigue diciendo, que los estudiantes han dicho que no les obligaban a llevar mascarilla. ¿Perdón? ¿En serio? A estas alturas, ¿hay que obligar a futuros universitarios a llevar mascarilla?
A veces pienso que el ser humano está mejor confinado. Luego pienso que la mezquindad es minoritaria y me consuelo un poco. Pero poco, porque si algo he aprendido este año, con toda la información que manejo como jefa de estudios adjunta, como coordinadora Covid y como rara avis que no entiende otra forma de vida que en sociedad, capaz de anteponer su grupo o a otro miembro de este frente a sí misma como ente individual, es que hemos vuelto a fracasar por culpa del individualismo, del egoísmo y de un egocentrismo mal gestionado.
Suma y sigue. Esta jefa de estudios adjunta ...
viernes, 21 de mayo de 2021
_- Napoleon, entre la guerra y la revolución
La Revolución francesa no fue un mero acontecimiento histórico, sino un proceso largo y complejo en el que se pueden identificar diferentes estadios. Algunos de esos estadios fueron de naturaleza contrarrevolucionaria, por ejemplo la “revuelta aristocrática” al inicio de la Revolución. Dos fases, sin embargo, fueron sin lugar a dudas revolucionarias.
La primera fase fue “1789”, la revolución moderada que acabó con el “Ancien Régime” [Antiguo Régimen], con su absolutismo real y su feudalismo, el monopolio de poder de la monarquía y los privilegios de la nobleza y la Iglesia. Entre los logros importantes de “1789” se incluye también la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la igualdad de todos los varones franceses ante la ley, la separación de Iglesia y Estado, un sistema parlamentario basado en un derecho a voto limitado y, por último, pero no menos importante, la creación de un Estado francés “indivisible”, centralizado y moderno. Una nueva Constitución promulgada oficialmente en 1791 consagró estos logros, que suponen un importante paso adelante en la historia de Francia.
El Ancien Régime de la Francia anterior a 1789 había estado íntimamente unido a la monarquía absoluta. Por otra parte, bajo el sistema revolucionario de “1789” se suponía que el rey iba a encontrar un papel cómodo dentro de la monarquía constitucional y parlamentaria, pero no sucedió así debido a las intrigas de Luis XVI y de este modo en 1792 surgió un nuevo tipo de Estado radicalmente diferente, una República. “1789” fue posible gracias a las violentas intervenciones del “populacho” parisino, los llamados “sans-culottes”, pero su resultado fue obra sobre todo de una clase moderada de personas que pertenecían casi exclusivamente a la alta burguesía, la clase media alta. Sobre las ruinas del Ancien Régime, que había servido a los intereses de la nobleza y la Iglesia, esos caballeros erigieron un Estado que se suponía estaba al servicio de los acaudalados burgueses. En un principio estos caballeros encontraron su espacio político en el “club” o partido político embrionario de los Feuillants y más tarde en el de los girondinos, nombre que reflejaba el lugar de procedencia de sus principales componentes, un contingente de miembros de la burguesía de Burdeos, el gran puerto situado a las orillas del estuario del Gironda, cuya riqueza se debía no solo al comercio de vino sino también, y sobre todo, al de esclavos. Estos caballeros de provincias nunca se sintieron en casa en París, la guarida de los leones revolucionarios, los sans-culottes, y de los respetables aunque todavía más radicales revolucionarios conocidos como jacobinos.
La segunda fase revolucionaria fue “1793”, que fue la revolución “popular”, radical, igualitaria, con derechos sociales (incluido el derecho al trabajo) y unas reformas socioeconómicas relativamente exhaustivas que se reflejaron en una constitución promulgada en el año revolucionario I (1793) y que nunca entró en vigor. En esta fase, que incorporó el famoso Maximilien Robespierre, la revolución se orientó hacia lo social y estaba dispuesta a regular la economía nacional y, por lo tanto, a limitar en cierta medida la libertad individual “pour le bonheur commun”, es decir, a beneficio de toda la nación. Como se mantuvo el derecho a la propiedad privada, “1793” se podría describir en la terminología contemporánea más como una “socialdemocracia” que como verdaderamente “socialista”.
“1793” fue obra de Robespierre y los jacobinos, especialmente de los jacobinos más fervorosos, un grupo al que se conocía con el nombre de la Montagne [Montaña] porque se sentaban en los bancos situados en la zona más alta de la Asamblea. Eran revolucionarios radicales, la mayoría de origen pequeño burgués o de clase media baja, cuyos principios eran tan liberales como los de la alta burguesía. Pero también querían satisfacer las necesidades elementales de las personas plebeyas parisinas, especialmente de los artesanos, que eran mayoría entre los sans-culottes. Estos sans-culottes eran hombres corrientes que vestían pantalones largos en vez de los cortos ajustados (“culottes”, en francés) que se complementaban con medias de seda y que eran la vestimenta típica de los aristócratas y burgueses prósperos. Los sans-culottes fueron las tropas de asalto de la Revolución, uno de cuyos logros fue la toma de la Bastilla. Robespierre y sus jacobinos radicales los necesitaban como aliados en su lucha contra los girondinos, los revolucionarios moderados de la burguesía, pero también contra los contrarrevolucionarios de la aristocracia y la Iglesia.
La revolución radical fue un fenómeno parisino en muchos sentidos, una revolución hecha en, por y para París. No es de extrañar que la oposición proviniera sobre todo de fuera de esta ciudad, más concretamente de la burguesía de Burdeos y de otras ciudades de provincia que ejemplificaban los girondinos, y del campesinado. Con “1793” la revolución se convirtió en una especie de conflicto entre París y el resto de Francia.
La contrarrevolución, personificada por los aristócratas que había huido del país (los émigrés), sacerdotes y campesinos sediciosos de la Vendée y otros lugares en provincias, fue hostil tanto a “1789” como a “1793” y quería nada menos que la vuelta al Ancien Régime. En la Vendée los rebeldes lucharon por el rey y la Iglesia. La burguesía adinerada, por su parte, estaba en contra de “1793” pero a favor de “1789”. A diferencia de los sans-culottes parisinos, esta clase no tenía nada que ganar y sí mucho que perder del progreso revolucionario radical en la dirección señalada por los montagnards y su constitución de 1793 que promovía el igualitarismo y el estatismo, esto es, la intervención del Estado en la economía. Pero la burguesía también se oponía a una vuelta al Ancien Régime, que habría vuelto a poner al Estado al servicio de la nobleza y la Iglesia. “1789”, en cambio, ponía al Estado francés al servicio de la burguesía.
