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viernes, 1 de julio de 2022

_- Estado de derecho con lagunas.


_- Imagen de archivo del exministro del Interior Jorge Fernández Díaz durante su comparecencia en la comisión del Congreso sobre la Operación Kitchen. EFE / Rodrigo Jiménez 

El encanallamiento de la vida política española como consecuencia de la actuación de la “policía patriótica” finalmente está quedando a la vista de todos. Todavía queda recorrido para la investigación, sobre la que no se ha dicho la última palabra.

Desde hace bastantes años vengo sosteniendo que el Estado español desde la entrada en vigor de la Constitución el 29 de diciembre de 1978 es un Estado de derecho, pero también que, ante determinados asuntos, no se comporta como tal.

La publicación por El País el pasado miércoles de la cinta en la que se recoge la grabación de la conversación entre el ministro de Interior del Gobierno presidido por Mariano Rajoy en 2012 con el comisario Villarejo, es la demostración insuperable de lo que he afirmado en el párrafo anterior.

La integración de Catalunya y País Vasco en el Estado español es un problema constituyente de primera magnitud. Lo es porque en ambos territorios hay un porcentaje muy notable de la población que no acepta en absoluto o que es sumamente reticente a aceptar la unidad constituyente del pueblo español. Y en el conjunto del Estado, por el contrario, hay una mayoría enorme que no está dispuesta a aceptar que se ponga en cuestión esa unidad constituyente.

El problema ha estado presente a lo largo de toda nuestra historia constitucional, aunque solo ha llegado a abordarse constitucionalmente en los dos procesos constituyentes democráticos, el de 1931 y el de 1978. En el periodo de la “Monarquía Española”, que va de 1808 a 1931, con la excepción de la Primera República, el problema territorial no tuvo nunca dimensión constitucional. Sería con el advenimiento de la democracia en 1931 cuando adquiriría por primera vez tal dimensión.

Hay que subrayar que en ambos se ha producido de manera ambigua, no definiéndose la estructura territorial del Estado en la Constitución, sino “con base” en la Constitución, en la que se reconocía el derecho a la autonomía y se remitía su ejercicio a la aprobación del correspondiente Estatuto de Autonomía por las “regiones” (1931) o por las “nacionalidades y regiones” (1978), que integran España. Tanto la Constitución de 1931 como la de 1978 posibilitaban que el Estado acabara teniendo una estructura políticamente descentralizada, pero no definían dicha estructura en la Constitución. El poder constituyente sensu stricto no se extendía a la descentralización política del Estado.

En la Segunda República está ambigüedad saltó por los aires en muy poco tiempo. El derecho a la autonomía únicamente fue ejercido inicialmente por Catalunya en 1932 y en 1934 fue suspendido. Lo recuperaría tras las elecciones de 1936. En este mismo año ejercerían su derecho a la autonomía vascos y gallegos aprobando sus correspondientes estatutos. Todos quedarían anulados con el triunfo del general Franco en la Guerra Civil.

La experiencia constitucional de 1978 ha sido más duradera y estable. Hay continuidad hasta que el PP alcanza la presidencia del Gobierno en 1996. Ya en el primer mandato de José María Aznar empiezan a hacerse visibles inquietudes en País Vasco, Catalunya y Galicia. Se recupera Galeusca, ausente desde antes de la Segunda República y se expresa un cierto malestar, sobre todo, en Catalunya y País Vasco con la forma en que ha cuajado la descentralización política en el Estado de las Autonomías.

Pero será, sobre todo, después de la mayoría absoluta del PP con José María Aznar, cuando empezará la impugnación del Estado de las Autonomías en el País Vasco desde el comienzo de la legislatura y en Catalunya a finales de la misma, en las elecciones autonómicas de 2003.

La impugnación del País Vasco se expresaría a través de la reforma del Estatuto de Autonomía, conocida como Plan Ibarretxe, en la que se ponía en cuestión la unidad constituyente del pueblo español. En síntesis, el Plan Ibarretxe suponía la afirmación de un “Pueblo Vasco”, titular de un poder constituyente distinto del poder constituyente del pueblo español, aunque no se proponía que tal poder constituyente vasco se tradujera en un Estado independiente, sino que se proponía la aprobación por el parlamento vasco de un “Estatuto de libre asociación con España”, sobre el que las Cortes Generales no tendrían nada que decir. La propuesta no era independentista, pero la fundamentación de la misma sí lo era.