El objetivo y en muchos sentidos también el resultado de “Termidor”, el golpe de Estado de 1794 que acabó con el gobierno revolucionario y a la vida de Robespierre, fue una vuelta atrás a la revolución burguesa moderada de 1789, pero con una república en lugar de una monarquía constitucional. La “reacción termidoriana” dio lugar a la constitución del año III que, como ha escrito el historiador francés Charles Morazé, “garantizó la propiedad privada y el pensamiento liberal, y abolió todo lo que pareciera empujar la revolución burguesa hacia el socialismo”. La modernización termidoriana de “1789” produjo un Estado que con toda justicia se ha descrito como “república burguesa” (république bourgeoise) o “república de propietarios” (république des propriétaires).
Se creó así el Directorio, un régimen extremadamente autoritario camuflado bajo una fina capa de barniz democrático en forma de asambleas legislativas cuyos miembros se elegían en base a un sufragio muy limitado. El Directorio tuvo enormes dificultades para sobrevivir ya que estaba dividido entre, a la derecha, una Escila monárquica que anhelaba volver al Ancien Régime, y, a la izquierda, una Caribdis de jacobinos y sans-culottes deseosos de volver a radicalizar la revolución. Estallaron varias rebeliones monárquicas y (neo)jacobinas, y en cada ocasión fue la intervención del ejército la que tuvo que salvar el Directorio. Uno de estos levantamientos fue ahogado con sangre por un general ambicioso y popular llamado Napoleon Bonaparte.
Finalmente se resolvieron los problemas por medio de un golpe de Estado que tuvo lugar el 18 brumario del año VIII, el 9 de noviembre de 1799. Para evitar perder su poder a manos de los monárquicos o de los jacobinos la burguesía adinerada de Francia entregó su poder a Napoleon, un dictador militar en el que podían confiar y era popular. Se esperaba que el general corso pusiera el Estado francés a disposición de la alta burguesía y eso es exactamente lo que hizo. Su tarea principal fue eliminar la doble amenaza que había acuciado a la burguesía. El peligro monárquico y, por lo tanto, contrarrevolucionario, se neutralizo por medio del “palo” de la represión, pero aún más por medio de la “zanahoria” de la reconciliación. Napoleon permitió a los aristócratas que se había marchado volver a Francia, recuperar sus propiedades y disfrutar de los privilegios que su régimen concedió generosamente no solo a los ricos burgueses sino a todos los propietarios. Napoleon también reconcilió a Francia con la Iglesia por medio de la firma de un concordato con el papa.
Para librarse de la amenaza (neo)jacobina y evitar que la revolución se volviera a radicalizar Napoleon recurrió sobre todo a un instrumento que ya habían utilizado los girondinos y el Directorio: la guerra. En efecto, cuando recordamos la dictadura de Napoleon no pensamos tanto en acontecimientos revolucionarios que se desarrollaron en la capital, como ocurrió entre los años 1789 y 1794, sino en una serie interminable de guerras que se libraron lejos de París y en muchos casos más allá de las fronteras de Francia. No es una casualidad, porque las llamadas “guerras revolucionarias” sirvieron para el objetivo fundamental de los paladines de la revolución moderada, incluidos Bonaparte y quienes le apoyaba: consolidar los logros de “1789” e impedir tanto una vuelta al Ancien Régime como una repetición de “1793”.
Con su política del terror (que se conoció como la Terreur, “el terror”) Robespierre y los montagnards habían tratado no solo proteger la revolución sino también radicalizarla, lo que significó que “internalizaron” la revolución dentro de Francia, antes que nada en el corazón de esta, su capital, París. No es casual que la guillotina, la “cuchilla revolucionaria”, símbolo de la revolución radical, se instalara en medio de la Plaza de la Concordia, es decir, en medio de la plaza que estaba en medio de la ciudad situada en medio del país. Para concentrar sus propias energías y las de los sans-culottes en la internalización de la revolución Robespierre y sus camaradas jacobinos se opusieron (a diferencia de los girondinos) a las guerras internacionales, puesto que las consideraban un desperdicio de las energías revolucionarias y una amenaza para la revolución. A la inversa, la serie interminable de guerras que se libraron después, primero bajo los auspicios del Directorio y luego de Bonaparte, supusieron una externalización de la revolución, una exportación de la revolución burguesa de 1789. Al mismo tiempo sirvieron en el ámbito interno para impedir una nueva interiorización o radicalización de la revolución a la 1793.
La guerra, el conflicto internacional, sirvió para liquidar la revolución, el conflicto interno, el conflicto de clase. Esto se hizo de dos maneras. En primer lugar, la guerra hizo que los revolucionarios más fervientes desaparecieran de la cuna de la revolución, París. Una enorme cantidad de jóvenes sans-culottes salieron de la capital para luchar en tierras extranjeras (y a menudo para no volver nunca), en un primer momento como voluntarios, pero en seguida como reclutas. A consecuencia de ello en París solo quedaron unos pocos luchadores varones para llevar a cabo acciones revolucionarias fundamentales, como la toma de la Bastilla, pero demasiados pocos para repetir los éxitos de los sans-culottes entre 1789 y 1793, como demostró claramente la derrota de las insurrecciones jacobinas bajo el Directorio. Bonaparte perpetuó el sistema del servicio militar obligatorio y la guerra perpetua. «Fue él», escribió el historiador Henri Guillemin, «quien envió a los potencialmente peligrosos jóvenes plebeyos lejos de París e incluso a Moscú, para gran alivio de los burgueses acaudalados [gens de bien]».
En segundo lugar, las noticias de las grandes victorias generaron orgullo patriótico entre los sans-culottes que se habían quedado en casa, un orgullo que iba a resarcir el menguante entusiasmo revolucionario. Así, con una pequeña ayuda de Marte, el dios de la guerra, se pudo desviar la energía revolucionaria de los sans-culottes y del pueblo francés en general hacia otros canales menos radicales en términos revolucionarios. Esto reflejaba un proceso de desplazamiento en el que el pueblo francés, incluidos los sans-culottes parisinos, fue perdiendo gradualmente su entusiasmo por la revolución y los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, no solo entre los franceses, sino con otras naciones. En vez de eso los franceses adoraron cada vez más al becerro de oro del chovinismo francés, de la expansión territorial hasta las fronteras supuestamente “naturales” de su país, como el Rin, y de la gloria internacional de la «gran nación», y después del 18 Brumario, de su gran líder y pronto emperador: Bonaparte.
Así se puede entender también la reacción ambivalente de los extranjeros ante las guerras y conquistas de Francia en aquel momento. Aunque algunos, como las élites del Ancien Régime y el campesinado, rechazaban la Revolución francesa en su conjunto y otros, sobre todo los jacobinos locales como los “patriotas” holandeses, la acogieron con entusiasmo, muchas personas vacilaban entre la admiración por las ideas y los logros de la Revolución francesa, y la aversión por el militarismo, el chovinismo sin límites y el imperialismo implacable de Francia después del Termidor, durante el Directorio y bajo Napoleon.
Muchas personas no francesas se debatían entre la admiración y la aversión que sentían simultáneamente por la Revolución francesa. En otras tarde o temprano el entusiasmo inicial dio paso a la desilusión. Los británicos, por ejemplo, dieron la bienvenida a “1789” porque consideraron que esta revolución moderada era la importación a Francia del tipo de monarquía constitucional y parlamentaria que ellos mismos habían adoptado un siglo antes durante la llamada Revolución Gloriosa. William Wordsworth evocó ese sentimiento en los versos siguientes: “La felicidad absoluta en aquel amanecer era estar vivo, / pero ser joven era el mismo cielo”.
Sin embargo, después de “1793” y del Terror que le acompañó muchos británicos observaron con aversión lo que sucedía al otro lado del Canal de la Mancha. El libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France [Reflexiones sobre la revolución en Francia], publicado en noviembre de 1790, se convirtió en la Biblia contrarrevolucionaria no solo en Inglaterra sino en todo el mundo. A mediados del siglo XX George Orwell escribiría que “para el inglés medio la Revolución francesa no significa más que una pirámide de cabezas cortadas”. Lo mismo se podría decir de prácticamente todas las personas no francesas (y muchas francesas) hoy en día.
Así pues, para acabar con la revolución en la propia Francia, Napoleon la secuestró de París y la exportó al resto de Europa. Con el fin de impedir que la poderosa corriente revolucionaria excavara y ahondara su propio canal (en París y el resto de Francia), primero los termidorianos y luego Napoleon hicieron que sus turbulentas aguas desbordaran las fronteras de Francia, inundaran toda Europa y de este modo se convirtieran en aguas vastas, aunque poco profundas y tranquilas.
Napoleon Bonaparte era la opción perfecta, incluso simbólicamente, para alejar la revolución de su cuna parisina, para acabar con lo que en muchos sentidos era un proyecto de los jacobinos y sans-culottes pequeñoburgueses de la capital, y, a la inversa, para consolidar la revolución moderada que tanto gustaba a los burgueses. Napoleon había nacido en Ajaccio, la ciudad de provincias francesa más alejada de París. Además, era “un hijo de la alta burguesía corsa [gentilhommerie corse]”, es decir, descendiente de una familia que se podría describir como alta burguesía pero con pretensiones aristocráticas o como nobleza menor pero con un estilo de vida burgués. En muchos sentidos la familia Bonaparte pertenecía a la alta burguesía, la clase que en toda Francia había logrado alcanzar sus ambiciones gracias a “1789” y que más tarde, ante las amenazas tanto de la izquierda como de la derecha, trató de consolidar este triunfo por medio de una dictadura militar. Bonaparte personificaba a la alta burguesía de provincias que siguiendo el ejemplo de los girondinos quería una revolución moderada, materializada en un Estado, a ser posible democrático, pero autoritario en caso necesario, que le permitiera potenciar al máximo su riqueza y su poder. Las experiencia del Directorio había demostrado los defectos que en este sentido tenía una república con unas instituciones relativamente democráticas, por lo que la burguesía finalmente buscó la salvación en una dictadura.
La dictadura militar que sustituyó a la “república burguesa” post-termidoriana apareció en escena como un deus ex machina en Saint-Cloud, un pueblo a las afueras de París, el “18 brumario del año VIII”, es decir, el 9 de noviembre de 1799. Este paso político decisivo para liquidar la revolución fue al mismo tiempo un paso geográfico para alejarse de París, del hervidero de la revolución y de la guarida de los revolucionarios jacobinos y sans-culottes. Además, el traslado a Saint-Cloud fue un paso pequeño aunque significativo simbólicamente respecto al ámbito rural, mucho menos revolucionario, cuando no contrarrevolucionario. Da la casualidad de que Saint-Cloud se encuentra en el camino que va de París a Versalles, lugar residencia de los monarcas absolutistas de la época prerrevolucionaria. El hecho de que un golpe de Estado que daba paso a un régimen autoritario tuviera lugar ahí era el reflejo topográfico del hecho histórico de que, tras el experimento democrático de la revolución, Francia volvía al camino hacia un nuevo sistema absolutista similar al sistema cuyo“sol” había sido Versalles. Pero esta vez el destino era un sistema absolutista presidido por un Bonaparte en vez de por un Borbon y, lo que es mucho más importante, un sistema absolutista al servicio de la burguesía en vez de al servicio de la nobleza.
Imagen: Una caricatura británica del golpe de Estado de Saint-Cloud realizada por James Gillray. La dictadura de Bonaparte fue ambivalente respecto a la revolución. Con su llegada la poder la revolución estaba terminada, incluso liquidada, al menos en el sentido de que ya no habría más experimentos igualitarios (como en “1793”) ni más esfuerzos por mantener una fachada republicano-democrática (como en “1789”). En cambio se mantuvieron e incluso se consagraron los logros esenciales de “1789”.
Entonces, ¿Napoleon fue un revolucionario o no? Estaba a favor de la revolución en el sentido de que estaba en contra de la contrarrevolución monárquica y como dos negaciones se anulan mutuamente, un contrarrevolucionario es automáticamente un revolucionario, n’est-ce pas? Pero también se puede decir que al mismo tiempo Napoleon estaba contra la revolución: apoyaba la revolución moderada y burguesa de 1789, asociada a los Feuillants, girondinos y termidorianos, pero estaba en contra de la revolución radical de 1793, obra de los jacobinos y sans-culottes. La historiadora francesa Annie Jourdan cita en su libro La Révolution, une exception française? [La Revolución, ¿una excepción francesa?] a un comentarista alemán contemporáneo que se había dado cuenta de que Bonaparte “nunca fue sino la personificación de una de las diferentes fases de la revolución”, como escribió en 1815. Esa fase era la revolución moderada y burguesa, “1789”, la revolución que Napoleon no solo iba a consolidar en Francia sino que iba a exportar al resto de Europa.