El PP, que todavía estaba en el Gobierno, se resistió a que tal reforma del Estatuto vasco llegara a las Cortes Generales, haciendo uso del artículo 161.2 de la Constitución. Si el PP hubiera ganado las elecciones de 2004, la reforma del Estatuto vasco no habría tenido tramitación parlamentaria en las Cortes Generales. Pero la llegada a la Moncloa de José Luís Rodríguez Zapatero posibilitó que si la tuviera, aunque el Congreso de los Diputados, tras el debate de toma en consideración en el que intervino el Lehendakari Ibarretxe, rechazaría la tramitación parlamentaria de la reforma estatutaria aprobada por el parlamento vasco.

El único acto antijurídico por parte del Estado en dicho proceso fue la condena del presidente del parlamento vasco, Juan Mari Atutxa, por el Tribunal Supremo, condena que fue confirmada por el Tribunal Constitucional, con lo que se privó al político del PNV de la presidencia del Parlamento. La sentencia fue una sentencia infame, que acabaría siendo anulada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pero a la carrera política de Atutxa se le había puesto fin.

La trayectoria de la reforma del Estatuto de Catalunya sería distinta. Aunque el PP intentó torpedear la tramitación parlamentaria de la reforma, no lo consiguió y tras el pacto de la Delegación del Parlament y la comisión constitucional del Congreso de los Diputados, la reforma sería aprobada en referéndum por una mayoría de casi el 80%.

Una vez aprobado y entrado en vigor, el PP centró su estrategia en la impugnación de la reforma ante el TC. Aunque el Estatuto estuvo cuatro años en vigor sin que se produjera la más mínima perturbación en el funcionamiento del Estado de las Autonomías, el Constitucional aceptaría el recurso del PP e impondría con ello a Catalunya, como base del ejercicio del derecho a la autonomía, no el Estatuto pactado entre el Parlament y las Cortes Generales y aprobado en referéndum por los ciudadanos, sino el Estatuto del PP bendecido por el Tribunal Constitucional.

No contento con ese resultado, tras ganar las elecciones por mayoría absoluta en 2011, el PP pondría en marcha una estrategia de “esterilización” del nacionalismo catalán a través de una denominada “Operación Catalunya”, cuya existencia siempre ha negado, pero que está quedando acreditada con la documentación que se ha ido conociendo.

La información que ha publicado El País este pasado miércoles es de especial transcendencia, porque se trata de unas cintas de 2012, es decir, del momento mismo en que Mariano Rajoy se convierte en presidente del Gobierno. Las elecciones se celebraron en diciembre de 2011 y Mariano Rajoy fue investido en 2012. En ese mismo momento puso en marcha una operación presuntamente delictiva ininterrumpida hasta que dejó de ser presidente del Gobierno en 2018 por el triunfo de la moción de censura que convirtió a Pedro Sánchez en Presidente de Gobierno.

La persecución durante toda la década del nacionalismo catalán, haciendo uso de todos los recursos del Estado, se ajustaran las actuaciones o no a lo previsto en el ordenamiento jurídico ha sido constante. La forma de expresarse del ministro de Interior y el comisario Villarejo en la grabación es la de miembros de una mafia y no la de autoridades de un Estado de derecho.

Y esa es solamente la punta del iceberg. El encanallamiento de la vida política española como consecuencia de la actuación de la “policía patriótica” finalmente está quedando a la vista de todos. Todavía queda recorrido para la investigación, sobre la que no se ha dicho la última palabra.