Napoleon eliminó las amenazas tanto monárquicas como jacobinas, pero prestó otro servicio importante a la burguesía. Consiguió que se consagrara legalmente el derecho a la propiedad, piedra angular de la ideología liberal que tanto apreciaban los burgueses, y demostró su devoción hacia este principio volviendo a autorizar la esclavitud, que todavía se consideraba una forma legítima de propiedad. En efecto, Francia había sido el primer país en abolir la esclavitud, en concreto en la época de la revolución radical, bajo los auspicios de Robespierre, el cual la había abolido a pesar de la oposición de sus antagonistas, los girondinos, que supuestamente eran unos caballeros moderados, precursores de Bonaparte como paladines de la causa de la burguesía y de su ideología liberal que ensalzaba la libertad, aunque no para las personas esclavas.
“La burguesía encontró en Napoleon un protector y a la vez un amo”, escribió el historiador Georges Dupeux. El corso fue sin lugar a dudas un protector e incluso un gran paladín de la causa de los burgueses acaudalados, pero nunca fue su amo. En realidad, desde el principio al final de su carrera “dictatorial” fue un subordinado de los dueños de la industria y las finanzas de la nación, los mismos caballeros que ya controlaban Francia en la época del Directorio, la “république des propriétaires” [república de los propietarios], y que le habían confiado la gestión del país en su nombre.
Desde el punto financiero, se hizo depender no solo a Napoleón sino a todo el Estado francés de una institución que era (y ha seguido siendo hasta nuestros días) propiedad de la élite del país, aunque esa realidad se ocultara aplicando una etiqueta que daba la impresión de que era una empresa estatal, el Banque de France, el banco nacional. Sus banqueros recaudaron dinero de la burguesía acaudalada y lo pusieron a disposición de Napoleón a un tipo de interés relativamente elevado. Napoleon lo utilizó para gobernar y armar a Francia, para librar una guerra interminable y, por supuesto, para desempeñar el papel de emperador con mucha pompa y circunstancia.
Napoleon no fue sino el mascarón de proa de un régimen, una dictadura de la alta burguesía, un régimen que supo ocultarse tras una coreografía fastuosa al estilo de la antigua Roma que primero recordó, un tanto modestamente, a un consulado y posteriormente a un imperio jactancioso.
Volvamos al papel que desempeñó la interminable serie de guerras emprendidas por Napoleon, unas aventuras militares que se emprendieron por la gloria de la “grande nation” y de su gobernante. Ya hemos visto que esos conflictos sirvieron en primer lugar para liquidar la revolución radical en la propia Francia. Pero también permitieron a la burguesía acumular más capital que nunca. Los industriales, comerciantes y banqueros consiguieron unos enormes beneficios suministrando al ejército armas, uniformas, comida, etc. Las guerras fueron muy beneficiosas para los negocios y las victorias proporcionaron unos territorios que contenían valiosas materias primas o podían servir de mercados para los productos acabados de la industria de Francia. Eso benefició a la economía francesa en general, pero sobre todo a su industria, cuyo desarrollo se aceleró así considerablemente. Por consiguiente, los industriales (y sus socios de la banca) pudieron desempeñar un papel cada vez más importante dentro de la burguesía.
Bajo Napoleon el capitalismo industrial, que iba a ser típico del siglo XIX, empezó a vencer al capitalismo comercial, que durante los dos siglos anteriores había sido la tendencia económica. Vale la pena señalar que la acumulación de capital comercial en Francia había sido posible sobre todo gracias al comercio de esclavos, mientras que la acumulación del capital industrial tenía mucho que ver con la casi ininterrumpida sucesión de guerras libradas primero por el Directorio y después por Napoleon. En ese sentido Balzac tenía razón al afirmar que “detrás de cada gran fortuna sin un origen aparente subyace un crimen olvidado”.
Las guerras de Napoleon estimularon el desarrollo del sistema industrial de producción y supusieron al mismo tiempo la sentencia de muerte para el antiguo sistema artesanal a pequeña escala en el que los artesanos trabajaban de forma tradicional y no mecanizada. Por medio de la guerra la burguesía bonapartista no solo hizo que los sans-culottes (que eran sobre todo artesanos, comerciantes, etc.) desaparecieran físicamente de París, sino que también hizo que desaparecieran del panorama socioeconómico. Los sans-culottes habían desempeñado un papel fundamental en el drama de la revolución, pero debido a las guerras que liquidaron la revolución (radical), ellos, que habían sido las tropas de asalto del radicalismo revolucionario, salieron del escenario de la historia.
Así, gracias a Napoleon la burguesía de Francia logró librarse de su enemigo de clase, pero resultó ser una victoria pírrica. ¿Por qué? El futuro económico no pertenecía a los talleres y a los artesanos que trabajaban de forma “independiente”, tenían alguna propiedad, aunque solo fueran sus herramientas, y, por tanto, eran pequeños burgueses, sino a las fábricas, a sus propietarios, los industriales, pero también a sus trabajadores, los obreros asalariados y en general muy mal pagados de las fábricas. Este “proletariado” iba a resultar ser un enemigo de clase mucho más peligroso para la burguesía que lo que habían sido los sans-culottes y otros artesanos. Además, el objetivo del proletariado era llevar a cabo una revolución mucho más radical que “1793” de Robespierre. Pero esto iba a ser una preocupación para los regímenes burgueses que iban a suceder al del supuestamente “gran” Napoleon, incluido el de su sobrino, Napoleon III, al que Victor Hugo llamó despectivamente “Napoleon le Petit” [Napoleon el pequeño].
Muchas personas dentro y fuera de Francia, incluidos políticos e historiadores, desprecian y denuncian a Robespierre, los jacobinos y los sans-culottes debido al derramamiento de sangre que se asocia a su revolución radical y “popular” de 1793. Estas mismas personas suelen mostrar una gran admiración por Napoleon, el restaurador de la “ley y el orden” , y salvador de la revolución moderada y burguesa de 1789. Condenan la internalización de la Revolución francesa porque estuvo acompañada del Terror que provocó muchos miles de víctimas en Francia, sobre todo en París, y culpan de estas víctimas a la “ideología” jacobina y/o al supuestamente innato carácter sanguinario del “populacho”. Parecen no darse cuenta (o no querer darse cuenta) de que la externalización de la revolución por parte de los termidorianos y de Napoleon, acompañada de unas guerras internacionales que se prolongaron durante casi veinte años, costó la vida a muchos millones de personas en toda Europa, incluida una enorme cantidad en Francia. Esas guerras fueron una forma de terror mucho mayor y mucho más sangrienta que lo que había sido el Terreur orquestado por Robespierre.
Se calcula que ese régimen de terror costó la vida a aproximadamente 50.000 personas, más o menos el 0,2 % de la población de Francia. El historiador Michel Vovelle, que cita estas cifras en uno de sus libros, se pregunta si es mucho o poco. Es muy poco en comparación con la cantidad de víctimas que provocaron las guerras libradas por la expansión territorial temporal de la grande nation y la gloria de Bonaparte. Solo en la Batalla de Waterloo, la batalla final de la supuestamente gloriosa carrera de Napoleon, y en su preludio (las simples escaramuzas de Ligny y Quatre Bras) murieron entre 80.000 y 90.000 personas. Y lo que es peor, muchos cientos de miles de hombres nunca volvieron de las desastrosas campañas en Rusia. Es terrible, n’est-ce pas? Pero nadie parece hablar nunca del “terror” bonapartista y tanto París como el resto de Francia están repletos de monumentos, calles y plazas que conmemoran las supuestamente heroicas y gloriosas hazañas del más famoso de todos los corsos.
Marx y Engels señalaron que al sustituir la revolución permanente por la guerra permanente dentro de Francia y, sobre todo, en París los termidorianos y sus sucesores “perfeccionaron” la estrategia de terror, es decir, hicieron correr mucha más sangre que en la época de la política de terror de Robespierre. En todo caso, la exportación o externalización por medio de la guerra de la revolución termidoriana de la (alta) burguesía, una actualización de «1789», provocó muchas más víctimas que el intento jacobino de radicalizar o interiorizar la revolución dentro de Francia por medio de la Terreur.
Lo mismo que nuestros políticos y medios de comunicación, la mayoría de los historiadores todavía consideran que la guerra es una actividad estatal perfectamente legítima, y fuente de gloria y orgullo para los vencedores e incluso para nuestros inevitablemente “heroicos” perdedores. Por el contrario, las decenas o cientos de miles e incluso millones de víctimas de la guerra (que ahora se lleva a cabo sobre todo por medio de bombardeos aéreos y, por tanto, de verdaderas masacres unilaterales en vez de guerras) nunca reciben la misma atención y simpatía que las mucho menos numerosas víctimas del “terror”, una forma de violencia que no está respaldada, al menos no abiertamente, por un Estado y que, por lo tanto, se tilda de ilegítima.
Me viene a la memoria la actual “guerra contra el terrorismo”. Por lo que se refiere a la superpotencia que nunca deja de emprender guerras, se trata de una forma de guerra permanente y omnipresente que estimula el chauvinismo irreflexivo y patriotero de los estadounidenses corrientes (¡los sans-culottes estadounidenses!) al tiempo que proporciona a los más pobres de ellos puestos de trabajo como marines. Para gran ventaja de la industria estadounidense, esta guerra perpetua proporciona a las corporaciones estadounidenses acceso a importantes materias primas como el petróleo y viene a ser para los fabricantes de armas y muchas otras empresas, especialmente las que cuentan con amistades en los ámbitos de poder en Washington, una cornucopia de beneficios astronómicos. Son obvias las similitudes con las guerras de Napoleon. ¿Cómo era lo que decían los franceses?: “Plus ça change, plus c’est la même chose” [Cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo].
Con Napoleon Bonaparte la revolución acabó donde se suponía debía acabar, al menos en lo que concernía a la burguesía francesa. Cuando Napoleon irrumpió en escena, la burguesía triunfó. No es casual que en las ciudades francesas a los miembros de la élite social, “les notables” (es decir, los hombres de negocios, banqueros, abogados y otros representantes de la alta burguesía), les guste reunirse en cafés y restaurantes que llevan el nombre de Bonaparte, como observó el brillante sociólogo Pierre Bourdieu.
La alta burguesía siempre ha estado agradecida a Napoleon por los innegables servicios que prestó a su clase. El más importante de estos servicios fue liquidar la revolución radical, la de “1793”, que suponía una amenaza para las considerables ventajas que gracias a “1789” había adquirido la burguesía a expensas de la nobleza y la Iglesia. Por el contrario, el odio que la burguesía sentía por Robespierre, la figura más destacada de “1793”, explica la casi total ausencia de estatuas y otros monumentos, y de nombres de calles y plazas que honren su memoria, aun cuando el hecho de que Robespierre aboliera la esclavitud fue uno de los mayores logros de la historia de la democracia en el mundo.
También se venera a Napoleon más allá de las fronteras de Francia, en Bélgica, Italia, Alemania, etc., y sobre todo lo venera la burguesía acomodada. Sin lugar a dudas se debe a que todos esos países eran sociedades feudales y casi medievales en los que las conquistas de Napoleon permitieron liquidar sus propios Ancien Régimes e introducir la revolución moderada que, como ya había ocurrido en Francia, fue una fuente de considerables mejoras para toda la población (excepto la nobleza y el clero, por supuesto), pero también de privilegios especiales para la burguesía. Probablemente esto explica por qué hoy en Waterloo la estrella indiscutible del espectáculo turístico no es Wellington sino Napoleon, de modo que puede que los turistas que no conocen bien la historia ¡piensen que fue él quien ganó la batalla!
Jacques R. Pauwels es historiador y autor de The Great Class War: 1914-1918. Su último libro es Le Paris des san-sculottes: Guide du Paris révolutionnaire 1789-1799, Éditions Delga, París, marzo de 2021. [En castellano se ha publicado, traducido por José Sastre, El mito de la guerra buena: EE.UU en la Segunda Guerra Mundial, Hondarribia, Hiru, 2002. Boltxe liburuak publicará próximamente Los mitos de la historia moderna].
Fuente: https://www.counterpunch.org/2021/05/07/napoleon-between-war-and-revolution/
Esta traducción se puede reproducir libremente
martes, 9 de enero de 2018
_- Robespierre: Ni tirano ni verdugo
Inquirido por el semanario parisino L´Obs a que realizara una breve defensa de la figura de Maximilien Robespierre, Alexis Corbière, su más significado valedor contemporáneo, que ya como concejal del distrito XII de París había pedido infructuosamente que se le dedicase una calle, resume sus méritos en unos pocos párrafos.