El desbarajuste en que se ha convertido el proceso de integración de Catalunya en el Estado ha sido impulsado por la conducta de los máximos órganos constitucionales del Estado, cuyo parecido a lo que debe ser la conducta de tales órganos en un Estado de derecho digno de tal nombre brilla por su ausencia

https://www.eldiario.es/contracorriente/derecho-lagunas_132_9112861.html

sábado, 12 de marzo de 2022

_- Javier Pérez Royo. El vía crucis de las inmatriculaciones de la Iglesia Católica: una aberración jurídica

_- Como el lector habrá advertido, el título del artículo no es mío, sino de Raúl Rejón, que detalló este pasado martes cómo el Gobierno de José María Aznar, mediante el Real Decreto 1867/1998 por el que se modifican determinados artículos del Reglamento hipotecario, habilitó a la Iglesia católica para registrar inmuebles con la sola firma del obispo de la diócesis como prueba de su propiedad.

Dicha habilitación supone una innovación del ordenamiento jurídico de una trascendencia extraordinaria. Lo que no se podía hacer en ningún caso antes del Real Decreto, se ha podido hacer después de su publicación y entrada en vigor. En decenas de miles de ocasiones la Iglesia católica no ha necesitado nada más que la firma del obispo de la diócesis para acreditar la propiedad de un determinado inmueble y poder proceder a inscribirlo a continuación en el Registro de la Propiedad.

Esta facultad que se atribuye a la Iglesia católica no deriva de los Acuerdos entre el Estado y la Santa Sede de enero de 1979. No encuentra su fundamento tampoco en ninguna Ley aprobada por las Cortes Generales. Es una facultad que crea ex novo una norma de naturaleza reglamentaria, que carece de rango normativo para poder hacerlo.

Se trata de una aberración jurídica, que subvierte el sistema de fuentes del derecho vigente en nuestro país desde la entrada en vigor de la Constitución. En realidad, desde siempre, desde que existe en España el Estado Constitucional. Incluso en la época del General Franco.

Únicamente las Cortes Generales pueden innovar el ordenamiento jurídico del Estado. El monopolio de creación del derecho a favor de las Cortes Generales es la brújula que permite al jurista, y al no jurista también, orientarse en la selva de disposiciones en que el ordenamiento del Estado de nuestros días consiste. Siempre que se encuentre ante una disposición de carácter normativo el jurista tiene que hacerse la siguiente pregunta: ¿se innova con ella el ordenamiento jurídico, hay creación de derecho? Y si la respuesta es afirmativa, tiene que formularse inmediatamente otra. ¿Dónde están las Cortes Generales? Si estas no aparecen, esa creación del derecho es anticonstitucional.

Esto es lo que ocurre con el Real Decreto 1867/1998, con base en el cual la Iglesia Católica ha procedido a inscribir en el Registro de la Propiedad decenas de miles de inmuebles. Es obvio que otorgar a la firma del obispo de una diócesis el valor de prueba acreditativa de la propiedad de un bien inmueble supone una innovación del ordenamiento jurídico español. En ningún momento de la historia del Estado Constitucional español han dispuesto los obispos de tal facultad. Jamás se la ha ocurrido a las Cortes Generales contemplar siquiera tal posibilidad.

Quiere decirse, pues, que todas las operaciones de registro de bienes con base exclusivamente en la firma del obispo de la diócesis correspondiente tienen que ser consideradas nulas de pleno derecho. El Estado no tiene que negociar con la Iglesia católica respecto a qué debe hacerse con tales bienes. Son las Cortes Generales las que tienen que tomar la decisión de lo que debe hacerse. Sin negociar nada. De manera unilateral, como titular que es de la potestad legislativa en régimen de monopolio.

A la Iglesia católica no hay ni siquiera que oírla, aunque las Cortes Generales pueden decidir que aleguen lo que estime pertinente. Pero no porque tenga derecho a ser oída, sino porque las Cortes Generales graciosamente así lo deciden.

Habría que retrotraer el status de todos los inmuebles registrados por la Iglesia con base en el Real Decreto 1867/1998 al que tenían antes de que tal Real Decreto fuera dictado. Una vez corregida la aberración que ha supuesto la publicación de dicho Real Decreto y su aplicación posterior, se estaría en condiciones de decidir de manera jurídicamente correcta qué es lo que debe ocurrir con cada uno de tales inmuebles.

Un mínimo de dignidad democrática impone que los órganos constitucionales del Estado actúen de esta manera.

[Fuente: eldiario.es