Pronunciar el nombre de Robespierre es suficiente para desencadenar un torrente de barro. Pero no fue ni “tirano del Terror” ni “verdugo sanguinario de la Vendée”. Antes de sentarse en el Comité de Salud Pública como diputado, defendió los principios que están en los fundamentos de nuestra República.
Desde octubre de 1789, defiende el principio democrático de universalidad (masculina) del voto. Sin éxito. En 1791, bien que el único, se opone a la “constitucionalización de la esclavitud en las colonias francesas”. Pero, desde hace dos siglos, se le caricaturiza. Solamente importa su acción “a la cabeza” del Comité de Salud Pública. Recordemos, sin embargo, que no estaba a la cabeza de nada y que fue miembro elegido (entre catorce) de este Comité durante un año, de julio de 1793 hasta su muerte. Hablar de “dictadura robespierrista” es una manipulación histórico-política.
Se olvida la actuación del Gran Comité de Salud Pública: la asignación de una suma a los indigentes, la instauración de un precio máximo de venta para los artículos de primera necesidad, la institución de la escuela primaria gratuita y obligatoria.
El principal mérito del gobierno revolucionario fue sencillamente haber salvado a Francia de la invasión o del estallido. Sobre todo, por medio del Terror: cierto, eso significa el Tribunal revolucionario, la ley de sospechosos y ejecuciones trágicas. No se trata de aprobar ese momento terrible sino de explicar y de contextualizar: la Francia del Año II conoce la insurrección realista, la guerra exterior, los complots bien reales urdidos en el extranjero…
El Terror no fue una invención de Robespierre. Otros lo pusieron en práctica antes que él, entre ellos Danton. Y se puede contabilizar. En dos meses, desemboca en 1.366 ejecuciones después de procesos, a menudo expeditivos, es verdad. Por comparación, Thiers, al dar a los versalleses la orden de aplastar la Comuna en 1871, es responsable de más de 2.000 muertos… en una semana y sin el menor proceso.
Existe una calle Thiers en París cuando a Robespierre ni siquiera se le menciona en la capital. Es hora de abandonar la “leyenda negra” del Incorruptible, fabricada tras su muerte. Afirmo pues, como Jaurès, que si yo hubiera vivido durante la Revolución, es al lado de Robespierre donde habría ido a sentarme.
http://www.sinpermiso.info/textos/robespierre-ni-tirano-ni-verdugo
viernes, 30 de octubre de 2015
Lucha de clases en la Inglaterra victoriana. Marc-Alexis Côté, director del nuevo 'Assassin's creed', defiende la ambición artística del ocio electrónico para generar debate cultural.
Un año después, Marc Alexis-Cotê (Quebec, 1980), director al frente de Assassin's creed syndicate —noveno capítulo de esta saga que debuta ahora en las tiendas para Xbox One y PlayStation 4 y que ha vendido más de 73 millones de videojuegos—, no tiene problema en enmendar esa blanda respuesta. "Es algo bueno. Estoy seguro de que muchos franceses revisaron la historia de la revolución y la figura de Robespierre a raíz de esta controversia. Genera debate y agitación y eso tiene mucho que ver con la eterna cuestión de si los videojuegos son o no un arte. Que un videojuego cree polémica histórica, prueba la madurez del medio".
Alexis-Cotê no tiene problema en hundir sus manos en los asuntos más turbios de la historia. La época que le ha tocado retratar en esta nueva entrega es la victoriana. Imagen que se mueve entre los tópicos de los carruajes, la belleza arquitectónica, las fiestas suntuosas, pero también el nacimiento de la Revolución Industrial, la figura de Karl Marx o la explotación infantil. "Bueno, hay que reconocer que había leyes contra ella", apunta el diseñador. "Los niños solo podían trabajar 10 horas como máximo al día [sonríe con ironía]. Para nosotros es clave retratar la época victoriana como una época de contrastes. Y reflejar especialmente el conflicto entre clases. Por eso la figura de Marx y sus ideas como germen del socialismo jugarán un papel importante".
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/23/actualidad/1445575776_453162.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s
viernes, 3 de julio de 2015
El «Terror», de Robespierre a Daech, pasando por Podemos: Pedro J. Ramírez, Wieviorka y otros excesos fementidos de la lumpenintelectualidad de nuestro tiempo. Florence Gauthier
Un nuevo acceso de prurito “aterrorizante” ataca desde hace algún tiempo. Ha sido recientemente reactivado por Pedro J. Ramírez, exdirector del diario madrileño EL Mundo, que ha publicado un tocho rayano en las 1000 páginas titulado originalmente El primer naufragio (Madrid, 2013) y traducido al francés con el provocador título siguiente: El golpe de Estado. Robespierre, Danton y Marat contra la democracia (Paris, 2014). Y el pasado 15 de junio, en el diario Ouest-France, el sociólogo Michel Wieviorka la emprende también con Robespierre para compararlo con… ¡Daech!
Hay que observar que Pedro J. Ramírez ha colado de matute una comparación con Pablo Iglesias, fundador del partido Podemos, no en su libro –en el que no aparece siquiera mencionado—, sino en las entrevistas que va ofreciendo a cuenta de su libro: compara a Iglesias con Robespierre para expresar sus posiciones políticas personales. [1]
Partiendo de la situación actual, caracterizada por un crecimiento inquietante de la deuda pública que el gobierno de Rajoy no ha hecho sino aumentar, la compara con la situación de Francia… en 1789. Iglesias y Podemos representan a sus ojos un peligro, porque amenazan con ser los beneficiarios de esa política desastrosa. Por esa vía se convierte Pablo Iglesias en un nuevo Robespierre que, ciertamente, se representa una amenaza para España, pero también en el indicado de la urgencia de imponer un cambio de política: si no es substituido el partido de Rajoy, la amenaza “terrorista” de Podemos se realizará. Tal es el propósito argumentativo de su libro.
El autor tiene que probar que Podemos no podrá hacer otra cosa que repetir el “Terror”. Se empeña, así pues, en construir una narración de “la toma del poder por Robespierre, Danton y Marat” en forma de… ¡golpe de Estado! Empresa harta osada y aun muy audaz, habida cuenta de que lo ocurrido entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1793 está abundantemente documentado y no ha dado pie a ningún tipo de violencia, ni jurídica ni física. Recordaré brevemente lo que pasó, que resulta de lo más interesante.
La Revolución del 10 de agosto de 1792 había derribado a la monarquía y liquidado la Constitución aristocrática de 1791 que reservaba el derecho de sufragio a los “ricos”, para establecer una República democrática en Francia. Resultó elegida una nueva asamblea legislativa en septiembre de 1792: la Convención. El primer gobierno fue girondino, pero se opuso a la democratización de la sociedad y creyó poder desembarazarse del asunto por la vía de declarar la guerra a todos sus vecinos. ¡Pésimo cálculo! La ofensiva militar fracasó, precipitando la caída de la Gironda.
Las instituciones democráticas de la época concebían los cargos electos como fideicomisos, lo que significa responsables ante sus electores. Y la Revolución del 31 de mayo de 1793 consistió precisamente en el ejercicio práctico de llamar a capítulo a los mandatarios en los que se había perdido confianza: los electores se habían expresado en los meses precedentes exigiendo la destitución de esos mandatarios infieles precisamente porque ya no confiaban en ellos.
Eso se hizo el 31 de mayo, y 22 diputados de la Gironda fueron destituidos y enviados a sus casas.
Es verdad que esta institución, democrática por excelencia, no suele practicarse en nuestros sistemas electorales actuales. Valdría la pena que se enseñara en las facultades de ciencias políticas para que los estudiantes se familiarizaran con los lazos que vinculan íntimamente la responsabilidad fideicomisaria de los cargos electos con la noción misma de soberanía popular: así podrían reconocerla sin mayores dificultades cuando la vieran puesta en práctica. Y así se evitarían también groseras traiciones de la ignorancia como las reveladas por la lectura del voluminoso libro de Pedro J. Ramírez.
Difícil empresa, la de demostrar que Robespierre, Danton y Marat, los tres diputados electos, habrían dado un “Golpe de Estado” el 31 de mayo de 1793, habida cuenta, encima, de que la Convención votaría la Constitución del 24 de junio de 1793 a la que el gobierno girondino había venido dando largas hasta entonces.
No, decididamente, Pedro J. Ramírez no consigue “aterrorizarnos” con este asunto, ni siquiera olvidándose de mencionar en su libro el voto de esta Constitución… El primer golpe de Estado sigue siendo el del general Bonaparte el 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, ¡un golpe desde luego militar¡ *
Pero volvamos a la evolución de ese prurito “aterrorizante” reciente.
Xavier Bertrand, diputado-alcalde de Saint-Quentin en el Aisne, ha declarado a BFMTV el pasado 5 de mayo de 2015 lo que sigue, a propósito de las relaciones extremadamente tensas entre Le Pen padre y su hija en el seno del Frente Nacional:
“Cuando su padre sube a la tribuna del Primero de Mayo, lo que se ve es más que una afrenta. Se ve perfectamente que ella no puede dirigir su partido. Cuando no consigues dirigir tu partido, no puedes dirigir un país ni una gran región. Esa es la limitación que está revelando. Y no podrás impedir hoy que algunos pretendan ajustes de cuentas internos. Mire al señor Philipot, un pequeño Robespierre que quiere la cabeza de Luis XVI. Eso es hoy el Frente Nacional.”
El autor de esta alusión a la Revolución francesa vincula a Robespierre al proceso del rey, como si se hubiera tratado de la decisión de un solo individuo aislado. ¡Nada más falso! El proceso al rey fue largamente debatido en la Convención y votado por una mayoría de diputados, el detalle de cuyos votos se conoce perfectamente.
En cuanto a la alusión por un tercero a “la muerte del padre” en la familia Le Pen, la cosa mueve más a sonreír que a “aterrorizarse”.
* El más reciente acceso del prurito viene firmado por Michel Wieviorka en Ouest-France el pasado 10 de junio. El autor se lanza a una comparación entre Daech y Robespierre, y –si es que el título no es de la Redacción— se felicita por la excelencia de su idea: “La comparación entre Daech y la Francia de Robespierre tal vez resultará chocante, pero es muy instructiva”.
También aquí encontramos el tono del exceso fementido, vecino del de Ramírez. Vean, si no:
“En el Oriente Próximo de 2015 como en la Francia de 1793, uno o dos Estados podrían construirse sangrientamente. El bien llamado Terror fue precedido por masacres de sacerdotes, preludio de las guerras de la Vendée. Un decreto del 31 de julio de 1793 pedía la destrucción de las tumbas reales y de otros mausoleos en toda la República. Daech no ha inventado nada nuevo (…).”
Robespierre resulta aquí el responsable de la masacre de los sacerdotes, de las guerras de la Vendée y de la destrucción de las tumbas de los reyes: ¡es “el bien llamado Terror”!
Lleva razón Wieviorka al creer que su fórmula “tal vez resultará chocante”. Pero yo estoy menos chocada por sus intenciones que por el descubrimiento de la magnitud de su ignorancia de los hechos más elementales del período revolucionario: ¡las fuentes para conocerlos no son precisamente escasas!
Empecemos con la masacre de los sacerdotes. Robespierre, en tanto que diputado elegido cada mes por la Convención para el Comité se Salud Pública después del 17 de julio de 1793, ha rechazado la “descristianización” llevada a cabo por dos corrientes: los “desfanatizadores sectarios”, una, y los contrarrevolucionarios, otra. Ambas querían sacar provecho de las divisiones creadas por esas tensiones religiosas. Robespierre reclamó la aplicación de los principios de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano en lo tocante a la libertad de conciencia: precisamente por eso fue castigado por la historiografía adepta a la “desfanatización intolerante”, que afectó ver en él a un obscuro defensor de la religión católica, al gran sacerdote de una supuesta religión del Ser supremo. Lo único cierto es que Robespierre defendió el principio de libertad de culto de la Declaración de derechos. [2] ¿Probablemente como Daech?
Veamos ahora las guerras de la Vendée. El señor Wieviorka cae aquí en su inevitable instrumentalización luego de que un historiografía surgida del bicentenario y pilotada por el lobby vendeano buscara tercamente un genocidio en la Revolución francesa. Los resultados de esa búsqueda desesperada de un supuesto “genocidio… franco-francés” en la Vendée fueron ridículos. Por lo demás, Robespierre no desempeñó papel alguno en esos sucesos, al contrario de lo que martillea sin descanso este lobby vandeano. [3]
En lo tocante a las destrucciones de tumbas reales, el diputado Grégoire hizo votar en la Convención medidas contra lo que él mismo llamó “vandalismo que no conoce sino la destrucción”, al que calificó de “barbarie contrarrevolucionaria”. [4] Esas medidas fueron apoyadas sin reservas por Robespierre, como es harto sabido. ¡También aquí es harto difícil cargarle el sambenito!
Comparar el vandalismo del período revolucionario con los actos cometidos por Daech no sólo es un error. Es ridículo. Mejor habría hecho el señor Wieviorka comparando esos actos con la destrucción de la civilización romana en el momento de la caída plurisecular del Imperio romano de Occidente, que no sólo destruyó monumentos, sino lengua, literatura y bibliotecas. [5]
NOTAS:
[1] Entrevista en Vox Populi, 9-X-2014 : http://vozpopuli.com/economia-y-finanzas/50674-pedro-j-en-espana-puede-crearse-una-situacion-prerrevolucionaria-y-podemos-saldria-beneficiado41
[2] Robespierre, 5 y 6 de diciembre de 1793, exigió en la Convención la aplicación de los principios de la Declaración contra los desfanatizadores : Ouvres, Volmen X, p. 26 y ss. Declaración de derechos de 1793, Art. 7 : « El derecho de manifestar pensamiento y opiniones propios, ya a través de la prensa o por cualquier otro medio, el derecho de reunión pacífica y el libre ejercicio de los cultos no podrán ser prohibidos ».
[3] Cfr. Marc Belissa, Robespierre, bourreau de la Vendée ? »: une splendide leçon d’anti-méthode historique [Robespierre, ¿verdugo de La Vendée? Una espléndida lección del antimétodo histórico], en: www.revolution-francaise.net/2012/03/15/476.
[4] Archives Parlementaires, Volumen 83, p. 186, Grégoire à la Convention, 22 nivoso Año II-11 enero 1794, Rapport sur les inscriptions des monuments publics.
[5] Cfr. Bryan Ward-Perkins, La chute de Rome. Fin d’une civilisation, (Oxford 2005) trad. francesa del inglés: Paris, Alma, 2014.
Florence Gauthier es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.
Fuente: www.sinpermiso.com
viernes, 6 de junio de 2014
Como antes de la Revolución Francesa. Los ricos siempre quisieron serlo más, pero no precisaron que el resto fuera muy pobre
Ante semejante situación, uno diría que lo que les tocaría a los más ricos del mundo sería: a) no llamar mucho la atención, y menos aún alardear de su exuberancia; b) hacerse “perdonar” sus fortunas, sobre todo los que no las hayan obtenido limpiamente y sin perjudicar a nadie (también los hay así, desde luego: basten como ejemplo los deportistas, que no son culpables de que millones de personas estén dispuestas a verlos evolucionar en una cancha o en un estadio; es más, su virtuosismo trae beneficios a muchos otros individuos); c) no quejarse de los impuestos que han de pagar (muy pocos, proporcionalmente, en la mayoría de los países); d) no mostrarse nunca despreciativos hacia los menos favorecidos, sino, por el contrario, respetuosos al máximo; e) no pedir “más” de nada, en concreto aplausos.
Quienes lean las columnas del Premio Nobel de Economía Paul Krugman estarán al tanto de que los millonarios estadounidenses (con excepciones) suelen hacer exactamente lo puesto. No sólo quieren ganar más, y pagar menos impuestos; no sólo se quejan de los enormes gastos que conlleva el tren de vida al que se han obligado a sí mismos, sino que además exigen admiración, gratitud y afecto del resto de la población, y no toleran una crítica. Se consideran “benefactores”, “creadores de empleo”, “impulsores de la economía”, y por tanto dignos de toda alabanza. (Puede ser, pero callan que se benefician e impulsan principalmente a sí mismos.) Y da la impresión de que no les basta con incrementar las ganancias, sino que necesitan que otros no las obtengan, para así poder lucir más ellos. Esto último es novedoso, al menos desde que yo tengo memoria. Debió de ser así antes de la Revolución Francesa, tras la cual empezó a procurarse no subrayar las diferencias y que el grueso de los habitantes fueran mejorando sus condiciones. Los ricos siempre quisieron serlo más, pero no precisaron que el resto fuera muy pobre, ni desde luego aspiraron a ser venerados por éste.
Hace pocos años, unas declaraciones como las recientes de la Presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica de Oriol, habrían sido inimaginables. Ojo, lo inimaginable no es que sujetos como ella pensaran así, o incluso lo dijeran en sus cenas, en privado y entre pares; lo inconcebible habría sido que alguien privilegiado hablara en público de cualesquiera otros en tono tan despectivo e insultante, y protestara por tener que abonar el salario mínimo (bajísimo en España) a quienes “no valen pa nada”. Oriol, recuerdan, puso a caldo a los jóvenes que abandonaron sus estudios para trabajar en la construcción durante la burbuja inmobiliaria, porque al ganar “1.000, 1.500 euros al mes” (para tales matados, según ella, una fortuna), los viernes y sábados se creían “los reyes del mambo” y ligaban mucho. Oriol omitió que sus colegas y representados, los empresarios, eran quienes tentaban y convencían a esos jóvenes, quienes los inducían a dejar los estudios. Y olvidó, asimismo, que algunos de éstos se verían forzados a traer un sueldo a su hogar si todos los miembros de su familia estaban en paro, por ejemplo. Pero aunque todos esos “inútiles” hubieran interrumpido su educación para bailotear en las pistas con sus dinerales (¡1.000, 1.500 euros!) … Cierto que nadie les puso una pistola en la sien para que aceptaran, como tampoco al resto de la población para que solicitara créditos a los bancos para cualquier chorrada (una comunión o un viaje al Caribe). Pero todos sabemos que tanto los empresarios de la construcción como los banqueros instigaron y persuadieron (a menudo mintiendo) a los chicos a convertirse en paletas y a la gente a entramparse. Ahora la culpa es sólo de los ignorantes incautos; de los tentados y nunca de los tentadores; de los corrompidos y no de los corruptores; de los pardillos y no de los pícaros. Ya digo: hace pocos años unas declaraciones así no habrían sido posibles, por la sencilla razón de que Mónica de Oriol y sus equivalentes habrían temido por sus puestos y por su imagen. Y, que yo sepa, esa señora no ha sido destituida ni ninguno de sus iguales le ha retirado el saludo. Eso es lo más preocupante: que la chulería y el desdén de los ricos no les pase factura. (Ojo, es lo más preocupante para ellos mismos, y no se dan cuenta.) Más o menos como antes de la Revolución Francesa.
Fuente: JAVIER MARÍAS 18 MAY 2014 -El País Semanal.